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Revista Ciencia y Cultura

versión On-line ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.7 La Paz jul. 2000

 

 

 

Un lugar para La Paz

 

 

Jaime Taborga

 

 


Véase aquí la poca estatura que vamos dejando. Ya no se sabe cuántos dedos de más o de menos tiene la mano que desfigura día a día a la ciudad de La Paz. En los despojos del templo no se recuerda ni a propios ni a extraños.

Rara genética la del paisaje, que dotado de sola pureza no se arma de anticuerpos. Ha de entender que es suficiente con mostrarse para que todo caiga rendido. Y en verdad nuestro paisaje no podía estar más a la vista, con tal claridad como para que no se lo reconozca.

Pero otra vez más la vida demuestra no estar del todo dotada de sí misma, y alguna perversión de partículas se da de cuchilladas en la espalda.

Temerarios y ciegos, terca y desalmadamente, ocupamos este lugar a manotazos. Hasta que al fin, dueños de todo a pesar de todo, nos quedamos sin nada. Tal la hipérbole de esta otra genética: el hombre, anticuerpo de sí mismo.

Son variadas las contiendas que aquí se libran. Una, de ocupación vertical, toma las alturas siguiendo naturalmente la pendiente, pero es inestable y precaria; otra, de arrasamiento, va contra corriente y desbarata a su paso el ámbito en que se hospeda.

Los habitantes de las laderas han construido un laberinto de taludes a plomada que hacen de la montaña algo aún más precipitado. Allí opera un vértigo sobrenatural jamás encontrado en ninguna obra de la naturaleza. Las aceras son peñascos de resto pedregoso; los desagües de las casas, las tintas de tatuaje de los humus del futuro; los cables eléctricos, tramas de velo descalabrado; las calles, el mal trazo horizontal que desolla el tejido que cuelga.

Más abajo, un mundo arrellanado y decumbente ignora el espacio que habita. Avanza petulante nivelando cerros para hacer propiedad horizontal. Muy dueño de casa, tapía su ventana y se sepulta en heladas sombras de cemento. Su maquinaria de arrasamiento no encuentra horizonte, y cada vez más pronto sucumbe a medio camino.

En un caso, se exacerba el abismo; en el otro, todo sobrevive bajo mortaja. Nadie gana, nadie auxilia a nadie. Ceden las delgadas baldosas de los edificios y caen los retretes unos sobre otros aplastando sucesivamente a los cagadores de la misma hora. Y mientras esto sucede con puntualidad y sincronía, en alguna otra parte, más arriba, con un cansancio más razonable y justo, grandes masas de tierra se desploman enterrando desordenadamente a decenas de personas.

La policía cela en lo alto de un puente colgante para evitar la caída voluntaria de algún ocasional suicida y, cuando ninguna de las partes logra cumplir su propósito, encarcela a los sobrevivientes. Entre tanto, libres de vigilancia, los constructores de edificios continúan ensayando bajos costos, y el municipio ejecuta costosas intervenciones en la tangente del problema: desempedra los candorosos empedrados residenciales para volver a empedrar y echar asfalto, cuando no es sobre los antiguos adoquinados de Comanche; se preocupa de retirar de la acera a los vendedores ambulantes, y deja que los automóviles se estacionen en ellas. Tal el orden de prioridades. En primer lugar, dar paso a su majestad el automóvil, echando para ello antiguas calles, casas, inquilinos, árboles, monumentos, peatones y paisajes.

La tendencia es hacia el vacío, lo hueco, lo frívolo, lo lucrativo, tan distintivamente sazonados de caóticos toques modernistas como pueden estarlo; y marcha ensoberbecida, ignorante, fanatizada por la imitación de una dudosa cultura de metrópoli. Bien se ve ello en lo poco que toca y se deja el problema a los encargados de oficio sobre cuestiones culturales. Véase si no, en cualquier ámbito institucional o social, el papel de monigotes decorativos que tienen los responsables de la cultura, desde el pinche Secretario de Asuntos Culturales de un sindicato hasta el Excelentísimo Señor Ministro de Estado. Su brillo funcional se agota en inauguraciones de eventos en salitas, o en canchones, cuando por azar les ha sido dado atender también asuntos deportivos: todas las pequeñas y restantes cosas que no tienen mayor urgencia y beneficio, y quién sabe por qué siempre es bueno hacer algo.

Un auténtico encargo cultural no ha de ser, pues, «por amor al arte», sino y ante todo de interés práctico. Para llenar el vacío cultural en que vivimos no necesitamos tanto del despacho de nuevos guitarristas criollos en los dos o tres salones sociales que tenemos, ni de viejas reposiciones de obras clásicas en globalizados espacios suburbanos que aún no tenemos. Ni nuevas trovas ni viejas troles, que para ciegos no hay ahí más que la misma ilustre vereda.

¿Qué hacer? Bastante maltrecho y absurdo es el resultado de nuestros desbarates como para continuar en la misma huella, por más prolijo que sea el paso. Si aún queremos prevalecer, en alguna proporción que todavía admita la situación, habría que empezar por corregir el sentido de lo mucho que deliberadamente hacemos. Quizá entre tanta figuración de empresa quede algún resquicio de física donde poder sobreponernos. Finalmente, de bajar de una vez los telones de la farsa, ¿qué ganancia de poca taquilla podría perderse? Una disposición así de radical y por asalto es la última salvación posible.

En medio de esta oscuridad de miras, pero aprovechando la oscuridad de la noche, en una ubicación más alta de alrededores donde todavía pervive la ciudad, hay una corona de luces que se ofrece a nuestra cabeza para recordar el lugar que habitamos. Infundidos por su secreto, mañana, de camino a otro ordinario quehacer, podríamos apagar los motores que rugen en la congestión, con su bocina inútil; abandonar allí mismo nuestros autos, dejar el escritorio y abrir la ventana, rehusar el ascensor y bajar a la calle por las gradas, alejarnos un poco, como quien da un respiro; y todos, subidos sobre una piedra, sentados en la rama de un árbol, apoyados en la ventana, aguardaríamos por un momento, a ver si a la luz del día ocurre alguna cosa. Entonces, con toda seguridad, en medio del silencio, divisemos de pronto un lugar fascinante, un parque de ensueño jamás construido por hombre alguno, nunca visto, pero que siempre estuvo ahí, ni muy lejos, ni muy cerca.

Luego, no haría falta que ningún oficial de pepinos inaugurara el parque, ni que cortara cinta ni que grabara placa con su nombre, porque todos ya habrían visto el parque y estarían dentro desde mucho antes, como siempre lo estuvieron, antes de los descubrimientos de última hora; antes de las cruzadas conmemorativas, con sus años, días y horas para celebrar todo y nada; antes de la llegada de los salvadores y aventureros, con su Deus ex machina vestido al último grito de la moda.

Tampoco habría foto, como tampoco habría propiamente un parque, sino tan solo este lugar, un lugar para la ciudad de La Paz. Y sea entonces lleno de alucinantes prodigios el día en que se hizo aquí la ciudad, por todo tiempo que vendrá.

Que aquí no hay espacio, que el lugar no se presta al desarrollo urbano, que no queda más que luchar contra su topografía. Nada menos cierto y tan estrecho de visión. Qué mejor que ir más y más lejos, amablemente, por los parajes más recónditos del lugar, acostándonos en las laderas más asequibles de la cuesta; y, por Dios, subir todo lo que se quiera, pero sin bajar de las alturas ningún grano de arena. Esa sería una ciudad abierta, vasta y desahogada, de amplio desarrollo, con arquitectura propia, y tan misteriosa y sorprendente como ninguna.

Nuestro actual atolladero es el resultado histórico de una tendencia universal a la concentración. Pero aquí se presenta de un modo tan exacerbado y con tan poco beneficio, que habrá que ver si este ideal no es sino el producto de un maleficio.

En cualquier caso, un cambio de tendencia tendrá que vérselas seriamente con arraigadas concepciones napoleónicas, de geometría cartesiana, y demás pretensiones panópticas de plaza de pueblo. Y para desmontar los andamiajes de ese pseudohumanismo habrá ante todo que emprender contra nuestras obsoletas funciones de costumbre. Luego, más allá, ya se verá cómo siguiendo el curso de una natural desconcentración crecen también los servicios, y prestan su atención de manera más particular y adecuada. En fin, en cualquier caso, la creación debe ser total.

Antes de emprender nada, debe quedar claro que tal invitación a sueños es bastante más modesta y realista que los ofrecimientos futuristas que bajo cohecho han impuesto su comercio. Y que quede asimismo bien dicho que sí es posible hacerlo, y cómo lograrlo, para cuando querramos sacudir nuestra modorra de condición de condenados: prisioneros en las torres enanas de la catedral, torturados en los calabozos arquitectónicos de los Ormachea, juzgados y condenados por los dictados de los Calderón, fusilados a bocinazos, sepultados bajo lápidas de latón con la imagen de Shakira y Ricky Martin, podridos de basura, y réquete gobernados y pisoteados por los viejos amigos de Bartos.

Estas palabras están especialmente dedicadas a los apurados, que no ven más allá de sus narices, ni lo creen necesario, validos de la fútil conclusión inmediata de sus cosas. (Todos tenemos alguna cuenta pendiente que exigirles, más apremiante y urgente de arreglo que con nuestros enemigos declarados.) Y en lo que toca a quienes además están encargados de la ciudad de La Paz, estas dos palabras más de machaqueo: si de verdad se quiere hacer algo, no importa que demore mil años en cuanto tenga sentido, como la construcción de las antiguas catedrales: siempre será un tiempo incomparablemente menor al que llevó la formación natural de este lugar, incomparablemente también más bello.

 

 

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