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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.5 La Paz jun. 1999

 

 

 

El ser humano, la corrupción y la política

 

 

Gerardo Berthin Siles

Gerardo Berthin Siles (Bolivia), Director de la Maestría en Gestión y Políticas Públicas, de maestrías para el desarrollo (MpD), Universidad Católica Boliviana/Harvard Institute for International Development (HIID).

 

 


Resúmen

Este artículo se sustenta en la idea de que en política existe una ética diferente de la ética. Y se comprueba que con el pasar del tiempo el progreso en términos económicos y en otros términos ha resultado ser más importante que el desarrollo espiritual del ser humano, demostrando que existe una gran brecha entre lo que el hombre desea ser y lo que es en realidad.

Habrían pues dos espacios, el del poder y el del no poder siendo el primero, el ámbito de lo político, el lugar donde el hombre miente, engaña, distorsiona, traiciona, de este modo se justificarían las guerras por ejemplo.

Existe también -para el autor- una balanza de la armonía, en la que inmoralidad de la sociedad y los instrumentos utilizados se sopesan con el valor ético del objetivo final, balanza que no logra nunca el equilibrio.

Prosigue postulando que toda acción es potencialmente inmoral de manera innata por su intención original, la acción convierte pensamientos, aspiraciones y anhelos que llevan al pecado y a la culpabilidad; una fuerza independiente que crea cambios.

Para finalizar nos dice que el éxito político se mide si se puede mantener, incrementar o demostrar poder sobre otros, mientras que el éxito moral se mide si se puede demostrar en relación con los otros, que estos son objetivos en sí mismos.


 

 

El precio del progreso

Casi todos los días, diferentes medios de comunicación en el mundo están reportando diferentes actos de corrupción. Estados Unidos, Francia, Inglaterra, la Comunidad Europea, Japón, China, América Latina, Bolivia y todas las sociedades modernas del mundo, hoy en día comparten un problema común que es la corrupción. El siglo veinte no presenció el acrecentamiento de la moralidad en la humanidad. Por el contrario, el espíritu humano se está derrumbando.

El Siglo veinte ha producido los avances más importantes de la humanidad en términos científicos, tecnológicos, también políticos y económicos. Anne -Robert Turgot, argumentó que el "progreso", conduciría inevitablemente al apaciguamiento del temperamento humano. Por lo general, se cree que el ser humano se ha beneficiado de este progreso, especialmente en términos de afectar positivamente la racionalidad en sus relaciones e interacciones cotidianas. Sin embargo, a pesar de los avances en la ciencia, la tecnología, la política y la economía, se puede argumentar que la naturaleza humana sigue siendo la misma. El progreso, las comodidades e innovaciones militares y de consumo, ha avanzado más que el desarrollo espiritual del ser humano.

En algún momento de nuestra historia humana, grandes pensadores argumentaron que el progreso, económico, tecnológico y científico, iba a generar las condiciones necesarias para una mejor humanidad. Inclusive se pensó que la política podría ser un instrumento para promover la ética y la moral de la sociedad. En el siglo dieciséis, Erasmo creía que la política era una categoría ética, y apelaba a ella para la manifestación de impulsos éticos. Sin embargo, mucho antes, Aristóteles en el siglo doce, ya comentaba implacablemente que el ser humano es un animal político por naturaleza. Si uno acepta el planteamiento de Aristóteles, se podría llegar a concluir entonces que el ser humano es un moralista por chance o elección; es decir, el ser humano no puede ser moralista simplemente porque es un ser humano. El ser humano nace para buscar poder, sin embargo su condición social, política y económica lo hace esclavo del poder de otros; nace esclavo pero todo el tiempo quiere ser el maestro, el capataz o el dueño. De esta distorsión o brecha entre lo que el ser humano desea ser y su condición real, emerge la relación paradójica entre moralidad y poder, entre el ser humano y la política, entre la justicia y la injusticia y en última instancia entre el progreso y la corrupción.

 

El ser humano en el escenario político

Se puede decir que la fundación del Estado fue un progreso político importante, pero que este a su vez ha sido concebido por el ser humano. Por ello, como ya lo argumentó John Locke en el siglo dieciocho, es inconcebible aplicar términos morales al Estado y al poder. Los políticos en el Estado y en el poder entonces gozan de una cierta aceptación de su comportamiento, mientras que los que no pueden estar en el Estado y así acceder al poder hacen de este un problema moral.

De lo anterior nace la pregunta del millón, ¿cómo se justifica el poder que el ser humano tiene sobre el ser humano?. Lo cierto es que desde que el ser humano fundó el Estado (lugar natural del poder), se han generado en las sociedades dos espacios de acción distintos. La historia del pensamiento político refleja esa constante lucha por el poder político entre los que no están en el poder, y los que están. En esencia, se crea una división natural entre dos espacios: uno donde hay poder, y otro donde no hay poder. Es muy probable argumentar que el espacio donde hay poder es por lo general el espacio político, y donde no hay es el espacio no político. Esa división natural, también ha generado ingenuamente falsas expectativas, de que aquellos que tengan la suerte de acceder al poder político tengan la suficiente humanidad para resolver los problemas de aquellos que no están en el poder. Max Weber, por ejemplo, argumentó, que el poder político podía ser el instrumento perfecto para la realización de los grandes proyectos sociales. Otros, como Hobbes, Locke y Rousseau, también argumentaron en favor de que el poder político emane del espacio no político, para garantizar que los que acceden al poder tomen en cuenta la voluntad del "pueblo". Sin embargo, la evidencia empírica hasta el momento más bien demuestra que es más un mito que una realidad, que el espacio político sirva intereses colectivos. Aún así, el ser humano en el escenario político no muestra señales ni de culpabilidad moral, ni mucho menos de represión moral.

Por lo general, el ser humano como actor del escenario político se comporta de tal manera que hace ciertas cosas que violan principios éticos, ciertas cosas el que no haría, o por lo menos no tan frecuentemente o habitualmente cuando actúa en un escenario no político. Los criterios morales aplicables al comportamiento de individuos, las familias y otras organizaciones sociales pequeñas, no se transfieren de igual a igual al comportamiento del Estado y de los políticos. El momento político, las actividades del Estado, las estructuras gubernamentales y el poder consolidan una distorsión entre lo político y lo no político. Si bien el ser humano ha tratado de mitigar esa distorsión, inventando e implantando sistemas políticos democráticos, ese esfuerzo no ha podido impactar el comportamiento humano en su escenario natural político. Por eso, en el escenario político el ser humano miente, distorsiona, engaña y traiciona, y además con mucha frecuencia. En el escenario no-político, hace lo mismo como una excepción y bajo condiciones extraordinarias. Parece haber una ética para la política y otra para la arena no-política. La "ética de la política" le permite al ser humano hacer varias cosas que la "ética no política" no le permitiría. Actos políticos tienen un estándar ético y actos no políticos otro.

No hay civilización que haya podido sobrevivir sin esa doble paradoja moral. Si suponemos que el espacio no político de la sociedad tiene por lo menos un código mínimo de moralidad, se podría también inferir que el espacio o escenario político es moralmente inferior al espacio o escenario no político. A través de la historia, se ha tratado de reconocer la legitimidad de esa inferioridad, imponiendo o implantando estructuras o sistemas de ética (religión, sistema de valores, cultura). Así pues por ejemplo, el filósofo ruso Vladimir Solovyov, insistía en que desde el punto de vista cristiano, la moral y la actividad política se encontraban estrechamente vinculadas. La actividad política no debería ser más que servicio moral, en tanto que la política motivada por la mera búsqueda de intereses carece absolutamente de contenido cristiano.

Por lo anterior, en el desarrollo político de las sociedades existe una constante lucha para lograr que la acción política se someta a un mismo estándar moral que la acción no política. Este ideal, trata de resolver el problema de la falta de ética en la política, minimizando la brecha entre estándares éticos y la realidad y también afectando el comportamiento natural del ser humano en la sociedad. Dentro de este idealismo, nacen las leyes, las normas y las reglas como obstáculos para el comportamiento inmoral del ser humano, que con frecuencia tienen éxito, pero en ocasiones incitan también a un comportamiento inmoral. "Hecha la ley, hecha la trampa", no es sólo un adagio popular, refleja un instinto natural del ser humano. En ese sentido, Aristóteles también nos recuerda que como el ser humano es "el mejor de los animales, más separado de la ley y la justicia, es el peor de todos".

 

¿La meta justifica el medio o instrumento?

Parece ser que desde las primeras civilizaciones humanas se ha buscado una cierta armonía, no necesariamente en el comportamiento humano, sino más bien en términos de estructuras éticas. La armonía, hace que cuando queramos alcanzar un objetivo nos confronte un dilema de renunciar a alcanzar objetivos morales para no utilizar instrumentos inmorales; o hacer lo que sería inmoral para alcanzar un objetivo benevolente. Se piensa que esta última es la opción ideal, ya que en este caso los medios o instrumentos están siendo subordinados funcionalmente a los objetivos. Así cualquier objetivo sería ético, sin importar qué medios o instrumentos se utilizan.

Los objetivos de una sociedad moderna, por lo general los delinea el Estado, que es el depósito del bien común y el escenario principal de la política. Lo que el ser humano no estaría permitido de hacer por sí mismo para lograr un beneficio como objetivo final de su acción, está permitido y casi obligado de hacerlo cuando su acción está enmarcada en avanzar hacia el bienestar del Estado y así promover el bien común de la sociedad. Lo que los convertiría en criminales en la esfera no-política, a muchos seres humanos los hace héroes y los glorifica en el sector político y en el Estado.

Los medios no importan con tal de que el objetivo sea planteado como un bien común y altamente deseado. La tendencia de justificar, lo que de otra manera son acciones inmorales, se ha hecho ya universal en la vida humana. Sin embargo, se hace más visible en la política. Se ha dicho que hay guerras justas, pero no ejércitos justos; se puede decir también que hay políticas públicas justas, pero no hay formuladores de políticas públicas justos. La diferencia entre la ética y la acción política es amplia pero reconciliable. La guerra es una buena política, en la medida en que para aquellos que han decidido por la guerra, el objetivo de la misma es benevolente. En este caso no importa que esa guerra aniquile millones de vidas humanas. De igual manera, la lucha contra la pobreza es una buena política, aunque en el proceso otros se enriquezcan y muchos más se hagan pobres.

Así se reconcilia la acción política con la ética. Lo mismo que hace un ser humano cuando identifica su éxito personal con una virtud o bendición divina, aunque para ser exitoso éste haya tenido que utilizar algunos métodos que por lo general no son morales o éticos. La vida ética de un individuo es una serie continua de intentos que justifican las manifestaciones individuales de egoísmo, de tal manera que un objetivo con un alto valor ético no aparenta un egoísmo puro sino más bien como algo que trasciende el interés individual. La promoción o fomento del interés personal es sólo incidental, una grada inevitable hacia la realización de un bien con un alto valor ético.

"Contrabandistas de mariposas" Grabado sobre cobre

Por eso la armonía que se ha logrado es aparente, superficial, ambigua y no definida. Para lograr la perfecta armonía, uno debe pesar en un lado la inmoralidad de los instrumentos o métodos utilizados y en el otro, el valor ético del objetivo final. Un equilibrio entre ambos, es casi imposible. En la política, es fácil argumentar en favor de un equilibrio entre los medios y el objetivo final. ¿Quién no estaría de acuerdo con luchar contra la pobreza, contra el aumento de la calidad de vida o con un aumento salarial? Sin embargo, lograr esos objetivos nobles, éticos y morales no es fácil, pues los instrumentos que se utilizan no son los más adecuados. Al final, la meta política deseada -mantenerse en el poder- pesa mucho más que la meta social.

Lo cierto es que en la vida humana, la relación entre medio -instrumentos con metas- objetivos, no es objetiva y es relativa al lugar desde donde esté siendo observada. Algunos idealistas como Marx y Kant han argumentado en contra de utilizar al ser humano como mero instrumento para lograr metas y objetivos políticos, proclamando más bien que el máxime ético para los seres humanos debería ser el de tratar a todos como un objetivo en sí mismos. Sin embargo, otros más realistas, como Platón, Aristóteles, Spencer, Hitler y otros filósofos y funcionarios políticos/gubernamentales han argumentado que ciertos grupos de seres humanos nacen para servir como instrumentos para los objetivos políticos de otros. La evidencia empírica muestra que el ser humano es más realista que idealista.

Por otro lado, la relación entre medios -instrumentos con las metas- objetivos es también ambigua ya que lo que llamamos instrumentos -métodos, vista desde una cadena de acciones son en sí mismos metas- objetivos y pueden ser considerados el punto final de la cadena de acciones. Asimismo, lo que se llama objetivo-meta es un punto en el cual una cadena de acciones debería detenerse; sin embargo, las metas y objetivos humanos se proyectan más allá, y por ello estos también se transforman en instrumentos u objetivos. Toda acción es, entonces, al mismo tiempo instrumento y objetivo, y sólo por una separación arbitraria de acciones se puede atribuir a una acción las cualidades exclusivas de instrumentos u objetivos. En realidad la totalidad de la acción humana se presenta como una jerarquía de acciones, cada una es el objetivo de la anterior y un instrumento de la próxima. Esta jerarquía culmina en el último objetivo de toda actividad humana que siempre está identificada con el bien absoluto, sea Dios, la humanidad, el Estado, la democracia o el poder. Vista así, toda actividad humana aparece como un instrumento para el objetivo último.

De acuerdo al anterior planteamiento, el dilema que verdaderamente molesta la conciencia del ser humano y hace que eso sea un problema en sus mentes, tiene que ver más con la relación entre la acción humana y objetivos limitados (bueno) que con la relación entre acción humana y el bien absoluto (malo). La pregunta que el ser humano está ansiosamente dispuesto a responder no es ¿cómo podemos explicar la aparente e inevitable malicia de toda acción humana en vista del bien absoluto? Si no, ¿cómo podemos explicar la aparente e inevitable malicia de algunas acciones, especialmente políticas en vista del bien relativo que supuestamente la política tendría que generar?

 

La corrupción del ser humano

El ser humano supone que su esfera individual es éticamente superior a la esfera política. Cada ser humano idealiza su esfera individual y hace de esta un modelo y un punto de referencia de perfección ética, o al menos de una aproximación casi perfecta de moralidad. Por el contrario, la acción política aparece siniestra y maliciosa y necesitada de ser elevada a una esfera individual, menos maliciosa y siniestra. La base de este argumento es una creencia intrínseca y optimista de la bondad o las bondades del individuo y la convicción pesimista de que la política es el sillón de toda irracionalidad y malicia.

Sin embargo, en la realidad las diferencias entre el ser humano y la sociedad y la acción individual y política, es una mera diferencia gramatical. El individuo que cree que sus acciones son independientes de una colectividad, está equivocado. Si bien siempre es el individuo el que actúa o acciona, ya sea en referencia a sus propios objetivos o en referencia a los objetivos de otros, toda acción colectiva es a su vez la acción de individuos. La acción de una sociedad, de un estado-nación, de un partido político o de cualquier otra colectividad, sea política o no, son producto de acciones de individuos. A lo mucho lo que se puede argumentar es que el carácter moral del individuo es más o menos moral que el de una colectividad. Una vez que la diferencia entre el ser humano y la sociedad, entre la acción de la esfera no política y política se reduce a una diferencia entre diferentes tipos de acciones individuales, se hace obvio que la diferencia en carácter moral entre las dos clases de acciones es simplemente relativa, y no tiene una diferencia absoluta.

Ahora bien, los Estados son dirigidos por políticos, y los políticos son personas ordinarias, cuyas acciones tienen un impacto sobre otras personas ordinarias. Por ende toda acción o política de estado, es en esencia una reacción humana, la cual se refleja en el comportamiento colectivo de la sociedad. Si el Estado es honesto, la sociedad lo será moral y éticamente; si el Estado engaña o miente la sociedad será mentirosa y tramposa; si el Estado es avaro y malicioso, la sociedad será lo mismo; y si el Estado es corrupto, la sociedad será corrupta. Así, todo progreso será relativo, pues la corrupción del ser humano es producto de un círculo vicioso infinito, en la medida en que el poder político no sea utilizado para el verdadero bien común.

Toda acción individual es, al menos potencialmente, inmoral. Pues en toda acción humana está presente un cierto grado de inmoralidad innata, que se hace más visible en la acción política que en la acción no política. La potencialidad inmoral de la acción humana, sin importar el nivel y el grado, se hace más evidente cuando se mide no una acción con otra (ejemplo: política y no política), sino toda acción por su intención original. Esto nos haría concluir que nuestras intensiones son por lo general benevolentes o buenas, pero que en última instancia sus consecuencias por lo general no lo son. El momento en que traducimos nuestros pensamientos, aspiraciones y anhelos en acciones, estamos inevitablemente involucrados en pecado y culpabilidad. Queremos paz y armonía entre estados-naciones y entre individuos, pero nuestras acciones acaban en guerra y conflicto; queremos que todo ser humano sea libre, pero nuestras acciones los encadenan, creemos en la equidad del ser humano, pero nuestras demandas en la sociedad crean desigualdades, y queremos erradicar la pobreza, pero nuestras políticas hacen a los pobres más pobres.

¿A que se debe esto? Primordialmente a la limitación natural del ser humano. Aristóteles decía, "el ser humano se halla equipado, al nacer, de armas concebidas para ser empleadas con inteligencia y virtud, y que puede utilizar para los peores objetivos. Por lo cual, si no posee virtud, es el más sacrilego y el más salvaje de los animales, y el más provisto de lujuria y gula". La inteligencia humana no puede calcular y controlar completamente las consecuencias de sus acciones. Una vez que la acción ha sido implementada, se convierte en una fuerza independiente que crea cambios, que provoca acciones, que se choca con otras fuerzas que el actor no las había anticipado. Las buenas intenciones parece que son corruptas antes de que lleguen a su objetivo o sujeto. Las demandas de la estructura social creada por el mismo ser humano hacen que nuestras buenas intenciones sobrepasen nuestra propia facultad de satisfacerlas. Si satisfacemos algunas tenemos que negar otras, y la satisfacción de una puede implicar la violación de otra. Así la incompatibilidad de las demandas nos presiona a elegir siempre una de dos demandas legítimas. Ante cualquiera de las dos alternativas que tomemos, haremos maldad aunque tratemos de hacer bondad, ya que se debe elegir un objetivo moral en favor de otro.

La misma incompatibilidad de dos demandas éticamente contradictorias, distorsiona las buenas intenciones a todo nivel de la acción humana. Por ejemplo, la lealtad al país natal se conflictúa con las responsabilidades en favor de la humanidad. Si bien la mayoría resuelve este problema en favor del país natal, el conflicto es real. Una lectura detenida de la historia del ser humano, nos revelaría que hay más seres humanos que tuvieron que asumir la responsabilidad de matar en nombre del país y respetando al mismo tiempo la imagen sagrada de Dios. El castigo de niños y de criminales da lugar a otro ejemplo del mismo conflicto moral; entre la responsabilidad de entender las debilidades de todo ser humano y perdonar antes que juzgar y la responsabilidad, hacia algunos individuos o grupos, de protegerlos en contra de la violación de sus derechos. La pena de muerte es sin duda un ejemplo completo; al matar al que mató se cumple esa responsabilidad, mientras que la conciencia nos hace cuestionar si el que mató fue el único culpable del crimen o si su culpabilidad era compartida por la persona a la que mató. La hija percibe una responsabilidad dividida entre sus padres y su esposo; el padre debe elegir entre los hijos; el amigo entre dos amigos; y finalmente el ser humano debe elegir entre sí mismo y otros.

Existen dos razones por las cuales el egoísmo de uno se conflictúa con el egoísmo del otro. Primero, por lo que uno quiere para sí mismo- el otro ya lo posee o también lo quiere. Así, conflicto y competencia emergen. Nos encontramos con que en toda relación e interacción humana con otros seres humanos, existen por lo menos gérmenes de algún conflicto de interés por ello, el ser humano no puede ya buscar la bondad de sus intenciones en la presencia casi completa de egoísmo y en la malicia que esto causa; si no en la limitación que pone la conciencia en la intención de ser malo. Es decir, el ser humano no puede esperar ser bueno, sino contentarse con ser lo menos malo.

Segundo, el animus dominandi (el deseo por el poder). Este deseo del poder se manifiesta como el deseo de mantener distancia de otros, incrementarla o demostrarla. En cualquiera de los disfraces que aparezca un ser humano, su objetivo último es uno: diferenciarse positivamente del otro. El deseo del poder está relacionado con el egoísmo. Los típicos objetivos del egoísmo moderno son, comida, vivienda, seguridad económica, auto, viajes, y los medios o instrumentos con que se obtienen (dinero, trabajo, matrimonio). Estos tienen una relación objetiva con la necesidad vital del individuo moderno. La obtención de estos ofrece mejor chance para sobrevivir bajo las condiciones naturales y sociales en las cuales vive el ser humano hoy.

El deseo del poder, en cambio, no es la sobrevivencia individual, sino la posición del individuo entre otros, una vez que este haya tenido o asegurado su sobrevivencia básica. Consecuentemente, el egoísmo natural del ser humano tiene límites, pero su deseo por el poder no los tiene. Si bien las necesidades vitales pueden satisfacer al ser humano, su deseo del poder sería satisfecho si el último ser humano se convierte en un objeto de su dominación; es decir sin que quede nadie arriba de él/ella o al lado. Aristóteles decía, que los grandes crímenes son causas de exceso y no de necesidad. Así, los seres humanos no se hacen tiranos para morirse de frío.

Por lo anterior, se puede concluir que, en el grado en que la esencia y objetivo de la política es el poder sobre el ser humano, la política es mala y contribuye a consolidar la corrupción del ser humano. La política es mala porque degrada al ser humano a ser un instrumento para satisfacer los objetivos de algunos pocos seres humanos. Así, el prototipo de corrupción es a través del poder, y el poder está principalmente en el escenario político. Aquí el animus dominandi no está mezclado sólo con objetivos de dominación sino que es la esencia de la intención. La política es la lucha para imponer poder al ser humano, y cualquiera que fuese su objetivo final, la política tiene como objetivo inmediato al poder y las modalidades de adquirirlo, mantenerlo y demostrarlo determinan las técnicas de la acción política. Esto ocurre, aún dentro del mejor sistema político que ha inventado el ser humano: la democracia.

La malicia que corrompe la acción política es la misma malicia que corrompe toda acción humana, pero la corrupción de la acción política es verdaderamente el paradigma y el prototipo de toda posible corrupción. La diferencia entre la acción no-política y la acción política, no está entre la inocencía y la culpabilidad, la moralidad e inmoralidad la bondad y la maldad, sino en el grado en que las dos acciones se desvían del marco normativo e institucional que cada sociedad es libre y soberana de instalar dentro de su territorio geográfico.

Que la acción política y la maldad están inevitablemente ligadas se hace más claro cuando reconocemos no sólo que las normas éticas son violadas en el escenario político, sino que es imposible que una acción pueda cumplir al mismo tiempo las normas y reglas de juego de la política y de una cierta élica. El indicador del éxito político es el grado en el cual uno puede mantener, incrementar o demostrar su poder sobre otros. El indicador del éxito moral, en cambio, es el grado en que es capaz de demostrar, en el trato a otros, que estos no son medios o instrumentos, pero si objetivos en sí mismos.

"La niña sin alma y el viejo" Grabado sobre cobre

 

La corrupción particular del ser humano político y un futuro incierto

El alcance de la corrupción que en sí misma es un elemento permanente de la existencia humana; como se manifiesta en todas partes y en todo momento sin importar las circunstancias históricas, políticas y económicas; amplía y extiende su intensidad y se fortalece debido a las condiciones particulares bajo las cuales la acción política toma lugar en la sociedad moderna. El Estado-Nación se ha convertido en el objeto más exaltado de lealtad por parte del individuo, y al mismo tiempo la organización más efectiva para el ejercicio del poder por parte de los individuos. Además, el Estado-Nación se ha adjudicado un sistema político democrático, para generar expectativas benévolas del poder. Estas cualidades le permiten al Estado moderno acentuar la corrupción de la esfera política.

Lo anterior se logra por medio de dos procesos complementarios. El primero, tiene que ver con el monopolio de poder político que se asigna el Estado. Así, el Estado devalúa y delimita las manifestaciones y deseos individuales por el poder político. El ser humano, que por naturaleza tiene hambre por el poder, se ve así limitado, controlado y subestimado ante los mecanismos del Estado, los cuales condenan hasta de inmorales las aspiraciones individuales por el poder, y en realidad a veces los reprime sutilmente, abiertamente y hasta violentamente. Aun más, el Estado es ideológicamente y materialmente más poderoso que sus ciudadanos, y está libre de cualquier limitación impuesta desde arriba. El poder del Estado, solamente puede ser limitado de dos maneras: 1) limitaciones auto-impuestas por el mismo Estado; 2) destruyendo la estructura estatal vigente y remplazándola con un nuevo orden estatal. La probabilidad que cualquiera de estas dos situaciones ocurra es mínima. Es así, que como decía Hans Morgenthau, "el Estado se ha convertido en dios mortal, y para una época que ya no cree más en un dios inmortal, el Estado se convierte en el único dios que hay".

Si el primer proceso es desde el Estado hacia fuera, el segundo proceso es desde el Estado hacia adentro. Este último consiste en fomentar dentro del Estado un comportamiento humano que no se lo permitirían fuera del Estado. Los impulsos y deseos que ciertas estructuras no le permiten satisfacer al ser humano en una esfera no política, dentro del Estado puede realizarlos, con la excusa de que ese comportamiento está dirigido hacia objetivos colectivos. Lo que afuera era egoísmo, inaceptable e inmoral, en el Estado se convierte en patriotismo, nobleza, y altruismo. Mientras que la sociedad hace que las aspiraciones personales por el poder sean riesgosas, dentro del Estado la misma sociedad le da alta valorización y priorización a la contribución del individuo al poder colectivo.

Es así, que no parece haber escape de una virtual realidad: el ser humano, la política y la corrupción están estrechamente y naturalmente vinculadas. Hablar de ética, moral o justicia necesariamente implica hacer una reflexión profunda sobre la naturaleza del ser humano. Mientras el individuo puede condenar a la política como el área de la malicia, también tiene que reconciliarse con el hecho de que la maldad y la malicia están constantemente presentes en toda acción humana. Idealizar una vida humana ética entonces, es simplemente desear que el ser humano manifieste lo menos malicioso de su malicia natural. Eso es en esencia, la justicia, la cual trata de filtrar de todo comportamiento humano, lo menos malicioso.

Aplicar la justicia a la acción política es mucho más difícil, ya que las necesidades básicas de la acción política sobrepasan los límites de la justicia. El político jamás dejará de hacer acción política sobre la base de si es o no es justa esa acción. La acción política por naturaleza es injusta. Es en ese contexto paradójico, que el ser humano elige ser político o no político. Aquel ser humano que rechaza la política, pensando que así hará menos daño y que no está siendo egoísta, en realidad está siendo egoísta y contribuyendo a que se perpetúe la maldad en la política. Pascal decía, "el ser no es ni ángel ni diablo, pero su miseria es que al querer ser ángel en realidad será diablo".

Entonces, ni la ciencia, ni la tecnología, ni la ética, ni la democracia, ni el desarrollo económico pueden armonizar la ética con la política. En la medida en que el poder político siempre estará por encima del bien común para el animal político denominado ser humano, no habrá alternativa entre el poder y el bien común. A poco tiempo de un nuevo milenio para la humanidad, el ser humano no ha podido todavía limitar sus deseos. Al ser humano se le hace difícil realizar sacrificios y privaciones, porque la modernidad y el progreso han hecho desaparecer la moderación. Si el ser humano no aprende a limitar con firmeza sus deseos y exigencias, subordinar sus intereses a criterios morales, la humanidad puede llegar a destruirse mientras se sigan acentuando los peores aspectos de la naturaleza humana. El filósofo ruso contemporáneo Nikolai Lossky, advierte; si una personalidad no se orienta a valores más elevados que su propio ser, inevitablemente tomarán el mando la corrupción y la decadencia.

El siglo veinte ha sido un siglo de progreso que ha sobrepasado toda expectativa, pero sólo en el campo de la tecnología. Pues el ser humano como tal, más bien ha mostrado un retroceso espiritual de gran magnitud. El siglo veintiuno, será el siglo de la limitación. ¿Estará lista, la humanidad y la política para enfrentar ese desafío?

 

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