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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.5 La Paz jun. 1999

 

 

 

Khaya cutirimuy
(Vuelve mañana)

 

 

Alberto Ostria Gutiérrez

De "Las Pobres Vidas", Cuentos quechuas

Alberto Ostria Gutiérrez (Bolivia), nació en sucre el 7 de febrero de 1897, Abogado, Profesor, Diplomático, Periodista, Académico de número de la Academia de la Lengua de Bolivia; autor, entre otras obras, de "Estado de sitio" (1921), "El traje del arlequín" (en colaboración con Adolfo Costa Du Reís, 1921), "Rosario de leyendas" (con prólogo de Alfonso Reyes, 1924).

 

 


 

Golpeada por el dolor de la víspera, tuvo aún fuerzas para levantarse. Era tal vez la chaupituta, la media noche. Automáticamente, dobló los cueros de oveja y los dos fullus: su único lecho, tendido sobre la tierra dura. Luego, asomándose a la puerta, clavó los ojos en la sombra. No distinguía nada. Arriba, en el cielo, apenas unas cuantas estrellas brillaban entre las grietas de unas nubes negras.

Bajó por el sendero que iba a lo largo de la montaña, hasta caer en la quebrada de Viñamayu. Desde allí, el camino se hacía más fácil. Bastaba seguir el curso del riacho. Por último, la carretera grande, que llevaba ya a la ciudad.

La ciudad era pequeña. Ni ferrocarriles ni tranvías que la perturbaran. Algún automóvil o algún coche. Burros con sus cargas de choclos, de frutas, de carbón. Calles rectas. Paredes blancas y limpias. Uno que otro transeúnte, muy de cuando en cuando, como para demostrar que allí había gente.

Avanzó por la calle de San Pedro, que concluía en la plaza central. Tras los tejados rojos comenzaba a asomar el sol. La noche había derivado en una mañana clara y las nubes blanquecinas ya, se hallaban refugiadas en las crestas de las montañas.

¿Qué hacer? ¿Hacia dónde dirigir los pasos? El reloj de la catedral marcaba las siete. Pero, ¿qué podía importarle a ella el reloj de la catedral? ¿Acaso sabía lo que significaba ese ojo grande, prendido en lo alto de la torre, Tiempo, horas, minutos, eran para ella cosas sin sentido. Para ella sólo existían la mañana, la tarde, la noche, que diariamente llegaban con el sol o con la sombra.

Su instinto la empujó hacia el cuartel, contiguo a la iglesia de San Francisco. Varios soldados concluían de barrer la calle, sucios, apenas con el pantalón del uniforme, descalzos. En la puerta se paseaba el centinela.

-Tata, - dijo acercándose a uno de los soldados -, ¿sabes algo de mi hijo, del Juancito? Se lo llevaron ayer...

El soldado siguió barriendo, sin ganas, enceguecido por el polvo que levantaba su ancha escoba de thola; pero ante la insistencia de ella se detuvo un instante, la miró y dijo:

- ¡Fuera de aquí!

No la ofendió la brusquedad del soldado. Solamente sintió la negativa que envolvía.

Por eso se estremeció un instante. Pero no alcanzó a tener miedo. Avanzó más bien hacia donde se hallaba el centinela. Y repitió su pregunta:

Tata, ¿sabes algo?...

El centinela no contestó. Se limitó a amenazarla con la culata del fusil, cuando ella intentó penetrar en el cuartel para saber algo de su hijo, del Juancito.

Una chola que pasaba, compadecida sin duda, se limitó a aconsejarla:

Suyaricuy, espera.

Entonces ella se sentó al borde de la vereda, donde llegaba ya el sol, y esperó. La tierra, el sudor y las lágrimas, cruzando las arrugas de su rostro, habían trazado hondos surcos negros. Sus ojos menudos, gastados por los años, se hallaban enrojecidos como llagas. Una sombra pequeñita se proyectaba de su cuerpo acurrucado.

Transcurrieron dos, tres horas. En su vientre, el hambre comenzó a dejarse sentir. Pero ella no hizo caso del hambre, como no había hecho caso del cansancio, ni de la dureza de la piedra donde se hallaba sentada. Siguió mirando hacia el cuartel, siguió esperando, como le habían aconsejado.

Entre tanto, de su mente no se apartaba la misma obsesión: saber algo de su hijo, del Juancito, a quien unos cuantos soldados, el día anterior, habían arrastrado de su rancho para llevarlo a la guerra.

Esa era al menos la pobre explicación que habían alcanzado a darle los indios de otros ranchos. Mas ella no llegaba a comprenderla. Güirra, guerra, ¿qué era eso? Nunca había oído tal palabra y no podía, por tanto, penetrar en su significación. Además, para comprenderla habría tenido necesidad de pensar. Y ella, ¿acaso podía, acaso sabía pensar?. Sólo sabía preparar la lagua y el mote, en las mañanas; después, cuidar las ovejas, el burro, la yunta de bueyes; en la noche volver a preparar la lagua y el mote.

Su dolor no nacía, pues, de pensar, ni siquiera de recordar. Era un dolor animal, como el de la perra que, aun siendo perra, sufre cuando le arrancan sus hijos.

Del cuartel, hacia el mediodía, salieron unos oficiales y entraron otros. Todos parecían tener prisa y algunos hablaban animadamente. Esperanzada, ella intentó detenerlos al paso, repetir sus preguntas. En vano. Pasaban sin escucharla, sin comprender lo que decía. Por fin uno de ellos se detuvo:

- Es tarde, -exclamó el oficial fastidiado, cortando las preguntas que ella comenzaba a hacerle- estamos muy atareados. Khaya cutirimuy, vuelve mañana.

No satisfecha con eso, intentó acercarse a otro. Inútilmente. Ambuló todavía por los alrededores del cuartel. A la sombra de unos árboles, en la puerta del mercado, dos cholas vendían platos de ají, de lagua, de maíz tostado. A la vista de aquello, se encogieron sus entrañas apretadas por el hambre. Pero se limitó a comprar un poco de coca, para acullicar durante el regreso.

Al pasar nuevamente por la plaza central, el ojo grande del reloj marcaba las tres de la tarde y la sombra de la torre se proyectaba ya sobre el atrio de la catedral. Más ella no miró en esa dirección. Miró hacia la calle de San Pedro, donde principiaba su camino. Luego, sus pies avanzaron con paso lento, cargando la misma pena que habían traído

Volvió al día siguiente, como le había dicho el oficial. Cinco leguas, veinticinco kilómetros había de su rancho a la ciudad; pero para ella no existía la distancia, como no existía el hambre, como no existía nada que no fuera su dolor.

Encaminó sus pasos hacia el cuartel, lo mismo que el día anterior. En la vereda había sentadas otras indias, con los ojos enrojecidos de llorar, como ella. Se sentó en la vereda también.

El centinela estaba en el mismo puesto que el día anterior. La calle había sido barrida más temprano. Mirando por la boca ancha de la puerta, hacia adentro, aparecían unos soldados tomando el sol, junto a la pared del fondo.

Durante una hora no cambió el cuadro. Después, apenas el centinela fue reemplazado por otro centinela. Ella, lo mismo que las demás indias, no se habían movido de su puesto. Sólo sus ojos bailaban inquietos, rojos como llagas todavía. De vez en cuando se oía un suspiro, una tos. Pasaba un automóvil saltando sobre las piedras de la calle. En la esquina se perseguían varios perros lanudos, probablemente compañeros de las otras indias.

Llegaron unos oficiales. Tímidamente, se levantó ella. La siguieron las otras indias.

- Tata, dijo -, ¿sabes algo?...

Pero no la miraron siquiera. Ni a las otras. Esas escenas se habían repetido hasta el cansancio, en el curso de más de dos años que duraba ya la guerra, y nadie hacia caso de ellas. Era natural que llorarán las madres. ¡Peor era el destino de los hijos!

El sol había alcanzado a ocupar todo lo ancho de la calle. Hacía calor en la vereda sin sombra. Las indias se habían ido dispersado, una a una. Solamente quedaba ella.

Esa soledad la llenó de inquietud. Comenzó a dudar. Tal vez no era allí donde debían informarle acerca de su hijo, del Juancito.

Por algo las demás indias se habían ido. Vaciló todavía un instante; pero luego se decidió ir a otra parte.

;Adónde?

He ahí una interrogación grande, llena de misterio para ella.

Se detuvo. Siguió andando. Se detuvo nuevamente. Pasaban a su lado los transeúntes y era ella la que ahora no los miraba siquiera. Comenzaba a desfallecer.

Se sentó de nuevo en la vereda y se pasó la mano por la frente, para enjugarse el sudor. De pronto, al levantar los ojos, descubrió un soldado, haciendo guardia, como aquel otro del cuartel. Estaba frente al edificio de la policía.

Al darse cuenta de ello renació su esperanza de obtener noticias. Quién sabe era allí. Al fin y al cabo había soldados, como en el cuartel.

Cuando intentó entrar, el centinela no la detuvo, como el otro, en el cuartel. Se limitó a señalarle un cuartucho, junto a la puerta, donde había varios hombres, fumando y charlando. Uno de ellos, el que estaba sentado al fondo, fue el primero en verla y se apresuro a gritar:

Suyaricui, espera.

Entonces ella se sentó en el umbral de la puerta. Y espero nuevamente. Entre tanto, los hombres siguieron charlando, como si ella no existiera.

Por fin, salió uno. Después otro. Quedaron sólo tres, que hablaban en voz alta y reían constantemente.

Una gran modorra la había invadido, sentada allí en el umbral de la puerta. Aquellas carcajadas, sin embargo, la despertaron a la realidad. Vio ya sólo tres hombres. Se puso de pie, avanzó unos pasos e intentó interrumpir la conversación:

Tata...

El hombre que estaba sentado al fondo de la habitación le hizo seña -una, dos veces- de que se callara. Como a pesar de eso ella, insistiera, a los ojos oblicuos de aquel asomó la ira y en el color bronce de su rostro se acentúo el tono verde.

- Déjanos en paz, india bruta; -mascujó.

E hizo seña al guardia para que la echara a la calle, inmediatamente.

Renació entonces para ella la misma interrogación de antes, grande, llena de misterio:

¿A dónde ir, a dónde?

Tercer día. Camino a la ciudad. Pasos inciertos. Un caserón blanco, con un patio enlozado y al centro un gran cuadrante. Oficinas. Papeles amontonados, como torres. Y en todas partes la misma respuesta para ella.

- No es aquí.

Finalmente, en un segundo patio, pequeñito, inundado por la hierba, una oficina oscura, a cuya puerta había una larga fila de indias.

- Aquí es mama le dijo una de ellas.

Esperó varias horas; pero no alcanzó a llegarle su turno. Con el medio día salió el hombre que trabajaba en la oficina y cerró la puerta con un candado. Cuando cruzaba el patiecito, ella logró interponerse en su camino.

- Es tarde, -dijo él, señalando al sol, cuyos rayos caían verticalmente- Khaya cutirimuy, vuelve mañana.

De nuevo diez leguas murieron con el tercer día: cinco del rancho a la ciudad; cinco de la ciudad al rancho.

De aquella oficina la mandaron a otra, en la Municipalidad, y por último a otra, situada en un edificio anexo a la Prefectura . Allí, esperó como en el cuartel, como en la policía, como en el patio pequeñito e inundado por la hierba.

Esperó...

Llegaron otras indias, con los ojos llorosos, al igual que ella. Y algunas lograron entrar en la oficina, por suerte, o por desgracia, porque de la oficina salieron sollozando.

Huahuay guañusca, mi hijo había muerto, -oyó que decían.

Entonces a ella le dio miedo. Y no se atrevió ya a insistir para entrar. Prefirió quedarse en la puerta, como de costumbre. Mirar. Callar.

"De tu ausencia hago mi pan" Grabado sobre cobre

Un día encontró cerradas las puertas de la oficina. Buscó en todas direcciones para saber la causa. Pero al final, como estaba acostumbrada a esperar, esperó también ahora. Y hacia el medio día -era domingo- las puertas cerradas bastaron para decirle lo que le habían dicho tantas veces los empleados de la oficina:

khaya cutirimuy, vuelve mañana.

Entre tanto, fue pasando el tiempo: diez, cincuenta, quién sabe cuántos días.

En la oficina los empleados buscaron o fingieron buscar el nombre que ella les decía. Recorrieron unos papeles largos, conversando o silbando. Y acabaron moviendo la cabeza negativamente, mientras le ordenaban a ella que no se acercara tanto: mitad por pena, mitad por asco.

Tuvo así que volver a la puerta, pero conservando intacta su esperanza; acrecentada más bien por aquellos pasos que había dado hacia adentro.

Posteriormente, para los otros -para los blancos, para los cholos- llegaron grandes noticias. Había terminado la guerra. Comenzaba la desmovilización. Final de una larga pesadilla. Alegría en los corazones.

Mas para ella todo siguió igual. Ni siquiera se enteró de esas noticias. Desde que se llevaron a su hijo, al Juancito, no hablaba con nadie. Además, aún cuando le hubieran avisado, habría sido inútil, porque ¿acaso sabía ella dónde, ni cómo, ni qué cosa era la guerra?.

Los empleados de la oficina, a su vez, habían acabado por acostumbrarse a la presencia de ella: humilde, silenciosa, acurrucada en la puerta como un animal inofensivo.

Cierto día, sin embargo, dos empleados que compulsaban una lista muy larga -nombres de muertos, de prisioneros, de heridos- interrumpieron de pronto su tarea. Comenzaron a discutir en voz alta. Y luego la llamaron.

¿Cuál es el nombre de tu hijo?, -preguntó uno de ellos.

- Juancito, tata.

- ¿ Juancito qué?...

- Juancito Quespi, tata.

Los empleados volvieron a mirar en las listas, ávidamente.

- Ha muerto, -dijo uno de ellos.

- No ha muerto, -replicó el otro.

Los cuatro ojos se clavaron una vez más en las listas: O. P. Q...Quespi, Quespi, Quespi.

Hay tantos Quespi entre los indios, -volvió a decir el primero- que resulta imposible distinguirlos. Son como las hormigas.

Y se encogió de hombros. El otro hizo lo mismo. Después, frente a la duda hundida como una cruz en ella, la propia duda de los dos les hizo decir, casi al mismo tiempo, lo de siempre.

Khaya cutirimuy, vuelve mañana.

 

(Tomado de Kollasuyo Nq 4, Año 1, agosto 1939).

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