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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.4 La Paz dic. 1998

 

 

 

Nosotros los cholos
Las políticas de la representación

 

 

Guillermo Mariaca Iturri

Octubre de 1998

 

 


Los caminos de la representación son un modelo para escribir la historia del presente porque son modos de articulación de todos los imaginarios posibles. Aunque uno de sus objetos es realizar el testimonio de poder, tratan de comprender y cambiar los sentidos del presente poniéndolos en una nueva situación respecto al pasado. Los caminos de la representación, por tanto, también realizan, desde el trabajo de la sociedad civil por preservar su derecho a la producción de sentidos, el desafío permanente a los límites del poder. Porque las tradiciones, como las herencias, hay que refundarlas cada día para no degradarse en la costumbre del que ha recibido todo hecho. Así, no recibiremos una tradición como quien recibe una jaula de oro. Así, sí se puede conquistar la libertad heredada, hacerla propia, construirla contemporánea.

La cultura, entonces, no es, la cultura produce. Produce sentido común pero también instituciones, sujetos socializados pero también utopías, historia pero también silencio. Es decir, la cultura produce marcos de interpretación de los sentidos sociales a través de prácticas que permanentemente expanden el horizonte de lo posible aunque, al mismo tiempo, celebren su propia tradición.

 

La representación moderna

En nuestro país hemos producido un solo concepto con poder explicativo a las artes plásticas.1 Ese solitario concepto, el barroco mestizo, es una prueba más de que nuestra autonomía intelectual está lejos de haberse alcanzado cuando se trata de construir instrumentos para entender nuestra producción de sentidos. Por otra parte, sin embargo, es el único que ha hecho posible que las miradas de la crítica y la historiografía del arte en Bolivia no sean copias fotostáticas de los criterios de la crítica internacional del arte.

El barroco mestizo nos permite comprender cómo una sola política de representación ha condicionado gran parte de nuestra producción plástica. Desde el anónimo Virgen del Cerro de 1730, pasando por ese autorretrato que es el Cristo Indio (1939) de Guzmán de Rojas, hasta Sajama (1978) de María Luisa Pacheco, Laberinto (1975) de Enrique Arnal o Políptico (1984) de Lorgio Vaca, la obsesión radicó en la construcción de una sola mirada: la mirada moderna. La disputa entre figurativos y abstractos, por eso, es banal: nadie escapaba al paisaje andino de la alineación. Porque si se entiende barroco mestizo como representación de la nación homogénea y única, el paisaje tendría que interpretarse como el imaginario de esa modernidad deseada.

La mirada moderna fue, entonces, el territorio simbólico fundacional de la plástica boliviana que nos persigue hasta ahora amparada en esa ilusión que es la redención por la cultura. Porque así como desde el siglo XIX y hasta después de mediados del XX, la literatura tuvo demasiado que ver con la formación de los Estados Nacionales, con las vanguardias y la postmodernidad, la plástica tuvo demasiado que ver con la formación de los urbanos modernos. Las élites artísticas nos enseñaron lo que debíamos mirar y lo que podíamos imaginar.

Y la paradoja es que gran parte de nuestra producción plástica contemporánea sigue atrapada en ese delirio aunque ahora proponga miradas que destruyen los mitos modernos. La experiencia de esta fragmentación de miradas sobre la imagen moderna genera poéticas individuales y ahí encontramos entonces, lo que podríamos llamar pintura tradicional boliviana, aquella que es sólo el eco de lo hegemónico o del lugar que el poder central asigna a los imitadores periféricos. Aunque hagan alarde de técnicas nuevas, de materiales renovados. De puesta al día, en el mejor de los casos, las poéticas individuales no pretenden disputar el poder interpretativo del centro sino únicamente exhibir su oficio como celebración del margen.

El ejemplo por excelencia de esta formación lo constituye la obra de Roberto Valcárcel en su paseo desde un Campo de alcachofas (1980) que panfletea su mensaje de denuncia hasta un Mickey Cubista (1996) sexualizado que decora la transgresión de la referencia y de los temas modernos apenas quedan una suerte de cita, de huellas, sometidas a un nuevo régimen de expresión: el ejercicio de una posmodernidad de los rastros que renueva experimentalmente los pasos modernos pero que no cambia sus caminos. Porque ese complejo provinciano de estar al día nos condena, como dijo HCF Mansilla, a una modernización imitativa.

Cierto que en la obra de Valcárcel el arte se desmaterializa y que como diría Benjamín, además pierde su aura de autoreferencialidad, de inaccesibilidad, Cierto también que logra incorporarse al espacio público, sea éste de lo político o de lo masivo, para desafiar las miradas acostumbradas al espectáculo del poder. Pero cierto también que el gesto autorial se magnifica en esa típica política representacional de la vanguardia que somete la vida social a la brújula autosuficiente del arte. Por consiguiente, aunque el arte haya dejado de ser inaccesible reconstruye su singularidad estilizando lo social, recupera su lugar de vanguardia y profecía convirtiéndose en la tribuna axiológica desde cuya altura de timonel dirige a las masas a su redención por el arte.

La obra de Valcárcel invierte el aura de autosuficiencia del arte, pero no para subvertir su onanismo vanguardista, sino para devolverle al autor la propiedad privada de la iniciativa axiológica. Así, su obra está haciendo posible la institucionalización de la transgresión.

 

La imagen de la chola

Lo popular no puede definirse por una serie de rasgos internos esenciales o por un repertorio de contenidos tradicionales premasivos, sino por una posición : la que constituye frente a lo hegemónico. Una mirada de chola sobre cualquier objeto tiene la intensión de dejar al descubierto aquello que en espesa cotidianidad nuestra se hace invisible2 porque en su revelación se evidencia la fijación del destino colectivo. Que no podamos escapar a la indigencia simbólica o que no podamos subvertir las opresiones culturales, no nos impide conocerlas. Y aunque el colonizado no pueda construir una mirada inédita de su propia imagen, eso no lo inhabilita para conocer su condición.

Los Arcángeles Arcabuceros del Maestro de Calamarca (1680) son el primer trabajo de apropiación de lógicas de representación coloniales para modificar sus fines de sujeción y sustituirlos por las formas de la duda para subvertir la costumbre de la mirada. Tuvimos que esperar dos siglos hasta El Yatiri (1918) de Arturo Borda para que la nación se reencuentre en sus deseos de autodeterminación simbólica. Porque nuestro realismo no es la mimesis de las cosas sino el develamiento de su valor de uso. El Maestro de Calamarca y Borda fueron realistas porque narraron el uso de los instrumentos para la colonización de nuestro imaginario. Ricardo Pérez Alcalá es realista por la misma razón: el también cuenta la indigencia, la cotidiana y la simbólica, y él, como sus antecesores, tampoco la celebra.

La obra de Pérez Alcalá es el itinerario de la pasión nacional por las cosas vividas y por eso sus bodegones narran el uso de las cosas cotidianas. Que en Ropas en la sombra (1989) la luz se ensañe con los harapos limpios, o que en Los huacales(1986) la basura nos alimente, o que en La cama del molinero (1995) durmamos sobre un catre desvencijado; no pretenden inscribir la miseria en nuestra mirada, sino únicamente realizar un inventario de nuestra condición. La pura circulación sustituida por el valor postindustrial como artificio. El artificio neocolonial no se limita, como el fetiche, a expropiar al sujeto del poder de su mirada para construir su imaginario y su pertenencia cultural; ese artificio ha expandido y profundizado su incorporación en el imaginario global y ahora dota al colonizado individual de un rincón en la aldea global de las identidades neutras.

Pérez Alcalá, sin embargo, no ha renunciado a construir la imagen de nosostros mismos. Con un dominio exquisito del oficio, que es su ética de trabajo, está reorientando la propuesta de Bartolomé de las Casas de devolver a los indios -hoy diríamos a los cholos- su destino. Hoy, la globalización respondería negociando nuestra diferencia porque sabe que la alteridad no es exterminable. Y esta es la versión más sutil del exterminio porque no permite otra solución que el suicidio o el museo. Pero Ricardo nos recuerda nuestra voluntad de sobrevivencia.

El cuadro El camión muestra una fila de vehículos en la desolada cumbre, camino hacia Los Yungas. El camión en particular está lleno de bultos y de gente; alrededor de ellos, perros hambrientos. Por encima, vuelan pájaros, también hambrientos. Lo insólito no radica en el camión, ni en los bultos, ni en el grupo de campesinos sobre los bultos sobre el camión, ni siquiera en los perros mendigos...Lo insólito es la escena misma, que en su composición describe la manera increíble en la que la gente realiza los viajes. La múltiple carga posterior del camión sobrepasa el resguardo de las rejas de madera, y así, los viajeros, casi flotando, casi volando, propiamente al aire, quedan expuestos a una doble intemperie: no sólo a la del paraje desnudo, a la de la tierra yerma de las montañas que nos informa sobre la miseria, sino también a la de su coincidente condición de viajeros sobrevivientes. No existe para ellos otra forma de traslado posible. El hambre animal, tan frecuente en nuestras carreteras, no hace sino reiterar la indigente condición de todo lo vivo en el paisaje. Para ningún boliviano resulta una imagen extravagante. He ahí lo insólito. (Pero) Pérez Alcalá .... no busca en el objeto su condición miserable.... la realidad urbana se le aparece al pintor de una forma más misteriosa, abandonada de todo ángel, menos de aquél, revelador del amor implacable por la vida"3.

 

La mirada chola

Obviamente, la descripción de una situación de convivencia asimétrica entre las diferencias no alcanza a explicar los complejos resultados de un proceso histórico. Frente a las concepciones maniqueas o a las fragmentarias, la identidad es vista hoy como un campo nomádico donde se truecan valores y donde se juegan poderes. Por esto, no basta reconocer la diversidad. La desigualdad en la apropiación cultural no puede subsanársela sólo con una distribución equitativa de la mirada sobre las obras, sino con una igualdad de oportunidades en el proceso productivo del imaginario social. Por eso, los caminos de nuestra representación plástica nunca se limitaron a la obsesión moderna de las vanguardias por reconciliar la vida a través del arte o la reunificación del sujeto fragmentado estetizando su proyecto de vida o la neoliberalización del proyecto emancipatorio de esa misma modernidad ; sino siempre celebraron la apertura subvertora que implica trabajar para dotarnos de sentido.

Si lo popular es una posición ante la hegemonía simbólica, lo nacional es una de las políticas representacionales posibles para la reconstitución de un sentido intercultural. La Nación es ahora el espacio de repatriación de la diferencia tanto como el lugar de traducción ante la uniformización de efectos de la globalización.

Raúl Lara es el pintor de esa nación, más precisamente, de los sujetos que la han inventado con su mirada. Los indios urbanos, adinerados y educados, han sido los protagonistas principales de la que seguramente ha sido la última revolución de nuestro siglo. Esta extraña revolución de doce años ha tenido un protagonista fundamental pero callado: el cholo. No un protagonista político, aunque algunos cholos se deleitaban con la sensualidad del poder imaginada en un partido del que eran dueños y que contribuía a la ampliación del sistema político; no un protagonista económico aunque grandes capitales y diminutos contrabandos hormiga sostienen la cotidianidad de esta nuestra economía; no un protagonista social aunque su abrumadora presencia demográfica podría fácilmente exigirlo. El cholo es fundamentalmente una presencia cultural: aquel sentido social del Carnaval de Oruro que ha demostrado el anacronismo de seguir imaginándonos mestizo homogéneos y aquel imaginario que ha construido la legitimidad de la polivalencia simbólica y de la hibridización de las prácticas culturales conocida ahora como interculturalidad. Porque, claro, la importancia de lo cholo deriva de su dedicación a la preservación del imaginario nacional. Aunque habría que añadir para que no haya lugar a malos entendidos, la preservación perversa del imaginario social.

El cholo de Lara no es una identidad desarraigada; el cholo es una identidad carnavalera que planta su raíz viajera allí donde los pesca la conveniencia de la noche sin hacerse ningún problema. Duerme en un hotel intercontinental de cinco estrellas con la misma facilidad que encima de un cuero de oveja en una choza; navega en internet con la misma naturalidad que reitera el rito de sus tradiciones orales; maneja el dinero plástico con la misma convicción que las obligaciones de la reciprocidad, ch'alla su casa financiada a 15 años plazo; requiere cirugía plástica como solicita mesas blancas y negras a los callawayas de Curva. El cholo ha hecho de las máscaras de identidad el único rostro que ama, el rostro maleable de la interculturalidad. De esa interculturalidad que consiste simultáneamente en la capacidad de traducir lo global o lo local y en la persistencia de articular las identidades locales en torno a sus propias autodeterminaciones.

Desde lo años 70 Lara nos ha dotado de una nueva mirada, la mirada que se metamorfosea, la que utiliza el arte para transmitir experiencias colectivas, la que, a través de medios sobrecargados y distorsiones compositivas y figurativas, nos revela la multitud urbana.

«Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido... Todas las distancias que el hombre ha creado a su alrededor han surgido de ese temor a ser tocado... En esta densidad, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como a sí mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de ese instante feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los hombres se convierten en masa»4

Gracias a la obra de Lara ahora podemos tocarnos; como gracias a la obra de Pérez Alcalá ahora podemos mirarnos.

 

Representaciones cholas

La política representacional anticolonial aparentemente no puede sino tomar la obra de la instalación. Una instalación es un gesto que produce inestabilidad en la costumbre de cuestionamiento sólo en la medida en que es capaz de resistir a ser incorporada dentro del sentido común o dentro del canon. De ahí su fugacidad y su reiterado uso de metáforas de movimiento. La propuesta paradójicamente fija, entonces, sería la de actuar con instalaciones culturales en cualquier situación colonial. Con instalaciones que nieguen la totalización, que se opongan a la persistencia, que refuten las verdades, y que para lograrlo persistan en la fragmentación de los sujetos, en la inestabilidad de los sentidos, en la diversidad de interpretaciones.

Sí, tiene sentido. Pero nuestra mirada chola no funciona así y nuestra imagen chola no se construye así. Al imperio de la trivialidad, de la variedad, de la diversidad meramente mercantil de la globalización sólo puede respondérsele con la comunidad de sentidos de la diferencia. Una ética de la diferencia que quiere ser politizada para no convertirse en el adorno de la diversidad y para no ser confundida con una dádiva que el Estado estaría otorgando a algunas islas de la sociedad civil.

Pero hay más argumentos. Esta nuestra cultura chola tiene la humildad de reconocer los límites de poder del pueblo pero también el orgullo de pintar los sueños de poder de ese mismo pueblo. La trivialización de obras es, pues, una tragedia nacional. Porque nadie queda para cuestionar los nuevos dogmas de fe como aquel de que hoy tiene razón el que puede pagar más. Sólo la especificidad puede salvar al imaginario postcolonial de convertirse en una celebración de subalternidad, porque el colonizador no sólo quiere poseer al otro, o seducirlo o, casi en el último resquicio, hacerse querer. Quiere forzar su secreto. Lo importante de un texto postcolonial, entonces, no es la aceptación de lo que concede en los límites del lienzo canónico, sino lo que imagina y lo que al imaginar, nos representa como otros, como nosotros.

 

El Gran Poder

Cualquiera de los asombros que el humano se niega a asumir, es una frontera más contra sí mismo. En el devenir de sus obras, en la silenciosa hazaña que es trabajar por mantenernos vivos, algunos de nuestros pintores descifran nuestra tradiciones e inventan nuestro futuro. Avanzan a tientas o claman apasionados , pero sostienen nuestro asombro. Aunque acecha la costumbre de lo viejo conocido, ellos hacen de esa herencia raíz de nuevas libertades. Abrir bien los ojos, conocernos, reconocernos, nos llena de asombro. Pero no cae del cielo, es obra del trabajo de nuestros horizontes y contra las costumbres. Es obra del trabajo de nuestros imaginadores para esculpir una estatua digna. Es a dos de esas obras a las que hoy quise rendir mi homenaje. A la hazaña silenciosa y al trabajo público de Ricardo Pérez Alcalá y Raúl Lara que nos permiten seguir dudando de las certezas acostumbradas, que hacen ponerse de pie a nuestras cosas y que pintando nos hacen querernos.

 

Notas

1 Obviamente, el barroco mestizo comenzó siendo una descripción de la incorporación en las iglesias coloniales de elementos indígenas. Pero terminó siendo una explicación del sincretismo arquitectónico y plástico. Ver obra completa de Teresa Gisbert.

2 Pérez Alcalá o los melancólicos senderos del tiempo, Blanca Wiethüchter.(La Paz:Plural editores, 1997):29

3 id: pp 29,30 y 42.

4 Masa y poder. Elias Canetti. (Barcelona:Muchnik ed.,1977): 9,13.

Raúl Lara. "Huaca-Huaca." Óleo sobre tela. 100x80 cm.

 

Ricardo Pérez Alcalá. "La madre." Acuarela sobre tabla. 40x30 cm.

 

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