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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.4 La Paz dic. 1998

 

 

 

Fantasmas urbanos. Una visión desde la pintura1

 

 

Alicia M. Szmukler Bardan2

Octubre de 1998

 

 


Introducción

La figura del fantasma puede ser útil como un camino para «entrar» en los imaginarios sociales, pues, como ellos, el fantasma es una representación imaginaria, producto del inconsciente, que nos sorprende desde lo oscuro y oculto, desde lo profundo y temido; es una presencia que aparece y desaparece para volver a aparecer.

Creo que el análisis de la pintura actual en Bolivia da la oportunidad de visualizar algunos de esos fantasmas presentes en el imaginario urbano, sobre todo andino, según he estudiado. En tal sentido, considero que las interpretaciones y puesta en imagen de esos fantasmas se relacionan con un tema más general, que es el de la preocupación por la identidad compleja de este país. Este no es un hecho nuevo; el arte ha manifestado esta preocupación desde el siglo XVII a través del estilo barroco andino -quizás la máxima expresión del intento por comprender la complejidad de la identidad cultural en Bolivia-, y durante este siglo con el indigenismo y la pintura social, sobre todo a través del muralismo.

En este artículo quisiera compartir algunos de estos fantasmas que creo están recorriendo el espacio urbano, especialmente el marcado por la cultura andina. He pensado esta tarea a partir del análisis de algunas obras de distintos artistas, realizadas en su mayoría durante los años 90, comparando diversas perspectivas.

Primero, trataré a los mitos y ritos ancestrales como fantasmas urbanos a partir del análisis de uno de ellos: la ch'alla, para luego aproximarme a otros fantasmas, que son los migrantes rurales a la ciudad.

 

Mitos y ritos en la ciudad: la ch'alla

Las obras Ch'alla, de Guiomar Mesa (1994), y Fundamento, de Sol Mateo (1994), tratan el mito y el ritual de la «ch'alla», el cual tiene que ver con la consagración del espacio, y plantean precisamente la consagración del espacio urbano.

En el cuadro de Guiomar Mesa se aprecian dos «mundos»: 1) el de arriba, el de la ciudad, donde las cajas parecen remitir a la ciudad de La Paz, con sus cerros ocres y sus casas que parecen estar superpuestas unas sobre otras; una ciudad donde no se ve el horizonte y que en esta obra aparece como estática, encerrada en un cuarto, enclaustrada; 2) el de abajo, en el que habitan seres imaginarios, invisibles, pero que tienen vida, se mueven y parecen dar sentido al mundo de arriba, al construido, al urbano.

Estos elementos son propios del ritual de la «ch'alla» (la mixtura, el feto de llama), pero también hay otros propios de la herencia católico-hispana, pues aparecen en la obra, de manera cosificada, figuras incompletas de santos y vírgenes. Ese tejido religioso al que la obra hace referencia parece ser la base viva del espacio urbano andino. En esta comprensión, los mitos, las creencias, los rituales, serían la parte viva del mundo urbano.

Por otro lado, con el rito de la «ch'alla» se rinde culto a la Pachamama para que proteja a los habitantes del territorio y para que éste tenga existencia real. Por tanto, lo real (ese espacio urbano concreto) es tal gracias al rito. Pero también la «ch'alla» se vincula a la reconstrucción de la memoria, porque es un acto de rememoración colectiva de los muertos para que éstos cuiden de los vivos.

Esta obra parece entonces hacer presente la religiosidad compleja sobre la cual se erige la ciudad y al mismo tiempo plantea la dualidad del mito frente a la realidad. ¿Qué es lo que da realidad? Aquí pareciera que el mito. Sin embargo, éste aparece oculto, en lo profundo, pero está más vivo que aquello que consideramos objetivo.

Por su parte, Sol Mateo en Fundamento muestra la imagen de una ciudad moderna, universal, no identificable con La Paz, pero en el borde inferior de la obra sobrepone un feto de llama dorado, al que une con la palabra fundamento, arriba, con dos líneas rojas que indican sangre y sacrificio; el sacrificio de la «ch'alla», el sacrificio de la construcción de un espacio, en el cuadro, un espacio urbano.

Mientras que la fotografía remite a una ciudad moderna, el feto de llama indica un rito andino. Parece querer mostrarse una «La Paz del futuro» que, a pesar del desarrollo urbano posible, tendrá en su base algo que no podrá modificar, sus raíces originarias, representadas a través de sus mitos y rituales fundantes. En esta obra parece rescatarse la memoria sobre el origen, aún cuando se pueda ser moderno. La sangre, indicada por las líneas rojas que cruzan la ciudad y el cuadro, parecen querer mostrar ese dolor concreto, el sentido sacrificial de este mito que da sentido a la propia ciudad.

Pero, además, hay muchos espacios negros, agujeros que revelan el vacío, donde no sabemos qué hay. Son espacios desconocidos de la propia ciudad que generan incertidumbre y donde todo es posible. Así, se deja en evidencia esa incertidumbre con la que vivimos los humanos pero que nos es tan difícil de aceptar, rasgo también propiamente moderno.

Guiomar Mesa. "Ch'alla." 1994. Óleo-lienzo. 150x150 cm.

 

Sol Mateo. "Fundamento." 1994. Collage sobre madera. 120x120 cm.

 

Gastón Ugalde: "Campesino." 1994.Técnica mixta-lienzo. 183x147 cm.

Creo que en esta obra hay una visión del mito y del propio desarrollo urbano desde una perspectiva más bien existencial. Tal desarrollo parece verse como opresivo y sin sentido; y esa visión llevaría a rescatar un mito de origen (de fundamento) para darle un sentido a la propia modernización. En esta obra se reconoce una tensión entre identidad y modernidad, que coexisten de manera compleja.

Si bien las perspectivas de estas obras son distintas, porque creo que parten de preocupaciones distintas, ambas reactualizan un mito proveniente de culturas originarias pero fuertemente presente en la ciudad y sincretizado, y plantean tanto la dualidad de lo real frente a lo mítico (en el fondo, ¿qué es más real? ¿aquello edificado, construido, objetivo, o lo imaginario, lo mítico, el nivel de las creencias, que subyace y da sentido a lo que se nos aparece como objetivo?), como la necesidad de mantener la memoria sobre los procesos de modernización y desarrollo que, sin memoria, no sabríamos hacia donde se dirigen.

Así, creo que uno de los temas que toma con fuerza el arte hoy es el de la presencia de los mitos y los ritos, pero vistos desde lo urbano. Ese nivel mítico y ritual es también parte del imaginario urbanizado, de la vida cotidiana en ciudades como La Paz, con una alta herencia cultural y presencia indígenas.

 

Los migrantes rurales en la urbe

Metamorfosis de Alejandro Salazar (1987) y Campesino de Gastón Ugalde (1994) permiten indagar otro fantasma urbano: el migrante campesino aymara.

En el primer caso, el rostro de una mujer va cambiando de «mujer de pollera», a «mujer de vestido», pasando luego por «birlocha» para convertirse finalmente en «gente», según el autor de la obra denomina a cada uno de los perfiles. Acudiendo a tintes y maquillaje, la mujer se va metamorfoseando.

De manera sarcástica, Alejandro Salazar realiza aquí una crítica al proceso de urbanización de una identidad que en principio es clara (la mujer de pollera tiene una identidad bien delimitada) y luego se va desdibujando, pues, aunque se intente ocultarlos, aquellos rasgos indígenas siguen presentes. Incluso, a medida que va cambiando de aspecto, el perfil se vuelve más difuso en la propia obra.

Se trata de una mirada que cuestiona, a través del sentido del humor, la forma de integración a una sociedad urbana que «exige» el abandono de la propia identidad para evitar la discriminación. El problema es que esa identidad negada y autonegada no puede ser completamente borrada; subyace en los gestos, en el color, en los rasgos; subyace bajo la «máscara». Pero esa «máscara» no siempre es un autoengaño; también puede entenderse como la forma que adquiere una identidad nueva, la mestiza, que por la discriminación no se asume plenamente.

Pero entonces se niega tanto a la identidad «pura» (la del aymara) en la ciudad como a esa identidad compleja que es la del mestizo.

Hay que considerar, además, que este cuadro ha sido pintado en 1987, momento en que se vivía un fuerte proceso migratorio rural-urbano por la crisis minera.

Esta acuarela, que es una dura crítica al tema de la discriminación étnico-cultural, invita a pensar al menos tres temas: 1) las dificultades que enfrentan los migrantes rurales en su proceso de adaptación a un medio que los rechaza; 2) la aceptación, seguramente inconsciente, de cambiar su aspecto y negar su identidad para ser más fácilmente integrados; lo que lleva al punto 3) el rechazo de quienes se autodenominan «gente» de sus propias raíces al negar sus identidades originarias. En tal sentido, parte de esa discriminación se transforma en una auto-discriminación no reconocida.

En Campesino, Gastón Ugalde nos muestra el rostro «duro» de un indígena que nos mira con rabia desde el lienzo, y que además mira directo al observador del cuadro, a un sector social que accede a las galerías, «selecto». El autor parece querer rescatar una identidad pura, incontaminada, que defiende sus principios y sus raíces a ultranza.

Desde una lectura opuesta a la «conciliadora» de la integración, pues ésta puede arrebatar la identidad, como lo expresa Salazar, este indígena nos dice que no está dispuesto a abandonar su identidad a pesar del rechazo de que es objeto en la urbe.

Sin embargo, otra lectura posible es que la representación de un campesino-indígena como este se vincula a una mirada nostálgica, pues mantener una identidad tan firmemente en la ciudad se vuelve algo prácticamente imposible si no se quiere ser un marginado. Así, recuperar esta identidad campesina pura sería parte de una fantasía urbana moderna que idealiza lo campesino-indígena por la imposibilidad de su existencia en la ciudad y por la «culpa» que implica su rechazo.

Se trataría de una reivindicación extrema e imposible que lleva a una idealización que asocia la figura de lo rural a la pureza de un paraíso mítico en términos de identidad, lo que precisamente es insostenible en el espacio urbano.

Si bien se trataría de dos visiones opuestas, una que cuestiona una adaptación acrítica por la necesidad de integrarse a la sociedad urbana y el abandono de la propia cultura, origen y, en definitiva, identidad, y la otra que cuestiona al habitante «blanco, criollo» urbano, a aquél que puede acceder a las galerías que muestran la obra, porque rechaza la identidad indígena, pero desde una visión que idealiza dicha identidad al hacerla aparecer en estado puro, ambas obras expresan la presencia de lo rural en lo urbano como problema irresuelto, tanto desde un autorrechazo de la propia identidad como desde la afirmación a rajatabla de esa identidad negada en lo urbano.

 

Unas palabras finales

En resumen, he pretendido plantear en este breve artículo la existencia de fantasmas urbanos ligados a los mitos (los mitos como fantasmas que provienen de un mundo imaginario originario y profundo, pero que viven readaptados y sincretizados en la ciudad), y a algo más concreto como es el tema de la integración o no de los migrantes rurales a la ciudad (los migrantes rurales como fantasmas desde visiones diferentes).

Estos temas, y muchos otros que quedan sin tratar, tan reales en lo urbano (como la discriminación hacia la mujer, el cuestionamiento a la noción de «identidad nacional», la revisión crítica del pasado histórico, la fuerte presencia cristiano-hispana en la cultura urbana, entre otros), son retomados por el arte, no para plantear soluciones ni propuestas que den un único sentido al imaginario urbano. Y este es un rasgo interesante del arte desde hace al menos 20 años: no busca respuestas únicas, sino que, creo, abre interrogantes y acepta múltiples visiones, dando lugar a la expresión de una diversidad que deja en evidencia un cambio en el propio terreno artístico.

Como dijo el poeta chileno Raúl Zurita a propósito de una exposición colectiva de artistas bolivianos en Santiago de Chile en 1996: «Lo que presenciamos aquí es un conjunto de obras únicas y al mismo tiempo múltiples, profundamente singulares en cada artista y a la vez colectivas, que en su desborde, en su polifonía y diversidad, nos muestran el instante en que una visión se descubre a sí misma. De allí la energía, la fuerza vital de estos artistas que hacen arte como si fuese un acto absoluto que al final pudiera abarcarlo todo. Los distintos énfasis de cada uno de ellos van construyendo un recorrido que fuerza las limitaciones y la esclerosis de una realidad a menudo brutal -la de nuestros países, la de nuestras culturas, la de nuestra historia- para erigirse en un modelo de lo que algún día debería ser nuestra pluralidad reconquistada».

 

Notas

1 Un análisis más detenido sobre este tema puede verse en Alicia Szmukler, 1998, La ciudad imaginaria. Un análisis sociológico de la pintura contemporánea en Bolivia, PIEB, La Paz.

2 Socióloga argentina.

 

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