SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número4La influencia de las vanguardias en el arte boliviano del siglo XXArtes de frontera y articulaciones de género: La obra de Marta Cajías y Patricia Murillo-López índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.4 La Paz dic. 1998

 

 

 

Entre pinceles y plumas: desauratización de la cultura en Bolivia

 

 

Javier Sanjinés Casanovas

 

 


Puesto que la relación entre la literatura y la formación de los estados nacionales tiene también mucho que ver con la construcción de imaginarios sociales, el presente ensayo parte de la premisa de que los proyectos letrados hispanoamericanos, desarrollados durante el librecambismo del siglo XIX y continuados en el siglo XX por el lento y azaroso desarrollo de la conciencia popular, moldean la idea de lo nacional. Además, creemos que la literatura y los letrados, muchas veces sobrevalorados en su importancia histórica y social, han cedido la función gestora de imaginarios sociales a otras formas culturales como la pintura, las fiestas, los rituales, y, hoy en día, la radio y la televisión.

Los trabajos de Hernán Vidal, de Bernardo Supercasseaux, y de Beatriz González Stephan,1 entre otros, documentan muy bien cómo ciertas naciones latinoamericanas, particularmente Argentina y Chile, lograron construir, entre 1830 y 1870, el proyecto letrado del «americanismo literario» como ideología dominante. En efecto, el «americanismo literario» dio expresión al librecambismo y al liberalismo triunfantes. Pero esta eficacia excepcional, en algunas naciones latinoamericanas, del proyecto letrado, laico y beligerante, no se repite necesariamente en otras. El caso andino, por ejemplo, es bastante diferente. Antonio Cornejo Polar expresa que el raquítico costumbrismo peruano no puede comparársele al precoz romanticismo argentino, quedando así retrasada la formulación de un proyecto de cultura nacional. El asunto, dice Cornejo Polar, «tiene que ver, por una parte, con las muy limitadas funciones que el costumbrismo se asignó a sí mismo, y por otra, con las carencias reales e ideológicas de una sociedad profundamente anarquizada2

En el caso andino se da no sólo un forcejeo entre la conciencia premoderna colonial y religiosa, y la conciencia independentista y modernizadora, sino la "simultaneidad contradictoria" de ambas. El dramatismo de esta contradicción, argumenta Cornejo Polar, «aumenta y se hace más corrosivo porque se instala en la tersa armonía de un discurso que no advierte su propio conflicto3.» Se trata, pues, de la intersección entre un mundo arcaico, incapaz de imaginarse lejos de la trascendencia divina, y otro moderno, asumido como la producción humana de construcción social.

Uno de los hechos literarios centrales en el mundo andino del siglo XIX es la necesidad de organizar imaginarios letrados de corte didáctico. Para el caso boliviano, Javier Mendoza acaba de documentar en La Mesa Coja4 su polémico estudio sobre la historia de la Proclama de la Junta Tuitiva del 16 de julio de 1809, la importancia del teatro didáctico en el proceso de «invención de la tradición.»

En el trabajo de Mendoza se observa que el hecho histórico «verdadero» tiene mucho que ver con Los Lanza, obra teatral del letrado Félix Reyes Ortiz, escrita en 1859 y estrenada en las Fiestas Julias de 1861, donde los desaciertos que surgen en este teatro didáctico son presentados como verdades históricas sobre la Proclama de 1809. En la obra de Mendoza, aparecen también las «simultaneidades contradictorias» mencionadas por Cornejo Polar, en efecto, el grito libertario de 1809 tiene mucho que ver con la religión, empañando así el proyecto letrado laico que notamos en el «americanismo literario.» «De hecho,» dice Javier Mendoza, «el alzamiento de 1809 había tenido lugar el día de la fiesta de la Virgen del Carmelo, que era la patrona de la ciudad, de manera que las Fiestas Julias siempre tuvieron un saber litúrgico5

Por otro lado, la novela didáctica tiene un doble proceso pedagógico: se «aprende» a escribir novelas para que sus lectores «aprendan» a construir sus naciones como sociedades modernas. En 1885 aparece Juan de la Rosa, novela histórica de Nataniel Aguirre. En el juicio de Cornejo Polar, aquí también podemos notar que «el asunto de la modernidad aparece asordinado; de una parte, porque se confunde con la ruptura del orden colonial y el proceso emancipador y, de otra, porque al hacer memoria de él y asumirlo como modelo heroico, se establece una dinámica restauradora de las virtudes de la generación independentista...»6 Luego añade que esta generación se hunde en la «anarquía republicana» que había escarnecido con resultados desastrosos a todo el país.

Sin embargo, Cornejo Polar observa correctamente que la imagen de la nación es muy fuerte en esta novela, y que dicha imagen tiene como núcleo central al mestizaje. Pero el mestizaje en Nataniel Aguirre es todavía precario, desbalanceado, asimétrico, asentado en la negación de lo indígena. En efecto, mestizos y criollos asimilan, en la novela, valores tradicionales, en curiosa oposición al mundo indígena. Lo indígena se queda, entonces, en el imaginario de lo bárbaro, lo canibalesco, lo sin forma.

Durante la primera década del presente siglo, prominentes letrados bolivianos siguen pensando en la nación como una promesa incumplida y la modernidad como poco menos que una quimera. En efecto, obras como Pueblo enfermo7, de Alcides Arguedas, ayudan poco a la formación de un proyecto de cultura nacional, entendiendo éste como la función letrada de imaginar sociedades que respondan al desarrollo de proyectos económicos y sociales capaces de satisfacer las necesidades materiales y espirituales de la población, incluyendo las diversidades étnicas, mediante la administración de un estado nacional que vele por el interés social en consulta con las grandes mayorías nacionales.

La formulación de un tal proyecto de cultura nacional nace, en nuestro criterio, con la obra de Franz Tamayo. Y esto tiene mucho que ver con la división entre «literatos" y «letrados». El cambio puede ser comprendido con las agudas observaciones que Angel Rama8, tiene sobre el nuevo rol de los letrados en la vida política y cultural de nuestros países. Arguye Rama que en la medida en que la polis se politiza, se produce una separación entre literatos y letrados. Puesto que la ciudad introduce nuevas pautas de especialización, las que responden al crecimiento del capital y a la más rígida división del trabajo, los letrados no pueden ya aspirar a dominar el orbe entero de las letras. El caso de Franz Tamayo es un buen ejemplo de cómo la nueva corriente del modernismo requiere la especialización.

Pero Tamayo es también el letrado, cuyas reminiscencias románticas de sus Odas9 (1897) le impiden dejar de ocuparse de la institucionalización pedagógica de la cultura. Su Creación de la pedagogía nacional10, publicada en 1910, en respuesta al racismo corrosivo de Alcides Arguedas, marca la necesidad de «descubrir nuestra ley de vida», propuesta que se parece a la «ley del ser», planteada por Esteban Echeverría setenta años atrás en su Dogma socialista11 de la asociación de Mayo, al establecer las bases del «americanismo literario.»

En Tamayo, la «ley de la vida» sólo puede surgir de lo indígena, la fuente nutriente de lo nacional. Ley biológica positivista, esta «ley de la vida» desconoce ideologías foráneas, para concentrarse en el desarrollo de la «energía nacional». Si el indio es el depositario de esa energía, éste debe adquirir la lengua española, es decir, transformarse en el Calibán culto y mestizo. El mestizaje, entonces, es etapa necesaria de la evolución de esta «ley de la vida». Naturalmente que hablamos aquí de un mestizaje homogéneo, idealizado, guardián de la herencia europea, que requiere, de todos modos, dirección y freno. Aquí nace, pues, el mestizaje homogeneizador y también aurático de la cultura oficial boliviana, mestizaje que marcará incluso a los futuros letrados disconformes, como Carlos Montenegro12, quienes, durante la década del 40, expresan la experiencia colectiva de las clases populares a través de la necesidad de construir partidos políticos masivos, vehículos del cambio nacionalista revolucionario.

Tamayo, el literato letrado, es, pues, algo singular en la cultura boliviana. Con Ricardo Jaimes Freyre, Tamayo es el otro gran esteta modernista, cuyo aura liga lo social con las formas más excelsas del arte, estableciendo así la relación entre arte, monumentalidad y belleza. Lo interesante, en el decir de Eduardo Mitre13, es que Tamayo, encuevado en una soledad orgullosa e impermeable, no supo o no quiso advertir en un Vallejo o un Neruda la sólida corriente literaria vanguardista, vigorosamente Nacionalista. En los hechos, no se da en Bolivia un vanguardismo literario que, siendo plenamente universal, se aproxima también al pueblo hasta la revolución de 1952. Inclusive la literatura postrevolucionaria es parte de una fragmentación cultural que mira con profunda desilusión el hecho revolucionario del 52, pues bien, ¿dónde debemos ubicar esa vanguardia estética capaz de ligar al arte con la sociedad?

Si la poesía de Tamayo y su mestizaje homogenizador —fenómeno también presente en Cecilio Guzmán de Rojas (1899-1950) — son centrales a la función «aurática» del arte en la cultura boliviana, pensamos que el giro a lo letrado puede ser hallado en el muralismo. El muralismo indica, pues, la fuerza conciliadora entre el arte y la sociedad postrevolucionaria, hecho que, como mencionamos antes, resulta difícil encontrar en la literatura boliviana. En un estudio de próxima publicación14, Alicia Szmukler señala que «el muralismo redefinió la función del arte: sacó a la luz el pasado reconoció lo indígena y lo nacional, mostró las raíces, pintó la temática revolucionaria, el papel de los mineros y campesinos, desde una posición moral y política radical.» Luego agrega que el muralismo «desacralizó el arte en tanto arte culto, volviendo bello lo popular e intentando integrar a la población.»

Cuando afirma que el muralismo sacraliza el arte culto, Szmukler liga al muralismo con el eclipse del aura.15 Se trata, pues, de una ruptura con ese aura modernista que asume la producción de la obra de arte como "única", apartada, por un lado, de lo social, y, por otro lado, autosuficiente y total. El muralismo, por el contrario, es un modo de retornar a lo popular y de romper con la recepción individualizada del arte. El eclipse del aura crea una disolución selectiva y parcial de los límites entre la alta cultura y la cultura popular.

Pero, ¿qué pasa con la pintura cuando el «momento» del muralismo se disipa? ¿Qué significa hacer arte cuando la vanguardia se desmorona? En el caso boliviano, la respuesta será la violación del principio de la unidad de estilo, generando así el empleo antiorgánico de lo fragmentado, de lo cotidianamente disparatado, es decir, la adopción de una posición posmoderna que muestra el fracaso del proyecto no cumplido de la modernidad. En términos muy nuestros, ello significa preguntarse cómo hacer arte ante el fracaso del proyecto revolucionario de 1952.

La disolución de las vanguardias artísticas, particularmente del muralismo, fue paralela al carácter regresivo de la revolución nacional. La crisis subsiguiente muestra, en el plano de la pintura, un periodo de transición que va de los años 60 hasta la primera mitad de los años 70. Se trata de un período en el que se ven los últimos estertores de la pintura social que banaliza lo indígena.

Es a partir de 1975 que la pintura contemporánea recupera su carácter innovador. Enumeremos a continuación los nuevos temas planteados por la pintura, y analicémoslos después.

En primer lugar, la función desauratizadora del arte contemporáneo. Podríamos decir que vivimos momentos estéticos marcados por la destrucción, no sólo el eclipse, de la distinción aurática entre arte y vida. En segundo lugar, y muy ligada a la desauratización del arte, está la concepción alegórica que Walter Benjamin puso ya en marcha en sus dos obras fundamentales el París de Baudelaire, y Los orígenes del drama alemán.16 Esta función alegórica, que también conecta al arte con la vida cotidiana, está en el centro mismo de la pintura boliviana. En tercer lugar, no hay duda de que la pintura contemporánea muestra los excesos de la posmodernidad, excesos que más tarde explicaremos como parte de la teoría de lo grotesco liminal, es decir, como parte de ese grotesco conectado con las grandes migraciones del campo a la ciudad. En cuarto lugar, el arte contemporáneo marca momentos de subversión que rompen —cronológicamente, quizás anteceden— a las formas eclécticas de la posmodernidad. Son momentos de subversión social muy parecidos al rol desauratizador que el testimonio cumple en su lucha contra el aura de la literatura, introduciendo el rol subversivo de la oralidad. En quinto lugar, nos parece que sólo existen «momentos» de subversión es decir, que la denuncia social puede ser recuperada —llamémosla «reauratizada»— por el estado, la transacción mercantil y la promoción de galerías y de colecciones privadas, hecho que, en definitiva, también le quita al arte su rol social transformador. Analicemos a continuación cada uno de los aspectos aquí detallados.

Lo que entendimos en Tamayo como aura o como «arte aurático» se aproxima a lo que Max Weber quiso decir por estética de la modernidad constituyéndose a sí misma como una esfera de valores separada o apartada de la realidad degradada. Bien sabemos que Walter Benjamin dio un alcance mayor a la noción de aura. En efecto, para él los objetos naturales, al igual que los objetos culturales, pueden poseer aura. Cita, por ejemplo, la montaña majestuosa y distante como algo completamente aurático, de igual modo que Cerruto o Diez de Medina, por citar dos ejemplos, auratizan al Illimani en la literatura boliviana. El aura, adscribe Benjamin, «es un extraño tejido de tiempo y espacio»17 El objeto cultural (o natural) aurático se caracteriza, pues, por esa su apariencia singular, única, distante y duradera. En Cerruto, por ejemplo, el Illimani, el Resplandeciente, es un enigma silencioso, alejado de la cotidianidad marcada por sus cancerosas calles.18

La pérdida del aura, la desauratización, que Benjamin atribuye no sólo a la reproducción mecánica del arte, sino también a corrientes vanguardistas de los años 20, particularmente al surrealismo, se traduce en la pérdida de esta singularidad estética que aleja al arte de la gente y de la cotidianidad.

Reconstruyamos las implicaciones que esta desauratización del arte tendría en la pintura boliviana. Al final de su estudio por ser publicado, Alicia Szmukler nos revela el rol del bufón, rol éste descrito por Fernando Rodríguez Casas como una figura desauratizadora del arte. Comenta Rodríguez Casas que el bufón «podía decir ciertas verdades a la sociedad y hacerle ver ciertas cosas, lo que nadie más que el bufón podía hacer. La importancia que tiene el momento histórico en la labor del artista es la de mostrar ciertas verdades. Ya no es la estética de la belleza sino la estética del mostrar la sociedad.»

Véase, pues, que el artista-bufón de Rodríguez Casas cumple una función muy diferente de la del letrado o del literato. A aquel ya no le interesa la estética de la belleza, el aura, sino la estética de lo real. Puede notarse entonces un profundo cambio en está función desauratizadora del arte: en el posmodernismo, así como en el surrealismo, no se da la separación arriba indicada entre el significante y la realidad social; por el contrario, en la estética posmoderna es el referente, lo real en sí mismo, que se transforma en el significante.19 De este modo, la realidad es el significante y el significante es lo real. La obra de arte, entonces, no responde a un significado fijo, sino a múltiples lecturas significantes de la realidad social. A diferencia del muralista, por ejemplo, el artista-bufón ya no nos obliga a ver en la pintura un significado político revolucionario único. Por el contrario, su rol disidente es el de obligarnos a confrontar la realidad a partir de múltiples lecturas que desauratizan la relación automática entre belleza y verdad. El artista nos ofrece, entonces, diferentes alternativas de percepción que cuestionan profundamente los postulados homogeneizadores de la modernidad.

Algunos de los muchos ejemplos desauratizadores se hallan en las pinturas de Guiomar Mesa. En su cuadro ¿La Salvadora?, la pintora confronta, como también lo hacen otros pintores contemporáneos, lo moderno con mitos ancestrales de nuestra cultura. El cuadro interior de Simón Patiño, con el vidrio partido, se ubica en la zona fálica del inmenso Tío, guardián mítico de las minas. La salvación no parece estar en el plano real de la producción minera, cuya mina, La Salvadora, marca la época de gloria de la producción del estaño. Guiomar Mesa, por el contrario, parece reducir el rol histórico cumplido por el magnate minero, y, en cambio, ubicar la salvación en la ambigüedad problemática del mito.

El Tío, como significante que es, condensa varias dimensiones y sentidos. Reversible y ambivalente, ingresa en el sistema de reciprocidad precapitalista marcado por intercambios —dones y contradones— que pasan por alto la mediación abstracta del dinero. A diferencia del cuadro roto de don Simón Patiño, símbolo de la producción estañífera y del mercado capitalista, la figura donante del Tío plantea la obligatoriedad precapitalista del dar y del recibir. Este sistema de reciprocidad, marcado también en la pintura por hojas de coca que se deslizan, evalúa la división del trabajo desde una simetría sagrada preexistente que concibe la aceptación de un don sin la entrega de un contradon como una manera de desequilibrar y violentar la justa medida de las cosas. Sin embargo, la reciprocidad precapitalista debe coexistir con las asimetrías que el poder y la dominación capitalista generan. De este modo, el Tío da simetría imaginaria a la fuerza igualmente disgregadora de la división del trabajo, representada en el cuadro por Simón Patiño. Ambas fuerzas, sin embargo, coexisten en el cuadro, dejándonos en suspenso y en duda: ¿La Salvadora?

Otra función desauratizadora del arte contemporáneo es enfrentarse a la visión homogeneizante de la identidad nacional. Quedan entonces superadas las referencias a los héroes fundadores de la nacionalidad. En cambio, se da la visión opuesta de la historia oficial, visión que desauratiza los hitos fundacionales del estado boliviano y de la identidad nacional. Si en ¿La Salvadora?, Guiomar Mesa ubica la posibilidad salvífica en el nivel imaginario del mito ancestral, en su cuadro Fútbol la selección imagen posmoderna de la unidad nacional, banaliza la figura tradicional del héroe patrio, militar y guerrero, y despolitiza la realidad social.

San Kurt. Angel caído, de Alejandro Zapata, nos sugiere también la desauratización del mundo oficial y serio. En esta pintura, Kurt Cobain, líder del grupo pop-rock «Nirvana», suicidado en 1994, aparece santificado, con alas y un lancero barroco que termina en forma de cruz, desmitificando su autor la pintura barroca de la serie de arcángeles de la Iglesia de Calamarca. Al propio tiempo, Zapata parece cuestionar los valores del mundo moderno, particularmente el modelo del joven yuppie, exitoso en el mercado de valores bursátiles.

Fernando Rodríguez Casas, pintor y filósofo es otro de los ejemplos aquí escogidos. Su cuadro La expansión del universo indica también la necesidad imaginaria de un orden mítico que dé sentido al mundo moderno que vive un desarrollo infinito a costa del olvido de los orígenes. Nuevamente, la necesidad imaginaria del orden mítico cuestiona profundamente el sentido último de la existencia marcada por el desarrollo y la tecnología. Escribe Szmukler que «la canoa parece navegar por encima de un complejo mundo representado por una serie de imágenes pegadas al lienzo. Entre la infinidad de imágenes se reconocen un satélite, un zepelín, ciudades, puentes, puertos...» Luego añade: «La contraposición entre la complejidad abigarrada representada a través del collage de fotos y la sencillez del huevo y la canoa es lo primero que impacta y hace pensar en cómo de aquella sencillez que fue el origen se degenera en esta complejidad que es la sociedad.» El cuadro nos lleva a una desauratización del propio conocimiento. En efecto, tanto desarrollo parece contradecir la necesidad originaria de rescatar la esencia de la vida en toda su sencillez y naturalidad. Habría que añadir el hecho de que la canoa tiene remos pero no conducción. Queda, entonces, la pregunta ontológica, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?; ¿cuál es la dirección y el sentido de la modernización?

En Multicuadros, de Roberto Valcárcel, la desauratización tiene nuevamente mucho que ver con la mirada irónica de los héroes nacionales. En Valcárcel se da, pues, la desauratización de la historia oficial y el cuestionamiento del imaginario que inventa lo nacional. Multicuadros se divide en paneles que parten con un Bolívar desnudo y joven, hecho que humaniza al personaje y le quita el aura que le rodea. Pero luego vemos a un Bolívar frío y cerebral, con una mirada temible y desafiante. Su traje militar está ridiculizado, y la figura del Libertador se ubica delante de un arco de triunfo posmoderno. A este Bolívar desafiante, le sigue la caricatura de un cuadro muy conocido del Libertador, dándonos Valcárcel una versión irónica de esa conocida imagen. Hay, pues, un cuestionamiento de la construcción de ídolos nacionales y un distanciamiento de la mirada homogeneizadora del héroe, mirada que ahora debe aceptar la existencia de heterogéneos multicuadros. En efecto, la figura del Libertador se reduce aún más en el cuarto panel, transformándose en dos pequeños slides, con una ranura debajo, como si se tratase de una boca. Por último, en el quinto panel, y siguiendo el arte conceptual, Bolívar se reduce a tres epítetos: «desmesurado», «obsesivo» y «genial».

La complejidad de la sociedad boliviana exige que sus artistas adopten una concepción de la alegoría muy parecida al modo en que Walter Benjamín la sociologizó, en consonancia con la en este trabajo tantas veces mencionada desauratización del arte.20

Para Benjamín, el concepto de alegoría se refiere a los pedazos, trozos y remiendos de la cotidianidad. Como los sacos de aparapita, hechos de jirones de tela, y alegorizados en la narrativa de Jaime Saenz,21 estos desechos conforman mitos a través de los cuales los individuos comprenden su mundo social. En Saenz, por ejemplo, el saco de aparapita, plasmado en pintura por Gastón Ugalde y Enrique Arnal, son los remiendos que forman un nuevo saco hecho por la vida. Los primeros remiendos reciben nuevos remiendos que, a su vez, reciben otros más. Así, el nuevo saco es producto del tiempo, algo que sólo puede ser comprobado por su peso. El valor de la prenda está en estrecha relación con su espesor. Mientras más peso, más vale.

Parecidos a estos remiendos de la cotidianidad, Benjamín habla de ruinas, de calaveras —el parecido con Saenz es nuevamente notorio— como alegorías a través de las cuales se explica el mundo social. En sus escritos sobre el París novecentista de Baudelaire, estos elementos incluyen las arcadas, los suburbios, las prostitutas de la noche. Cabe aquí notar que la radical mirada de Walter Benjamín está lejos de los análisis hegelianos de la Escuela de Frankfurt, particularmente de los estudios de Adorno, quién se quejaba del extremo subjetivismo de Benjamín. Este, indicaba Adorno, entendió el «fetichismo de la mercancía» como fundamento de la alegoría y de la conciencia humana. Adorno prefería ver al fetichismo como parte de la objetiva totalidad social y no como característica de la subjetividad humana.22

¿Hay relación entre alegoría, desauratización y la pintura contemporánea? Fundamento, de Sol Mateo, plantea nuevamente la ambivalencia de lo moderno y lo arcaico. Si observamos el cuadro, nos vemos ante una ciudad moderna, oscura y de metal; una ciudad totalmente fría e impersonal. Pero, como Szmukler observa, «hay dos otros elementos que completan la obra: dos líneas irregulares de color rojo cruzan verticalmente la fotografía uniendo en la parte inferior un feto de llama dorado, ...y en la parte superior letras metálicas que forman la palabra "Fundamento" ¿Cuál es, pues, el «fundamento» de esta ciudad? La frialdad de la urbe parece recibir el flujo sanguíneo del feto de llama. Se trataría de una ch'alla de La Paz del futuro, ciudad que no pierde su fundamento originario. El flujo sanguíneo y el feto de llama son los elementos alegóricos, Los trozos de cotidianidad, que le insuflan vida a la ciudad metálica e impersonal. El feto de llama cumple su rol alegórico de rebajar la fría monumentalidad de la La Paz del futuro con el fundamento originario del rito de la ch'alla . De este modo, las líneas rojas le dan el toque humano a la ciudad.

Pero la ciudad del futuro que Sol Mateo avizora poco tiene que ver con la complejidad de la La Paz del presente. Nos referimos principalmente a los problemas generados por los procesos migratorios del campo a la ciudad. Las culturas rurales indígenas, oprimidas durante siglos por los sectores urbanos mestizo-criollos, han sido siempre ese «otro» ubicable tanto dentro como fuera del cuerpo social. Es esa otredad que ahora perturba el sistema urbano de la ciudad de La Paz. Como los aparapitas de las novelas de Jaime Sáenz, los advenedizos del campo provocan malestar cultural. Por lo general, invierten pero no subvierten el statu quo, la forma estructural de la sociedad. Esta inversión molesta porque, al igual que la alegoría en Benjamín, señala a los miembros de la sociedad que el caos puede ser la alternativa del cosmos racional. También produce malestar debido a su poco segura ubicación social. La situación transitoria del migrante es ambigua porque, venido del pasado reprimido, no ha podido todavía darse una situación estable en la nueva estructura social. Indecisamente adentro y afuera de la sociedad, estos migrantes son, para la racionalidad, el sistema y el orden, lo liminal, lo que no tiene una posición definida, ni claros y bien establecidos límites sociales. Es en este sentido que los cuadros de pintores como Raúl Lara y Alejandro Salazar, pueden ser incorporados a los debates contemporáneos sobre los excesos generados por la posmodernidad.

Metamorfosis, de Alejandro Salazar, es una acuarela que muestra el cambio de la chola de pollera», a mujer de «vestido», y luego a «birlocha», antes de volverse «gente». Hay un toque de ironía y de perversidad en esta acuarela que plantea el choque de culturas en la ciudad. La abyección, a lo que nos referíamos en el anterior párrafo, está relacionada con lo grotesco. Por un lado, la migrante se ve obligada a abandonar su identidad porque debe ser aceptada como «gente». Se trata de una transformación física que pretende superar la discriminación. Por otro lado, resulta imposible ocultarse detrás de la máscara. Tintes y maquillaje son insuficientes para que la migrante pierda la identidad de origen. Se trata, pues, de un racismo que ha sido muy bien observado por Frantz Fanon.23 Es, en otras palabras, la mentira sobre uno mismo que está alimentada y promovida por las instituciones racistas de la propia sociedad.

La ironía grotesca, que es la esencia de Metamorfosis, revela una de las características más engañosas del racismo: su mundanidad. En efecto, el racismo permea la cotidianidad de tal modo que oculta la dimensión estructural de la sociedad, la cual, a su vez, se oculta de sí misma al hacer que los valores malsanos sean tan normales y corrientes que dejen de ser objeto de reflexión. En suma, la metamorfosis se vuelve tan natural y familiar que termina siendo invisible.

Aceptar la existencia de una posmodernidad andina no implica obviar, menos resolver, la discusión de ciertos temas afines a las nociones de otredad y de marginalidad. Para comenzar, está la distorsión de las formaciones culturales latinoamericanas, producida por la desigual puesta en marcha de la modernización. Dicha distorsión conduce, por una parte, a la aparición de proyectos contestatarios, a veces extremadamente violentos, de descolonización política, económica y cultural, y, por otro, a las economías informales que eluden el control gubernamental,

A contrapelo de la estética posmoderna, y anticipándose cronológicamente a ella Gastón Ugalde propone, en 1975, el neo-indigenismo como discurso estético y político. En obras posteriores, particularmente en las más recientes, Ugalde insiste con las reivindicaciones indígenas. En Campesino (1994), Ugalde pinta un rostro indígena con la rabia contenida. A diferencia de las visiones carnales, irónicas o festivas, de los cuadros de los hermanos Lara, la identidad indígena de Gastón Ugalde no está contaminada por la cultura occidental. El rostro no muestra lo carnal, sino la lucha y pelea que proviene de una gran fuerza interna, a la que denominaría «visceral». Se trata, pues, de la visceralidad de alguien que no negocia la identidad, que se niega a metamorfosearse. Es la fuerza de cocaleros y de campesinos en marcha hacia la ciudad de La Paz, como Ugalde posteriormente representa en Territorio y dignidad. Despojado de todo, menos de la dignidad y de las convicciones internas, este neo-indigenismo nos da la visión opuesta a la integración, a la visión «pluri-multi» de los mestizajes reales. La mirada del campesino es una mirada rabiosa que interpela directamente a quien observa el cuadro.

Pero al momento subversivo de pinturas como las de Ugalde le pasa lo mismo que al testimonio en relación con el proyecto letrado: son momentos circunstanciales, es decir, pasajeros. No tanto el testimonio como la pintura en sí. Ellos siguen su curso, del mismo modo en que el testimonio y la pintura contestataria han estado siempre presentes, siempre en las márgenes de la cultura occidental. El problema que aquí preocupa se refiere más bien a la originalidad y a la urgencia que hace que nos comprometamos con ellos. Me temo mucho de que al momento subversivo de la pintura contemporánea le sigue la apaciguadora familiarización de lo estético. En la vida real, por ejemplo, ¿quién se interesa hoy en día por las huelgas de hambre y las crucifixiones de los marginales y otros grupos subalternos? Si las formas estéticas no van ligadas a procesos sociales de cambio y de liberación ellas pierden su poder estético e ideológico además, corren el peligro de transformarse en nuevas formas «costumbristas», término empleado en literatura para lo folclórico, lo colorido. En otras palabras, de momentos subversivos, las formas estéticas corren el peligro de volverse apacibles pretextos para escribir o para pintar.

La pérdida del rol transformador del arte nos lleva a un breve y último comentario sobre la pintura boliviana contemporánea: la desauratización está atada a la reauratización porque ambas van ligadas al modo como funciona el capital.24 Lo que parece salvífico y subvertor termina siendo recuperado por el poder institucional. Si lo aurático está intrínsecamente conectado al capital y a la formación de una cultura nacional, la desauratización y, sobre todo, la subversión constituyen momentos plenamente recuperables por el estado y sus instituciones. Ni la fotografía, ni el surrealismo, ni el testimonio, han podido resistir el poder del capital, el que siempre reauratiza, exhibe, documenta, y ubica en galerías y museos. De este modo, la pintura, tanto como la literatura, es, en el decir de Roland Barthes, como el fulgor de un fósforo: brilla antes de extinguirse. Quizás por ello Teresa Gisbert comenta que «la nueva generación de pintores es la generación del 21060», es decir, aquélla que vive del decreto neoliberal que simboliza la nueva Bolivia, donde todo se paga, todo se compra y todo termina bajo el signo de lo impuesto.

 

Notas

1 Véanse los siguientes libros: Hernán Vidal, Literatura hispanoamericana e ideología liberal; surgimiento y crisis, (Buenos Aires: Hispanomérica, 1976); Bernardo Supercaseaux, Historia, literatura y sociedad, (Santiago de Chile: Documentas/Cesoc/Ceneca, 1991); Beatriz González Stephan, Contribución al estudio de la historiografía literaria hispanoamericana. (Caracas: Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1985.)

2 Antonio Cornejo Polar, La formación de la tradición literaria en el Perú, (Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1989) 30.

3 Antonio Cornejo Polar, La literatura hispanoamericana del siglo XIX: continuidad y ruptura, en Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina, Beatriz González Stephan, Javier Lasarte, Graciela Montaldo y María Julia Daroqui, comp. (Caracas: Monte Avila Editores, 1995)

4 Javier Mendoza Pizarro, La mesa Coja. Historia de La Proclama de la junta Tuitiva del 16 de julio de 18O9. (La Paz: PlEB/Plural Editores, 1997).

5 Mendoza 152.

6 Cornejo Polar, La literatura hispanoamericana del siglo XIX; continuidad y ruptura, 19-20.

7 Alcides Arguedas, Pueblo enfermo, 3a. ed. (La Paz: Ediciones Puerta del Sol, 1936).

8 Angel Rama, La ciudad letrada (Hanover, N.H.: Ediciones del Norte, 1984).

9 Franz Tamayo, Odas (La Paz: Imprenta y Litografía Boliviana de R. Richter, 1898)

10 Franz Tamayo, Creación de la pedagogía nacional, 3a. ed. (La Paz: Biblioteca del Sesquicentenario de la República, 1975).

11 Esteban Echeverría, Dogma Socialista, (Buenos Aires: W.M. Jackson, Inc. 1953),

12 Carlos Montenegro, Nacionalismo y coloniaje, (1944, LA Paz: Editorial Juventud, 1994).

13 Eduardo Mitre, De cuatro constelaciones, (La Paz: Fundación BHN, 1994).

14 Alicia Szmukler, La Ciudad Imaginaria. Un análisis sociológico de la pintura contemporánea en Bolivia. (La Paz, PIEB / SINERGIA, 1998).

15 Ver el excelente trabajo de Socott Lash, «Critical Theory and Postmodernist Culture: The Eclipse of Aura» en Sociology of Postmodernism (London & New York: Routledge, 1990) 153-171.

16 Lash, Sociology of Posmodernism 161.

17 Walter Benjamín, A small history of photography en One Wall Street and Other Writings (London: New Left Boocks, 1979).

18 Oscar Cerruto, Estrella segregada en Poesía. (Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, 1985) 95-123.

19 Lash, Sociology of Postmodernism 167

20 Lash, Sociology Postmodemism 155.

21 Particularmente su Felipe Delgado (La Paz: Difusión, 1979). También su artículo El aparapita de La Paz, Mundo Nuevo 26-27 (1968): 4-8.

22 Frisby, D. Fragments of Modernity (Cambridge, Mass: MIT Press, 1985) 233-272.

23 Frantz Fanon, Blick Skin. White Masks, Trad. Charles Lam Markmann (New York: Grove Press, 1967).

24 Para esta Problemática, ver Georg M. Gugelberger, «Introduction: Institutionalization of Transgression», en The Real Thing. Testimonial Discurse and Latin America, ed. Georg Gugelberger (Durharn, NC: Duke University Press, 1996) 1-19.

 

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons