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Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.4 La Paz Dec. 1998

 

 

 

La influencia de las vanguardias en el arte boliviano del siglo XX

 

 

Margarita Vila

 

 


La llegada a Bolivia de las vanguardias artísticas contemporáneas fue un fenómeno tardío si se compara con lo acontecido en los países fronterizos de Brasil y Argentina. Y ello, aun considerando, como señala el historiador y crítico E. Lucie-Smith —que «hasta la década de los 20, la asimilación de los diversos movimientos artísticos europeos de fines del siglo XIX y comienzos del XX fue lenta e irregular.» Si lenta fue la penetración del Impresionismo, más lentos aún fueron los influjos de post- Impresionistas como Cézanne y Van Gogh. De hecho, según Lucie Smith, el único artista de esa corriente que tuvo un influjo decisivo a partir de 1920 fue el francés -peruano Paul Gauguin. Su estilo, en efecto, sirvió —entre otros— de fermento al muralismo mejicano.

En Brasil y Argentina, el arte contemporáneo hizo su aparición a través de hechos culturales como la «Semana de arte moderno» desarrollada en Sao Paulo en 1922, o la fundación de la revista Martín Fierro en Buenos Aires en 1924, que acogía opiniones de escritores y artistas de vanguardia. Ese mismo año, un gran escándalo artístico conmocionó la sociedad porteña: la exhibición de pinturas cubistas de Emilio Pettoruti, conocedor, tras una larga estancia en Europa, del futurismo italiano, del expresionismo alemán y del cubismo de Juan Gris. En Cuba, el cambio artístico fue protagonizado por el pintor Víctor Manuel, al dirigir una revuelta contra la Academia de San Alejandro en 1927.

Para comprender esa pionera recepción de las vanguardias europeas, hay que considerar el carácter «abierto» —como señala la crítica Marta Traba— de tales países. Todos ellos miran al Atlántico y por ello, las comunicaciones marítimas con Europa resultaban más fáciles que para Perú, Bolivia, Paraguay y Ecuador, «cerrados» privados de salida a tal océano, y con mayor población indígena. Hemos de tener en cuenta, además, los viajes a Europa —y, por tanto, el contacto directo con las vanguardias europeas— de todos los artistas pioneros, ya se trate de los argentinos Pettoruti o Xul Solar, del cubano Víctor Manuel, de los brasileños Anita Malfatti, Emiliano di Cavalcanti, Rego Monteiro o Tarsila do Amaral —conocedores del Expresionismo, Cubismo, Futurismo y Surrealismo, o del mejicano Diego Rivera. Éste, tras haber estudiado en su patria, viajó por España, Francia e Italia. Inmejorable prueba de la asimilación que hizo del cubismo introducido por Pablo Picasso en 1907 con Les demoisselles d`Avignon, es su Marinero almorzando de 1914.

De Bolivia, el único pintor que estuvo en la década de los años 20 en Europa fue Cecilio Guzmán de Rojas, pero como señala P. Querejazu, ni él, ni su predecesor García Mesa, parecieron «percibir lo que por entonces constituía la vanguardia artística en Europa.» En lugar de ello, por influencia del pintor español Romero de Torres, inició una estilización del indígena bien patente en El triunfo de la Naturaleza. El tema, sin duda, conecta con la visión heroica del indio planteada por Franz Tamayo en su Pedagogía Nacional de 1908 y por Alcides Arguedas en la novela de 1919 Raza de Bronce. Y hemos de recordar, con Teresa Gisbert, que por aquel entonces, en Perú, literatos como J. Carlos Mariátegui, y pintores como José Sabogal, reivindicaban el papel de las poblaciones negra e indígena en la realidad peruana. Pero el estilo de Guzmán de Rojas obedece a una mezcla de Art Nouveau, simbolismo e indigenismo bastante similar a la que diez años antes había ensayado el mejicano Saturnino Herrán en su proyecto para el mural de Nuestros Dioses (1914-1918).

En palabras de Lucie- Smith, tal obra es «una celebración del indio mejicano que aparece tanto como el tradicional noble salvaje de Rousseau, como el prototipo del nacionalismo mejicano, que había sido intensificado por las presiones de la Revolución.» Los indios de Herrán como señala tal autor, «son plasmados en un modo heroico que debe poco al arte Pre-Colombino y mucho a los más académicos aspectos del Simbolismo. Su manera parece derivar de la del francés Puvis de Chavannes y trae a la mente los murales del americano John Singer Sargent para la decoración de la Biblioteca Pública de Boston.»

Tales palabras bien podrían aplicarse a los realizados por Guzmán de Rojas. No en vano, como destaca Querejazu, «el indigenismo se convirtió en el arte de la alta sociedad» paceña, que se olvidó —como el propio artista— «del problema social y económico escondido detrás de ello.» Y así se acabó desvirtuando el sueño de Franz Tamayo o Alcides Arguedas quienes veían en el indio la fuerza vital y salvadora de Bolivia.

Pero, por idealizada que fuera la visión indigenista de Guzmán de Rojas, y aunque ésta se tornase más honda y sincera en las obras realizadas tras la Guerra del Chaco (1932-1935), como la Ñusta (1936) o el Cristo Aimara (1939), marcaría la orientación de la Escuela Nacional de Bellas Artes hasta la desaparición del artista en 1950. A partir de entonces, superado, según opinión de P. Querejazu, ese indigenismo, los jóvenes artistas bolivianos pudieron aventurarse más libremente por nuevos senderos.

Con todo, sería falso ver en Guzmán de Rojas un artista de una sola vía, como han señalado diversos autores —Rigoberto Villarroel, Teresa Gisbert, Leopoldo Castedo o Rafael Squirru—, hay muchas más facetas en él. Y así, pinta paisajes del lago o de Potosí, hace aproximaciones simbolistas o realistas en sus indígenas, se acerca a lo abstracto en obras tardías, como Profundidad, de 1948, y nos lleva al horror de la guerra en Cama 33 T.B. Evacuable. En dicha obra parecen latir recuerdos de la etapa azul de Picasso —una de cuyas mejores obras es La vida, pintada en 1904 o del Expresionismo de Kokoschka. Y ello, a pesar de la valoración negativa que el propio Guzmán de Rojas hacía de las influencias europeas en la obra de otros artistas cuando afirmaba que, tras haber viajado por varios países americanos, constataba que «en todos ellos el arte está desvirtuado» por tales influjos.

Comprendemos el natural disgusto del artista por todo lo que suponga pérdida de identidad o adaptación servil de lo foráneo, pero lo cierto es que, en el panorama general del arte contemporáneo con la mejora de las comunicaciones, las exposiciones itinerantes, las muestras retrospectivas y antológicas, los reportajes televisivos y las láminas a color en los libros de arte es difícil mantenerse impermeable y ajeno a cuanto ocurre fuera de las propias fronteras.

Es un hecho que vanguardias artísticas como el Expresionismo, el Fauvismo, el Cubismo, la Abstracción, el Dadaísmo, el Futurismo o el Surrealismo, se iniciaron en Europa entre la última década del siglo pasado y los primeros veinte años de este. Y también que tales corrientes acabaron imponiéndose por todas partes y marcando, de forma decisiva, el devenir artístico hasta hoy, a pesar del rechazo inicial del público y la crítica conservadora. Así, no tiene nada de particular, ni negativo, que, pese al aislamiento del país, también encontrasen aceptación en Bolivia.

Algo de esto —aparte de los aires nuevos traídos por Guzmán de Rojas— empezó a manifestarse con la llegada del artista lituano Juan Rimsa. Conocedor del Expresionismo y Fauvismo, supo plasmar, con intensos colores, el paisaje boliviano, además de escenas costumbristas, y formar una generación de artistas en Sucre, Potosí y La Paz, desde 1937 hasta 1950.

Entretanto, Arturo Borda — autodidacta— se acercaba, en una obra de 1948, La Crítica de los ismos y el triunfo del arte clásico, al Surrealismo por medio de la alegoría. La obra, pese a la deficiente interpretación que del idolatrado arte clásico hace el autor, es interesante desde el punto de vista iconográfico y un buen testimonio de su Parnasianismo: A un lado, ruinas venerables de lo greco-romano; al otro, una pareja de silenos, otra de esbeltos jóvenes y el rostro de la madre Tierra, se ríen estrepitosamente de los monstruos que les cercan: un esqueleto y un duende que parecen aludir al Expresionismo y lo Abstracto. Al centro, una mujer, huye de las garras de dos figuras con vestimentas indias — crítica al Indigenismo forzado de Guzmán de Rojas— y de un dragón-murciélago —posible alusión al Surrealismo iniciado en Francia hacia 1924. Al fondo, se advierte la majestuosidad del Illimani, y abajo, en primer plano, una nota erudita: Monos pintores en una directa referencia al artista imita-monos. El término, injurioso en la antigüedad clásica y en el talmud, pasó a ser elogioso en el renacimiento, para acabar recuperando su significado original posteriormente. A través de la alegoría, Borda pretende clavar su aguijón en todos aquellos colegas que copian servilmente los «estilos modernos.» Y con todo, la mezcolanza y disposición de las figuras, acaba confiriendo a su propia obra esa sensación de opresiva pesadilla tan característica del surrealismo daliniano.

Poco después de esta obra, los ismos censurados por Borda con tanta virulencia, se manifestarían con mayor claridad en el arte boliviano a través de artistas nacidos al amparo del espíritu revolucionario nacionalista y de la exposición de pintores abstractos que tuvo lugar en 1954.

Los primeros —Jorge y Gil Imaná, Lorgio Vaca—, integrantes del grupo Anteo y liderados por Walter Solón Romero, intentaron poner en práctica los ideales de cambio y justicia social despertados tras la Guerra del Chaco, pintando para ello amplios murales en Sucre. Este movimiento mural, al que luego se sumó Miguel Alandia Pantoja en La Paz, alentado por intelectuales como Gunnar Mendoza y Guillermo Francovich, toma su inspiración del muralismo social desarrollado en México desde 1921 por Diego Rivera y luego por Orozco y Siqueiros. En lo iconográfico expresa en palabras de Querejazu «los postulados marxistas de la revolución proletaria...., el obrero y el campesinado indígena, como grandes masas humanas marginadas y en pie de lucha.» El movimiento, como ya antes había ocurrido en México, imputaba a la colonia española las desgracias del país, y proponía el retorno a un idílico mundo prehispano de tipo marxista.

Si ideológicamente el programa se conformaba a los ideales políticos revolucionarios y si el sueño era —tanto en Bolivia como en México— recuperar el añorado paraíso prehispano, desde el punto de vista técnico, tales murales deben mucho más a los frescos del renacimiento europeo — Massaccio, Piero della Francesca, Miguel Ángel— que a los precolombinos, como señala E. Lucie-Smith. Hemos de recordar que, aunque algunas de estas civilizaciones —como la maya— tuvieron pinturas murales, podemos encontrar paralelos mucho más precisos en las desarrolladas en Europa, como en 1947 reconoció el propio Orozco.

En este sentido, conviene tener en cuenta que la idea de que es posible y aconsejable educar al pueblo a través de pinturas murales en las iglesias remonta a la época paleocristiana y fue planteada con total rotundidad por el Papa Gregorio Magno en torno al año 600. Y mucho antes, la función educativa del arte —especialmente para la juventud— fue insistentemente planteada por Platón y Aristóteles en República y La Política, escritas en el siglo IV antes de C.

Las relaciones entre la función docente del arte clásico y lo religioso medieval y la del muralismo mejicano y boliviano se hacen más comprensibles si recordamos que el gran inspirador de esa pintura en México fue José de Vasconcelos —gran intelectual, rector de la Universidad y Ministro de Educación, y que en Sucre, los muralistas del grupo Anteo, fueron alentados por Gunnar Mendoza y Guillermo Francovich. Entretanto, desde 1925, el gobierno soviético promovía una pintura similar bajo el principio del Realismo Social, y lo mismo haría desde 1936 Hitler con un arte al servicio de los ideales del nacional-socialismo.

Al tiempo que el muralismo triunfaba en Bolivia, otras corrientes se iban gestando. Bajo el genérico término de «artistas abstractos,» algunos destacados pintores y escultores comenzaron a darse a conocer. Entre ellos conviene destacar a dos mujeres: la escultora Marina Nuñez del Prado y la pintora María Luisa Pacheco.

La primera, después de formarse en la Escuela Superior de Bellas Artes de La Paz e iniciarse en el Indigenismo, acaba desarrollando depuradas obras de suaves contornos e inclinación a lo abstracto, pero donde el motivo formal de inspiración está siempre presente. En tal sentido, su estilo podría ser calificado de «Abstracción figurativa» y relacionado con el que a comienzos de siglo desde 1910 a 1940 - desarrolló Constantín Brancusi en obras como Maiastra (1912) o El pájaro en el espacio (1932). Emiliano Lujan, sigue la misma línea en los años 60 y, entre las obras de los escultores hoy activos, una figura como Pachamama (1986) de Ted Carrasco permite comparaciones con algunas de las realizadas por el británico Henry Moore desde la década de 1930.

María Luisa Pacheco, tras los estudios en la E.S.B.A. y el consiguiente Indigenismo, marcha en 1951 a España con una beca de estudios y allá conoce el arte de las vanguardias. Se interesa entonces por el Informalismo Abstracto de artistas como el catalán Tapies y, al parecer , también por el paisaje cubista desarrollado por Picasso y Braque a partir de los planteamientos esbozados a fines del siglo XIX por Cézanne. Al finalizar la década, la artista se traslada a Nueva York y ahí, conocedora del Expresionismo Abstracto norteamericano, afianza su estilo, haciéndose eco de todo lo aprendido en esos años. Aunque se la ha definido como «abstracta,» es frecuente que sus obras ofrezcan claras evocaciones de los Andes. Con planos amplios, angulosos y un uso de color extremadamente matizado, obras como Sajama están más cerca del cubismo incipiente que de lo expresionista o abstracto.

Quizá sea en las obras realizadas por Alfredo La Placa en torno a 1975 en donde mejor se advierte el poder de sugestión del Informalismo Abstracto en el arte boliviano. Sus pinturas plasman texturas deshilachadas y ásperas, con formas unidas a retazos, con fuertes contrastes entre sus superficies y el vacío que queda entre ellas. Se nos brinda así una sensación afín a las que Tápies acuñador del término «Informalismo» en 1950- o Alberto Burri —uno de los fundadores de la llamada «Pintura matérica» o «Pintura combinada»— plantean en sus obras, con arpillera y técnica mixta, en los años 50. Pero es Inés Córdova, en la década pasada, quién más interés ha puesto en llevar telas y tapices a sus lienzos de paisaje altiplánico. No se trata de Informalismo aquí, pero el principio de Burri sigue vigente.

A su vez, también el Expresionismo Abstracto dejó su impronta en el arte boliviano. Pintores como Óscar Pantoja, M. Esther Ballivián, Antonio Llanque, Humberto Jaimes, Eduardo Espinoza o Gonzalo Rodríguez, se valen de él en obras cercanas a 1970. Sus pinturas oscilan entre el Informalismo, el Simbolismo Abstracto de Rothko y la «Pintura de Campos de Color» de H. Frankenthaler, y alguna vez sus efectos sugieren los de la «Pintura en Acción» liderada por Pollock desde 1950. Abstractos, en cambio, en la línea iniciada por V. Kandinsky a comienzos de siglo, pero sugiriendo formas vinculadas a artilugios de ciencia ficción o a organismos microscópicos o siderales, son los trabajos de Alfredo Da Silva, Herminio Forno o Miguel Yapur de los años 60.

Pero antes de que lo Informal se afianzara en el país, otros artistas habían comenzado a experimentar — dentro de un estilo figurativo— con abstracciones vagamente cubistas, más al modo predicado por Cézanne a fines del siglo XIX, que al practicado por Picasso, Gris o Braque desde comienzos del XX. Gustavo Lara, con Los obreros, de 1954, Manuel Iturri, con Zampoñeros, Juan Ortega Leytón, con El hombre después de la guerra nuclear, y Armando Pacheco, con Velas indias, todas ellas de 1957, junto con diversas obras de Hugo Lara Centellas, se cuentan dentro de esta tendencia, sin dejar por ello de tratar asuntos profundamente imbricados en la realidad boliviana. De hecho, el gusto por la línea precisa y la estructuración geométrica y de amplios planos, ha estado presente en Bolivia desde los años 50 a través de la creación artística comprometida de artistas tan insignes como Gil Imaná y Walter Solón Romero.

Por su parte, Graciela Rodo-Boulanger, en obras de juventud, como Gente de circo, de 1956, o Moisés Chire Barrientos y Zoilo Linares en obras de 1960, parecen más preocupados por la búsqueda del lirismo a través de suaves armonías cromáticas y de formas ligeramente geométricas. Sus pinturas traen a la memoria las de Franz Marc —el fundador, con Kandinsky, del movimiento Der Blaue Reiter en Munich en 1912—, de Paul Klee, de Délaunay o de Chagall, realizadas hacia 1920.

Y si las tendencias abstractas, informales o geometrizantes han tenido importancia en Bolivia en la segunda mitad de este siglo, lo mismo podríamos decir de las surrealistas y expresionistas.

Ya nos hemos referido al Surrealismo Alegórico de Arturo Borda. En épocas más recientes vuelve a descubrirse esta tendencia, pero con una orientación distinta —englobable en lo que se ha denominado "Realismo Mágico Latinoamericano"— en Raúl Lara. Una obra, como La candida Eréndira y su abuela desalmada, de 1975, cuadra bien con los personajes y ambientes sugeridos por Gabriel García Márquez en el relato epónimo. Y la técnica pictórica guarda semejanzas con la de R. Coronel, el artista que inició en México la ruptura con el Muralismo.

Otros artistas, como Raúl Mariaca o Aquiles Villagómez, muestran claras referencias en algunas de sus obras a las hechas por René Magritte entre 1920 y 1940. Mario Conde, por su parte, desarrolla un surrealismo de contornos precisos y apariencia buscadamente fría y distante, en la dirección iniciada por Salvador Dalí tras el Manifiesto Surrealista de 1924.

El Expresionismo figurativo surgido de la Segunda Guerra Mundial también cuenta con destacados seguidores en estas últimas décadas. Como ocurría con el temprano de Rimsa y Guzmán de Rojas —en obras vinculadas a la temática indígena y a la guerra del Chaco— también ahora toma aliento de la visión crítica del artista ante los problemas sociales de la patria. Con esta corriente artística —y dentro de la Nueva Figuración que tenía en el británico Francis Bacon a su más eximio representante— pueden relacionarse los trabajos de Gíldaro y Darío Antezana, de Diego Morales, de Edgar Arandia, del dibujante Benedicto Aiza o del grabador Max Aruquipa. Todos ellos son figurativos y, al mismo tiempo, alineables con el grupo de los pintores sociales que tan honrosamente representan el arte nacional: Ricardo Pérez Alcalá, Enrique Arnal, Luis Zilvetti,..., más realistas, pero con atisbos de abstracción, surrealismo o expresionismo en muchas de sus obras. Esta última corriente ha tenido una nueva manifestación —el Neo-Expresionismo— en las últimas décadas, y en ella se encuadran los trabajos de Ángeles Fabbri, Ejti Stih o Patricia Mariaca, activas desde los años 80.

Muy distinta es la orientación de aquellos que plasman la temática popular de un modo ingenuo o «naif»: Armando Jordán, Carmen Alvarez, Graciela Rodo-Boulanger, Carmen Villazón, Gilka Wara, Mamani Mamani..., aunque a veces la ingenuidad en ellos sea un tanto rebuscada. Recuérdese que el término fue aplicado por primera vez a la obra de Henri Rousseau, el Aduanero. Este, pretendiendo pintar al modo de los artistas académicos, se ganó la admiración — por su inocencia y frescura— de artistas de vanguardia, como Picasso, quien en 1908 ofreció un banquete en su honor, medio en serio y medio en broma.

Menos cultivadores han tenido aquí el Arte Cinético y el Op Art, por lo que César Jordán y Rudy Ayoroa han de ser destacados. Ambas corrientes artísticas comenzaron a desarrollarse en los años 50 y 60, a partir de planteamientos teóricos esbozados por artistas rusos —Tatlin, Rodchenko, Gabo, Pevsner— poco antes de 1920. En el Manifiesto Realista publicado entonces, proclamaban, entre otras cosas, un nuevo arte dinámico, el arte de los «ritmos cinéticos.» Pero, aparte de esos precursores, puede decirse que el movimiento como tal empieza con Alexander Calder y sus «móviles» a fines de los 50 y que empieza a decaer como algo «novedoso» desde 1970. Sin embargo, subsiste como una forma moderna de investigación artística y prueba de ello son, en Bolivia, las obras realizadas en los 80 por los citados artistas. Rudy Ayoroa, además, es el mejor representante nacional del Arte Óptico o retiniano. Como el anterior, tiene precedentes en el Constructivismo de Malevich de la segunda década del siglo XX, y ha estado influido por algunas de las ideas desarrolladas por la Bau Haus en los años 20. Pero, como término artístico generalizado, podría considerarse acuñado en 1964, y entre sus pioneros destacan Joseph Albers y Víctor Vasarely.

Un poco antes, desde los 50, varios artistas del "Grupo Independiente" del Institute of Contemporary Arts de Londres, empezaron a interesarse por la naturaleza de la cultura popular urbana. De ahí surgió un estilo aceptado por la crítica como «Pop Art» desde 1960, y entre sus principales exponentes figuran R. Hamilton, R. Rauschenberg, J. Johns, R. Lichtenstein y A. Warhol. El movimiento, como tal, apenas ha tenido cultivadores en Bolivia, pero en lo que se relaciona con el uso de imágenes publicitarias y de técnicas como la serigrafía y objetos triviales de la vida cotidiana —bolsitas de té, billetes devaluados—, ha ejercido un evidente influjo en la obra realizada en los años 70 y 80 por Sol Mateo, Roberto Valcárcel, Gastón Ugalde y Efraín Ortuño. Todos ellos comenzaron con una producción de evidentes preocupaciones sociales, pero centrada en el hombre de la ciudad, empobrecido igual que el campesino emigrado. Y junto con el mundo del trabajo, también los universitarios, las prostitutas, los narcotraficantes, sus víctimas y los perseguidos políticos encuentran cabida en sus obras. Para exponer todo ello, tales artistas usan, sin vacilar, técnicas mixtas y, a veces, materiales de deshecho o deteriorados, propios del «Arte Povera.»

El término fue acuñado en los años 60 por el crítico italiano G. Celant para describir el arte producido en formatos "minimalistas" y con materiales deliberadamente pobres. Fue aplicado a las producciones pioneras de Mario Merz y Joseph Beuys, y en Bolivia es Roberto Valcárcel quien más abiertamente lo ha estado practicando. El mismo artista se mueve, lógicamente, con comodidad, entre el Conceptualismo y el Minimalismo, tendencias en las que también destacan últimamente Erica Ewel y Valia Carvalho. Ambas corrientes deben mucho al movimiento Dada iniciado por Marcel Duchamp antes de la Primera Guerra Mundial, en 1913, pero como una forma nueva de arte, pueden considerarse gestadas en Europa y U.S.A. desde los años 60. En Latinoamérica, como en Bolivia, tienen aún hoy una abierta aceptación entre los artistas supuestamente «más avanzados,» y lo mismo sucede con los «happenings» o acciones artísticas, el arte corporal, las instalaciones y el «land art,» o arte con el paisaje, siendo en éstos casos Gastón Ugalde, junto con Valcárcel, Sol Mateo y Efrain Ortuño, entre otros, quienes más claramente han incursionado en ellos. No deja de ser un tanto irónico que tanto éstas últimas, como lo minimalista, sean considerados ahora «novedades,» cuando llegan aquí con un cierto retraso, coincide con lo que se está haciendo en los países vecinos de Brasil y Argentina y su aceptación está asegurada por la crítica artística contemporánea, según se deduce de lo expuesto y aclamado en bienales internacionales como la de Sao Paulo. Por ello, más interesante es quizá la aproximación conceptual que Ugalde está haciendo al arte nativo boliviano. Éste, ya recordado por Gil Imaná en los ropajes que envuelven sus figuras o por Alfredo Domínguez y Gustavo Medeiros en sus Pictográficas de los años 70, tiene en la actualidad en Franklin Molina y en Gastón Ugalde a dos destacados investigadores. En esto, la pintura boliviana encuentra correspondencia con lo que está sucediendo en otros países latinoamericanos (por ejemplo, en México, con los continuadores de Rufino Tamayo) y en otros continentes, como Australia y África, respecto a un arte de fuerte impronta étnica.

Muy distinta, en cambio, es la orientación de Fernando Rodríguez Casas, en su intento de poner ante los ojos del espectador todo cuanto éstos pueden abarcar en su órbita esférica. Sin pretender ser otra cosa que un agudo observador de la realidad, sus lienzos contienen la visión del ojo a través del tiempo y en su deambular por el espacio, por lo cual, llega a sugerirse la cuarta dimensión en un soporte plano. Quizá por ello sea lícito encuadrarlo dentro del movimiento Hiper o Super-Realista, gestado en los años 70 en Estados Unidos como una consecuencia del Pop Art.

A su vez, el arte de gráficas por computador y videoarte —desarrollado desde los años 60 y 70 por pioneros como David Em, Sonia Landy Sheridan y Nam June Paik— también está siendo practicado por artistas bolivianos, entre los que destaca Ricardo Peredo Wende.

Para terminar, recordemos, con Lucie-Smith, que hoy día en Latinoamérica conviven tres tendencias destacadas: una tradicional —que fusiona elementos populares con elementos precolombinos—, otra que hace versiones de tendencias europeas como el Neo-Expresionismo y el Post-Modernismo, y una tercera que se aboca hacia obras de tipo conceptual y hondamente enraizadas en lo nativo. Todas ellas tienen su propia plasmación en Bolivia y se suman a la corriente del Realismo Social que tan insignes maestros tiene en esta tierra.

Como se ha podido apreciar, prácticamente todos los movimientos artísticos considerados como «avanzados» han tenido su expresión particular en el arte boliviano. Que llegaran aquí con retraso respecto a su origen en Europa o Estados Unidos es comprensible dada la posición geográfica de Bolivia y el carácter tradicional de su sociedad. Pero, entendido eso, también debemos reflexionar acerca de la «originalidad» de tales movimientos en sus cultores bolivianos y en la injusticia que supone considerar como «anticuadas» formas artísticas más enraizadas en tradiciones figurativas realistas. Sería una insensatez considerar a artistas tan bien dotados y sinceros en su visión crítica del acontecer boliviano —como Pérez Alcalá, Solón Romero, Gil Imaná o Enrique Arnal, entre otros— como menos «avanzados» u «originales.» Si «originalidad» —como dice Richard Shiff— implica «llegar primero o hacer algo primero... o carecer de precedentes,» hay que reconocer que sólo unos cuantos artistas del siglo XX tienen el honor de haber creado estilos realmente originales. El problema, por supuesto, jamás se les planteó a los artistas anteriores al siglo XIX, para quienes «ser original» apenas significaba nada.

El problema del artista actual — cuando el Posmodernismo legitima cualquier revisión o revitalización del arte del pasado, así como todo tipo de manifestaciones «artísticas» en un mundo en el que «todo es igual» y «todo vale,» no es pues, el de ser pionero en una corriente artística, sino hacer un arte, en verdad, auténtico. Ser auténtico es ser uno mismo y no lo que los otros dicen que hay que ser, o se vende, o está de moda; es ser capaz de plasmar, en una obra, lo que de verdad uno ve, oye, teme, siente o sueña.

Esa es, precisamente, la gran virtud del artista: no importa si para plasmar esa verdad interior usa un lenguaje figurativo o abstracto, tradicional o novedoso. El artista se hace presente en la sociedad por un estilo personal y único. Es éste el que, a fuerza de ser auténtico, será siempre original, pues nace de lo más hondo. En Bolivia hay, y se están formando, excelentes artistas: dejémosles libres para escoger su camino y, con él, ser creadores de su propio estilo.

 

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