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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.3 La Paz jul. 1998

 

 

 

Cosas de gringos1

 

 

Ramón Pelaez C.

1Con motivo de la celebración del CLII aniversario de la Revolución del 16 de Julio de 1809, la H. Municipalidad de La Paz convocó a un concurso de Cuento y Poesía en el que mereció el primer premio en Cuento el distinguido escritor Dn. Ramón Peláez, quién recibió la Medalla de Oro en acto especial realizado en el Salón de Honor del Palacio Consistorial. Este cuento fue publicado en la revista municipal de artes y letras Khana, N° 35, Diciembre 1961. No deja de ser extraño que este cuento no figure en ninguna antología de cuentos bolivianos.

 

 


"Se oyó el pito de la locomotora y el Jefe de Estación siguió bromeando mientras arrojaba los tejos. Era el pito del tren de pasajeros.

—¿Apostamos una jarrita más a los mil quinientos? —dijo el Cura dirigiéndose al Jefe de Estación.

—¡Listo! ¡Apostado! — replicó éste.

El Jefe se tomó el borde de la chaqueta con la mano izquierda y arrojó los tejos lentamente. Los ojos de los demás seguían la trayectoria de las fichas hasta que daban en el sapo y contaban en voz alta: Doscientos, quinientos, ochocientos. Le quedaban tres fichas y faltaban setecientos puntos para llegar a los mil quinientos.

—¡Aquí está el sapo! —anunció cambiando de postura. —¡Veremos! —dijo el Cura. Mil trescientos...mil trescientos... —murmuró el Jefe tomando puntería con el último tejo.

Lo arrojó.

—¡Nada! —gritaron los demás riendo y palmeándole las espaldas.

—¡A ver, esa chichita!

El Jefe se volvió a la dueña de la chichería y pidió:

—Doña Hilaria, una jarrita más, por mi cuenta.

—¿Qué te ha pasado, Jefe? —preguntó el Tomás recibiendo su vaso.

— No sé... —replicó éste—. No tiene importancia. Ya ganaremos otra.

—¡Salud!—dijo el Cura —Esta es la sangre del Jefe.

—¿Salud! —corearon todos saboreando la rica chicha del valle. De pronto el David tuvo una idea genial.

—Brindemos por el hijo de la cocinera —dijo. Un estallido de carcajadas acogió la idea del David.

—¡Magnífico! ¡A la salud del hijo de la cocinera!

—¡Salud!

Se oyó el pito del tren por segunda vez. Nadie se movió. Tenía que oírse dos veces más para bajar a la estación.

—¿De verdad que llega hoy el hijo de la cocinera? —preguntó el Alcalde.

—Así es —repuso el Jefe de Estación. Ha hecho un telegrama a la Encarna anunciándole su llegada. Y viene con su mujer.

—De modo que está casado y que es Doctor.

¿Doctor? —abrieron los ojos enormemente—. ¿El hijo de la cocinera Doctor? Deben estar bromeando.

—No sé —replicó el Jefe.

Sí, dice que es médico. Ha estado en los Estados Unidos más de veinte años y allí se ha casado.

Charlaban entre todos mientras los vasos de chicha se vaciaban y se llenaban.

—Sólo falta que se hubiera casado con una gringa —terció el Tomás.

—Claro que se ha casado con una gringa —le contestó el Alcalde. Si allá no hay más que gringas. ¿O crees que también hay cholas? Ja, Ja.... rió el Tomás. ¡Qué gringa le va aceptar si es más negro que el pongo! Y más feo que un sapo añadió el David.

—Será de ver al hijo de la cocinera casado con una gringa —comentó el alcalde. —Yo no sé —apuntó el Jefe— pero dicen que está casado con una gringa y llegan hoy los dos.

—¡Ah, ya sé —dijo el Tomás después de un momento de silencio. Es que la gringa debe ser más fea que él. —Claro, ahí está la cosa. —Corroboró el David: —La gringa debe ser más fea que él. —Rieron todos burlándose del doctor y de su mujer mientras los vasos de chicha se vaciaban y se volvían a llenar.

—¡A la salud de la gringa! ¡Salud!

Al cuarto pitazo del tren salieron todos juntos caminando despacio hacia la estación.

—Volveremos doña Hilaria —se apresuró a decir el Cura; —que todo quede así.

—No se tarden —contestó Doña Hilaria, —he preparado una chankka.

*

Era el pueblito de Belén una miniatura de pueblo grande. Bonito. Como los pollitos que tienen en pequeño todo lo de los grandes, así era Belén. Tenía lo indispensable: su Alcalde, su Jefe de Estación, su Cura, su correista, su Jefe del partido de Gobierno, su Jefe de la oposición, su evangelista, —su gente decente—; tenía además sus dos chicherías y su peluquero. No pasaban de doce los habitantes varones de esta metrópoli.

Sus veinte casas estaban prendidas a la falda del cerro, esparcidas al desorden, como si se hubieran caído del bolsillo de alguien que subía la cuesta. Este desorden obligaba a la única calle a ir buscándolas de puerta en puerta. Pasada la última puerta la calle se estiraba cansada de dar tantas vueltas, y se convertía en camino que terminaba en la cumbre donde estaba la empresa minera de Cerro Rico.

Así era el pueblito de Belén. Bonito.

Se tomaba chicha y se jugaba al sapo donde la Julia o donde la Hilaria; se hacia dia de campo donde la Encarna; se compraba aspirinas y remedios donde el evangelista; se comentaba los sucesos del día donde el Tomás, el peluquero: y se presentaba con orgullo a la Irmiña, la hija del Jefe, como a la niña más linda de la población.

El río, que también tenía su nombre, pero que para ellos era simplemente "el río", pasaba entre el pueblo y la estación. Un puente de troncos de árboles y de tablas mal ensambladas unía ambas orillas. En la época de lluvias el río se llevaba el puente todos los años, y todos los años también los vecinos lo reconstruían. Esta era parte de su trabajo y de su distracción. Sentían orgullo de ese río que en épocas de lluvia adquiría fuerza incontenible y causaba enormes destrozos en las plantaciones y se llevaba la línea del ferrocarril en varios puntos. Ese era su río; lo tenían por propio, y aunque accidentalmente pasaba por Belén, puesto que nacía muchos kilómetros arriba, en las pertenencias altiplánicas, para ellos era suyo, su río. De ahí que los terribles estragos que causaba en las otras provincias eran considerados como travesuras de un hijo.

Cuando el río no se llevaba el puente en las primeras avenidas, se ponían preocupados y nerviosos. Por las mañanas, antes de saludarse se preguntaban "¿Se llevó el puente?" y ante la negativa aumentaba su inquietud, como cuando el hijo está enfermo y no puede hacer demostraciones de sus habilidades y de su fuerza. Alguna mañana de esas la pregunta encontraba la adecuada respuesta: "¿Se llevó el puente?" — "Anoche". "¡Ah, bueno!" Respiraban. El hijo estaba sano y fuerte.

Así era el pueblito de Belén. Bonito.

Veinte años atrás llegó una vez un tal mister Smith a trabajar en la empresa minera de Cerro Rico. Como no tenía cocinera se llevó a la Pascuala. Maciza la india pero fea como el demonio; buena cocinera. Tenía la Pascuala un hijo, un localla de tres años que andaba casi desnudo por todos los basurales, feo como su madre.

Después de cuatro años bajaron a Belén mister Smith y su mujer. Con ellos venían la Pascuala —bien peinada, limpia. Con delantal blanco y zapatos de medio taco —y el localla, el Andrés, vestido con overall y con zapatos amarillos.

Aquello fue motivo para que los vecinos rieran una semana. Pero la gran sorpresa fue cuando el localla, el hijo de la cocinera, habló con los gringos en inglés. ¡Jesús! ¡El hijo de la cocinera hablando en inglés y la Pascuala con zapatos de taco. ¡Qué gringos estos!

Dos años después se fueron todos a los Estados Unidos: los gringos, la Pascuala y el Andrés. Nunca más se supo de ellos hasta aquella tarde en que la Encarna recibió un telegrama anunciándole la llegada del doctor Vargas y de su señora. Al principio no se sabía de quién se trataba, pero luego se descubrió que el "doctor Vargas" era el Andrés, el hijo de la cocinera.

*

Cuando "entraba el tren en agujas" ya estaba el Jefe con su gorra dorada y había llegado don Julito en su bicicleta.

—¿Ya sabe la noticia, don Julito? —le espetó el Jefe cuando se cruzaban.

—No, ¿qué pasa?

—Llega el hijo de la cocinera.

—¿Quién?

—El hijo de la cocinera, el doctor. Y llega con su mujer, una gringa más fea que el perro. Pasó delante de ellos la Maxi (otra de las vecinas) corriendo; tenía puesto su vestido floreado de llegada de tren y llevaba en la mano una sombrilla rosada con flecos dorados que perteneció a su abuela. Había que impresionar bien al doctor.

—Don Julito, venga, vamos... —le gritó al pasar; —le voy a presentar al doctor. Entró el tren despacio, majestuoso, en medio de los gritos de los niños, el alboroto de las vendedoras, de las carreras de los pasajeros, de los platos de comidas. Todo era movimiento de faldas, de jarras de chicha, de canastas de duraznos, de asomarse a las ventanillas rostros sudorosos.

—¿Qué es eso del hijo de la cocinera? —preguntó don Julito.

Pero el Jefe corría también moviendo de adelante para atrás una banderola roja.

—¡Ah, es muy interesante! —alcanzó a contestar. —Después le cuento. Venga por lo de la Hilaria... va a haber chankka.

—Cerca de los coches de primera clase se habían reunido los vecinos. Todos miraban a la pisadera del coche esperando ver aparecer al hijo de la cocinera.

Primero bajaron las maletas. Una... dos... tres... cuatro...

—¡Huá!... se miraron entre ellos.. ¡Este qué tiene!

—Deben ser las ollas —dijo el David.

Estallaron en carcajadas. Cinco... seis... siete... La Maxi con sus ponguitos recibía las maletas. De pronto apareció el doctor y de un salto se planto en el andén.

—¡Doctor! - le echó los brazos la Maxi.

Era chato y gordo. Macizo como su madre, y como su madre, feo.

—¡Maxi! —le retribuyó el saludo abrazándola fuertemente entre sus nervudos brazos.

—¿Y la señora?

—Ya baja... ya baja... —respondió sin desprenderse de ella.

Mientras tanto los vecinos hacían un examen minucioso de él y de sus cosas. Era moreno, negro más bien; pómulos pronunciados, ojos encapotados, nariz ancha de buldog y labios gruesos, revueltos, caídos sobre la ridicula barbilla; su frente negra angosta, y sus pelos ásperos, rebeldes, gruesos. ¡Era feo el hombre! Pero iba muy bien vestido. Esto arrancó el primer comentario del grupo.

—¡El mono aunque se vista de seda, mono se queda! Rieron provocativamente. —Este si que es sapo, de veras —dijo el Tomás. Nuevas carcajadas saludaron la frase.

—Esperen a que baje la sapa —terció el Alcalde. —¡Apuesto una jarrita de chicha a que es flaca y vieja! —Va la jarrita —aceptó el Cura. —¡Yo digo que es gorda y retacona!. —¡Dos jarritas a que es tuerta! —estalló el Tomás. —¡No sean malos! —intervino don Julito.

Cesaron los comentarios porque asomó la gringa. Se detuvo un instante sobre la plataforma del coche mirando la estación, el pueblo, el río, la gente; hizo girar su vista por los cerros y por los vecinos; respiró ampliamente mirando las nubes y bajó al andén.

Era rubia como el sol; sus grandes ojos azules eran claros y hermosos; sus facciones perfectas, su cutis terso y delicado como la piel de los duraznos, sus labios rojos, ligeramente carnosos y ardientes. Era esbelta y su esbeltez florecía en sus curvas. Hermosa... hermosa. ¡Dieciocho años!

Bajaron la cabeza los vecinos y se alejaron despacio, callados, mudos, atónitos, pateando piedrecitas por el camino. Se oía el cantar del río y el sol caía a plomo.

—Don Julito —llamó la Maxi, —don Julito, venga, le voy a presentar al doctor. Bufó el tren y siguió su carrera hacia los valles. Regresaron los concurrentes por distintos atajos. Sobre los "valayes" de las vendedoras los quesillos sabrosos, blancos, frescos, apretados, tenían cierta semejanza con la gringa.

Cuando llegaron al puente la gringa se detuvo. Una brisa criolla le ciñó las ropas a las formas. Miró el río. En su semblante se reflejaba una alegría intensa. Miró el pueblo. Echó su cabellera atrás. Una inefable placidez la embargaba. Volvió a respirar profundamente con el cuello vuelto hacia los cielos, tenso y delicado, y sin poder reprimirse corrió a través del puente, como una colegiala, diciendo:

—¡Oh, it is wonderful!... ¡wonderful.... —¿Like it...? —preguntó su marido.

Yes, darling. —Lo tomó por el cuello y le besó en la boca. —¡I am so happy...!

Como el eco que rebota de cerro en cerro, así la noticia de la llegada del doctor y de la gringa rebotó de pueblo en pueblo. El valle se llenó de comentarios. ¡El hijo de la cocinera convertido en Doctor y casado con la mujer más hermosa de los Estados Unidos!

Los primeros en llegar para ver a la gringa fueron los gringos de Cerro Rico. Luego vinieron los vecinos de Calamarca y más tarde los de San Pedro. Con el pretexto de inspeccionar la línea, vinieron los principales ingenieros de la empresa del ferrocarril. Llegó el Subprefecto de la Provincia para ver el estado de los caminos. El Director General de Sanidad recordó que su cargo lo obligaba a una inspección de todo el departamento y optó por comenzar por Belén. Allí comenzó la inspección y allí mismo terminó.

Como consecuencia de todas estas visitas el doctor recibió una andanada de ofrecimientos. La Empresa minera de Cerro Rico necesitaba urgentemente un médico; el ferrocarril igual. La Sanidad Departamental precisaba un galeno que supiera inglés. Todos querían llevarse...a la gringa.

Pero el doctor rehusó todos los ofrecimientos.

—Yo he venido de los Estados Unidos —les explicó tratando de no herir sus sentimientos —para vivir en mi pueblo. Me habría sido muy fácil quedarme allá trabajando en un hospital o en cualquier clínica, pero tenía hambre de esto, de esto que es mi pueblo, de esto que he añorado tanto... Ustedes me comprenden... ¡Discúlpenme!

Los del pueblo, conocedores de todas estas propuestas, se enfurruñaron. ¡Qué demonio! El Doctor era su doctor y la gringa era su gringa. Ellos los habían visto primero.

Así como era su pueblo, su río, su puente, ellos también eran su doctor y su gringa, ¡ya nadie los iba a mover de Belén!... ¡Canejo!

Instaló el doctor su clínica con la ayuda de todo el pueblo. La Encarna dio su casa; el Alcalde dictó una ordenanza nombrándole médico de Belén; Tomás, el carpintero, hizo el entarimado de los pisos; la Maxi prestó los muebles; el Jefe puso a su disposición las líneas telefónicas de la empresa, por supuesto sin que la empresa supiera nada de ello; don Julito montó la instalación eléctrica con sus propios materiales, aunque ni en Belén ni en ninguno de los pueblos se conocía la electricidad; en fin, todos dieron algo para su doctor y para su gringa-

A los dos meses la casa habitación y la clínica estaban maravillosamente montados. Las paredes pintadas, los pisos lustrados, las habitaciones lujosamente amobladas.

En una esquina del living —palabra rara que trajo la gringa— la sombrilla de Maxi ostentaba sus flecos dorados.

Su despensa era un alarde de prodigalidad. Los vecinos se preocupaban de que estuviera siempre llena. Huevos, leche, quesillos, choclos, papas, legumbres; el azúcar, el arroz, el té, el café, la crema Nestlé, los bombones ingleses y las más finas conservas, eran abastecidas por la pulpería del ferrocarril, aunque en forma misteriosa. Pero allí estaban.

El doctor y la gringa eran felices. Pero habían perdido su independencia. Ahora eran propiedad del pueblo. Los vecinos los habían enraizado. Eran su doctor y su gringa.

Cuando estuvo todo terminado, los vecinos dieron una fiesta para estrenar la casa y la clínica. Fue una fiesta que despertó la envidia de los de Cerro Rico, de Calamarca y de San Pedro. Nunca se había visto una cosa igual.

Pasaban los días y uno que otro enfermo acudía donde el doctor; la mayor parte de ellos sufría de dolores de cabeza, de neuralgia o de resfríos. Enfermedades vulgares. Nadie enfermaba seriamente y la flamante clínica, con su gran mesa de operaciones, hecha por el Tomás con indicaciones del doctor, ni siquiera era mirada por los pacientes. Su doctor no tenía la oportunidad de demostrar sus grandes conocimientos. Esto los tenía desasosegados, intranquilos, preocupados, como cuando el río no se llevaba el puente.

Para aumentar esta irritación, los de Calamarca y los de San Pedro, picados por lo de la gringa y por la fiesta, venían intencionadamente a consultar al evangelista, menospreciando así al Doctor.

Esto obligó al Alcalde a reunir una noche a los vecinos para decirles:

—No podemos tolerar por más tiempo estas cosas. Los de Calamarca y los de San Pedro se están burlando de nosotros. Tenemos una clínica que es la última palabra en medicina y sin embargo no lo podemos demostrar. Yo conozco las clínicas de la ciudad y no hay allí nada parecido. Tenemos nuestro Doctor que es una eminencia médica en los Estados Unidos y sin embargo nadie acude a él. Los calamarqueños vienen a comprar aspirinas al evangelista sabiendo que nuestro doctor los sanaría con sólo ponerles la mano. Ninguno de ellos se enferma de gravedad, ¿y saben por qué? Por envidia. ¿Vamos a permitir que esto siga así? —¡Nunca! —rugieron todos. —¿Vamos a dejar que los calamarqueños sigan haciéndose la burla de nuestro doctor, de nuestra clínica y de nuestra gringa?.

—¡Nunca!

—Es necesario, señores —siguió diciendo el Alcalde adquiriendo una pose y un tono de orador parlamentario, —con hechos fehacientes que no admiten dudas (esto lo sabía de memoria y lo decía sólo en las grandes oportunidades), lo que significa el viril pueblo de Belén en el desarrollo de la nacionalidad.

—¡Viva el gran partido liberal! —vociferó el Tomás.

—No se trata de partidos —prosiguió el Alcalde, volviendo a su tono natural y mirando despectivamente a éste. —No se trata de partidos. Yo decía que debemos hacer algo para que el Doctor demuestre sus conocimientos. ¿Cómo? —Paseó su mirada por la concurrencia deteniéndose en cada uno de ellos. —¡Necesitamos un enfermo! —añadió: —¡Un enfermo grave!

Todos se miraron unos a otros. Estaban gordos, rollizos, llenos de salud. La chicha los tenía pletóricos.

Siguió el Alcalde: —Bien saben ustedes que la clínica nos ha costado mucho; todos hemos aportado a su instalación; hemos colaborado a la medida de nuestras posibilidades. Sólo uno de los vecinos no ha dado nada. —¡Yo! —dijo el David levantándose todo ruboroso. —Pero yo no he aportado con nada porque a todos consta que he estado ausente, en mis propiedades, durante estos dos meses. Yo lo habría hecho con la mejor voluntad, igual que ustedes...

—No se trata de eso —le cortó el Alcalde. —Sabemos que lo habrías hecho, pero no lo has hecho. Pero ahora tienes la gran oportunidad. Tu aporte será el mejor de todos.

—Francamente, amigos —habló el David, —yo me siento acortado. Cuando vi la casa y la clínica creí morir de vergüenza. Pero ahora voy a dar lo que quieran.

—¡Magnífico! —vibró el Alcalde. —¡Magnífico! ¡Tú serás el enfermo! —¿Yo? —¡Tú...! ¿No ves Davicho —habló en tono suplicante— que se están riendo de nosotros? ¿No quieres salvar a tu pueblo?

—El Doctor es un gran médico; ha hecho miles de operaciones en los Estados Unidos. Sólo necesitamos que haga una operación aquí y entonces van a morir de envidia los de Calamarca y de San Pedro. ¡Qué te cuesta! Te hace la operación y quedas mejor que antes.

—¿Pero qué operación?.

—Cualquiera, eso no importa.

—Pero una operación es muy peligrosa.

—¡Va! Para nuestro doctor hacer una operación es la cosa más sencilla.

—No, no... —se resistió el David, —¿Y si me matara?

—¡Cómo te atreves a hablar así de nuestro doctor —finalizó el Alcalde. —¡Jesús, dí!

Intercedieron los demás, se discutió el asunto en todos los tonos y al final el David accedió: —Bueno, pues...¡qué se va hacer! Lo abrazaron todos y comenzaron a circular los vasos de chicha. ¡Estaba salvado el pueblo! Sólo el David permanecía serio, preocupado. Una hora después, al calor de los vasos de chicha, volvió el tema. Ya el David con el licor se había entusiasmado. Ya no le veía la cosa tan negra. A lo mejor hasta necesitaba una operación. El era bien macho. —¿Y de qué lo va a operar? —preguntó el Lucas. —De eso vamos a tratar ahora —explicó el Alcalde. —Sírvanle más chichita al David.

Lo rodearon. Todos querían tomar con él. Era el héroe del pueblo. Más chicha.

—He oído hablar de una operación que se llama meningitis o una cosa así —apuntó el Cura. —¡Oh, eso es muy fácil! —refutó al Alcalde. —Tiene que ser una operación difícil, una operación que los haga morir de rabia a los de Calamarca y San Pedro. —Y que no se haya hecho nunca en la ciudad —añadió el Jefe. —¡Claro! —afirmó el Alcalde —Si no, no valdría la pena.

—He leído —intervino nuevamente el Cura—, he leído en un periódico de la ciudad que hay un doctor Asuero que hace operaciones maravillosas tocándoles el trigémino.

—¡Ahí está la cosa!, se entusiasmó el Tomás. ¡Que le toque el trigémino! —Davicho —suplicó el Lucas— que te toque eso...!

Ya estaban todos medio curados con la chicha. Hablaban fuerte y reían sin motivo.

—¡A mi no me toca nadie nada! —vociferó el David. —¡Que me opere si quiere, pero nada de tocarme eso!

Siguieron buscando la enfermedad que necesitaba operación en medio de las copiosas libaciones. Se habló de eclamsia, de parálisis, de fiebres, pero nada satisfacía al auditorio. Se resolvió que don Julito viajara a la ciudad y que de allí, hablando con los médicos, trajera el nombre de la enfermedad que necesitaba operación. Pero debía ser una cosa difícil; algo que no pudieran hacerlo los médicos del país. Ojalá fuera de difícil pronunciación.

Se disolvió la reunión al amanecer con la consigna de no hablar del asunto, y se despidieron de don Julito que al día siguiente partía a la ciudad.

Por acuerdo unánime y mientras volviese de la ciudad don Julito, se decidió que el David guardase cama para dar la total impresión de que realmente estaba enfermo cuando viniese a verlo el doctor. Así una tarde, cuando los demás jugaban su acostumbrada partida de sapo, el David se metió en cama.

—¿Qué tienes David? —le preguntó su mujer alarmada. —¿Qué te pasa?

—Estoy enfermo.

—¿Qué te duele hijo?

—Nada.

—Pero entonces...

—Estoy enfermo, eso es todo.

—¡Dios mío. Te prepararé un matecito...

—¡Qué matecito!... Mi enfermedad es mucho más seria.

—¡Jesús, David!. Le tocó la frente. —No tienes fiebre...¿qué tienes hijo?

—No sé, pues. Tengo que esperar a que llegue don Julito para saber.

Aquello estuvo a punto de echar por tierra todo el plan. Felizmente la Julia antes de ir donde el doctor fue donde el Alcalde.

—El David está enfermo —le dijo asustada.

—¿Qué? —se hizo el sorprendido —¿Qué tiene?

—No sé... está delirando. Dice que tiene que esperar a don Julito para saber qué es lo que tiene. ¡Dios mío, Señor. ¡Qué hago! ¿O iré a llamar al doctor?.

—¡Nunca!... digo, no todavía. Mañana, hija, mañana.

Cuando se fue la Julia se frotó las manos satisfecho. ¡Aquello marchaba!

Aquella tarde llegó de vuelta don Julito y al día siguiente se reunieron donde el David. Mientras la Julia preparaba la sajta hablaron del asunto.

—Bueno —comenzó don Julito—. He traído una lista completa de enfermedades que necesitan operación. Escuchen... Cáncer, adenitis, otitis, nefritis, meningitis, hemorroides, apendicitis, peritonitis, cesárea, extirpación de los ovarios...

—Pero esa es enfermedad de las mujeres —interrumpió el Cura.

—Yo creo que no vale la pena de seguir leyendo, todas terminan en "itis" —prosiguió don Julito sin hacer caso de la interrupción. ¡Ah, pero debo advertirles que ninguna de estas operaciones ha sido hecha en el país! Y algunas ¡ni en el extranjero!

Estaban contentos y sonrientes, aunque nerviosos. Solamente el David estaba pálido.

—¿Qué les parece si elegimos una a la suerte? —apuntó el Jefe.

—¿No hay alguna con nombre largo, difícil de pronunciar?. Ese estaría bien —sugirió el Lucas. —No, no hay; casi todos son "itis". —Entonces, cualquiera. ¿Qué dices tú don Julito?. —Yo diría éste.... apendicitis. Me han dicho que es muy difícil de operar. —¡Ese, pues!. —A ver ... esperen—. Revisó el papel que tenía en las manos y prosiguió; —Aquí está. Apendicitis: inflamación del apéndice. Síntomas: dolor de estómago, nauseas, vómitos. El apéndice está situado entre la ingle derecha y el ombligo. Haciendo presión en este lugar se produce un agudo dolor. Debe operarse de inmediato, pues puede derivar en una peritonitis que en la mayoría de los casos es fatal.

—¡Ese!... ¡ese! —gritaron entusiasmados. —No busquemos más. Apendicitis. —Hay algo más —prosiguió don Julito—. Escuchen: no se ha determinado hasta ahora para qué sirve el apéndice en el ser humano. No le hace falta.

—¡Estupendo! —dijo el Jefe—. ¡Eso se llama tener suerte!. —Bueno, ya no se hable más —terció el cura. —A ver don Julito, explícale bien al David lo que tiene que decir cuando lo vea el doctor. —Mira —le explicó al David acercándose junto a él y descubriéndole el estómago. Todos se aproximaron. Parecía una clase de anatomía. —Mira: aquí está el apéndice. Cuando te pregunte qué es lo que sientes, tú dices que tienes vómitos, que te duele terriblemente el estómago, ¿oyes?. Entonces te va a tocar aquí, ¿ves?. Aquí. Eso es todo. —¿Comprendiste? —inquirió el Alcalde. —Claro —susurró el David con una voz de ultratumba. Le temblaban los labios. —Pero no le vayas a decir que es apendicitis —aclaró el Jefe—. Eso tiene que descubrirlo él.

—Por supuesto —dijo don Julito—. El David no tiene que decir nada de apendicitis ni ustedes tampoco.

—Ahora vamos a ver si sabe —comentó el Tomás frotándose las manos. —¡Cómo no va a saber!. Pero... ¿y si no sabe? Si no descubre qué es apendicitis, ¿qué hacemos?.

Una leve esperanza brilló en los ojos de David. —En ese caso no me opero —dijo.

Tocaron la puerta y entró la Julita con una jarrita de chicha y una canasta con vasos. Sirvió a todos menos a David. —La sajta está lista —dijo—. Pasaremos.

Levantaron sus vasos, alegres y entusiastas. —¡A tu salud, Davicho! —y salieron—.

Por la puerta entraba un delicioso aroma de perejil, de quilquiña y de locotos. —¡Hermanitos!—imploró el David incorporándose en la cama. —¡Siquiera esta vez más comeré la sajtita...! ¡Hermanitos...! —¿Qué? —le atajó el Cura deteniéndose—, ¿estás loco? ¿No sabes que el picante es veneno para la apendicitis? ¡Mírenlo! —Y le cerraron las puertas.

Promediaba la mañana, una mañana esplendorosa y ardiente, cuando llegaron los vecinos junto con el doctor hasta la cama del enfermo. La Julia había limpiado la habitación. Mientras conversaban de generalidades el doctor extrajo algunos instrumentos de su maletín. Luego dijo: —Voy a examinarlo. Déjenme solo.

Se trasladaron a la habitación de al lado y cerraron la puerta. Estaban nerviosos. La Julia quedó con el enfermo. Cuando quedaron solos, el doctor le hizo incorporarse. Le examinó los pulmones, el corazón, le vio la garganta, le tomó el pulso y constató la temperatura. Todo andaba normal; sólo el corazón latía apresuradamente.

—Ahora dime ¿qué es lo que sientes?

—Nauseas.

—Nauseas. ¿Qué más?

—Vómitos.

—¿Te duele el estómago?

—Sí.

—¿Dónde?

—Aquí —se tocó la parte indicada.

—¿Te ha dolido siempre?

—No sé...

—¡Cómo...! ¿no sabes?

—No... digo sí... sí.

—Vamos a ver. Ponte de espaldas. Así ¿Te duele?

—No.

—¿Ahora? —iba pasando la mano por la parte indicada.

-¡Ay!

-¿Ahí?

—Sí...ahí.

—A ver, a ver...

Examinó detenidamente la parte dolorida, unas veces presionando y otras golpeando sobre sus propios dedos y recorriendo la mano por el abdomen.

—Bueno, bueno —indicó después del examen—. Que entren.

Entraron en puntas de pie, ansiosos e impacientes.

—¿Qué tiene doctor? —preguntó el Cura.

—Bueno, no hay por qué alarmarse.

—¡Cómo que no, doctor! —imploró la Julia—. Este David nunca se ha enfermado.

—Alguna vez tiene que ser la primera —bromeó el doctor—. Pero no hay por qué asustarse. Estas cosas les sucede a todos. Si no fuera así, ¿de qué viviríamos los médicos? Los vecinos se miraron unos a otros. Estaba bromeando el doctor. No conocía la enfermedad y estaba tratando de esquivar la respuesta. Sólo así se explicaba su tranquilidad. ¿Se habían equivocado? ¿De dónde sacaron que era una eminencia médica...? ¿quién les dijo? Pero ¿qué es lo que tiene, doctor? — intervino el Alcalde malhumorado—. Se estaba desmoronando su castillo.

—Bueno —volvió a hablar el doctor lentamente: —Se trata de una apendicitis. Los nervios les traicionaron y rieron ruidosamente. —No hay motivo para reir —manifestó el doctor mirándolos extrañado—.

—La apendicitis es una cosa seria. Existe el peligro, si no se trata a tiempo, de provocar una peritonitis. Nuevamente estallaron en risas.

No podían controlar sus nervios. Estaban felices porque no se habían equivocado. Su doctor era realmente un sabio.

—¡Dios mío!----exclamó la Julita —¿Y... doctor...?

—¡Hay que operar inmediatamente! —Esta vez estallaron en una tremenda carcajada. Sólo entonces se dio cuenta el galeno que reían de nerviosidad. La enfermedad del amigo los tenía descontrolados. — Vamos a ver — pensó en voz alta mirando su reloj—. Son las once; no hay tiempo hoy. Mañana lo operaremos a las siete de la mañana. —¿Lo operaremos? —preguntó el Lucas. —Si, lo operaremos. —¿Nosotros también? El médico rió sin contestar. Cuando se retiraba le acompañaron hasta la casa. Estaban felices, alegres, contentos. Su doctor era un sabio ¿Qué irían a decir los de Calamarca? Pronto tendrían que venir de rodillas a suplicar sus servicios. Sus nervios estallaban en sonoras carcajadas. Necesitaban exteriorizar su alegría, gritar, desahogarse; y se fueron donde la Hilaria. Por la noche, antes de separarse, les recomendó el Alcalde.

—No se olviden; mañana a las siete. Todos deben venir con su mejor traje. ¡Una operación es una operación!

Antes de la hora fijada estuvieron en la clínica. Los recibió la gringa, toda vestida de blanco con un gorrito también blanco sobre la cabeza. Adentro esperaba el doctor cubierto con un delantal blanco que le cubría hasta las rodillas. Tenía un gorrito ajustado sobre la cabeza y una venda de gasa que le tapaba la nariz y la boca.

Cuando ingresaba a la habitación que hacía de sala de operaciones, el David, pálido y desencajado, se volvió a los amigos. —¡Hermanitos! ¡Hermanitos! —imploró casi llorando—: No se olviden de la Julia y de mi hijita. En ese solemne momento nada le importaba de él. Pedía protección para su mujer y para su hijita. ¡Machazo el hombre!

Quedaron en el patio, apretujados como un rebaño asustado. Estaban desencajados, pálidos, temblorosos. No hablaban y tenían miedo de mirarse a los ojos. Sabían que habían hecho mal; que el David podía morir. Después de todo... ¡qué les importaba la clínica, ni el doctor, ni la gringa! Con el David se habían criado juntos desde que nacieron. Todos ellos eran una sola familia, y el David, el más bueno. Era ardiente la mañana y sin embargo temblaban. Poco a poco comenzaron a humedecérseles los ojos. Tragaban con dificultad la saliva. Se apretujaron aún más. Luego se abrazaron estrechamente, como para defenderse y darse valor.

Dos horas habían transcurrido en ese silencio cuando se abrió la puerta de la clínica y apareció el doctor con el delantal salpicado de sangre y sin la venda de gasa en la boca. Traía en la mano un frasco de vidrio, en él había un cuerpo extraño.

—¡Miren! —dijo acercándose y señalando el frasco, que lo mantenía en alto—. ¡Miren... miren! ¡Podrido! Un día más y habría sido tarde! ¿Ven? Este es el apéndice. Hemos operado el momento preciso. Como les digo, un día más, digamos mañana, y la peritonitis habría infectado todo el organismo y el David hubiera muerto.

—¡Pero entonces... ¿no ha muerto? —salió una voz de angustia desde el grupo.

—¡Ja ja ja!... —rió el Doctor con toda su cara de sapo—¡Ja ja....¡De aquí a una semana con ustedes! —Luego se volvió hacia la clínica y desde la puerta les hizo una seña, diciendo: —Entren...entren... vengan a verlo, porque el David se va a quedar aquí una semana. Aquí tiene enfermera, y además, ésta es la casa de ustedes, es la clínica de ustedes.

Los condujo hasta la habitación y abriendo la puerta, les señaló.

—¡Ahí lo tienen! ¡Pasen!

Allí estaba el David, medio incorporado sobre la cama, sonriente, tal vez un poco pálido, pero vivo. En la blancura de las sábanas y de las almohadas su cara quemada por el sol resaltaba contenta. Junto a él, a la cabecera, con el cabello suelto y ondulado, la gringa le acariciaba la frente.

Entraron mudos como ovejas, empujándose unos a otros y se situaron alrededor de la cama. Para ellos todo esto que estaba sucediendo no tenía sentido, era milagro. Las palabras del doctor sobre la oportunidad de la operación no encontraban asidero en la sencillez de sus pensamientos. Pero... ¿es que realmente estaba enfermo? Y luego... ¿cómo era eso de que el David estuviera sonriendo, vivo, se diría sano, cuando ellos sabían que después de una operación quedaban dormidos, como muertos, deshechos, destrozados? ¡Santo Dios!. Aquello era milagro. ¡Milagro! Tenía nomás que ser milagro.

Como si adivinara sus pensamientos, el doctor les explicó:

—Hemos operado bajo un sistema moderno. Ya no se necesitan anestésicos como el cloroformo y el éter para cierta clase de intervenciones: da mejor resultado la punción. Eso es lo que hemos hecho: una raquídea.

En ese momento el David levantó ambos brazos y musitó:

—¡Hermanitos!...

Era la nota que faltaba para derrumbar la fortaleza de aquellos hombres. Cayeron de rodillas, le tomaron las manos y lloraron, rezaron y rieron. Sus sollozos les hinchaban el pecho. Ahí estaban esos hombrotes fuertes y rústicos, gordos y sencillos, buenos y generosos, llorando como niños. Su llanto era un agradecimiento a Dios, un homenaje al doctor, una explicación de lo que no comprendían.

Como lo había predicho el doctor, a los doce días de la operación el David tomaba sus primeras copitas. Estaba rozagante, fresco, rosado, animoso.

Esparcieron la noticia por todos los medios de publicidad que entonces se conocía. Corría el año de 1908. El Jefe avisó al Jefe de la próxima estación, éste al otro y pronto un periódico de la ciudad publicaba el acontecimiento en letras de molde. Hablaba la crónica de una maravillosa intervención quirúrgica llevada a efecto por un pobre médico de pueblo y pedía que las autoridades sanitarias tomasen cartas en el asunto y enviaran al autor de la hazaña a perfeccionar sus grandes cualidades en universidades de los Estados Unidos.

Se reunieron los médicos de la ciudad, alarmados por lo que creían que era un ataque a su prestigio y a sus conocimientos, y publicaron a su vez un comunicado en que expresaban que la tal "apendicitis" no se conocía en esas regiones, y que ni en Europa se hacían tales operaciones que llevarían indefectiblemente a la muerte a quien se sometiera a ellas; que se trataba de una fantasía grotesca del cronista y que éste debería ser castigado.

Aquel comunicado ahogó la inquietud que había despertado la noticia.

Pero no contaron con los vecinos de Belén. ¿A ellos les iban a ganar con un comunicado? ¿A ellos que ganaban las elecciones a fuerza de palos y de machismo? ¡Ingenuos! Ahora les iban a demostrar lo que significaba Belén en el desarrollo de la nacionalidad. ¿Con que no querían venir, no querían ver y convencerse con sus propios ojos? Bueno, les harían ver a la fuerza. Les meterían la verdad por los ojos. ¡A ellos no les iban a venir con florcitas en el ojal!

Resolvieron organizar un campeonato de sapo. Así tendrían que visitar los demás pueblos y allí verían al doctor y al operador. Tenían buenas manos para el juego. El Alcalde, el David, el Lucas. Y si a la postre perdían ¿qué importaba? Ellos no lo hacían por el juego. Iban a hacer conocer al doctor y al operado. Hasta llevarían el frasco con el apéndice.

—Tú —le dijeron al Jefe— esta misma tarde hablas por teléfono con los Jefes de las otras estaciones. Les dices que los desafiamos a un Campeonato de Sapo y que nosotros iremos a cada uno de los pueblos.

—¿Y si el doctor no quiere ir? —Anotó el Tomás. —Tiene que ir. Se trata del prestigio de Belén. Ya no es solamente el asunto de la operación. ¿Y si lleváramos a la gringa?. —intervino entusiasmado el Cura—.

—¡Nunca! —Rugieron todos poniéndose de pie—. ¡Eso nunca! ¡La gringa no debe moverse de Belén.

— Bueno, pero hay una cosa —dijo don Julito cambiando de tema—. El doctor no sabe jugar.

—¡Oh, eso no tiene importancia! Lo llevamos de suplente. Total, como no va a jugar...

La comitiva partió cuatro días después de la conversación. El equipo lo componían el Doctor, el Alcalde, el David, don Julito, el Tomás y el Lucas. La mitad de la población. Había comenzado la época de lluvias.

Cuatro semanas duró la excursión por los pueblos de Calamarca, San Pedro, La Florida, Talca y Vinto. El Jefe seguía, por medio de las comunicaciones telefónicas, las incidencias de la jira. Por la mañana corría donde el Cura y le hacía conocer los detalles.

—¡Ganamos en Calamarca! No podía ser de otra manera.. Parece que al David le ha sentado la operación... ¡Qué mano, Dios Santo!...

—Bueno, bueno... —cortaba el Cura impaciente—, eso no interesa. ¿Qué hay del doctor?. ¿Se ha hablado de la operación?

—No sé... no dicen nada. ¡Ah, no sabes una cosa! Los de Calamarca exigieron que jugaran todos los de la delegación. Tuvo que jugar el doctor.

Mientras la jira seguía triunfal. En San Pedro ganaron, lo mismo que en La Florida y Talca. En Vinto no se jugó porque no estaba don Luis, pero farrearon de lo lindo. A las cuatro semanas estaban de vuelta, invictos campeones.

Los esperaban en la estación la gringa, la Encarna, la Maxi, el Cura y el Jefe. Todos ellos llevaban sendas jarras de chicha.

Antes de que se detuviera el tren avanzaron a su encuentro y el Cura emocionado, a gritos, les dio la primera noticia:

—¡El río se ha llevado anoche el puente!... Ha inundado las sementeras Caloma, se ha llevado la línea en tres o cuatro sitios y se ha entrado a la finca de Pan Duro. ¡Ese es río! Se abrazon como si hubieran estado ausentes un año.

—Y... ¿qué tal? —preguntaron ansiosos los que se habían quedado.

—¿Qué tal el Doctor?

—¡Magnífico! —contestó el Alcalde—. ¡Estupendo... maravilloso!. En toda la quebrada no se habla más que de él y del David. En San Pedro lo han levantado en hombros. Todos querían verlo, tocarlo, tomar con él. ¡Ha adquirido un prestigio colosal!

El Cura y el Jefe reían felices.

—¿Qué más?... ¿Qué más?...

—El Doctor y el David han sentado para siempre la fama de Belén. ¡Qué manos, Dios mío! —contestó el Alcalde lleno de gozo. Luego tomó la mano derecha del doctor y la besó frenéticamente—. ¡Esta es mano! ¡Mano bendita! ¡Esta mano es la que nos ha dado el triunfo.

—¿Cómo? —se sobresaltó el Cura—. ¿Y la operación?

—¿Qué operación ni que niño muerto! El doctor ha resultado el mejor jugador de toda la quebrada. ¡Ha hecho siete sapos seguidos! ¿Se dan cuenta?... ¡Siete sapos seguidos! Y el David cinco. ¡Esas son manos, Señor...!

Efectivamente el prestigio del doctor había crecido como las avenidas, de repente. En los cinco pueblos no se hacía más que hablar de él. De doce tejos había metido siete al sapo. Era el campeón de toda la región. ¿La operación de apendicitis? ¡Tonteras! ¿Qué le importaba a nadie la operación de apendicitis? Pero hacer siete sapos seguidos...¡eso no se había visto jamás!

Bebieron y brindaron por las manos del Doctor. ¡Mano Santa! ¡Mano bendita...!

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