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Ajayu Órgano de Difusión Científica del Departamento de Psicología UCBSP

versión On-line ISSN 2077-2161

Ajayu vol.19 no.2 La Paz  2021

 

ARTÍCULO

 

COVID-19: LA MUERTE EN SOLEDAD

AISLAMIENTO, MIEDO AL CONTAGIO Y DUELO EN PANDEMIA

 

 

Marcelo R. Ceberio

Universidad de Flores – Escuela Sistémica Argentina

 

 


Resumen

Desde que irrumpió el COVID-19 en nuestro planeta, los seres humanos debieron cambiar su ritmo de vida, costumbres, estilos de relación y comenzar a adaptarse a nuevas formas de cotidianidad. El miedo, la ansiedad, la angustia y la soledad, acrecentados por la incertidumbre, son sentimientos que se gestaron no solo por el peligro del contagio, sino por el principal método de protección: el aislamiento social. El confinamiento cortó abruptamente el contacto social que constituye una de las manifestaciones inherentes a la naturaleza humana. Pero la soledad de los otros no se produce únicamente por la cuarentena sino, en las situaciones de contagio de gravedad, donde se realizaron internaciones, por medida precautoria se prohíben estrictamente las visitas. Precisamente en los momentos de mayor invalidez e impotencia, en donde más se necesita el abrazo y la caricia, se encuentra vetada toda posibilidad de relación. En el caso de fallecimiento del paciente, la muerte se produce en total soledad y, para sus seres queridos, la imposibilidad de despedirse, es decir, lograr decir adiós como recurso para cerrar el vínculo con la persona.

Palabras Claves: COVID-19, pandemia, soledad, aislamiento, incertidumbre, muerte


Abstract

Since COVID-19 broke out on our planet, human beings have had to change their rhythm of life, customs, styles of relationship and begin to adapt to new forms of daily life. Fear, anxiety, anguish and loneliness, increased by uncertainty, are feelings that were born not only by the danger of contagion, but by the main method of protection: social isolation. Confinement abruptly, cut off the social contact that constitutes one of the inherent manifestations of human nature. But the loneliness of others is not only produced by quarantine but, in situations of serious contagion, where were hospitalizations, visits are strictly prohibited as a precautionary measure. Precisely in the moments of greatest disability and impotence, where the hug and the caress are most needed, all possibility of relationship is forbidden. In the case of the death of the patient, death occurs in total loneliness and, for their loved ones, the impossibility of saying goodbye, that is, managing to say goodbye as a resource to close the bond with the person.

Keywords: COVID-19, pandemic, loneliness, isolation, uncertainty, death


ABSTRATO

Desde o surgimento da COVID-19 em nosso planeta, o ser humano teve que mudar seu ritmo de vida, costumes, estilos de relacionamento e começar a se adaptar a novas formas de vida cotidiana. O medo, a ansiedade, a angústia e a solidão, acrescidos da incerteza, são sentimentos que nasceram não só do perigo de contágio, mas do principal meio de proteção: o isolamento social. O confinamento, abruptamente, corta o contato social que constitui uma das manifestações inerentes à natureza humana. Mas a solidão alheia não é produzida apenas pela quarentena, mas, em situações de contágio grave, onde ocorreram internações, as visitas são estritamente proibidas como medida de precaução. Precisamente nos momentos de maior deficiência e impotência, onde o abraço e o carinho são mais necessários, toda possibilidade de relacionamento é proibida. No caso da morte do paciente, a morte ocorre em total solidão e, para seus entes queridos, na impossibilidade de se despedir, ou seja, conseguir se despedir como recurso para estreitar o vínculo com a pessoa.

Palavras-chave: COVID-19, pandemia, solidão, isolamento, incerteza, morte


 

 

INTRODUCCIÓN

Desde que se instauró el aislamiento como parte del tratamiento del coronavirus, los seres humanos hemos entrado en una contradicción: somos, como humanos, absolutamente seres relacionales. Compartimos en comunidad, formamos pareja, construimos una familia, tenemos amigos, compañeros de trabajo, al final de cuentas estos grupos son indicadores que vivimos en sistemas. Y es indefectible que, si vivimos en sistemas, debemos compartir con otros componentes de los sistemas a los que pertenecemos, es decir, otros humanos, y todas las actividades que desarrollamos son, en su mayoría, con otros (Ceberio, 2020).

Más aún, no son pocos los investigadores que sostienen que las partes de la sociedad como sistema no son los seres humanos ni sus acciones concretas con sus productos, sino sólo comunicaciones (Donati, 1995). Los estudios sobre las ciencias de la felicidad también muestran la preponderancia de los vínculos humanos como hacedores de bienestar (Lyubomirsky & Devoto, 2011). En general desarrollan términos como solidaridad, empatía, amor, entre otros, conceptos que demarcan la importancia de los vínculos en la felicidad y bienestar humanos (Herrera, 2013). Como también la importancia del “apego” como primer vínculo afectivo y de gran intensidad emocional en los primeros años de vida, que signará la seguridad y la autoestima de los vínculos adultos (Bowlby, 1969, 1986; Ainsworth, 1978)

Por ejemplo, el descubrimiento del fuego fue uno de los elementos más importantes en términos de sociabilidad. Hace 1.600.000 años que el homo erectus, entre algunas hipótesis y creencias, fue espectador de como un rayo cayó estrepitosamente sobre unos leños y se produjo el milagro del fuego. Hasta que pudo sistematizar cómo producirlo, el fuego se llevaba mediante antorchas para no perderlo y seguir manteniendo lo vivo. Y el fuego no solo permitió producir calor, sino también incrementó el tiempo de vigilia porque la luz permitió alargar el día por sobre la noche. También permitió calentar la carne y coser los alimentos, con lo cual el hombre dejó de destrozar con sus terribles caninos la carne cruda y las raíces duras, porque el fuego permitió tiernizar todos los alimentos. Pero, además, cumplió una función de sociabilización muy importante: porque al alargar vigilia, cocinar alimentos y calentarse, instan a reunirse y establecer comunicación (Aristizábal Fernández, 1996; Ceberio 2020). Los Erectus y las próximas generaciones de homínidos, se sentaban alrededor del fuego por las noches y la necesidad de calor y luz permitió sociabilizar: conversar con expresiones rudimentarias, tocarse y empezar a comunicarse estructurando los primeros guturalismos. Cuanta diferencia puede haber, si comparamos imágenes actuales con las imágenes de Neandertales o Sapiens alrededor del fuego, con personas tomando mate sentados alrededor de un fogón, cantando con una guitarra, revolviendo el fuego, comiendo algo y conversando (Ceberio, 2020; Martínez Roca, 1981, Carbonell, 2009).

Sin duda, la raza humana es una raza social. La pandemia obligó a todo el planeta a la soledad, aunque el aislamiento se viva en familia o en pareja. Obligó a la soledad porque el confinarse dejó a las personas solo de otras o de otros y colocó delante de los ojos la necesidad de estar acompañados, las ganas de un abrazo, la palmada contenedora, el beso afectivo. Aunque difieran las culturas y las costumbre esto forma parte de la geografía actitudinal de los humanos (Ceberio 2020).

 

LA MALDITA SOLEDAD DEL COVID-19

Lamentablemente siempre se desea aquello que se teníamos y que ahora falta. Y esa falta instaura el deseo. Ahora que las personas están apartadas, se valora lo que es un abrazo, más allá de que antes del COVID algunas personas no fueran lo suficientemente plásticas en sus expresiones afectivas. La pandemia hace un giro copernicano por sobre la comunicación en los diferentes ámbitos relacionales: compañeros de trabajo, familias, amigos, etc.

Antes de la pandemia las personas se acercaban, se saludaban y comenzaban a conversar, ahora se cruzan de acera. Se tapan todas las partes que son la línea de contacto relacional: la boca y parte de la gestualidad del rostro con el tapabocas, las mejillas con una “vidriera” de acrílico lo mismo que los ojos. Las manos con las que en parte se hace el contacto en el saludo se cubren con guantes de látex. Es un virus que no solo enferma orgánicamente, sino que destruye el contacto e impide la expresión natural y espontánea, porque todas estas protecciones distancian físicamente de los otros. Precisamente, hay estudios que han encontrado altos porcentajes de sentimientos de soledad en adultos mayores, adultos y jóvenes, también en personal de salud, durante el aislamiento (Rodríguez et al, 2021; Barros et al 2020, de Pereira et al, 2020; Huarcaya, 2020).

Los sentimientos de ansiedad, angustia y miedo acrecentados por la incertidumbre (Ceberio 2021), en los primeros tiempos de la pandemia, han generado la necesidad de que las personas estén acompañadas, de la calidez afectiva, del abrazo contenedor. Hasta el mismo abrazo tiene una explicación bioquímica: la producción de oxitocina (llamada la molécula del amor), una neuro-hormona segregada por la glándula hipófisis que nos acompaña en las situaciones de embarazo, parto, lactancia y por supuesto el abrazo (Molina et al, 2012). Por tal razón, cuando estamos enfermos y débiles, necesitamos el apoyo y el cariño, que nos acaricien, nos abracen, nos digan palabras afectivas o que simplemente estén sentados al lado nuestro. Esa contención afectiva oxitocínica, esa expresividad relacional afectiva, colabora con la cura cuando se está enfermo: incrementa la fortaleza del sistema inmunitario, activa las emociones positivas y la resiliencia (López - Ramírez et al, 2014). Es decir, además de traer una aspirina o un antibiótico y un té caliente, una caricia en la cabeza o una palabra alentadora, es un plus que completa los efectos de la medicación.

Pero no todo está perdido, hay aislamiento físico, pero no social (Ceberio, 2020). La tecnología ha posibilitado conectarse con la familia, amigos y compañeros. El ciber-universo que tantas veces apartó y ensimismó socialmente a las personas -principalmente a los nativos tecnológicos, hoy es la puerta o la ventana cibernética hacia el afuera. Es la que permite hacer salidas virtuales, tomar un café con amigos, una copa de vino en una charla y un sinnúmero de actividades con otros, que demuestran la necesidad de sociabilizar y conectarse con las personas queridas del entorno personal.

 

REFLEXIONES SOBRE LA MUERTE

Este estado de situación que muestra el COVID-19, acerca a los seres humanos a sentimientos de pérdida, soledad y muerte, de acuerdo a la percepción del riesgo de gravedad de la enfermedad. Hay numerosos estudios que han evaluado los niveles de gravedad de la pandemia a partir de cómo percibe la población el riesgo a contagio, no solamente por la cantidad de muertos que ha generado el COVID-19 sino por el consumo de noticias y en diferentes ciclos evolutivos (Saletti, et al, 2010; Puerta-Cortés, 2020; Ceberio, et al, 2021; Mora-Rodríguez, A., & Melero-López, I. 2021; Bolaños et al, 2021).

La muerte se conciencia cuando hay sensación de finitud y el hombre es el único ser viviente que tiene conciencia de la muerte y, por tanto, siente miedo de su aparición. El hombre nace sin conciencia de su futuro deceso, esta concienciación prospera en la medida que se crece: la declinación y degradación biológica paulatina parece acompañar al proceso cognitivo de darse cuenta que la vida es finita: nacer, crecer, desarrollarse, reproducirse, declinar y morir. Si observamos a los adolescentes, ni que decir a los niños, la palabra muerte no se encuentra ingresada en su vocabulario, hasta que los primeros fallecimientos de seres queridos alertan que la vida es acotada (Ceberio, 2013).

El experimentar sensaciones de muerte es un hecho totalmente subjetivo. Hay personas que viven las pérdidas de una manera trágica y las hay que mantienen un temple casi estoico frente al muerto. Todas estas reacciones dependen no solo de la atribución que se le otorga a la muerte, a la persona del muerto, sino también, al grado de expresividad emocional que posee la persona. Hay personas que se defienden o bloquean de cara a expresar las emociones, mientras que hay otras que son más libres para permitirse llorar y expresar la angustia de manera más descarnada. Más allá de que hay grandes diferencias individuales en lo que se refiere al encaramiento con la muerte, casi todos los seres humanos temen a la finitud de la vida (Kübler-Ross & Jáuregui, 2008).

Como regla general, el miedo a la muerte es menos agudo entre los adultos mayores que entre los adultos de edad media. La longitud de la vida hace a la idea de la finitud. En los procesos relacionados al duelo y sus efectos intervienen: la etapa de desarrollo individual-familiar, el medio ambiente, la experiencia de vida y las actitudes de los familiares; puesto que el duelo es la vivencia “penosa y dolorosa” que causa todo lo que ofende a nuestro impulso vital (Durán, 1991). Pero además hay toda una serie de creencias desfavorables o negativas sobre la muerte y esto acrecienta el temor, el dolor y la angustia del proceso (Espinosa Salcido. 1992).

El fallecimiento de un ser querido es uno de los acontecimientos más estresantes de la vida: La pérdida es seguida de un período de luto y de aflicción y el tránsito de duelo puede durar unos meses o en casos patológicos no terminar nunca. En este sentido no existen patrones de tiempo y el duelo dependerá de multiplicidad de factores, desde la posibilidad de expresar las emociones, del haber logrado despedirse de la persona y haber cerrado el vínculo, la aceptación de la muerte, del nivel de negación sobre la muerte, entre otros (Pereira, 2002). Entre estos factores y el tiempo de duelo existe una relación directamente proporcional: cuanto mayor haya sido la expresividad, la aceptación y la despedida, más rápidamente la persona sobreviviente se repondrá y saldrá de la situación de duelo. Cuánto mayor negación, resistencia a despedirse y a expresar las emociones, mayor será el período de duelo.

 

EL DUELO

El duelo desencadena una serie de reacciones orgánicas como insomnio, sudoración, diarrea, fatiga, la falta de apetito o el comer en exceso, las molestias estomacales, dolores de cabeza, insuficiencia respiratoria, mareos, entre otros; reacciones emocionales, donde se observan angustia que puede llevar a la depresión, abatimiento, llanto, pensamientos rumiantes sobre fallecido, sentimientos de desamparo, dificultad para concentrarse, olvidos, apatía, indecisión y aislamiento o sentimientos de soledad, enojo, ansiedad, irritabilidad, preocupación, conmoción e incredulidad.

También se presentan reacciones Intelectuales que implican racionalizar o tratar de comprender las razones de la muerte, esfuerzos por explicar y aceptar las causas de la muerte de la persona. La gente desea saber qué fue lo que sucedió y porqué pasó. Una reacción común al duelo es la idealización del muerto, es decir, el intento de enaltecer su figura disminuyendo mentalmente sus características negativas (Pereira Tercero & Navarra, 2010). Por último, las reacciones sociológicas al duelo incluyen los esfuerzos de la familia y los amigos para unirse y compartir la experiencia y ofrecerse apoyo y comprensión. Se observan esfuerzos por reorganizar la vida después de la pérdida: los reajustes financieros, la reorientación de los roles de los roles familiares y comunitarios, el regreso al trabajo, la reanudación de actividades sociales y comunitarias (Ceberio, 2013).

M. Bowen (1991), afirma que existen diferentes tipos de pérdidas que pueden llegar a perturbar a la familia. Por ejemplo, pérdidas físicas (cuando un miembro cambia de lugar de residencia, por ejemplo); funcionales (cuando algún integrante queda inválido a raíz de una larga enfermedad o accidente) y emocionales (ausencia de un individuo que alegra la vida del sistema). El tiempo que se requiere para que la familia restablezca nuevamente su equilibrio emocional, dependerá de su integración emocional que poseía antes de la pérdida y la intensidad con que viva el trastorno.

El duelo implica angustia, dolor, recuerdos, pero también las muertes son el reflejo de la propia finitud. Siempre la muerte de los otros produce identificaciones en donde nos proyectamos en el otro y nos vemos en lo que nos puede suceder y adquiere diferentes dimensiones de acuerdo al ciclo evolutivo donde se produzca. El proceso del duelo lleva entrelazado diferentes niveles de angustia que se potencian entre sí. En principio, el acto de duelo implica la angustia como tal, prescindiendo de quien se haya muerto. Es decir, la situación de pérdida que implica el duelo lleva montada la angustia por el deceso, más allá del contenido del duelo (la figura del fallecido). El segundo nivel, remite a la persona del fallecido. No será lo mismo una persona que conozcamos de manera superficial a aquella con quien llevábamos un contacto fluido y afectivamente cercano. Cuanto más estrecha haya sido la relación con el muerto mayor será la angustia por su falta. Por otra parte, la angustia surge no solo por los dos niveles anteriores básicos sino también porque la muerte de los otros refleja nuestro propio deceso. O sea, vemos nuestra propia muerte en la muerte de los otros (Guic Sesnic & Salas Nicolau, 2016).

Otro nivel muestra la angustia por la conciencia de finitud: en los velorios siempre se hacen reflexiones filosóficas acerca de la vida, de la calidad de vida, de que no somos nada, y que cuando nos damos cuenta ya es tarde. También la angustia por lo que depositamos en la relación con la persona fallecida y que se fue con ella. Siempre en las relaciones con las personas colocamos sentimientos, expectativas, deseos, etc., y son estos tópicos los que se van con la muerte, de allí parte de la sensación de vacío que resta post deceso. Por último, la angustia que se potencia en la emoción angustiante de los otros. Cuando alguien fallece, la tristeza del entorno potencia la angustia personal. Se crea un clima de angustia que hace aflorar la angustia propia y retroalimenta la de los otros (Ceberio, 2013; Catalán et al, 2018)   

Estos seis niveles se sinergizan y tienen mayor o menor preeminencia de acuerdo a la calidad de la relación que se había establecido en vida con el muerto. La muerte, como señalábamos, se observa en el entorno querido que se muere. Cada muerte implica una porción de uno que se va con el muerto. Las muertes de los ancianos en la familia, generan amplias tristezas en sus distintos miembros, aunque bien se sabe que depende de la calidad afectiva y humana de la persona que se fue. En estas lides psicológicas –y en estos temas menos- no hay reglas generales.

Numerosos autores describieron los pasos en el proceso de elaboración del duelo (Parkes, 1972, 1975; Lindemann, 1976; Engel, 1976; Bowlby, 1993, Kübler-Ross 2008). Una de las descripciones más elocuentes, la desarrolla Kübler-Ross (2008) quien diferencia cinco etapas en el proceso de duelo

· Negación: es el primer impacto sobre la noticia de la posibilidad de morirse. No puede ser, la sensación de equivocación diagnóstica, es imposible que suceda si está tan bien. Esta defensa se enarbola en primera instancia a manera de barricada contra toda posibilidad de pérdida. 

· Ira: cuando se traspasa la defensa, la persona se llena de bronca –Porque a mí-. La rabia lo inunda y proyecta su rabia en el equipo profesional, en familiares y en sí mismo.

· Negación–racionalización: como forma de socavar la rabia y el odio que genera la posibilidad de muerte, la negación se retoma en forma de racionalización. Se ingresa en una etapa donde la persona se llena de explicaciones causales y de crear posibilidades de cambiar el destino. La persona se convierte en una experta en su enfermedad. Se prueban métodos alternativos a los tradicionales, se cambian de médicos y de tratamientos.

· Depresión: La bronca que se racionalizó recreando expectativas, se transforma en una profunda tristeza frente al fracaso de los métodos implementados. La inminencia de la muerte conecta con una angustia intensa y la depresión.

· Aceptación: esa es una etapa de reflexión y de introspección. La persona se replantea qué es la muerte. Es una etapa filosófica donde la persona se vuelve sabia e incorpora la enfermedad como un gran aprendizaje, aceptando lo que está por venir.

 

LA DESPEDIDA Y LOS TIPOS DE MUERTE

Luego del primer impacto de la muerte del ser querido, los recuerdos están revestidos de un tinte emocional intenso y angustiante. La persona fallecida está más vigente que nunca. La memoria de situaciones inunda la mente de los seres que despidieron al muerto. Estos recuerdos se encuentran aunados a la idealización, mecanismo que posibilita ver y recordar aquellos aspectos positivos de la persona y de la relación que se había establecido con ella. Hay que dejar que la mente se exprese conjuntamente con las emociones. Los recuerdos son como un homenaje a la persona querida.

Esta memoria emotiva dependerá en parte, de que la persona haya logrado despedirse del ser querido. Por lo general, el entorno se resiste a perder a la persona y, por tanto, a despedirse. Más bien se realizan denodados esfuerzos en el intento de que se produzca un milagro. El moribundo queda entrampado en la encrucijada, por así decirlo, de irse para acabar su sufrimiento y el deseo de sus seres cercanos que le piden que se ponga bien (Kübler-Ross 2008).

Esta contrariedad impide la despedida y si no hay despedida no hay cierre de la relación. Una relación que queda abierta, se mantiene vigente e impide elaborar el deceso. El recuerdo afectivo se transforma en rumia mental e impide la aceptación. Hijos que poseen una relación muy estrecha con sus padres, se resisten a la pérdida y prolongan sus duelos más allá de ciertas lógicas emocionales.

Aceptar la pérdida, implica que, en la antesala de la muerte, explícita o implícitamente, se logre realizar una despedida plena en donde se pueda manifestar todo lo que el moribundo nos deja en la vida. Este vaciamiento implica soltar a la persona. Implica no solo liberarla, sino la propia liberación del egoísmo de posesión afectiva. Este desligamiento, sugiere el ingreso en una nueva puerta de la relación. Es decir, dejar aquel vínculo para redefinirlo en otra instancia. Es allí, cuando al recuerdo se le extirpa la condición dolorosa para darle un marco de afectividad. El recuerdo que se transforma es la historia del vínculo, en el cariño, pero sin ese estigma doloroso de la tristeza o la angustia.

Podríamos afirmar que, de todas las muertes, a pesar de la connotación particular de cada una, la muerte más dolorosa es la muerte de un hijo. Porque si existe un amor incondicional es el amor de los padres hacia los hijos, por tal razón la insoportabilidad angustiante de esta muerte excede cualquier marco reparador y no concilia ni transige con la aceptación.

Es una muerte que altera el ciclo evolutivo, puesto que se espera que los padres se mueran antes de los hijos. Esta es uno de los elementos que provocan el trauma. Más aún, aquellos hijos que cumplían funciones de sostén importantes o que desarrollaban un rol familiar relevante. Tanto en las mujeres como en los hombres ancianos, la muerte de un hijo precipita el deterioro y la proximidad del propio deceso. 

También hay muertes que son sorpresivas y muertes que son producto de un largo proceso de deterioro. Los decesos sorpresivos, son aquellos donde la persona se hallaba en perfectas condiciones de salud, cuando de pronto de un momento a otro, una insuficiencia cardíaca, por ejemplo, acaba imprevistamente con su vida. En este tipo de muertes imprevistas, los familiares, principalmente, no pueden comprender lo que sucedió. Se preguntan una y otra vez porqué e intentan otorgarle una respuesta a una situación que no posee explicación alguna y aunque la tuviese, tampoco sería suficiente para mitigar el dolor. Las personas no aceptan y no toman consciencia de los sucedidos: Pero... si estaba bien / tenía una salud que era un roble / Porqué a nosotros nos tiene que suceder (Ceberio, 2013).

Situaciones y sensaciones opuestas, se vislumbran en las muertes resultado de un largo proceso de enfermedad. Las enfermedades terminales o neurológicas, entre otras, hacen que la persona pase por sucesivas internaciones, idas y vuelta de clínicas, visitas a médicos y un sin fin de interminables tratamientos que alimentan las expectativas de vida en el paciente y su familia. La persona enferma se consume paulatinamente y de la misma manera su entorno afectivo que, por una parte, desea que se acabe el calvario del protagonista y el propio, mediante el fallecimiento que les otorgue paz a todos. Pero, al mismo tiempo, desea que la persona sobreviva.

Esta disyuntiva de emociones, coloca al paciente en iguales condiciones, ni se va ni se queda. El mejor ejemplo, es el paciente en terapia intensiva: la persona no está viva, pero tampoco muerta. Es el tránsito por un perímetro, una delgada línea entre ambos mundos. La muerte, entonces, resulta una liberación. El sistema que se hallaba focalizado en recuperar la vida de la persona, ahora se descomprime y siente que ha sido los mejor, que se han intentado todas las posibilidades y que no han dado resultado. Demás está aclarar, que siempre existe alguna inculpación que perturba a algunos integrantes del sistema familiar fundamentalmente. Luego del deceso, remane la sensación que quedaron cosas por hacer -Podríamos haber hecho más / Y si hubiéramos / Tendría que haber-.

Es apropiado para esta época covideana, el razonamiento de Rodríguez Rioboo (1998, pág. 97) “Hoy la muerte ha dejado de ser esa realidad sustantiva y se ha producido un desplazamiento hacia la enfermedad. Lo que “mata” es la enfermedad y la muerte es tan solo el resultado de ella, un punto, el último de su proceso. El acento se ha desplazado de la muerte al proceso de morir”.

Y quizá de esto se trata: no solo de un buen vivir, puesto que la muerte también es parte de la vida, sino de un buen morir. Un buen morir implica despedirse de este mundo terrenal rodeado de amor de los seres queridos y poder pasar el trance hacia la muerte de la mejor manera posible dentro de la crudeza emocional del momento. También favorece a los que quedan, que han logrado despedirse y lograr decir te quiero, como un gran homenaje a aquellos ancianos que nos han precedido en el camino de la vida.

 

CONCLUSIÓN: MUERTE, DECIR ADIÓS Y RITUALES

Pero más allá del contagio, más allá del temor al contagio, el problema no solo radica en que el virus ingrese en el organismo, sino en el aislamiento que implica estar internado. Los que contraen el COVID-19 deben aislarse estrictamente sean o no internados. Esta prerrogativa también alcanza a aquellos que son internados por otras razones ajenas al COVID-19, por el riesgo que implica el circulante de visitas en clínicas y hospitales donde, a pesar que los covideanos se encuentran en salas especiales, las normas sanitarias y preventivas impiden el contacto con personas visitantes.

Hay una gran cantidad de corona-contagiados, muchos con riesgo de muerte, que se encuentran en un estado de total soledad afectiva: no familia, no amigos. Se hallan en sus camas con respiradores, con la asistencia de los sanitarios que van y vienen en un estado de total emergencia. Van con sus trajes ultra - protegidos, tal cual astronautas próximos a alunizar, o caballeros medioevales con sus armaduras impolutas. Igual los pacientes son intocables: nadie puede tocar al paciente sin la debida protección, pero tampoco “tocarlo” en el sentido afectivo de la palabra (Ceberio, 2020).

El COVID-19 deja al paciente en total soledad y con ello los sentimientos de impotencia y desprotección, pero, además la impotencia de los familiares y amigos que no pueden acompañar, la necesidad de estar y contener y no poder. La angustia de no estar presente, la sensación de dejar solo al paciente y cargarse de culpa (Romero & Suárez, 2020; Consuegra-Fernández & Fernández-Trujillo, 2020) y la depresión y las ansiedades que genera la incertidumbre de la distancia (Guner et al, 2021; Palgi et al, 2020; Grossman et al, 2021).

Pero más afectados son los que han fallecido en este periodo: “la muerte en soledad”. La muerte debe ser el último acto de vida, o sea de la misma manera que se trata de hacer un buen vivir, es importante hacer un buen morir. Siempre se recomienda que, aunque el paciente este en coma, se le debe tocar: una mano, un brazo, un masaje en los pies. Conectar al ser querido con todos los sentidos que lo conecten con su vida, para salir de lo impersonal del ambiente, de la clínica o del hospital. Un pañuelo con su perfume, la música que le gusta, las palabras grabadas de sus amigos queridos, las imágenes conocidas e importantes de su vida como fotos, videos, etc.: son todos estímulos que representan distintas vías sensitivas conjuntamente con la táctil (olfato, vista, auditiva) para que el paciente se sienta acompañado en los prolegómenos de su finitud.

También es importante para que las personas cercanas puedan despedirse, a veces en silencio y con su imaginación, a veces explícitamente. La despedida es muy importante, porque nos deja liberados de la vida del que se va. Cuando se muere un ser querido se lleva parte de la relación, lo que he depositado en ella, con lo que se va con él. Despedirse nos permite cerrar un ciclo para entrar en otra relación (Rivas Bárcena, 2010). En la muerte de alguien, hay muchas pérdidas que se conjugan: la muerte llanamente, la muerte de quien, mi propia muerte reflejada, la emoción por la muerte que tienen los otros, lo que se lleva la persona que se va. Todo eso hay que elaborarlo, por ello la importancia de morirse rodeado de amor y en presencia de las personas que amamos, para que el moribundo pueda irse con amor y para los que quedan poder expresarlo. Así todos se despiden y cierran ese ciclo relacional de compartir la vida (Ceberio & Watzlawick (2011).

Pero no el COVID-19 no lo permite. La persona salió de su domicilio y nunca volvió. Nadie se pudo despedir. La familia quedó encerrada en la ilusión de la vuelta a casa y eso no sucede. Tampoco un velatorio, donde se pueda ver un cuerpo sin vida que, a pesar del shock, se pueda comprobar que ya no está y que debemos cerrar el periodo con la persona querida (Araujo Hernández et al 2020). Donde las personas acompañen a los que quedan, se acompañen entre sí, se despidan sentidamente. Nada de esto sucede con la “maldita soledad covideana”. Salvando distancias causales de muerte, en la Dictadura del ´76 en Argentina ocurría un fenómeno similar en relación a cerrar y despedirse de alguien: los grupos de tareas irrumpían en una casa y se llevaban a la persona rotulada como “subversiva” la que nunca más retornaba pasando al estatus de “desaparecida” (CONADEP, 1984).

Los rituales sirven y ayudan a las situaciones de despedida de los que quedan. Tomar la foto más bonita, colocarla en un portarretrato, prenderle una vela y despedirse en silencio o en voz alta, expresándole todo el cariño, las cosas compartidas, las críticas, las anécdotas y experiencias que nos dejó la relación. Reflexivamente. Solos o en familia o amigos. O escribir todo esto en una carta donde se redacte esta guía emocional. Leerla en silencio -para adentro- en un lugar significativo y arrojarla, enterrarla, quemarla. Mas adelante ir al cementerio y hacer este ritual (Ceberio & Watzlawick (2011). Despedirse es aceptar la muerte. De nada sirve postergar la despedida o no resignarse a la muerte; cerrar la puerta de la habitación donde dormía el ser querido y dejarla tal cual estuvo la última vez, o hacer que la vida siga igual como si no hubiese fallecido.

Pero el virus nos aísla en vida, pero que no nos aísle de los afectos, de dar abrazos virtuales, de brindar palabras amorosas y de los rituales de dar el último adiós a aquellos que no hayan logrado salvarse de este enemigo invisible que hoy nos ataca.

 

REFERENCIAS

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Recibido: 30/06/21

Aceptado: 18/07/21

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