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Ajayu Órgano de Difusión Científica del Departamento de Psicología UCBSP

versión On-line ISSN 2077-2161

Ajayu v.9 n.1 La Paz mar. 2011

 

Política social e interculturalidad: Un aporte para el cambio (Ensayo)

Ludwig Guendel1

1Doctor en sociología Universidad Libre de Berlín, Alemania. Profesor en la Universidad de Costa Rica hasta 2004. Especialista en derechos humanos y política social. UNICEF. lguendel@unicef.org

 


RESUMEN

El propósito de este artículo es reflexionar sobre la relación entre cultura y política social en el marco de la concepción de los derechos humanos. Se hace un énfasis en el tema étnico cultural, llevando el discernimiento hacia la identificación de mecanismos y estrategias operativas que puedan contribuir con la incorporación del enfoque intercultural en la política social. Es bien conocido el origen moderno de esta política y sus propósitos de estandarización como una estrategia de incidir en los planes de vida de todos, principalmente de los que tienen dificultades de acceso a servicios considerados esenciales, como salud, educación y protección. La incorporación de lo cultural de manera consciente encierra paradojas, complejidades y desafíos, los cuales se identifican y se problematizan en el artículo. También se propone un plan de acción dirigido a abrir un diálogo intercultural sistemático y en condiciones de la más absoluta equidad cultural, con el propósito de coadyuvar a la incorporación de saberes y enfoques epistemológicos en los programas sociales y fomentar estándares interculturales.

Palabras claves: Interculturalidad, derechos humanos, derechos culturales, identidades, políticas sociales interculturales.


ABSTRACT

The purpose of this article is to analyze the relation between culture and social policy within the conception of human rights. There is an effort to emphasize in the cultural and ethnic subjects, taking these criteria towards the identification of mechanisms and operative strategies that can contribute to the incorporation of the intercultural approach in social policy. The modern origin of this sort of policy is well known as well as its purpose of standardization as a strategy to affect the plans and means of all individuals, mainly those that have difficulties to access services that are considered essential like health, education and protection. The incorporation of the cultural issue in a conscientious way involves paradoxes, complexities and challenges which are identified and analyzed in the article. In this context, an action plan is proposed to encourage an intercultural and systematic dialog with the most absolute cultural equity in order to contribute to the incorporation of knowledge and epistemological approaches in social programs and promote intercultural standards.

Key Words: Cross-culturality, human rights, cultural rights, identities. Crosscultural social policies.


 

INTRODUCCIÓN

El mundo ha experimentado el fortalecimiento del intercambio cultural en virtud del mejoramiento de las comunicaciones, principalmente gracias al papel jugado por la red, la expansión del intercambio comercial y la intensidad de los flujos migratorios. También ha presenciado la expansión y profundización del mercado más extraordinaria desde el surgimiento del capitalismo, llevando a una globalización negativa (Bauman, 2007). Frente a ello, ha surgido “la globalización positiva”, producida por el surgimiento de un movimiento social global, marcos normativos globales a favor de los derechos humanos y debates que en este mismo nivel han tendido a profundizar el carácter de la sociedad de conocimientos y de los desafíos interculturales.

Lo intercultural apunta a un fenómeno de tensión y reconocimiento de esa diversidad social presente en el mundo contemporáneo y de cuestionamiento del concepto y de la manera como se impuso el Proyecto de Modernidad, procurando una democracia en la que todos tengan acceso al poder y en la que el ejercicio de este último se enmarque en una serie de principios basados en el reconocimiento recíproco. La modernidad, si bien reconoció la ciudadanía como conjunto de individuos autónomos con derechos y responsabilidades, desconoció la especificidad social, la etnicidad y los derechos colectivos, confinando a “los diversos” a una situación donde la igualdad se trastocó en desigualdad y falta de libertad. En América Latina este “proyecto modernizador” fue el referente de las élites pero ha sido un proceso difícil y convulso a raíz de que el mismo proyecto del Estado moderno también implicaba inclusión social, compromiso que las élites nunca han querido adoptar. Fue un proceso de modernización sin modernidad, en el que la ciudadanía se trató tan solo formalmente y en la que ni siquiera “lo étnico” fue concebido en esos términos, sino por el contrario, el indígena fue visto de manera estereotipada y como sujeto cultural y socialmente inferior (Vásquez, 2008).

El reconocimiento cultural es una dimensión de los derechos humanos y, en consecuencia, enfrenta desafíos y debates profundos dado que obliga a la transformación de las instituciones sociales (derecho, estado, ciencia, educación, medicina, arte, entre otras). Ello propone “una nueva modernidad” que retome esa inflexión entre pasado y presente, sujeto y mundo social, para reformular la idea de la estandarización y uniformidad (cultural) a la luz de un concepto de universalidad y de libertad ajustado al reconocimiento de la diversidad. Para Bauman (2007), este fenómeno conduce a perder el miedo al otro y desarrollar una actitud y una capacidad de manejo social de la diversidad. La interculturalidad resulta, en consecuencia, un fenómeno “glocal”: es tan importante para cualquier comunidad indígena del área rural de América Latina como para la gente de las metrópolis.

En las últimas tres décadas, el debate y las luchas sociales por el reconocimiento cultural han avanzado y hoy casi todas las naciones del mundo reconocen el mal trato, la exclusión y la desigualdad por razones culturales. En el caso de la población indígena, la Asamblea General de las Naciones Unidas hizo eco de los movimientos indígenas y reconoció los derechos subjetivos y culturales, primero, en el Convenio 169 sobre los Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la Organización Internacional del Trabajo y, posteriormente, en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007. Ello allanó el camino para reconocer formalmente y fortalecer los logros ya obtenidos por estos pueblos y naciones en muchas de las naciones de la región. También fue un acicate para los nuevos enfoques de política pública que ya se venían formulando, particularmente en el campo social.

El enfoque de los derechos humanos surgido de estas luchas y reconocimientos explicitó el carácter inmoral de este tipo de desigualdad, propició la incorporación del aspecto cultural en el concepto de lo social y articuló la noción de igualdad a la de libertad. Esto fue un logro conceptual y político, pues reconoció que tales grupos sociales han sido excluidos de todo tipo de participación política en las decisiones adoptadas por los Estados. La política social se enmarcó en esta redefinición conceptual y se convirtió en un instrumento importante para el reconocimiento de la diferencia y para atender la desigualdad social por razones culturales. Si inicialmente la política social se limitaba a atender los efectos culturales en la entrega del “salario social” como un efecto indirecto o asociado con problemas de accesibilidad, bajo el nuevo concepto se trata de incorporar “la cultura” como un factor determinante para garantizar la integración social de grupos sociales, que en su mayoría ni siquiera fueron “beneficiarios” de los programas sociales.

Se entiende por cultura el conjunto de valores, hábitos costumbres y prácticas sociales de una realidad compleja y llena de significados, que atraviesa estructuras institucionales y sociales y determina comportamientos individuales y colectivos, los cuales inciden en el bienestar de la gente. En los últimos años, se han acuñado términos como multiculturalidad y pluriculturalidad, que aluden a la diversidad cultural. Como he planteado en otro artículo, no es suficiente tolerar al otro, vivir juntos obliga necesariamente fomentar una institucionalidad capaz de integrar a todos/as y fomentar planes de vida individuales y colectivos, que incorporen a “los diversos” y permitan desarrollar identidades individuales y colectivas fundadas en una universalidad que, al mismo tiempo exprese las diferencias y fortalezca los aspectos comunes de la sociedad (Guendel, 2008).

El propósito de este artículo es reflexionar sobre esa relación entre cultura y política social en el marco de la concepción de los derechos humanos. Se hace un énfasis en el tema étnico cultural, llevando el discernimiento hacia la identificación de mecanismos y estrategias operativas que puedan contribuir con la incorporación del enfoque intercultural en la política social. Es bien conocido el origen moderno de esta política y sus propósitos de estandarización como una estrategia de incidir en los planes de vida de todos, principalmente de los que tienen dificultades de acceso a servicios considerados esenciales, como salud, educación y protección. La incorporación de lo cultural de manera consciente encierra paradojas, complejidades y desafíos, los cuales se identifican y se problematizan en el artículo.

LA POLÍTICA SOCIAL Y LA CULTURA

A la política social se le reconoce incidencia en los comportamientos sociales y en el cambio cultural, dado que desarrolla procesos de racionalización social y promueve modificaciones en los estilos de vida (hábitos, prácticas y valores sociales). Esta actividad del Estado articula enunciados jurídicos, conceptos de lo social, planes sociales de tipo gubernamental, servicios de atención y proyectos dirigidos a intervenir en los planes de vida de las personas, en la estructuración de familias y las colectividades (grupos sociales y comunitarios). El Plan Social y sus componentes sectoriales es el instrumento del Estado para organizar y dirigir esos procesos de intervención. Hay un proceso de programación social fundado en el diseño de programas y proyectos y planes de acción operativos (marcos lógicos, formulación de estrategias y aspiraciones a resultados o impactos sociales y presupuestos). Todo este proceso de programación, desde la formulación del “problema” (¿Cómo se hace la pregunta?) hasta el desarrollo de la estrategia y la distribución de los recursos está determinado por un enfoque de lo social, muchas veces implícito, que incide en lo cultural.

Los conceptos de lo social procuran “educar” a los sujetos para crear rutinas sociales dirigidas a atender y prevenir riesgos. Se procura modelar la vida social estableciendo estándares de vida (hábitos alimentarios y de higiene, prácticas saludables, relacionamientos con los miembros de la familia, ingreso al mundo de trabajo, jerarquías de aprendizaje, organización del ornato, normas productivas). Los estándares son patrones que definen un comportamiento institucional, individual y colectivo, el cual, se supone, garantiza cierto nivel de disfrute y de acceso a oportunidades y libertades que contribuyen a condiciones de bienestar de la vida. Estos estándares se operacionalizan en protocolos, procedimientos y mecanismos técnicos de atención, seguimiento y evaluación.

En algunas naciones donde se ha desarrollado ampliamente la política social, muchas de estas categorías son tácitas, como los hábitos de higiene, la vacunación o la escolarización básica, y se encuentran debidamente internalizados y adoptados como algo natural en la gente y las instituciones desde hace varias generaciones, formando parte de un patrón cultural de carácter nacional. En otros países o regiones apenas se está avanzando en “la internalización” institucional y social de estos parámetros básicos de vida. Si bien esto es una falencia expresada en lamentables indicadores sociales, también constituye una oportunidad, ya que pueden emerger patrones revisados que incorporen las nociones de la diversidad y definirse mecanismos inteligentes que orienten recursos con sensibilidad cultural.

Los estándares no solo son referentes técnicos (normas de comportamiento social e indicadores) sino que representan acuerdos políticos y sociales sólidos e indiscutibles y, por consiguiente, el resultado de esfuerzos colectivos. Estos patrones abarcan tanto la dotación de servicios, créditos y subsidios como las acciones promocionales y de movilización social. Son mínimos o, para decirlo en otras palabras, un piso que garantiza un acceso básico a condiciones de bienestar.

Estos mínimos son relativos y dependen del grado de desarrollo de cada país, sin embargo, en una sociedad globalizada como en la que vivimos, los estándares definidos por las sociedades más avanzadas también evolucionan como referentes mundiales. La Asamblea General de las Naciones Unidas desde su creación ha venido definiendo un marco normativo y ha logrado estructurar un sistema de organizaciones que tienen como mandato promover estas normas en las naciones asociadas, estableciendo estándares internacionales bajo el concepto de garantías de derechos que están coadyuvando en la definición y medición de los estándares nacionales.

Los Objetivos del Milenio, los Informes de Desarrollo Humano, la Convención sobre los Derechos del Niño y otros acuerdos o reportes similares establece comparativos y estándares dirigidos a incidir en las pautas de las naciones.

Los estándares se diseñan y se aplican en distintos niveles gracias al concurso de muy diversos actores políticos, institucionales y sociales. En primer lugar es un proceso de carácter político de formulación de los enunciados (leyes y reglamentos generales), en el cual se plantean los principios que gobernarán la política social (horizontes éticos, posiciones morales y marcos normativos). En el segundo nivel se definen el conjunto de criterios técnicos que orientan los sistemas de intervención, los niveles y orientaciones generales. El tercero traduce esos principios y criterios en estrategias.

Hay estándares de distinto nivel acordes con los diferentes tipos y categorías organizacionales, tales como las proveedoras de servicios de atención social (centros de salud, hospitales, escuelas y centros de educación superior y capacitación técnica, atención psicosocial), las ventanillas para tramitar la oferta pública de asistencia social (créditos de vivienda, transferencias monetarias, pensiones) y organizaciones u oficinas gubernamentales dirigidas a la promoción social.

Los servicios de atención social establecen estándares para organizar la oferta de servicios por niveles de complejidad, atención territorial y diferenciación funcional. Si bien la oferta atencional se estructura en niveles de establecimientos, paquetes atencionales, especialidades técnicas, cuerpos colegiados y jerarquías, la relación primaria con los sujetos que acceden a las políticas sociales se articula alrededor de profesionales (medicina, salud pública, psiquiatría, educación, trabajo social y capacitación, entre otros) cuya injerencia cultural es muy fuerte en el comportamiento social de la gente y de las comunidades.

Las ventanillas desarrollan otro tipo de estándares que organizan el espacio urbano y habitacional, definen parámetros de comportamiento social a través de las transferencias monetarias, niveles de acceso a consumo y condiciones de vida.

El papel social de estos estándares es indirecto pero de mucha incidencia en el comportamiento social y en la cultura de los sujetos usuarios de este tipo de oferta pública. Por ejemplo, el espacio social de una vivienda popular o los espacios comunitarios en una barriada determinarán formas de relacionamiento social y familiar que provocarán o evitaran ciertas prácticas sociales. Finalmente, se encuentran las organizaciones que tienen un carácter promocional, cuyo papel es movilizar y comunicar explícitamente para sembrar ciertos estándares (conceptos y valores) en la gente. En esta categoría se aglutinan tanto las que tienen el papel de asistir y proteger a los grupos que han sido denominados de “alto riesgo” como las instituciones de nueva generación que promueven y protegen derechos.

Todos estos tipos de organización y de servicios de atención social diseñan, incorporan y promueven estándares de acuerdo a sus roles, mandatos, pero sobre todo, teniendo en consideración un marco referencial de carácter científico que está en constante evolución a la luz del desarrollo de los conocimientos y de los procesos de falseabilidad a los que están sometidos por las diferentes comunidades científicas que operan tanto a nivel nacional como internacional. Por otro lado, todas ellas desarrollan un vínculo muy distinto con los sujetos de la atención. Hay organizaciones más estructuradas donde este tema de los estándares es más claro y se proponen abiertamente a la comunidad de usuarios.

Ejemplos de ellas, son las que integran los sistemas públicos de salud y los sistemas educativos. En el primer caso el estándar actúa explícitamente como elemento organizador del modelo de atención en cada área y nivel de intervención (primario, secundario y terciario), dado su extraordinaria estructuración y racionalización. Cada uno de estos niveles de intervención tiene diferente peso y ocupa distintos rituales. El médico terapeuta ubicado en los niveles secundario y terciario tiene una fuerza extraordinaria gracias al estatus que le ha otorgado la sociedad, su discurso, sus silencios y el simbolismo de la atención logra que la transmisión de esos valores, principalmente centrados en la concepción bio-social, sea de una efectividad sorprendente.

El impacto cultural de la atención médica ha sido de los más significativos en la vida social de la gente y que ha experimentado el mundo en los últimos cien años debido a que se logró internalizar una cultura medico-céntrica con resultados muy exitosos en la transformación de las antiguas costumbres basadas en el uso de la medicina tradicional y de las creencias mágico religiosas. La consulta, el diagnóstico, el examen, la prescripción y el tratamiento no es solamente una rutina de atención, sino que forma parte de una cadena de modificación cultural rica en rituales y actos reflexivos acerca del proceso salud-enfermedad.

Mientras que el promotor de salud tiene un carácter más pedagógico, menos individualizado y, en consecuencia, dirigido a incidir en el colectivo y a ejercer influencia política en las comunidades y niveles locales, ya que es un organizador social. Su papel consiste en generar reflexividad alrededor de conceptos de atención de la salud entendida como un producto público o social que se orienta tanto a generar los hábitos más primarios de la vida social como programas de disminución y prevención de las enfermedades crónicas como el cáncer, la diabetes, VIH-SIDA a través de la internalización de estilos de vida más complejos y racionalizados que involucran la noción de la gestión de riesgo.

En el segundo caso, el campo educativo, los sistemas de gestión educativa son también estructuras férreas y a veces inexpugnables organizaciones en las que el rol del educador y el proceso pedagógico es claramente un proceso de asimilación cultural. El niño o el joven ingresan al sistema y se les obliga a procesar una serie de conocimientos basados en principios morales, posiciones ideológicas, actos cognitivos e instrumentales, que explícitamente tienen como papel prepararlos para la vida y el mundo del trabajo. Últimamente, los sistemas educativos se han ampliado con la idea de conformar comunidades educativas que incorporen a las familias en el proceso pedagógico. Este es un ámbito estratégico dado que tiene ver con dos espacios vitales de la sociedad: 1. la cultura cívica orientada a generar un concepto de ciudadanía y a velar porque las normas de la ley sean incorporadas por quienes, según el discurso oficial, asumirán la responsabilidad de conducir a la sociedad. 2. el mercado, el cual demanda un perfil de capacitación de la fuerza de trabajo que se integrará en la actividad productiva.

Estas dos exigencias conducen a que se expliciten los requerimientos al sistema educativo y se mantenga una constante valoración de su quehacer. No obstante, no se identifica aquí un esfuerzo de explicitación de esa relación cultural entre el sujeto de aprendizaje, el educador y la realidad histórica o factual, aunque se funde en esta relación. Los estándares educativos son elementos normativos o pre formativos, pero en muchas ocasiones no se realizan como un acto creativo y reflexivo.

EL PROBLEMA DE LA INTERCULTURALIDAD PARA LA POLÍTICA SOCIAL

En las últimas tres décadas, a pesar de la crisis y de la aplicación de los programas de ajuste macroeconómico, los países latinoamericanos han hecho esfuerzos por mejorar los indicadores de cobertura y calidad de la política social, a través del desarrollo y fortalecimiento de procesos y modelos de reforma (Guendel, 2007). Ello se ha concretado en la definición y mejoramiento de modelos de atención, estándares sociales, gerenciales y de criterios para la asignación de la inversión social. Aunque este ha sido un período de refinamiento de los instrumentos de la política social, paradójicamente también se ha producido un distanciamiento con la política económica y la política productiva.

Hasta hace pocos años tales energías han comenzado a extenderse hacia una mayor explicitación de lo cultural, sin embargo sigue siendo un proceso incipiente por no decir limitado2. Dos factores que han contribuido a esta revalorización de “la intervención cultural”, son los siguientes.

1. El aumento en la complejidad social y la extensión y profundización del mercado (local y globalmente) y de la sociedad global. Ello ha fortalecido fenómenos como la migración, ha generado movimientos sociales inéditos y desvinculados a los criterios basados en la posición en la estructura productiva; ha fomentado “subculturas” y nuevos espacios sociales y territoriales; así como ha incitado formas de racionalización e individualización social que tienen más consciente los aspectos socio-culturales, tanto para esbozar estrategias negativas que ponen el énfasis en la seguridad, como para reconocer ese carácter plural del mundo y promover el debate sobre el intercambio y el diálogo cultural3.

2. El surgimiento y reconocimiento de nuevos sujetos políticos y sociales que reclaman identidades específicas4. Ello ha erigido nuevas verdades, explicitado otros modos de relacionamiento social que han conducido a configurar marcos jurídicos y conceptuales nacional e internacionalmente y han generado nuevos procesos conflictividad social y políticas centradas en el reconocimiento de la diferencia y de la desigualdad por razones culturales. Ambos han venido promoviendo una comprensión distinta de la pertinencia cultural basada en el reconocimiento de libertades, identidades y cosmovisiones, pluralismos jurídicos, sociales y epistemológicos.

Coincidiendo con Ana Sojo (2009), este proceso de configuración de identidades no existe a priori, sino que es el resultado de la lucha política “…por la propia diferenciación, articulación y constitución de los sujetos, lo cual determina divisiones o identificaciones entre ellos y en el seno de las agrupaciones que buscan articular identidades”. Dos claros ejemplos son los movimientos sociales indígenas en Ecuador y Bolivia, los cuales si bien mantuvieron su lucha por la autonomía y el reconocimiento desde la conquista, no cesaron en su empeño hasta que en los últimos treinta años irrumpieron como una fuerza política capaz de liderar un cambio y de articular muchas de las demandas de otros sectores subalternos (Albó, 2009).

Este ha sido un proceso de doble dimensión, que ha estado en función tanto del otro como de sí mismo (intraculturalidad). Para los pueblos indígenas este es un tiempo para conseguir su cohesión y reafirmar su cultura, ya que a su juicio sin una identidad indígena fuerte no hay posibilidad de interculturalidad solo de asimilación cultural (Guendel, 2008). En este sentido, después de tantos años de sufrir exclusión, humillación y explotación, la interculturalidad es concebida con desconfianza y conduce a que algunos como Luis Montaluisa (2009), uno de los ideólogos de EIB en Ecuador, la visualicen como proceso netamente intra-cultural de reconocimiento y garantía absoluta de los derechos y responsabilidades. Sin embargo, como nos lo explica Marramao (2009), esta lucha por la pluralidad “…no es solamente un infra, sino también un intra: no es sólo intercultural sino también intracultural, no sólo intersubjetiva sino intrasubjetiva, no sólo entre identidades sino interna a la constitución simbólica de cada identidad- que sea individual o colectiva” (p 154).

De manera que introspección e intercambio es una unidad, que sirve para enriquecer, incorporar y recrear valores que la humanidad desde la diversidad cultural ha venido consensuando y que en el concepto de los derechos humanos se recoge adecuadamente. Visto de esta manera, el tema cultural es un concepto político, ético y moral, en cuanto reacciona contra una discriminación intolerable, pero también técnico, en la medida en que deviene en un imperativo de racionalización social.

Hay tres tipos de interculturalidad: étnica, por género y edad y la asociada a fenómenos del desarrollo urbano y de la complejidad social. El primer tipo es más estructural, pues se refiere a la relación entre estructuras de pensamiento distintas a raíz de orígenes, lenguas, cosmovisiones y conceptos racionalizadores de lo social que, han sido invisibilizados, negados o se les ha otorgado un valor negativo. Aun cuando, después de más de cuatrocientos años, este cúmulo cultural sea resultado de la mezcla entre culturas, tal y como lo afirma García Canclini (2004), constituye un referente simbólico innegable e insoslayable para la identidad de estos pueblos.

Hay que recordar, como señala Ana Sojo (2009), que la identidad es una elección y poco o nada tiene que ver con ese carácter híbrido si estos pueblos se identifican con ese origen precolombino. El segundo hace alusión a ciertas características de sujetos como las mujeres, la niñez y la juventud, portadores de un “ethos”5 que amplía la pluralidad de los sujetos y la visión social, con lo cual su reconocimiento ya constituye un factor de democratización y emancipación social. Finalmente, el tercero se refiere a un tipo de identidad cultural hibrida que mezcla aspectos de tipo generacional a la luz de experiencias de vida y del surgimiento de espacios sociales y territoriales vitales que propician subculturas, es decir, grupos con opciones sexuales distinta a la heterosexual y modos de vida y de pensar diferentes del concepto socialmente construido por las élites.

Estos tipos de interculturalidad se refieren a sujetos que por muy distintas razones no son reconocidos como tales y experimentan una condición de desigualdad. De ahí que es un concepto amplio que no puede limitarse a uno u otro tipo sino que se refiere sobre todo a las actitudes y relaciones de las personas o grupos humanos de una cultura con respecto a otro grupo cultural, a sus miembros o a sus rasgos y productos culturales (Albó, 2009).

Lo importante es tener claro que para muchos o la mayoría de tales sectores, esta desigualdad se agrava por su ubicación en la estructura social, lo cual queda diáfanamente reflejado en las estadísticas de la pobreza cuyos datos muestran que la mayoría de los pobres son engrosados por los niños y niñas, las mujeres, lo/as indígenas y afrodescendientes. Esta doble desigualdad social y cultural provoca la exclusión política y sociocultural y la privación económica.

Esta perspectiva de lo social replantea el enfoque tradicional de la política social inspirado en los cambios en el comportamiento o conducta social, ya que el sujeto deja de ser una entidad cultural y socialmente homogénea. Ello enmarca necesariamente los enfoques en la noción de los derechos humanos desde la perspectiva intercultural. ¿Qué es, en este sentido, una política social intercultural? Es aquella que se presume orientada a atender la problemática social considerando la diversidad cultural y que reconoce la inequidad cultural como uno de los factores importantes de la inequidad social.

En consecuencia, esta política debe entrar en una fase de transformaciones conceptuales y operativas, que incorporen este enfoque de la diversidad, denominado en muchas agencias de cooperación internacional como enfoque de los derechos humanos. En el caso de la interculturalidad por razones étnicas, que es el énfasis de este artículo, la política social, sobre todo en los países donde hay mayor presencia de los pueblos indígenas y afro-descendientes y, particularmente, en aquellos que están experimentando un cambio político y social significativo, como Bolivia y Ecuador, ha entrado en una fase de re-pensamiento de sus premisas, enfoques y modelos de atención, que los conducen a significativos desafíos.

Comenzando porque se replantea el concepto occidental de bienestar asociado a mejorar las oportunidades de acceso a bienes y servicios (vivir mejor) por la noción del “Vivir Bien” o “Buen Vivir” cuyo énfasis está en el logro del equilibrio entre el ser, el conocimiento y la naturaleza.

Un primer desafío es la ampliación de las políticas y programas sociales para llegar hasta los territorios donde están ubicadas las comunidades más pobres y más alejadas, las cuales normalmente son habitadas por los pueblos indígenas y afrodescendientes. Por ejemplo, el 25% de la población boliviana (aproximadamente tres millones de personas) vive en la zona rural, a donde nunca llegó el Estado y hay una precaria, sino ausente, infraestructura social, situación que es agravada por las largas distancias que hay entre esas comunidades y los centros urbanos o ciudades intermedias. Igual sucede en Ecuador, donde, por ejemplo, pueblos indígenas como los chachis comparten con los afroecuatorianos esmeraldeños condiciones verdaderamente dramáticas de exclusión y aislamiento geográfico, Guatemala y Nicaragua, entre otros casos. Incluso esto sucede en países con mayor desarrollo social como en Costa Rica, donde muchos de pueblos indígenas (Bribris, Malecos, Guaymies) se encuentran localizados en las zonas más remotas y de difícil acceso.

Realizar un esfuerzo de esta naturaleza representa todo un reto político, financiero, pero, sobre todo, técnico-institucional, principalmente para los países de menor desarrollo social. Ello debido a que el predominio del concepto selectivo y restringido de la política social de antaño se refleja en una limitada institucionalidad del aparato de bienestar, que ha impedido:

1) el desarrollo de una capacidad de manejo social que garantice coordinación, sistematicidad continuidad y sostenibilidad de los procesos técnicos y administrativos en el sistema de política social;

2) el desarrollo de una autonomía relativa que evite la sobre-politización de los programas sociales que conducen al clientelismo y particularismo;

3) la cobertura institucional limitada a ciertos territorios y grupos sociales. Todo esto ha generado no sólo una cultura institucional que no ha incorporado las nociones modernas de la gestión social, sino que se ha convertido en un “hándicap” para cualquier proyecto político refundador, dadas las limitaciones que enfrentan en términos de desarrollo técnico y profesional, también ha ocasionado la existencia de un débil sistema de protección social y una clase burocrática con limitaciones para comprender, procesar y apoyar un discurso emancipador.

El segundo desafío: completar esa idea territorial del concepto de universalidad ampliándola con una perspectiva claramente cultural. Aún bajo las condiciones de una política social restringida y selectiva, el Estado presumió de sus capacidades de estandarización y se esforzó por construir una universalidad basada en criterios que han negado o subsumido los saberes y culturas originarias en “los conocimientos occidentales”6 y que se han basado enteramente en el racionalismoinstrumental.

Esto no obstó para que hayan surgido programas y proyectos aislados y “ambiguos”, los cuales filtraron y condensaron culturas sociales de esas naciones. Algunos de ellos tan solo procuraron “ajustar” los conceptos de racionalización social a la rica diversidad cultural existente, presentándolos como esfuerzos sistemáticos de inclusión e incorporación social en los que la etnicidad es vista más como un problema social que impide el avance del proyecto modernizador y no como un reconocimiento amplio y sistemático de derechos (Vasquez, 2008).

El reto es incorporar la diversidad cultural (diferencia) como un principio organizador de la política social y como una dimensión necesaria para completar esta idea de universalidad. En los ochenta y noventa, aprovechando las ideas focales de corte neoliberal, se postuló un enfoque selectivo consistente en privilegiar ciertas poblaciones y comunidades, dentro de las que se encontraban muchas comunidades indígenas.

Este enfoque condujo a seguir con una política selectiva, enmarcada en un discurso nacional7, tentativamente integrador. No obstante, desde esta mirada cultural, se trata de revisar ese enfoque y replantear el universalismo moderno procurando un concepto que se tiña de diverso, como la bandera whipala.

La reflexión de Marramao (2009) es bastante interesante al respecto cuando señala: “…el universalismo no puede ser ya entendido de manera uniforme, sino que debe ser formulado nuevamente, teniendo como punto de partida la conciencia de que […] existen más caminos hacia la libertad y la democracia de lo que nuestra pobre filosofía hasta ahora nos haya dado a entender” (p.47).

Este desafío implica traducir estas progresistas reflexiones éticas y morales en enfoques de política social -en el nivel sectorial y global-, capaces de buscar las claves originarias y articularlas a las premisas y principios de la tradición de la política social nacida del concepto de Estado de bienestar o social occidental. Igualmente implica reconocer y articular los pluralismos culturales y sociales, procurando un nuevo “equilibrio reflexivo”. Se trata de someter la discusión de la definición de los estándares o mínimos, incorporando de manera consciente la diversidad como una garantía de derechos.

Cabe subrayar, la paradoja de la exclusión cultural provocada por el aislamiento de las comunidades, lo cual si bien ha impedido el acceso a la protección social, ha preservado “la pureza” de cultura originaria. De ahí que muchas de estas comunidades indígenas siguen manteniendo sus referentes culturales8, aunque en condiciones de la más absoluta “exclusión” y aislamiento de los centros de poder9. ¿Cómo abordar la precariedad social de estas comunidades tratando de fortalecer y preservar su identidad cultural, pero al mismo tiempo procurando garantizar el acceso a los servicios de atención social?

Aquí pareciera que debe desarrollarse un esfuerzo creativo y pedagógico capaz de articular estos dos procesos intra e intercultural, en el cual se revisen muchos de los conceptos tradicionales de la política social como la escuela, la clínica, el saneamiento básico y la organización y promoción comunitaria. Un buen ejemplo de este desafío es el debate existente en torno al trabajo infantil: mientras los pueblos indígenas conciben el trabajo de los niños y niñas como parte de su socialización la perspectiva de los derechos de la niñez con toda razón la valora como explotación laboral.

¿Por qué no construir una “Escuela Intercultural” que articule el concepto de socialización productiva con el de aprendizaje? Otro es el saneamiento básico: en una actividad de acreditación de promotores de desarrollo comunitario en Bolivia, las organizaciones involucradas en el desarrollo de una estrategia de fomento de hábitos de higiene, nos lamentábamos por qué que las comunidades no utilizan las flamantes letrinas, ni cloran el agua de los tanques de captación que se les instalan y, peor aún, siguen utilizando el río para lavar su ropa, pero no nos preguntamos si la relación dialógica establecida con ellas es la más adecuada para ejercer una práctica reflexiva que nazca desde su lengua, cosmovisiones y prácticas sanitarias.

¿Quizás se está extrapolando fórmulas convencionales para “enseñar” a comunidades nuestros hábitos de higiene, sin hacer el esfuerzo de buscar fórmulas más cercanas a su realidad sociocultural?

Otra situación muy diferente acontece en los espacios urbanos, ricos en mestizajes y relaciones interculturales. Estos son los territorios donde la política social profundizó la homogenización y, por lo tanto, la asimilación cultural ha sido mayor10. Este es el caso de algunos espacios urbanos como, por ejemplo, la ciudad El Alto11, el Sur de Quito, entre otros lugares, donde hay asimilación pero donde también están presentes las identidades originarias, aunque de manera matizada.

El intercambio cultural es mucho más rico, ya que estamos hablando de un mestizaje diverso e híbrido culturalmente. Xavier Albó (2009) ha descrito muy bien el comportamiento cultural de muchos de los grupos sociales que viven en estos lugares: “…uno de los rasgos más típicos de esos sectores intermedios, extremadamente móviles, es su falta de identidad, una vez que han decidido no querer mantener la suya originaria. Con frecuencia se identifican más por lo que ya no desean ser que por lo que son” (p.145).

En estos espacios hay una oportunidad para que la política social pueda transformarse en un factor que muestre la bondad de la diversidad (el discurso ancestral y la ventaja del discurso moderno) para incentivar elecciones dirigidas a fortalecer la identidad como expresión de la interdependencia consciente entre los referentes culturales de estas sociedades.

El tercer desafío es operativo, pero se deriva de estos esfuerzos de reflexión. Se trata de transformar tales nociones filosóficas en acciones concretas de reflexividad y en instrumentos, de modo que los procesos de planificación y programación social actúen como “filtros” para incorporar la diversidad cultural. Una condición sine qua non para ello es construir el vínculo de este proceso con el sujeto diverso, tanto conceptual como políticamente.

El sujeto tiene que estar presente en cada una de las preguntas y en cada uno de los espacios en los que se formulan los procesos de programación social (identificación de las relaciones causales, construcción de marcos lógicos y formulación de estrategias operativas). Se hace necesario continuar perfeccionando las metodologías operativas y políticas y reforzando las estrategias de movilización social. Este proceso de planificación y promoción social tiene como condición expresar lo social de manera ordenada, pero sobre todo interculturalmente. Si entendemos lo intercultural como la interdependencia consciente y orientada, esto significa, planificar y programar para que se cree un espacio sistémico de interacción y reconocimiento a través de un Sistema de Protección Social de Derechos.

Este sistema, en contextos culturales diversos, tiene como desafío identificar y manejar el riesgo como “violación de derechos interculturales”, propiciar “la rutinización” de una acción colectiva e individual enfocada hacia el cumplimiento de garantías explícitas de los derechos y crear nuevas formas de asistencia social basadas en una comprensión multidimensional de lo social, particularmente de la pobreza12.

Hay dos dimensiones fundamentales para garantizar la presencia plena del sujeto en el proceso de planificación y programación social. Uno es el reconocimiento de la lengua, el cual es uno de los componentes de la cultura y una de las expresiones de la interculturalidad (Albó, 2009). Un docente de la cultura aymara afirma que la lengua está asociada a la cosmovisión (conocimientos, mitos, ritos, leyendas, supersticiones), preferencias, simbolismos de los colores y conceptos políticos, es decir, a la identidad. Conocer al otro significa conocer su lengua (Layme, 2010). Una política social que omita las lenguas de las comunidades originarias, es una actividad que no sólo está contribuyendo a la destrucción del capital lingüístico (Bourdieu, 2001), sino que además pierde efectividad.

La otra es la comunidad, la cual está vinculada con el territorio, un aspecto fundamental dentro de los pueblos indígenas. Un ámbito vinculado históricamente con la cultura de estos pueblos13. El Ayllu no solamente es un espacio territorial, sino que constituye un espacio social y jerarquizado (una estructura social). Una especie de sistema político comunitario el cual, necesariamente, debe ser tomado en cuenta en la estrategia de política social. Se trata, en consecuencia, de repensar el concepto de Sistema de Protección Social de Derechos, incorporando aspectos tan importantes en la cultura de los pueblos indígenas como la comunidad y sus mecanismos de jerarquización social.

De nuevo hay que re-significar esa relación selectividad y universalidad, pues en este contexto el esfuerzo es construir una visión selectiva, centrada en el reconocimiento e incorporación de la comunidad, como una estrategia para que ella misma sea parte de una nueva concepción de lo universal, en la que “lo diverso” constituya el elemento primordial para construir “una nueva síntesis social”, esta vez reflejando el punto de vista de los excluidos. Esto es un reto, pues normalmente la estandarización de la política social ya define patrones organizativos en todas las naciones, patrones fundados en las ideas modernas de los sistemas de atención de la política social. Incorporar a la comunidad tomando en consideración estos nuevos determinantes obligará a revisar muchas de estas estrategias.

¿Cómo afecta la cultura de la política social al desarrollo del enfoque intercultural?

El desafío de estructurar este sistema de protección social basado en la incorporación de los derechos humanos y, en consecuencia, de la diversidad cultural como principio organizativo, supera el ámbito limitado de la política social. Este reto va más allá de un enfoque particular o “focalizado” y supone el éxito de procesos políticos más desafiantes como la descolonización, la revalorización y sistematización de saberes como una práctica sistemática e institucionalizada. También envuelve una nueva actitud cultural de las sociedades hacia visiones políticas y sociales que no provienen de la tradición dominante y que se fundamentan en una concepción de los derechos humanos basada en el reforzamiento del vínculo entre individuo y comunidad.

Como ha argumentado Boaventura de Sousa (2009b), siguiendo a Lechner (2002), tales desafíos se enmarcan en el surgimiento de una nueva gramática social en la medida en que aumenta el número de actores incluidos en la política y la diversidad étnica y cultural de los actores sociales y sus intereses son contenidos en arreglos políticos. Asimismo, significaría discutir y reformular los límites de conceptos democrático liberales como la representatividad política, cuyas restricciones vienen siendo reconocidas por la Ciencia Política contemporánea y que plantean el problema del acceso al poder que tienen los sectores sociales que no forman parte de las élites y que están conduciendo a la exclusión política (Iazzetta, (2007). Al respecto, Souza (2004), propone la denominada demodiversidad: es decir, la existencia pacífica o conflictiva de diferentes modelos y prácticas democráticas14.

La política social puede contribuir a estos esfuerzos democratizadores convirtiéndose en un campo deliberativo que propicie un espacio institucional, procedimientos y mecanismos para desarrollar un debate teórico y político acerca del concepto plural de la gestión social y de los principios que lo gobiernan y genere una nueva epistemología que examine, por un lado, los conceptos e instrumentos de lo social a la luz del enfoque de los derechos humanos y de la diversidad cultural.

Y, por el otro, engarce los avances de la planificación social y la ciencia aplicada con la tradición, los saberes ancestrales y la perspectiva comunitaria en torno a enfoques contextualizados culturalmente y en estrategias de gestión que reconozca las potencialidades y capacidades del sujeto, al mismo tiempo que las virtudes de los avances experimentados por las concepciones que sitúan el bienestar como una preocupación, sobre todo colectiva.

Se trata de propiciar y conectar los acuerdos sociales y arreglos institucionales fundados en una dimensión cultural con “pactos técnicos” entre las nociones aceptadas por la comunidad científica, institucionalizadas en aparatos como las universidades, comisiones de expertos y otros mecanismos de organización corporativa como los colegios profesionales, enfoques e instrumentos de diverso tipo, y las formas consuetudinarias de racionalización de lo social que involucran las identidades culturales.

Sin embargo, cambiar la cultura de la política social implica una mudanza difícil, compleja e incremental. La política tiene una serie de características que le dificultan adoptar fácilmente un programa de semejantes transformaciones conceptuales y operativas.

En primer término, instaura un espacio institucional privilegiado para que los actores sociales y políticos se constituyan y tomen posición respecto a los problemas y riesgos sociales que aquejan la sociedad, lo cual es una oportunidad para construir acuerdos culturales. Pero debe tenerse en cuenta el juego de intereses colectivos e individuales existentes en esta política que tiende a fomentar el clientelismo, particularismo y el corporativismo.

En esta dinámica las posiciones de determinados grupos sociales y elites dominantes tienen un peso muy significativo en los “acuerdos sociales y arreglos institucionales” en comparación con la influencia de los sectores excluidos, particularmente los que no tienen voz. De ahí que, en el plano cultural, las posiciones morales y construcciones ideológicas y culturales de estos grupos dominantes, aparecen como algo “natural”15.

Mientras que las de “los otros”, es decir, las de los excluidos no se toman seriamente en consideración como un discurso importante, sino es marginado o se presenta como un discurso subversivo y conflictivo. Este proceso hace desvanecer el juego de identidades y desdibuja al “otro”, de modo que políticamente la identidad cultural como construcción política y moral se pierde en debates técnicos de poca importancia, la mayoría de las veces fragmentado, superficial, debido a la ausencia de una perspectiva sistemática del pluralismo epistemológico en el campo de las estrategias de atención social, o bien en una caricaturización del “otro”, al que siempre se le presenta con un discurso lleno de “prenociones” frente a la perspectiva razonable y racional hegemónica.

Esto ha quedado demostrado en las experiencias consideradas exitosas por los especialistas en temas interculturales que se han visto obligadas a vencer enormes resistencias y dificultades y aún así siguen siendo iniciativas muy localizadas y extremadamente vulnerables a los ataques de la burocracia y de la hegemonía cientificista16.

En segundo término, los “pactos técnicos” a los que se hacía referencia tienen implicaciones profundas y complicadas en los aparatos estatales dedicados a implementar la política social e innumerables obstáculos. Ello por cuanto esta iniciativa se topa con dos actores con enorme poder social y político arraigados a la concepción racionalista instrumental: la burocracia y la comunidad de expertos (comunidad científica y comunidades epistémicas).

Como lo manifiestan las experiencias ya existentes de una política social con enfoque intercultural, en los estamentos técnico-burocráticos hay dificultades para comprender que es posible acoplar el concepto de la libertad cultural con la gestión social. La mayoría de estos grupos están totalmente imbuidos en conceptos monológicos como la perspectiva “medicocéntrica”, el positivismo jurídico, el asistencialismo economicista o la educación centrada en el logro y no en el sujeto que aprende.

El planificador social, en consecuencia, tiene dificultades para interrogar al concepto desde una perspectiva cultural17. En los procesos de programación social se interpretan las reglas, el marco político-conceptual e imponen procedimientos, “cuellos de botella” y mecanismos de control a la luz de las concepciones unilaterales y reduccionistas lo social a uno de los factores. La burocracia y tecnocracia tienen una autonomía relativa e imponen sus puntos de vista al mismo tiempo que actúan corporativamente en defensa de sus intereses. Mientras tanto en el otro frente no hay suficientes profesionales capacitados ni hay esfuerzos de sistematización suficientemente consistente y adecuadamente operacionales.

Esto conlleva la desacreditación de estas posiciones que reivindican la identidad cultural y el pluralismo epistemológico de parte de “la comunidad científica” o “comunidades epistémicas”, quienes aparecen como “la fuerza moral” que discute la validez del pluralismo epistemológico. Además, esta comunidad logra una cada vez mayor capacidad para vincular los aspectos instrumentales y conceptuales de los programas sociales.

Normalmente, y en particular en América Latina, muchos de estos grupos pertenecen a las elites y filtran las concepciones culturales dominantes, formando una cultura organizacional y científica técnica, que aparte de los aspectos políticos-corporativos que afectan la relación entre las organizaciones públicas y los sujetos de la atención, configuran un férreo concepto que impone una concepción de lo social en las distintas áreas de intervención y tienden a negar la diversidad y los discursos subordinados.

Como apunta Boaventura De Sousa (2004): Las formas burocráticas descritas por Weber y Bobio son “monocráticas” en la forma como dirigen el personal administrativo y en la forma como defiende una solución homogenizante para cada problema enfrentado en cada jurisdicción. O sea, la concepción tradicional de gestión burocrática defiende una solución homogénea para cada problema, a cada nivel de gestión administrativa en el interior de una jurisdicción. Sin embargo, los problemas administrativos exigen cada vez más soluciones plurales en las cuales la coordinación de grupos distintos y soluciones diferentes ocurren en el interior de una misma jurisdicción.

Pero la política es el arte de construir acuerdos18. Los avances alcanzados en el mundo se han conseguido gracias a que ese horizonte comunicativo se ha mantenido vigente a pesar de la adversidad que ha implicado el reforzamiento del paradigma racionalista-instrumental.

Desde esa perspectiva, la discusión cultural de la política social en cada una de estas dos esferas (política y técnica-instrumental) es recurrentemente un momento sobre todo retórico pero de enorme importancia social y política en la definición de metas colectivas que incluyan a todas las personas. La CEPAL ha explicitado ese papel de la política social como una de las principales estrategias de cohesión e integración social y configuración de la identidad (CEPAL, 2007).

Hay tensiones pero también se abren interesantes posibilidades ya que la presión de los sectores excluidos obliga a romper estos moldes e inserta otras lógicas fundadas en la intersubjetividad, aunque sea solamente como una posibilidad. Lo interesante es que ello ha abarcado el impulso de marcos jurídicos y ha incrustado la moral en el debate político e instrumental, con lo que le ha dado viabilidad a este “pacto técnico”. Las normas jurídicas no son solamente referentes sino que tipifican y recortan la acción social; así como orientan la vida hacia determinados horizontes éticos y morales, promoviendo modos de actuación social y estableciendo los canales o mecanismos necesarios para conseguirlos.

De este modo, las prácticas y conceptos de atención de la salud, el aprendizaje social, las relaciones de paternidad, maternidad y de convivencia, las tradiciones productivas y laborales se enmarcan dentro de este manto jurídico y pueden experimentar cambios importantes. En las naciones donde la institucionalidad tiene peso, no hay duda de que estas prácticas constituyen un determinante ineludible de la acción social, mientras que en los lugares donde no se da esta situación existen mayores dificultades para que la política social configurada en torno a estos nuevos marcos tenga la incidencia deseada. Sin embargo, esta discusión se ha fortalecido en muchas de estas naciones a la luz de los procesos constitucionales y de cambio político, que están emprendiendo y que reconocen los diferentes tipos de pluralismo.

Allí se ha insistido que la cultura de los derechos define conceptos generales de relacionamiento social y la combinación de las distintas dimensiones de la vida social que presumen un acuerdo social y político. Todo ello ha permitido que se discuta desde otros ángulos y se fuerce a un diálogo con las perspectivas racionalistas instrumentales. Esto justifica la importancia y significación del denominado enfoque de derechos, aunque existe la tendencia a reducir la norma a su expresión legal y lo social a lo jurídico.

La política social es hija del Estado Moderno, de ahí que este debate se centre, como se ha planteado páginas atrás, en la noción de la universalidad, concibiendo esta actividad estatal como un instrumento para incorporar a la cultura de la modernidad a “toda” la población, complementariamente al mercado y la comunidad.

La idea de la universalidad para la política social ha implicado un esfuerzo por estandarizar comportamientos sociales e incluir a los diversos sectores en los procesos de modernización política y económica, ello ha conducido a un “universalismo abstracto” -en América Latina al menos discursivamente -que ha coadyuvado con la implantación de una perspectiva colonizadora y modernizadora.

La universalidad tiene, en consecuencia, desafíos morales, conceptuales y operativos. Desde el punto de vista moral, se trata de incorporar a “todos” a la luz de sus diferencias, conceptualmente significa construir ese equilibrio entre la atención de la desigualdad y la diferencia. Finalmente, en lo operativo, implica estrategias financieras, actuariales y gerenciales que defina estándares orientados culturalmente

¿CAMBIO CONDUCTUAL O CAMBIO INTERCULTURAL?

Hay un debate que es importante explicitar, dado que en un momento en el cual lo cultural comienza a ganar peso también resurgen concepciones reduccionistas. En efecto, desde la perspectiva cultural tradicional de la política social, el cambio social se entiende básicamente como una transformación en el comportamiento de los hábitos, costumbres y prácticas de la gente. Se trata de incorporar nociones científicas de cuidado de la salud, concepciones morales de estructuración familiar, disfrute y cuidado de la sexualidad, así como promoción de la responsabilidad social y prácticas políticas de ciudadanía.

La política social es uno de los principales instrumentos para conseguir la cohesión e integración social y para incluir a grupos sociales que integran los anillos de pobreza a la dinámica productiva de una manera formal y desarrollar capacidades. Se desarrollan patrones sociales que ofrecen a la ciudadanía oportunidades para orientar su acción social e incorporarlos a la vida moderna.

Dados estos propósitos dirigidos a formular y transmitir estándares sociales, hay un riesgo de enfatizar en un cambio conductual más que un cambio cultural basado en el reconocimiento recíproco. El cambio conductual es de carácter vertical y establece una relación de superioridad cultural de los conceptos de integración y cohesión social esgrimidos.

El sujeto es un objeto de cambio y, por consiguiente, centro de una actividad de “modelaje social”. Es un proceso que implica “un implante” de valores y conceptos sociales, el cual genera una dinámica parcialmente reflexiva en la que hay una identificación de riesgos colectivos e individuales que deben ser procesados en virtud de un cambio de comportamiento. Esto supone la existencia de una infraestructura social y de un mecanismo permanente de seguimiento. La comunicación deviene en una actividad indispensable en este proceso de modificación de comportamientos.

Como el cambio es, principalmente, conductual, la política como ejercicio reflexivo para establecer los mecanismos de funcionamiento del “bio-poder” no siempre es un centro de atención importante. No obstante es posible que en estos procesos se transparenten relaciones de género o culturales que deben ser modificadas.

Algunas áreas sociales aparentemente no están referidas de manera determinante a una lógica del poder social pues dependen de dimensiones muy básicas como, por ejemplo, la incorporación de hábitos de higiene, sin embargo hay actividades asociadas a ellas, como el acarreo de agua o el uso de la letrina que están atravesadas por prácticas violatorias de los derechos, sobre todo de las mujeres.

También, en los últimos años, se han impulsado programas dirigidos a “reeducar” a los sujetos receptores para obtener resultados más cercanos a los previstos y lograr un impacto mayor en el comportamiento social de la gente, a través de conceptos claramente conductistas que promueven el intercambio de incentivos y sanciones para conseguir determinadas conductas sociales y familiares (Cash Transfers), entre ellas internalizar una cultura de los derechos humanos. Estas transferencias pueden ser útiles para obligar “desde arriba” una modificación de relaciones de poder

El asunto es cómo visualizar estos campos del comportamiento social como producto de una relación social, que obliga a contextualizar tales hábitos, recuperar culturalmente los conocimientos y las prácticas, propiciando diálogos reflexivos en las comunidades objeto de estas intervenciones.

Ello obliga a diseñar “tecnologías de aprendizaje social” basadas en el reconocimiento de un sujeto activo, de otra manera los efectos deseados tendrán muchas dificultades para conseguirse. La política social intercultural debe, en este sentido, constituirse en un instrumento para alcanzar esa relación democrática alrededor de la configuración del bienestar y no lo contrario.

Como señala Luis Tapia (2009), todo aprendizaje es en alguna forma mimético, ya que el aprendizaje tiene una carga de innovación y variación, pero que no se asimila de igual manera y con los mismos resultados por todos los sujetos. “La mímesis es también una creación y recreación de nosotros mismos; pero nos podemos formar en el horizonte de la subordinación.

UN PLAN DE ACCIÓN PARA FOMENTAR UNA POLÍTICA SOCIAL INTERCULTURAL

La política social es un resultado de mandatos morales tales como la incorporación de la justicia y erradicación de la inequidad social; acciones políticas e institucionales; elaboraciones técnicas o instrumentales; y fundamentos científicos. Esta característica la define como un espacio de procesamiento y articulación del poder y de producción y sistematización del conocimiento. Desde el surgimiento de “la intervención social” como una acción “consciente” del Estado, las motivaciones políticas se basaron en la noción de igualdad.

La política social emergió como un instrumento civilizador dirigido a lograr el acceso de todas las personas a un mínimo social que las dignificara y las igualara socialmente. De allí nació la idea “marshalliana” de la ciudadanía social como objetivo político y moral de la política social y se consumó la noción del Estado Social. Este horizonte ha sido inalcanzable en América Latina por las razones mencionadas anteriormente.

En el contexto del surgimiento de los derechos humanos, esta idea de ciudadanía fue extendida al reconocimiento de las particularidades culturales de los sujetos. De esta manera, la política social comenzó a experimentar el desafío de diferenciar sus acciones a la luz de las necesidades de éstos. El dilema planteado es cómo incorporar la diversidad cultural en una actividad estatal que nació precisamente para estandarizar o igualar socialmente.

¿Es posible limitar este debate a los aspectos técnico-instrumentales, tal y como ha ocurrido en estos últimos años, y prescindir de los objetivos políticos y morales de la política social? tal y como ha señalado en varias ocasiones Eduardo Bustelo (2007). Para este autor, este es un camino que se viene intentando en la región y que ha tenido como consecuencia el fortalecimiento de “proyectos de focalización” de la política social hacia grupos identificados, el abandono de la idea primaria de la universalidad y el desarrollo de la responsabilidad social. Lo que ha conllevado al surgimiento de un enfoque de caridad de nuevo cuño y al aparecimiento de la idea de proyectos carentes de articulación y de vínculo con lo universal.

El debate de la política social es complejo. La estandarización es necesaria porque es la vía para alcanzar el acceso de todos y todas a mínimos sociales, sin embargo, es negativa cuando se piensa incorporar el ingrediente cultural, ya que uniforma e impide el acoplamiento con la especificidad. Por otra parte, la focalización o selectividad no contribuye a esa idea del acceso igualitario pero coadyuva a la incorporación cultural. La discusión ha sido intensa y pareciera que hay un mayor consenso en que la solución consiste en una mezcla de ambos enfoques, sobre todo en el presente siglo, cuando nuevos regímenes políticos y de gobiernos críticos a la era neoliberal promovieron constitucionalmente la universalidad de los derechos sociales y culturales.

Ello, sin embargo, no ha resuelto las dificultades para avanzar hacia una política intercultural. Se piensa que es suficiente llegar a “los diversos” para alcanzar este propósito, no obstante, si bien esto es importante, no es suficiente. Como se señaló anteriormente, la interculturalidad es un concepto que pone énfasis en la interdependencia de los sujetos. De acuerdo al Diccionario de la Real Academia española, interdependencia significa una dependencia recíproca. La dependencia no necesariamente significa reconocimiento, como bien lo ha planteado Albó, con la noción de “interculturalidad negativa”19. Es necesario tener consciencia de esa dependencia y de que ella descansa en sujetos para que se transforme en un diálogo intercultural. Para Habermas (1984), siguiendo a Hegel, el Yo aprende al verse con los ojos del otro sujeto.

“La conciencia que tengo de mí mismo deriva de un entrelazamiento de perspectiva. Sólo sobre la base del reconocimiento recíproco se forma la autoconsciencia, que queda fijada a la imagen que de mí mismo que deriva de un entrelazamiento de perspectivas. Sólo sobre la base del reconocimiento recíproco se forma la autoconsciencia, que queda fijada a la imagen que de mí mismo obtengo a través de la conciencia de otro sujeto” (Pp. 15-16).

Este reconocimiento recíproco debe estar fundado en la aceptación de sujetos iguales y con idénticos derechos. Hasta ahora no ha habido una consciencia de esta interdependencia, sino que ella ha tenido la forma de una relación que negó el aporte de las otras culturas a pesar de que el mundo siempre ha sido interdependiente, como afirma correctamente Sen (2007), refiriéndose a la globalización. Y si se ha reconocido al otro, ha sido de manera disminuida, tal y como el mismo Hegel visualizaba a los indígenas de las Américas (Reascos, 2009). Por esta razón, el tema del reconocimiento de los derechos y de su garantía no es algo superfluo; así como tampoco lo son aquellos procedimientos democráticos que garantizan el cumplimiento de los derechos.

Una política social intercultural es, en consecuencia, aquella que orienta sus diversos programas de protección y atención social hacia todas las personas y colectividades que han sido definidas como su objeto de intervención, tomando en consideración las especificidades culturales para contribuir a esa idea de ciudadanía y de universalidad. La consideración de tales especificidades implica tomar en cuenta las costumbres, las tradiciones, los conocimientos, la lengua y las necesidades particulares y generales de estos grupos sociales, pero también significa abrir un diálogo entre estos mismos sujetos para procurar el reconocimiento recíproco entre ellos y con el resto de la sociedad.

Tal y como se puntualizó antes, la interculturalidad es un proceso que trasciende la política social. Abarca procesos políticos y culturales mucho más complejos, como el diálogo en el ámbito de los conocimientos, el debate jurídico y la conformación y concepción misma del Estado, la familia, la comunidad y el individuo.

El reconocimiento del carácter multi y pluri-cultural del mundo abrió la Caja de Pandora y pareciera que este debate no cesará hasta que el mundo como lo conocemos, experimente profundas transformaciones, que todos esperamos sean, como dice Boaventura de Sousa (2004), para democratizar la democracia, y no para crear un especie de apartheid que propicie una democracia entre rejas. En otras palabras, solo para algunos, tal y como prefigura la serie televisaba “Robocop”, en la cual se produce “un instrumento” que encarna la racionalidad instrumental-y que es la mezcla perfecta entre una máquina y un “ser humano” des-subjetivizado (sin conciencia, ni memoria), dedicado exclusivamente a liquidar eficientemente a “los otros”: la masa de los excluidos considerados delincuentes, que viven en los suburbios de la ciudad moderna y ponen en riesgo a los incluidos.

Enmarcar la política social intercultural es importante, porque hay miradas globales que la afectan directamente y determinan los pasos a seguir para construir un programa de reformas que incorporen la cultura vista de esta forma. Un aspecto muy importante en la política social pero que en este contexto adquiere mayor significación es el tema de la ciencia y de los conocimientos en los que se sustenta. Como se ha dicho antes, hay una imbricación estructural entre ciencia y política social.

Los conceptos de lo social y su derivación operativa en los estándares y demás instrumentos gerenciales inscritos en la política social derivan de formulaciones científicas que aluden, por un lado, a la manera como la sociedad debe abordar los procesos racionalizadores centrados en cómo socializar (paternidad, maternidad), cómo aprender y educar, cómo estar saludables y cómo integrarnos a la comunidad. Y, por otro lado, a las estrategias operativas que establecen las maneras de cómo transmitir estos conocimientos, cómo los insertamos en las personas y colectividades y cómo los evaluamos.

La ciencia es un campo (Bourdieu, 2001), que articula contradictoriamente intereses, simbolismos, juegos voluntarios e involuntarios entre actores y experimenta un debate permanente y bastante intenso, que en el caso de la política social no sólo es recogido por los ingenieros y tecnólogos sociales para incorporarlos en sus estándares y demás instrumentos de racionalización social, sino que, además, determina la evolución de enfoques, conceptos y herramientas. Además, la política social, dado su objeto de intervención, tiene la particularidad de articular, distintos tipos de conocimiento científico, que van desde las ciencias humanas y sociales (derecho, sociología, economía, antropología, pedagogía) hasta otras como las ciencias médicas, las ciencias de la conducta e, incluso, las ciencias exactas y taxonómicas (en el caso de proyectos de agua y saneamiento y de la atención de los efectos del cambio climático). Todo esto presenta debates y tensiones todavía más complejas, que se dan en el marco de la epistemología. Desde la perspectiva positivista, esta disciplina se encarga de preguntarse por la falseabilidad de los fundamentos que acompañan a las teorías científicas y por la coherencia y consistencia entre la ciencia y la ingeniería social.

Sin embargo, se presume un campo donde a pesar de las discrepancias existe una mancomunidad de criterios que establecen las diferencias entre el conocimiento científico (uso del método científico) y las creencias, sean estas religiosas o no.

La interculturalidad, al postular una conciencia de la interdependencia como reconocimiento recíproco, remite inexorablemente a la obligación de considerar las creencias, conocimientos, instituciones y prácticas sociales en un diálogo abierto. En otras palabras, implica debatir fuera del ámbito de la ciencia y aceptar que existe una racionalización social diferente con la cual se puede lidiar y llegar a acuerdos culturales. Lo anterior obliga a visualizar la epistemología como lo formula León Olivé (2009), como una disciplina que en lugar de estar vigilando el correcto uso del método científico se dedica a analizar “las prácticas cognitivas, es decir, aquellas mediante las cuales se genera, se aplica y se evalúan diferentes formas de conocimiento” (p.25).

El abordaje de estos conocimientos no puede ser monológico. Descalificar el pensamiento del otro conduce inevitablemente a propiciar, en el mejor de los casos, estrategias de asimilación cultural y en el peor un choque o un enfrentamiento innecesario. Hay puntos de vista basados en serias investigaciones antropológicas que dejan muy claramente establecido la existencia de un concepto de racionalización social bastante avanzado en los pueblos subyugados, que se han preservado de generación en generación.

Ethel Wara, en el caso de los pueblos andinos, lo plantea de la siguiente manera: “Se puede decir entonces que enumerar, censar, medir, recolectar y analizar datos con la finalidad de planificar y asegurar el bien social no son herramientas científicas exclusivas de occidente. Los sistemas de conocimiento Indígena no se diferencian de los occidentales por el empleo o no de métodos cuantitativos o cualitativos. Esta diferenciación se basa en cambio en las discrepancias, a veces antagónicas, de las cosmovisiones o ideologías en las que se fundamentan los distintos sistemas de generación de conocimientos” (Ethel, 2005 p. 25). Amartya Senn (2007) coincide con este punto de vista al analizar la globalización como un fenómeno de interdependencia cultural que ha existido y se ha fortalecido a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Después de recabar múltiples inventos e innovaciones producidas, sobre todo en China y la India, que fueron retomadas por occidente como materia prima importante de lo que hoy denominamos ciencia, señala lo siguiente: “Sin duda alguna, el Renacimiento, la ilustración y la Revolución industrial fueron grandes logros – y tuvieron lugar principalmente en Europa, y más tarde, en Norteamérica-. Sin embargo, muchos de estos desarrollos se nutrieron de la experiencia del resto del mundo, y no estuvieron limitados a los confines de una discreta civilización occidental” (Sen, 2007, p.30).

Hay ámbitos en los que este desarrollo de otras culturas constituye un significativo aporte a la humanidad, como, por ejemplo, en la atención de la salud, el cuidado de biodiversidad, y la agricultura entre otros. Hablar de la ciencia indígena o de la epistemología indígena como campos alternativos a la ciencia y epistemología dominante no pareciera ser una conclusión correcta ni un camino que contribuya a esa mirada intercultural.

No sólo porque la ciencia y la epistemología surgen de otra matriz filosófica sino porque presentan antagonismos que no existen20. Es más apropiado postular la existencia de sociedades de conocimientos, tal y como lo formula Olivé (2009), estas sociedades pueden ser complementarias y en otras ocasiones continuar desarrollos distintos pero con igual apoyo y respeto por sus avances y su utilidad de parte de la sociedad contemporánea. Olivé propone arribar a un pluralismo epistemológico más que una epistemología alternativa.

En el caso particular de la política social, abrir un diálogo intercultural sistemático y en condiciones de la más absoluta equidad cultural puede coadyuvar a incorporar estas perspectivas en los programas sociales. Para que sea útil en el desarrollo de una interculturalidad que atraviese la política social y evite que ésta se limite a un discurso general e ideológico, este diálogo requiere de un apoyo en la producción y sistematización de los conocimientos de los pueblos indígenas y en la incorporación de aquellos aspectos que la sociedad considere importante insertar en la matriz teórica que acompaña a los enfoques y herramientas de la política social en el contexto de un diálogo intercultural bien fundamentado y en condiciones de equidad.

Este ejercicio supone, al mismo tiempo, inquirir y valorar desde unos criterios diferentes, sustentados en un conocimiento no racionalista-instrumental, el desempeño de la política social para garantizar el acceso a un cierto nivel de bienestar de la población. La consecuencia de estos dos ejercicios es ampliar la comunidad científica incorporando la participación de los sabios y expertos indígenas, de tal modo que se cree una comunidad basada en ese pluralismo epistemológico y de conocimiento.

Esto obliga, tal y como se ha venido llevando a cabo todavía de manera tímida en Bolivia y Ecuador, al reforzamiento de los espacios académicos interculturales en las universidades, a la creación de centros de excelencia o universidades especializadas en la producción de conocimientos indígenas, al fortalecimiento de las políticas interculturales de parte de los Estados a través del reconocimiento “real” de las lenguas indígenas, sobre todo de las más habladas, a la recuperación de las lenguas que están en proceso de extinción y a la organización sistemática del conocimiento vinculado con los programas de atención social.

La cooperación internacional, que en muchas de estas naciones ha sido clave para el financiamiento y desenvolvimiento de las políticas sociales, debe continuar el apoyo a la creación de programas de investigación e innovaciones asociadas a la política social y al fomento de debates pluralistas sobre temas de interés de estas comunidades epistémicas de base indígena. Hay ejemplos interesantes, como los que vienen desarrollando la comunidad de expertos indígenas y no indígenas en el tema de Educación Intercultural Bilingüe, con el apoyo del Programa EIBAMAZ de UNICEF y el Gobierno de Finlandia, y la cooperación que desarrolla la Unión Europea en Potosí, Bolivia en el Hospital de Potosí o Naciones Unidas (UNFPA y/o UNICEF) en la institucionalización del parto vertical -el cual se acostumbra entre las mujeres de las comunidades indígenas -en los centros de salud. Se trata de propiciar un equilibrio reflexivo dentro de esta comunidad ampliada (integrada por la comunidad científica, tecnológica, sabios y expertos indígenas) vinculada con la política social.

ESTÁNDARES INTERCULTURALES.

Reconocer el pluralismo epistemológico y promover un espacio permanente de sistematización, innovación y desarrollo del conocimiento de las culturas hasta ahora subordinadas en el campo de la racionalización social es insuficiente si no se realiza con el propósito concreto de incidir en los estándares vigentes o establecer nuevos estándares sociales.

El estándar define un modelo o patrón de comportamiento social en los diferentes ámbitos sociales. Desde una perspectiva intercultural, se trata de revisar esos estándares a la luz del conocimiento de las culturas subordinadas, principalmente en aquellas naciones o regiones donde estos grupos sociales son mayoritarios. A primera vista puede verse como paradójico proponer una estandarización de los contenidos interculturales si esta noción ha promovido la uniformidad de “lo social”.

No obstante, esta tarea de incluir la especificación en aquellos territorios geográficos, sociales y culturales debe formularse como una estrategia global y no focalizada, cuya contribución sea un “universalismo” capaz de reconocer e incorporar la diversidad. Para ello, en primer término, hay que preguntarse si los estándares vigentes están considerando el reconocimiento de la lengua, la cosmovisión y las tradiciones de estos pueblos. Se trata de realizar una interrogación epistemológica en los términos propuestos por Olivé.

Interrogarse si los servidores públicos hablan la lengua indígena del territorio donde se ubica el centro de atención social o bien inquirir si, en las campañas de sensibilización y movilización dirigidas a garantizar cierta acceso al bienestar, se toma en consideración las cosmovisiones indígenas y la estructura de autoridad de las comunidades para discutir y validar estrategias de promoción de la salud o de otro tipo. Esto pareciera ser un requisito básico en cualquier política social de naturaleza intercultural. Se hace necesario, también, propiciar un debate, acuerdos culturales y arreglos institucionales sobre normas y protocolos en los distintos campos de la política social que revisen, modifiquen y cambien los estándares de atención y promoción social.

Hay ejemplos interesantes relacionados con otros grupos sociales como las mujeres, que han conseguido la organización de instituciones que promueven sus derechos y, en la medida de sus posibilidades, han avanzado sometiendo los estándares vigentes al escrutinio de enfoque de género o han propuesto nuevos estándares basados en conceptos que toman en cuenta la equidad de género. Sin embargo, este caso es aún más complejo ya que se trata de propiciar un proceso de racionalización de la vida social y de vinculación con la oferta de control de la sociedad moderna evitando la colonización.

La política social sirve de puente entre la sociedad moderna y la comunidad originaria, de modo que se generen procesos de reforzamiento de las ventajas de esta última y se incorporen de manera reflexiva las bondades de la primera.

La producción y difusión de conocimientos desde una mirada intercultural resulta prioritaria para realizar esta campaña, procurando superar la antigua mirada antropológica y propiciando la reflexión de acerca cómo se pueden orientar los planes de vida y, en este contexto, de qué manera pueden tornarse conscientes las instituciones originarias, acomodándose de una manera no subordinada al resto de la sociedad y estableciendo los caminos más idóneos para perfeccionar su modo de vida.

En la medida en que los movimientos sociales indígenas irrumpieron como sujetos en la vida política y social, después de más cuatrocientos años de dominación y discriminación se conectaron de manera distinta a la modernidad y obligaron a que las instituciones modernas pasaran por el tamiz de su realidad, pero también se vieron obligados a tener que dialogar con ellas.

Se requiere, en consecuencia, no solo la sistematización de los conocimientos, prácticas y saberes sino de una dinámica que los visualice en el tiempo y no los petrifique, para garantizar su vigencia. En este proceso, el diálogo no será ya “un diálogo defensivo” sino “un diálogo crítico” en el que se somete a la modernidad a un escrutinio sistemático, sobre todo considerando que las promesas de ésta no han podido ser cumplidas.

Un esfuerzo permanente que conduzca a este diálogo de una manera no solo fundada sino práctica a la luz de la identificación de patrones de vida y del debate sobre las opciones que tiene la gente para definir sus planes de vida individual o comunitario puede aportar los insumos necesarios para que la política intercultural tenga no sólo un sustento distinto sino un basamento político fundado en una relación entre iguales.

Como lo demuestran los casos de Ecuador y Bolivia, el control del poder de instituciones o gobiernos locales por parte de originarios de los pueblos indígenas es fundamental pero no es una condición suficiente que garantice la incorporación del enfoque cultural de los pueblos indígenas en las políticas sociales y, menos aún, el debate y diálogo intercultural que permita esa reflexión sistemática y el acuerdo y arreglo institucional. Muchos de estos líderes en ocasiones están más preocupados por mantener las concepciones tradicionales de la política social que por lograr un cambio cultural más allá del cambio político.

LA PROGRAMACIÓN SOCIAL.

La revisión de los estándares y el desarrollo de herramientas y mecanismos para insertar la dinámica intercultural en la política social tienen como espacio privilegiado el proceso de programación social. Este es un momento operativo pero no por ello menos importante ya que es la oportunidad de expresar en estrategias y actividades concretas la retórica intercultural.

Es en este espacio en el cual se pueden incorporar protocolos y herramientas basadas en una mirada intercultural y adecuadamente financiadas, formulando las preguntas correctas que interroguen a los instrumentos de programación vigentes como los marcos lógicos o “las cajas de herramientas” e incentiven un proceso que garantice una reflexión pertinente y participativa.

La programación social es un espacio técnico y político en manos de la burocracia de las instituciones, de modo que la incidencia en este proceso implica la búsqueda de arreglos institucionales que viabilicen la incorporación del enfoque intercultural. Tal constatación implica desarrollar una estrategia de discusión, capacitación y de gestión del conocimiento basado en el enfoque intercultural, de modo que se abran canales para movilizar e insertar esta perspectiva en la gestión y evaluación de la política social.

La programación social participativa es una estrategia que puede contribuir a ello en la medida en que abre un diálogo con los pueblos indígenas y establece mecanismos de vigilancia y retroalimentación de la burocracia que no siempre comparte este enfoque. Sin embargo, para que genere un intercambio cultural basado en el reconocimiento recíproco, esta participación necesita contar con los instrumentos necesarios para que ello se haga explícito y, además, de manera sistemática.

Al igual que ocurre con el conocimiento científico, el cual requiere de una sistematización y de su uso riguroso, sucede con otro tipo de conocimientos, como las cosmovisiones indígenas. En consecuencia, la programación social participativa debe fundarse en una perspectiva estructurada y estructurante de este conocimiento, para lograr una inserción calificada de este enfoque en la gestión de la política social. Ello requiere metodologías especializadas y estrategias bien formuladas de sistematización y mecanismos de consulta y de vigilancia.

Las herramientas interculturales.

Un nivel de especificación necesario de este proceso de programación social es la formulación de herramientas que garanticen la incorporación cultural. Estas herramientas pueden ser de diverso tipo:

1) Informes que muestren los estados de avance, las tensiones y las dificultades para lograr este propósito;

2) Normas, sistemas de acreditación y de evaluación que formulen “estándares interculturales” de proceso y de resultados dirigidos a promover la reflexión y movilización social y establezcan un horizonte medible y obligatorio entre los agentes institucionales y sociales. Hay experiencias muy significativas en el campo de la política social y en otros ámbitos que han contribuido a modificar culturas institucionales y sociales, como, por ejemplo, los Hospitales Amigos del Niño, la Bandera Azul Ecológica en las playas y zonas costeras en Costa Rica, la Escuela Amiga o el Sello o acreditación de municipalidades en algunas municipalidades de Brasil;

3) Creación de mecanismos de coordinación interinstitucional, instancias de consulta y participación de las organizaciones indígenas, oficinas especializadas, responsables o unidades de apoyo, como la Unidad Intercultural del Hospital de Potosí en Bolivia, el cual a pesar de las dificultades encontradas ha hecho grandes progresos (Citarella, 2009); 4) La organización de foros permanentes o mesas de trabajo que posibiliten la coordinación entre las diferentes agencias y movimientos que promuevan una política social intercultural.

Estas y otras herramientas contribuyen a abrir espacios de diálogo intercultural y posibilitan explicitar los pluralismos cognitivos y epistemológicos, algo urgente en una sociedad que tiende a despreciar las otras racionalidades sociales. Pero este diálogo debe sustentarse en sujetos igualmente reconocidos. De ahí que deben establecerse los procedimientos necesarios que de cuerpo a esta realidad, lo cual puede implicar el rompimiento con muchos de los mecanismos tradicionales de coordinación funcional y el surgimiento de nuevos mecanismos; así como la búsqueda de estrategias distintas que garanticen el rediseño, el debate y la puesta en práctica de los estándares y enfoques interculturales con base en el conocimiento sólido y fundamentado.

EL DIÁLOGO INTERCULTURAL ENTRE SUJETOS.

La ventaja del diálogo intercultural es que constituye un factor de democratización de las instituciones, lo cual tiene efectos colaterales en las comunidades y, en general, en la sociedad. El diálogo intercultural es, al mismo tiempo, un diálogo intracultural, ya que mirar al otro conduce a mirarse a uno mismo.

Por tal razón, interculturalidad e intraculturalidad son unidades de un proceso, complejo, contradictorio pero de gran riqueza social.

La intraculturalidad es necesaria para fortalecer internamente a los sujetos y potenciar discursos y mecanismos que fortalezcan la equidad cultural pero nunca debe contribuir al autismo cultural, pues ello contribuye a fortalecer la visión particularista y no a forjar una nueva universalidad multicolor. Cómo propuso Hegel, el Yo es al mismo tiempo universal y particular.

La contribución del enfoque intercultural no consiste solamente en obligar un reconocimiento del otro sujeto, sino de los sujetos que integran “mi” comunidad, como las mujeres y la niñez. La identidad no es unívoca y abarca muchas otras dimensiones, de modo que cada persona o grupo social tiene al mismo tiempo varias identidades: son mujeres, hombres, niños y niñas, adolescentes, ciudadanos pertenecientes a una nación o región. En consecuencia las comunidades indígenas también, experimentan desigualdades por su condición de género y de edad, que se expresan en pésimos indicadores sociales y contribuyen a profundizar las inequidades culturales de éstos pueblos.

También estas desigualdades alcanzan a los mismos pueblos y naciones indígenas, en las cuales se identifican diferencias y hasta relaciones de dominación, algunas de ellas que se remontan a los períodos precolombinos. En un esquema de promoción de políticas interculturales, aprovechar el diálogo intercultural para ensayarlo no sólo con los sujetos de la cultura hasta ahora dominante sino con los sujetos que forman parte de “mi” comunidad, de “mi” cultura abre un espacio de reconocimiento de derechos y de debate en el cual puedo incorporar lo mejor de los otros.

De ahí que la sistematización de conocimientos y los debates epistemológicos tienen que abarcar el diálogo y la relación con estos sujetos para propiciar una interculturalidad global e integral, que fortalezca la condición social de todos los grupos sociales, visibilizando todas las inequidades y las desigualdades y formulando un plan de acción que logre integrar todas las dimensiones de la exclusión cultural y de la desigualdad social.

EL SISTEMA DE PROTECCIÓN SOCIAL DE LOS DERECHOS.

El conjunto de acciones positivas para abrir un campo de diálogo y de trabajo a favor de la interculturalidad en la política social debe avanzar hacia una perspectiva sistémica que articule el papel de los actores institucionales, comunitarios y sociales. Uno de los avances de la planificación social es el reconocimiento de que difícilmente se pueden atender o prevenir los riesgos sociales si no hay una concepción integral, integrada y sistemática de las instituciones y de la sociedad y si esta concepción no incorpora de manera consciente los derechos. La noción de sistema de protección plantea una combinación de responsabilidades de sujetos, familias, comunidades e instituciones bajo un régimen específico de bienestar.

El diálogo intercultural es una excelente oportunidad para abordar estas responsabilidades, las diferentes tradiciones de organización social y acoplarlas a esta idea sistémica. La sociedad denominada occidental tiene sus jerarquías funcionales y sociales, al igual que las comunidades originarias, por lo tanto, no hay razón para que aparezcan como antinómicas.

Desde una mirada intercultural hay que realizar esfuerzos por favorecer la complementariedad y acoplar las dos concepciones funcionales con miras a desarrollar una política social que maneje la cultura de manera racional. Si la sociedad actual, incluyendo los pueblos indígenas, experimentan una cultura híbrida, independientemente de que sea producto de la asimilación y del intercambio cultural

o de la interdependencia reflexiva, hay un desafío, principalmente en las naciones y territorios donde predominan los pueblos indígenas: un sistema de protección social de derechos híbrido que recoja lo mejor de los pueblos originarios y que exponga lo mejor del desarrollo de la política social tradicional.

Esto requiere de un esfuerzo que difícilmente se podrá conseguir si no hay un diálogo y un compromiso intercultural que garantice los derechos de estos pueblos y naciones pero en el marco de la garantía de la universalidad y de la cohesión e integración social.

CONCLUSIONES

En los últimos años, sobre todo en el campo de la antropología, se han incrementado los estudios y análisis étnico-culturales. También el fortalecimiento de los movimientos sociales indígenas ha dado frutos en términos de un mayor reconocimiento de estos pueblos en las sociedades latinoamericanas.

En algunas naciones esto se ha expresado en inclusión de líderes indígenas en las clases políticas y en la administración de las instituciones gubernamentales, sobre todo en el nivel local. Inclusive ha sido elegido el Sr Evo Morales Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia, quien no sólo es de origen indígena sino que llegó al poder gracias al desarrollo alcanzado por los movimientos sociales, sobre todo de origen campesino y originarios.

Estos avances políticos y culturales se han llevado a cabo en un período en el que si bien el Estado ha sido fuertemente atacado, han eclosionado los derechos humanos como un enfoque que trasciende el tema de las libertades negativas y abarca las libertades positivas. Gracias a ello, ha surgido el reto de fortalecer las políticas públicas incorporando este enfoque. La “infiltración” de las nuevas perspectivas de los derechos humanos en el desarrollo institucional y los esfuerzos que se realizan para que desde ahí se lance una agresiva acción a favor de un cambio cultural orientado al reconocimiento recíproco en la sociedad, también ha contribuido a robustecer el reconocimiento de estos pueblos y ha permitido formular este último desde la perspectiva del acuerdo intercultural.

La política social se ha visto especialmente atravesada por este debate y estas energías de cambio. Se han impulsado iniciativas de “transversalidad” de los derechos culturales de estos pueblos y se han legitimado algunas otras que ya venían en camino, como la Educación Intercultural Bilingüe. Sin embargo, como hemos visto, este no ha sido un proceso tan sistemático como se quisiera y, más bien, aparece como resultado de experiencias aisladas y no siempre con la debida conexión como para hablar de una estrategia estructurada.

Las barreras socioculturales para desarrollar una política intercultural son muchas, siendo una de ellas que la discusión se sitúa en una mesa servida con un enfoque etno-céntrico. Es necesario ampliar la discusión incorporando los saberes de quienes se han considerado “los otros”, los diversos, en una sociedad que si bien es multicolor se presenta de manera homogénea.

Esto implica un programa político que subvierta esta racionalidad monológica y vindique una racionalidad comunicativa. Para que tenga impacto en las condiciones de bienestar de la población indígena, un programa de esta naturaleza debe expresarse en políticas sociales que lleguen hasta las comunidades más alejadas con un discurso y una práctica capaz de incorporar al otro y no solamente dirigida a un cambio de conducta. Los retos que ello implica son inmensos, ya que requiere incorporar el enfoque de reconocimiento cultural en los instrumentos de planificación y programación social y reformular estándares de atención social.

Un desafío de tal magnitud representa no sólo ampliar sino reformular políticas sociales. La reformulación conlleva la incorporación activa de los pueblos indígenas, sobre todo los portadores de estos saberes, en las comunidades de conocimientos, desde donde pueda debatirse el pluralismo epistemológico y social. Esta es una tarea política pero también técnica y operativa. Encierra acuerdos sociales pero al mismo tiempo pactos técnicos. El horizonte de la sociedad contemporánea pareciera no tener más salida que esta, en un mundo donde el intercambio cultural ya es cotidiano y los reclamos de inclusión sistemáticos.

Artículo recibido en: 17 de enero de 2010
Manejado por: Editor en Jefe-IICC
Aceptado en: 21 de febrero de 2011

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