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Revista Latinoamericana de Desarrollo Económico
versión impresa ISSN 2074-4706versión On-line ISSN 2309-9038
rlde n.11 La Paz abr. 2009
Caudillos, Estado de Derecho y constituciones en Bolivia*
Salvador Romero Pittari**
Resumen
El estudio intenta contribuir a esclarecer las razones que contribuyeron a debilitar en el país el régimen de derecho que se estableció desde el origen de la República, aunque pronto fue substituido por modalidades de gobierno de tipo caudillista y personalizado con matices propios en diferentes períodos de la historia nacional. Se señalan algunos factores socioculturales que favorecieron la aparición del fenómeno y sus mutaciones a través del tiempo. El lapso considerado va, en forma sucinta, desde los inicios de la República hasta nuestros días. Se examina asimismo el papel de la propia constitucionalidad en la ruptura de la legalidad.
Abstract
The study aims to clarify the reasons that contributed to the weakening of the country's state of rights that was established since the beginning of the republic, although it was soon substituted by charismatic leader's type governments and personalized with its own character in different periods of national history. Some socio-cultural factors that favored the appearance of the phenomenon and their mutations through time are indicated. The considered lapse goes, in brief form, from the beginning of the republic to the present time. Also the role of the own constitutionality in the rupture of the legality is examined.
1. Algunos elementos teóricos
Este artículo busca examinar las relaciones entre la democracia, el Estado de derecho y la sociedad boliviana, su cultura y los actores sociales que en ella se mueven. Conviene señalar al inicio que el Estado y el derecho mantienen entre ellos una estrecha relación, al punto que algunos teóricos del tema han afirmado la estricta identidad entre uno y otro, tal fue el caso del jurista de origen checo Hans Kelsen.
El planteamiento que reduce el Estado al orden jurídico vigente y éste a aquel, ambos concebidos como ideales, independientes de cualquier base material, tiene una doble cara que la equiparación del uno con el otro esconde y termina por dejar en la sombra las especificidades de cada una de las esferas. Si bien nadie negará que el Estado es un sistema de derecho positivo, un ordenamiento coercitivo y normativo, no todos aceptarán que el Estado sea solo eso y que se ponga entre paréntesis el papel de la historia, la cultura y la sociedad en el surgimiento y afincamiento del fenómeno jurídico. Si no. ¿cómo explicar que ei derecho en concreto adopte tal o cual forma o contenido y no otro? ¿Y qué hacer con la arbitrariedad, tan común en nuestro medio, cuya obediencia se asegura con la fuerza del Estado? Son los factores históricos, las realidades sociales que explican la particular configuración de los sistemas jurídicos de cada país y sus anomalías.
Por otro lado, el derecho, la norma, Kelsen los presentó puros, como ideas normativas, susceptibles de recurrir a la fuerza para su cumplimiento, formando un ordenamiento piramidal invertido, lógicamente encadenado, sin lagunas, donde todo precepto encuentra su justificación en uno superior hasta llegar a la norma de normas, la Constitución, que sin apoyarse en nada cierra el conjunto. Ahí la rigidez del planteamiento parece atenuarse, ya que la pirámide jurídica cuyo ápice es la Constitución, de la que pende la legalidad de la totalidad del orden normativo, de la jerarquía escalonada de disposiciones y competencias que trazan las fronteras del Estado y de lo que no lo es, quedó abierta, no sustentada en precepto jurídico alguno (Kelsen, 1941 y 1948). Lo que podría interpretarse en sentido de que, si la Ley de Leyes no depende de otra norma y tampoco es creación de la nada sólo puede resultar de la dinámica social, de las luchas y oposiciones, de los acuerdos entre distintos actores sociales reales que se enfrentan intentado imponer los valores y orientaciones para la sociedad que cada uno de ellos postula1.
La Constitución reflejaría así los valores que resultan de las oposiciones, transacciones y pactos entre las fuerzas sociales, los actores que, en ciertos momentos, imponen unos en lugar de otros, frente a los cuales quizá los vencidos de ayer podrán más tarde cambiarlos, haciendo prevalecer sus ideales, sus intereses. De esta manera los arreglos entre grupos sociales contrapuestos, de donde surge la constitucionalidad, están sujetos a mutaciones, provenientes del hecho de que los triunfos valorativos, no importa su duración, nunca son finales, últimos. Las nuevas luchas y los nuevos arreglos acechan en el tiempo su oportunidad. Lo que no quiere decir que las sociedades sean volcanismo, ebullición permanente, ninguna podría vivir en ese estado, que, cuando se apodera de ellas, favorece el surgimiento de dictaduras que buscan el orden antes que las trasformaciones. Las crisis portadoras de cambios significativos responden a variaciones en la sensibilidad de las poblaciones que toman tiempo para manifestarse. Ahora mismo, las sociedades contemporáneas buscan zanjar sus diferencias de valores, orientaciones y normas a través de mecanismos no violentos que reposan en modalidades de concertación, de diálogos. En tal perspectiva, resulta difícil aceptar la pureza de la juridicidad y la reducción del Estado a ella.
La teoría de Kelsen podría, pues, admitir, en una interpretación amplia, no sólo que el Estado y el sistema jurídico no son completamente equiparables sino también que su realización en un determinado espacio y tiempo no es puramente un ideal, procede de los anhelos, de las aspiraciones, de los intereses de los grupos sociales, regionales o étnicos. La Constitución no es un producto estático, final inmodificable, sigue a los procesos de transformación, de cambio, acelerados o pausados, profundos o superficiales, violentos o consensuados, de los componentes de la sociedad.
Por su parte, el Estado no es tampoco una suerte de rey Midas, como señala un tratadista, que lo que toca lo vuelve milagrosamente derecho, precepto legal, se trata más bien de un conjunto institucional normativo que traduce la sociedad real, con sus quiebres, su cultura, sus saberes y tecnologías, las relaciones con otros Estados y con su medio.
Dicho esto, no puede desconocerse que el Estado es el creador exclusivo del derecho positivo, es decir, de las normas coercibles cuyo incumplimiento o desacato puede ser objeto de sanción formal, mas no separado de su fundamento social, del pueblo o del Soberano, como hoy se complacen los comunicadores en llamarlo. Seria empero caer en posiciones metafísicas convertirlo en una suerte de ente real, dotado de una voluntad propia, única como lo hicieron los autoritarismos socialistas o fascistas. El Estado histórico, real, está conformado por una multiplicidad de voluntades, aquí más organizadas, allá menos, a menudo opuestas, contradictorias, portadoras de intereses distintos, pero capaces de alcanzar convergencias abiertas u ocultas, formales e informales.
En los sistemas democráticos existen instituciones y mecanismos legales a fin de que el encuentro de los diversos actores de la sociedad, puedan ser públicos y transparentes. Además, las democracias modernas buscan no vulnerar los sentimientos de las minorías. El siglo pasado y el actual ofrecen numerosos ejemplos de concepciones legales que sirvieron y sirven para dominar, rebajar o eliminar al Otro, a! diferente, a los grupos minoritarios.
De los horrores e injusticias que ahi se cometieron surgió una nueva sensibilidad de hombres y sociedades que, sin negar el carácter coercitivo de la norma, que no es equivalente a una exclusiva relación de violencia policíaca o militar, sino el resorte último de la legalidad, busca reconocer al Otro y su valores, concertar entre mayorías y minorías, desarrollar los espacios discusión, de debate que restrinjan los límites del poder de las mayorías, de los que se ocupó Habermas (1997).
Este autor encontró en el diálogo libre las bases del consenso para que las discusiones, que en la vida cotidiana mantienen actores que se consideran iguales, arriben a un entendimiento. La norma legal, en un Estado de derecho democrático, es, para él, aquélla que conlleva una promesa de emancipación, fundada en la pretensión de encarnar el derecho natural que todos los hombres deberían aceptar. Ese derecho positivo se concibe como una suerte de medio institucional que penetra las discusiones de actores sociales, puestos en una posición de igualdad, promoviendo, la racionalidad de los argumentos en las controversias, la publicidad, así como la solidaridad y el reconocimiento mutuo de los participantes. Debates cuyos resultados, en ocasiones, pueden incorporarse en la esfera normativa estatal.
Se trata para Habermas de promover en las sociedades modernas, que han sufrido guerras, violencia, genocidios como consecuencia del intento de absolutizar una cultura, una nación única sobre las demás, un 'patriotismo constitucional' (Habermas, 1991), llamado a crear un tipo distinto de ciudadanía que, sin negar el peso de las herencias del pasado, de las tradiciones, de las pertenencias étnicas o regionales, establece una instancia de conciliación superior, fundada en la adhesión a principios jurídicos y democráticos, como el de que todos nacen libres e iguales en derecho, lo que permite la realización de diálogos basados en la argumentación y la comunicación libre. Sin idealizar la propuesta, aparece aquí un intento de responder al fraccionamiento valorativo, ético, de las sociedades modernas, reconociendo al Estado como el ámbito de la ley común y pidiendo al ciudadano su adhesión por encima de sus particularismos.
Un interés semejante ha llevado a D. Schanapper, filósofa francesa, a reflexionar sobre el concepto de Comunidad de Ciudadanos cuyo objetivo es integrar a todos los componentes de una sociedad en un orden político, que por encima de los particularismos étnicos, regionales, culturales, lingüísticos o religiosos, propios de la sociedad civil, funda un vínculo social democrático conformado por ciudadanos iguales en derechos jurídicos y políticos, más allá de sus diferencias de origen. Este orden, frágil pero prometedor, únicamente puede funcionar en la medida en que consigue resolver mediante las leyes y el debate los conflictos entre grupos sociales con intereses opuestos (Schanapper, 2000 y 2003).
En el reconocimiento del otro, en las discusiones paritarias se fundaría la legitimidad del actual orden democrático plural. La lección de la experiencia histórica recogida de los totalitarismos excluyentes del siglo pasado en Europa, Asía y África es que en un Estado legal, la Constitución debe forjar instituciones jurídicas que permitan la convivencia de actores cuyos valores y fines no se pueden reducir a los del Otro. Donde esto falla, sostiene H. J. Laski, un politólogo inglés, la estructura constitucional se fragiliza y los movimientos hacia la dictadura son rápidos y hallan la vía expedita (Laski, 1936: 102).
Si la Constitución expresa los valores de grupos sociales en conflicto por la historicidad de la sociedad, es decir, por controlar las orientaciones de ésta hacia la justicia, como forma de reparto del excedente social, hacia las modalidades de preservar o de transformar el orden, de producirlo o reproducirlo, para emplear una expresión de A. Touraine, no cabe duda que la construcción de la opinión pública es fundamental para la conformación de un régimen constitucional Asimismo, la forja de las opiniones requiere ahora para desarrollarse de la independencia, transparencia y objetividad de los medios de comunicación social.
Los estados de opinión, no meramente reflexivos sino críticos de la situación, cristalizan en acciones de las agrupaciones sociales, para cambiar una situación considerada no justa. Sin embargo, las mismas opiniones se rebelan hoy ante la pretensión de imponer el interés de segmentos sociales sin conciliar con los de los otros, negando la solidaridad entre los componentes del todo social, actitud que desemboca en la urgencia de impulsar la búsqueda de entendimientos, de diálogos, sin los cuales se corre el riesgo de deslegitimar la Constitución, acrecentado los derechos de unos a costa de los de los demás. La opinión publica local y de afuera no tolera la inequidad manifiesta, capaz de conducir a luchas abiertas por el cambio de normas que no garantizan el derecho y las demandas de las minorías.
El diálogo ha alcanzado en la sociedad boliviana reciente, al igual que en otras, un papel casi mágico que en los hechos le ha permitido pasarse de las condiciones mínimas para alcanzar los objetivos, por lo menos en cuanto a la racionalidad de los argumentos, a la simetría de los actores, a la publicidad, aspectos sobre las cuales J. Habermas insiste. Aunque hay que reconocer que finalmente en los acuerdos últimos sobre la modificación de la Constitución elaboraba por la Asamblea Constituyente, el diálogo ha obtenido resultados positivos, prueba evidente que los bolivianos, a despecho de nuestras divergencias y oposiciones, tenemos la voluntad de continuar viviendo juntos, que por debajo de las discrepancias existe un denominador constituido por un radical sentimiento de conformar una nacionalidad dentro de una legalidad común, que una historia compartida de más de 500 años ha creado diferencias, injusticias, pero también vínculos de solidaridad, de cooperación, de afectividad e instituciones que ha permitido abrir el debate, llevar a referéndum un texto constitucional negociado, aun si todas las partes no se reconocen en él. Cualquiera sea el resultado de la consulta, que el país espera se realice en forma transparente, la democracia plural ha pasado una de sus pruebas más difíciles y costosas en términos sociales y de convivencia, mostrando que solo el Estado de Derecho, donde se respeta, así sea imperfectamente, el derecho de los disidentes, de las minorías de oposición, se pueden construir arreglos para la convivencia presente, así como para echar las bases de un futuro compartido.
Los bolivianos no hemos sido afectos a valorar el Estado de derecho, al contrario, por diversas razones que en este articulo intentaremos establecer, los partidos, los agentes sociales, la opinión, lo consideró en los orígenes de la República como supeditado a las personalidades, a la fuerza de los hombres del destino y luego, en el siglo XX, ganado al mito de la Revolución que se añadió a las inclinaciones políticas precedentes, se concibió la democracia y sus normas como algo transitorio, que se debía soportar pasajeramente hasta que la utopía de la revolución se materialice Tales ideas fueron compartidas por muchos partidos, asociaciones sindicales y pensadores del siglo pasado. Su atractivo permanece hasta hoy. El nuevo milenio, a su vez, trae otros retos para el Estado de derecho y el sistema representativo, favorecidos por el reconocimiento de la multiculturalidad y etnicidad del país. La historia de tales desafíos no es, empero, nueva.
La normatividad, su contenido y sus aplicaciones se tomaron como algo que se puede poner de lado cuando las ambiciones de un poder autoritario, de un caudillo, lo requerían, o, más cerca de nuestros días, cuando las necesidades de un proceso revolucionario así lo exigen.
Antes de examinar las concepciones y prácticas que contribuyeron a debilitar el Estado de derecho en el país conviene clarificar el alcance de esos términos en el texto. Se trata, antes que de una definición precisa, de señalar los criterios mínimos que se deben observar para considerarlo como vigente en una sociedad:
1. El poder del gobernante debe ser legal, vale decir que nace de una elección universal por voto mayoritario, efectuada por los ciudadanos que emiten el sufragio de manera directa, igualitaria y secreta, libres de coacciones físicas o morales y de acuerdo a las leyes electorales.
2. El gobierno se legitima reconociendo y respetando la Constitución y el ordenamiento jurídico, la independencia de los poderes del Estado, en cuyo marco sujeta sus decisiones y su actuar.
3. Todas las corrientes de opinión y de intereses que existen en la sociedad deben poder organizarse para participar en igualdad de condiciones en las elecciones (Román Armendáriz, 1993: 82; Habermas.
El Estado de derecho es uno de los tipos de Estado tipificado por el origen del poder, por la forma de ejercitarlo y por quienes participan en su conformación, que se
contrapone a los Estados totalitarios, autoritarios o revolucionarios En esle último caso el poder nace de la revolución y no de la Constitución. La llamada Revolución Nacional de 1 952. en Bolivia. fue criticada por algunos politólogos por haber basado su legitimidad y su legalidad en el régimen anterior, en lugar de hacerlo en el acto revolucionario, hecho que terminó, según esos puntos de vista, por impedir su realización completa (Malloy, 1989), aunque en los hechos sus políticas nacieron del acto revolucionario.
En consecuencia, las características señaladas aluden, antes que al aspecto sustantivo de los derechos y de las libertades, a la forma de establecer el gobierno y a sus límites. Por eso el Estado de derecho significa al mismo tiempo la prevalencia de la Constitución y del sistema democrático, si bien la proposición inversa no es cierta necesariamente, pero será difícil concebir en la actualidad una democracia que en la práctica no sea igualmente constitucional y de derecho (Boelli, 1976: 388 y ss).
2. La Constitución y los caudillismos personalizados del siglo XIX
La República heredó las formas de legitimidad de! poder propias de la monarquía española. Durante los 15 años de la Guerra de la Independencia se forjó en el territorio de la Audiencia de Charcas una cierta conciencia nacional, sobre todo entre las elites de las principales ciudades, sin embargo el problema de la legitimidad del poder no fue resuelto. La autoridad del Rey era concreta y recibía adhesiones fuertemente personalizadas de sus súbditos, ponía en juego lazos emotivos entre estos últimos y la persona del Rey, representante de una dinastía legitima, de acuerdo al modelo jerarquizado y paternalista bien conocido y cercano de la familia y la Iglesia.
La entronización de un nuevo monarca daba lugar a enormes festejos en los virreinatos, donde se paseaba en las poblaciones la real efigie para reconocimiento de todos sus sujetos. En las festividades las lágrimas de emoción se mezclaban con las risas de alegría, de entusiasmo. Como describe G. R. Moreno en "La pompa del retrato", el día señalado para el acto, "un solo impulso de fidelidad a la dinastía y de amor a la metrópoli movía unánimemente a peninsulares y a nativos" (Buenos Aires) (Moreno, 1940: 10), aunque ya se conocían las novedades del terrible suceso de la invasión napoleónica a España. Chuquisaca no fue menos en el orden de los sentimientos de lealtad y de devoción al monarca (Moreno. 1940: 11).
Otra ilustración de la afirmación se halla en el uso durante la sublevación de 1780 por parte de Tupak Katari del título de virrey y de virreina para su acompañante. Una estratagema, sin duda, pero que no deja de sorprender, ya que el líder de la rebelión indígena se presenta ante sus seguidores como representante del rey y no de los reinos o imperios precolombinos, lo que prueba la profundidad de la penetración de la legitimidad de la Corona española. Ésta no perdía su prestigio por las frecuentes violaciones de la norma en los territorios del Imperio en América imputado a la perfidia o incapacidad de los malos comisionados locales. Aquí no se puede pasar por alto el papel que tuvo la Iglesia en la aceptación de esa forma de autoridad. Cierto, en ese tiempo el poder regio ya estaba puesto en entredicho por las ideologías de la Ilustración, por el liberalismo, al cual adherían muchos de los conductores del proceso de la independencia, por la Revolución francesa y la Independencia norteamericana.
Los libertadores Bolívar y Sucre fueron objeto de un culto republicano que no se dio a ningún otro personaje de la independencia. El país y su capital tomaron el nombre de los de aquéllos. Fueron considerados al instar de Napoleón como fundadores de dinastías, no como herederos de dinastía. A su partida, los sucesores no lograron obtener el mismo trato y buscaron una legitimidad más abstracta en las leyes, en la Constitución, pero no fue suficiente. En gran parte, la vieja tradición popular de fundar el poder en nexos personalizados, en las cualidades del hombre, del conductor, que valian más que los principios abstractos legales proclamados por la Constitución, permaneció. Quizá por ello éste no se sentía obligado a cumplirlos, sin olvidar que la propia legalidad nacida con el inicio republicano le daba espacio para movidas dejadas a su arbitrio.
Mientras la lealtad que unía a los súbditos de América con la Corona española encajaba en un modelo de legitimidad tradicional, los vínculos, que se forjan en la República entre el gobernante y sus seguidores, que le permiten hacerse del poder y mantenerlo, corresponden al liderazgo carismático, en términos de M. Weber El caudillo debía mostrar cualidades excepcionales, sobre todo en la fase de adquisición del mando, in statu nascendi del poder, aunque tenían que continuar manifestándose durante su ejercicio (Weber, 1964: 197 y ss.).
Fenómenos internos a las sociedades hispanoamericanas acogieron durante la formación de la República este tipo de conducción caudillista, tales como el bajo nivel educativo del grueso de la población, las rigideces de la estratificación estamental, la pequeña talla de las ciudades, en las cuales las interacciones cara a cara predominaban, cobijando el establecimiento de sólidos nexos personales en provecho del caudillo, las rivalidades de campanario que obstaculizaba la formación de una clase social dominante unificada, también jugaba en beneficio de las personalidades de excepción.
Sin embargo, una vez logrado el poder, acompañado de los símbolos que lo expresan, como la Casa de Gobierno, los pronunciamientos populares de respaldo, el apoyo del ejército o al menos de sus unidades más importantes, sin el cual poco se podía hacer, se buscaba la legalidad formal, tal como la designación del título de presidente por la Asamblea Nacional o la aprobación de un texto constitucional, cortado a la medida del detentador del gobierno. Las cualidades carismáticas solas no bastaban. Éstas se engalanaban además con la legalidad formal, sin perderse. Esto probablemente se debía al hecho de que el carisma en sí mismo adolece de una inestabilidad intrínseca, que los beneficiados con él intentaban estabilizar por medios constitucionales (Weber, 1964: 199).
El equipo administrativo se reclutaba entre los seguidores fieles, antes que entre los hombres con méritos propios. El personalismo de los gobernantes ponía en juego complejas interacciones entre distintas formas de legitimidad, que iban del carisma a la legalidad. El peso de éstas adquiría sello propio con cada presidente.
Así, en los atributos del líder, que conseguía cimentar lealtades, relaciones de apoyo de persona a persona, radicaron ciertos elementos de la respuesta social a la destrucción y el desorden de 15 años de guerras por la independencia. Había urgencias internas, vacíos de poder, rivalidades provincianas y externas, problemas con los países vecinos, que aguijonearon el caudillismo impulsado por aspiraciones nobles o por bajas pasiones. A la par se estableció el marco legal, que además de una respuesta a la volatilidad del carisma, era un ejemplo de la modernización del Estado, que anheló la independencia, pero allí aparecieron también disposiciones que complotaron para apuntalar el ejercicio abusivo del poder, el régimen presidencialista casi sin restricciones.
Pero, ¿cuáles eran las cualidades que se esperaba tuviese un eventual candidato a ejercer el mando? La repuesta no es simple. Probablemente se admiraba la valentía, el coraje, la inteligencia, se reconocía la hombría, las habilidades de comando, la palabra suelta. Algunos de los militares de la emancipación ya eran aclamados por esas virtudes heroicas, otros tenían que manifestarlas, ganarlas en la acción. De ahí salía el prestigio del jefe, que expresaba al mismo tiempo el sentimiento de orgullo de sus seguidores, pero no era suficiente. Requería asimismo contar con la fuerza, con el ejército, para alcanzar el cargo y mantenerlo. Ese conjunto de rasgos y atributos, presentados de manera impresionista más que sistemática, hacían parte de una cultura local con poco desarrollo educativo, científico, tecnológico, con débil densidad poblacional y con una carga fuerte de interacciones basadas en el conocimiento personal de la gente. Por su parte, los rasgos presumidos de los conductores se hacían evidentes cuando se los ratificaba en los actos, reforzando las expectativas de la cultura de origen.
Tales pretensiones en torno a la figura del gobernante tuvieron gran influencia, no exclusividad, para generar y para consolidar el caudillismo, que no sin razones trató en todos los casos de hallar una justificación en la legalidad y, en algún grado, la encontró en las constituciones, aunque en la práctica buscó primero apoyarse en las lealtades personalizadas, en una extensa red de relaciones familiares, de padrinazgo y compadrazgo (Soriano de García Pelayo, 1996), de amistades y paisanos. Si bien el caudillismo político no es ni ha sido un fenómeno exclusivo de Bolivia, ni siquiera de América Latina2, tampoco lo fue el régimen presidencialista fuerte que se impuso en todas las constituciones del país hasta hoy día, que igualmente fue común en el continente.
Sería equivocado creer que los textos constitucionales sirvieron únicamente como un mero adorno prescindible, a despecho de su reducida aplicación, que no fue solo republicana, como atestigua la frase conocida de los encomenderos del periodo virreinal: "Se acata pero no se cumple". No carecieron de efectos sociales. Sin duda, poco podía la normativa legal sola para deshacer la conducción voluntarista, autoritaria, del gobernante, sostenida por la población. "Los estados de excepción o de sitio" y algunas otras prerrogativas contenidos en la norma básica, que componían la institución del presidencialismo, constituyeron un útil instrumento para operar según las conveniencias de los caudillos, para burlar la legalidad con la legalidad.
Sin embargo, la Constitución, las normas, produjeron consecuencias en otros órdenes institucionales, conquistaron poco a poco espacios de la vida práctica del ciudadano, ganando terreno inicialmente en aquellos ámbitos que eran los más distantes del interés inmediato de los gobernantes. Los códigos legales se tornaron en los usos para el desenvolvimiento de los negocios ordinarios. Los tribunales de justicia, herederos de la Audiencia de Charcas, se alzaron en todos los departamentos y provincias del país. Más aun, con el tiempo lograron poner coto o atenuar el desempeño del poder personalizado e inclusive, cuando la juridicidad tuvo mayor respaldo de la opinión, derrotarlo, como sucedió con los intentos de prórrogas presidenciales en la década de los años 20, donde la Constitución se invocó contra la arbitrariedad.
La dirección política personalizada, caudillista, tomó el ejercicio del poder como si fuese de su dominio privativo, favorecido por las debilidades institucionales, por el poco arraigo de las normas (Soriano de García Pelayo, 1996: 9), por la estrechez del medio social y cultural. Pero uno detrás de otro, los presidentes del siglo XIX elaboraron constituciones que no les impidieron gobernar siguiendo su antojo y sus caprichos, a golpes de estados de sitio. Allí, como se dijo, se encontraba el manantial que llevaba agua al molino de aquéllos. Aunque, al lado de estas disposiciones, existia asimismo el reconocimiento de garantías y derechos ciudadanos, como la igualdad legal, la seguridad individual, la inviolabilidad domiciliaria, la abolición de los privilegios de nacimiento, la libertad de pensamiento y expresión, los tribunales de justicia con una vocación de independencia respecto a los gobiernos, frecuentemente inobservados3, pero que pesaban, ya se dijo, en la organización de la trama social y hacia los cuales miraba la opinión pública para hacer los juicios sobre el desempeño de las autoridades.
De esta manera, la usanza de elaborar constituciones con cada régimen era un proceso de doble filo: por un lado se inclinaba hacia el interés del detentador del mando, por otro, formaba progresivamente en la ciudadanía la conciencia de las prerrogativas que podían ampararla y establecía nuevos tipos de relaciones sociales que, no por débiles, eran inexistentes. Ahí estaban y siguen ahí.
Sin descuidar que resulta difícil reducir la práctica constitucional exclusivamente a intereses instrumentales, hubo algo más. Los gobernantes de turno buscaban mostrarse con esos textos como iniciadores o reencauzadores de un proceso que se había extraviado en manos de su antecesor, generalmente derrocado violentamente a través de revoluciones, cuartelazos o pronunciamientos que en oportunidades añadían un contenido popular, de participación del pueblo en el levantamiento.
Cada nuevo mandatario sostenía que volvía a los valores originales de la República, si bien resulta difícil saber a qué principios u orientaciones se referían. Probablemente aludía a los ideales que prometió la independencia: libertad, ciudadanía igualitaria, progreso. De allí la necesidad de establecer un nuevo texto constitucional, para recuperarlos y darles vigencia. Y a veces se intentó cumplir, no todo era farsa.
A la caída del mariscal Santa Cruz, después de la Confederación Perú-Boliviana, el general Velasco se hizo del poder. Llamó a su régimen "La Restauración". Otro levantamiento militar entregó el gobierno al general Ballivián, vencedor de Ingavi; el movimiento tomó el nombre de "Regeneración" y procedió a aprobar una nueva constitución de carácter autocrático. Los intentos de golpes de estado y la agitación popular agotaron a Ballivián, quien nombró un sucesor provisional que fue rápidamente derrocado. Velasco reasumió la presidencia pero volvió a ser expulsado, esta vez por el general Belzu, quien encabezó un movimiento militar que llevó su nombre y procedió a votar otra Constitución; su régimen tomó un cariz populista.
Un observador francés4, refiriéndose a Santa Cruz, pero sus apreciaciones valen para los demás, informaba a su cancillería: "El gobierno republicano representativo en Bolivia es una palabra hueca,: la realidad es un absolutismo puro y mal cifrado bajo libreas de libertad...Yo no podría decir que sea un crimen...Lo creo hasta útil para el país y acaso indispensable, porque por enojoso y abusivo que sea el gobierno absoluto,...es el sólo sistema a que pueden aspirar por largo tiempo los estados sudamericanos, el solo que puede salvarlos de una ruina inminente y regenerarlos, porque cuando un pueblo ha tenido la desgracia de caer en la anarquía o en la completa desmoralización no puede salir de ese estado sino echándose en los brazos de uno solo. Ejerce, sobre todo, funestos efectos sobre la moral pública". Si bien la legalidad tuvo igualmente su papel en el drama.
La sucesión de presidentes y constituciones hasta el fin de la Guerra del Pacífico fue de estilo parecido, con alguna excepción, tales los casos de Tomás Frías y Adolfo Ballivián, breves interludios en un mar de revueltas, de estados de sitio, que ponían la norma al margen y entregaban casi sin retención las decisiones al gobernante del momento.
La Constitución proclama principios y derechos nobles, instituciones meditadas, frecuentemente vistos como innecesarios por el personaje de turno en el poder, salvo los capítulos que le daban facultades extraordinarias, juzgadas bien merecidas por aquel que había alcanzado el mando por su coraje, perseverancia, por sus habilidades en el manejo de la tropa y por el favor de sus camaradas, pronto a cambiar por otro.
El personalismo del caudillo, que provenía en parte de las tradiciones heredadas de España, halló un modelo en Napoleón y sus mariscales, que esos hombres en busca de fama y poder se apresuraron en hacer suyo e imitar Santa Cruz, dicen sus biógrafos, molestaba a la aristocracia limeña por los aires napoleónicos que se daba en el trato con la gente (Crespo, 1944). En el país existió un culto popular por el Emperador, manifiesto en grabados, estatuillas de estuco e incluso de bronce o mármol hasta no mucho vendidas en las ferias como la de Alasitas.
La tiranía de Megarejo, que duró seis años en los cuales se cometieron los mayores atropellos, abusos y crímenes contra las personas y su bienes de los que la sociedad tenía memoria, también tuvo su Constitución, aunque ella no levantó bandera alguna ni defendió principios de justificación, salvo la ambición del hombre. El régimen no fue una excepción, aunque probablemente por su duración y porque condujo al extremo las tendencias ya antes manifiestas, fue el que el país sintió más. Su aparición dio más tarde lugar a un debate intelectual. Por un lado hubo quienes, como A. Gutiérrez, consideraron a Melgarejo no como un hecho extraordinario ni único sino con predecesores que lo anunciaron y continuadores que lo imitaron, la expresión de un fenómeno social, estructural provocado en no poca medida por el apego y sometimiento de la población al caudillo fuerte, osado, temerario, brutal, que encarnaba el destino. El melgarejismo, sostuvo Gutiérrez, es una enfermedad social: "La primera de sus condiciones es la sumisión, silenciosa, absoluta, sin veleidades de resistencia (del ciudadano). Debe ofrecer ese homenaje a un poder despótico, arbitrario, voluntarioso, fuera de toda restricción legal" (Gutiérrez. 1975: 274)5. Quizá porque el autócrata, como señaló H. Kelsen, era el único investido de derechos políticos, que conceden al titular el monopolio en la forja de la voluntad estatal. Ni siquiera es indispensable la conveniencia privada, el melgarejismo puede ser desinteresado, desprendido. Lo fundamental es que apoye al interés del que manda, a su voluntad. Hubo melgarejismo antes de Melgarejo, lo hay después de él (Gutiérrez, 1975). Por otra, hubo quienes lo consideraron un accidente desgraciado de la historia, no parte de la cultura política nacional, tal A. Guzmán, destacando la naturaleza singular del régimen.
Lo cierto es que Melgarejo constituyó el ejemplo más trágico de esa legitimidad del poder que se apoyaba en los lazos y lealtades personalizadas, exigidas por la naturaleza del liderazgo, en una sociedad pequeña, desconfiada de las abstracciones y generalizaciones del derecho, como la igualdad jurídica del ciudadano.
Desde la proclamación de la independencia hasta 1 880, fin de la guerra con Chile, se promulgaron once constituciones: Santa Cruz (1831) (1834), Velasco (1839), J. Ballivián (1843), Belzú (1851), Achá (1861), Melgarejo (1868), Morales (1871), Daza (1878). Unas más autoritarias, otras más liberales, pero todas poco observadas. Únicamente el líder del civilismo J. M. Linares se sacó la careta y se proclamó dictador, lo que habían sido en gran medida los presidentes que lo antecedieron. Sin embargo, su abierta ruptura con la legalidad le acarreó desde el primer momento resistencias. La opinión, en particular ¡lustrada, aspiraba a tener la norma básica de la República, aunque en la práctica fuese aplicada muy imperfectamente y en escasa medida. Nunca desaparecieron los sentimientos ambivalentes respecto a ella, al mismo tiempo de respeto y de desconsideración, a veces en la misma persona. Más aun, a través de su vigencia, ya se señaló, se fueron desarrollando, vulneradas por los desbordes de los mandones de turno, las instituciones republicanas. Es el caso del propio parlamento, que, a pesar de su servilismo hacia los caudillos, no faltó jamás en su seno de un núcleo respetable de oposición, víctima de todos los atropellos y abusos, pero comprometido con la ley.
Los partidos tardaron en aparecer y jamás superaron del todo, especialmente en aquellos años, el apego al mando de los caudillos. Las ideologías cedían frente a las personas alrededor de las cuales se organizaban las posiciones. Ni la izquierda ni la derecha eran entidades fijas, polos claros de referencia. Sin duda, el liberalismo de los libertadores, con sus ataques a la Iglesia, a las añosas tradiciones, pudo ser considerado como de izquierda, y sus adversarios, reclutados entre lo que quedaba del antiguo régimen, como de derecha. Con J. Ballivián apareció, tal vez no voluntariamente, un embrión de un partido aristocratizante, al cual se opuso el populismo cholo de Belzú. Pero el carácter estamental de la sociedad boliviana, apenas tocado por la Independencia, no favorecía la polarización derecha/ izquierda, poco utilizada por aquel tiempo.
El ballivianismo, a la caída de Linares, tomó el nombre de partido Rojo, con un tinte de legalismo y democracia que intentaron imponer durante los breves gobiernos de T. Frías y A. Ballivián Coll, presidente que fue elegido por voto directo, como antes lo fue Córdova. Los enemigos del rojismo continuaron tomando el nombre del líder que seguían.
3. Los partidos doctrinarios y sus conductores
Después de la Guerra del Pacífico aparecieron dos grupos. Por un lado, los conservadores, tipificados como de derecha, aunque en verdad eran distintas agrupaciones partidarias, no siempre en buenas relaciones entre ellas pero que resultaron unidas bajo la mima etiqueta por los retos políticos e ideológicos que les lanzó liberalismo. Éste encarnó la opción de izquierda en la posguerra del Pacífico. Durante los años de su gobierno el partido liberal se fue fraccionando y resultó empujado hacia la derecha por el surgimiento de posiciones más de avanzada en la izquierda. Los partidos frecuentemente crecían o se forjaban con los transfugios que venían del partido que se desgastaba. A pesar de su mayor contenido doctrinario, los partidos de la época no escaparon del todo a modalidades de caudillismo.
Con el tiempo, la etiqueta de derecha no fue una auto-nominación, se la recibía de los oponentes. El espectro político boliviano llegaba hasta el centro izquierda. Así, la mecánica del juego de partidos condujo hacia la derecha a formaciones que nacieron en la izquierda, pero por la renovación de su ala extrema, que se radicalizaba, aparecían en la otra banda6. Así ocurrió con el liberalismo a partir de la segunda década del siglo XX. El mismo camino fue seguido luego por varios otras agrupaciones políticas, como el M.N.R.
La legalidad en general encontró mayor atención en los partidos de derecha. Mas no es difícil señalar casos en contrario, sobre todo cuando esta orientación política tomó la forma de una dictadura, mientras las formaciones radicales o de izquierda marxista, cuando se organizaron, imbuidas de la idea de revolución, se caracterizaron por un desapego o más bien rechazo de la constitucionalidad vigente, tildada de formalista y parcializada. .
La derecha nacional, que tardó en aparecer y asumirse como tal, perdió sus raíces originales aristocratizantes y católicas, que fueron la del partido rojo y aquellos otros formados en el periodo conservador, para desde la década de los 40 encarnar una posición opuesta, sobre todo al socialismo, al marxismo, al radicalismo guerrillero, y más cerca de nuestros días, inclinada hacia el mercado, a la reducción del Estado, defendiendo la institucionalidad legal y el pluralismo. Partidos como ADN o el MNR y sus conductores ilustran esta evolución. Como en otras sociedades, parte de la izquierda moderada se deslizó hacia la derecha, desplazada por la dinámica de la radicalización del polo extremo, dinámica que se acentuó desde el último tercio del siglo pasado.
La derrota del Pacífico sacudió profundamente al país. La certeza dolorosa de sentirse por primera vez sin atenuantes del lado perdedor, la ocupación del Litoral por los chilenos, produjo en los bolivianos un estado de ánimo frustrado, crítico, deseoso de superar los errores del pasado que dio lugar a una auto-reflexión que se volcó hacia el estudio de la geografía, del territorio, de la historia y de la cultura nacional.
De esta manera se puso el dedo acusador sobre la debilidad institucional del Estado, debida a los permanentes cuartelazos, a las autocracias individualizadas que pasaban por encima de toda legalidad, a la falta de concepciones ideológicas de los partidos, al "diletantismo de la tiranía", según la sentencia de A. Gutiérrez, y en fin, a la poca instrucción de la población, a su reducido número. Durkheim hubiese añadido a estas tendencias la densidad moral, entendida como la preferencia por los contactos cercanos, íntimos, entre personas que daban a cada interlocutor un amplio conocimiento práctico del otro, generador de simpatías y antipatías durables, predominante en los pueblos y ciudades del país, de reducida dimensión.
Se convocó a la Asamblea de 1880 que votó una nueva Constitución, vigente por más de 40 años. Allí aparecieron en acción partidos como el liberal, dirigido por el general E. Camacho, opuesto a la paz con Chile y al pragmatismo de quienes buscaban un pronto acuerdo con el vencedor. La Asamblea designó presidente al general Campero, quien, a pesar de ser considerado el iniciador del periodo conservador, era ideológicamente cercano al liberalismo.
La primera elección popular después del conflicto (1884), en la que el gobierno mantuvo una posición neutral, opuso a G. Pacheco, con su partido Demócrata, al Constitucional de Arce y a los liberales de Camacho. Ganó el primero, por estrecho margen de votos, y fue designado presidente constitucional. En la siguiente elección (1888) volvió a correr E. Camacho por los liberales contra A. Arce, del constitucionalismo, que ya había hecho suyos los planteamientos de M. Baptista, su correligionario, de combatir por la religión, el orden, la moral, la familia y la buenas costumbres, a "la empresa jacobina" en Boiivia, que no era otra que la ideología del liberalismo. Los constitucionales ganaron la justa electoral y Arce se posesionó como presidente. En las nuevas elecciones (1892), Baptista, a pesar de obtener una muy corta ventaja sobre Camacho y no contar con seguridad con el respaldo congresal, fue proclamado presidente e inauguró su periodo con un Estado de sitio para dispersar la oposición de la cámaras legislativas.
En el acto electoral de 1896, S. Fernández Alonso, por el partido constitucional, venció a J. M. Pando, que representó al grupo liberal. Camacho ya no se presentó, probablemente cansado de sus anteriores derrotas y distanciado de los jóvenes de su partido. Alonso fue el último gobernante conservador, cayó vencido por la llamada Revolución Federal, propiciada por el liberalismo, que desde su fundación había proclamado su oposición a las tomas del gobierno por la violencia.
Los conservadores manejaron el país con continuas suspensiones de los derechos constitucionales. El régimen presidencialista de la Constitución, con algunos retoques respecto al pasado, continuó. Tampoco se distinguieron por su limpieza en las elecciones, gobernaron con su gente, excluyendo a la oposición. Sin embargo, ya no se trató totalmente de la arbitrariedad caprichosa, voluntarista y personal de los caudillos de la época precedente. Las luchas políticas se despersonalizaron en alguna medida y había que contar con las elecciones y con el respaldo de la opinión, de los electores, además del propio partido, para alcanzar el Gobierno. Lo que no impidió la aparición de hombres fuertes, enérgicos, caudillos a su manera, no siempre seguidores de la ley, de actos electorales amañados y de gobiernos donde los amigos personales cercaban el despacho presidencial.
El partido liberal fue el más doctrinario de la época, enroló a gran parte de la juventud nacida en el momento del conflicto con Chile. Se trató de un liberalismo más político y libertario que económico y de mercado. B. Saavedra, en un libro escrito cuando ya se había alejado del liberalismo de sus anos mozos, recordó los ideales de esa agrupación:
que propugnaban la libertad como legitima expansión de las actividades personales, la búsqueda del progreso, la soberanía del pueblo, el sufragio popular consciente y depurado, la instrucción básica obligatoria y gratuita, la libertad de palabra, prensa y asociación (Saavedra 1921: 75). Empero, una vez llegado al poder se mostraron gradualistas en la implantación de derechos y partidarios de controlarlos desde arriba. Asimismo, no consiguieron escapar al fenómeno del personalismo político, calificado por algún autor como una inmunodeficiencia de las sociedades hispanoamericanas (Soriano de García Pelayo, 1996: 11), particularmente grave en entre nosotros.
La revolución liberal, que asentó en La Paz el poder judicial y legislativo, trajo cambios en las relaciones de los departamentos del país, en la estratificación social, en sentido de una apertura en beneficio del sector tipificado como medio, en particular del cholo, que los propios revolucionarios miraron frecuentemente con temor, como una subversión de rangos.
La Asamblea nacional instalada en Oruro después de la victoria liberal (1899) designó presidente a J. M. Pando, al cual sucedieron por voto popular cuatro otros gobiernos liberales: I. Montes (1904), E. Villazón (1909), I. Montes (1913) y J. Gutiérrez Guerra (1917). Faltaba algo más de un año para concluir el mandato de este último (1920) cuando fue derrocado por un golpe civil- militar promovido por los republicanos, partido formado por los disidentes del liberalismo, los restos de los viejos conservadores y algunos jóvenes.
Los gobernantes liberales, en su mayoría, tampoco dejaron de lado los conocidos estados de sitio, los confinamientos y destierros de sus adversarios, y se volvieron igualmente culpables de manipular las elecciones para sacar vencedores a sus candidatos. Las políticas de conceder prebendas a los fieles y alejar a los menos dispuestos a inclinarse ante el mandatario terminaron por fraccionar el partido, los disidentes engrosaron la oposición y hastiados de las práctica abusivas recurrieron al golpe de Estado.
No todos los presidentes conservadores y liberales cayeron en el caudillismo personalista, en el cual confluían, tal como recordó C. Schmitt, uno de los teóricos de este tipo de gobierno, dos componentes: el gobernante dotado de una personalidad dominante y "la situación de las cosas" (Schmitt, 1968), es decir, las circunstancias en las cuales se movía, que obligaron a menudo a los gobernantes a continuar con prácticas ilegales y tomas de decisiones motu proprio, atropelladoras e inconsultas.
En el caso boliviano no hay duda que además de los factores señalados que alimentaron el fenómeno del caudillismo político del siglo XIX y que no terminaron de desaparecer en la siguiente centuria, pese al relativo progreso social, la amenazante situación de las cosas internacionales, las divisiones internas crearon una situación difícil que complotó para el resurgimiento de la conducción caudillista, considerada como la única posible e indispensable a fin de evitar el desastre. Arce, entre los conservadores y Montes, entre los liberales, constituyeron una ilustración del modelo. El último concentró el poder no solo de su presidencia, sino también del manejo del partido a su gusto. Controló la prensa y el Ejército.
La substitución del liberalismo, que en sus años de gobierno había llegado a conformar una oligarquía, tal vez más unificada que la de la plata, pero no cerrada, porosa, no rompió el estilo, fuertemente personalizado que fue corriente en la etapa de los conservadores y pasó a la Revolución Federal. Si bien ya no se cambiaba únicamente de caudillo, se cambiaba de partido, de gente beneficiada por las prebendas del poder, lo que implicaba, en opinión de E. Finot, introducir una alternabilidad en el gobierno, sobre todo cuando las elecciones se traficaban para guardar el poder (Finot, 1946: 358).
La alianza política que reemplazó a los liberalismo, coloreada de tintes socialistas, desplazó definitivamente a éstos a la derecha, iniciando un ciclo político distinto, inclinado hacia la izquierda. La Guerra del Chaco dio un empujón al proceso conformando agrupaciones de tono más radical que dominarían la escena de la posguerra. Por las nuevas tomas de posición, las distintas formaciones vinculadas al republicanismo acabaron igualmente a la derecha, al lado de sus antiguos compañeros de ruta: los liberales.
4. De las nuevas orientaciones ideológicas del Chaco a la Revolución Nacional
Los revolucionaros republicanos establecieron una junta de gobierno, compuesta por Bautista Saavedra, José María Escalier y José Manuel Ramírez, que convocó a una convención para la reforma de la Constitución. Saavedra, un político experimentado, rápidamente mostró su carácter dominante y su habilidad de maniobra haciéndose elegir presidente de la República por la Convención, que no estaba facultada para ello. La oposición rechazó la movida y se retiró, formando el partido Republicano Genuino. Saavedra condujo el país con puño de hierro, exiló a sus adversarios, censuró a la prensa y volvió corriente el excepcional estado de sitio. Transmitió, concluidos cinco años de gobierno, el poder a H. Siles, después de haber hecho anular en el Congreso la elección del anterior candidato oficial a la presidencia, de cuya lealtad dudó. Siles se ligó a Saavedra por un acuerdo denominado "mandato imperativo", pero aquél, una vez asumida la presidencia, se deshizo del saavedrismo. Igualmente condujo el país con mano firme. Creó su propio partido político: el Nacionalista, compuesto sobre todo por jóvenes que luego tuvieron un desempeño importante en la posguerra del Chaco. El intento de prórroga de su gobierno desembocó en un golpe del Ejército, encabezado por el general Blanco Galindo y una junta militar, quienes llamaron al primer referéndum, en el que se aprobó el Habeas Corpus, la autonomía universitaria y organizaron las elecciones nacionales, ganadas por el binomio conformado por Daniel Salamanca, del Partido República Genuino, como presidente, y José Luís Tejada Sorzano, del liberalismo, como vicepresidente.
En este periodo se produjo la Guerra del Chaco, en la cual Bolivia perdió una gran parte del territorio en disputa, pero salvó el área petrolífera. Durante el conflicto Salamanca fue forzado por el Alto Mando militar a renunciar. Ocupó la presidencia Tejada Sorzano, quien firmó el cese de fuego con el Paraguay. Tejada a su vez fue derrocado por un golpe militar dirigido por el coronel David Toro (1936), con el que se inauguró el socialismo de Estado, poco interesado en la normatividad democrática.
Al año, Toro fue reemplazado por el Coronel Busch, héroe del Chaco, quien llamó a una convención nacional que no concluyó y terminó declarándose dictador. El régimen fue de corta duración, pues el presidente Busch se suicidó. Luego de su muerte siguieron gobiernos militares designados por la fuerza de la acción del Ejército o por las elecciones: el general Quintanilla, sucesor de Busch fue impuesto por sus colegas de armas, el general Peñaranda resultó elegido en elecciones nacionales y cayó de la presidencia por un movimiento de jóvenes militares nacionalistas al que se sumó el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), partido de reciente conformación. El coronel G. Villarroel tomó el mando de la nación.
Los resultados de la Guerra del Chaco frustraron a los combatientes, jóvenes de clase medias urbanas, obreros, campesinos. Estos últimos por primera vez, convivieron con sus compatriotas citadinos y sufrieron la misma dolorosa experiencia. Juntos encontraron en las ideologías nuevas una manera renovada de mirar a las sociedades, de donde surgieron partidos, movimientos, contra el pasado. Hubo un anhelo generalizado de crear un orden distinto, que supere los errores de antes. Todo ello se tradujo en un clima de efervescencia y agitación política y social que fragilizó la democracia en la posguerra del Chaco y alentó las experiencias nuevas.
Las dictaduras nazi-fascistas y socialistas de Europa se convirtieron en los modelos que mayor influencia alcanzaron en las acciones e ideas de aquella juventud revolucionaria. El gobierno de Villarroel se hizo culpable del fusilamiento de un grupo de importantes políticos de oposición, que la población consideró un asesinato porque no hubo ni sombra de juicios o procesos legales de respaldo. Se trató de crímenes parecidos a los que eran frecuentes en los regímenes totalitarios europeos de entonces. El hecho produjo temor y espanto en el país, originando la revolución de julio de 1946, en la que fueron victimados salvajemente el presidente y varios de sus colaboradores. Vino luego un gobierno de civiles elegido por voto directo: E. Hertzog y M. Urriolagoitia. Este ultimo, que ocupó la presidencia por la renuncia de Hertzog, enfrentó conflictos sindicales, campesinos y una corta guerra civil, presidió asimismo las elecciones nacionales en las cuales, sobre varias candidaturas, se impuso el MNR. Pero el Gobierno se negó a entregar el poder y formó una junta militar que acabó derrotada por una insurrección popular, la Revolución Nacional (9 de abril de 1952), que abrió una etapa distinta de la política en Bolivia, basada en la legitimidad conferida por el acto revolucionario.
Ahí pareció cobrar realidad el mito de la revolución propugnado por los partidos radicales, por los intelectuales, gremios y sindicatos de orientaciones nacionalistas, marxistas, socialistas, anarquistas, que se desarrollaron después del Chaco y para quienes la democracia y el Estado de Derecho no constituía un fin en sí mismo, tolerados, en el mejor de los casos, como un momento transitorio de la historia que se encamina hacia metas determinadas por su propia evolución. Cierto, existían matices en las diferente agrupaciones, asi como en las actitudes respecto al personalismo político, que variaban de una a otra formación. Éstas en su acción ya habían relegado hacia los confines de la derecha al antiguo liberalismo y a los otros partidos de la preguerra con el Paraguay, inclusive a los que invocaron el socialismo en sus siglas.
Con la Revolución de 1952 el mito de la legitimidad revolucionaria se enraizó en la sociedad. Aunque no faltaron quienes juzgaron la Revolución traicionada, su prestigio permanece hasta hoy. Sin duda para muchos tampoco fue una verdadera revolución, cuya llegada aún esperan.
Conviene retomar el hilo que quedó a principios de la década del 20, momento en que el marxismo, el socialismo y el anarquismo, en sus distintas vertientes, superaron el estado embrionario que tuvieron a finales del siglo XIX y comenzaron a tomar cuerpo en organizaciones obreras, gremiales y movimientos sociales. Su aparición resultó algo tardía con relación a otros países del área, pero atraparon el tiempo perdido.
El comunismo y, en menor grado, el socialismo compartieron la visión de la revolución como un parteaguas de la historia y la sociedad. Estuvo claro desde los inicios del marxismo que para ellos el nuevo mundo de justicia e igualdad humana sólo podría convertirse en realidad tras la destrucción del viejo y de los grupos sociales que lo respaldaban. No cupo duda que el terror, como sucedió en La Revolución Francesa con la sangrienta dictadura de los jacobinos, constituiría un componente indispensable de la revolución. Tendría que ejercerse implacablemente, sin contemplaciones legalistas ni falsos humanismos contra sus adversarios, sus instituciones y aparatos ideológicos.
El mito de la revolución, cuyo origen remonta a las tradiciones judeocristianas7, partía a la sociedad, al igual que la historia, en mitades antagónicas, una que encarnaba el ideal por llegar, la otra las resistencias del pasado. Las concepciones de Marx, Engels, Lenin y Trotsky aspiraron a crear por medio de las revoluciones, además de un orden político y social distinto al heredado, un nuevo tipo de hombre, de humanidad. La violencia y su sentido exclusivamente terrenal distanciaron esta visión de la revolución de sus lejanos orígenes cristianos (Trotsky, 1974).
¿Qué contribuyó al surgimiento de tales orientaciones en la sociedad boliviana? Dos acontecimientos que acapararon la imaginación de las incipientes agrupaciones laborales y de los intelectuales fue, en el ámbito internacional, el triunfo de la Revolución Rusa y, en el local, las primeras huelgas de mineros, probablemente iniciadas en Huanuni, por la reducción de la jornada de trabajo, y la represión que siguió. El desarrollo de la minería del estaño, con sus importantes concentraciones de trabajadores en campamentos relativamente aislados de los centros urbanos, resultó un caldo de cultivo propicio para la organización de actividades reivindicativas.
Por aquellos años se fundaron también las universidades populares que difundieron las ideas socialistas. Pero además y no de poco interés para la implantación de esa corrientes en la política nacional fue la publicación de obras de marxistas, socialistas y anarquistas a través de editoriales argentinas y españolas, como Claridad, Aguilar, que pusieron al alcance del público los principales textos de autores de esas corrientes. No que antes no existiesen traducciones, por ejemplo de Proudhon, Bakunin, Marx, Engels u otros, sino que la calidad dejaba mucho que desear, de manera que algunos importantes socialistas o anarquistas de antes apenas tuvieron un conocimiento muy aproximativo de las fuentes. La primera versión completa y cuidada de El Capital en castellano apareció en España, debida al profesor M. Pedroso, 19338.
En 1914 se funda el primer partido socialista en Bolivia. En su programa de acción, firmado por intelectuales como Jaime Mendoza, Alberto Mendoza López, Ezequiel Salvatierra, llama la atención la radicalidad de las propuestas, entre las cuales se destacan la idea de revolución así como la de integración continental (Lora, 1970: 132)9. Luego hubo muchas otras tentativas de establecer partidos, asociaciones socialistas o comunistas hasta la Guerra con el Paraguay, a partir de la cual las agrupaciones partidarias van a establecerse y consolidarse, dando un giro diferente a la política nacional.
Las corrientes anarquistas se introducen sobre todo en las asociaciones obreras y artesanales, en las cuales se producen choques fuertes entre militantes anarquistas y socialistas. Lo mismo sucede en los primeros congresos obreros, a principios de los años 20, en Oruro, La Paz, Potosí, donde se hacen planteamientos tan radicales como los que más tarde cristalizaron en la Tesis de Pulacayo (1946) y en la poderosa Central Obrera Boliviana (COB), de 1953.
En las conclusiones de los congresos ya se entrega el papel de actor privilegiado de las transformaciones y de la Revolución por venir al proletariado, particularmente a su vanguardia minera (Lora, 1970: 11-56). La sociedad reconoció de inmediato que en la escena había surgido un actor protagónico. Con el tiempo el mito ha persistido, pero los llamados a ejecutarla y sufrirla han cambiado de clase o de origen social.
Data de ese tiempo el mito de la revolución contrapuesto al ideal de la democracia y del Estado de Derecho, vistos como una farsa burguesa o, con cierto pragmatismo, como una etapa histórica destinada a ser superada. El mito ganó terreno con la Revolución Rusa conquistando a intelectuales, sindicalistas y políticos. La Revolución Francesa fue menos invocada, porque se consideró que la independencia nacional había sido uno de sus frutos que no consiguió vencer el predominio del criollismo local ni liberar al indio y a los proletarios de sus sujeciones, ni al país de su dependencia, lacras que la revolución socialista prometía acabar. La promesa, que se tomó como moneda constante y sonante, de cumplimiento inexorable, fundada en las leyes científicas de la historia, según sus seguidores, iba en los años del Chaco a difundirse en la gran masa de combatientes. Pero también sufrió el enfrentamiento y la contaminación de otras ideas tan prometedoras y autoritarias como ella: los nacionalismos despóticos que ya se habían instalado en Alemania e Italia.
En el país, el periodo bélico y su fatal desenlace hicieron estallar toda la tradición acumulada por los conservadores y liberales, incluida la de los regímenes de cariz inicial socialista o nacionalista, como los de Saavedra o Siles relegándolos hacia una derecha estigmatizada de obsoleta. El descalabro militar erosionó la moral cívica democrática y republicana impulsando la aclimatación de vanguardias políticas e intelectuales socialistas, comunistas. Pero en el mismo período se manifestaron igualmente las corrientes rivales que ensalzaron el nacionalismo, los mitos originarios y la necesidad de un conductor enérgico del pueblo, ingredientes de una ideología autoritaria, antidemocrática, visible en las experiencias del nazismo y del fascismo. Ni éstos ni los socialismos se interesaban por la suerte de las instituciones libres y legales.
El fin de la década de los treinta e inicios de los 40 constituyó un hervidero de partidos políticos inspirados en ideologías extremas y adaptadas a las realidades locales. Se formaron el Partido Revolucionario Obrero (1935), la Falange Socialista Boliviana (1937), el Partido de Izquierda Revolucionario (1940), el Partido Comunista, desprendido del PIR (1950), el Partido Socialista Obrero (1940), el Movimiento Nacionalista Revolucionario (1941) y otras agrupaciones menores. Viejos temas y enfoques nuevos sobre el indio, las tierras, la propiedad de las grandes empresas mineras, el sindicalismo, ocuparon el debate político, que culminó con la Revolución Nacional de 1952 del MNR.
Ese hecho escindió la historia nacional en un antes y un después, a despecho de que los líderes del movimiento arrancaron su legitimidad en las elecciones de 1950, que ganaron y les fueron escamoteadas. Sin embargo, las medidas revolucionarias que ejecutaron se basaron en el mandato del pueblo, que tomó el poder derrocando al Ejército en las calles de La Paz y Oruro y en las minas. Así se dictaron los decretos de nacionalización de las grandes compañías mineras, la reforma agraria, el voto universal y la reforma educativa.
El MNR opuso el nacionalismo revolucionario a la anti-nación, a la Rosca, vale decir a la burguesía minera, a los grandes propietarios de tierras y sus beneficiados, intentando forjar una nación unitaria proyectada al futuro, en el sentido francés del término. Mientras los partidos socialistas idealizaban la lucha de clases, el MNR se formó en una alianza de clases medias, obreras y campesinos para alcanzar sus propósitos. El impulso de la revolución sobre todo en los primeros años arrolló a todos los partidos opositores, relegándolos a los márgenes extremos de la derecha y la izquierda. Muchas personas salidas de las agrupaciones socialistas desarrollaron la tesis del "entrismo", ingresando al partido gobernante, con la idea de que, una vez cumplidos dentro del régimen "movimientista" los objetivos de la Revolución Nacional, más de carácter pragmático-burgués que socialista, se darían las condiciones para efectuar una auténtica revolución proletaria.
El primer gobierno revolucionario de V. Paz Estensoro fue un régimen defacto que, al margen de la legalidad y sin respetar los derechos y garantías constitucionales, ejecutó amplias transformaciones sociales. H. Silez Zuazo, elegido en la primera elección con sufragio universal (1956), apabulló a sus contendientes, si bien la elección pecó de manipulación, quizá innecesaria. Buscó consolidar las conquistas populares de la primera fase, en medio de una inflación galopante que forzó la toma de medidas resistidas por una parte del MNR y los sindicatos que hacían parte del Gobierno. Paz Estensoro ocupó por segunda vez la presidencia (1960), y al fin de su mandato intentó prorrogarse. Líder indiscutido del partido, monopolizó el poder en el Gobierno, en el parido y en las asociaciones sindicales afines, lo que produjo oposiciones dentro del MNR que se fraccionó en faccciones desprendidas que iban de la derecha a la izquierda.
Su vicepresidente, el general R. Barrientos, lo derrocó al poco tiempo de iniciado el tercer periodo. Se formó un cogobierno con el general Ovando y se decidió retomar la vía democrática. Barrientos se presentó a elecciones generales con parte del MNR, grupos de su propia creación y aliado con los restos de los partidos tradicionales que lo llevaron a la presidencia. Tuvo la pretensión de reencaminar la Revolución del 52 que, sostenía, había perdido sus metas originales, creando la II República. El Congreso nacional que lo acompañó voto la Constitución actualmente vigente, con algunas modificaciones introducidas en 1994 y 2004.
Durante su gestión se firmó el Pacto Militar-Campesino, que sustentó su gobierno y ios demás regímenes militares que le siguieron hasta 1982. En 1967 estalló la guerrilla de E. Che Guevara, qué costó la vida a su comandante y a otros integrantes del grupo. Se trató de un primer intento de ganar por las armas el poder para establecer un régimen socialista.
Barrientos murió en un accidente de helicóptero y le sucedió su vicepresidente, L. A. Siles, que fue victima de un golpe Estado dirigido por el general Ovando (1969), inicio de varias dictaduras militares de derecha e izquierda, con un fuerte sello estatista, lo que no impidió la aparición de un segundo brote guerrillero que fue reducido pronto.
El Coronel Bánzer, ante el caos generado en la breve presidencia del general Torres por las fuerzas izquierdistas que condujeron a un casi gobierno dual con la Central obrera Boliviana, convencidas que la revolución socialista estaba a la vuelta de la esquina, se hizo del poder apoyado por el grueso del ejército, además de partidos civiles. Durante su largo régimen racionalizó y modernizó el Estado boliviano, con un cariz centralista y planificador. Se proclamó dictador y prohibió los partidos políticos y sindicatos. Sin embargo, las presiones sociales y obreras obligaron a convocar a elecciones (1977), que fueron ganadas por el candidato oficial, General Pereda Asbún, acompañado por la Acción Democrática Nacionalista (ADN), organización partidaria en la que se agruparon los simpatizantes y partidarios de Bánzer, que representó la derecha, frente a varias otras formaciones que se proclamaban de centro o de izquierda. La ADN estuvo más tarde entre las formaciones partidarias que buscaron el establecimiento del Estado de Derecho en el período de la vuelta de la democracia.
Pereda tomo el poder por la fuerza, pues su elección fue anulada por fraude. Otro golpe militar cortó su gobierno, en sus comienzos. El fin de esta acción del ejército fue llamar a elecciones, que no dieron un resultado definitivo. Las agrupaciones con mayor votación fueron ambas facciones del MNR, encabezadas por sus dirigentes históricos: V. Paz y H. Siles, que-se empantanaron en el Congreso, de donde salió designado presidente, para salvar el impasse, W. Guevara, otro de los fundadores del MNR, que formó su propia tienda: el Partido Revolucionario Auténtico (PRA), en esa oportunidad aliado del MNR pazestenssorista.
Guevara ocupaba el cargo de presidente del Senado, razón por la que se le designó para desempeñar interinamente la presidencia. Una intervención militar dirigida por el general Natusch Busch interrumpió su gestión , sospechosa para el Ejército de prorroguismo. Sin embargo, los militares, debido a la oposición vigorosa de la sociedad, no lograron quedarse en el poder, se volvió al régimen constitucional eligiendo en el Congreso a la primera mujer presidente de la República, Lydia Gueiler, a la sazón presidente de la Cámara de Diputados, que también fue victima de otro brutal y crapuloso golpe militar, dirigido por el general García Mesa, no sin antes haber efectuado elecciones nacionales que dieron el triunfo al MNR de Izquierda conducido por H. Siles.
Se sucedieron tres cortos gobiernos militares defacto de los generales García Mesa, Torrelio y Vildoso. Este último comprendió la inutilidad y el alto costo para el país y las Fuerzas Armadas de los gobiernos de fuerza y devolvió la presidencia al ganador de las elecciones de 1980 así como al congreso electo. De esta manera retornó la democracia hasta hoy.
5. La vuelta de la democracia
H. Siles sufrió la arremetida de organizaciones sociales y sindicales que reivindicaban derechos conculcados por los autoritarismos militares, en una situación de caos económico y nuevamente con una inflación desbocada. Se vio obligado a acortar un año de su mandato y llamar a elecciones que dieron la presidencia de la República a V. Paz Estensoro.
La administración de Paz E. tomó con éxito drásticas medidas que cortaron la inflación y estabilizaron la economía. La legislación laboral sufrió una modificación significativa a fin de facilitar la libre contratación laboral, que causó el decidido rechazo en las organizaciones sindicales. Cerca de 25.000 trabajadores fueron despedidos de la empresa minera estatal. Ante las huelgas laborales, el gobierno recurrió al Estado de sitio para recuperar el orden.
Por primera vez un juicio contra un ex presidente, García Mesa, concluyó, condenándolo junto a algunos de sus colaboradores, entre ellos al coronel Arce Gómez, ya preso por delito de narcotráfico en EEUU a 30 años de prisión, que cumple hasta hoy.
En las elecciones siguientes (1989) ganó el general Bánzer con ADN y sus aliados, Sin embargo, en aras de la paz social, tuvo que ceder la presidencia a la tercera fuerza electoral, el MIR. Así llegó al gobierno J. Paz Zamora, que hizo una alianza con su antiguo adversario, Bánzer. El gobierno de Paz Zamora y ADN logró implantar instituciones, mediante acuerdos políticos con los partidos que tenían representación congresal, que al tiempo que modernizaron el Estado y la democracia, ampliaron la vigencia de legalidad.
De esta suerte se estableció la Corte Nacional Electoral, independiente, cuyos miembros se eligen por 2/3 de votos del Congreso, igual que los vocales de la Corte Suprema de Justicia, acuerdos inéditos en Bolivia y el continente. Se separó el Ministerio Público del gobierno, se promulgó la ley SAFCO de la Contraloría General de la República, la ley INRA para el saneamiento y titulación de tierras. Pero la política de alianzas políticas fue mal vista por la sociedad, que la consideró inmoral, fuente de corrupción y nepotismo. Durante el régimen de Paz Zamora se inició una marcha indígena por la tierra y el territorio que trajo el reconocimiento de las naciones originarias, mostrando las nuevas sensibilidades que marcarían los cortes futuros de la sociedad boliviana.
En junio de 1993 se realizaron las elecciones presidenciales que otorgaron un cómodo triunfo a G. Sánchez de Lozada y V. H. Cárdenas (36%), seguidos por la Alianza Patriótica, liderada por H. Bánzer y O. Zamora, de ADN y el MIR, CONDEPA, con C. Palenque, e I. Kuljis ocupó el tercer lugar (14%), delante de otro frente populista de M. Fernández y E. Talavera que obtuvo algo menos del 14%, revelando ya la aceptación de las agrupaciones neo-populistas en la sociedad.
El régimen de Sánchez de Lozada tomó un giro abierto hacia el mercado y la capitalización de las empresas estatales con recursos extranjeros, que las controlaron. La inclinación liberal de tales disposiciones fue motivo de conflicto con las organizaciones populares, lo que forzó un nuevo Estado sitio. Algunos contratos negociados con compañías extranjeras fueron observados en su legalidad, a despecho de la atención que el Gobierno intentaba conceder a los aspectos jurídicos de sus acciones internacionales.
Se votó la ley de Participación Popular, que municipalizó y descentralizó el poder en el territorio nacional, dando recursos a las alcaldías, intentando cerrar la brecha campo-ciudad e impulsado el desarrollo rural, con evidentes diferencias entre municipios en el manejo de fondos. Se trató de una medida de enorme alcance que tuvo efectos positivos en los bajos indicadores sociales que afligen al país, además de provocar el retorno a sus lugares de origen de algunos emigrados rurales que obtuvieron ya una educación superior. Muchos de ellos, conocedores de los planteamientos modernos acerca de los derechos de los pueblos indígenas trabajaron, entre sus coterráneos, para afincarlos con éxito. De ahí proviene en parte la actual participación en la política de los sectores llamados indígenas, que decidieron actuar con colores propios, descartando la mediación de los partidos políticos.
Al término del periodo ocurrió la toma de las minas de Capacirca y Amayapampa por los trabajadores, propiedad de una empresa extranjera. La recuperación ordenada por las autoridades gubernamentales ocasionó un número importante de muertos, que la oposición cargó al Gobierno. Mas fue el sistema democrático que sufrió con los hechos un enorme desgaste.
En esas condiciones se efectuaron las elecciones generales de 1997, que permitieron el retorno democrático al poder del general Bánzer secundado por el vicepresidente, J. Quiroga, con 22% del voto. El MNR llegó en un segundo lugar, con un 18%, el tercero le correspondió a CONDEPA, con 17%, cuyo líder, C. Palenque, ya había muerto. El MIR obtuvo un cuarto sitio, con 16.7 % , y UCS ocupó el quinto puesto. Las bajas proporciones de sufragios de las agrupaciones políticas y su corta diferencia descubrieron ya las fragilidades del sistema de partidos.
Bánzer, para poder gobernar, formó una gran coalición política: "El Compromiso por Bolivia", con el MIR y seis otras formaciones partidarias. Inició un amplio diálogo nacional a fin recoger sugerencias para la reforma del la Constitución.
En Cochabamba sindicatos, asociaciones de vecinos iniciaron la denominada "Guerra del Agua", con objeto de impedir el cumplimiento del contrato firmado con una compañía extranjera de concesión de aguas. Un clima de agitación social se apoderaba de las principales ciudades y del área rural, que dificultaba la toma de decisiones políticas significativas. Las líneas de ruptura social del nuevo milenio, construidas alrededor de las etnias y las identidades locales, se tornaron críticas en ese momento.
Bánzer, gravemente enfermó, entregó el poder a su vicepresidente Quiroga faltando un año para terminar su periodo. Falleció poco después. Bánzer condujo el país en momentos de graves crisis. Su paso de la dictadura a la democracia fue sincero. Sin su intervención resulta difícil pensar que la democracia hubiese subsistido. Su partido formó una derecha modernizadora y plural que combatió por consolidar el Estado de Derecho, al cual las fuerzas de izquierda radical, ganadas al mito de la revolución, conceden un interés secundario o tal vez ninguno.
Quiroga asumió el mando en agosto de 2000, tratando de establecer una modalidad de conducción política diferente de la de los liderazgos fuertes, personalizados, del estilo de H. Siles, V. Paz E., H. Bánzer, Buscó fijar políticas económicas y sociales en consulta con organizaciones de la sociedad civil. Su corto paso por la presidencia trabó la posibilidad de iniciar acciones de largo plazo, lidiando, además, con una persistente agitación social heredada de los anteriores regímenes. Efectuó el censo de población en 2002, una de cuyas preguntas, planteada por los técnicos sobre identidades de los bolivianos en términos equívocos, deslegitimó a los gobiernos y la política desde el nacimiento de la República, vistos, sobre todo desde afuera, como secularmente interesados en preservar tan sólo el privilegio de las minorías en perjuicio de las grandes masas indígenas originarias. Una lectura sin duda deformante de la sociedad boliviana y su gente, de sus cruces y vínculos, de sus encuentros y desencuentros forjados desde hace más de 500 años de relaciones de diversa naturaleza entre los hombres y los pueblos del país. Las miradas desenfocadas de muchas asociaciones civiles y partidarias pretenden ignorar ios reales esfuerzos de distintas políticas por incorporar los grupos desfavorecidos a la educación, la salud, la tierra, el trabajo, por superar las diversas formas de exclusión basadas en el sexo, la etnia, quizá lentos, no inexistentes.
En 2002, una nueva elección devolvió el poder a Sánchez de Lozada, acompañado por el periodista C. Mesa Gisbert, por el MNR. En esta oportunidad el segundo grupo electoral fue el Movimiento hacia el Socialismo (MAS), de Evo Morales. Entre el primero y el segundo la diferencia apenas fue de un 1 %. Siguió la Nueva Fuerza Revolucionaria de M. Reyes Villa y luego el resto de formaciones con porcentajes más reducidos.
Sánchez de Lozada formó otro amplio acuerdo de partidos, pero enfrentó desde el inicio de su administración una conflictividad social que creció. La bandera de los movimientos contra el régimen fue la salida del gas por Chile, tema que oficialmente no fue tratado por el Gobierno. La agitación popular cobraba las facturas de las políticas neoliberales del pasado. Sánchez de Lozada tuvo que resignar su mandato en el vicepresidente C. Mesa Gisbert.
El nuevo mandatario juró ante el Congreso comprometiéndose a cumplir una agenda política denominada de Octubre, por la fecha de su posesión. Allí figuró un referéndum para zanjar el problema del gas que se realizó. El referéndum también sirvió para legitimar al Gobierno. Sin embargó, falto de apoyo político real, no pudo conseguir la aprobación de la ley de hidrocarburos.
Un ambiente de intranquilidad, de rumores, de conspiraciones, se apoderó de la sociedad que finalmente llevaron a su renuncia definitiva en junio de 2005, entregando el mando al presidente de la Corte Suprema de Justicia, J. Rodríguez Veltze, cuya misión fue la de llamar a elecciones, de donde salió como claro vencedor el MAS y sus candidatos E. Morales y A. García Linera. con un programa de transformaciones revolucionarias de marcada inclinación indigenista y popular.
Los principales partidos contendores aparecieron como de viejo cuño, acusados de corrupción, nepotismo, incompetencia, y fueron colocados en los confines de la derecha. Sin duda, ellos hicieron mucho por merecer las críticas, pero su actuación también tuvo mucho de positivo para enmarcar el país en instituciones modernas, plurales. La incorporación de la idea de la multiculturalidad en el texto constitucional reformado fue resultado de sus acuerdos, idea que reemplazó la concepción del MNR de la nación unitaria abierta a un futuro compartido.
Tres generaciones de partidos actuaron en el periodo democrático, como recuerda Romero Ballivián (1999: 101 y ss), democracia que hace poco festejó 25 años de sucesiones presidenciales según las reglas legales. La primera generación vio la sociedad y sus problemas desde los ángulos del nacionalismo y el socialismo. A ella pertenecen el POR, el PIR, el MNR y la FSB. La segunda apareció en los 70, comprometida con una perspectiva revolucionaria que no desdeñó la guerrilla o el foco como vías para tomar el poder. Ahí estuvo el MIR y el Partido Socialista 1, de M. Quiroga Santa Cruz, aunque poco a poco entraron en el juego democrático, por cuya consolidación lucharon. ADN también surgió en ese entonces, pero su posición fue de derecha; igualmente adoptó la democracia a la que contribuyó a estabilizar en ese largo periodo.
La tercera generación, conformada por CONDEPA y la Unión Cívica Solidaridad (U.C.S), tuvo una ideología y organización de corte populista, el primero más inclinado a la izquierda con ribetes nacionalistas, el segundo de corte más moderado, aunque igualmente inclinado al populismo. Una novel formación apareció con el nuevo milenio, el MAS, aunque sus raíces son viejas y tuvo predecesores en el campo de la etnicidad. La conforman agrupaciones con un fuerte contenido étnico popular, desconfiadas y opuestas a los mecanismos de mercado, a la globalización y hasta a la legalidad constitucional, lo que no impidió su participación en los actos electorales, y sus repetidas victorias en las urnas.
Los 25 años de democracia no han pasado en vano. Las instituciones legales se han arraigado en una gran parte de la población, pero nuevos peligros las amenazan, surgidos de las sensibilidades posmodernas, favorables a la pluralidad valorativa del multiculturalismo. Si bien el riesgo no está allí sino en el relativismo que lo acompaña que, en situaciones en que la sociedad se divide alrededor de debates cruciales, puede empujar hacia el "decisionismo arbitrario y extremo" del líder en ejercicio del poder, aun constitucional.
El fenómeno halla el terreno preparado, por una parte por el mantenimiento de prácticas acarreadas del viejo caudillismo que la democracia no consiguió desterrar, ahora plebiscitado y respaldado en el voto, y por otra por las particiones de la sociedad, antes más de contenido político e ideológico, hoy con un mayor ingrediente étnico, regional. Finalmente, la oposición democrática es minoritaria en el Congreso pero con capacidad de bloquear iniciativas de la mayoría, tentada de superar las dificultades refiriéndose a la fuerza del liderazgo. Así se une a las seculares tendencias, que obstaculizaron en el pasado el asentamiento vigoroso de la democracia y el Estado de Derecho en Bolivia, la atracción del decisionismo del jefe.
La idea de revolución que ha retornado y cobrado vigor, renovada con objetivos étnicos antes que proletarios, da otra vez pie para realizar actos contrarios al régimen constitucional, justificados en la necesidad de materializar las propuestas electorales de gobernar con los movimientos sociales y étnicos, de acuerdo con sus deseos de cambio revolucionarios, promesa del nuevo régimen en el poder, excusa para quebrar la ley. A ello se suma, acentuando la tendencia, otro componente de la cultura política del país, ya conocido: el culto al liderazgo mesiánico, que en la democracia puede darse al ganador indiscutido en las urnas, admitiendo la posibilidad de definir por decisión propia la irresolución social y política del momento.
C. Schmitt, jurista alemán que se comprometió con el nacionalsocialismo, reflexionó sobre este "decisionismo puro" en la década del 20, retomando la fórmula de T. Hobbes de que "es la autoridad, no la verdad, la que hace la ley". Y fue por referencia a ella que llegó a su concepción de la decisión última del conductor, que caracterizaría la auténtica soberanía que se ejerce, a despecho de la legalidad jurídica, potestad proclive a manifestarse, como entrevio M. Weber, en un mundo de las múltiples culturas admitidas como iguales (Mesure, 1999 :149 y ss)10. Se trata de un valor legitimo, pero que en casos de conflicto social dificulta encontrar soluciones racionales, democráticas, pues cada actor se encapsula en su reino valorativo, inconmensurable con el del otro, dejando el camino abierto para que el líder, plebiscitado en una elección, tome las medidas finales de acuerdo con su juicio y arbitrio, por encima de las oposiciones y hasta de la norma.
El sistema jurídico y el caudillismo autoritario en Bolivia han guardado y guardan entre ellos relaciones forjadas en la historia larga, sin duda con cambios en uno y otro. Los caudillos salidos de los partidos políticos no eran los mismos del militarismo del siglo anterior, aunque la esencia del vínculo se preservó. El caudillismo, un estilo de gobernar presente en distintos momentos de la vida nacional tuvo sus especificidades en cada época, que no rompían la nota dominante de pretender concentrar el poder en una persona y que en lo tocante a las leyes buscaba supeditarlas, apoyarse en ellas para sus fines.
Al mismo tiempo, en el sistema legal, fuera de las personalidades que ejercían el poder discrecional y ponían todo de su parte por cuidarlo, la propia constitucionalidad, como se señaló, establecía mecanismos que fortalecían los estilos de manejo gubernamental de los políticos, creando complicidades entre éstos y aquel sistema, con distintos grados de autonomía y de sumisión. Hasta cierto punto han sido las prácticas, más estables que la opinión, que han amparado el complejo de vínculos perjudiciales para la democracia, lo que pide una revisión de las prácticas, que cada cierto tiempo parecen hallarse en retroceso, pero que, para sorpresa de la opinión demócrata, vuelven a levantar cabeza y se refuerzan con nuevos aliados e ideologías.
Bolivia ha aceptado su carácter multicultural y multiétnico, mas la definición no está reñida con la democracia y la normatividad. Al contrario, obliga al Estado, a la sociedad y a las personas a buscar instituciones adecuadas para la convivencia de todos, para construir una comunidad de ciudadanos, todos iguales ante la ley e integrados al quehacer político común a través de la democracia.
Los debates actuales sobre el reconocimiento de derechos culturales sirven para recordar que la ciudadanía legal se desenvuelve en un espacio público, que no podría existir si no es capaz de trascender las divisiones y desigualdades de la sociedad civil (Schnapper, 2000 y 2003). La utopía revolucionaria creyó en el derrocamiento de una minoría por una mayoría para conseguir la justicia y la libertad, pero el reino que creó fue el del un totalitarismo cruel. Las víctimas de las revoluciones históricas contemporáneas suman varios millones y los frutos esperados del cambio jamás los justificaron.
Invocar nuevamente la revolución para cortar la legalidad, para no pagar el costo de las transformaciones, para castigar a segmentos sociales a los cuales se carga con el sambenito de ser conservadores, negándoles el derecho a participar con sus valores en la nueva construcción, fuera de carecer de valor argumental empírico atenta contra las concepciones de un orden plural, contra los derechos humanos proclamados y sostenidos por los mismos revolucionarios y aceptados mayoritariamente por la sociedad.
En el momento actual, los bolivianos están en procura de edificar una sociedad abierta al Otro, al diferente, a las minorías, pero éstas y las mayorías solo pueden encontrarse en el respeto recíproco, en el derecho y la democracia, que son la garantía de una vida pacifica y prometedora. Los ciudadanos de todas las regiones y culturas aspiran a participar en la vida política nacional, a solucionar en la legalidad los conflictos nacidos de intereses diferentes, y no parecen dispuestos a ceder ante la violencia del poder de uno o de un segmento de la sociedad sus prerrogativas.
¿Cómo marchar juntos, evitando estos escollos? Los modelos autoritarios del pasado, sin duda no desaparecidos, no son la respuesta apropiada para los tiempos que corren. Igualmente resulta inapropiado el intento de entregar la conducción de las transformaciones, que el país demanda, a un movimiento o a un actor social privilegiado, Pocos creen sinceramente en la vocación histórica de una clase o de un grupo étnico o regional, menos de una persona. La historia ha desmentido esa pretensión Para seguir conviviendo juntos, con nuestras diferencias, anhelo compartido por una inmensa masa de bolivianos, respetar las garantías legales, las reglas del juego democrático, reforzar la ciudadanía legal, común, parece fundamental. Pero no basta, los desafios de la modernidad no se pueden ignorar. Comprender su naturaleza, sus posibilidades y sus límites, a fin de definir nuestras opciones políticas con ellos, resulta otra exigencia insoslayable. Vivir la época sin dejar bailar nuestro folklore no parecen ser propósitos incompatibles.
Notas
* Este ensayo, escrito en el marco de actividades del Instituto para la Democracia de la Universidad Católica San Pablo, fue inicialmente publicado en una primera versión en la Revista "Opiniones y Análisis", N° 96, La Paz, Noviembre 2008.
** Doctor en Sociología, E.P.H.E.. París. Director del Instituto para la Democracia, U.C.B. Autor de varios libros y ensayos.
1 Kelsen señala que la norma básica no es propiamente positiva sino hipotética (Kelsen, 1948: 329 y ss).
2 Para ver la continua influencia de esta institución en el país. Lavaud, (1988: 89-113).
3 Estos derechos y garantías ya se incorporaron en la Constitución Bolivariana de 1826 y fueron ampliados y perfeccionados en los siguientes textos constitucionales (Trigo, 1952)
4 M. Bouchet Martigny, Carta citada por Arguedas (1923: 114 y ss).
5 Esta obra probablemente constituyó uno de los primeros trabajos sistemáticos sobre el caudillismo personalizado escrito en el país y también en el extranjero (1916, 1ra. ed.)
6 Sobre el tema en Francia, ver Winock (2007) y también Sirenelli (2006).
7 Sobre el tema y sus repercusiones en el mundo actual ver Gray (2008, Cap. II y ss)
8 Antes, en 1918. apareció la primera versión castellana de El Capital, de K. Marx, a cargo de Juan Justo, en Buenos Aires, pero estaba incompleta, faltaban los últimos libros.
9 Esta obra, especialmente el volumen IV, resulta muy importante para examinar el desarrollo de las ¡deas y organizaciones socialistas en el país.
10 El artículo ofrece una valiosa consideración sobre la radicalización de algunos planteamientos weberianos en Schmitt.
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