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Iuris Tantum Revista Boliviana de Derecho

Print version ISSN 2070-8157

Rev. Bol. Der. vol.13  Santa Cruz de la Sierra Jan. 2012

 

EDITORIAL

“EL JUEZ EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL”

 

 

De simple aplicador mecánico de la ley a través del silogismo de la subsunción, el juez debe asumir el desafío de constituirse en el primero y principal protector de los derechos y creador cotidiano del Derecho. Más allá de la ley están los derechos fundamentales y el juez debe protegerlos aún cuando no estén expresamente reconocidos por la ley ordinaria.

El nuevo Estado Constitucional, Social y Democrático de Derecho exige que el Juez asuma nuevos desafíos acordes con el desarrollo del Derecho y del Estado. La función que debe cumplir hoy está lejos del rol estático y mecánico que significó y se le atribuyó en los primordios del Estado de Derecho. Antes de aplicador ciego de la ley, hoy el juez desempeña un papel mucho más activo y fundamental: es el principal protector de los derechos fundamentales y, a través de la interpretación de la norma desde la Constitución, es creador del Derecho.

En “El Espíritu de las leyes” Montesquieu elaboró la teoría de la división de los poderes del Estado y, al referirse al Poder Judicial le asignó un rol secundario, de simple aplicador de la ley. De ahí la expresión “El Juez es la boca de la ley”; es decir, al momento de resolver un caso concreto sólo debía realizar el silogismo de la subsunción. Ante un supuesto de hecho en un caso concreto, el juez se limita a aplicar la norma jurídica que reconoce el derecho para determinar las consecuencias contempladas en la misma ley. Esta concepción influyó poderosamente en la distribución de las competencias y facultades que se les asignaron a cada uno de los poderes del Estado de Derecho y, es especial, para delimitar las funciones de los órganos jurisdiccionales.

Durante esta época, en el nacimiento del Estado de Derecho en la órbita de la Europa continental, por influencia de la revolución francesa, el poder debía descansar en la nueva clase dirigente, verificándose una casi natural desconfianza en el rol que debía serle asignado al Poder Judicial. El juez, al aplicar la ley, no podía contradecir la voluntad del legislador, titular indiscutible de la soberanía popular por delegación del pueblo.

Una de las muestras evidentes de esa desconfianza en la labor que debían desempeñar jueces y tribunales, es el recurso de casación. El Tribunal Supremo de la Nación, en manos de Napoleón en aquel entonces y en manos del Poder en todas las épocas, es quien controla la labor de los órganos jurisdiccionales, evitando desvíos de los objetivos y finalidades fijadas por la clase política. Por eso en Casación no se pueden alegar hechos nuevos y tampoco intentar probanza alguna. El recurso o proceso es de puro derecho: únicamente se controla la labor de los tribunales ordinarios inferiores precisamente, en la aplicación de la ley.

Situación diferente se verifica en el surgimiento del nuevo Estado que nace con la revolución americana, en donde la confianza en los órganos judiciales se constituyó en puntal fundamental para la consolidación del emergente Estado y, hoy es uno de los pilares de la democracia americana. Por eso, allí tiene tanta importancia el precedente judicial, esto es, los fallos de jueces y tribunales en casos análogos o similares supuestos de hecho.

Pero retornando a nuestro ámbito. Sufrimos la influencia poderosa de los Códigos Napoleónicos a través, principalmente, de toda la codificación (1830 a 1835) promulgada por Santa Cruz, el gran Mariscal de Zepita. Heredamos también, esa desconfianza en los miembros del Poder Judicial y en la labor que cada uno de sus miembros debía desempeñar en la consolidación del nuevo Estado. Las designaciones estaban y están en manos de la clase política. Es el Estado, por medio del proceso eleccionario -fijado para octubre- y a través de la mayoría parlamentaria del partido de gobierno, el que terminará manejando los hilos de la ópera judicial.

¡Qué diferencias! Nacimos desconfiando en el Poder Judicial y ahora esa desconfianza, lejos de atenuarse, se ha incrementado. Los americanos nacieron sintiéndose plenamente protegidos por quienes eran designados o elegidos para aplicar la ley y proteger sus derechos, y ahora, gran parte de su fortaleza como nación descansa en la interpretación que de la norma realizan jueces y tribunales.

Hoy, el Estado es otro, en su fisonomía, en su organización, en su estructura y en la definición de sus finalidades. Hoy ya no es la ley la máxima expresión de la soberanía. Hoy, la Constitución ya no es una mera declaración política de principios. La Constitución se ha convertido en el principal elemento normativo de todo el sistema jurídico y de aplicación preferente en la pirámide keynesiana y de la primacía constitucional.

El Juez tiene la obligación y deber de aplicar la ley en consonancia con los derechos y garantías proclamados por la Constitución. Hoy, el juez no puede negar la protección de los derechos que le son solicitados escudándose en la ausencia de normativa expresa. Los derechos, hoy, deben ser tutelados por los jueces y tribunales aunque esos derechos no aparezcan reconocidos en la ley.

La propia Constitución proclama, en el Art. 13 -II, que los derechos reconocidos por esa norma fundamental no deben ser entendidos como la negación de otros derechos no enunciados que nacen de la soberanía del pueblo.

La desconfianza en la labor judicial con que nace el Estado de Derecho puede y debe ser revertida por jueces y tribunales del país, quienes tienen en sus manos la recuperación de la fe y la confianza de la ciudadanía en la importante labor que deben cumplir en el desarrollo y promoción de los nuevos valores sociales y políticos de este nuevo Estado.

Ese desafío sólo podrá tener éxito, en la medida que jueces y tribunales asuman su nuevo rol y su nueva responsabilidad: que son los primeros y principales protectores de los derechos fundamentales olvidándose de su antiguo papel, de simples y mecánicos aplicadores de la ley.

Gracias a Dios, tenemos recursos humanos calificados y con la suficiente fortaleza moral y ética para asumir esta nueva tarea con márgenes suficientes como para abrigar esperanzas que saldrán airosos de este nuevo reto visando una sociedad más justa y más equitativa.

El Director

 

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