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Revista Integra Educativa

versión On-line ISSN 1997-4043

Rev. de Inv. Educ. v.6 n.2 La paz ago. 2013

 

VIOLENCIA, EDUCACION Y ESCUELA

Orden escolar y (des)orden masculino
Masculinidades, violencias y fracaso en la educación1

 

Scholastic order and masculine (dis)order
Masculinities, violence and the failure of education

 

 

Carlos Lomas

Doctor en Filología Hispánica
Catedrático de educación secundaria
Director de la revista SIGNOS
Codirector de TEXTOS de Didáctica de la Lengua y de la Literatura (Editorial Graó)
lomascarlos@gmail.com

Recibido: Julio de 2013 /Aprobado: Septiembre de 2013

 

 


RESUMEN

De un tiempo a esta parte en España el mundo de la información se hace eco de algunos episodios de acoso y de violencia escolar que trasladan a la opinión pública la idea de que la vida cotidiana en nuestras escuelas e institutos es un infierno. Sin embargo, ni la escuela es un infierno ni esos episodios de acoso y de violencia son nuevos. En este artículo se indaga sobre el origen sociocultural de estos conflictos y se estudia el acoso y la violencia en las aulas desde una perspectiva de género. El arquetipo tradicional de la masculinidad sigue inspirando la conducta de unos adolescentes y jóvenes que ven en el ejercicio violento del poder y en la objeción escolar una manera de afirmar su identidad masculina frente al orden femenino de la escuela. De ahí la conveniencia de fomentar en las aulas una actitud crítica ante las conductas violentas de algunos chicos y acciones pedagógicas orientadas a favorecer la emergencia de otras maneras de entender y de vivir la masculinidad, otras maneras de ser y de sentirse hombres que ayuden a los alumnos a ser menos hombres de verdad pero más humanos.

Palabras claves: Violencia escolar, aprendizaje de las identidades femeninas y masculinas, construcción social de la masculinidad, fracaso escolar, coeducación.


ABSTRACT

Some time ago information about our part of Spain echoed the episodes of harassment and scholastic violence that brought the public to believe that everyday life in our schools and institutes is hell. Nonetheless, neither the schools are hell, nor are these episodes of harassment and violence new. This article investigates the sociocultural origin of these conflicts, and the harassment and violence in the classroom are being studied from a gender perspective. The masculine archetype continues to inspire the behavior of youths and teenagers as they see in the violent manifestation of power the affirmatíon of their identity vis-à-vis thefeminine order at school. Thus emerges the necessity of developing a critical attitude towards violent conduct of some youths and pedagogical actions that favor the emergence of other manners of understanding and living masculinity, other manners of being masculine in order to help students to be human beings instead of so-called true men.

Keywords: Scholastic violence, learning of female and masculine identities, social construction of masculinity, scholastic failure, coeducation.


 

 

En los últimos años las portadas de los periódicos, las ondas de la radio y los informativos de la televisión en España se inician a menudo con noticias escalofriantes sobre la violencia cotidiana contra las mujeres. Sin embargo, y lamentablemente, la violencia contra las mujeres no es nueva. El maltrato a hijos e hijas y a las mujeres constituye una conducta secular (y milenaria) que durante demasiado tiempo ha sido tolerada en nombre de un orden natural (el desorden masculino) que otorgaba a los hombres un poder incuestionable sobre las mujeres y convertía el menosprecio y la violencia hacia las hijas y hacia la esposa como un derecho (e incluso como un deber) del padre y del esposo que casi nadie discutía. Es apenas ahora, en las últimas décadas, cuando esa violencia comienza a ocupar los espacios de la comunicación y el debate público y a ser visible gracias a la labor de las feministas, con sus críticas a la opresión masculina, y al valor de tantas mujeres que se niegan a someterse al maltrato y al miedo.

¿Cuáles son las causas de esta obscena pervivencia del maltrato y de la violencia hacia las mujeres (y en ocasiones también hacia niños y niñas)?

Es obvio que en algunas ocasiones estas conductas obedecen a patologías extremas, como en el caso de los violadores y de los pederastas. Sin embargo, ¿es la violencia masculina una conducta excepcional o es una actitud derivada del sentimiento de propiedad de los hombres hacia sus esposas y amantes? ¿Es la violencia contra las mujeres algo inherente al género masculino? ¿Existe un eterno masculino que impide a los hombres cambiar sus modos de relacionarse con las mujeres, con sus hijas e hijos y con el mundo que les rodea (incluidos otros hombres) y un eterno femenino que conduce inexorablemente a las mujeres a la maternidad, al hogar, al cuidado de la prole y del esposo y a la obediencia sumisa a la autoridad masculina? ¿Están los hombres condenados a ejercer como verdugos y las mujeres a sufrir la condición de víctimas?

Lo diré con claridad: No. No existe una esencia masculina que condena a los hombres al ejercicio de las diferentes formas de violencia contra las mujeres (desde el insulto y el menosprecio hasta el acoso sexual y el asesinato) sino formas concretas de ser hombres que se fundamentan en la misoginia, en la homofobia y en el ejercicio de diversas formas de dominación (en el ámbito íntimo, familiar y público) sustentadas en una división sexual de las tareas y de las expectativas en función del sexo inicial de las personas. Como señala Elizabeth Badinter (1992) a propósito de la identidad masculina: a) no hay una masculinidad única, lo que implica que no existe un modelo masculino universal y válido para cualquier lugar, época, clase social, edad, raza, orientación sexual... sino una diversidad heterogénea de identidades masculinas y de maneras de ser hombres en nuestras sociedades; b) la versión dominante de la identidad masculina no constituye una esencia sino una ideología de poder y de opresión a las mujeres que tiende a justificar la dominación masculina; y c) la identidad masculina, en todas sus versiones, se aprende y por tanto también se puede cambiar.

Por ello, la violencia masculina no es el efecto inevitable de un orden natural de las cosas sino el efecto social de una serie de ideas y de prácticas que se incrustan en la vida de las personas y de las sociedades y que otorgan a la mayoría de los hombres todo tipo de privilegios y de beneficios materiales y simbólicos. Dicho de otra manera, los "dividendos patriarcales" de la dominación masculina no son el efecto natural de las diferencias sexuales entre hombres y mujeres sino el efecto cultural de un determinado modo de entender y de construir a lo largo del tiempo las relaciones entre los hombres y las mujeres en el ámbito personal y en el ámbito público que se sustenta en una presunta naturaleza superior de los hombres, que "justifica", en nombre de la razón y del orden natural de las cosas, la dominación masculina, las jerarquías entre los sexos, las estrictas fronteras que se asignan convencionalmente a los géneros masculinos y femeninos, el sexismo y en última instancia el ejercicio del poder y de la opresión contra las mujeres (y contra otros hombres).

En un mundo como el actual, en el que las tecnologías de la información y de la comunicación han trasformado tan a fondo la vida de las personas en unas sociedades en red, algo continúa casi inamovible: la injusticia y la desigualdad entre mujeres y hombres, cuyo efecto más obsceno y visible es la opresión, el menosprecio y la violencia de que son objeto tantas y tantas mujeres (y algunos hombres) a lo largo y ancho de este planeta, sin distinción de clase, raza, etnia, edad o creencia.

 

1. En educación, ¿cualquier tiempo pasado fue mejor?

Al igual que ocurre con la violencia masculina contra las mujeres, en los últimos tiempos en España los medios de comunicación de masas se hacen eco también de algunos episodios de acoso, de bulling2 y de violencia escolar que trasladan a las audiencias y a la opinión pública la idea de que en la actualidad las aulas y las escuelas son un infierno. En efecto, de un tiempo a esta parte, al menos en España, está de moda certificar en las páginas de los periódicos, en las tertulias de la radio y en los debates de la televisión el desastre de la educación (y, en especial, de la educación pública). Con un tono apocalíptico y con gesto apenado un ejército de intelectuales, enseñantes, periodistas, madres y padres proclama a los cuatro vientos que la educación es un infierno, que cualquier tiempo pasado fue mejor y que nada es ya como antes. El diagnóstico es casi siempre coincidente: el desinterés por el estudio y por el esfuerzo es absoluto en las generaciones actuales de estudiantes, existe una ausencia total de autoridad en las escuelas e institutos, la indisciplina y la insumisión escolar del alumnado se traduce en amenazas y en violencias, la extensión de la educación obligatoria hasta los dieciséis años es un error porque obliga a asistir a las aulas a quienes no lo desean, el ingreso en las escuelas del alumnado inmigrante es un desastre al ser otras las lenguas y otras las culturas a las que hay que acoger, el conflicto entre familias y escuela es continuo, adolescentes y jóvenes están seducidos por los cantos de las sirenas de la publicidad y de la moda, la televisión e Internet destruyen lo poco que se construye en las escuelas. En fin, lo dicho: la educación es un desastre y cualquier tiempo pasado (ese tiempo en que éramos más jóvenes y felices) fue mejor.

Pero cualquier tiempo pasado no fue mejor. El tiempo pasado de la educación en España evoca unas épocas y unos contextos en los que la sombra del autoritarismo era alargada y en los que se enseñaba antes que nada la obediencia incondicional y una moral puritana, hipócrita y ajena a los vientos de la modernidad ("aquellos hombres predicaban miedo", escribió el poeta español José Agustín Goytisolo sobre esa escuela del franquismo que aún hoy algunos en España evocan con nostalgia). Pero en ese tiempo pasado también había acosos y violencias en la vida cotidiana de las escuelas y de los institutos. El eco de esos acosos y de esas violencias de antaño no se oía entonces en las tertulias de la radio, en los periódicos y en la televisión ni formaba parte de la investigación académica sino que, en el mejor de los casos, afloraba en el recuerdo escolar de cada persona y en la memoria literaria de la escuela que impregna tantas y tantas páginas de la literatura (véase Lomas, 2003a; Gracida y Lomas, 2005; Lomas 2007b y 2008b; Villena, 2006, entre otros). Léase al respecto, por ejemplo, este fragmento de un poema con el que Antonio Martínez Sarrión (2004: 27 y 29) evoca el maltrato de que era objeto por parte de otros alumnos:

La hora del recreo era temible:
Imponían su arbitrio los más bestias:
retacos ya con bíceps abultados
y repuntes de barba
que, sólo por mirarles, te insultaban,
te tiraban al suelo, te hacían comer tierra
o te la deslizaban hasta el sexo
después de abrirte la bragueta.
Si te veían renuente a sus depredaciones
de tártaros borrachos,
con torturas más fuertes la emprendían:
empujarte y frotarte contra los urinarios
que rezumaban baba y pestilencia,
obligarte a jugar una partida
de una ruleta tosca y despiadada,
propia de rabadanes o espoliques
en la antigua Caldea
que, mediante una taba de cordero,
en funciones de dado,
sorteaba dignidades: rey,
verdugo, condenado o reo,
y administraba duros cintarazos
que prohibían, no sólo las lágrimas,
sino el quejido, el rictus de dolor.
Nunca vi a los maestros
cortar las salvajadas. Impensable
acudir a la denuncia:
iba en ello la honra.
Todo era abotargado, el aire no corría,
instalándose en aulas y pasillos
como una rata hedionda y desventrada.

Ni aquella escuela era el paraíso ni la escuela actual es un infierno. Lo que sí es cierto es que el acoso, el bulling y la violencia forman parte, hoy como ayer, y lamentablemente, del paisaje escolar. De ahí la importancia de analizar con serenidad un asunto cuyo origen no está sólo en los escenarios escolares sino también, y sobre todo, en unos aprendizajes culturales y en unos contextos familiares y sociales cuyos conflictos y desajustes acaban teniendo un eco violento en las aulas y en los patios escolares.

No entraré ahora a fondo en el análisis del origen de una situación educativa como la actual que, en cualquier caso, es más compleja y menos caótica y desalentadora de lo que reflejan esas controversias. Sí me detendré, porque ése y no otro es el objeto de estudio en estas páginas, en el análisis de algunas hipótesis que en mi opinión nos ayudan a entender algunos episodios de acoso, de bullingy de violencia escolar entre adolescentes y jóvenes adelantando de antemano que es difícil saber con precisión, como ocurre en el caso de la violencia contra las mujeres, si ese acoso y esa violencia son hoy mayores que antaño, entre otras cosas porque antaño eran invisibles (como tantas otras cosas en educación) y se consideraban naturales e inevitables.

Es obvio que en el origen del acoso, del bullingy de la violencia escolar convergen multitud de factores personales, familiares, culturales y sociales. El contexto familiar y sociocultural de cada alumno y de cada alumna nos ayuda a entender en algunos casos el perfil acosador y violento de algunos alumnos y alumnas. Pero, y aunque el acoso y la violencia están protagonizados a menudo por un alumnado vinculado a familias y a grupos culturales en conflicto, ninguna familia ni grupo sociocultural están libres de pecado. De hecho, a menudo el acoso tiene como protagonistas a hijos e hijas de clases sociales acomodadas. Por ello conviene evitar el tópico de que el acoso, el bullingyla violencia escolar están protagonizados de forma exclusiva por alumnos y alumnas pertenecientes a familias con un insuficiente nivel cultural, sin instrucción escolar y sin valor de cambio social a causa de su origen étnico y de sus escasos ingresos económicos.

¿Cómo entender entonces los maltratos y violencias de alumnas y alumnos pertenecientes a familias acomodadas y a grupos sociales privilegiados en colegios privados y a menudo elitistas? ¿Basta a la hora de analizar el origen de la violencia escolar con un análisis que tenga en cuenta tan sólo el origen familiar y socioeconómico de las conductas violencias en las escuelas e institutos? ¿Cómo se explica entonces que esas conductas sean protagonizadas por chicos (y en menor medida por chicas) de tan diversos orígenes familiares y socioculturales? ¿Es por el contrario la violencia algo inherente a las identidades adolescentes y jóvenes? ¿Existe un eterno masculino que obliga a los chicos a comportarse de un modo violento y a rebelarse contra un orden escolar que consideran opresivo y femenino? ¿Es la violencia escolar un patrimonio exclusivo de los chicos? ¿Existen un acoso y una violencia escolares a cargo de las chicas? A responder algunos de estos interrogantes dedicaré las siguientes líneas3.

 

2. De la diferencia sexual a la desigualdad cultural

Hace ya algunas décadas Simone de Beauvoir (1949) escribió aquella célebre frase de que "la mujer no nace sino que se hace mujer". Con ello subrayaba algo tan obvio como que la condición femenina no es sólo el efecto del azar natural sino también, y sobre todo, el efecto de un largo, complejo y eficacísimo aprendizaje cultural que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida cotidiana de las mujeres. Algo semejante ocurre con los hombres: "El hombre no nace sino que se hace hombre". En otras palabras, los hombres y las mujeres somos diferentes no sólo porque tengamos un sexo distinto sino también, y sobre todo, porque aprendemos a ser hombres y a ser mujeres de maneras diferentes.

Al aludir a la feminidad y a la masculinidad como el efecto de una construcción cultural y de un aprendizaje social, Simone de Beauvoir introduce una mirada sobre las identidades humanas que no sólo se fija en las categorías de clase social o de etnia, tan habituales hasta entonces en el ámbito de las ciencias sociales, sino que incorpora de forma preferente el estudio de los contextos subjetivos y culturales en los que nos hacemos mujeres y hombres. Simone de Beauvoir insiste en que la condición femenina (y la condición masculina) no sólo tienen que ver con el diferente origen sexual de las mujeres y de los hombres sino también y sobre todo con el diferente y desigual aprendizaje cultural de la feminidad y de la masculinidad en contextos íntimos y públicos como la familia, el lenguaje, la educación y el entorno afectivo y social.

Mujeres y hombres somos como somos (y quienes somos) como consecuencia del influjo de una serie de mediaciones subjetivas y culturales (el origen sexual, el lenguaje, la familia, la instrucción escolar, el grupo de iguales, el estatus económico y social, las ideologías, los estilos de vida, las creencias, los mensajes de la cultura de masas...) que influyen de una manera determinante en la construcción de las identidades humanas. Es decir, al sexo inicial de las personas se le añaden las maneras culturales de ser hombres y de ser mujeres en una sociedad determinada. Por ello, la construcción de las identidades masculinas y femeninas en las sociedades humanas no es sólo el efecto natural e inevitable del azar biológico sino también, y sobre todo, el efecto cultural de la influencia de una serie de factores afectivos, familiares, escolares, económicos, ideológicos y sociales. En otras palabras, hombres y mujeres somos diferentes no sólo porque tengamos un sexo inicial distinto sino también porque aprendemos a ser hombres y mujeres de unas determinadas maneras.

¿En qué medida el aprendizaje cultural de las identidades masculinas y femeninas está en el origen de las conductas de acoso y violencia que protagonizan, hoy como ayer, adolescentes y jóvenes? ¿Es el arquetipo tradicional de la virilidad el referente simbólico que inspira la conducta violenta de muchos adolescentes y jóvenes, incapaces de entender que ser hombre consista en algo más que en ejercer el poder de una manera violenta, en menospreciar el mundo femenino y en insultar y atemorizar a los chicos que no se ajustan al canon de la masculinidad tradicional? ¿Es posible imaginar que uno de los efectos indeseados de la insurgencia femenina y del acceso de las adolescentes y de las jóvenes a espacios de libertad y de igualdad inimaginables hace unas décadas sea el ejercicio de una violencia femenina contra otras chicas y contra algunos chicos?

 

3. ¿Hombres de verdad?

A finales de los años ochenta y hasta hoy se han editado numerosos trabajos de orientación feminista (Brannon, 1976; Askew y Ross, 1988; Welzer-Lang, 1991; Badinter, 1992; Arnot y Weiler, 1993; Killmartin, 1994; Connell, 1995; Kimmel, 1996 y 1997; Callirgos, 1996; Bourdieu, 1998; Cazés, 1998; Valdés y Olavarría, 1997; Bonino, 1998; BurinyMeler, 2000; Tomé y Rambla, 2001; Castañeda, 2002; Lomas, 2003b, 2004 y 2008a: Martino y Pallota-Chiarolli, 2006; Gabarró Berbegal, 2010; Leal González y Arconada Melero, 2012, entre otros) cuyo objetivo es, por una parte, iluminar los itinerarios subjetivos y culturales del aprendizaje social de la masculinidad y, por otra, entender el modo en que la escuela contribuye entre niños, adolescentes y jóvenes a la construcción de maneras de ser hombres que en nada favorecen una mayor equidad entre chicos y chicas.

Veamos cómo algunos autores, como el psicólogo Robert Brannon (1976) o el académico mexicano Daniel Cazés (1998), analizan de una manera diáfana algunos de los rasgos constitutivos de la masculinidad hegemónica. Así, para Brannon:

• La masculinidad se construye como una oposición a ultranza al mundo de las mujeres.

• El valor de la masculinidad se evalúa según el grado de poder, riqueza y éxito de cada hombre.

• El ejercicio de la masculinidad exige el control de las emociones y el silencio de los sentimientos porque "los hombres no lloran".

• La masculinidad es ambición, agresividad, liderazgo, violencia y riesgo.

Estos rasgos actúan, en el caso del estudio de Brannon, como indicadores de evaluación del grado de masculinidad legítima y normativa de los hombres anglosajones. Sin embargo, sea cual sea la raza, la clase social, la etnia, las creencias, la edad o el estatus económico y cultural, en la inmensa mayoría de las culturas humanas y de sus grupos sociales ser hombre consiste en no ser como las mujeres o como los hombres a los que se identifica con las mujeres. La virilidad se define así antes por lo que no es o por lo que no desea ser antes que por lo que en realidad es o desea ser. La identidad masculina dominante nace de la oposición a lo femenino y a los gays y no de la vindicación de lo específicamente masculino. Como señala José Miguel Cortés (2002:43), "la masculinidad hegemónica se ha ido construyendo como un proceso de diferenciación y de negación de los otros, principalmente de las mujeres y de los gays. Así, la identidad masculina se ha consolidado frente a dos amenazas: la feminidad y la homosexualidad". De ahí que la dominación masculina se ejerza no sólo contra las mujeres sino también (y en ocasiones de una manera aún más cruel si cabe) contra otros hombres cuya orientación homosexual es vista como afeminada. La masculinidad hegemónica es misógina y homófoba: los hombres de verdad no son ni femeninos ni homosexuales. O sea, no son inferiores ni subordinados sino superiores y dominantes.

Por su parte, Daniel Cazés (1998) enuncia algunas de las ideas (y de las falacias) que sustentan las formas hegemónicas de la masculinidad:

• Los hombres y las mujeres no sólo son diferentes por razones naturales sino que también son y deben ser desiguales: los hombres son superiores a las mujeres a la vez que los "hombres de verdad" son superiores a cualquier hombre que no cumpla los mandatos de la masculinidad dominante y no acepte ni ponga en práctica las conductas asociadas a los estereotipos culturales de la virilidad tradicional.

• Las tareas, actividades y conductas identificadas como femeninas degradan a los hombres.

• Los hombres no deben sentir, o al menos no deben expresar en público, emociones que tengan alguna semejanza con emociones entendidas habitualmente como femeninas. Por el contrario, aguantar el dolor y mostrar valor, incluso de forma temeraria, constituyen atributos esenciales de los hombres.

• La voluntad de dominio, el afán de triunfo y el deseo de ejercer el poder sobre los demás constituyen también atributos ineludibles de la identidad masculina.

• Los hombres son los proveedores de la familia y el trabajo fuera del hogar constituye un derecho y un deber exclusivos de la masculinidad.

• La compañía masculina es preferible a la femenina salvo en la intimidad sexual.

• El sexo es el único camino por el que un hombre puede acercarse a las mujeres y constituye una ocasión inmejorable tanto para ejercer el poder como para obtener el placer. El ejercicio del poder sexual sobre las mujeres constituye para un hombre de verdad tanto una forma de mostrar la superioridad masculina como una manera de exhibir ante otros hombres la falacia de una virilidad infalible.

• En situaciones concretas, los hombres de verdad están condenados a matar a otros hombres o a morir a manos de ellos, sea por motivos patrióticos, por razones económicas, por celos, por conductas temerarias, por defender el honor...

Otros autores, como Stephen Frosh (1994) insisten en la idea, apuntada hace ya tiempo por Sigmund Freud (1978), de que la masculinidad se construye a partir de la ruptura del niño con la madre y con el mundo de afectos y de vínculos emocionales asociados convencionalmente a la feminidad. Esa ruptura constituye en el adolescente una inversión simbólica en la que la referencia hasta entonces positiva del mundo femenino deja paso a una negación de ese mundo y a la vindicación del mundo masculino como referencia de prestigio y de poder. Así, según Frosh (1994: 109),

...la identidad masculina se perpetúa por un proceso continuo de no dejar entrar lo femenino [...]. La masculinidad no tiene bases propias seguras, no tiene contenido positivo, sino que tiene como premisa única la exclusión del otro -una posición que tiene que ser incierta, siempre en peligro de colapsar bajo la fuerza de la fantasía de la plenitud de la feminidad-. Por tanto, la negación de lo femenino, su exclusión, es una reacción defensiva a la fantasía de que la feminidad es el polo positivo; la masculinidad se define únicamente por la diferencia.

En otras palabras, o, mejor dicho, en palabras de Freud, el niño desanuda sus ataduras con la madre con el fin de aceptar el contrato edípico que le facilita el acceso al mundo de los hombres y al ejercicio de la dominación masculina y de la autoridad fálica.

En última instancia, la construcción cultural de la masculinidad hegemónica se sustenta en las siguientes estrategias:

• La eliminación -hasta donde es posible- de las diferencias subjetivas y culturales entre los hombres con la voluntad de construir un modelo uniforme y universal de sujeto masculino que se corresponda con el arquetipo tradicional de la virilidad.

• El alejamiento masculino del mundo femenino y la eliminación de los estilos y de las conductas que pudieran vincular a los hombres de verdad a los estilos y a las conductas de las mujeres y de los homosexuales.

• La asignación cultural del poder a los hombres, en nombre de la naturaleza y de la razón. El poder de los hombres se sustenta así no sólo en el orden natural de las cosas sino también en el orden cultural de las sociedades.

Es entonces cuando el (des)orden masculino se enuncia como el único orden posible y deseable. Lo masculino es el eje central de la sociedad, el único paradigma posible y deseable, y los hombres son la medida de todas las cosas y lo genéricamente humano. De acuerdo con el universo simbólico de la masculinidad tradicional, a los hombres les corresponde de manera natural el protagonismo histórico y el liderazgo, la organización de la sociedad y el poder, la inteligencia, la violencia militar y policial, la creatividad, el establecimiento de normas y de reglas, el control de las instituciones y la gestión religiosa de las deidades de turno, en otras palabras, lo público, lo importante, lo trascendente, lo legítimo, lo prestigioso.

 

4. La tribu masculina: costes y beneficios

En la tribu masculina los afectos y las emociones se cotizan a la baja ya que se consideran a menudo un síntoma de debilidad y el indicio de una virilidad insuficiente.

El hombre, investido con los atributos del héroe, contiene las emociones ya que afectarían a su afán de éxito en la aventura, aunque hoy esa aventura no consista en matar dragones y en salvar a las princesas sino en esgrimir currículos, en liderar iniciativas, en obtener un mayor salario, en ser emprendedor, en tener iniciativas y en ascender en la escala social. La tiranía de ese modelo dominante de masculinidad tiene efectos indeseables no sólo en la vida de las mujeres, que sufren el acoso y la violencia de esa masculinidad agresiva e injusta, sino también en la vida de los hombres. Como señala Michael Kaufman (1997: 81), cada vez son más los hombres que experimentan, en diferente medida,

...dolor por tratar de seguir y asumir los imposibles patrones de virilidad. En otras palabras, el patriarcado no es sólo un problema para las mujeres. La gran paradoja de nuestra cultura patriarcal (especialmente desde que el feminismo ha levantado demandas significativas) es que las formas dañinas de masculinidad dentro de una sociedad dominada por los hombres son perjudiciales no sólo para las mujeres sino también para ellos mismos.

Veamos algunos ejemplos de los prejuicios o costes que la masculinidad tradicional tiene para la inmensa mayoría de los hombres:

• Costes penitenciarios: Más del 90 % de la población encarcelada en España son hombres.

• Costes educativos: el fracaso escolar afecta de manera mayoritaria a los chicos.

• Costes sanitarios: la esperanza de vida es menor en los hombres y no por razones biológicas sino por hábitos ligados a la masculinidad (por ejemplo, la ausencia de actitudes de prevención a la hora de evitar el cáncer de próstata).

• Costes asociados a la violencia: la violencia física es casi siempre masculina, tanto a la hora de ejercerla como de sufrirla: peleas, violaciones, guerras...

• Costes asociados a conductas de riesgo: desde la conducción temeraria al consumo irresponsable de alcohol y otras drogas...

• Costes asociados a una sexualidad insatisfactoria, basada en la cantidad y en la comparación (en la frecuencia sexual y en el tamaño del pene) y no en el libre encuentro y en la comunicación placentera.

• Costes asociados a la ocultación de los afectos y de los sentimientos, lo que conduce a muchos hombres a relaciones afectivas insatisfactorias, a una paternidad distanciada y al analfabetismo emocional.

• Costes asociados a los mandatos tradicionales de la masculinidad: obsesión por el liderazgo, el éxito, la competencia, el riesgo, el individualismo, el espíritu bélico...

Detengámonos ahora en los costes escolares de las formas tradicionales de la masculinidad.

Como hemos señalado hasta ahora, el fracaso académico, el absentismo en las aulas, el abandono escolar y las agresiones en los centros educativos son hoy mayoritariamente masculinos (Gabarró Berbegal, 2010). El modelo dominante de masculinidad sigue inspirando las conductas de demasiados chicos que ven en el ejercicio violento del poder y en la objeción escolar una manera de afirmar su identidad masculina frente al orden femenino de la escuela. De ahí la conveniencia de fomentar en las aulas tanto una actitud crítica ante las conductas violentas de algunos chicos como acciones pedagógicas orientadas a favorecer la emergencia de otras maneras de entender y de vivir la masculinidad, otras maneras de ser y de sentirse hombres que ayuden a los chicos a ser menos hombres de verdad pero más humanos. Porque los chicos también lloran (Lomas, 2004).

Cuando los chicos se unen adoptan a menudo como referente ético y estético el arquetipo canónico de la masculinidad tradicional con su cóctel de misoginia, homofobia y violencia. Hay chicos que en la intimidad son amables y afectuosos con sus amigas y novias pero en público, y ante la mirada de sus colegas de la tribu masculina, las tratan con indiferencia y altanería. En cuanto abandonan la compañía de las chicas y se unen a sus colegas masculinos, esos chicos sufren una metamorfosis que se manifiesta en sus actitudes, en sus gestos, en sus maneras de hablar y de actuar y en lo que dicen y en lo que hacen.

El orden masculino, inspirador de la conducta escolar y social de la mayoría de los chicos, se manifiesta en un conjunto de prácticas y de actitudes coincidentes con los estereotipos habituales de la masculinidad dominante. Jugar muy bien al fútbol, sobresalir en fuerza y en agresividad en los juegos de carácter competitivo, "tener éxito" con las chicas aunque ello no signifique apreciar su afecto ni tener en cuenta sus ideas y sentimientos, ejercer violencia sobre otros chicos cuya masculinidad es puesta en tela de juicio por su orientación homosexual, su interés por el estudio, su amistad con las chicas o su menor potencia física, hacer gamberradas evitando el castigo y utilizar palabras y expresiones vulgares, blasfemas y obscenas constituyen en este contexto algunas de las acciones cotidianas de los chicos en las escuelas y en los institutos que contribuyen a convertir la cultura masculina del patio y del aula en una cierta ética (y en una cierta épica) masculina de la rebeldía frente al orden escolar femenino y del acoso y de la violencia contra los chicos que no responden literalmente a los mandatos tradicionales de la masculinidad hegemónica4.

En efecto, algunos estudios aluden al rechazo de los chicos a un orden escolar que consideran afeminado y escasamente masculino (pese a que el orden escolar sigue siendo aún, y en buena medida, un orden androcéntico en diáfana coherencia con el desorden patriarcal). La cultura masculina del patio se opone entonces a la cultura femenina del aula y se traduce en un rechazo a las reglas del juego académico y en una indiferencia casi absoluta ante el aprendizaje escolar. Como señala Joan Pujolar (2003) en una sugerente aplicación de los trabajos de Pierre Bourdieu (1982 y 1998) sobre los intercambios verbales y la dominación masculina, la cultura masculina del patio y de la escuela constituye un espacio simbólico habitado por líderes cuyas conductas (con respecto a sus compañeros y a sus compañeras) son un fiel reflejo de las conductas y de los valores asociados al modelo dominante de la masculinidad (el valor absoluto e incuestionable de la fuerza y el uso de la violencia como virtudes masculinas, el menosprecio del diálogo y de la solidaridad, el maltrato a las chicas y a los chicos que no se identifican con los estereotipos tradicionales de la feminidad y de la masculinidad, la heterosexualidad normativa u obligatoria...). El patio (y el aula y la escuela en su conjunto) se convierten así en lo que Pierre Bourdieu (1982) denominaba un mercado simbólico de intercambios en el que la moneda con mayor valor de cambio y que da mayores beneficios es el prestigio que se conquista imitando los estereotipos de la masculinidad dominante y ejerciendo el poder y la opresión contra las chicas y contra los chicos que no tengan el capital simbólico que se obtiene a través de la adhesión inquebrantable a los arquetipos viriles de la masculinidad tradicional.

Insultos, peleas, chantajes, menosprecios, burlas, amenazas, agresiones y abusos de todo tipo se convierten a menudo en las acciones habituales de unos chicos que están convencidos de que aprender a ser (y a comportarse como) hombres exige el ejercicio continuo de un poder absoluto -y en ocasiones violento- sobre las chicas y sobre esos otros chicos que no se adecuan a esa mística de la masculinidad que ensalza el arquetipo dominante y obligatorio de la virilidad heterosexual. Según esta mística, los valores de un hombre de verdad deben ser el vigor y la fuerza, la indiferencia ante el dolor físico, el afán de aventura, la ostentación heterosexual, la ocultación de los sentimientos y de las emociones, la competencia y el enfrentamiento, el espíritu de conquista y de seducción del otro sexo, la apelación continua a la "naturaleza superior" de los hombres como argumentación incuestionable a favor del carácter natural e inevitable de la dominación masculina... De ahí que resulte de especial interés analizar los efectos de la heterosexualidad obligatoria en los alumnos y "cómo afecta a los chicos la obligación de mostrarse como heterosexuales adecuados en la forma de representar y vigilar sus masculinidades. La homofobia desempeña un papel importante como técnica específica de autorregulación y vigilancia de otros chicos" (Martino y Pallota-Chiarolli, 2006: 22).

Los chicos aprenden dentro y fuera de la escuela el código ético y estético que subyace a esta mística adolescente de la masculinidad dominante, tan semejante al arquetipo tradicional de la virilidad heterosexual, y "aprenden a ser hombres" en los diversos ámbitos en los que se produce su socialización como personas. O sea,

• en el seno de unas familias y de unos hogares en los que aún siguen vigentes -aunque en menor medida que antaño- la mayoría de los privilegios asociados a la dominación masculina (como, por ejemplo, una asignación asimétrica de las obligaciones domésticas a madres y a padres, a hermanas y a hermanos...);

• en una escuela que sigue aún hoy menospreciando la cultura y el saber de las mujeres en la selección de sus contenidos escolares, en el uso del lenguaje y en sus estilos de relación y de convivencia;

• en un grupo de iguales en el que los chicos imitan y reproducen los estilos, las interacciones y las conductas atribuidas convencionalmente a los hombres de acuerdo con los estereotipos canónicos de la masculinidad hegemónica;

• en unos deportes y en unos juegos de competición física en los que todo vale y está justificado si sirve para derrotar al enemigo y ejercer así el poder y el liderazgo sobre los vencidos, de acuerdo con un orden simbólico en gran medida equivalente al orden simbólico de las guerras y del sometimiento de quienes fracasan en el combate. Como señalan Martino y Pallota-Chiarolli, 2006: 262), "la educación física y el deporte se constituyen en sitios idóneos para el control, la regulación y la consolidación de ciertas versiones de masculinidad por parte de los iguales".

• en el escenario cotidiano de los mensajes de la cultura de masas, con toda su retahíla de héroes masculinos en las series televisivas, en los dibujos animados, en los videojuegos, en las películas, en los anuncios publicitarios (Lomas y Arconada, 1999 y 2003), en la prensa adolescente y juvenil, en el diluvio de información indiscriminada y a menudo discriminatoria que aflora en Internet... que actúan como referentes simbólicos -como modelos arquetípicos de conducta y de relación- en niños, adolescentes y jóvenes.

Como consecuencia de estos y de otros influjos culturales, asistimos a la construcción social de un arquetipo viril que se traduce, como señala Charo Altable (2000: 227),

...en un varón joven, arriesgado, duro, valiente, contundente y firme, que reprime la empatía y las reacciones demasiado afectivas hacia otras personas. Este arquetipo muestra la separación y la diferencia con otros seres humanos más que la unión y la semejanza. De esta manera, se prepara el camino hacia la intolerancia con otras formas de masculinidad.

Pese a algunos cambios y pese a la emergencia de identidades masculinas alternativas a la masculinidad hegemónica, el arquetipo tradicional de la virilidad sigue constituyendo aún el referente dominante del aprendizaje social de la masculinidad de la mayoría de los chicos (Martino y Pallota-Chiarolli, 2006) y está en el origen de la mayoría de los episodios de violencia y de fracaso escolar que se dan en nuestras escuelas e institutos.

 

5. ¿Las chicas son guerreras?

Uno de los efectos inadvertidos de la invisibilidad de las mujeres en nuestras sociedades ha sido la ocultación de formas femeninas de violencia que no adquieren la notoriedad ni el dramatismo de las formas tradicionales de la violencia masculina pero que en cualquier caso reflejan conflictos, intimidaciones y abusos de poder a cargo de algunas mujeres. En la vida escolar, y frente al alboroto visible de las peleas, de los insultos y de las agresiones de los chicos, hay otra violencia más oculta y silenciosa cuyas protagonistas son casi siempre chicas5. Las formas de esa violencia femenina, tan ajena al uso de cuchillos, bates y puñetazos, van desde el acoso verbal al cerco de silencio, desde la conspiración para enturbiar la fama de otra chica o chico hasta la difusión por Internet de mentiras o la seducción amorosa con fines de engaño. Aunque afirmarlo no sea políticamente correcto, existe una violencia femenina. De otra naturaleza y de otra magnitud, sin duda, pero igualmente injusta y dolorosa para quienes la sufren. Negar esa violencia (casi nunca física, es cierto) sólo es posible desde la inocencia más absoluta o desde la creencia a ultranza en la bondad natural de las mujeres, una creencia que adolece, en mi opinión, de cierto sabor a rancio al otorgar a las mujeres unas virtudes y unas cualidades tan etéreas que nos recuerdan a las virtudes y cualidades que adornan el alma cristiana y las experiencias sobrenaturales.

De igual manera, la violencia en las escuelas se ejerce contra quienes son diferentes a causa de su origen étnico y racial, de sus creencias, de sus capacidades físicas, de su grupo cultural y de su orientación sexual (especialmente significativas en el caso del alumnado homosexual). Las escuelas y los institutos son cada vez en mayor medida escenarios multiculturales en los que afloran los conflictos asociados a sociedades en tensión continua. De ahí la urgencia de construir unas escuelas que eduquen en la cultura de la paz y de la democracia, en el valor de las palabras y de la diversidad cultural, en el ejercicio del derecho a la diferencia sin que ello conlleve ninguna diferencia de derechos.

En el origen del menosprecio, del acoso y de la violencia escolares hay a menudo una síntesis de ignorancia, de miedo y de abuso de poder. Ignorancia del derecho de las personas a hablar con otras palabras distintas a las palabras de quienes ejercen el poder (las palabras de la insurgencia femenina, las palabras de las culturas minoritarias o excluidas, las palabras de las utopías emancipadoras, las palabras del deseo homosexual...) e incapacidad para aceptar que el ejercicio de ese derecho no es una amenaza ni una anomalía. Miedo a entenderse a sí mismos y a entender el mundo a partir de unas ideas y de unos sentimientos que no son los que aplaude la mayoría y que quiebran esos arquetipos tradicionales de la virilidad y de la feminidad que actúan aún hoy como los referentes simbólicos de prestigio a los ojos de adolescentes y jóvenes. Abuso de poder y agresividad como formas de conjugar el miedo a sí mismos (a descubrirse ajenos a los moldes canónicos de la masculinidad hegemónica) y a quienes son diferentes y ofrecen modelos amorosos y culturales alternativos a los modelos dominantes.

 

6. La coeducación sentimental

En los últimos años en las escuelas e institutos la coeducación se ha entendido a menudo como una tarea a favor de las niñas y de las adolescentes, como un asunto de mujeres, como cosas de feministas. Quizá no podía ser de otra manera si tenemos en cuenta el menosprecio y la desigualdad de que han sido y siguen siendo objeto la inmensa mayoría de las mujeres en el mundo y el liderazgo del feminismo a la hora de oponerse a cualquier forma de opresión y de injusticia contra el sexo femenino. Hoy esa tarea coeducativa y ese liderazgo feminista, junto con la influencia de una serie de cambios culturales y sociales que han fomentado en algunas sociedades una mayor equidad en las relaciones entre mujeres y hombres, han traído consigo, entre otras cosas, el éxito académico de las alumnas en el sistema escolar frente al creciente fracaso escolar de los alumnos, el surgimiento de una autoridad femenina en las chicas que se opone a las formas más obvias de la dominación masculina y su acceso, lento pero irreversible, a estudios y a oficios tradicionalmente vedados a las mujeres y asociados habitualmente a los hombres.

Sin embargo, esos cambios en las conductas y en las expectativas de las chicas no han ido acompañados de otros cambios en las conductas y en las expectativas de la mayoría de los chicos. Cualquier que observe el entorno en el que vive constatará cómo las trayectorias subjetivas y culturales de las mujeres se han abierto a mil y un significados y expectativas, pero, por el contrario, en el mundo de los hombres las cosas van más despacio. Por ello, en educación es hora ya de de trabajar no sólo a favor de las niñas sino también, y a la vez, a favor de los niños, es decir, a favor de otras maneras de entender la identidad masculina que excluyan el ejercicio de la violencia y el menosprecio de las mujeres y favorezcan la equidad entre los sexos. En este sentido, en la Europa Occidental y en Latinoamérica cada vez son más las personas que en el mundo de la educación comienzan a interesarse no sólo en la vindicación del derecho a la igualdad de las alumnas y de las mujeres sino también, y a la vez, en el fomento escolar entre los niños, los adolescentes y los jóvenes de otras maneras de ser hombres y de estar en el mundo que eviten la adhesión inquebrantable a una masculinidad violenta, misógina, homófoba y opresiva.

De ahí que de un tiempo a esta parte comience a entenderse, aunque en ocasiones también a malentenderse, la urgencia de un acción específica con los chicos que, por una parte, contribuya a identificar el modo en que se manifiestan en adolescentes y en jóvenes las ideas y las conductas asociadas a la masculinidad hegemónica y, por otra, contribuya a mostrar otras maneras de ser hombres ajenas al arquetipo tradicional de la virilidad que atenúen la ansiedad, la infelicidad y el fracaso escolar que hoy sufren tantos chicos (Lomas, 2004; Gabarró Berbegal, 2010; Leal González y Arconada Melero, 2012, entre otros).

No es una tarea fácil ya que sólo es posible si el hombre entiende que:

...no tiene otro enemigo que sí mismo, o mejor dicho, la construcción que de sí mismo ha heredado. No es una tarea fácil porque la influencia de lo simbólico social y del imaginario masculino aún dominante en los hombres es mayor de lo deseable y afecta a la estructura del ser del sujeto masculino, de manera que oponerse a las formas hegemónicas de la masculinidad tiene aún un escaso valor de cambio en la mayoría de los contextos sociales. En otras palabras, deconstruir la cultura de la que forma parte la masculinidad hegemónica resulta un proceso complejo porque las rutinas jerárquicas de género, raza y orientación sexual entretejen el sistema económico, social y político en el cual es todavía el centro de referencia. (Carabí, 2000: 26)

En este contexto la educación tiene la ineludible tarea -y en ocasiones es una tarea que, como tantas otras, el mundo de la educación desempeña en solitario-de fomentar una cultura de la equidad y del respeto que evite cualquier forma de violencia y opte por el diálogo como forma idónea de resolver los conflictos. El vínculo innegable entre el modelo aún dominante de masculinidad y la violencia y el fracaso escolar y social de los chicos nos obliga a trabajar no sólo con las víctimas sino también con los agresores. Por ello, contribuir a la construcción escolar y social de una masculinidad alternativa a la masculinidad hegemónica, violenta, misógina, homófoba y opresiva es hoy una urgencia ética y estratégica ineludible en los contextos en los que se fomenta la equidad entre mujeres y hombres. Y no sólo a favor de las niñas sino también, y a la vez, a favor de los chicos ya que, como escribe Marina Castañeda (2002: 58), "nos parece bien que las niñas evolucionen y que puedan crecer más libres que antes, pero los niños siguen atrapados en los estereotipos de una masculinidad inamovible, supuestamente dictada por la biología".

Educar a los chicos en la ética del cuidado de las personas, en el uso de las palabras y del diálogo, en la expresión de los sentimientos y de los afectos en el contexto de otras maneras de amar, en el aprendizaje de las tareas asociadas convencionalmente a las mujeres, en el aprecio de los saberes y de los estilos femeninos, en la crítica a las actitudes de menosprecio a las chicas y en la oposición a cualquier tipo de violencia simbólica, psicológica y física contra las personas constituye hoy un camino obligatorio si deseamos construir una escuela y una sociedad comprometidas con la equidad entre mujeres y hombres. Por ello, es esencial incorporar a la educación (a sus teorías y a sus prácticas, a los currículos y a los materiales didácticos, al lenguaje y a la vida cotidiana en las escuelas y en las universidades) los argumentos de la equidad entre mujeres y hombres, otorgar autoridad a los saberes y a las actitudes que fomentan el diálogo y la convivencia entre unos y otras y construir un escenario cotidiano en el que sea posible, a través de una adecuada coeducación sentimental de las alumnas y de los alumnos, que unas y otros construyan sus diferentes identidades sexuales y culturales, sin exclusiones y sin privilegios, sin acosos y sin violencias.

No es fácil y todo se conjura dentro y fuera de la escuela contra este afán pero ¿cuándo han sido fáciles las cosas en la educación?

 

Notas

1 Este texto es una revisión y actualización de las ideas y de los argumentos aparecidos en trabajos anteriores (Lomas, 2007a y 2008a).

2 Bulling podría traducirse por intimidación física (se traduzca o no en agresiones violentas) frente a mobbing, que aludiría a un acoso de naturaleza psicológica.

3 Estas líneas constituyen una actualización y ampliación de las ideas expresadas en otros trabajos anteriores (Lomas, 2003, 2004, 2007a y 2008a).

4 De ahí el interés de analizar, como se pretente en este trabajo, "hasta qué punto las prácticas de acoso tienen que ver con regímenes mayoritarios de la masculinidad. Los chicos que no se ajustan a lo que las normas definen como chico enrollado o normal se convierten en blancos del acoso y su vida en el centro escolar puede llegar a convertirse en un suplicio" (Martino y Pallota-Chiarolli, 2006: 50).

5 De un tiempo a esta parte en el mundo anglosajón la violencia escolar de las chicas es un objeto habitual de investigación académica y constituye el tema de recientes estudios, algunos de orientación feminista, como los trabajos de Rosalind Wiseman (Queen Bees and Wannabes), Rachel Simmons (The Hissen Culture ofAggression in Girls) y Emily White (Fast Girls: Teenage Tribes and the Mith ofthe Slut).

 

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