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Revista Integra Educativa

On-line version ISSN 1997-4043

Rev. de Inv. Educ. vol.3 no.3 La paz  2010

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Democracia y educación: dos perspectivas sociológicas

 

 

Lirio Reyes1

Universidad Central de Venezuela

 

Javier B. Seoane C.2

Universidad Central de Venezuela Universidad Católica Andrés Bello

 

 


RESUMEN

Tomando como punto de partida las propuestas teóricas elaboradas por dos reconocidos educadores, uno norteaméricano y otro venezolano, Dewey y Prieto, respectivamente, en torno a la democracia y la educación, se realiza una breve comparación que busca, primero, dilucidar la vigencia de sus propuestas político-educativas, teniendo en claro las respectivas realidades para las que escribieron y, segundo, plantear algunas interrogantes que deben estar sobre la mesa a la hora de discutir esas dos gruesas áreas temáticas en el contexto histórico que vivimos en el presente siglo, tomando en cuenta la filosofía de la liberación de Dussel, los cambios sufridos en los tiempos que corren y la democracia por hacer.

Palabras clave: John Dewey, Luis B. Prieto, educación para la democracia, cultura, emancipación.


ABSTRACT

The essay presents an approach to the education for democracy from John Dewey and Luis Beltrán Prieto. The work explains the currency of the educational proposals, and presents some questions that we believe are relevant in the historical context of the present century in Latin America, with reference to the liberation philosophy of Dussel, the changes suffered in the times that run and the democracy for build.

Keywords: John Dewey, Luis B. Prieto, education for democracy, culture, emancipation.


 

 

Dewey y la educación para la democracia

De modo que ¿democracia? A propósito del tema me siento como Mahatma Gandhi cuando le preguntaron qué pensaba sobre la civilización occidental. Dijo: «Creo que sería una buena idea»

Immanuel Wallerstein

La obra de John Dewey resulta una referencia muy presente en la educación para la democracia. Con ella se da apertura a un campo y a una perspectiva pedagógico-política. Con ella cobran renovada vigencia ciertas interrogantes elaboradas ayer —y quizás más actuales que nunca. Fue Dewey un intelectual prolífico y de larga vida. Escribió filosofía, teoría social, pedagogía, psicología, lógica, política. Fue uno de los fundadores del pragmatismo contemporáneo y un insigne profesor universitario y maestro. En el ámbito educativo, puso en práctica su "credo pedagógico". Cuenta una anécdota que al hacerlo tuvo serios problemas para conseguir los pupitres adecuados. De seguro, para un pensador muy adelantado a su (y nuestro) tiempo, no fueron sólo los pupitres su única preocupación. Pionero de la llamada escuela nueva, la educación para construir una robusta democracia fue uno de sus núcleos reflexivos. Ciertamente todo un liberal, lo que lo hacía un buen socialista (Seoane, 2007). En más de una ocasión insistió en que al individuo hay que considerarlo resultado y no punto de partida.

¿Qué democracia defendía Dewey? ¿Qué tipo de educación promovía? Y más allá de todo esto, ¿qué nos aporta en estos tiempos venezolanos de comienzos del siglo XXI? ¿Para qué repensar a Dewey hoy y para qué vincularlo con la valiosa obra de Luís Beltrán Prieto Figueroa? Ensayaremos una respuesta a estas interrogantes partiendo de algunas lecturas del filósofo de Vermont.

Excursus sobre los tiempos que corren

Corren tiempos marcados por radicales transformaciones. Vivimos, se dice, bajo los trastocamientos de toda una revolución informática y, especialmente, telecomunicacional, una revolución repleta de posibilidades. Para muchos, asistimos al agotamiento definitivo de la mitología de la modernidad. Empero, otros no resultan tan optimistas. Por el contrario, acusan la afinidad de todos estos cambios con mayor concentración de poder económico, político, mediático. La llamada globalización tan sólo ha sido el prometido edén tofleriano para las fuerzas económico-depredadoras del gran capital, mientras la mayoría del planeta sigue sumergida en la miseria y no pocos mueren por falta de alimentos o de un simple antibiótico. Un pensamiento que haga caso omiso de esto sólo puede considerarse como un pensamiento desnutrido, tristemente anoréxico, si bien ideológicamente funcional a los intereses de la dominación establecida.

En otro vector, la tradición de la teoría crítica tardomoderna y racionalista, aquella que defiende que la base del proyecto ilustrado puede y debe ser rescatado, igualmente denuncia la asociación entre dominación y racionalidad instrumental, dominación que amenaza la viabilidad misma de planeta y humanidad. Siguiendo a Marcuse, hace tiempo que Habermas describió como ideológica la propia promesa tecnológica -y entiéndase "ideológica" en el sentido de discurso o representación que vela por las relaciones de dominación, que las oculta bajo el manto de unos presuntos intereses universales. Así, la tecnología, que pareciera convenirnos a todos, refuerza la racionalidad instrumental, burocrática y del consumismo depredador, al menos en el orden vigente de la lógica civilizacional presente.

Más allá de creer o no en la defunción de la modernidad, más allá de creer o no en la santísima resurrección, sí podemos afirmar que el valor de la democracia se defiende cada vez más desde coordenadas político-ideológicas muy diversas. ¿Cuántos se atreven hoy a subir al púlpito para despotricar sobre la democracia, para defender el antiguo contraargumento platónico del decadente y peligroso régimen de los mediocres? Evidentemente muy pocos, cada vez menos. Pero no veamos en ello buenas nuevas. Al revés, al defenderse la democracia desde lugares tan disímiles, ella tiende a volverse un significante vacío, algo que cada vez dice menos, si es que acaso algo dice aún.

Cuenta Wallerstein (2007) que hubo un tiempo en el que "democracia" fue un significante subversivo, perseguido por el vetusto orden reinante peligroso, un significante adjudicado a anarquistas e izquierdistas. Pero ese tiempo ya pasó. El capital se adueñó del mismo y lo coloreó de liberal. Y ahora las "libertades" de esa "democracia liberal" se convierten en el baremo con el que los grandes centros de la dominación miden (¿someten?) a los países dentro del orden global. No obstante, las quejas contra esta "democracia liberal" se multiplican, se la acusa de excluyente, de treta de la dominación, a veces disfrazada de centroderecha y otras de centroizquierda, unas de partido socialista y otras de partido popular. Se la acusa, sobre todo, de corrupta.

Pero, siguiendo con Wallerstein, hay que tener cuidado con esta última acusación de corrupción, que las más de las veces se dirige contra unos inmorales funcionarios que cobran comisiones a cambio de favores rentables. Se trata, casi siempre, de denuncias contra el tráfico de influencias ejercido por perversos politiqueros profesionales enquistados en los cargos públicos del Estado. En otras palabras, casi se trata de unos maleantes que, siendo poco aptos para la "sana competencia", se insertaron en la lógica del partido y capturaron el poder político. Algo que bien podría "curarse" con unos honestos gerentes, los más exitosos en sus respectivas empresas. Gerentes que exitosamente llevarían a cabo tanto las políticas educativas como las de telecomunicaciones. Abra usted el periódico, sintonice el noticiero de su gusto y de seguro encontrará esta cháchara de la antipolítica.

Y no se trata de menospreciar el extendido y muy real fenómeno del funcionario corrupto. Nada más lejos de nosotros, mucho menos en un caso como el venezolano, marcado por el constante desangramiento de la hacienda nacional a manos de estos corruptos de profesión y de oportunidad, corruptos encubiertos de liberales, corruptos encubiertos de socialistas. No. No se trata de eso. Se precisa visualizar la causa como consecuencia, pues, a final de cuentas, hay una corrupción sistémica que constituye el origen de la lucrativa ratería del funcionario: la corrupción sistémica del gran capital:

(...) los capitalistas serios no ignoran a los gobiernos y ningún capitalista serio ignora el hecho de que los políticos tienen grandes necesidades financieras. En consecuencia, la corrupción es absolutamente normal e inextricable de la actual vida política de la economía-mundo capitalista. (Wallerstein, 2007: 140).

Ignorar que la empresa partidista está amalgamada con las empresas económicas, omitir del análisis la condición inherentemente corrupta del sistema político partidista y de las instituciones estatales en el régimen depredador del capital, contribuye muy bien a que el rostro explotador siga invisibilizado. Empero, no nos confundamos. No sólo la empresa económica y la partidista se amalgaman. También la empresa mediática se confunde allí. Los medios son grandes empresas económicas y grandes empresas partidistas. Como en cualquier amalgama, una vez constituida, los elementos constitutivos se vuelven inseparables, configuran una realización sui generis. Así, los arrugados pliegues del gran capital entronizado en el universo político-partidista quedan bien ocultos tras el maquillaje mediático, tras la telenovela, el filme, la serie y, especialmente, el noticiero y la prensa hegemónicos.

Resaltemos que hablamos de una realización mediática hegemónica, pues siempre hay resistencias. Todo muro tiene sus vericuetos, en los que habitan fuerzas vivas que mutan lo aparentemente inmutable. Y con el tiempo la sólida pared se volverá arena presta a tomar formas muy diferentes y casi siempre imprevisibles. Sin embargo, mientras ese momento llega, se impone la fuerza de lo concreto, la fuerza de una dominación amurallada tras la hegemonía comunicacional, el emparedamiento de la consumista depredación moderna capitalista-liberal o de Estado, este último escondido no pocas veces bajo el mote de socialista.

Retorno a Dewey

Dewey fue consciente de este entramado de la dominación, contra el que se batió sin contemplaciones. A pesar de ello, prejuiciosos detractores, especialmente vinculados al campo de la izquierda marxista, nunca entendieron -muchas veces porque ni lo leyeron- su reflexivo coctel de liberalismo, pragmatismo y pedagogía crítica.

Entender mejor el compromiso crítico de Dewey con la educación conlleva comprender su concepción democrática. Para él (1961), la democracia no se vislumbra sólo como un sistema político de partidos y elección periódica de gobernantes por medio del voto. Confinar la democracia a sistema supone concebirla instrumentalmente y enmarcada en el sistema corrupto que describe Wallerstein. Para Dewey, la democracia política tendrá éxito en lo que promueve si existe un soporte cultural democrático en la sociedad. De no existir este fundamento, estaríamos ante un sistema democrático de cartón piedra, de utilería, desechable, demasiado vulnerable para enfrentar las actitudes autoritarias de sus adversarios, generalmente camuflados de demócratas convencidos.

Dewey (1995; 1961) concibe la democracia como una cultura viva, como un modo de vida. En tanto que ethos, la democracia no surge por generación espontánea. Por el contrario, sólo procede de una socialización determinada. Para el filósofo de Vermont, educación y democracia resultan indisociables.

Hablar sobre formación democrática es hablar sobre formación de la personalidad moral. Por consiguiente, Dewey no concibe la educación para la democracia como un tratamiento simplemente informativo de la cuestión política, sino que ha de resultar insoslayablemente práctica y emotiva. Después de todo, resulta cuesta arriba concebir que los valores democráticos y ciudadanos de justicia, libertad, respeto, tolerancia, diálogo, solidaridad y compasión sean aprendidos y adoptados únicamente por medio de una educación instrumental, informativa y contextualmente aislada; lo que Freire llamó una educación bancaria. Al contrario, resulta conditio sine qua non vivenciar esos valores junto al otro. Sólo así se volverán habituales predisposiciones regulares para la acción y no valores "babosos", etéreos.

Esta educación en, por y para la democracia propuesta por Dewey, en lo que a los más jóvenes se refiere, está vinculada particularmente con los mundos intrafamiliares, escolares y mediáticos. Dentro de la esfera escolar, interesa al pedagogo de Vermont la forma cómo se concibe el currículo y el para qué de la educación. En sus escritos dejó los rasgos para conformar un nuevo modelo pedagógico para la democracia, un modelo que categóricamente impugna la concentración de la formación ciudadana en una asignatura más entre otras. De un modo ya familiar para nosotros, su modelo comprende esta educación en términos transversales y actitudinales. Una educación ético-política que resulta inherente a la educación física, artística, científica, técnica, humanística, en fin, a todo tipo de educación. Una pedagogía a objetivarse en un currículo que desprecia con creces divorciar humanidades y ciencias, que ataca con rigor la concepción epistemológica decimonónica de los saberes -una concepción positivista, cientificista, cartesiana, confinadora de saberes en conocimientos y de conocimientos en disciplinas aisladas unas de otras. Por el contrario, Dewey resulta precursor de una educación integradora, inter y transdisciplinaria y, sobre todo, práctica por su vinculación directa con el contexto de acción de los actores que la integran.

Si se comprende este concepto de educación actitudinal -y en consecuencia de educación transversal- se comprenderá la envergadura de una formación democrática sumamente susceptible a metamensajes, a aprender que se dice una cosa y se hace otra. Si se fracasa en esta empresa, cuestión nada difícil, no resultará extraño que la persona proceda autoritariamente mientras de "buena fe" hable sobre las bondades de la tolerancia. Por ello, la pedagogía actitudinal deweyana abarca cualquier materia educativa. No hay otro modo, la educación descansa en la relación que sostienen entre sí los actores educativos.

Esta empresa educativa está rodeada de poderosos adversarios, empezando por la mencionada amalgama de intereses económicos, partidistas y mediáticos dominantes; amalgama omnipresente, instalada hasta en el tuétano de lo que queda de hogares, de las familias realmente existentes, de la televisión y demás medios que predominan, del mall, del barrio, del patio de recreo de la escuela, de la cátedra, del autobús y de la organización y administración del ayuntamiento. Se materializa como una actitud socialmente extendida hacia el consumo, la banalidad y la instrumentalización de todo nuestro entorno. Se trata de la mcdonaldización de la sociedad (Ritzer), de la felicidad inventada por los "últimos hombres" (Nietzsche). Se entenderá, entonces, lo titánica que resulta la tarea de educar para la democracia en estos tiempos que corren.

Dewey, como después Freire, afirmaba que hay que educar para la emancipación y autonomía de las personas, educar en función de la comprensión de los secretos de las fuerzas dominantes de nuestras sociedades, la educación que precisamente menos conviene a éstas. Así, al referirse a los cursos de educación ciudadana existentes en los Estados Unidos de su tiempo, dice:

Había una muy buena cantidad de conocimientos o informaciones adquiridas en la escuela, pero no estaba vinculada; y temo que tampoco hoy esté muy vinculada con el modo en que se desarrolla efectivamente el gobierno, cómo están formados y manejados los partidos, qué son las máquinas, qué es lo que confiere su poder a las máquinas y a los líderes políticos. En efecto, podría resultar peligroso en ciertas ciudades que los alumnos de las escuelas recibieran no sólo un conocimiento meramente formal y anatómico acerca de la estructura del gobierno, sino también adquirieran una comprensión de cómo el gobierno de su comunidad se desarrolla concediendo favores especiales y mediante compromisos con las potencias industriales. Pero careciendo de una preparación tan rudimentaria para el voto o la legislación inteligentes, ¿cómo podemos decir que estamos preparados para alguna clase de autogobierno democrático? (1961: 61-62)

La demanda deweyana de una educación para la democracia como una educación que ponga al desnudo la lógica de la dominación económica, partidista y mediática se mantiene tan viva como ayer. Las palabras de Wallerstein muestran esa vigencia así como un camino por hacer:

Aun cuando nunca podamos contar con un sistema perfectamente democrático, sí creo que es posible tener un sistema en buena medida democrático. No creo que eso sea lo que ahora tenemos. Pero lo podríamos tener. De ahí que sea importante volver al pizarrón y decir de qué se trata la lucha.

La democracia, hay que decirlo, tiene que ver con la igualdad, que es lo opuesto al racismo, el sentimiento dominante de la vida política de la economía-mundo capitalista. Sin igualdad en todos los campos de la vida social, no hay igualdad posible en ninguno de esos campos en particular, tan sólo su espejismo. La libertad no existe en donde la igualdad se encuentra ausente, toda vez que los poderosos siempre tenderán a prevalecer en un sistema no igualitario.

¿Qué es lo que necesitamos hacer entonces? Primero que nada, necesitamos tener claro dónde nos encontramos y tener claro el hecho de que tenemos opciones (...) Segundo, tenemos que discutir entre nosotros -el «nosotros» corresponde a quienes desearíamos que el sistema sucesor sea igualitario- cuáles tácticas políticas nos podrían ofrecer la posibilidad de crear tal sistema y cómo se puede construir las alianzas que son necesarias para lograrlo. Y tercero, debemos eludir el canto de las sirenas de aquellos que estarían dispuestos a crear un sistema nuevo pero aún jerárquico e inequitativo bajo la égida de algo progresista. (2007: 151-153).

Pensamos que estas líneas conservan el espíritu emancipador deweyano. Poseen, como dijimos, herramientas claves para llevar en nuestra mochila viajera, entre ellas algunos elementos fundamentales con que elaborar nuestra propia brújula y una pequeña bitácora. En ellas se resume el sentido de nuestro educar para quienes no queremos pasar por esta vida conservando una sociedad esclavizadora de generaciones presentes y futuras, depredadora del planeta; en otras palabras, un modelo civilizatorio alienante y genocida. ¿Será posible una acción pedagógica en esta línea en un mundo marcado por unas extendidas formas de dominación? ¿Cómo conseguir intersticios en este muro de concreto armado, intersticios para abrir brechas, generar grietas esperanzadoras, pulverizar la dominación existente, construir otro mundo sin tanto dolor, sin opresión excedente (Marcuse)? ¿O será que no hay posibilidad, que la dominación se ha cerrado sobre sí misma, que se ha vuelto tan hermética que tan sólo nos queda dejar un mensaje en la botella para un testigo imaginario del futuro, tal como proponían Horkheimer y Adorno en la Dialéctica de la ilustración? ¿Será que es iluso pensar que desde la educación se pueda aún hacer algo? ¿Será que estamos capacitados para responder estas cuestiones? Por lo pronto, dejemos pendientes estas interrogantes como asignaciones para el final de este trabajo. ¿Podremos cumplir la tarea?

Prieto y el humanismo democrático

La importancia de la obra deweyana ya fue valorada en Venezuela por otro insigne educador, el maestro Luis Pietro Figueroa. En 1953, a unos pocos meses del fallecimiento de Dewey, Prieto reflexionó sobre sus aportes a la teoría de la educación, a la que denominó como el "(...) fundamento a la reforma escolar en un sentido social" (Prieto, 2008: 93).

Al igual que Dewey, Pietro se ocupó de la democracia y la educación a lo largo de toda su obra escrita y su praxis como maestro de aula, a la vez que representante del magisterio venezolano y redactor de la Ley de Educación venezolana de 1948. En su texto El humanismo democrático, realizó una crítica contundente al humanismo concebido como "manjar de las élites" -tal como lo definió Bruno. Antepone allí su concepto de humanismo para las masas, humanismo democrático. En este texto, donde se desarrolla las ideas del Maestro en torno a democracia y educación, dice:

Para nosotros la cuestión del humanismo en educación se plantea en una forma más amplia. Desarrollar las virtualidades del hombre, colocándolo en su medio y en su tiempo, al servicio de los grandes ideales colectivos y concentrado en su tarea para acrecentar y defender valores que, si fueran destruidos pondrían en peligro su propia seguridad, constituye, en nuestro concepto, el fin supremo de la educación. (Prieto, 2008: 10)

Prieto entiende la educación como elemento inseparable del ejercicio democrático. Su reflexión no se circunscribe sólo a la educación formal, ni mucho menos a una educación de unos pocos elegidos destinados a definir qué es la democracia, cómo se ejerce y quiénes deben hacerlo. Llegados a este punto, vale la pena preguntarse qué entendía Prieto por democracia y si es coincidente o no con el concepto manejado por Dewey. Al respecto, el venezolano es claro, concibe la democracia como "(...) hacer cultura popular" (2008: 11). Ello deja ya entrever que considera la cultura como el baluarte más fuerte de la democracia. Para Dewey, como dijimos antes, también la democracia es cultura viva. Cada uno en su contexto específico llega casi a la misma conclusión.

Más que un asunto epocal, de hombres de su tiempo, vemos razones más profundas para esta coincidencia en torno al concepto de la democracia. Cuando muere Dewey, Prieto estaba en el momento más floreciente de su carrera; era docente en Venezuela, representante del Magisterio en distintos países latinoamericanos como Cuba, México y Costa Rica, entre otros, y un activista político y militante partidista. Creemos que esa coincidencia tiene que ver entonces en cómo asumieron la docencia cada uno de ellos y cómo pensaron tanto al hombre en su contexto como a la educación en tanto que telón de fondo del proceso de socialización y de la vida cotidiana.

Ciertamente, no fueron docentes exclusivamente de aula ni se contentaron con presenciar el fenómeno sólo desde adentro. Sus respectivas capacidades reflexivas y sus praxis, tanto educativas como políticas, condujeron sus líneas de pensamiento a horizontes mucho más amplios que la mera descripción de los procesos de enseñanza- aprendizaje; fueron críticos de la concepción de la escuela, de la pedagogía existente, de la didáctica con la cual se asumía el trabajo docente y, sobre todo, y es allí donde más coinciden, se centraron en el ser humano, el sujeto al cual habían dedicado su vida. En palabras de Zuleta, Prieto consideraba al hombre como la arquitectura y la arqueología, ya que

(...) en ellas, de un modo tácito o expreso, inconsciente o deliberado, se refiere al hombre total en la totalidad de los hombres como la "base o estructura" para proyectar y eregir (sic) un sistema de organización social, para soportar todo tipo de praxis humana, para orientar las experiencias primordiales que regulen y respalden su existencia individual y colectiva. Por eso en su humanismo democrático hay algo más que una "visión circunstancial o contingencia del hombre", está el testimonio de las formas originales del concepto del hombre y del humanismo, pero también la evolución de éstos cuyas variaciones posibilitan las nuevas formas históricas de tal preocupación. (Zuleta, 2007: 132)

Democracia como existencia, como cultura viva, como construcción colectiva y permanente de las condiciones de vida y desarrollo pleno del sujeto, democracia como democratización incansable. A su vez, para ambos maestros no hay negociación sobre la preponderancia de la educación como elemento indispensable a la hora de definir la democracia. ¿O no es acaso para el mundo occidental, y quizás no sólo para el occidental, la educación inseparable del concepto de cultura?

Ahora bien, estamos conscientes de que ha corrido muchísima agua bajo el puente desde que los textos y escritos de estos dos autores vieron la luz. Por tal razón, nos atrevemos a preguntarnos acerca de la vigencia de sus respectivos conceptos y a proponer cómo creemos que deben ser abordados en el presente. Para ello, recurriremos a la propuesta del filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, el cual nos brinda una idea bastante aproximada de hacía dónde debemos apuntar al re-conceptualizar y re-significar la democracia.

La democracia o las formas democráticas vistas desde la filosofía de la liberación

Hasta ahora hemos venido presentando algunas ideas de Dewey y Prieto. Pasaremos acto seguido a "nutrir" éstas de la mano de Dussel, quien posee una vasta y actualizada obra filosófica que, en las últimas décadas, ha denominado filosofía para la liberación. De su extensa pluma en torno al tema nos remitimos a su texto 20 tesis de política, en el cual hay por lo menos dos tesis que se abocan al estudio de la democracia. Allí realiza una crítica hacía los modelos de la democracia clásica y normativa, y propone algunas alternativas que creemos poderosas, sobre todo para nuestro contexto latinoamericano.

Esta filosofía de la liberación tiene como núcleo central la mirada crítica a la filosofía eurocéntrica y universalista que invisibiliza todo aquello que no sea la modernidad "patentada" por ellos y que, por demás, está anquilosada. Propone la filosofía como parte de la existencia del sujeto, no como un asunto de contemplación, a la par que retoma la idea marxista de que debe ser elemento para la transformación; a ello añade que en nuestro continente y en nuestras formas de existencia, y resistencia/existencia, encontramos elementos vitales que pueden ayudar a teorizar, mejor aún, a practicar formas más parecidas a nuestras culturas de la democracia, o las democracias.

Ese plural no es aleatorio. Hay que asumir la necesidad de no tener conceptos totémicos del fenómeno. Con ello apunta Dussel hacia lo que denomina principio democrático. Y no se trata, como equivocadamente plantean sus detractores, del todo vale postmoderno. Se trata, más bien, de asumir sin incertidumbres y cortapisas que no somos iguales en cuanto a territorio, clima, prácticas, religiones, idiosincrasias y un largo etcétera.

Ciertamente todos formamos parte de la condición humana, pero las formas de organización social nos distancian, a pesar del dictamen homogeneizador del modelo civilizatorio depredador que nos ha tocado vivir. Por ejemplo, este modelo choca con la visión espacio-tiempo de poblaciones enteras como los aymara; carece de sentido en tanto que su racionalidad es la moderna-europea; no explica la democracia de los Caracoles del movimiento Zapatista y no comprende la organización social del trabajo de los Yanomamy. Entonces, ¿por qué ha de sernos legítimo?

Con respecto al principio democrático, dice Dussel:

La democracia, esencialmente, es una institucionalización de las mediaciones que permiten ejecutar acciones e instituciones, ejercicios delegados del poder, legítimos. Se implementan con sistemas de instituciones empíricas, inventadas, probadas, y corregidas durante milenios por la humanidad a fin de alcanzar una aceptación fuerte por parte de todos los ciudadanos. La finalidad es un consenso legítimo. Todo sistema institucional está constituido y alentado por dentro por un principio normativo (que subsume el principio de validez universal de la ética en el campo político). (2009: 87-88)

Como vemos, en Dussel se mantiene el principio democrático que de una u otra forma es conocido, lo que cambia radicalmente es la interpretación del mismo, cuando líneas más abajo en su texto resalta los equívocos en los que caen los filósofos modernos poniendo como ejemplo el concepto de democracia en Rousseau, el cual propone que es una forma de asociación que defiende intereses y bienes de los asociados. Para Dussel no debe defenderse a cada persona sino a toda la colectividad. El punto de partida debe ser la comunidad -no el individuo- y no dar ese concepto de comunidad como presupuesto o implícito en el individuo sólo por vivir agrupado.

La crítica más contundente la hace en torno al sistema de participación, al afirmar que el modelo democrático más comúnmente institucionalizado en nuestras naciones declara estar regido por un contrato social en el que libremente se establece las leyes a regir. Para Dussel, esta visión encubre el que la participación en la elaboración del contrato no es simétrica y la libertad resulta muy restringida para los muchos.

En resumen, hay una postura crítica hacia la forma y el fondo del ejercicio democrático en nuestros países. Por ello, propone que las formas democráticas deben ser críticas y liberadoras, asumiendo al pueblo como actor principal. Considera Dussel que plantearlo así coloca el acento sobre la raíz misma de la noción, porque se asume como en perenne reinvención. Encontramos aquí un punto de coincidencia con el planteamiento de Prieto, democracia popular, de masas. Si bien el Maestro no fue tan radical al poner en tela de juicio la noción de democracia liberal, creemos nosotros que sí apuntaba a las nuevas formas que requería la política para mantener su sentido de dar respuestas y sugerir los caminos a recorrer.

En la misma tesis, apunta también Dussel una mínima descripción a propósito de lo que la democracia debe ser, a saber:

Debemos operar políticamente siempre de tal manera que toda decisión de toda acción, de toda organización o de las estructuras de una institución (micro o macro), en el nivel material o en el sistema formal del derecho (como el dictado de una ley) o su aplicación judicial, es decir, en el ejercicio delegado del poder obediencial, sea fruto de un proceso de acuerdo por consenso en el que puedan de la manera más plena participar los afectados (de los que se tenga conciencia); dicho acuerdo debe decidirse a partir de razones (sin violencia) con el mayor grado de simetría posible de los participantes, de manera pública y según la institucionalidad (democrática) acordada de antemano. La decisión así tomada se impone a la comunidad y a cada miembro como un deber político, que normativamente o con exigencia práctica (que subsume como político al principio moral formal) obliga legítimamente al ciudadano. (2009: 89)

Para nosotros la cita anteriormente escrita supone un cambio radical no sólo en las concepciones que se tiene en torno a la democracia, sino más importante aún, en su praxis. Encontramos allí, y salvando las distancias epocales e ideológicas (estas últimas entre planteamientos de un liberalismo crítico y de un comunitarismo crítico), la vigencia de Dewey: estamos en presencia de una propuesta de cambio cultural. Se trata de asumir las formas de la democracia como condición existencial, como cultura, como ethos.

El mandar obedeciendo o poder obediencial, que practican las etnias bolivianas o el mismo movimiento zapatista antes mencionado, es una de las formas que puede asumir la democracia en un contexto determinado. Implica además dejar de lado el modelo civilizatorio reinante en lo que Wallerstein denomina sistema-mundo. Obedecer al que lo coloca a uno en el mando implica una gran humildad, una clara conciencia de a quienes se debe, pero además requiere de una concepción espacio- tiempo que no va con la lógica de un sistema que atropella todo, donde la información viaja en la red a velocidades antes desconocidas y donde "el retardo" en determinadas decisiones podría ser catastrófico para ese sistema. Entonces, debemos re-educarnos para lograr un modelo distinto y generar formas democráticas (culturales) que no atropellen el planeta, a las distintas especies que aquí convivimos y a la vida futura.

Retorno a Prieto

El verdadero remedio está en humanizar la ciencia y el fruto de ésta que es la técnica, de modo que la ciencia y la técnica se pongan al servicio de la esperanza y la fe democrática.

(Dewey, 1946, citado por Prieto en La pedagogía social de John Dewey).

Del apartado final de la primera parte quedaron sueltas algunas interrogantes que no son de respuesta fácil, algunas incluso admiten múltiples respuestas o ninguna. No pretende este trabajo resolver las dudas del pensamiento social en torno a estos tópicos, pero sí intenta colocar su grano de arena para la discusión. ¿Cómo abrimos una brecha en ese muro de concreto que representa el modelo civilizatorio? Creemos que las estructuras tradicionales y las teorías que hasta ahora hemos sostenido resultan limitantes. La apuesta de intelectuales, como las del grupo denominado de la modernidad/colonialidad, consiste en volver la mirada hacia nuestro continente para tratar de crear contenidos y conceptos nuevos que a su vez se conviertan en práctica concreta. Sin duda, pensamos que se trata de una apuesta aceptable.

¿Qué tiene que aportar la educación en la construcción de una sociedad verdaderamente democrática? La educación como disciplina, como ciencia no escapa de esa necesidad urgente de resignificarse, de adaptarse al mundo donde ocurre para, sólo así, contribuir a transformarlo. El maestro Prieto, ya en los años cincuenta, cuando escribe su texto Humanismo democrático, apuntaba una idea que creemos más próxima a nuestro siglo y a nuestra época que cuando la escribió:

Saber y conocer tienen aplicación cuando se insertan como indicadores de la acción o como coadyuvadores de ésta. Saber por saber carece de sentido. Se aprende para algo y ese algo es la tarea que al hombre corresponde en cada momento. Y como quiera que estos momentos son variables, ha de reorganizarse la experiencia y aprovechar el conocimiento para esos fines cambiantes. (Prieto, 2007: 103)

Entendemos de lo anterior que ya en ese momento Prieto se problematizaba en torno a los "ámbitos" de la educación sin circunscribirlos al escolar formal. La idea de educación, y de una educación para la democracia, encuentra rápidamente límites o fronteras si se trata de un asunto meramente escolar, al menos de la escuela que hemos conocido. Equivale a dejar la ciudadanía al concepto de ejercicio de deberes y derechos de determinados sujetos, como una membresía tal como la veía Marshall, concepto que aún hoy no está tan superado como nos gusta creer.

Si concibe Prieto la educación para la democracia como un asunto cultural, de masas, popular, no se puede creer entonces que ella se logre como un contenido de determinada o determinadas materias en tal o cual nivel de la escuela. Comprendemos que implica una relación necesariamente dialéctica, donde la educación educa para la democracia porque el Estado, sus ciudadanos, sus instituciones, sus organizaciones de base, las praxis cotidianas así lo demandan. Es el planteado un modelo de educación transversal, no necesariamente escolarizado, asumido como político y, en tal sentido, no tiene otra opción que ser considerado como cultura.

Al respecto, Bigott es de una claridad meridiana, a nuestro juicio, cuando dice:

La educación popular se caracteriza por: (a) utilizar todas las oportunidades para crear actitudes y comportamientos capaces de llegar a niveles superiores de actuación política, a la organización del pueblo alrededor de sus intereses y a provocar su sentido crítico, autónomo y creativo; (b) incitar a que la tarea educativa sirva de ligazón orgánica con el movimiento popular y la acción organizada de las masas populares, constituyendo un ámbito de reencuentro de seres humanos que actúan colectivamente en la tarea de transformar el mundo; (c) constituir una metodología para el descubrimiento de los factores de opresión y de los procesos de transformación de hombres y mujeres oprimidos no para mantener la sociedad opresora (modificar al ser para mantener la estructura opresora), sino de la propia sociedad opresora para liberar al ser oprimido (transformar a la sociedad para humanizarla). Es en el campo de la educación popular y de la lucha política, donde se revaloriza al hombre y la mujer como seres históricos, como seres de relaciones y como seres hacedores de cultura. (Bigott, 2010: 39-40)

Entendemos el planteamiento de Bigott como la educación para la democracia requiere asumirla como compromiso militante, político, de vida; es entender el concepto de democracia no sólo como conjunto de derechos del individuo ya que éste es un límite estrecho para la sociedad actual donde nos ha tocado existir, sino como parte de la cultura en la noción más amplia del término. En palabras de Prieto:

(...) así como a cada época corresponde un ideal educativo, una imagen del hombre, también a cada época y a cada pueblo corresponde realizar ese ideal, esa imagen. La sociedad organizada es la que educa, y el Estado, que es su expresión más caracterizada, está encargado de poner en acción, de dar forma a ese ideal de la colectividad. Pero el ideal educativo de una sociedad no surge como generación espontánea, sino que es el resultante de fuerzas económicas y sociales que actúan sobre la sociedad para configurarlo como una exigencia indispensable de pervivencia y de progreso. (Biggot citado por Zuleta 2007: 126)

Las tareas están aún, afortunadamente, por hacerse. Despojarse de las seguridades que brindan las teorías que nos han "enseñado el mundo" no es tarea fácil, pero el no hacerlo implica condenarnos, creemos nosotros, a quedar sin horizonte de sentido, sin lugar, sin ser partícipes de la democracia por construirse, y quedarnos viendo los toros desde la barrera siendo atropellados por la fuerza de las historias que se está por escribir.

A modo de conclusión

Queremos cerrar este trabajo con tres núcleos de tesis que, por un lado, resumen lo planteado y, por otro, puntualizan elementos para repensar una educación para la democracia en clave crítica para los tiempos que corren. Con ello, queremos aportar unos puntos a la agenda que hoy (re)piensa y discute una educación emancipatoria, una educación para el desarrollo armónico de personas, sociedad y naturaleza. Sin más preámbulo:

1. Una educación para la democracia en clave crítica ha de ser pensada en términos de cultura, en términos de un modo de vida. De entrada, esto nos coloca en unas coordenadas muy distintas a las de la lógica imperante en muchos cursos de ciudadanía democrática en los currículos escolares hegemónicos, cursos en los que predomina una especie de deontología cívica que reduce la democracia a leyes, derechos, deberes y andamiaje de instituciones estatales. Esta última es una educación ciudadana que reduce lo político a sistema. Así, y en este sentido, hay dos conceptos opuestos de educación para la democracia: uno crítico y otro funcional.

2. El concepto crítico de educación para la democracia, concepto en (re)construcción permanente, concibe la democracia con contenido social, como democratización radical de las condiciones que constituyen al individuo, a todo individuo, como persona. Esto ha de traducirse como orientación a la democratización de las condiciones socioeconómicas, socioculturales, sociopolíticas que permiten satisfacer las necesidades fundamentales y ofrecer los recursos para el desarrollo de personas reflexivas, críticas, solidarias. En este sentido, la educación crítica para la democracia tiene como uno de sus pilares el fomento de la comprensión de las fuerzas dominantes en nuestra sociedad planetaria (económicas, partidistas, militares, mediáticas), precisamente algo que poco interesa a esas fuerzas.

3. Un concepto crítico de la educación para la democracia se torna necesariamente subversivo. Impugna el orden depredador existente, el orden que impulsa un consumo cada vez más creciente en función del gran capital y en contra de la vida presente y futura en el planeta. De esta manera, se trata de una educación opuesta al proyecto civilizatorio dominante, a la par que promueve un nuevo proyecto a construirse cooperativamente, con el esfuerzo democrático de todos los interesados, sin conceptos totémicos previamente definidos, todo acorde con el principio democrático (Dussel). En esta dirección, la educación para la democracia trasciende con creces el ámbito escolar. Debe salir de los muros colegiales y universitarios a las comunidades, los gremios, los sindicatos, los movimientos sociales, por sólo nombrar algunas instancias. En este trabajo hemos enfatizado la dimensión escolar del asunto, pero ello no puede cegarnos a otros espacios, muchos de ellos hasta más importantes.

John Dewey y Luis Beltrán Prieto Figueroa, cada uno en su contexto, constituyen dos bastiones indiscutibles del concepto crítico de la educación para la democracia que este trabajo ha querido resaltar. No son los únicos, afortunadamente. Montessori, Freire, Apple, Bigott, Walsh, Connell, Giroux, entre muchos otros, han aportado no pocas propuestas para una visión y una práctica humana y solidaria de la educación y la democracia. Todos ellos han concebido la democracia como relación social, como cultura, como ethos. Todos ellos han ofrecido pautas para repensar la formación en el aula y fuera de ella, para repensarla para niños y adultos. En concordancia con algunas propuestas de Wallerstein y de Dussel, todos conforman parte sustantiva de una filosofía de, para y en la liberación.

 

Notas

1. Socióloga. Profesora e investigadora asistente de la Universidad Bolivariana de Venezuela.

2. Doctor en Ciencias Sociales. Profesor e investigador asociado de la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Católica Andrés Bello.

 

Bibliografía

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Wallerstein, I. (2007). La decadencia del imperio. Caracas: Monte Ávila.         [ Links ]

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