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Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.17 n.35 La Paz  2014

 

INVESTIGACIONES

 

Mujeres de prostíbulo:
 los avatares bolivianos del reglamentarismo

 

Brothel women: Bolivia’s avatars of regulationism

 

 

Pascale Abs1
Traducción al español Gudrun Birk

Fecha de recepción: febrero de 2014
Fecha de aprobación: marzo de 2014
Versión final: mayo de 2014

 

 


Este artículo analiza la coexistencia contradictoria de los lenocinios legales con la adhesión de Bolivia a las principales convenciones abolicionistas internacionales. El examen de las leyes, pero también de los modos de reclutamiento así como de las relaciones sociales dentro de los locales, pone de manifiesto una configuración original en la que lo que a primera vista parece ser la persistencia formal del reglamentarismo coercitivo del siglo XIX, se ha vuelto más complejo.

Palabras clave: prostitución / trabajadora sexual / reglamentarismo / comercio sexual / situación jurídica    


This article analyses the contradictory coexistence of legal brothels with Bolivia’s adherence to the main international abolitionist conventions. It examines the laws, but also recruitment methods and social relationships inside the establishment. This reveals an original arrangement whereby what seems at first sight to be the formal persistence of nineteenth-century coercive regulationism has become more complex.

Key words: prostitution / sex workers / regulationism / sex trade / legal situation


 

 

En Bolivia, pese a la reciente proliferación de espacios alternativos, la prostitución en  lenocinios sigue ocupando un lugar central en el comercio sexual. La mayoría funciona como bares, algunos ofrecen espectáculos, otros se parecen a tabernas populares de mala muerte; finalmente los hay donde las mujeres trabajan en cadena sin salir de sus habitaciones. Todos tienen en común el estar destinados a una clientela local, el emplear casi exclusivamente a mujeres y el funcionar sobre la base de los vestigios de un sistema reglamentario importado de Europa entre fines del siglo XIX y principios del XX. De hecho, la mayoría de las ordenanzas municipales que regulan la prostitución en prostíbulos no han sido actualizadas desde entonces. Disponen la ubicación de los establecimientos, las obligaciones sanitarias de sus residentes, así como el rol de la policía, de los locatarios, y de los servicios médicos, bajo las mismas inquietudes higienistas y morales que el reglamentarismo francés (Corbin, 1982), en el que se inspiran al pie de la letra2.
Últimamente, sin embargo, la aplicación de estas reglas ha experimentado importantes cambios, especialmente el fin del régimen de enclaustramiento de las mujeres. Lejos de programar su obsolescencia, estos acomodos han favorecido la supervivencia de un reglamentarismo tradicional, en el sentido de que, a diferencia de lo que se observa en Alemania o en Holanda, no se basa en el reconocimiento profesional de las prostitutas ni en su inserción en la legislación laboral. El sistema ha ganado aun mayor legitimidad: la obligación de los controles sanitarios y la naturaleza de la relación entre las mujeres y los dueños es motivo de consenso, incluso entre las prostitutas. Para estas últimas, las recientes evoluciones que limitan la autoridad de los propietarios y de las autoridades han significado mayor autonomía y una posición más ventajosa de cara a los clientes, los locatarios y las autoridades.
El objeto de este artículo es comprender por qué y cómo el reglamentarismo boliviano sobrevive a una redefinición menos rigurosa y más favorable para las prostitutas. Para ello vamos a ocuparnos de su evolución y su coexistencia ambigua con la adhesión de Bolivia a las principales convenciones abolicionistas internacionales. A continuación abordaremos el funcionamiento de los lenocinios y su modo de reclutamiento. Se pone de manifiesto, entonces, una configuración original donde lo que a primera vista parece ser la persistencia formal del reglamentarismo coercitivo del siglo XIX se ha vuelto algo mucho más ambiguo, hasta el punto de desdibujar las líneas de lo que podría identificarse como trata pero que muchas mujeres viven como una oportunidad.
La presente reflexión es resultado de una investigación etnográfica llevada a cabo entre 2006 y 2009, principalmente en Potosí y Sucre.

 

Cuando las prostitutas toman las calles

“Local clausurado”. Ya han pasado varios días desde que la decena de lenocinios de la zona San Roque de Potosí fue cerrada por agentes municipales. Los precintos fijados en la entrada de los establecimientos, sin embargo, no han durado mucho. Pues la vida debe continuar; los clientes, que pasan las puertas y las cierran cuidadosamente detrás de sí, lo tienen claro. Sin embargo, la situación no puede durar mucho. La asfixia económica amenaza y varias mujeres ya han hecho su maleta.
No es la primera vez que el conflicto enfrenta a los propietarios de los lenocinios con los vecinos, quienes exigen su reubicación. En otros tiempos periférico, el barrio se ha densificado y sus habitantes ya no soportan el constante ir y venir de los vehículos y de los borrachos, los escándalos y las riñas. Hay que decir que desde la flexibilización de las medidas de confinamiento de las mujeres en el transcurso de los años 1990, las antiguas asiladas (como se solía denominar a las mujeres enclaustradas) han tomado posesión de la calzada y de las calles adyacentes. La primera movilización de los vecinos se remonta al año 2001. Desde entonces, la Alcaldía ha destinado un nuevo emplazamiento para los establecimientos de prostitución pero los locales no se quieren mover hasta que se instale agua y electricidad. Los propietarios, que cuentan con aliados entre las autoridades, también juegan con la división de los vecinos: algunos se contentarían con una compensación económica, otros (comerciantes, lavanderas, niñeras) no tienen interés alguno en ver mudar a su clientela.
Mientras la situación se está atascando, el 28 de octubre de 2005 algunos minibuses dejan a los residentes, mujeres, meseros, locatarios y su abogado, cerca del peaje de la carretera a Sucre. Con las caras cubiertas, las mujeres se enfilan con sus pancartas. En ellas se leen eslóganes sobre la necesidad de trabajar, sobre su condición de madre y sobre su rol social. Acostumbrados a los frecuentes bloqueos de caminos, los primeros vehículos se detienen por miedo a que una lluvia de piedras caiga sobre sus parabrisas. Pronto son algo más de una docena cuyos resignados pasajeros intentan llegar a pie a la ciudad. La prensa se lanza a cubrir este evento excepcional. Frente al micrófono, las mujeres alternan reivindicaciones con amenazas. Emplean todos los argumentos de la ideología del reglamentarismo, desde la multiplicación del número de violaciones que el cierre de los prostíbulos acarrearía hasta el fantasma de la invasión del espacio público por la prostitución clandestina y las enfermedades venéreas. Llegado al lugar, el fiscal trata en vano de negociar, bajo las burlas de las mujeres, quienes le recuerdan que no siempre ha sido hostil a sus servicios… Dos horas después se pide a la policía que intervenga. Los agentes de policía que empiezan a retirar las piedras que cubren la calzada parecen desorientados frente a las mujeres que forcejean y gritan cada vez que tratan de desalojarlas. Finalmente, el Comandante de la Policía, que, se ve, es un viejo conocido de las mujeres, logra levantar el bloqueo a cambio de una nueva reunión con el Alcalde. Mientras las mujeres se disponen a tomar el camino de regreso, un representante del Defensor del Pueblo y un dirigente de la Central Obrera Boliviana (COB) llegan para informarse. Finalmente se firma un nuevo acuerdo, el cual retrasa la mudanza hasta octubre de 2006. Seis años y varias tentativas de expropiación más tarde, los prostíbulos seguían ahí.
Este episodio presenta un buen panorama de la configuración institucional de la prostitución en Bolivia en una ciudad mediana como Potosí. Aquí uno vuelve a encontrar a los actores tradicionales del reglamentarismo: por un lado, los propietarios o locatarios (del negocio), los administradores y los residentes (mujeres y algunos meseros masculinos), y, por otro, los empleados municipales, la policía y el médico encargado de los controles médicos, que ha venido a darse una vuelta por el bloqueo. Las demás instituciones presentes son de creación más reciente. Desde hace unos quince años, el Defensor del Pueblo protege a las prostitutas frente a los abusos de los funcionarios. En colaboración con la Organización Panamericana de la Salud y la COB, alentó la creación de las organizaciones de prostitutas. Este proceso y el apoyo institucional recibido han reforzado el poder de movilización de las prostitutas. Como señal de la nueva legitimidad que atribuyen a sus reivindicaciones, las mujeres han adoptado los instrumentos típicos de los movimientos sociales bolivianos: los bloqueos de carreteras, la mediación de la prensa y de instituciones del mundo laboral (como la COB) y de los derechos humanos, e incluso las huelgas de hambre. En la actualidad, los argumentos de sus luchas conjugan la retórica de los derechos humanos -entre ellos el de satisfacer sus necesidades económicas- con las instrucciones higienistas del reglamentarismo, de las que las mujeres se presentan como garantes en tanto no se rompa el pacto con las autoridades. Mientras las mujeres reivindicaban en sus pancartas su rol de contención moral y sanitaria, seguían prostituyéndose clandestinamente, negándose a cumplir con sus visitas médicas y proclamándolo en voz alta y fuerte por la prensa.
El chantaje respecto al control sanitario recuerda cuanto el reglamentarismo depende ahora de la buena voluntad de las prostitutas oficiales. Desde el fin del enclaustramiento, la policía ya no tiene la facultad de sancionar el incumplimiento de la visita médica; son los servicios sanitarios los que se encargan de ello. Por lo tanto, las mujeres ya no temen encontrarse en el calabozo, a lo máximo se arriesgan a pagar una multa. De esta manera, el aflojamiento de la coerción permite a las prostitutas posicionarse como actoras plenas del reglamentarismo y ya no como sujetos sumisos. La posibilidad de instrumentalizar a su favor su institución central (la libreta de sanidad) favorece su adhesión al funcionamiento actual de la prostitución en lenocinios (también percibida como más segura, menos precaria y más legítima que la prostitución clandestina). Así, y siguiendo el modelo descrito en Potosí, la mayoría de las movilizaciones de prostitutas apuntan a garantizar o a mejorar el ejercicio de la prostitución sin que hasta ahora se haya atacado directamente al reglamentarismo o a la existencia de los locatarios. Señal de su apego al sistema, las mujeres de Potosí rechazaron la propuesta del alcalde de poner a su disposición una casa donde ejercer de manera independiente.

 

La apertura de los prostíbulos
  
En la línea del reglamentarismo definido en Francia en el siglo XIX, la mayoría de las grandes ciudades bolivianas cuenta por tanto con ordenanzas municipales que rigen el funcionamiento de los establecimientos de prostitución dentro de su jurisdicción. El Estado, a través de la policía, los servicios de salud y los impuestos, también es un actor omnipresente.
En tanto negocio público, los lenocinios deben registrarse en la Alcaldía. Es ella la que emite las licencias que autorizan indistintamente los establecimientos de prostitución, las discotecas y cualquier otro tipo de local que sirve bebidas. Estos permisos son ratificados por la Dirección de Saneamiento Ambiental, la cual vela por el cumplimiento de las normas de higiene. Regularmente, los empleados de la Alcaldía controlan las habitaciones de las mujeres. En estas ocasiones el burdel se parece a un internado para muchachas el día de la revista del director. Las instalaciones sanitarias, el salón y el patio han sido limpiados. En las habitaciones, los armarios y los estantes están abarrotados de productos de belleza ordenados al apuro. Sentadas en sus camas hechas de modo impecable, las mujeres esperan el veredicto de los agentes municipales, más interesados en bromear con ellas que en preocuparse por la ausencia de agua caliente en la única ducha del establecimiento. El Departamento de Espectáculos Públicos de la Alcaldía, a su vez, debe hacer respetar los horarios de apertura (generalmente entre 20:00 y 03.00h), lo que en un establecimiento que también es un lugar de vida es cuanto menos complicado.
En el día, el salón y el bar están cerrados, pero no así las habitaciones de las mujeres, quienes siguen recibiendo a sus clientes. Pero la licencia de funcionamiento depende, sobre todo, de la posesión de la libreta de sanidad, que el personal médico controla durante sus visitas. En caso de no presentarla, hay una sanción económica y se cierra el establecimiento. Cada semana las residentes deben, por tanto, someterse a un examen ginecológico en el centro de salud que alberga el programa MST-Sida del Gobierno Municipal. Hoy en día, las preocupaciones que justifican la continuidad del reglamentarismo son por lo tanto menos morales que venéreas. La autoridad del médico sustituye ahora a la del policía.
El régimen de enclaustramiento ha caído poco a poco en desuso desde los años 1990. Ahora las mujeres son libres de transitar, de cambiar de prostíbulo, de ciudad o de vida, como mejor les parezca. Sí, antes los lenocinios estaban verdaderamente cerrados. Recluidas a la fuerza, las internas comían, a menudo en la mesa del locatario o la locataria (dueños o administradores), dormían y se entretenían entre las cuatro paredes de la casa, en la que residían a veces también sus hijos. Comerciantes ambulantes pasaban para ofrecer alimentos, ropa, artículos de higiene. Las mujeres solo podían salir con un salvoconducto policial. Los locatarios, quienes retenían sus documentos de identidad, pasaban la lista de las asiladas al departamento de matrículas de la Policía Técnica Judicial. Allí, las mujeres marcaban tarjeta cada semana después de la visita médica. Era el único permiso de salida que se adquiría automáticamente. Las visitas médicas obligatorias y las matrículas se pagaban. El registro sanitario en el que se anotaba (y sigue anotándose) información personal, junto a la historia clínica, duplicaba el fichaje policial. El matrimonio -bajo garantía de una persona de “buena moral”- era la única manera de borrar un nombre de los registros. La multiplicación de los actores (policía, alcaldía, servicios de salud) ofrecía muchas oportunidades a la corrupción y al abuso de poder. En la mayoría de los casos, las multas y las detenciones provisionales (entre 24 y 72 horas) que amenazaban a las infractoras se transformaban en sobornos y servicios domésticos y sexuales gratuitos. Aquellas de mis interlocutoras que conocieron esa época aún recuerdan el hostigamiento del que eran objeto. Cristina, que ahora tiene unos cincuenta años, habla de la estrategia viciosa de los policías, quienes se las arreglaban para pasar lista el día de la visita médica, seguros de pillarlas paseando. Excepto en caso de deudas, era posible negociar con los locatarios y la policía un permiso -¡cronometrado!- para ir al mercado, a los baños públicos o al cine. Sin embargo, su alto precio incitaba a las mujeres a jugar al gato y al ratón. El riesgo era considerable: Evelia ni siquiera tuvo permiso de vestirse cuando fue detenida en la piscina de aguas termales. ¡Se encontró temblando en el calabozo, en traje de baño, por varias horas, a más de 4.000 metros de altura! El personal médico que controlaba las libretas de sanidad no se quedaba a la zaga. Los controles sorpresa a menudo terminaban en la barra tomando la ronda a la que invitaba la patrona. La casa misma estaba lejos de ser un refugio. Las comidas, la ducha, la televisión, los permisos, la venta de artículos a precios sobrevaluados, una contabilidad truncada… todo servía de pretexto a los locatarios para gravar los ingresos de las mujeres y crear una deuda que las encerraba todavía más. En tanto trabajadoras cautivas soportaban además presiones respecto al número de prestaciones que debían asegurar. Lugar cerrado de trabajo y de vida, en el que la cotidianidad de las asiladas estaba completamente entregada a la buena voluntad de los propietarios, el prostíbulo funcionaba como una de esas “instituciones totales” descritas por Erving Goffman (1968). A pesar de la apertura de los lenocinios, la ausencia de distinción entre vida privada y pública, así como la confusión entre las relaciones personales y las relaciones laborales han dejado una huella duradera, visible aún hoy en día en su funcionamiento.
Maltrato, abuso de poder, corrupción, imágenes filmadas y publicadas por los medios de comunicación sin autorización: todas estas quejas fueron presentadas por las mujeres al reciente Defensor del Pueblo durante el primer encuentro de trabajadoras sexuales de Bolivia, a cuya organización, en 1998, contribuyó esta institución. Previa investigación, a fines de 2000, el Defensor logró la supresión del fichaje y la institucionalización de la libreta de sanidad a nivel nacional (y ya no por localidad, como era anteriormente el caso)3. La policía vio reducirse su competencia a la lucha contra la trata de personas, especialmente de  menores, contra la presencia de inmigrantes clandestinos, así como la sanción de las perturbaciones del orden público en las inmediaciones de los lenocinios. El fin del régimen de enclaustramiento no ha limitado únicamente el poder de los funcionarios públicos. Ahora el riesgo de ver huir la mano de obra en caso de malos tratos obliga a los locatarios a mostrarse más respetuosos con las mujeres y con las cuentas. Esta victoria dio inicio al proceso de organización de las trabajadoras sexuales bolivianas, impulsado dos años antes por el propio Defensor del Pueblo. En 2004, la institución también obtuvo la gratuidad de los exámenes médicos.
No he logrado determinar las circunstancias exactas del final del régimen de enclaustramiento, que mis interlocutores sitúan entre 1996 y 1997 para Potosí4. La rotación de los funcionarios y del personal de los lenocinios limita el número de interlocutores y las mujeres no se acuerdan de movilizaciones particulares. “Un día fui a matrículas [servicio de la policía del mismo nombre] y sólo me dijeron: ‘no, ya no se hace’”, resume lacónicamente Cristina, que entonces trabajaba en Cochabamba. La escasa memoria colectiva sobre los detalles del evento está relacionada con su naturaleza. La apertura de los lenocinios no parece haber ido acompañada por un debate público. Tampoco ha dado lugar a un cambio en la normativa. Esto es lógico: las ordenanzas municipales que he podido consultar (La Paz 1906, La Paz 1927, Potosí 1997) nunca mencionan la prohibición a las mujeres de transitar libremente. Solo está consignada la obligación de señalar a los servicios de salud el cambio de domicilio y el abandono de la prostitución. La reclusión de las mujeres y su control por los locatarios y la policía correspondían por lo tanto a una costumbre, no a la ley. Esto es lo que ha permitido al Defensor del Pueblo anular la matrícula por su carácter anticonstitucional: la policía no tiene el poder de fichar a personas que no han cometido delito alguno.
El rol de las asociaciones de derechos humanos empezó antes. Betty Pinto, en esa época adjunta al Viceministro de Asuntos de Género, evoca una creciente preocupación por la situación de las asiladas a raíz de la Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing en 1995. Paradójicamente, la epidemia del Sida, que reforzó la legitimidad del control sanitario, también favoreció la crítica al enclaustramiento. El doctor Rengifo, encargado del control médico de las prostitutas de Potosí desde 1991, recuerda que en aquel entonces las autoridades sanitarias consideraban la promiscuidad como un factor de propagación. Él personalmente participó en las reuniones en las que los locatarios fueron incitados a liberar a las mujeres. A las presiones sociales y de salud finalmente se sumó el contexto económico: en los años de 1990, mientras los dólares de las privatizaciones y del narcotráfico irrigaban todos los estratos de la economía, se multiplicaban los establecimientos de prostitución. Los tiempos en que los agentes conocían a cada mujer por su nombre se terminaron y los efectivos de policía destinados al control de los lenocinios resultaron insuficientes. Después de un periodo de transición en el que las mujeres pudieron aumentar las salidas a condición del acuerdo de los locatarios y de una compensación económica, la supresión de las matrículas en la policía puso fin al enclaustramiento a principios de los años 2000. Hoy en día se puede trabajar en un prostíbulo sin residir en él, aunque en los hechos la mayoría de las mujeres sigue siendo residente y sigue restringiendo sus desplazamientos por miedo a ser reconocidas (a pesar de que es usual prostituirse fuera del lugar de origen). La interiorización del estigma ha sustituido las fronteras físicas del reglamentarismo.
Desde que los establecimientos ya no encierran más a su personal, la legitimidad del ejercicio de la prostitución ha dejado de concernir a los espacios para centrarse en las mujeres mismas. Desde el momento en que una es adulta, basta con poseer una libreta de sanidad actualizada para poder ejercer oficialmente5donde sea. El fin del régimen de enclaustramiento ha tenido como consecuencia la extensión del comercio del sexo fuera de los establecimientos tradicionales: anuncios en los periódicos, salones de masaje, karaokes, Internet, agencias de damas de compañía… Por supuesto que siempre ha existido un mercado paralelo, pero ahora se ha legalizado de hecho. Hoy, mujeres circulan de una forma de prostitución a otra. Evidentemente, estas trayectorias están guiadas por la adecuación entre lo que las mujeres tienen para ofrecer (su físico, su edad, su escolaridad, su origen) y la especialización de los espacios de prostitución. El Internet, las agencias de damas de compañía, los salones de masaje y los clubes nocturnos más prestigiosos se jactan de ofrecer mujeres jóvenes que responden a criterios de modelaje, tienen un buen nivel educativo y, en el caso de los clubes nocturnos, dominan el striptease; entre ellas extranjeras (argentinas, brasileras, peruanas, colombianas, etcétera). En cambio, no se encuentran mujeres vestidas según los usos de las poblaciones urbanas de origen indígena, quienes ejercen en establecimientos de menor categoría. Aparte del lugar de trabajo, la cuestión étnica influye, sin embargo, poco en las trayectorias de las prostitutas bolivianas. Ya sean originarias de las tierras altas o bajas, ya sea que sus padres hayan sido campesinos o no, siempre se trata de mujeres originarias de medios populares y que fueron reclutadas en esos mismos circuitos.

 

Las contradicciones de una legislación y un reglamentarismo 

Conforme a lo que ocurre en los países abolicionistas -o sea que se niegan a legislar sobre la prostitución-, la ley boliviana mantiene silencio sobre la prostitución misma. El Código Penal de 1972 (actualizado en 2010) se contenta con condenar el proxenetismo, la trata de personas y la corrupción de menores. Los términos de esta censura se han tomado de las convenciones abolicionistas de las Naciones Unidas que Bolivia ha firmado, especialmente la de Nueva York (1949, ratificada en 1983) y la de Palermo contra la trata de personas (2000, ratificada en el 2001). Si el esfuerzo de adecuación a las disposiciones de las convenciones internacionales de los legisladores bolivianos reflejaba un deseo real de cambiar las cosas, este ha tropezado con la inercia de los usos y costumbres. Atrapada entre un abolicionismo oficial y un reglamentarismo de hecho, la actual legislación nacional entra en conflicto con la aplicación de las normas locales sin afectar el funcionamiento de los prostíbulos.
Así, las ordenanzas municipales han sobrevivido sin tropiezos a la firma en 1983 de la Convención de 1949 que prescribe a los Estados a no reglamentar la prostitución y a sancionar a quienes sacan provecho de ella (por lo tanto, los locatarios y la administración boliviana a través de las licencias de funcionamiento, las multas y, hasta hace poco, los pagos a los servicios de salud y a la policía). Y mientras que el Artículo 321 del Código Penal condena “el que por cuenta propia o de tercero mantuviere ostensible o encubiertamente una casa de prostitución o lugar destinado a encuentros con fines lascivos”, las alcaldías siguen extendiendo licencias de funcionamiento con el título de “lenocinio”.


       Gustavo Lara. Interior. Acrílico, 1997.

Al implicar la subjetividad de las mujeres a través de la idea del consentimiento, la cuestión de la trata subraya esta ambigüedad. Antes confundido con la condenación del proxenetismo, el reclutamiento es ahora sancionado por la ley sobre la trata y el tráfico de personas, aprobada en enero de 2006. Conforme a la Convención de Palermo, su artículo 281 bis (reformado por el artículo 34 de la ley 263 de 2012) condena a quien “por cualquier medio de engaño, intimidación, abuso de poder, uso de la fuerza o cualquier forma de coacción, amenazas, abuso de la situación de dependencia o vulnerabilidad de la víctima, la concesión o recepción de pagos por si o por tercera persona realizare, indujere o favoreciere la captación, traslado, transporte, privación de libertad, acogida o recepción de personas dentro o fuera del territorio nacional, aunque mediare el consentimiento de la víctima”, particularmente a fines de prostitución. En este sentido amplio, la lucha contra la trata no es aplicable. Una revisión de la prensa escrita muestra que solo se moviliza cuando las prácticas proxenetas y de reclutamiento inherentes al reglamentarismo entran en conflicto demasiado evidente con la moral, con la condena de otras formas de delito (la prostitución de menores o de extranjeras indocumentadas) o el control sanitario de las prostitutas6. A pesar de su orientación abolicionista, la legislación boliviana asume por lo tanto de facto en su aplicación la existencia de un proxenetismo y de un reclutamiento no criminales.
El proyecto del legislador de restringir la explotación de la prostitución por terceras personas se encuentra así completamente subsumido en la lógica sanitaria del reglamentarismo. Para una institución pública, extender un permiso que autoriza el ejercicio de la prostitución como es la libreta de sanidad no es en la práctica considerado como algo que la facilita. Condenar legalmente a los locatarios de prostíbulos podría significar la voluntad de volver la prostitución independiente, si ellos no fueran los primeros garantes del control médico de las mujeres. ¡Consecuentemente, no sorprende que en 2011 la Policía Boliviana solo haya registrado 22 casos de supuesto proxenetismo y nueve en 2010! (Chacon Mendoza, 2011). Estas cifras son ridículas en comparación con el número de establecimientos solventes -de una docena hasta más de cincuenta en cada una de las grandes ciudades del país-, sin contar los locales clandestinos. En cuanto a los 250 casos de trata registrados el año pasado (Ibíd.), lastimosamente las estadísticas no especifican si esta tenía fines de prostitución. El que las instituciones que luchan contra los abusos cometidos por los locatarios o los funcionarios públicos no recurran al Código Penal sugiere que también ellas asumen las contradicciones jurídicas del Estado boliviano. Así, el Defensor del Pueblo sólo recurrió a la prohibición de fichar a personas no criminales para anular las matrículas en la policía y fue un financiamiento del Fondo Mundial de Lucha contra el Sida el que permitió la gratuidad de los exámenes médicos. Insinuar que los servicios de salud, la policía y las municipalidades ganaban dinero a costa de las prostitutas habría significado atacar a un Estado proxeneta que finge no serlo.
En el contexto boliviano, descalificar -mediante la ley 263 contra la trata de personas- la idea de que una persona pueda consentir en ser reclutada para la prostitución carece de sentido, al igual que condenar toda forma de intermediación. La libreta de sanidad ratifica el reconocimiento oficial de una prostitución voluntaria dependiente de un tercero. Su primera extensión no va acompañada de ninguna entrevista orientada a evaluar las motivaciones de la principiante, su consentimiento y las modalidades de su reclutamiento7. Al igual que en el caso del proxenetismo, la descalificación del consentimiento solo se aplica a las formas más coercitivas del reclutamiento o si se trata de menores y de extranjeros indocumentados.

Los silencios del sistema penal son también los de las mujeres con las que me he encontrado. A pesar de que los modos de reclutamiento observados coinciden con los esquemas de la presentación clásica de la trata, callan sistemáticamente la existencia de coacción. La influencia del reglamentarismo y de sus prácticas limita probablemente la emergencia de la figura de la víctima interpuesta por el discurso abolicionista. Pero el entorno legal no lo es todo: los discursos de las mujeres sobre su entrada a la prostitución muestran que si hay coerción, esta no enajena todo margen de maniobra y de elección. Entender esto permite comprender mejor el apego de las mujeres a un sistema que de otra manera podría ser percibido como una extensión de las coerciones del reclutamiento.

El reclutamiento visto por las mujeres

En Bolivia la trata existe en el sentido estricto del término: muchachas que sufrieron abusos son despojadas de sus documentos de identidad, aisladas y obligadas por amenazas a prostituirse por lo menos hasta reembolsar los gastos de viaje y los anticipos concedidos bajo el pretexto de un empleo en otros sectores, especialmente el de la gastronomía. No obstante, en el transcurso de los cuatro años de investigación nunca he recogido un testimonio de este tipo y los pocos casos que me han sido reportados correspondían todos a menores8. He conversado de las condiciones de su entrada a la prostitución con más de cincuenta mujeres de todos los orígenes. Casi todas mencionan un encuentro -con una persona que las deslumbró con su dinero antes de proponerles trabajar como mesera o lavandera en un establecimiento de prostitución- como el acontecimiento desencadenante; el resto (y su número no es nada despreciable) dice haber tomado la iniciativa de contactar a alguna persona del ambiente. Para las demás, una vez en el lugar, el puesto de mesera se volvió un trabajo de dama de compañía, y luego de prostituta. La exposición de los modos de reclutamiento permite entender mejor las sutilezas de estos itinerarios al final de los cuales las mujeres presentan su entrada a la prostitución como el aprovechar una oportunidad. Así, he escuchado testimonios ambiguos, en los que la frontera analítica entre la coerción, la resignación, la aceptación y la estrategia a menudo parece ineficaz para restituir la ambivalencia de la experiencia de mis interlocutoras.
La mayoría de los reclutadores son intermediarios informales. Ellos mismos trabajan en un lenocinio o son conocidos del locatario, por ejemplo los taxistas. Más que profesionales son oportunistas. Las mujeres a las que enganchan pueden ser su vecina, una antigua compañera de escuela, la empleada de la pensión en la que almuerzan, muchachas con las que se encontraron en un bar o una discoteca, en muchos casos trabajadoras domésticas que salen a divertirse en su día libre. Estos intermediarios a menudo cobran una comisión, aunque no siempre. Muchos creen sinceramente que están haciendo un favor a la recluta. Ayudar a una conocida o a una pariente, a veces la propia hermana, a salir de una mala racha es también el principal motivo de las mujeres de los prostíbulos, quienes en última instancia son sus principales enganchadoras. Los profesionales del reclutamiento son menos numerosos. Estos tienen un buen conocimiento del mercado y ofrecen sus servicios a los diferentes establecimientos del país, cuando no son ellos mismos locatarios. Operan principalmente en los prostíbulos (a cuyo personal recontratan), los lugares de diversión, pero también las terminales de buses donde llegan a diario migrantes de provincia en busca de trabajo, y los alrededores de las agencias de empleo (donde colocan también anuncios). Las mujeres que parecen estar solas (especialmente las jóvenes fugitivas), un poco perdidas, aparentan no lograr llegar a fines de mes o atrevidas se detectan rápidamente. Si los padres están en los alrededores, a veces se les contacta y se les da un anticipo.
La revelación que tiene lugar a la llegada al establecimiento de prostitución es a veces brutal. Ordenan a la mujer que se cambie y la lanzan al mercado. Otras veces los locatarios intentan prolongar la ilusión creada por el reclutador, alternando entre coerción y demostración de las promesas de la prostitución. He aquí cómo un locatario de Cochabamba presentaba la manera en que convence a las principiantes a dar el paso, en colaboración con el resto del personal:

Para recibirlas, preparas un espectáculo, se chupan, bailan y luego duermen. Al día siguiente están felices. Ahí las riñes, les dices que tienen que atender mejor a los clientes, les explicas cómo funciona el negocio. Luego las llevas a comer bien. Un cacho mal… un cacho bien. Al principio las tratas bien, haces fiesta y para esto están los garzones y las otras chicas. Tratan de hacerles pasar buenos ratos. […] Pero lo más jodido es cuando empiezan a hacer pieza y no se acostumbran a los clientes. Unos dos días están raras. Sabes como es eso, tienes que explicarles bien, y ¿cómo se les explica?, con práctica. Yo ya no las inicio. No me gusta… pero yo tengo algunos garzones que saben, les enseñan, así se dan cuenta cómo tienen que hacer (Roth y Fernández, 2004).

Sin embargo, generalmente se invita a la recién reclutada a empezar como dama de compañía, con la promesa de que no tendrá que aceptar relaciones sexuales. Otras veces ella ocupa un empleo doméstico sin contacto con los clientes. Este es el caso de María a la que conocí en Sucre. Originaria de un pueblo de los alrededores, se había presentado en una agencia de empleo privada en Santa Cruz. Allí se topó con una mujer que le propuso un puesto de mesera en un restaurante de La Paz. Durante nuestro primer encuentro en 2008, María me contó, sin emoción aparente, los acontecimientos que han desembocado en su primera relación sexual remunerada. Entonces tenía 16 años:

‘¿No quieres viajar a La Paz?’ [preguntó la señora a María]. Yo quería. Me hablaba de lo bonito que era La Paz, me dijo que era para trabajar en un restaurante de mesera. ‘Quiero viajar’, le dije, ‘pero no tengo documentos’. ‘No importa, allá te voy a sacar documento’.

Varias otras mujeres habían sido reclutadas. María dice que eran más despiertas que ella, sabían dónde se estaban metiendo. La locataria pagó los pasajes para La Paz, tomando el cuidado de separar a las mujeres dentro del bus para no llamar la atención. María la describe como muy amable y comprensiva. Mientas sus compañeras empezaron de principio como prostitutas, María entró primero a la cocina.
Las otras chicas me dijeron: ‘Ahí adentro no ganas nada. Salite afuera que vas a ganar propina’. Yo miraba la plata que agarraban. Veía chicas bien vestidas, bien bonitas, bien cambiaditas… Nosotras, en Santa Cruz caminábamos con chinelas, las otras con botas y taconcitos. Y me animé a salir de la cocina para trabajar de mesera. Hablé con la señora, me hizo mi trajecito [una falda y una blusa], y empecé a trabajar de mesera, ganaba yo la plata… […] Primero me compré zapatos y un pantalón. Después [la locataria] me sacó mi carnet [falso], como tenía que ser mayor de edad para que pueda trabajar [y tener la libreta de sanidad]. […] Un día para que yo entre al ambiente a trabajar [vender servicios sexuales] sucede que un cliente vino bien encorbatado. Toma asiento, me mira de pies a cabeza, pide un whisky, le traigo, le pregunto qué desea, me mira y dice: ‘Te deseo a vos’. ‘Yo soy garzona, no trabajo’.

Una semana más tarde, el hombre volvió. No había muchas mujeres y el patrón le dijo a María: “Anda. Atiéndelo, estás perdiendo plata, vas a ganar tus extras”. Animada por el alcohol, María pronto se encontró en la habitación reservada a las relaciones sexuales con “su” primer cliente:
 
Estaba hablando sus cosas, y yo estaba en otro planeta. Me había dado 200 y mi brazo está lleno de fichas [sus vales sobre el consumo de alcohol del cliente]. Le tomé interés al trabajo, me gustó agarrar plata, me salí de garzona y entré al ambiente a trabajar nomás.

Como tantas otras de mis interlocutoras, María relata los hechos como si fueran banales. Esta banalización refleja el proceso ambivalente, en el que la seducción del dinero rápido es un motor esencial, que lleva a las mujeres a recordar como suave la presión de los dueños y de los colegas, quienes les incitan a dar el paso. Los engaños, las presiones, la necesidad de reembolsar al dueño que confisca los documentos de identidad, se relatan con un tono informativo, nunca vengativo. Otros testimonios señalan una decisión más rápida ligada a una necesidad urgente de dinero debido a la pérdida de un empleo, la enfermedad de un pariente o una deuda. Sigue una fase de transición, que las mujeres evalúan entre una semana y un mes, el tiempo de acostumbrarse. Luego, una vez la rutina instalada, e independientemente del grado de coerción que se ha ejercido sobre ellas, todos los relatos convergen en una reinterpretación de la entrada a la prostitución en términos de un encuentro con un mediador oportuno.
Los discursos recogidos no se parecen entonces al testimonio típico de la víctima que alimenta las posiciones abolicionistas. Presentar al reclutador como a un auxiliar bienvenido, ocultar la coerción para destacar la elección, preferir presentarse como actor de su vida antes de mostrar la cara destrozada de una víctima heterónoma forman parte de un proceso de idealización clásico dentro de los relatos de vida. No obstante, me parece que el hecho de que se oculten la violencia y la coerción no se puede analizar únicamente como un procedimiento narrativo que participa de la estructuración psíquica del narrador. Siempre es problemático interpretar la relación de una tercera persona con su experiencia. Sin embargo, creo que omitir la coerción responde también al hecho de que la entrada a la prostitución puede ser vivida efectivamente como el aprovechamiento de una oportunidad con beneficios reales.
Aunque algunas de ellas reconocen haber sido engañadas, no lo invocan para justificar su entrada a la prostitución. Ponen sistemáticamente el acento en la decisión de continuar. Afirman que hubieran podido dar marcha atrás, pero que tomaron otro camino. Por supuesto, el hecho de que les confisquen sus documentos o de haber tenido relaciones sexuales remuneradas vergonzosas, así como la presión de los locatarios para obtener el reembolso de los anticipos complican la fuga. Las más jóvenes, especialmente las menores, a menudo no tienen los recursos –psíquicos y monetarios– para resistir su influencia. ¿Pero qué pensar de las más mayores, que han empezado entre los 18 y 20 años y que constituyen la gran mayoría de mis interlocutoras? Generalmente conocieron un tiempo de latencia antes de entrar en acción, un tiempo durante el cual, una vez entendido lo que les esperaba, podían decidir irse. De hecho, algunas lo hacen. Los archivos de los servicios de salud muestran que hay mujeres que solicitan ayuda del personal médico para salir del medio. En este sentido, los controles sanitarios obligatorios limitan la posibilidad de los locatarios de los establecimientos oficiales de secuestrar a sus residentes.
Si la exposición de los procesos de enrolamiento en la prostitución en el contexto particular de Bolivia aporta a la reflexión sobre la interiorización de la coerción que desemboca en el consentimiento es porque muestra que el proceso no es unívoco. Van y vienen sentimientos contradictorios. Hay mujeres que ceden a las presiones, se resignan, antes de presentarse a sí mismas consintiendo y, finalmente, como satisfechas de haber aprovechado esta oportunidad. Se niegan conscientemente el estatus de víctima que ciertos actores de las ONG, de las fundaciones religiosas y de la prensa gustarían hacerles jugar. Por supuesto, las reinterpretaciones a posteriori pueden ser tranquilizadoras. Al mismo tiempo, hay que admitir que la decisión de permanecer en la prostitución moviliza un grado real de autonomía. El hecho de que muchas abandonen la actividad cuando han logrado determinados objetivos (acumular un capital, adquirir una vivienda, encontrar a un hombre que las mantiene, etcétera) rebate la hipótesis según la cual la degradación (física y psicológica) y la marginalidad social no permitirían considerar una salida. Desde la apertura de los lenocinios, muchas mujeres llevan una doble vida, pasando largos ratos con su familia y sus hijos. Algunas poseen un comercio. La juventud de las mujeres, entre 20 y 30 años en promedio, también demuestra que hay una vida después de la prostitución. Las idas y venidas que salpican algunas trayectorias (después del fracaso de un negocio para aumentar su capital o enfrentar otros gastos) complican aún más el análisis. En este caso, las mujeres sabían indudablemente donde se metían. Evidentemente, considerando la ausencia de alternativa profesional y económica favorable, se trata de un consentimiento limitado en lo que respecta a la elección. Pero no es totalmente alienado y se entiende porque, una vez vencidas las resistencias, a ojos de las mujeres la actividad ofrece ventajas que superan las pérdidas que ocasiona (en términos de calidad de vida en la cotidianidad, de mirada sobre sí misma y del peso del secreto).
Por lo tanto, la resignación no es incondicional, tampoco es el mero resultado de circunstancias externas. Moviliza intereses que en cierto momento de la vida de las mujeres les parecen prioritarias. Comprender esto supone tener en cuenta su probable vida fuera de la prostitución, tal como lo hacen ellas mismas. La prostitución suele suceder a otras experiencias laborales que comenzaron mucho tiempo antes, generalmente a los 12 o 13 años de edad. Por lo tanto, ellas conocen su posición en el mercado laboral convencional, y las dificultades de poder ahorrar para abrir un comercio, un proyecto de muchas mujeres de su medio social. Aunque los ingresos de la prostitución son precarios, son bastante superiores a los que se perciben en el trabajo doméstico y el sueño de “hacer una buena noche” renueva continuamente la movilización de las mujeres. A través de su actividad encuentran también hombres, a veces bien posicionados, dispuestos a darles una mano e inclusive a mantenerlas. Así, cuando se habla de adhesión de las mujeres, esta no se debe entender tanto como adhesión a la prostitución misma, sino a que posibilita un proyecto de ascenso social difícilmente viable en otras condiciones. Como propone Paola Tabet (2004: 118), comparar “los grados de coerción o de autonomía de las mujeres en las diversas formas de relación tiene un sentido preciso: respectar, intentar comprender y analizar las elecciones que hacen las mujeres mismas, incluso si todas estas elecciones permanecen dentro de los sistemas de dominación masculina y no permiten escapar de ellos”. En un mundo de oportunidades limitadas, las mujeres cambian una forma de dominación, -la de las coerciones del ejercicio de la prostitución-, contra otra, la de ser empleadas subalternas por toda la vida o el depender de un cónyuge. El dinero generado por la prostitución permite pagar los estudios de los hijos, comprar una casa, invertir en un comercio y renegociar su lugar en la sociedad y dentro de la familia. Yuli, una mujer madura que hizo su entrada a la prostitución relativamente tarde, compara en términos elocuentes la violencia que sufría como esposa con su nueva posición: “Antes de entrar en el ambiente, mi marido no me bajaba de ‘puta’. Ahora los clientes me dicen: ‘Hola princesa, me gustas, ¿quieres tomar algo?’”.

Mamas grandes y locatarios 

Poseer un lenocinio es a menudo un negocio de familia. En el momento de la investigación, ocho de los diez propietarios de los establecimientos de prostitución de Potosí residían en el lugar o cerca. Tanto entre los propietarios como entre los administradores hay claramente más mujeres que hombres. Esta feminización parece estar relacionada con una antigua obligación reglamentaria. Efectivamente, las ordenanzas del siglo pasado solo hablan de “regentas”. La mayoría son mujeres del ambiente que han subido de grado. En cambio, los establecimientos más exclusivos generalmente están en manos de hombres. Se trata a menudo de antiguos meseros o de hombres de negocio ligados al mundo de la noche y del narcotráfico. De la relación entre los propietarios y las autoridades depende el buen funcionamiento del establecimiento. De hecho, los propietarios están bastante bien integrados en la sociedad local; ¡en Potosí, incluso, están afiliados a la Federación de Microempresarios!
El locatario (dueño o administrador) gestiona el negocio y vela por el orden. Detrás del mostrador, cobra, registra el número de relaciones sexuales, y distribuye las pulseras que corresponden a las comisiones de las mujeres por las bebidas. En las horas muertas, a menudo la administración se confía a una mujer de confianza de la casa. Un sistema de multas regula el trabajo: cuando las mujeres llegan tarde, se pelean o no atienden las reuniones convocadas por el locatario. Sin embargo, ahora se acepta que las mujeres tienen derecho a rechazar ciertos servicios y clientes. La participación en los beneficios refuerza su lealtad y raras veces el locatario ejerce presión para obligar a las mujeres a ser más activas. Sobre todo, ha surgido una nueva figura: la de la prostituta que reside fuera del lenocinio y que decide sus días y horarios de trabajo. Estas mujeres que tienen una vida fuera de los prostíbulos son sin duda las que mejor salen adelante.
La apertura de los lenocinios ha reconfigurado la relación de fuerzas entre las mujeres y los locatarios sin poner en tela de juicio la primacía de las relaciones interpersonales en relaciones laborales que, en ausencia de contratos escritos, se rigen por la costumbre. Los locatarios, tratados de usted y nunca llamados de otra manera que no sea la de Don y Doña (seguido por su nombre), son personajes a los que se debe respeto. Afirman que esa es la base de su autoridad y el garante de la tranquilidad del establecimiento constantemente amenazada por los efluvios del alcohol. Esta autoridad pasa por una manipulación, no necesariamente cínica, de los afectos que atraviesan la relación con las residentes. Típico del proxenetismo, la alternancia entre lo maternal y la aplicación de la disciplina, entre sanciones y recompensas (financieras y emocionales), evoca los engranajes de la relación patrona/empleada doméstica en el contexto latinoamericano. La relación con los locatarios masculinos también puede tener una dimensión erótica. Muchos mantienen relaciones sexuales con algunas mujeres, lo que complica aún más el entramado entre afectos y relaciones de trabajo. Ya sea que ellos mismos se encargan o que delegan este rol a los meseros, los locatarios juegan con el sentimiento amoroso para enrolar y retener a las principiantes, sobre todo las más jóvenes. Pero ya sean hombre o mujer, las artimañas de los locatarios son primero configuradas por el modelo protector autoritario de la madame, que a veces aún es llamada “mama grande”. Es en contrapunto a esta figura y de lo que ella representa de la infantilización de las mujeres intrínseca al reglamentarismo, que estas últimas, independientemente de su edad, son denominadas las chicas -más popularmente las niñas-, también por los funcionarios públicos.
El estatus de la locataria está ligado a su capacidad de generar deuda, tanto emocional como económica. Se encarga del arribo de las nuevas reclutas llegadas sin un centavo (y a veces ya endeudadas) y distribuye los anticipos. Otras le confían sus ahorros. Los días feriados, los locatarios organizan una parrillada o llevan a toda la casa a bañarse en las aguas termales de los alrededores de Potosí. En Navidad, se distribuyen panetones o cubrecamas a modo de aguinaldo. Por lo tanto, la locataria dispensa favores -dinero, una buena habitación, una noche libre, la autorización de llevar a un cliente a la habitación, una ayuda extra en caso de enfermedad o de embarazo, etcétera- pero también consejos sobre temas tan diversos como la relación con los hombres, la interpretación de los sueños, el robo organizado o la educación de los niños. Ella conoce a todos por su nombre y distribuye sonrisas a los que hacen sus primeros pasos en el patio del local. En torno a los locatarios y a las mayores, la casa funciona como una familia de sustitución para mujeres, a menudo muy jóvenes y alejadas de sus familias. Ofrece un espacio de vida social y de camaradería que extrañan quienes han salido. Algunas residentes eligen institucionalizar ritualmente la deuda tomando como madrina o padrino a un locatario o una locataria (para sí mismas o para sus hijos), reforzando así la traducción de las relaciones de trabajo en el parentesco. Los locatarios también se ocupan de la organización de los rituales que, por lo menos una vez al mes, confirman la comunidad de destino de todos los residentes en una misma dependencia de las deidades de la prosperidad.
Por supuesto, todo esto no impide fricciones y conflictos. Las principales quejas de las mujeres no se dirigen sin embargo a la figura del locatario. Se quejan sobre todo de la dificultad de que les paguen puntual y cabalmente. La aparición de organizaciones de prostitutas introduce la posibilidad de que esos conflictos ya no se resuelvan únicamente a nivel interpersonal. Tras la oposición inicial, hoy los propietarios se han resignado a su existencia. No tenían otra opción ya que su supervivencia depende de las instituciones sanitarias que apoyan a estas organizaciones. Hoy, su legitimidad se basa únicamente en su capacidad de garantizar el proyecto sanitario del reglamentarismo, por lo cual son los primeros en recordar a las mujeres su visita médica y acuden servilmente a las reuniones convocadas por el personal de salud. Las reivindicaciones respecto al reconocimiento del trabajo sexual les resultan igualmente propicias, aboca a favor de su estatus de microempresarios.
La lealtad, incluso el afecto, que las mujeres a menudo muestran hacia los locatarios se ha interpretado como una especie de síndrome de Estocolmo, un lazo traumático creado por la alternancia entre buenos y malos tratos9. Roth y Fernández (Ibíd.) subrayan con razón que esta interpretación no toma en cuenta lo que esta relación representa en la vida de las mujeres. Sin embargo, reducen esta constatación al hecho de que las mujeres encontrarían en ella la ilusión de una atención y un apoyo de los que habrían estado privadas en sus familias. La interpretación, criticada por Dominique Vidal (2007), según la cual las prostitutas, como los sirvientes, reproducirían un modelo tradicional donde el subalterno se somete a su patrón a cambio de protección es igualmente reduccionista. Por supuesto, algunas mujeres son emocionalmente vulnerables, y en un contexto en el que la ayuda social no viene del Estado todas aprecian la ayuda de los locatarios. No obstante, del mismo modo que la imagen simplificadora de la víctima heterónoma, estas explicaciones omiten el proyecto económico de la prostitución y su peso en la manera en la que las mujeres viven su presencia en los lenocinios. De hecho, es a partir de la adecuación de las actuaciones de los locatarios a su objetivo de ascenso social -su honestidad, la rapidez con la que pagan, su solidaridad- que las mujeres evalúan su relación con ellos. La manipulación de los afectos no lo explica todo. El discurso de Marisol, dirigente de la organización de Potosí, en la reunión que siguió al bloqueo de caminos atestigua que si hay una dependencia afectiva, esta no es incondicional:

Es un favor que están haciendo las chicas de apoyar a los dueños de los locales. Porque nosotras podemos trabajar en otra parte, llevar nuestro trabajo con nosotras. ¿Por qué de doña Lola no se han ido sus 10 chicas? Porque nos da almuerzo. No estaremos pidiendo sopa y segundo, pero a lo menos que se nos dé comida. Nosotras, si estamos acá apoyándoles a ustedes es que nos hemos sacado préstamo del banco. Pero al año vamos a devolver esta plata, al año ya no vamos a poner nuestros hijos en los colegios de Potosí, y nos iremos.
 
Prostitutas y clientes  

Pequeños funcionarios y mineros son los pilares de los lenocinios del barrio de San Roque. La multiplicación de los espacios alternativos como los karaokes o los anuncios en la prensa han terminado por absorber a la clientela de más categoría. Hoy, las mujeres de los establecimientos populares y sus clientes pertenecen por lo tanto a las mismas capas sociales. Esto favorece el establecimiento de relaciones bastante particulares, orquestadas por las mujeres, quienes intentan neutralizar el poder de los clientes y de su dinero a través de lo que llaman su dominación sobre los hombres (Absi, en prensa). Tal y como lo entienden las prostitutas, dominar consiste en obligar a los clientes a terminar su dinero por todos los medios, incluido el robo y, de esta manera, en construir el intercambio económico-sexual como una deuda infinita que anula la idea de tarifa. También consiste en humillarlos con bromas y reflexiones despectivas. Estos mecanismos castradores atacan a las pretensiones triunfalistas de una sexualidad masculina fundada en el dinero. En presencia de testigos, las mujeres suben el tono, haciendo pública una transacción que recuerda a los hombres que su presencia no es un favor que hacen a las prostitutas. Obviamente opera el efecto de grupo; a solas, las mujeres están a menudo más relajadas y pueden jugar a las seductoras (o dejarse seducir). La “dominación”, sin embargo, constituye el marco ideal de la relación prostituta/cliente. Este comportamiento viene facilitado por la organización de las casas, donde la vigilancia permanente del locatario les permite multiplicar sin miedo sus provocaciones. Regularmente planteada por la prensa, la cuestión de la violencia de los clientes se ve automáticamente respondida por un “hay que saber hacerse respetar”.
La regulación de las relaciones entre prostituta y cliente pasa también por el uso colectivo de mecanismos coercitivos. Las que no juegan el juego de la dominación o se ofrecen demasiado (enganchando ostensiblemente a los clientes o bajando precio) se exponen a sanciones físicas. Los principales blancos de las palizas colectivas son las nuevas reclutas. “Cuando llegas, todas tienen el derecho de partirte la cara”, explica Karina. Eso hasta que las nuevas tomen su sitio, por carisma o por violencia, dentro de la jerarquía que distingue a las novatas de las mujeres experimentadas. Estas normas que las mujeres se imponen y sancionan vienen a llenar los vacíos de una reglamentación, que solo se interesa por las relaciones de las prostitutas con la sociedad y no por sus condiciones de vida y de trabajo dentro de los prostíbulos.

Un sistema que parece estar destinado a la permanencia

Desde el final del régimen de confinamiento y la desaparición de los registros policiales, la regulación de la prostitución en Bolivia está organizada en torno a la tenencia obligatoria de la libreta de sanidad. Mientras que las directivas internacionales de la Organización Mundial de la Salud (OMS), del Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (ONUSIDA) o del Fondo Mundial contra el sida, consideran este documento discriminatorio por ser contrario a una salud pública universal y poco eficaz; estos organismos se acomodan a ello cuando actúan como financieras en Bolivia. Al parecer cualquier cambio solo podría venir de la sociedad civil y de las prostitutas mismas.
Desde 2009, la organización nacional de las prostitutas bolivianas (ONAEM) se ha emancipado de los discursos de las instituciones que se dirigen contra la profesionalización para reclamar el reconocimiento del trabajo sexual (ver: www.onaem.org; Absi, 2010). Este giro se debe en gran parte a la influencia de la ONG danesa IBIS-HIVOS, que gestiona los financiamientos del Fondo Mundial contra el Sida para Bolivia, y de la Red TraSex10, pero coincide con el sentimiento profundo de las mujeres de ser trabajadoras. La reivindicación de la profesionalización no pone en tela de juicio la existencia de los lenocinios. De hecho, la dependencia hacia los locatarios es uno de los argumentos que incita a las mujeres a considerar su actividad como un trabajo: los horarios y las multas aparecen como coerciones clásicas del mundo laboral. Al mismo tiempo, la idea de convertirse legalmente en trabajadoras sometidas al Código del Trabajo no es unánimemente aceptado. Al tiempo que reconocen la importancia de contar con una jubilación y la seguridad social, muchas mujeres temen que la contractualización restrinja su autonomía actual. He aquí lo que decía Luz sobre el tema -entonces era dirigente nacional-, durante el congreso fundador de la ONAEM en 2005 (después la posición de la organización ha cambiado, pero los temores persisten):

Qué más le conviene al dueño del local decir: ‘Muy bien señorita, usted me está pidiendo que le reconozca como trabajadora sexual. Ven, firma aquí’. Y no te va a hacer firmar por un mes, dos meses, el contrato de trabajo es un año mínimo. Dense cuenta, si sería mi patrón, yo no tuviera voz ni voto de decidir cuándo voy a trabajar, cuánto voy a cobrar, ni cuánto tiempo voy a estar, ni qué voy a hacer. En vez de salir beneficiadas, vamos a salir con pérdida. Si cobramos 100, ¿cuánto vamos a cobrar?; ¿El 5%, el 10%? Ya no podremos decidir, él va a decidir de nuestro sueldo. Por ahora nosotras nos ponemos precio. Si queremos rebajamos, si queremos aumentamos… Pero si fuera trabajo, no podríamos decidir, ‘yo quiero cobrar tanto’. ‘Si tú estás trabajando, tienes que cumplir a todo lo que te diga yo’, diría el dueño, ‘tienes que acudir a tal hora’. Qué más no quiere el dueño: ‘Bueno, está bien, yo le voy a pagar mensual tanto, tú te vas a acostar con éste, con éste’. Y tú ya no tienes derecho a reclamar. ¿Por qué? Porque ya has firmado un documento, tienes que seguir allí.

No importa la manera con la cual Luz represente las regulaciones que conllevaría el reconocimiento legal del trabajo sexual (y omita la posibilidad de un ejercicio independiente), su discurso atestigua el apego de las mujeres al sistema establecido por la libertad que ofrece. Aunque algunas dirigentes han tomado recientemente una posición en contra, la mayoría de las mujeres sigue siendo igualmente favorable a la libreta de sanidad. Es que este documento, que funciona como un permiso de trabajo, es entendido como una licencia profesional que formaliza lo que las mujeres consideran ser sus competencias particulares y su rol social (Robert, 2012). Así, en el sitio de la ONAEM, la revista en línea Emancipación (2011: 18) proclama: “Las Trabajadoras Sexuales le damos batalla abierta y frontal a la epidemia de VIH/SIDA, tanto en nuestro rol como activistas y promotoras del uso del condón, como en nuestro diario devenir entre un cliente y otro” (www.onaem.org). Reforzada por la epidemia del Sida, esta reinterpretación de la principal obligación del reglamentarismo probablemente no sea única en el contexto boliviano. Lo que es más particular es el margen de maniobra del que disponen las mujeres desde la apertura de los lenocinios, el fin de las matrículas policiales y la existencia de una libreta única: la elección de los clientes y de los servicios, un mejor acceso a los beneficios, el ir y venir entre los establecimientos, las ciudades y las formas de prostitución en busca de mejores oportunidades, o el salir definitivamente del ambiente. Todas estas mejoras ayudan a superar las restricciones de la prostitución al punto de representársela como una elección en un proyecto de ascenso social. Es esta subversión del sistema la que asegura paradójicamente su persistencia. Ni las posiciones abolicionistas ni las que apuntan al reconocimiento del trabajo sexual han vencido a los vestigios del reglamentarismo boliviano. Este funciona ahora como una co-construcción donde se articulan la influencia de las instituciones nacionales e internacionales con las obligaciones reglamentarias y sus reinterpretaciones instrumentales por las prostitutas. El chantaje al control sanitario es la prueba tangible de la subversión por las mujeres de un sistema que apuntaba a despojarlas de su agentividad de sujeto.

 

BIBLIOGRAFÍA

Absi, Pascale 2010 “La professionnalisation de la prostitution : le travail des femmes (aussi) en question”. En:  L’Homme et la Société, números 176-177, pp. 193-212. 2014 “De la subversion à la transgression. La valeur de l’argent dans les maisons closes de Bolivie”. En : Deschamps, Catherine y Broca, Christophe. Transacciones sexuales. París: EHESS. En prensa.

Bizarroque Hidalgo, Lourdes S.f. “Regulación de la prostitución en relación a los Derechos Humanos”. Ver: http://www.monografias.com/trabajos12/tscddhh/tscddhh2.shtml. Consultado el 3 mayo de 2012.

Chacón Mendoza, David 2011 “Modificación al art. 281 bis del Código Penal Boliviano”. Ver: http://www.monografias.com/trabajos93/modificacion-al-art-281-bis-del-codigo-penal-boliviano/modificacion-al-art-281-bis-del-codigo-penal-boliviano6.shtml. Consultado el 15 de noviembre de 2012.

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Roth, Erick y Fernandez, Erik 2004 Evaluación del tráfico de mujeres, adolescentes y niños/as. Ver: www.oas.org/atip/oas/bolivia%20report.pdf. OIM, Bolivia/OEA.         [ Links ]

Tabet, Paola 2004 La grande arnaque. Sexualité des femmes et échange économico-sexuel. Paris: L’Harmattan, Bibliothèque du féminisme.

Vidal, Dominique 2007 Les Bonnes de Rio. Emploi domestique et société démocratique au Brésil. Lille: Presses universitaires du Septentrion, colección “Le regard sociologique”.

Gustavo Lara. Sin título. Acrílico, 1997.

Notas

1 Antropóloga en el IRD, UMR CESSMA, Universidad Paris 7, Francia. Correo electrónico: Pascale.absi@ird.fr. Agradezco a Lilian Mathieu, editora de una primera versión en francés de este artículo, publicado en les Actes de la Recherche en Sciences Sociales, número 198, 2013.

2 Probablemente a través de la reglamentación argentina implementada en 1875.

3 Resolución LPZ/00059/2000/DH, 3 de octubre de 2000.

4 El proceso probablemente haya sido concomitante en las demás grandes ciudades. En los lugares de provincia, en cambio, algunas mujeres todavía deben pagar a los propietarios para salir.

5 Al menos en las grandes ciudades, pues en las provincias las residentes a menudo no son controladas.

6 A finales de los años 1990, poco antes de la supresión de los registros policiales, el jefe nacional de la División de Matrículas explicaba que sólo se consideraba proxenetas a las personas que tratan con prostitutas no matriculadas (Bizarroque Hidalgo, sf.); hoy en día a las que ejercen sin libreta de sanidad.

7 El hecho de no contemplar la incitación en la legislación boliviana -considerada como un argumento para demostrar que existe trata de personas por la Convención de Palermo-  deja una puerta abierta para considerar que el alistamiento fue voluntario, aún cuando el intermediario fuese el que dio el primer paso.

8 El nomadismo entre los establecimientos y las ciudades confiere a la muestra de mujeres encontradas en Potosí o Sucre (pero no solamente) una verdadera representatividad.

9 Dutton, Donald y Painter, Suzanne. “Traumatic bonding: the development of emotional attachments in battered women and other relationships of intermittent abuse”. En: Victimology: an International Journal, número 6, 1981, pp. 139-155, citado por Roth y Fernández (2004).

10 Desde su creación, en 1997, bajo los auspicios de la ONUSIDA y de HIVOS, la red TraSex lucha por el reconocimiento profesional de la prostitución.

 

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