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Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.13  supl.1 La Paz dic. 2010

 

CULTURA

 

Entre la historia y la literatura: Carlos Montenegro y la representación de la realidad

 

Between history and literature: Carlos Montenegro and the representation of reality

 

 

Javier Sanjinés C.1 

T’inkazos 15, 2003, pp. 283-291, ISSN 1990-7451

Fecha de recepción: junio de 2003
Fecha de aceptación: agosto de 2003

* Artículo publicado en T’inkazos 15, de octubre de 2003.

 

 


El autor revisa los diferentes episodios de Nacionalismo y coloniaje, y muestra la estrecha relación que Montenegro estableció entre la historia de Bolivia y géneros literarios como la epopeya, el drama, la comedia y la novela. El recorrido concluye que este ensayo no supera el colonialismo que ataca y denuncia, y está lejos de representar la múltiple y disonante realidad boliviana de movimientos sociales que reclaman su derecho a existir.

Palabras clave: Historia / literatura / géneros literarios / crítica literaria / historiografía / identidad nacional / nacionalismo


This article reviews the different episodes in Nationalism and the colonial regime to show the close relationship Montenegro established between the history of Bolivia and literary genres such as the epic, drama, comedy and the novel. The review concludes that, far from representing the multiple and dissonant Bolivian reality of social movements demanding their right to exist, this essay does not escape the colonialism it attacks and denounces.

Key words: History / literature / literary genres / literary criticism / historiography / national identity / nationalism


 

 

Aunque ha sido poco estudiado, uno de los aspectos más interesantes de Nacionalismo y coloniaje2, ensayo que le sirvió a Carlos Montenegro para promover el conocimiento de la ideología del “nacionalismo revolucionario”, es el empleo de los géneros literarios con el propósito de organizar y de dar sentido a las diferentes etapas de la historia boliviana. Este modo de aproximación a la historia, a través de los distintos géneros literarios (epopeya, drama, comedia, tragedia y novela), es una manera de pensar la cultura que viene de una larga tradición europea3. De Tucídides a los estudios sobre la nueva ciencia, de Giambattista Vico, grandes historiadores, interesados en darle un sólido contenido literario a sus investigaciones, reflexionaron la literatura desde un punto de vista histórico. Sin embargo, esta mirada de la historia bajo el prisma de la literatura, y, viceversa, de la literatura bajo una óptica histórica, no es tenida en cuenta por la gran mayoría de los historiadores y de los cientistas sociales, quienes prefieren mantener apartados los diferentes campos de estudio. Incluso buena parte de la crítica literaria prefiere no confundir la literatura con la historia o con la sociología. Recuerdo que cuando iniciaba mi labor crítica en la década de los setenta, un conocido intelectual me aconsejó que, si quería tener éxito en la actividad académica, debía necesariamente elegir entre la sociología o la literatura, y olvidarme de combinarlas en mi trabajo de investigación. La advertencia de este amigo coincidió en ese momento con el juicio de mi propia madre, quien también notaba que mis trabajos no eran estrictamente literarios. Para ella, que yo hubiese dejado el ejercicio del derecho para dedicarme a la literatura resultaba ser ya suficiente “mal negocio” como para seguir “haciendo locuras”, entrometiéndome ahora en temas sociológicos y políticos que, aparentemente, no tenían mucho que ver con el estudio de las letras. Con el transcurso de los años, debo admitir que estas críticas no fueron tan infundadas como entonces me parecieron, aunque, como se verá en este trabajo, la disyuntiva entre mantener apartadas las disciplinas o producir estudios que las relacionen, me sirve hoy para darle al tema de este ensayo un giro diferente. Me explico: no es que piense que son erróneos los vínculos entre las ciencias, o que admita que la autonomía literaria deba ser absoluta, sino que tengo la impresión de que el apego a las coordenadas espacio-temporales de las grandes construcciones sistémicas de Occidente puede entorpecer la comprensión de sociedades dependientes y profundamente fragmentadas como la nuestra. En tal sentido, y puesto que de conocernos se trata, el apego, la mayoría de las veces superficial, a la historia o a la alta cultura letrada de Occidente, puede incluso impedir la adecuada comprensión de nuestro ser. Emito este juicio a propósito de Nacionalismo y coloniaje, ensayo que, a mi juicio, no supera el colonialismo que ataca y denuncia, porque su inclinación a la cultura occidental le impide observar con igual detenimiento las disparidades y las disyunciones que caracterizan a la sociedad boliviana.

Pero antes de abordar críticamente Nacionalismo y coloniaje, quisiera decir algo más sobre la relación entre historia y literatura. Erich Auerbach, cuyo libro Mimesis (1968) se ubicó en la época de los sesenta entre los ensayos críticos más importantes del siglo veinte, asigna al trabajo filológico la tarea de revisar minuciosamente los documentos del pasado, con el objeto de no tergiversar la perspectiva histórica de la época y de la sociedad que el filólogo debe estudiar con el mayor cuidado. Auerbach, quien tradujo a Vico al idioma alemán, quedó profundamente influenciado por éste, particularmente por su teoría de la unidad de los períodos históricos. La nueva ciencia de Giambattista Vico era el arte de leer los poemas heroicos griegos no como si hubieran sido escritos bajo el peso del racionalismo del siglo dieciocho, sino como el producto de un momento histórico dominado por la metáfora y la poesía, no por la lógica deductiva, en la construcción de la realidad. Para un filólogo de la talla de Auerbach, hablar de epopeya o de tragedia obligaba al investigador a adentrarse no sólo en el sentido profundo de los géneros, sino también en el de toda la sociedad que se escondía detrás de estas grandes manifestaciones literarias. Para la filología historicista europea, sociedad y literatura debían coincidir plenamente, tanto en la interpretación como en el método. El método era intuitivo porque no era posible ingresar en el estudio de la sociedad sin antes intuir, a través de la imaginación histórica, lo que la vida estudiada debió haber sido. De este modo, como Dilthey y Nietzsche lo sugieren, la interpretación histórica es una auténtica proyección del “yo” en el mundo analizado.

Describo brevemente esta tradición filológica para señalar el rigor y la seriedad con que se construyeron las tradiciones culturales histórico-literarias que interpretan los diferentes momentos constitutivos de Occidente. ¿Sucedería lo propio cuando tratamos de pensarnos a partir de realidades históricas y culturales diferentes y hasta contrastantes? ¿Podrá uno interpretar las sociedades del Tercer Mundo desde las mismas categorías mentales con las que se pensó y aún hoy se piensa la realidad europea? ¿No estaremos ejercitando una violencia epistemológica sobre el objeto de estudio? Me hago estas preguntas en la medida en que relaciono la historia y la literatura con Nacionalismo y coloniaje.

Escrito en 1943, el ensayo de Montenegro buscaba “la verdad del devenir boliviano” (p.13), alejándose del criterio anti-bolivianista de la historiografía oficial que, al interpretar la realidad desde el punto de vista de la oligarquía liberal, había olvidado que el pueblo es la fuente nutricia de lo nacional. De este modo, si el criollaje oligárquico liberal —la anti-nación— no pudo superar el colonialismo, sino que lo reprodujo, era hora de forjar una nueva construcción social que representase los intereses de los sectores populares: la nación. En este proceso, en este devenir histórico, resulta instructivo comprobar que Montenegro recurrió a la dialéctica entre la epopeya y la novela para indicar el derrotero que debió seguir el proceso de la construcción nacional.

Es claro que Montenegro anticipó, en 1943, el análisis de la nación desde una propuesta latinoamericana mucho más radical: la de la teoría de la dependencia, ligada al pensamiento crítico elaborado en América Latina durante las décadas de los sesenta y de los setenta. Pero pensado en un momento populista en que la teorización geopolítica del Tercer Mundo no estaba todavía desarrollada, me parece que uno de los aspectos más conflictivos del texto de Montenegro es precisamente ése, de la dialéctica entre epopeya y novela, dialéctica que supuso, en mi criterio, que el autor de Nacionalismo y coloniaje eligiese explicar lo propio sin poner en tela de juicio el empleo de coordenadas histórico-literarias ajenas. De este modo, Montenegro se propuso combatir la opresión social y económica en que había caído el país, producto del entreguismo de sus clases altas, con un proyecto intelectual de liberación que no fue lo suficientemente audaz como para cuestionar el historicismo europeo y sus premisas epistemológicas. Por ello, me parece que Nacionalismo y coloniaje no rompió con el “colonialismo cultural” que hasta el día de hoy impide que tomemos conciencia de que pensar en América Latina no es lo mismo que pensar en Francia, Alemania o Inglaterra. Es cierto que Montenegro se quejó muchas veces de aquéllos que copian modelos abstractos ingleses y franceses, y que no ven las “arenas calientes” (p. 100) de lo propio, pero el autor, que ve la paja en ojo ajeno, no pudo tomar conciencia de que su propio ensayo emplea coordenadas temporales europeas que, como veremos luego, no se acomodan plenamente al análisis de la realidad boliviana. Así, muy pronto el ensayo, que comienza con una interesante discusión “local” del efecto que los pasquines —formas precursoras del periodismo boliviano— tuvieron en la construcción de la conciencia ciudadana, adopta la epopeya griega como “lugar de enunciación” de los gobiernos post-independentistas de Santa Cruz y de Ballivián. De este modo, me pregunto qué consecuencias tendría pensar nuestra historia republicana desde esa “unidad originaria” que es la epopeya.

Nacionalismo y coloniaje se organiza en episodios históricos, calificados por los distintos géneros literarios: comienza con los precursores de la independencia, un poderoso movimiento revolucionario (p. 46) que se desmoronó porque no logró superar la división de la sociedad en castas que caracterizó la época de la Colonia (p. 45). De este modo, a la revolución de la Independencia le siguió una dudosa paz en la que las clases sociales reprodujeron las contradicciones de la Colonia (p. 46), particularmente la “influencia póstuma de la mentalidad monárquica sobre las clases subordinadas” (p. 48). En esta etapa, que expulsó a los mestizos del gobierno (p. 49), y en la que desapareció la figura de Pedro Domingo Murillo, se esfumó también la función de los pasquines que, hasta entonces, llegaban “a los núcleos nerviosos del alma colectiva” (p. 51), y que “moldeaban el mensaje de acuerdo con el sentimiento y los anhelos populares” (p. 52). En efecto, el periodismo republicano perdió fuerza y no pudo traducir los anhelos públicos.

A esta etapa de los precursores, le siguió la de la “epopeya”. Bolivia comenzó a vivir su épica nacional con el Mariscal Andrés de Santa Cruz, personaje histórico en cuya figura “se consumó un proceso dialéctico” (p. 86) porque “representó la síntesis de la contradicción política en que Sucre representa la tesis y Blanco la antítesis” (p. 86). Santa Cruz, la síntesis racial tan anhelada, “el mestizo con sangre de príncipes y caudillos indios” (p. 91) fue para Montenegro el “mestizo ideal”, la representación personificada de la unidad nacional, promovida originalmente por las campañas periodísticas de los pasquines mestizos (p. 91). Si “el brazo del Mariscal conmovió como cable eléctrico el cuerpo de la República” (p. 92), es claro que su naturaleza mestiza le permitió dejar de lado los modelos ingleses y franceses, las “miradas de afuera” (p. 100), para concentrarse en lo nuestro, como también lo hizo ese otro gran boliviano que fue José Ballivián, el héroe épico de la batalla de Ingavi. Juntos, Santa Cruz y Ballivián —véase cómo va organizándose en el pensamiento de Montenegro la propuesta criollo-mestiza de lo nacional— constituyeron la epopeya que, lamentablemente, no fue seguida por el periodismo republicano; en efecto, éste, que no llegó a las masas (p. 104), se forjó bajo el pensamiento abstracto de letrados que se mantuvieron alejados del sentir nacional (p. 105).

Los letrados, que “dejaron a Bolivia decapitada” (p. 109), permitieron que la masa popular “terminase en convulsiones y sacudidas inciertas” (p. 109) propias de un “cuerpo descabezado” (p. 109). Así apareció el próximo episodio nacional, el “drama” de una “anti-nación”, una “corriente colonial que se transforma de conservadora en liberal franco-inglesa” (p. 110), opuesta a la “nación”, a la “masa que rehuye obedecer consignas teóricas de letrados y se apega al mundo de los hechos” (p. 113). Aquí, Montenegro renueva, a través de la figura de Manuel Isidoro Belzu, su propuesta mestiza. Si el “belcismo” fue la “represalia de la conciencia nacional por el abandono que de ella hicieron los ilustrados” (p. 115), y el mestizaje, “aquello que, huérfano de teoría, significó orientación concreta, frente al espíritu clasista” (p. 115), esta continuidad de los gobiernos de Santa Cruz y de Ballivián, “por su obra de afirmación nacionalista” (p. 116) se desmoronó con la llegada “dramática” de Linares al poder.

Linares, el primer personaje de la etapa dramática, es visto por Montenegro “en paralelo con la angustia de Macbeth y la locura de Hamlet”; es decir, Linares fue “actor y testigo de su propia tragedia” (p. 129). El presidente Linares fue el más claro prototipo de una clase alta que desconocía la realidad boliviana y que vivía “de Bolivia, pero no en y para Bolivia” (p. 137). De este modo, una clase intelectual poco o nada constructiva, cuyo actuar “lindaba en lo ridículo y en lo grotesco de la manía” (p. 137) no pudo construir, a diferencia de Argentina y Chile, un proyecto de cultura nacional comparable con los de Echeverría y Sarmiento, o con el de Lastarria. En efecto, los intereses de estos sectores de altos ciudadanos fueron “más poderosos que los derechos de la Nación” (p. 158), y fueron protegidos por una aplicación estricta de la ley que no llegó a defender jamás a los desposeídos. Así, “a mayor imperio de la ley, menor capacidad vital del país” (p. 165). Bajo la doble inspiración del capitalismo y del colonialismo, los gobiernos que siguieron al de Linares —los de Adolfo Ballivián y de Tomás Frías— agravaron ese “sacerdocio de la legalidad que fue nefasto para el pueblo” (p. 167), y prolongaron el “sino dramático de Bolivia” (p. 171).

Del drama, Bolivia pasó a la comedia, a la “disonancia grotesca” (p. 174) que fue la pérdida del litoral; también pretender que “la economía feudal prosperase al amparo de las instituciones liberales” (p. 194). Fue Hilarión Daza “la más alta expresión del extranjerismo artificioso y ridículo” (p. 173). Afrancesado, “sangre ajena a la Nación” (p. 173), Daza permitió que “la verdad existencial fuese suplantada por la ficción de lo cómico” (p. 197). Desaparecido éste, la oligarquía “rehizo Bolivia como falsificación de la Patria nativa, entregándose al capitalismo extranjero” (p. 223). Siguiendo esta “alteración de la continuidad orgánica de la historia” (p. 224), el periodismo también se “enajenó completamente al capitalismo” (p. 226). De este modo, el “periodismo capitalista dio existencia a una modalidad mental artificiosa y postiza” (p. 235) que “sirvió para perpetuar a la casta en el mando” (p. 234). Sin un auténtico proyecto de cultura nacional, debido a que “la Nación no hubo alcanzado un orden espiritual de valores propios” (p. 236), es claro que la intelectualidad boliviana no pudo descubrir que el meollo del problema, en el decir del peruano José Carlos Mariátegui, residía en que “lo abstracto no coincidía con lo concreto” (p. 229). Así, la “comedia” boliviana, que se prolongó durante las tres primeras décadas del siglo veinte, fue “el desolado testimonio de la medida en que la insensibilidad patriótica influyó sobre la suerte de Bolivia” (p. 236).

La catástrofe de la Guerra del Chaco “reavivó la imagen épica de la bolivianidad” (p. 239). Montenegro vuelve a las figuras épicas de Santa Cruz, de Ballivián y de Belzu, para relacionarlas con el genio de Franz Tamayo, cuya visión homegenizadora fue la construcción de “un gran territorio y una gran raza innegables” (p. 240). Esta recuperación del proyecto inicial —recordemos que es una propuesta criollo-mestiza que une las figuras épicas de Ballivián y de Santa Cruz— es también el modo de recuperar lo concreto, de “retornar a la realidad que pone fin a la etapa histórica de la comedia” (p. 241). Es, en otras palabras, “el suceder boliviano que asume las calidades esenciales de la novela” (p. 241). Sólo así, mediante esta síntesis de la épica pasada con la novela presente, podemos ver que “la historia boliviana adquiere el poder de la ilusión realizable” (p. 241). La historia se desarrolla entonces “como el proceso coordinado de un argumento novelesco” (p. 241) y bajo el “impulso vitalista que no es otro que el de la novela” (p. 241). Así, pensando en lo que la Ilíada fue para los griegos, Montenegro recuperó la épica criollo-mestiza del pasado para construir “la historia de la novela y la novela de la historia” (p. 242) con la “certidumbre de una energía ejecutora del sino” (p. 242).

He llevado a cabo una relación suficientemente detallada de los diferentes episodios de Nacionalismo y coloniaje, para mostrar la estrecha relación que Montenegro estableció entre la historia de Bolivia y los géneros literarios; ante todo, su particular interés por fundir, en una síntesis totalizadora —especie de Aufhebung hegeliana—, la epopeya con la novela. Desde esta perspectiva, la historia y la literatura son actividades temporales que progresan juntas, dando lugar a las diferentes teorías relacionadas con la interpretación del devenir de las sociedades occidentales. Y, aunque el trabajo de Auerbach es uno de los más finos ejemplos de esta explicación del progreso histórico-cultural de Occidente, es claro que dicho movimiento tuvo una tradición mucho más larga que, como Nacionalismo y coloniaje registra a través del desarrollo histórico marcado por los diferentes géneros literarios, se retrotrajo a Hegel, y pasó por Georg Lukacs, el más grande teórico literario hegeliano, cuyo planteamiento en torno a la epopeya y la novela, al que me referiré ahora, pareció haber influenciado el pensamiento de Montenegro.

No tengo datos precisos que me permitan afirmar que Carlos Montenegro estuvo familiarizado con el trabajo estético-literario de Lukács, particularmente con su Teoría de la novela, publicada en Berlín, en 1920 (Lukács, 1975), y, al igual que Nacionalismo y coloniaje, escrita en el momento histórico de una profunda introspección social producida por el trauma de la guerra (el ensayo de Lukács fue escrito después de la Primera Guerra Mundial; el de Montenegro, después del conflicto del Chaco).

Hubiera o no conocido Montenegro el trabajo estético de Georg Lukács, lo cierto es que se da una interesante relación entre su ensayo y la Teoría de la novela, obra de corte hegeliano que le permitió al joven Lukács establecer la dialéctica entre la epopeya y la novela. No está demás recordarle al lector que la dialéctica hegeliana se funda en una secuencia temporal, seguida por la superación de aquellas partes de la secuencia que se hallaban inicialmente en oposición, en contradicción. De este modo, la oposición entre la tesis y la antítesis está destinada a la reconciliación, siempre y cuando se le aplique una lógica correcta al análisis. Lukács heredó de Hegel este esquema, en el que las contradicciones deben ser superadas en el tiempo. Para el joven Lukács, es decir, para el Lukács pre-marxista, la novela es la forma artística privilegiada que reconcilia al héroe con el mundo.

Me interesa aquí decir dos cosas: en primer lugar, que el peso de la temporalidad, o, mejor dicho, de la aprehensión temporal de la realidad, tiene un trato filosófico privilegiado en el desarrollo del pensamiento occidental. Podemos ver que la orientación hegeliano-lukácsiana es clara en este aspecto porque articula filosóficamente la problemática del tiempo con toda la reflexión de la realidad. De este modo, el tiempo, que media entre la epopeya y la novela, es, ante todo, un proceso de contradicciones que deben ser resueltas por una reconciliación final, por una síntesis integradora, capaz de unir al sujeto —el investigador— con el objeto de conocimiento —su sociedad—. Y en todas las explicaciones de las historias literarias de la modernidad occidental, incluida la de Auerbach, se da este optimismo redentor que es absolutamente temporal.

En segundo lugar, y aunque no podré dedicarme en esta oportunidad a analizar el tema, quiero de todos modos adelantar la idea de que si el pensamiento de Montenegro, tal como aparece en Nacionalismo y coloniaje, estuvo ligado a las coordenadas temporales del pensamiento occidental, la estética política posterior de René Zavaleta Mercado se apartó de la reflexión temporal en su ensayo póstumo Lo nacional-popular en Bolivia (Zavaleta, 1986), para adoptar una visión espacial que está ausente en el pensamiento de Montenegro. En efecto, en este su postrer ensayo, Zavaleta se dio cuenta que la discontinuidad espacial pone en aprietos la lógica temporal de la dialéctica hegeliana, e impide la resolución utópica de los contrarios que significa la síntesis identitaria. En los hechos, la noción de discontinuidad expresa el punto de vista de las formaciones complejas de la cultura popular, y de las propuestas post-coloniales y subalternas que no pueden ser más asimiladas al criterio homogéneo de la política identitaria de ensayos nacionalistas como el de Montenegro. Por ello, me parece que la discontinuidad espacial, que puede ser observada en todo el ensayo de Zavaleta, tuvo mucho que ver con la decisión adoptada por este sociólogo político en sentido de negarse a ser cooptado por el sistema, lo que también significa que Zavaleta se negó a transformar la escritura de sus textos en un cuerpo de ideas unificadas, de ideas resueltas. Puesto que Zavaleta, lector de Antonio Gramsci, fue muy consciente de que la gran contienda social de nuestro tiempo radica en lograr la hegemonía, supo también que el trabajo teórico debía responder a las exigencias reales de la ciudad y del campo, es decir, a las exigencias de heterogéneos y desiguales espacios de habitación humana, a los que llamó “sociedades abigarradas”. Por ello, la identidad, a mi juicio tema central en el análisis temporal del texto de Montenegro, se volvió inestable y provisional en el ensayo póstumo de Zavaleta, quien, siguiendo el pensamiento de Gramsci, se dedicó a estudiar las disparidades concretas de su sociedad.

En claro contraste con Zavaleta, la temporalidad y la identidad estuvieron unidas en el pensamiento de Montenegro. En efecto, la identidad nacional que, en Nacionalismo y coloniaje es la no-contradicción, es decir, la contradicción resuelta, superada, por la novela, estuvo en el meollo del pensamiento de Montenegro, y la relación entre la temporalidad y la identidad es el elemento que sostiene su ensayo nacionalista, la esencia de su estructura constitutiva. Concluiré este trabajo tocando este último aspecto.

En una relativamente reciente revisión de los momentos constitutivos del nacionalismo boliviano, Luis Tapia hace suyas ciertas hipótesis del historiador indio Partha Chaterjee sobre las diferentes fases del nacionalismo, para afirmar que ensayos como el de Montenegro correspondieron a un “discurso básicamente político, cuyo objetivo y eje articulador es la independencia real o la soberanía como estado-nación” (2002: 78). De este modo, la raza y la cultura, temas que primaban en el “momento de partida” del nacionalismo —Tapia ubica este momento en la línea de pensamiento previo que, en torno al mestizaje, fue desde Tamayo hasta Medinaceli— habrían quedado superados por este nuevo “momento de maniobra” en el que habría dominado “la historia política de las luchas populares”
(p. 78). De acuerdo con las afirmaciones de Tapia, este “momento de maniobra” afirmaba y consolidaba “lo nacional negando lo moderno u occidental a través de un discurso que se articula a una ideología anticapitalista, sobre todo antiimperialista” (p. 78).

El lector se dará cuenta de que hay discrepancias entre el enfoque de Tapia y el mío. Por una parte, dudo mucho que el discurso nacionalista se hubiera apartado de la modernidad occidental en este, así llamado “momento de maniobra”; por el contrario, todo el análisis de la temporalidad que vengo haciendo en este trabajo, cuestiona dicha afirmación. Además, y como creo que se da una estricta relación entre temporalidad e identidad, tampoco me parece que Montenegro se hubo apartado plenamente de ese “momento de partida” del nacionalismo, que veía la nación desde el prisma del mestizaje. En suma, mi lectura de Nacionalismo y coloniaje, que afirma que Montenegro no rompió con la temporalidad europea, y que tampoco superó la cuestionable representación identitaria de lo nacional, llega, pues, a diferentes resultados del importante análisis que Luis Tapia lleva a cabo en La producción del conocimiento local.

A pesar de que Montenegro superó toda la psico-sociología racista que domina los ensayos fundacionales de principios del siglo veinte, me parece que, de todos modos, la identidad criollo-mestiza está, en Nacionalismo y coloniaje, muy ligada a la temporalidad que marca la relación entre epopeya y novela, y que culmina con la reconciliación utópica de la parte final del libro. Como vimos en el recuento de las diferentes etapas de Nacionalismo y coloniaje, la “epopeya” plantea la necesidad de recuperar el pasado ideal, homogéneo, orgánico y estable, del proyecto criollo-mestizaje inaugurado por las figuras épicas de Santa Cruz y de Ballivián. En efecto, esta epopeya fue, en el pensamiento de Montenegro, alterada por el drama del “desconocimiento de la realidad boliviana por parte de la clase alta” (p. 137), cuyo “actuar linda en lo grotesco” (p. 137), y por la comedia de Daza, un afrancesado cuyo “extranjerismo adquiere dimensión trágica” (p. 173). Para Montenegro, la novela “reaviva la imagen épica de la bolivianidad” (p. 236), imagen que también coincide con la identidad de “un gran territorio y una raza innegables” (p. 240). Sin embargo, preocupa en el ensayo de Montenegro que su autor no hubiera comprendido que el retorno a la estabilidad homogénea de la epopeya es utópico porque desconoce la mezcla de elementos heterogéneos e inestables que también definen la sociedad boliviana. Estos elementos no admiten la síntesis utópica porque son los momentos negativos de la alteridad —la no-identidad indígena4— que rebasa teóricamente la totalización del pensamiento occidental.

En resumen, la reconciliación de la epopeya con la novela es, en Nacionalismo y coloniaje, una presencia armoniosa, una síntesis hegeliana que torna la historia boliviana en un intervalo cómico y dramático, ubicado entre la pérdida de los valores épicos y la recuperación de éstos en la novela. Si nos fijamos bien, es una manera de ordenar a posteriori una historia muerta, finalista y cerrada, circular, en la medida en que el fin —la novela— ya está incluido en el comienzo —la epopeya—, y donde el resultado —el proyecto social mestizo— es la coronación del sistema, después de un cierto número de etapas acumulativas. De este modo, tengo la impresión de que Montenegro se aferró a una noción de totalidad que resolvió utópicamente las fisuras históricas producidas por el drama y por la tragedia de una clase oligárquica —la anti-nación— que fue incapaz de ver la realidad concreta. Pero, al intentar superar este obstáculo, Nacionalismo y coloniaje cayó en la trampa de su propia solución utópica. En otras palabras, Montenegro echó el cerrojo a la historia boliviana y montó guardia a sus puertas, proclamándola acabada con la nueva épica del mestizaje y del nacionalismo. Hoy sabemos que la historia no puede ser ya tomada como un ideal concluido y visto como la culminación de una trama narrativa preestablecida. Su carácter plural, conflictivo e imprevisible, ajeno a cualquier temporalidad totalizadora, nos obliga a verla con otros ojos, lejos de la ortodoxia del nacionalismo.

Concluyo estas reflexiones a propósito de la temporalidad en Nacionalismo y coloniaje, con una última observación en torno a la mimesis, tema que, recordemos, ayudó a abrir la discusión de este trabajo. El ensayo de Montenegro está lejos de representar la múltiple y disonante realidad boliviana. En efecto, dado que en Montenegro el estudio del “devenir histórico” adoptó la linealidad temporal del modelo europeo que le sirvió de fundamento interpretativo, Nacionalismo y coloniaje tornó la mimesis en mímica5. Mímica es mirar lo propio no en su conflictiva multiplicidad, sino a través de un “pre-texto”—en este caso el modelo literario occidental— que allana las diferencias, y que viene “antes” del texto, anticipando su significado y simplificando peligrosamente la lectura de la realidad. Así, Nacionalismo y coloniaje le sobreimpuso, a la conflictiva realidad boliviana, la lectura previa de un modelo histórico occidental que hoy está siendo seriamente cuestionado por posiciones emergentes que reclaman su derecho de existencia en nuevos debates epistémicos, políticos y éticos. Estos debates, que no pueden ser resumidos en universales abstractos como la categoría hegeliana de la “totalidad”, adoptan hoy la perspectiva de los movimientos sociales que se resisten a ser explicados por las diferentes filosofías occidentales, y que parten de experiencias históricas propias para preguntarse cómo es que las cosas pudieron llegar a ser lo que hoy son y, más importante y urgente, cómo podrían ser de otra manera. Pero éstos son ya temas de otro trabajo.

 

Notas

1 Javier Sanjinés es profesor asociado en el Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Michigan (Ann Arbor), en Estados Unidos. Correo electrónico: sanjines@umich.edu

2 Carlos Montenegro, 1994. Toda futura cita proviene de esta edición.

3 Sigo en este ensayo el modelo de análisis de Edward Said, 2002: 453-473.

4 En torno a la no-identidad indígena, ver el texto de Dussel, 2001: 57-70

5 Ver el tema de la mímica en el ensayo de Bhabha, 2002: 113-122. 

 

Bibliografía

Auerbach, Erich
1968 Mimésis. La represéntation de la réalité dans la literatura occidentale. Traducido del alemán al francés por Cornelius IEM. Paris: Éditions Gallimard.

Bhabha, Homi
2002 “Of Mimicry and Man: The Ambivalence of Colonial Discourse”. En: Essed, Philomena y Goldberg, David Theo (eds.). Race Critical Theories. Oxford: Blackwell Publishers Ltd.

Dussel, Enrique
2001 “Eurocentrismo y modernidad”. En: Capitalismo y geopolítica del conocimiento. El eurocentrismo y la filosofía de la liberación en el debate intelectual contemporáneo. En: Mignolo (compilador). Buenos Aires: Ediciones del Signo.

Lukács, Georg
1975 La teoría de la novela. Traducido del alemán por Manuel Sacristán. Barcelona: Ediciones Grijalbo.

Montenegro, Carlos
1994 Nacionalismo y coloniaje. La Paz: Editorial Juventud.

Said, Edward
2002 “History, Literature, and Geography”. En: Reflections on Exile. Cambridge, Mass.: Harvard UniversityPress.

Tapia, Luis
2002 La producción del conocimiento local. Historia y política en la obra de René Zavaleta. La Paz: Muela del Diablo editores.

Zavaleta Mercado, René
1986 Lo nacional-popular en Bolivia. México: Siglo XXI editores. 

 

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