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Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.12 n.27 La Paz dic. 2009

 

SECCIÓN V
RESEÑAS Y COMENTARIOS

“Queremos una democracia para ¡nosotros!”
Representación y democracia: debates actuales en y sobre Bolivia1

“We want a democracy for ourselves!”
Representation and democracy: current debates in and about Bolivia

Ton Salman2


 •  John Crabtree y Laurence Whitehead (eds.): Unresolved Tensions - Bolivia Past and Present. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2008, pp. 309

•  Sian Lazar: El Alto, Rebel City - Self and Citizenship in Andean Bolivia. Durham/London: Duke University Press, 2008, pp. 328.

•  José Antonio Lucero: Struggles of Voices - The Politics of Indigenous Representation in the Andes. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2008, pp. 236.

•  Luis Tapia et al.: Bolivia, 25 años construyendo la democracia - Visiones sobre el proceso democrático en Bolivia 1982-2007. La Paz: Vicepresidencia de la República. CIDES/UMSA, FBDM, FES-ILDIS, PADEP/GTZ, Idea Internacional, PNUD-Bolivia, pp. 226.

•  Álvaro Zapata: Ciudadanía, clase y etnicidad - Un estudio sociológico sobre la acción colectiva en Bolivia a comienzos del siglo XXI. La Paz: Ediciones Yachaywasi, 2006.

•  Fondo Indígena (Pelagio Pati Paco, Pablo Mamani Ramírez, Norah Quispe Chipana): Aportes al Estado plurinacional en Bolivia. La Paz: Fondo Indígena/Plural, 2009, pp. 269.

•  Fondo Indígena (varios autores): Pueblos Indígenas y Ciudadanía - ‘Los Indígenas Urbanos’. La Paz: Fondo Indígena/Dirección General de la Cooperación al Desarrollo del Gobierno del Reino de Bélgica, 2007, pp. 229.

 

Los libros que reseño son lo suficientemente distintos como para justificar y disfrutar la lectura de todos ellos, y lo suficientemente parecidos como para argüir que conviene examinarlos en el mismo ensayo. En cierta forma todos ellos abordan asuntos de la democracia en Bolivia, conjuntamente el surgimiento no sólo de movimientos y demandas indígenas en los Andes en general, sino también de una intervención a menudo explícitamente indígena en los debates sobre el mejoramiento y la profundización de las democracias, principalmente de Ecuador y Bolivia. Puede que este último país juegue un papel principal en estos procesos, pero las comparaciones con Ecuador (Lucero 2008, ver más adelante) demuestran ser muy esclarecedoras. El tema central en los libros que reseño aquí es una combinación de dos procesos. En primer lugar, la democracia ha desencantado a muchos en varios países latinoamericanos y también en Bolivia. La democracia electoral se demostró incapaz de proveer crecimiento económico y empleo, reducir la pobreza y la desigualdad, reconocer las diferencias étnicas, y cumplir las expectativas en relación a los servicios y la protección del Estado. Además, la gente percibió que tales democracias formales, y los sistemas de partidos que las sostienen, tenían un carácter crecientemente elitista, excluyente y corrupto. En Ecuador y Bolivia esto desencadenó el surgimiento de nuevos movimientos-partidos que denunciaron tanto las políticas oficiales como las ineficaces prácticas y estructuras democráticas. En ambos países, los gobiernos que actualmente detentan el poder han prometido hacer de la democracia algo “más auténtico”.

En segundo lugar, los temas del debate sobre la democracia se han desplazado, entre tanto, más allá de simplemente ampliar algunos canales de participación, de abogar por una mayor transparencia en las organizaciones partidarias o las cortes electorales, de cierta autonomía en enclaves específicos, o incluso de la descentralización. Varias intervenciones conciernen nada menos que a las bases conceptuales o epistemológicas de las instituciones democráticas y los procedimientos liberales heredados. Actualmente muchos cuestionan las trilladas tradiciones y los supuestos sobre mayorías y minorías, sobre el voto secreto, sobre la representación como única base medular de la democracia, sobre las identidades y comportamientos “correctos” de los ciudadanos, y sobre la separación de la institucionalidad política y la independencia de los tres poderes. Los argumentos que respaldan tales cuestionamientos se inspiran en una forma alternativa de razonamiento basada en una otra cosmología sobre la sociedad, la participación y la toma de decisiones. ¿No debería la conformación cultural de un país tener una buena acogida en la forma en que están diseñadas su constitución y estructura democrática? ¿No tendría que tener el entorno natural (la Pachamama) también cierta incidencia en las visiones y proyectos de desarrollo? ¿No debería cualquier persona (en vez de solamente algunos profesionales e individuos carismáticos) asumir su responsabilidad, en un sistema rotatorio, para dirigir y conducir a la comunidad? ¿No debería el trabajo compartido, colectivo estar acompañado de la idea de un derecho igual a influir políticamente? ¿No deberían las diferentes colectividades ser tan iguales titulares de derechos como los individuos? ¿No deberían las resoluciones de la comunidad sobre un asunto específico ser resultado de una deliberación general y plena, en vez de provenir del voto mayoritario de un cuerpo de representantes desconectado, compuesto por supuestos expertos?

Obviamente, los argumentos contrarios abundan. Según la opinión de muchos, no sólo los mecanismos establecidos y el edificio institucional de la democracia liberal han demostrado su valor y su capacidad de autoregulación, sino  también se necesita reconocer que tales principios y prácticas alternativas, no importa cuán bonito puedan funcionar al nivel de la comunidad de pequeña escala, simplemente no resultarán para los Estados nación. Se plantea que la aplicación de los mecanismos de participación directa de la democracia comunitaria es impracticable por los estados.

Este debate se ha desatado en y sobre Bolivia, donde por primera vez en la historia del país un indígena fue investido en 2006 como Presidente. Desde entonces, Evo Morales impulsó una serie de reformas y mantuvo su mayoría, ganando con un apoyo incluso más amplio su reelección en 2009. Sin embargo, surgieron críticas a sus presuntas políticas contra el libre mercado, su visión estatal centralista e “intervencionista”, su inclinación a favor de los indígenas por encima de “cualquier otro” ciudadano, y por la nueva Constitución que impulsó, particularmente debido a que esta última debilitaría la democracia institucional y socavaría la igualdad garantizada por el “Estado de derecho”. Son estos dos últimos temas de una ciudadanía cultural diversificada y de una reforma de la democracia los que me ocupan en el presente ensayo. En lo que sigue, tengo la esperanza de situar y desenredar el debate, además de identificar la conformación societal e histórica de las diferentes contrapartes que participan del mismo.

LAS TENSIONES PERMANENTES EN BOLIVIA  

Para poder presentar un resumen de los diferentes aspectos inherentes a los actuales procesos y controversias en Bolivia, empezaremos por una compilación que precisamente pretende hacer eso: Unresolved Tensions: Bolivia Past and Present (Tensiones irresueltas: pasado y presente en Bolivia), editada por John Crabtree y Laurence Whitehead. El libro3 tiene una corta introducción de los editores, y se divide en seis secciones: sobre las etnicidades, el regionalismo, las relaciones Estado-sociedad, el constitucionalismo, las estrategias de desarrollo económico, y Bolivia y la globalización; termina con una conclusión de Lawrence Whitehead. La mayor parte de los autores son bolivianos, invitados a una conferencia en Oxford en 2006. El libro ofrece un buen trabajo de revisión de los temas en actual debate en Bolivia.

Puede que la primera sección, sobre las etnicidades, sea una de las más relevantes para nuestra actual preocupación: la etnización del debate sobre la democracia. El primer artículo de Xavier Albó es un resumen muy claro de los episodios históricos de represión, invisibilización y resurgimiento constante de la diferencia étnica indígena en el país, terminando en la presente coyuntura de hegemonía indígena. Como siempre, Albó es un magnífico “reconstructor” y analista de los muchos factores y confluencias que tanto histórica como contemporáneamente pueden ayudar a explicar no sólo el hecho de que la fuerza y afirmación indígenas surgieran sino también cómo llegaron a hacerlo. En su opinión, el proyecto de Evo tiene que ver, entre otras cosas, con “la búsqueda de una mayor complementariedad entre los derechos ciudadanos individuales -que apuntan a la unidad nacional- y los derechos colectivos” (30). Pero esta búsqueda está llena de vueltas y complicaciones debido a que los titulares de derechos colectivos ya no son exclusivamente comunidades rurales tradicionales, o pueblos con una clara demarcación étnica que habitan un territorio específico y bien delimitado. La migración y el mestizaje dieron más bien como resultado una mezcla indisoluble de “todo”. Pero las actuales dicotomías políticas, a pesar de la pérdida de los vínculos con los lugares de origen familiar y de la fluidez en el propio idioma indígena originario, así como a pesar también de la pérdida de fronteras étnicas y culturales inequívocas, promueven la identificación ya sea con las identidades indígenas o las no-indígenas.

La naturaleza de la diferencia étnica, a menudo planteada como respaldo para la demanda de derechos étnicos específicos, es aun más cuestionada en la contribución de Carlos Toranzo (Capítulo 2), con un título destacable: Let the Mestizos Stand Up and Be Counted (Dejen que los mestizos se levanten y sean contabilizados). En clara alusión a la posición de Albó, Toranzo rebate la idea de que Bolivia es mayoritariamente indígena: él cree que el “proceso de mestizaje que se ha dado en el transcurso de los siglos (hace que) (…) muchos bolivianos -tal vez la mayoría- se sienten formando parte de esta mezcla étnica y cultural” (38). Sus argumentos giran en torno a unos cuantos elementos: la homogeneidad étnica es ilusoria, los resultados de encuestas y censos son contradictorios, y la migración masiva a la ciudad más la pérdida de la capacidad de hablar los idiomas originarios podrían no resultar en que alguien descarte su identidad, pero al menos “las vidas cotidianas de la gente son cambiadas, enriquecidas y tornadas más complejas” (46). Él insiste que muchos bolivianos son “muchas cosas diferentes al mismo tiempo, a un tiempo originarios pero también bolivianos y mestizos” (Idem.). Toranzo acusa al actual gobierno de reificar a veces la identidad y las raíces indígenas, otorgándoles derechos exclusivos, y de ignorar la real mezcla “cultural, política, económica, racial, lingüística” (48) de que está hecha la sociedad. Y su argumento político es que “aun si en el pasado los indígenas eran objeto de discriminación, esto no puede ser un pretexto para sacar a los mestizos actuales del escenario” (47). El argumento de Toranzo se lo reitera en su mayor parte en el Capítulo 3 aportado por Diego Zabaleta que discute las categorías de indígena y mestizo. Afirma que “cada ser humano está conformado por una multiplicidad de identidades relevantes” (55) y subraya la importancia de los contextos sociales -cambiantes- para la importancia de tales identidades. A continuación, pasa a elaborar sobre la fuerte tradición de acción colectiva en Bolivia (proporcionando “un poderoso sentido de pertenencia”, 56), sobre la migración, las ocupaciones de la gente como vehículos para los procesos de mestizaje y la proximidad de los grupos étnicos en la vida cotidiana  (lo que resulta en “niveles menores de desigualdades culturales de lo que uno podría esperar dadas sus desigualdades institucionales”, 58). Su conclusión es que “el uso de dicotomías tales como blanco versus indígena, moderno versus tradicional, o mercado versus reciprocidad son ejemplos de simplificaciones comunes que nublan el análisis de la etnicidad en Bolivia” (59). Sin embargo, él admite que tales dicotomías -altamente politizadas en la presente coyuntura- son importantes, porque la gente cree que son ciertas.

El principal tema que surge de estos aportes tiene que ver con el estatus y la naturaleza de las identidades y grupos indígenas que actualmente demandan y tienen concedidos derechos y privilegios específicos. Estas demandas están respaldadas discursivamente por referencias a diferencias étnicas y culturales esenciales, a “otredad” lingüística, a tradiciones milenarias, a distintas cosmologías, a usos y costumbres comunitarias, a cohesión interna, como si estas cosas estuvieran todas intactas. Según los autores antes mencionados, no lo están. Entonces surge la pregunta: ¿qué es lo que ocurre con estas demandas cuando el “solicitante” ya no cumple de entrada con los parámetros que invocan y sustentan sus demandas? ¿Qué sentido darle a la “administración comunitaria de la justicia” toda vez que la comunidad en parte emigró, hay “foráneos” que ingresaron y los títulos sobre la tierra son una mezcla de utilización colectiva tradicional, de títulos individuales y familiares obtenidos después de la revolución de 1952 que depuso al sistema de hacienda, y de parcelas vendidas a los residentes urbanos que construyeron su casa de fin de semana dentro de ellas? ¿Qué sentido tiene el derecho a ser consultados sobre la explotación de los recursos naturales en el territorio de un pueblo una vez que el territorio también está habitado por muchos recién llegados? ¿Qué sentido darle a la celebración de la tradicional armonía indígena con la naturaleza, si se reconoce que también las comunidades indígenas contaminan y adoptaron toda una serie de técnicas y cultivos “exógenos” que actualmente amenazan este equilibrio milenario? ¿Qué hacer respecto al hecho de que muchas demandas indígenas aluden a tradiciones y valores rurales, cuando la mayoría de los indígenas viven en la ciudad? En otras palabras, ¿quién es exactamente el beneficiario o “sujeto” de las medidas que diferencian entre los bolivianos indígenas y los no indígenas, toda vez que ese sujeto se volvió híbrido? ¿Cuál democracia “diferenciada” podía ser justa si las diferencias se desvanecieron y actualmente se yuxtaponen? A pesar de tales preguntas, sería demasiado fácil descartar las intervenciones indígenas como anacrónicas: lo que está en juego no es la recuperación de un pasado inmemorial, sino un papel y voz iguales en los debates públicos y políticos sobre el diseño del Estado nación, un diseño que otorgaría, por primera vez en la historia, una auténtica igualdad a los diferentes grupos étnicos en el país. El desafío de Bolivia entonces parece ser construir una democracia y un orden ciudadano que refleje la pluralidad todavía muy viva, visible, real, aunque enmarañada, de su constitución como sociedad, y que desarticule la imposición neocolonial que gobernó hasta ahora. En el resto del texto, exploraré tanto los hallazgos etnográficos como los discursos locales que inspiran este desafío, para continuar con la revisión de la compilación de Crabtree/Whitehead.

Después de la sección sobre etnicidades, esta compilación aborda una serie de otros temas que actualmente se debaten en Bolivia. En la sección sobre el regionalismo, el papel asignado a dos invitados, José Luis Roca y Rossana Barragán (capítulos 4 y 5), tiene que ver básicamente con la defensa y el cuestionamiento, respectivamente, de la demanda cruceña por una mayor autonomía y contra un centralismo opresor. El aspecto más interesante respecto al tema del regionalismo para nuestro propósito es el de la etnicización de la controversia. Aunque reconociendo que han habido factores raciales y culturales (74) que jugaron un papel en la controversia y que esto la torna “peligrosa” (81), Roca culpa de ello básicamente al breve gobierno del presidente Mesa (2003-2005) (él “buscó aprovecharse de la ola indigenista”, 77), antes que al racismo histórico. A contracorriente de la constatación de la mezcla y migración histórica y presente, él añade que en el Oriente “las poblaciones de origen europeo y aquellos de raza híbrida son una mayoría” (74) y que los “Guaraní y otros grupos étnicos más pequeños (…) no alientan serias quejas hacia las elites urbanas” (Idem.). En este sentido, respalda implícitamente la idea de que la tensión se da entre la población del Occidente que invoca “los derechos ancestrales de los grupos indígenas cuyas costumbres y valores están fuertemente influenciados por el tradicionalismo” y el Oriente “donde existe un amplio apoyo al desarrollo neocapitalista y las economías de mercado” (Idem.). Esto sugiere de modo erróneo que los grupos o las regiones son relativamente homogéneos, y que existe una correlación “natural” entre lo étnico y la visión económica. Barragán insiste en que básica e históricamente las regiones del Oriente siempre fueron respaldadas desproporcionadamente por el gobierno central (en términos de ingresos impositivos y de representación). Y añade que, al menos en el siglo XIX, “la contribución impositiva de los pueblos indígenas fue la principal fuente de ingresos fiscales” (102) y que todavía en la década de 1920 “los pagos de impuestos representaban el 19% de los ingresos indígenas pero sólo el 4% de los de la clase alta” (Idem.). Si éste fue el caso, entonces los indígenas probablemente soportaron el peso de los costos del “tratamiento privilegiado” (103) que recibió Santa Cruz, haciendo que las voces xenofóbicas presentes a menudo en las actuales demandas de autonomía suenen injustificadamente amargadas. Sin embargo, esto no debería cegarnos a los sentimientos de descontento que surgen entre los no indígenas -tanto en el occidente como el oriente- que perciben muy poco reconocimiento de otras propuestas que no sean las indígenas para la “refundación” del país.

En cuanto a las relaciones Estado-sociedad, dos autores encaran algunos temas fundamentales relacionados con el debate sobre la democracia. George Gray Molina (Capítulo 6) elabora sobre el concepto de Bolivia como un “Estado con huecos” (110). Antes que caracterizar al Estado como “débil”, él prefiere entenderlo como un Estado desigual, desarticulado, que logró preservar la unidad nacional y la paz precisamente porque compartía su autoridad con muchas organizaciones civiles “mediante múltiples mecanismos institucionales” (112). Esto no era tanto un fracaso estatal en tanto mostraba el involucramiento del “Estado con la sociedad civil en su diversidad étnica y regional. En esta perspectiva, la proliferación de instituciones paralelas no sería una disfunción a corto plazo de la construcción estatal sino más bien un rasgo estructural de acomodo político en un contexto de elites débiles” (112). Es este rasgo particular de la construcción estatal en Bolivia que Gray Molina considera responsable tanto de las deficiencias como las desigualdades, así como de la continuidad y eficacia de este “pluralismo institucional” (Idem.). Lo más importante, sin embargo, es que él lo ve como un punto de partida tanto posible como necesario para los actuales esfuerzos por diversificar y enriquecer, “multiculturalmente”, los canales de participación democrática; aunque esto no será fácil: “reconciliar las diferencias multiculturales en un conjunto de procedimientos mutuamente reconocidos -interculturales- para la resolución de disputas en torno a la pobreza, los asuntos civiles e incluso penales es un (…) desafío al modus vivendi existente… Las recientes discusiones acerca de un cuarto poder de control social que proporcionaría los pesos y contrapesos a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial parecerían poner a prueba los límites del diseño institucional multicultural” (123). A pesar de estos problemas, las idiosincrasias de Bolivia podrían, en opinión de Gray Molina, representar exactamente el punto de arranque preciso para el esfuerzo de inventar algo nuevo: siendo las características típicas del país, deberían ser el punto de partida para nuevas iniciativas políticas (Molina: 123-124)

En el siguiente capítulo (7), Franz Barrios es más cauto. El “cuarto poder” mencionado por Gray Molina, por ejemplo, es para él motivo de preocupación. El hilo de su argumentación es que cualquier democracia necesita distinguir entre la participación democrática, por un lado, y el Estado de derecho, además de otras esferas estatales más “apolíticas”, por el otro; una “clara separación entre el aspecto de pesos y contrapesos del Estado liberal y el componente democrático” (127-128). En su opinión, el actual gobierno descuida esta distinción: “en la Bolivia actual el impulso democrático tiende a tragarse al Estado de derecho”(128). El “cuarto poder” ya mencionado es un claro ejemplo: el gobierno de Evo está muy inclinado a otorgar el poder final y absoluto a los movimientos sociales y/o la ciudadanía (siendo la vaga distinción entre los dos en el discurso gubernamental otra razón para que Barrios se preocupe…); “el cuarto poder podría ejercer un control político y administrativo sobre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial y (…) colocarse por encima de los poderes clásicos puesto que se lo concibe como un poder del pueblo” (136). Si bien al final, en la versión última de la nueva Constitución, la idea fue diluida, el dilema persiste: ¿en qué momento una forma de democracia “directa”, radical, altamente participativa, descentralizada, comunal empieza a amenazar el equilibrio institucional, e incluso la idea de igualdad? ¿Cuándo empieza a usurpar la idea misma del “Estado”, puesto que se lo ve a este último como algo a ser “capturado” (129), “un espacio que puede ser uniformemente sustituido, sin una debida consideración de cómo esto podría afectar sus funciones y dinámica especializada”? (132). Barrios alude a prácticas actuales como la usurpación de la esfera judicial, la designación de los funcionarios estatales no por sus capacidades sino debido a que ellos “cuentan con el apoyo… de la confederación campesina” (133), y el
acceso privilegiado de “los movimientos sociales” (en los hechos: movimientos sociales escogidos) a los círculos de gobierno. La democracia se convierte entonces en “la forma en que los excluidos y desfavorecidos de la sociedad, y especialmente su gente indígena” (138) obtienen beneficios exclusivos, resultando en “el desmantelamiento de un régimen de servicio civil estatal por los movimientos sociales” (138-139). No obstante, un defecto en la argumentación de Barrios es que olvida la historia: en Bolivia nunca hubo la designación meritocrática de los funcionarios de gobierno, un sistema judicial apolítico, o un banco central, tribunal constitucional, contraloría,
etcétera apolíticos. El Estado “weberiano” caracterizado por Barrios como el ideal nunca existió en Bolivia. La interferencia del gobierno actual en estos ámbitos es por tanto muy comprensible, y probablemente necesaria. Aunque la pregunta del millón es por supuesto una cuestión de “medida”, y de reemplazar las entidades deficientes del pasado con otras nuevas y mejores.

Otro defecto es que, en su línea de razonamiento, este Estado “ideal” deviene una entidad incuestionable: inclusive las sociedades multiculturales necesitan sucumbir a su sabiduría superior (aunque debiera añadirse que Barrios considera a los actuales acontecimientos como procesos de democratización e inclusión muy necesarios). Dicho esto, debería admitirse que la preocupación de Barrios por el “equilibrio democrático” es muy justa: la democracia tiene que ver tanto con las garantías para que todos y cada ciudadano individual se asocie y tenga acceso al sistema político, independientemente de su estatus (étnico) o de su pertenencia a la oposición, como con los actuales esfuerzos por reparar exclusiones centenarias de los ciudadanos y las etnicidades/culturas, exclusiones que sin duda “cuajaron” en un (neo) colonialismo internalizado. De la lectura de los diferentes puntos de vista, uno empieza a creer que la búsqueda en Bolivia por lograr un equilibrio entre los dos aspectos no ha producido soluciones convincentes hasta el momento.

Una fricción similar surge de los dos capítulos (8 y 9) sobre constitucionalismo en la sección IV. Aquí la oposición se manifiesta en términos de la naturaleza de una constitución. Eduardo Rodríguez, quien fuera Presidente interino en 2005 y previamente presidente de la Corte Suprema, arguye básicamente que una constitución es algo que debería ir más allá de la política y las particularidades societales. Una constitución debería principalmente “otorgar (…) garantías de libertades y derechos individuales, entre ellas la separación de poderes (con todos sus pesos y contrapesos) y un sistema judicial independiente que sea tanto accesible como eficiente en dispensar justicia” (159). Por otro lado, Luis Tapia arguye que, en los hechos, “muchas constituciones -o partes de ellas- (…) sirven para suministrar un discurso jurídico y justificar o proyectar una imagen política de un país que tiene poco que ver con las formas en que el poder se ejerce en realidad a través de estructuras económicas, sociales y políticas” (163). Para añadir que “una de las características de las (anteriores) constituciones de Bolivia fue la forma en que ignoraban la diversidad social dentro del país, ellas definían el orden institucional predominantemente liberal que no reflejaba la manera en la que el país era gobernado en los hechos” (Idem.). La negación de Tapia respecto a la supuesta naturaleza neutral de cualquier constitución abre el camino para permitir o alentar la idea de constituciones que hagan justicia a conformaciones culturales y sociopolíticas específicas de los países. Como lo formula Tapia, los poderes constituyentes en un país deberían ser permitidos de influir en la emergencia del poder constituido, o constitución. Plantea que no hay necesidad de tenerle miedo a que las fuerzas antidemocráticas, con mentalidad retrógrada en la sociedad boliviana, abusarán de la oportunidad de socavar las bases de la democracia: “lo que conocemos como democracia representativa es (…) algo que forma parte de la cultura política de los sectores populares y comunitarios aunque, por supuesto, no es la única forma de democracia que la gente tiene en mente…” (168). Esto podría ser cierto, pero deja sin responder la pregunta acerca de una cierta regulación de las fuerzas constituyentes. Sin importar cuán justificada y legítima pueda ser la actual hegemonía de los sectores sociales tradicionalmente subalternos, e independientemente de cómo puedan reivindicarse los actuales cambios de poder para refundar los edificios democráticos y judiciales de tal manera que reflejen auténticamente la diversidad cultural y étnica, de todos modos sigue siendo una tarea de la Constitución garantizar la igualdad en condiciones  de diversidad.

Las siguientes secciones de este libro versan sobre estrategias de desarrollo económico, y sobre Bolivia y la globalización. Como estos temas tienen una relevancia menos directa para el tema de democracia y etnicidad, y por razones de espacio, me abstendré de examinarlos aquí.               

INTRODUCIENDO LA ETNOGRAFÍA  

Cualquier debate sobre democracia, justicia y ciudadanía empieza a aterrizar recién cuando se lo complementa con atisbos de cómo funcionan las cosas en las percepciones y prácticas de la base. Es por ello que ahora recurrimos a la etnografía. El libro de Sian Lazar, El Alto, Rebel City – Self and Citizenship in Andean Bolivia (El Alto, Ciudad Rebelde: Identidad y Ciudadanía en la Bolivia Andina)4, es una magnífica investigación etnográfica de un barrio específico en la ciudad de El Alto, en los años previos a la asunción de Evo Morales como Presidente. La autora afirma que sus hallazgos establecen que la ciudadanía, en la zona Rosas Pampa de El Alto donde  estuvo trabajando, es algo más que “un estatus legal conformado por la propiedad individual de un conjunto de derechos y responsabilidades frente al Estado”, y que más bien “las tradiciones colectivistas, enraizadas en las prácticas comunales indígenas, el sindicalismo trotskista, el anarcosindicalismo y otras venas”(3) deberían considerarse en nuestro intento por comprender cómo funciona exactamente la ciudadanía en una ciudad y un país donde nunca se tuvo un Estado que honrara plenamente los derechos de la ciudadanía clásica, ni tampoco tienen la adecuada conformación cultural para ejercerla.

Después de la introducción y un primer capítulo introductorio a la ciudad de El Alto, la monografía se divide en dos partes. El primer capítulo merece un cumplido en sí mismo, al retratar de un modo muy vivaz y atractivo una ciudad colorida y única. El Alto es la única “ciudad indígena” de su tamaño (con toda probabilidad, entre 700 a 900 mil habitantes) en el mundo. Está ubicada a una altura de más de 4 000 m.s.n.m, justo encima de la hoyada donde se encuentra La Paz. Es una ciudad joven, es pobre y muchos habitantes carecen de los servicios básicos. Sin embargo, El Alto es también vibrante, inventiva, pionera y resistente; en muchos lugares está abarrotada de vendedores ambulantes, puestos de comida apenas a un metro del caos vehicular, y muchos talleres de todo tipo, todo ello en medio de un impresionante bullicio. Sin embargo, muchos alteños trabajan en la ciudad de La Paz, lo cual provoca un colosal flujo de transporte vehicular “bajando” en la mañana, y “subiendo” de nuevo al final de la tarde y al anochecer. En el escenario político de Bolivia, El Alto ocupa un lugar prominente. Su ubicación prácticamente como guardián (y algunos dicen: secuestrador) de La Paz, su orientación hacia el campo, pues la mayor parte de sus habitantes preservan lazos estrechos con sus comunidades de origen, y su predisposición y capacidad para movilizarse, la convierten en un actor clave, con rasgos político-culturales propios, en el escenario político boliviano. Todas éstas y muchas otras cualidades de El Alto, se presentan de una manera expresiva e ilustrativa en el primer capítulo.

La primera parte se concentra en las identidades y prácticas ciudadanas en tanto relacionadas con la pertenencia a un lugar o barrio; la segunda en las identidades y prácticas ciudadanas conectadas con la pertenencia a un grupo de ocupación específica, en este caso los comerciantes de la calle. Ambas dimensiones de la identidad ciudadana son caracterizadas mediante mecanismos específicos de ejercerla, en los cuales el colectivismo fuerte se combina con formas específicas de defender los intereses individuales.

Los capítulos 2, 3, 4 y 5 de la primera parte nos sitúan en la zona de Rosas Pampa en El Alto. Al discutir temas como “ser un vecino” y las formas de expresar este ser insertado, y al trabajar sobre el clientelismo local, sobre las organizaciones locales como la junta vecinal y el consejo de padres de familia, y sobre los vericuetos de su funcionamiento, y por último sobre las características de la fiesta anual, surge una imagen muy gráfica de cómo se practica la ciudadanía en esta zona de El Alto. Los elementos de esta ciudadanía son, entre muchos otros, los votos de la mayoría para los políticos que hacen las promesas más creíbles en una constelación de “clientelismo colectivo” (113-117) y las danzas que desfilan durante la fiesta anual, en cuya ocasión “moverse por el espacio… constituye la relación de la persona con la localidad; en este sentido, el bailar en la Entrada refleja la naturaleza altamente espacial de la terminología local de ciudadanía, a saber, ‘zona’, ‘vecino’ y ‘pueblo’” (129). Luego de unas cuantas páginas, Lazar añade que “si la danza es una práctica ciudadana, entonces la ciudadanía aquí no es un estatus o categoría abstracta de pertenencia, sino algo concreto, físico y encarnado…” (143). Ésta y otras observaciones revelan que la comprensión de la ciudadanía en El Alto (y muy probablemente en todo Bolivia) es mucho más que sólo una conciencia de pertenencia y/o de derechos; se la practica con actos concretos, en códigos no escritos que funcionan en encuentros informales y reuniones formales, en mecanismos como el rumor para “advertir” a los dirigentes locales a no exagerar en su corrupción, a compartir la comida y las bebidas, y cosas como esas. En este caso, tales formas se parecen tanto a las prácticas que la gente recuerda de su vida comunitaria en el campo, de las tradiciones sindicales que ellos han aprendido como mineros o en otros oficios, como a los procesos de aprendizaje comprendidos en las experiencias de la gente con el Estado y sus representantes. Sin embargo, Lazar advierte repetidamente respecto a asumir una suerte de comunalismo o colectivismo en el que no hay lugar para el individualismo ni aun la disidencia individual.

Los capítulos 6, 7 y 8 se encuentran en la segunda parte, en ellos la ciudadanía tal como se la ejerce en organizaciones de tipo sindical asume un papel central. Otra vez, este es un asunto sincrético, en el que “el sindicalismo, el populismo y los valores democráticos indígenas” (174) se combinan. La atención está dirigida a las/os vendedoras/res en las calles y la forma en que ellas/os, a pesar de ser competidores en sus negocios cotidianos, crean una organización colectiva para promover sus intereses frente a un Estado arbitrario o negligente. Este elemento último complica aun más el ejercicio de ciudadanía, por cuanto las organizaciones sindicales no sólo median las relaciones con el Estado sino que hasta cierto punto también lo sustituyen. La organización aquí no sólo defiende intereses, sino también necesita (inter)mediar y regular. Al cumplir estas tareas, la organización demuestra cómo, y satisfaciendo qué valores, la ciudadanía encarna en formas particulares. Especialmente importantes para esto son, por ejemplo, las asambleas generales, la elocuencia, el consenso (241-247) y la subordinación de los dirigentes. Pero Lazar está lejos de la tentación de romantizar: “…las bases tienden de entrada a sospechar de sus dirigentes…” (237).

El libro es una mina de oro para los investigadores atrapados entre su adhesión a los valores -incuestionables- de la democracia liberal clásica y la conciencia de que la realidad es diferente y podría enseñarnos algo acerca de otras formas posibles de hacer democracia en la realidad, pero sin inclinarse a “embellecer” estas prácticas. De este modo, se subrayan los rasgos salientes de las prácticas colectivas, así como las nociones internalizadas de la obligación. De igual modo, se abordan las penurias pero también la corrupción de los dirigentes, así como su sacrificio y los mecanismos grupales de control. De manera similar, se discute sobre la solidaridad pero también sobre el autoritarismo. Como muy pocos, este libro nos lleva al taller de trabajo de la democracia: las instancias donde de veras se la practica. Cualquier intento por comprender o cambiar las costumbres democráticas, en Bolivia y posiblemente también en otros lugares, debería empezar por la lectura de libros como éste.

RETROSPECTIVA SOBRE 25 AÑOS DE DEMOCRACIA  

A comienzos de 2008, la Vicepresidencia de Bolivia, junto a una constelación de instituciones universitarias y de investigación, ONG y agencias de la cooperación internacional, organizó un simposio y una serie de grupos de trabajo en los diferentes departamentos del país, para evaluar los 25 años de democracia. La compilación Bolivia, 25 años construyendo la democracia. Visiones sobre el proceso democrático en Bolivia 1982-2007 es el resultado de esa iniciativa, e incluye tanto seis artículos de importantes investigadores bolivianos como los informes de los debates en los grupos de trabajo. En este libro, encontramos de nuevo a Albó y Tapia, también incluidos en la compilación de Crabtree/Whitehead. El libro ofrece un excelente resumen de diferentes análisis de los logros y limitaciones en ocasión de las bodas de plata de la democracia en Bolivia. Abordaré brevemente algunos de los artículos y los informes de talleres más salientes. El primer artículo, “Las olas de expansión y contracción de la democracia en Bolivia”, escrito por Luis Tapia, enfatiza desde el inicio que para entender la democracia boliviana, uno necesita recordar que la democracia plena o el sufragio universal se estableció en Bolivia recién en 1952, que el sindicalismo y la acción colectiva organizada fueron más importantes para la restauración de la democracia en 1982 que la ciudadanía individual articulada en los partidos políticos, y que de ello resulta una cultura política que combina varios tipos de actores políticos (entre ellos las organizaciones colectivas) y de espacios, en vez de una cultura pública o práctica de ciudadanía homogéneas (12-14). Procede luego a explicar que los cambios recientes en los equilibrios de poder político y los consecuentes cambios institucionales fueron concebidos en espacios exteriores al Estado; pues el Estado, representado por la lógica de una -distorsionada- competencia político-partidaria, no “sintonizaba” con las diferentes culturas políticas en el país. La razón para ello fue que, aunque formalmente democrático, el Estado boliviano neoliberal terminó en un proceso de pérdida de “autogobierno”, abandonando los requisitos que lo habilitarían para responder a las demandas e intereses nacionales. Abandonó así su capacidad (y predisposición) para atenuar las desigualdades internas. En gran medida, según Tapia (19 - 21), 1982-2005 fue un período de contracción de lo democrático. Produjo una demanda poco convencional por democratizar, no sólo políticamente sino también socio-económicamente, y no menos culturalmente: un deseo de democratización que rebasó los parámetros estatales y partidarios existentes.

En su artículo “25 años de democracia, participación campesino indígena y cambios reales en la sociedad” incluido en la compilación, Xavier Albó reconstruye históricamente la forma en que los pueblos indígenas y sus organizaciones lograron acceder al sistema político y, en el proceso, cuestionaron los mecanismos democráticos establecidos que fueron restituidos en 1982. Identifica las características de las diversas formas y fases en que la población indígena conquistó una presencia política en Bolivia, distinguiendo como otros entre las estructuras organizativas más sindicalistas y las más étnicas, y demuestra el modo en que ambas tomaron forma antes del retorno de la democracia en 1982, habiendo contribuido activamente a este retorno. Evidentemente, fue esta misma democracia la que en los siguientes años recibió críticas no sólo por estar acompañada de las reformas neoliberales, sino también por su insensibilidad a las diferencias culturales, lingüísticas y étnicas (48-51). Al combinarse con las críticas a la corrupción y la incapacidad estatal, estos cuestionamientos llevaron a una serie de protestas masivas, al derrocamiento de dos presidentes y al final a la victoria de Evo Morales, sin desconocer que este último resultado también fue facilitado por la ley descentralizadora de la participación popular (LPP) que “catapultó” a Evo y el MAS (52).

Un aporte que da que pensar es “Entre el ch’enko y el rentismo: democracia y desarrollo en Bolivia” de Roberto Laserna. Éste comienza recordando el escaso progreso logrado por el país: el ingreso per cápita en el presente, en términos de poder adquisitivo, es prácticamente el mismo que en los años de 1950. Las condiciones de vida mejoraron únicamente debido a los avances tecnológicos, no por un crecimiento real. La hipótesis de Laserna es que dos rasgos de largo plazo son los responsables de este empate económico: la tradición del ch’enko y la del rentismo. El ch’enko se refiere a la mezcla e interdependencia de varias racionalidades culturales-económicas que, aparte de “ayudarse entre sí”, también producen bloqueos. Esta heterogeneidad de lógicas económicas sale a la superficie en una variedad de valores y actitudes respecto al comportamiento económico: al estar a cargo del tiempo, amistades y lealtades propias, las celebraciones y la pertenencia (a un colectivo) son tan responsables por las decisiones respecto al empleo, las inversiones y la planificación, como lo son los cálculos económicos. Como resultado, las esferas económicas “de base natural”, “de base familiar” y “de mercado” coexisten en Bolivia (94), y se retroalimentan entre sí, promoviendo tanto la incapacidad del mercado laboral para absorber la fuerza laboral disponible como una resistencia a la disciplina laboral que requiere el mercado. El resultado es que muchos “cuenta propias” prefieren los bajos rendimientos de los pequeños y temporales trabajos informales a los salarios (a menudo también muy bajos) que corresponderían a los estrictos requisitos de los trabajos formales en términos de horarios y “confiabilidad”. Y la gente puede permitirse seguir con estas estrategias porque estas actividades informales, gracias a las relaciones con la economía de mercado, proporcionan justo lo suficiente para sobrevivir más o menos satisfactoriamente. El precio que el país paga son bajos niveles de productividad y crecimiento.

El fenómeno se complementa con el rentismo. Con mayor frecuencia en su forma corporativa, se trata de un comportamiento que busca generar ingresos a través del ejercicio del poder político o administrativo sobre la riqueza existente, obteniendo de este modo ventajas, beneficios o ingresos. El Estado es crucial aquí: un Estado políticamente débil, aunque económicamente rico (debido a los ingresos principalmente provenientes de los recursos naturales), es vulnerable a los “asaltos” continuos de los grupos de poder o las organizaciones fuertes de la sociedad civil, a fin de obtener una parte del botín. Cuanto más ingresos genera el Estado (siendo, por ejemplo, el propietario exclusivo de un recurso con precios de mercado internacional altos o crecientes) tanto más feroz se volverá la lucha por controlarlo, a menudo malinterpretada como una politización de la sociedad boliviana, según Laserna (97). Él afirma que los dos mecanismos combinados explican la fuerte focalización existente en Bolivia en el Estado, la tradición corporativista, la débil adhesión a la ley, el poco impulso para dedicar los propios esfuerzos a la “producción”, y una ciudadanía conformada principalmente por las expectativas respecto del Estado y con poca conciencia de las obligaciones hacia él (98-100). Y el sistema persiste porque todavía quedan recursos naturales en Bolivia. Por consiguiente, la orientación hacia el bien común y la adhesión a la democracia, por sus valores intrínsecos antes que por la conveniencia de aquellos que se benefician, permanecen débiles; mientras que la desconfianza en la democracia entre aquellos imposibilitados de sacarle ventaja se fortalece. Es esta ciudadanía frágil -oportunista- la que Laserna considera responsable de la débil democracia en Bolivia.

Estos tres análisis tienen tres focos de interés diferentes y todos ellos apuntan a las debilidades de la democracia boliviana. Pero aquí termina el consenso. En gran medida, Laserna descuida la dimensión étnica y sugiere que una redistribución directa e individualizada de los ingresos por la explotación de los recursos naturales podría ayudar a crear una ciudadanía que se ejerza más que una redistribución efectivizada (monetizada) mediante mecanismos corruptos, clientelistas y prebendalistas. Albó evade el tener que hacer recomendaciones, pero Tapia claramente sugiere que el desafío consiste en crear un Estado que sea capaz de entenderse con la conformación pluricultural del país y de responder a la misma. Sin embargo, no avanza a sobre cómo él considera que se pueda concretar el objetivo de resolver las desigualdades socio-económicas (24), dejando así abierta la posibilidad de limitarse a cambiar los beneficiarios de los procesos rentistas. Por otro lado, Laserna ignora que detrás las múltiples racionalidades económicas que esquematizó también hay rasgos culturales que juegan un papel. Puede que la gente no quiera entrar en una lógica de acumulación, sin que ello los convierta automáticamente en parásitos estatales. Y su poca predisposición a ser “actores económicos racionales” ha de entenderse en el contexto de un marco político-económico que nunca honró la idea de repartir “los frutos según el trabajo de cada quien”, debido a las extremas desigualdades socio-económicas, y con el telón de fondo de valores culturales tales como el “vivir bien” en vez de la riqueza o la acumulación.

Un último punto interesante a tomar en cuenta a estas alturas es la idea compartida por Albó, Laserna y Lazar que las costumbres políticas en Bolivia no están predominantemente conformadas por las instituciones, los canales y la “disciplina” impuesta por el Estado. Junto a estos mecanismos, al mismo tiempo que luchando y colaborando con ellos, existe una serie de códigos, estrategias y prácticas que aparentemente no se percatan mucho de lo “prescrito oficialmente” para intervenir en política o ejercer ciudadanía. La capacidad del Estado para coexistir pacíficamente con estos códigos es precisamente lo que parece hacer de la política boliviana algo tanto explosivo como fuera de lo ordinario, asimismo algo relativamente pacífico y, en cierto modo, eficiente.

OTRA VEZ UNA PIZCA DE ETNOGRAFÍA  

Una interesante segunda parte del libro comprende las actas de una serie de “mesas de reflexión”. Aquí, participantes de base evalúan los últimos 25 años de democracia en Bolivia. Como era de esperarse, muchas afirmaciones son alabanzas devotas y políticamente correctas a la democracia que rinden tributo a “la libertad, el voto y el pluralismo”. Sin embargo, hay también una serie de observaciones que no congenian fácilmente con las ideas sofisticadas de los aportes académicos. Muchos comentarios revelan que la gente espera de la democracia no únicamente elecciones y libertades, sino también resultados socio-económicos: la gente quiere que se termine la “democracia del saqueo” (158), ellos demandan “avanzar en otros valores… igualdad… equidad y… justicia social” (147), “igualdad de oportunidades” (118), “empleo” (160), y “poder vivir en buena forma” (160). Y algunos van inclusive más allá afirmando que la democracia, debido a que le faltó responder a estos temas y promover el respeto a la diferencia, ha sido una farsa: “la burguesía aporta con valores individualistas” (124), porque “el hecho mismo de ser indígena vulnera nuestros derechos” (126), porque esta democracia “ha sido un camuflaje para la dominación” (208) y porque “el capitalismo ha usado a la democracia” (140). Por lo visto, mucha gente no se siente realmente formando parte de la democracia tal como ha funcionado en Bolivia; el sistema democrático fue incapaz de integrarlos e incluirlos en algo de lo que pudieran sentirse formando parte o reconocerse como agentes valiosos. Hace decir algo resentido a uno de los participantes: “esa democracia no la queremos, queremos una democracia para nosotros” (127).

Este es un asunto clave muy a menudo descuidado en los análisis de la democracia en la región: el hecho de que la gente aprendió a desconfiar de la democracia, de que se sienten excluidos de sus mentados beneficios con tanta frecuencia, de que ellos, si bien de una manera ambivalente, no reconocen que hubiera una verdadera significación para sus vidas en este sistema democrático. Las causas de este profundo desencuentro entre el ideal y la percepción que la gente tiene del mismo podrían encontrarse, por un lado, en la impotencia que siente la gente debido a las enormes desigualdades societales que ellos perciben como invencibles y que la “democracia” deja intactas y, por el otro, en los sentimientos de exclusión ocasionados por la incapacidad de la “democracia” para corregir la discriminación étnica, y su incapacidad para escuchar y responder a las voces cultural y étnicamente distintas.

INTRODUCIENDO LA COMPARACIÓN

Esa idea nos lleva al libro de José Antonio Lucero: Struggles of Voice – The Politics of Indigenous Representation in the Andes (Luchas de la voz: la política de representación indígena en los Andes). El libro indaga sobre los vericuetos de la representación indígena, tanto de modo empírico como con una gran sofisticación conceptual, haciendo una comparación entre los procesos de Ecuador y Bolivia. Su propósito es entender cómo llegaron a formarse los movimientos indígenas o “sus luchas por ser escuchados”, no únicamente en términos de alcanzar suficiente fuerza para desafiar a los que detentan el poder (la “voz vertical”, 3), sino también en términos de la “voz horizontal”, de “armonizar las identidades horizontales y el interés” (Idem.), un proceso que el autor cree que nunca es completamente exitoso. Su enfoque es “constructivista pragmático” (21-23), señalando la necesidad de concentrarse en el hecho de que las ideas “son mejor comprendidas por las consecuencias que tienen en la experiencia de la gente que realmente existe” (177-178), y la necesidad de combinar estrategias analíticas de naturaleza racionalista, estructuralista y culturalista. Únicamente de este modo podremos tener la esperanza de comprender la combinación de los procesos de construcción de los sujetos políticos, y la selección simultánea y cronológica de construcciones específicas para conformar la representación política. La ventaja importante de este enfoque es que nos permite evitar nociones predeterminadas de cómo debería verse la representación. El asunto es encarar la representación como “un conjunto de procesos culturales y sociales a través de los cuales ciertas ideas, identidades y relaciones se construyen e institucionalizan en formas que vinculan a ciertos sujetos (individuales o colectivos) con comunidades políticas más grandes” (29). La representación “más allá de los filtros y espejos” debería concentrarse en el modo en que los grupos subalternos, habiendo adquirido “mayores recursos de formación de la identidad… empiezan a alterar las estructuras de representación de la política y la sociedad” (35). La separación tradicional de las esferas culturales, sociales y políticas de la representación puede así ser cuestionada (47), lo cual es precisamente la idea planteada por Laserna, Lazar, Gray Molina y Albó. Después de haber introducido el enfoque y los basamentos teóricos y conceptuales de su libro en los capítulos 1 y 2, Lucero pasa a su análisis más empírico en los capítulos 3 al 6. La estructura de estos capítulos es más o menos cronológica, aunque combinada con una organización de tipo temático. La reconstrucción de cómo se dieron los movimientos indígenas y las luchas por una representación en ambos países es rica, detallada e ilustrativa gracias a la estrategia comparativa, y también admirable por la riqueza de los datos y los análisis convincentes. El otro lado de la medalla es que hay cierta repetición y un ir hacia atrás y adelante en el tiempo. De todos modos, la estrategia analítica es efectiva para explicar las razones por las cuales un éxito relativamente temprano en Ecuador, para lograr la unión de las federaciones indígenas de las tierras bajas y altas, se vino abajo después de la alianza desastrosa con el presidente Gutiérrez, y por qué la división de larga data entre las federaciones regionales, así como las de clase versus las étnicas, en Bolivia fue finalmente superada en la estrategia indígena-popular del Movimiento al Socialismo (MAS) liderada por Evo Morales. Estas explicaciones cubren diferencias demográficas y regionales, discursos sobre las identidades y estrategias, vehículos históricos de “administración étnica”, conceptos para nombrar la “naturaleza” de uno mismo: entre “indígenas”, “originarios”, “naciones” u otros, y también cubren las oportunidades y contingencias políticas, y los grados de radicalismo o moderación. Al combinar en este asunto las contribuciones del énfasis racionalista, estructuralista y culturalista en el análisis de la construcción de los movimientos indígenas, Lucero logra proporcionar un retrato abarcador de las vicisitudes de estos movimientos tanto en Bolivia como Ecuador. Adicionalmente, este amplio análisis ayuda a entender cómo y por qué ciertas demandas específicas para representar (tanto de parte de dirigentes individuales como de historias y discursos colectivos) tienen éxito y otras no lo tienen. Lo que está en juego no es denotar “de modo veraz” los intereses de uno u otro grupo o pueblo ni ser “auténtico”, como si esa fuera una característica estática, sino manejar los recursos discursivos y materiales disponibles de tal modo que surgen prácticas “que habilitan a algunos sujetos a situarse como más auténticos que otros culturalmente y también más consecuentes políticamente” (155). Esta dependencia del contexto, a nivel local, regional, nacional y transnacional, hace que “algunos modelos organizativos, tácticas políticas y discursos culturales se vuelvan representativos, principalmente adaptándose dentro de las estructuras de coyunturas culturales y políticas clave” (174).

El análisis de Lucero destaca algunos de los mismos temas analizados por Lazar. Ambos autores concluyen que no hay una relación de tipo “o esto/o aquello” entre los marcos clasista y étnico de unificación y movilización, y ambos concuerdan en el hecho de que uno debería mirar no únicamente a las luchas por ser escuchados y cobrar visibilidad en términos de las estructuras político-institucionales establecidas (que a menudo llevan a debates estériles respecto a si esto resulta en inclusión o cooptación), sino a las maneras en que las búsquedas de ciudadanía y participación democrática desestabilizan los parámetros mismos de los edificios democráticos clásicos y las esferas diferentes de representación.

En cierto modo, el libro Ciudadanía, clase y etnicidad de Álvaro Zapata comparte el empuje del análisis de Lucero. Sin embargo, la organización y el diseño del libro lo hacen bastante más difícil de digerir. El estilo es complejo, las oraciones prolongadas y los subtítulos a veces enigmáticos. Se basa principalmente en la teoría de Touraine para caracterizar y categorizar la naturaleza de los movimientos sociales del siglo XXI en Bolivia. Esto trae consigo un largo capítulo teórico y una serie de terminologías, y de distinciones y enumeraciones -al estilo de Touraine- que no siempre convencen como herramientas para la comprensión de estos movimientos. Además, la literatura consultada para este ambicioso análisis no cubre bastantes trabajos importantes publicados recientemente sobre las turbulentas vicisitudes del país. A pesar de estas observaciones críticas, el libro también tiene sus méritos. Desenvuelve hábilmente las orientaciones que guiaron los movimientos de protesta entre el 2000 y 2003 (de clase/étnicas/ de ciudadanía) en el contexto de la historia boliviana y las vincula con la naturaleza específica de las reformas post 1985. Como Lucero, intenta entender el surgimiento de los movimientos en conexión con las condiciones socioeconómicas y culturales, así como en conexión con los modelos políticos, los discursos y las oportunidades disponibles tanto histórica como contemporáneamente, enfatizando que status quo y resistencia necesitan compartir orientaciones culturales hegemónicas específicas.

Su esquema de revelar, una y otra vez, las tres dimensiones que Touraine caracterizó como decisivas para poder cumplir el estatus de movimiento social de la acción colectiva (el eje de la identidad, el eje de la definición del adversario y el eje de la “historicidad”; o la ambición de dirigir las orientaciones de desarrollo/culturales de una sociedad, 40 y por todo el texto), demuestran ser efectivamente útiles para describir y categorizar a las diferentes fases y formas de la acción colectiva. Sin embargo, Zapata llega a conclusiones discutibles, aunque al evaluar estas conclusiones hay que tomar en cuenta que el análisis de Zapata no cubre 2005 y los procesos post 2005. Su conclusión es que las orientaciones de las protestas del período 2000-2003 fueron tanto con base en la clase (campesinos rurales que demandaban la “modernización”) como en la ciudadanía (sectores urbanos excluidos, como los alteños, que demandaban “inclusión”). Afirma que, por el contrario, la orientación étnica era débil (188, 190) o, en el mejor de los casos, simbólica o instrumental: “las orientaciones de acciones colectivas estudiadas consisten en las de un movimiento social que se gesta apropiándose de las orientaciones culturales modernizante y democratizante de las clases dominantes que administran el modelo de desarrollo. La razón por la cual no se despliega en su totalidad la orientación étnica en el altiplano más allá del elemento simbólico parecería residir en la profunda desarticulación de la comunidad producto de la minifundización de la propiedad de la tierra, de la gran penetración del mercado y del innegable éxito aculturizante de 50 años de reformas agrarias y educativas” (189). En el caso de El Alto, las demandas de la vida urbana, cuando chocaban con las tradiciones, plantearon “desechar las costumbres tradicionales o, para decirlo de alguna manera, “tematizar su validez” en tanto expresión de una identidad legítima” (190-191). Por esas razones, la motivación étnica siguió siendo débil tanto en el campo como en la ciudad de El Alto. Más aun, Zapata pretende que en caso de que las protestas hubieran recaído en “movimientos de identidad (étnica)”, ellos habrían perdido la posibilidad de satisfacer la tercera condición de Touraine para constituir un movimiento social genuino: aquella de la “historicidad” (Idem.). A la luz de los sucesos más recientes, sería interesante por cierto escuchar la reevaluación que pudiera hacer Zapata de estas afirmaciones.

LA VOZ INDÍGENA  

De una naturaleza muy distinta son los últimos dos libros discutidos aquí. Ambos fueron editados por el Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y El Caribe,  un fondo de cooperación latinoamericano con una sucursal en Bolivia, como en muchos otros lugares. Ninguna de estas publicaciones menciona (un) autor(es) en la tapa. El libro Aportes al Estado Plurinacional en Bolivia reúne tres estudios por y sobre organizaciones (principalmente) indígenas en Bolivia, tres de las cuales contribuyeron al diseño y desarrollo de la idea de un Estado plurinacional, tanto antes como durante el trabajo de la Asamblea Constituyente. Estas tres organizaciones son la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ), y la Federación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas y Originarias de Bolivia Bartolina Sisa (FNMCIOB - BS).

Al ser una intervención y aporte político, este libro no debería ser juzgado nada más que por sus méritos académicos. El libro tiene sin duda una serie de deficiencias conceptuales y analíticas. De manera visible evita un conjunto de cuestiones claves que giran en torno a los asuntos de la población indígena, caracterizada como “comunal”, aunque viviendo en su mayoría en las ciudades y no ya en comunidades rurales; en torno a la problemática de “subir de escala” los principios de gobierno indígena hasta el nivel nacional; en torno a cuán “foráneas” son en verdad las ideas occidentales acerca de la democracia, la justicia y las libertades individuales en Bolivia; en torno a las delimitaciones entre las jurisdicciones local (ayllu) y nacional; y en torno a la discriminación de género dentro de las poblaciones indígenas. Esboza también un cuadro demasiado optimista del progreso supuestamente inexorable que los indígenas hicieron tanto política como ideológicamente, y tal vez más importante, guarda un evidente silencio sobre las relaciones precisas con la población no indígena del país -particularmente cuando se trata de las prerrogativas para definir el carácter de la nación, la construcción democrática y los canales de participación-, y las formas de gobierno en territorios demográficamente mestizos. Sin embargo, nos dice bastantes cosas sobre las demandas indígenas y las motivaciones y racionalidades detrás de ellas.

 Uno de los aspectos más salientes es la profunda frustración respecto a la forma en que los “blanco-mestizos”, a los ojos de los autores, construyeron en el pasado la identidad, el proyecto futuro (económico) y la democracia. En todos estos ámbitos, los indígenas sienten que han sido categóricamente excluidos. Su formulación de alternativas (a menudo algo asertiva) ahora que “ellos” están en el poder) refleja tanto un poco de resentimiento como una mentalidad de “retribución”, aunque también pensamientos valiosos sobre arreglos estatales que podrían, por primera vez en la historia, reflejar y respetar verdaderamente las diferencias culturales, que podrían reflejar las tradiciones de gobierno y judiciales diferentes, y que en los hechos podrían incrementar enormemente la verdadera “soberanía” de (¡todos!) los bolivianos sobre el futuro del país y las estrategias para lograr que ello se haga realidad. En ese sentido, la pluri-nacionalidad es vista como una forma donde “estaríamos reconociendo nuestra deuda histórica como país con los pueblos y naciones originarias” (67), y una forma de garantizar que “los indígenas, los que tienen color de piel oscura, tengan igualdad de oportunidades (políticas, económicas, sociales, culturales e ideológicas)” (75). Permitiría también un espacio legal para la ancestral forma indígena de gobierno local en los Andes, el ayllu, definida como  “la territorialidad social y antropológica concreta y una lógica o forma de pensamiento para producir y vivir la vida social, que de ese modo es un tiempo-espacio diverso y complejo” (109). Sin embargo, a pesar de que se hace referencia de pasada al hecho de que las condiciones de vida de los indígenas ya no son lo que solían ser antes de que todas estas “imposiciones foráneas” fueran forzadas sobre ellos, y que ahora una relación con el Estado nación boliviano necesita ser reincorporada en cualquier proposición de “reconquistar” lo que fue reprimido en el pasado, sigue omitiéndose un reconocimiento más sistemático de estos hechos. Por ejemplo, refiriéndose a los ayllus, el texto menciona que muchos miembros del ayllu podrían haber, en el transcurso del tiempo, migrado a otro lugar, y que en ese caso la “especificidad territorial propia” (109) no corresponde. Sin embargo, sigue sin responderse cuáles podrían ser las consecuencias de esto para la revitalización de los ayllus. De modo parecido, la propuesta de incorporar en la nueva Constitución principios democráticos indígenas como “el ejercicio de cargos en las diferentes escalas y niveles de espacios públicos” (57), difícilmente se concilia con el hecho de que este sistema ha sido difícil de mantener incluso en muchas comunidades que han sufrido un éxodo considerable, y con criterios como el derecho a escoger las autoridades propias a través de la papeleta del voto. En otras palabras, buena parte del razonamiento y muchas de las propuestas asumen como su punto de partida un mundo indígena que ya no existe más, y tiende a desconocer y no tomar en cuenta a la población no indígena, y a sus perspectivas y preferencias. Por un lado es comprensible (¿‘entendible’?) una tal postura y un tal tono. Pero por otro lado hace menos viables los aportes y sugerencias que se basen en una tal realidad que ya no se da.

Otro libro publicado bajo los auspicios del Fondo Indígena tiene un carácter diferente. La compilación Pueblos indígenas y ciudadanía - Los indígenas urbanos salió de una conferencia realizada en Bruselas en 2007, sobre la problemática de aquellos indígenas que ya no viven en sus “territorios ancestrales”, pero que optaron por buscar su futuro en las ciudades. De algún modo, parece así retomar las omisiones del libro que acabamos de examinar. También tiene una ambición mucho más analítica, bien que en este libro la voz indígena suena fuerte y claramente. Después de las presentaciones, el primer aporte sustantivo, un artículo titulado “Emergencia indígena y la presencia de los indígenas en las ciudades de América Latina”, está a cargo de José Bengoa. Él subraya un par de hechos a menudo descuidados: en la mayoría de los países latinoamericanos la mayor parte de los indígenas viven en las ciudades (45), la tendencia a volverse “cholos” (blancoides) una vez asentados en la ciudad ha disminuido (43), a menudo surgió una especie de “continuum” entre las ciudades y las comunidades indígenas (46), las culturas rurales son tanto reproducidas como transformadas en las ciudades (por todo el texto), el papel del “territorio” como subyacente a los cambios de identidad étnica (55), pero simultáneamente nuevas oportunidades como la radio, el Internet e incluso la migración internacional parecen fortalecer “la identidad indígena” antes que debilitarla (54-55). Después de la conferencia introductoria de Bengoa, se presentan los aportes leídos durante dos paneles. El primer panel cubría la inclusión social y económica; el segundo tenía que ver con asuntos de lenguaje y educación. En el primer panel, se presentaron documentos sobre pequeñas empresas indígenas Mapuche en ciudades chilenas, y sobre las inspiraciones espirituales y milenarias detrás del surgimiento del enorme mercado al aire libre, la feria “16 de Julio” en El Alto, un qhathu convertido en feria comercial. Se presenta al qhathu como la respuesta espiritual-material a la “lógica capitalista-empresarial privada (acompañada por) la ideología liberalista/neoliberal” (84), lo que no resulta plenamente convincente, y como respuesta a las condiciones de pobreza y desempleo (85), lo cual es muy convincente.

El segundo panel aborda los temas del lenguaje y la educación. Una ponencia sobre Colombia discute las políticas y principios desarrollados por el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) en el campo de la educación, definiendo que la misión del sistema educativo propio “identifica y construye una educación comunitaria, intercultural, bilingüe, fundamentada en una relación de armonía y equilibrio con nuestra Madre Tierra, creativa y autónoma, que brinda espacios de aprendizaje y reconstrucción del saber colectivo…” (143-144), pero contándonos poco acerca de los problemas que semejante idea podría encontrar en contextos urbanos mestizos. El segundo texto nos lleva a Guatemala, esbozando brevemente los enormes problemas políticos e injusticias que enfrenta el país e introduciéndonos a algunos experimentos para incluir el mundo maya en las escuelas.

En conjunto, esta compilación tiene algunas deficiencias serias: sus textos son divergentes en alcance, enfoque y calidad, y muchos de ellos no abordan, o escasamente tocan el tema de los indígenas urbanos, confirmando primero que se trata de un campo de investigación incipiente, y segundo las sospechas de que un desconectarse cultural y lingüístico (“para preservar la identidad”) es una idea muy complicada y posiblemente incongruente en un contexto caótico como el de las ciudades latinoamericanas. Por otro lado, y también gracias al hecho de que las preguntas y comentarios del taller se incluyen en el libro, una vez más este libro nos ayuda a entender las visiones indígenas sobre los temas de interculturalidad, identidad y demandas que van más allá de pedir “enclaves” en los cuales se conceda la indigenidad. Hoy necesitamos ir más allá de un cambio político que se conforma con tolerar o crear espacios para la diferencia étnica; lo que está en juego es la misma doxa de los mecanismos y supuestos societales que hasta aquí -a menudo en forma engañosa- orientaron el multi- y el inter-culturalismo.

Todos estos libros abordan así, de una forma u otra, esta interrogante: ¿de qué modo la voz indígena puede llegar a aportar y ser interlocutor igual en las búsquedas por una democracia que ya no se aferra testarudamente al canon liberal occidental, en una época en que la voz indígena está ella misma en un proceso de cambio y transformación? Si bien, dada la historia de represión, desdén y discriminación, la fuerza de afirmación y presión de las demandas por respeto y una participación igual (o incluso algo mayor) en las decisiones sobre la identidad nacional y el futuro del país es muy comprensible y en cierto modo justificada, parece empero necesario reconocer que no es el pasado sino el presente indígena la contraparte legítima en las deliberaciones sobre cómo debería ser una democracia nacional múltiple, polifónica y diversa.

NOTAS

1   Una versión anterior, en inglés y más corta de este texto fue publicada en la Revista Europea de Estudios Latinoamericanos y del Caribe, 87, CEDLA Amsterdam, octubre 2009, pp 121-132. El autor agradece a Hernando Calla por la traducción.

2   Ton Salman estudió filosofía y antropología en la Universidad de Amsterdam, donde también hizo su PhD (1993). Actualmente trabaja en el departamento de Antropología Social y Cultural de la Universidad Libre de Amsterdam, y desde 2008 vive parte del año en Bolivia. aj.salman@fsw.vu.nl

3   En 2009 también fue publicado en español, por Plural Editores. Aquí las referencias son sobre la versión en inglés.

4   Se estima que la versión en español de este libro será publicada en 2010 por Plural Editores.

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