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Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.12 n.26 La Paz jun. 2009

 

SECCIÓN IV
CULTURA

 

Abarcas campesinas y momias for export

Identidad, cultura y negocio en el salar de Uyuni

 Pablo Cruz1

Los más de 70.000 visitantes que recibe cada año el salar de Uyuni han convertido a esta zona en uno de los polos turísticos más importantes del país. Hoy, las comunidades del salar se encuentran en la encrucijada de conciliar sus modos de vida tradicionales con nuevos conceptos y pautas universales, entre ellas la mercantilización de la cultura y la patrimonialización del territorio.


El mensaje no puede ser más contradictorio: mientras se resalta su sabiduría ancestral, se les orienta en su actuación; una pléyade de políticos, religiosos, organismos internacionales, ONGs, y economistas repiten a coro: “ustedes son los que saben, pero nosotros les enseñamos cómo hacerlo” (Periódico indigenista Pukara, 2008)2.

El impacto de la globalización y de la ideología del libre mercado en las dinámicas culturales e identitarias locales es el eje del presente trabajo, abordado a partir del caso del salar de Uyuni. Este impacto es de diferente orden y permite reflexionar sobre los mecanismos de dominación social y control territorial recientemente implantados en regiones campesinas de Bolivia donde se desarrolló la industria del turismo. En el artículo3 pongo en cuestionamiento los procesos de patrimonialización de la cultura e interpelo el posicionamiento, praxis y práctica de los investigadores sociales, particularmente arqueólogos y antropólogos, que trabajan en regiones pobladas por sociedades que perciben y dialogan con el mundo de una manera diferente a la occidental. Trataré de demostrar cómo en ocasiones estos procesos de patrimonialización de la cultura son funcionales a una histórica relación de colonialidad que, sobre la base de ciertos principios morales considerados como “universales”, perpetuan la ya clásica discriminación entre el buen y el mal indio.

Este trabajo se basa en encuestas y entrevistas etnográficas realizadas entre los años 2005 y 2008, información recolectada en Uyuni y en diferentes regiones rurales del departamento de Potosí, y en varios talleres y grupos focales que trataron temas relacionados con la arqueología, el patrimonio y la cultura, desarrollados en la región del salar junto a la Fundación para el Etnodesarrollo Antropólogos del Surandino (ASUR, Sucre).

El salar de Uyuni está localizado sobre los 3.600 msnm, en el altiplano occidental del departamento de Potosí (Bolivia). Desde 1949, la región se encuentra dividida en tres provincias que corresponden a territorios étnicos y áreas linguísticas definidas: al norte la provincia aymara de Daniel Campos, al este y al sur la provincia quechuaparlante de Nor Lípez y al este la provincia, mayoritariamente quechua, Antonio Quijarro4. Administrativamente, la región se encuentra organizada en tres sub-prefecturas, alcaldías y municipios. Las autoridades estatales (subprefectos, alcaldes y corregidores) comparten el poder político y administrativo con las autoridades sindicales, cuyo origen se remonta a la revolución de 1952; y en ciertas localidades interactúan con autoridades “originarias”. Desde hace pocos años la región se encuentra mancomunada en la “Gran Tierra de los Lípez”; pero además sus autoridades plantearon la  demanda de Tierra Comunitaria de Origen (TCO). La reciente aprobación de la nueva Constitución Política del Estado, que contempla la creación de autonomías indígenas y regionales, favorecerá la resolución de esta demanda5.

EL CONTEXTO 

El turismo en Bolivia comenzó a tomar mayor importancia a finales de los años ochenta. Algunos factores propiciaron su desarrollo: por un lado, el mercado del turismo en Perú —tradicional plaza de los Andes— se vio afectado por la inestabilidad política y las amenazas de grupos guerrilleros como Sendero Luminoso, desplazándose hacia otros países como Bolivia, Chile y Ecuador; por el otro, desde la segunda mitad de los años ochenta el Estado boliviano aplicó una serie de medidas de corte neoliberal que desregularon los mercados y favorecieron el desarrollo de la pequeña y mediana empresa. En el contexto global, Bolivia poseía por entonces las características ideales para el desarrollo de un turismo juvenil de masa: paisajes exóticos, una relativa seguridad y estabilidad política —en comparación con sus países vecinos— y precios más que accesibles para los viajantes del primer mundo. 

A nivel nacional, la oferta turística fue planificada en torno a tres ejes: los atractivos naturales del país, el patrimonio colonial y las festividades urbanas6. Desde el Ande a la selva, el lago Titicaca7, el salar de Uyuni, los Yungas paceños y las reservas naturales de las tierras bajas se constituyeron en las principales ofertas de áreas naturales; en tanto que La Paz, Potosí y Sucre se convirtieron en los centros patrimoniales urbanos. El Carnaval de Oruro, elevado desde  2001 al rango de Patrimonio Intangible de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), fue el principal atractivo de las grandes fiestas nacionales. De esta manera, el programa turístico de Bolivia se desarrolló principalmente en torno a lo natural y al pasado colonial, obviando la cara indígena y campesina del país, a no ser en su versión folklórica sacada a relucir en las grandes fiestas (Absi y Cruz, 2005)8 a pesar de que las regiones y ciudades ofertadas al turismo y patrimonializadas se encuentran en gran número pobladas por campesinos e indígenas. Y fue probablemente el salar de Uyuni donde esta voluntad de querer transformar regiones campesinas en postales patrimoniales desprovistas de humanidad alcanzó su mayor éxito.

Hoy en día, los más de 70.000 visitantes al año hacen del salar de Uyuni uno de los mayores centros turísticos del país. Unas 40 empresas operadoras de turismo trabajan en la región y proponen tours de dos a cuatro días de duración durante los cuales se visitan desde el salar y sus alrededores, hasta las lagunas Colorada y Verde, pernoctando en diversas comunidades durante sus travesías (Nielsen et al, 2003). Los tours son realizados en vehículos 4x4 que parten principalmente desde Uyuni, pero también desde San Pedro de Atacama, La Paz, Potosí y Tupiza; cerca de 400 vehículos circulan diariamente por el salar. Dependiendo de la duración del recorrido, del número de viajantes en cada vehículo y el confort ofrecido, los turistas pagan a las agencias entre $us 40 y $us 150 por persona9. Las principales agencias operadoras poseen sus propias redes de hoteles y alojamientos en las comunidades que rodean el salar. Es importante señalar que el bajo costo de muchos de los tours ofertados se relaciona con otras actividades no legales, principalmente el lavado de dinero10 producto del contrabando y el narcotráfico, cuando no el tráfico mismo de cocaina, que tiene en Uyuni a uno de los principales centros de distribución hacia el norte de Chile.

Con la idea de retener algo más que la basura, la polvadera y el humo emanado por las 4x4, desde hace 10 años los pobladores campesinos de la región comenzaron a crear sus propios atractivos turísticos en torno a los vestigios prehispánicos que yacen en sus territorios, sobre todo sitios arqueológicos y cuevas con momias. Como en muchas otras regiones patrimonializadas de Bolivia, los campesinos del salar decidieron no valorizar turísticamente aspectos de su cotidiano. Esta decisión no fue planificada, sino que buscó recuperar y aprovechar algo que ya era practicado de manera salvaje. En efecto, a comienzos de los años noventa podía verse en las agencias de turismo de la ciudad de Potosí carteles que promocionaban la región exponiendo, juntamente con imágenes paisajísticas del salar y las lagunas, fotografías que mostraban turistas aventureros abrazando momias o sosteniendo en sus manos cráneos humanos. La visita a estos sitios arqueológicos, muchas veces verdaderas campañas de recolección de curiosidades, eran coordinadas por entonces por los guías de las agencias. Progresivamente, con el correr de los años, las cuevas y sitios funerarios fueron abiertos al turismo por las propias comunidades que bordean el salar.11 Es importante señalar que varias de estas iniciativas fueron apoyadas económicamente por programas de la cooperación de países europeos y ONGs locales12; a la fecha solo el sitio arqueológico de Lakaya (Nielsen et al., 2003) fue objeto de un programa integral de investigación y puesta en valor. Los impactos económicos y sociales originados por estas iniciativas son distintos y pueden ser analizados en diversas escalas. Al respecto, me detendré en dos casos: las localidades de Atulcha y San Juan.

LAS COMUNIDADES DEL SALAR DE UYUNI

Atulcha es un pequeño poblado de agricultores tradicionales de quinua que, como el resto del salar, volcó su mirada al turismo a fines de los años noventa. Con la idea de generar una fuente de ingreso suplementaria, los vecinos comunarios, de común acuerdo, pactaron con una empresa de turismo la construcción de un hotel de sal en el pueblo. Al mismo tiempo habilitaron una cueva arqueológica (Qatinsho) destinada en tiempos prehispánicos al almacenamiento de productos agrícolas, y colocaron en ella una momia y numerosos objetos arqueológicos. Sin conocer en profundidad las particularidades del negocio, el convenio entre la comunidad y la empresa propietaria del hotel otorgaba la totalidad de las ganacias a esta última. En cambio, la empresa debería contratar mano de obra local para el servicio del hotel, realizar mejoras en el pueblo y promover la visita al sitio arqueológico. Aparte de estos puntos, una persona de la comunidad tiene a su cargo y beneficio la venta de bebidas dentro del hotel, otra persona la venta de golosinas, y todas las noches un conjunto de niños ofrece un espectáculo a cuenta de propinas.

Los propietarios del hotel poseen una de las más grandes empresas operadoras de turismo, lo cual les asegura un flujo constante de clientes. En cifras, las 15 a 30 personas que recibe diariamente y que pagan $us 10 por pernoctar en Atulcha, más los Bs 5  que pagan por el acceso a las duchas, aseguran a la empresa un ingreso promedio de $us 8.000 mensuales. En retribución a la comunidad, hoy el hotel emplea a una administradora por $us 100 mensuales y una ayudante de cocina por $us 50. En cuanto a la inversión en obras para la comunidad, hasta la fecha la empresa no realizó desembolso alguno más que para pagar el jornal para la fabricación de adobes destinados a construir un “futuro” centro comunitario. Por otro lado, la visita al sitio y cueva arqueológica de Qatinsho, por la cual cada turista debe pagar Bs 5 ($us 0,70), genera, en el mejor de los casos, entre $us 100 y 150 mensuales. Con el fin de mejorar la puesta en valor de la cueva y grarantizar el estado de conservación de los restos arqueológicos depositados en ella, se inició desde ASUR, en 2006, un proyecto financiado por la cooperación italiana y la Embajada de Francia y que convocó la mano de obra de todos los miembros de la comunidad. Sin embargo, por falta de visitantes el sitio se encuentra la mayor parte del tiempo cerrado. La razón por la cual los turistas no visitan la cueva radica en la decisión de los propios guías quienes, apresurados por el cronograma del tour y con la oferta de varios otros sitios con momias, se alejan de Atulcha a primera hora de la mañana. Con el fin de capturar la atención de los turistas en su corta estadía en el pueblo, sobre todo teniendo en cuenta que los tours llegan en las últimas horas de la tarde, la comunidad contruyó el año 2008 el Museo de la Quinua, con apoyo de ASUR y la cooperación italiana.

El caso de San Juan es diferente. Distante a dos horas al sur de Atulcha, San Juan es desde los primeros momentos del turismo en la región un lugar central de pernoctación. En el pueblo, donde residen 120 familias (alrededor de 1000 personas) existen 15 alojamientos, numerosas despensas,  algunas cantinas, y recientemente una discoteca. Estos son en su mayoría propiedad de los vecinos, a excepción de algunos hoteles de categoría más elevada. Desde hace cinco años, San Juan creó oficialmente dos atractivos turísticos: una necrópolis prehispánica y un pequeño museo llamado Kausay Wasi, con el apoyo financiero de la Cooperación Alemana (GTZ). La entrada a cada uno de estos atractivos cuesta Bs 5, y genera en el mejor de los casos alrededor de $us 390 mensuales (J. Montero, comunicación personal.). De los Bs 5 de la entrada, Bs 1 está destinado a compensar económicamente a la persona encargada de atender a los turistas y realizar tareas de limpieza y mantenimiento. No se trata de un empleo fijo, sino de un cargo rotatorio por el cual están obligados a pasar todos los vecinos del pueblo. El monto recaudado cada mes es destinado a gastos administrativos del municipio y a obras de bien común. Sin embargo, a pesar de la ganancia que deja el sitio y el museo, a la cual se debe sumar el rédito de los hoteleros y comerciantes, la mayor parte de los vecinos prefiere delegar su turno a otra persona, quien se queda con el porcentaje del encargado, o incluso pagar la multa que corresponde a la media diaria del mes anterior. Una de las causas por la cual los vecinos no cumplen sus turnos es que sienten temor de quedarse en la necrópolis. Y es que después de que se habilitó el sitio sucedieron cosas extrañas en el pueblo, entre ellas la muerte de uno de los fundadores del museo (J. Montero, comunicación personal).

Los casos de Atulcha y San Juan dejan ver que la manera en la cual se viene desarrollando el turismo en la región dista considerablemente de la imagen providencial que se le atribuye a esta actividad. Por un lado, en las comunidades pequeñas como Atulcha los beneficios económicos dejados por los atractivos turísticos son mínimos, y como la cueva de la localidad de Colchani, muchos de estos sitios corren riesgo de cerrar sus puertas ante la ausencia de visitantes. Esto se debe principalmente a que los tours son gestionados únicamente por las agencias y los guías, quienes toman las desiciones en función de sus cronogramas, costos y márgenes de ganancia. En el caso de San Juan los beneficios económicos son sin duda mayores, pero no alcanzan la rentabilidad que se esperaba en el momento en que fueron habilitadas la necrópolis y el museo. Lejos de constituir una herramienta de desarrollo sostenible, el turismo beneficia principalmente a las agencias operadoras, sobre todo a aquellas que poseen sus propios hoteles, y, en menor medida, a los comerciantes locales. En todo caso, a excepción de la isla Incahuasi13, a la fecha ningún emprendimiento comunal de la región ha logrado una rentabilidad que asegure su sustentabilidad. Por otro lado, los emprendimientos comerciales privados que se desarrollaron con el turismo (hoteles, despensas, comedores), pertenezcan éstos a locales o a foráneos, acentúan las diferencias económicas en el seno de las mismas comunidades, en algunos casos marcadas por el surgimiento de una burguesía comerciante como en San Juan, creando de esta manera fisuras en las estructuras comunales tradicionales. Esta situación se vuelve una cuestión territorial en aquellas comunidades donde fueron otorgadas concesiones hoteleras a favor de las agencias operadoras, muchas de ellas a través de actos de corrupción. Un ejemplo de esta situación se encuentra en los “ecoalbergues” de la red Tayka localizados en las comunidades de Tahua, San Pedro de Quemes, Ojo de Perdiz y San Pablo de Lípez. La red de hoteles Tayka es un proyecto que asocia, con financiamiento del Banco Intermaricano de Desarrollo (BID), a la mayor empresa de turismo de Bolivia (Fremen Tours), una financiadora privada (Prodem) y las cuatro comunidades. La modalidad del contrato establece la concesión de los hoteles a la empresa de turismo y a la financiadora por un término de 15 años a partir del cual estos pasarán a manos de las comunidades. Durante el tiempo de la concesión, las comunidades se comprometen a no permitir la construcción de ningún otro establecimiento semejante que pueda generar competencia, a no ser pequeños albergues. En cambio, las comunidades tienen derecho al cobro simbólico de un alquiler del terreno donde se encuentra la propiedad y perciben $us 1 por cada turista alojado a cambio de “un circuito autoguiado en la población, una comunidad limpia de basura y ruido, el derecho a circular por ella y tomar fotografías libremente en todos sus lugares públicos y otras formas de interacción entre la comunidad y el visitante”14.

CULTURA, PASADO E IDENTIDAD

Como era de esperar, en los talleres realizados en la región15 los debates más recurrentes estuvieron relacionados con la cultura y con la identidad. En el contexto actual de reconocimiento y valorización de lo indígena y de lo originario, no es extraño que estos temas hayan sido atravesados por la cuestión de definir precisamente qué era “ser indígena” hoy en día en el salar de Uyuni y cuáles serían las medidas que permitirían proteger y poner en valor su cultura. Los debates estuvieron marcados por una permanente voluntad para tratar de conciliar lo “originario” o lo “indígena” con aquellos nuevos valores y principios (mercantilización de la cultura, patrimonialización del territorio, etcétera)  que llegaron a la región junto al turismo desde finales de los años 80. La  atención a este tema indica que se trata de un asunto de gran importancia en el cotidiano de todos los participantes. En efecto, la mayoría de las personas considera que para mejorar los réditos dejados por el turismo, todavía considerada como una actividad secundaria pero con proyecciones ambiciosas, se tiene que mejorar la oferta al gusto del consumidor. En este sentido, las principales demandas conciernen a la infraestructura (electricidad, agua corriente, caminos, hoteles), la capacitación de los jóvenes como guías y en hotelería, y la coordinación de la propuesta turística. Este último punto implica tanto el establecimiento de mecanismos de administración y control del flujo turístico como la elaboración de un guión mancomunador que ponga en valor la cultura y la historia de la región, y responda al sentimiento generalizado de pérdida de la cultura y de la identidad —y un temor a que esta situación se acentúe en el futuro próximo—, suscitado por los notables cambios en el modo de vida tradicional que tuvieron lugar en las últimas décadas (migración, vestimenta, costumbres). Sin embargo, si las primeras demandas son claras y concretas, por ejemplo acelerar el tendido de la red eléctrica o mejorar los caminos, a la hora de definir qué son la cultura y la identidad, y por ende lo originario y lo indígena, y a poner en valor y proteger “para que no se pierda”, reina una gran ambiguedad. Y es que hoy en la región coexisten,  muchas veces de manera indiferenciada, varios puntos de vista sobre lo que es cultura e identidad. De manera general, para los pobladores de la región la cultura está relacionada con lo “tradicional”, lo folklórico, lo “originario” y lo “aunténtico”, aspectos vinculados más con el mundo campesino que con el indígena. Por  otro lado, como parte de una dinámica global, la cultura es promocionada como una mercancía compuesta de “bienes patrimoniales”, tangibles e intangibles, algo suceptible de generar recursos económicos por medio del turismo. Desde esta visión, igualmente culturalista y folklórica, la historia y el presente de la región son cristalizados en torno a la imagen del indígena portador de ciertos principios morales occidentales como la “ecología” y la sabiduría ancestral. Por último, desde mediados de los años ochenta, sobre todo en el altiplano aymara, la cultura es considerada desde un enfoque indianista como un sinónimo de identidad y clase social. En estas regiones lo indígena apela sobre todo a una relación de dominación, colonialismo y resistencia de varios siglos de duración.

De manera general, la mayoría de los campesinos de la región se autodefinen primero como aymaras o quechuas, y en orden sucesivo como “habitantes del altiplano”, campesinos, católicos y bolivianos. Si bien todos ellos hablan correctamente el castellano16, la lengua originaria constituye el principal criterio de diferenciación, sobre todo para los aymaras de Daniel Campos.  En sus palabras, lo indígena está sistemáticamente relacionado con el pasado cercano de los abuelos, las costumbres (rituales, cargos, comunidad), la alimentación y el vínculo con la tierra. Por ejemplo, uno de los aspectos fundamentales de la “cultura” que los diferencia de los “antiguos” indígenas es la vestimenta. Entre las prendas señaladas como tradicionales, y por lo tanto “indígenas” y “originarias”, figuran el poncho, el unku y el chulu para los hombres, y el aqsu para las mujeres17. Diferente es el caso de las abarcas18, sobre todo aquellas confeccionadas con goma de neumático, igualmente mencionadas como elementos característicos de su cultura. Por un lado, a diferencia de los textiles, cuyos diseños fueron y son utilizados como marcadores culturales e identitarios, o los sombreros, las abarcas son prácticamente las mismas en todas las regiones andinas de Bolivia. Por otro lado, a diferencia de los atuendos “tradicionales”, los cuales son portados en ciertas regiones (Chipaya, Yura) o durante las fiestas (Llica, Tahua), las abarcas son utilizadas a diario por la gran mayoría de la población, incluyendo la de Uyuni. Se trata, en efecto, del único atuendo que atraviesa sin grandes cambios el tiempo y los diferentes territorios étnicos. Las abarcas son campesinas y por lo tanto un distintivo de clase que puede estar o no relacionado con lo indígena. Hoy, en las ciudades de Bolivia, las abarcas son también uno de los símbolos más fuertes de la discrimación y el racismo hacia la población campesina e indígena. Las abarcas,  con frecuencia, son denominadas peyorativamente “ojotas” o “chancletas”; y a las personas que las usan, se las llama “gente de abarcas” o “todos tenemos una abarca en la familia” si lo que se busca es señalar un antepasado o pariente campesino. La escalada social que significa el paso de indígena o campesino a mestizo citadino (cholo) es marcada, entre otras cosas, por el abandono de las abarcas y la adopción del calzado (zapatos y zapatillas).

  

En este sentido, una de las preguntas más importantes formulada en los talleres era si, a fin de desarrollar una propuesta turística original sin que ello implique la desaparición de la cultura local, era necesario volver a los atuendos tradicionales por más que muchos de ellos ya no sean utilizados. La respuesta escuchada en la voz de un comunario fue clara: “si los turistas quieren ver indígenas, y esto trae plata, pues bien, todos nos pondremos traje durante el día… y luego calzado en nuestras casas”.

En cuanto al pasado lejano, es decir el pasado anterior a la época de los abuelos, coexisten dos versiones diferentes. Por un lado el pasado oficial, que concuerda a grandes rasgos con el pasado arqueológico e histórico y que tiene su inicio en las crónicas de comienzos de la Colonia. De manera general, en este pasado los pueblos locales prehispánicos (aymaras) fueron conquistados por los inkas (quechuas) y estos más tarde por los españoles. La otra versión, sobre la cual entraremos en detalle más adelante, habla de un pasado habitado por otro tipo de humanidad: los chullpas.

Bien que diferentes, estas modalidades históricas poseen en común que se trata de pasados alejados y distintos al pasado cercano e indígena de los abuelos, y que en muchos casos —para algunos el apellido es una prueba—, comienza con la llegada de los españoles.  Esto resulta muy coherente si tenemos en cuenta que los indios, en tanto que categoría genérica para designar a “los otros”, se expanden al ritmo de la conquista española. Sin embargo, el hecho de que se trate de pasados lejanos y distintos al genealógico no impide que los lugareños se sientan identificados con ellos. Los chullpas y los pueblos prehispánicos son considerados campesinos e indígenas, solo que de otro tipo. Esta situación nos muestra, en palabras de John Murra (Castro y Aldunate, 2000:140), la capacidad que poseen los pueblos andinos de conciliar en un solo sistema lógicas muy distintas, algo difícil de encontrar en el pensamiento occidental. Pero esta capacidad de articular dos pasados diferentes no los protege, por cierto, de algunas complicaciones. Por ejemplo, siguiendo al pie la secuencia de la historia oficial, los aymaras del norte del salar, al conservar su lengua se reivindican con frecuencia como el pueblo “más originario” de la región19, en tanto que los Lípez quechuaparlantes son asociados por estos con los inkas20. Los quechuas de Lípez replican a su turno que el hecho de que ellos hablen quechua no significa que sean descendientes directos de los inkas, aunque a nadie se le cruzaría por la cabeza decir que son aymaras quechuaparlantes. En cuanto a Uyuni y demás poblaciones del borde oriental del salar, aymaras y quechuas concuerdan que se tratarían de ocupaciones sin mayor profundidad histórica, y por lo tanto poblaciones menos originarias que sus vecinos.

Otro aspecto que interpela la cultura y el pasado, y que expone la voluntad para conciliar visiones diferentes del mundo es la reciente habilitación al turismo de numerosos sitios arqueológicos funerarios. Como hemos visto se trata de una dinámica reciente, generada exclusivamente en respuesta a una práctica preexistente en la industria del turismo. Más allá del impacto real de estos sitios en las economías locales, se les puede cuestionar algunos aspectos de trasfondo ideológico. Por un lado, el hecho de que estos sitios son presentados como sitios “arqueológicos”, muchas veces con la colaboración de arqueólogos e instituciones patrimonialistas, desde la lectura oficial de la historia, deslegitima tangiblemente la existencia de otro pasado diferente. Al mismo tiempo, en ellos se cristaliza la historia de la región en un pasado extinto y desvinculado del pasado cercano de los abuelos, algo acorde con la caracterización turística del salar en tanto que área natural. Por otro lado, desde la lógica patrimonialista existe una cierta contradicción entre la puesta en valor de estos aspectos del pasado y algunos de sus propios principios como ser la protección y conservación del “patrimonio arqueológico”. Desde este punto de vista el saqueo de tumbas destinado a alimentar las colecciones expuestas es condenado por aquellas instituciones (Ministerio de Culturas, Unidad Nacional de Arqueología, Prefectura, ONGs) y por los profesionales involucrados con el patrimonio que trabajan en la región, y se critica la manera en que los sitios abiertos al turismo son presentados. Y en efecto, en una competencia sin tregua por quien posee la cueva o el sitio arqueológico más espectacular, la mayoría de estos sitios fueron ampliando sus atractivos mediante el saqueo principalmente de momias de otros sitios arqueológicos. En el caso de la necrópolis de San Juan, de 45 tumbas expuestas al público, a lo menos dos tercios serían tumbas recreadas con momias originarias de otros lugares, incluso de sitios muy alejados. La ausencia total de medidas de conservación de estas tumbas hace que los restos humanos y materiales allí depositados se estén degradadando muy rápidamente. En un cículo sin fin, en los próximos cinco años muchas de las tumbas de San Juan deberán ser “actualizadas” con el aporte de “nuevos” restos arqueológicos. Es el caso de la cueva de Atulcha, donde la momia presentada proviene de una cueva vecina no muy distante. Es interesante obsevar cómo muchas de las momias expuestas en estos espacios abiertos al turismo se encuentran ornamentadas con elementos modernos (colgantes, sombreros, tejidos, etcétera), acompañadas de objetos provenientes de otros contextos culturales y cronológicos, así como por ofrendas de coca, alcohol y cigarrillos. Por supuesto, a oidos de los visitantes todo esto es “original”.

En todas estas dinámicas se puede ver el desarrollo de nuevas prácticas de resignificación y de reincorporación de las momias en la vida de las comunidades, que repercuten en la preservación. De hecho, al margen de los discursos oficiales, la relación que la población mantiene con estos sitios —y con las momias— se inscribe más dentro de la visión chullpa del mundo que en la historia oficial o el discurso patrimonialista. Una prueba de ello es la reticencia de los vecinos para frecuentar estos sitios, incumpliendo incluso los turnos y obligaciones comunales, faltas consideradas de gravedad en otras circunstancias. Más significativa resulta aún la generalizada elección de presentar las momias al interior de cuevas reacondicionadas, espacios muy especiales que permiten la comunicación con el inframundo. Para comprender la trascendencia de estas prácticas, y su carácter extremadamente subversivo, es necesario adentrarnos en el mundo chullpa.  

EL MUNDO CULLPA

Como en gran parte de los Andes, para los campesinos del salar de Uyuni la mayoría de los restos arqueológicos son el testimonio de una humanidad diferente y extinta que se identifica bajo el nombre genérico de chullpa. Los testimonios del pasado chullpa no se limitan a los numerosos topónimos que existen en la región o a la presencia de sitios arqueológicos asociados con este período; se trata de un fenómeno omnipresente en el paisaje rural. Antiguas superficies de cultivo aterrazadas, acequias, caminos y senderos, aleros con arte rupestre y diversas formaciones geológicas son testimonios en los cuales se asientan las explicaciones ontológicas acerca del mundo chullpa —y de los seres que lo poblaron—, formuladas por los campesinos de la región. Los chullpas son lugares de memoria social (Abercrombie, 2006) que reagrupan todos aquellos elementos que no pueden ser identificados con el pasado genealógico o histórico.

Los chullpas habrían vivido en un época presolar, un mundo de penumbras donde las cosas y los colores no estaban totalmente diferenciados; había abundancia de agua, se podía comunicar con plantas y animales, y se modelaban las piedras como si fuesen de arcilla cruda (N. Wachtel, 1990; V. de Vericourt, 2000; Absi, 2003; Cruz, 2005). El ocaso de este mundo se debe a la salida de un sol con luz y calor implacable que incineró a la mayoría de sus habitantes. No obstante, en todos estos lugares los espíritus de los chullpas continuan presentes merodeando en sus antiguas ocupaciones. Aún en regiones del noroeste argentino, como la puna catamarqueña, los campesinos escuchan por las noches los ruidos producidos por los espíritus de esta humanidad anterior, que regresan lejos del sol para reconstruir los muros de sus casas (Cruz, 2005).

Como los hombres de hoy, los espíritus de los chullpas son celosos de su territorio, de sus construcciones y de sus pertenencias; la energía liberada por su presencia invisible cuida que nadie se acerque a “hurgar” sus antiguas moradas. Esta energía es la causa de una patología particular relacionada con los sitios arqueológicos, llamada en quechua chullpasqa, de muy amplia difusión en los Andes. El afectado por esta patología presenta granos o pequeños huesos que lastiman la piel y conducen a la muerte si no se recibe un tratamiento ritual adecuado. De manera semejante a otras patologías del inframundo, la chulpasqa no es otra cosa que una posesión progresiva que culmina con la transformación del afectado en chullpa.

La existencia de un pasado sin sol, habitado por una humanidad diferente de la actual, muestra la perpetuidad de una visión indígena del tiempo y del cosmos igualmente muy expandida en toda la región andina, que se organiza en torno a varios ciclos de espacio-tiempo, llamados en quechua pachas. Cada ciclo está marcado por un gran desorden cósmico llamado pachacuti. De esta manera, el tiempo de  purumpacha  es aquel que precede el orden solar. Dentro de la concepción cíclica del mundo andino, el cataclismo que marcó el final de la época chullpa y el comienzo de la era solar fue un pachacuti, un evento brutal y reordenador, un cataclismo cósmico que desembocó después de varias etapas en una sociedad de policías y en la hegemonía de los Estados. En muchas regiones, la salida del sol estuvo acompañada por la llegada de los españoles y el cristianismo, primera característica de la humanidad actual, mientras que en otras regiones, como Potosí, fueron los inkas y su “Imperio del Sol” los que marcaron la llegada de la nueva humanidad. Tal como se deja ver en los estudios de Gisbert (2004), las representaciones coloniales de Cristo con un sol en el pecho o con aureola solar, o las representaciones del sol en la iconografía mural de las iglesias altiplánicas, y la generalizada asociación del sol con el Tawantinsuyu y la figura del inka en épocas tempranas de la Colonia, muestran que la frontera entre el cristianismo y la memoria del inka y su orden civilizador es muy difusa.

CHULLPAS Y SAQRA

Para los campesinos de Potosí, los chullpas se distinguen de los muertos y de los diablos en tanto que son los espíritus de una antigua humanidad. Sin embargo, tal distinción no es siempre evidente. Por un lado, los chullpas, los diablos y las demás entidades saqras21 habitan de manera indiferenciada dentro un mismo universo subterráneo: el ukhupacha22. Y en gran medida las características “ambientales” del inframundo de hoy son semejantes a las de aquellas del mundo chullpa, denominado en la crónicas coloniales como purumpacha23. En la región del salar esta relación se pone en evidencia de manera explícita en la toponimia de algunos sitios arqueológicos, por ejemplo Saqraloma (Viluyo), y en la elección de peñas y cuevas (qaqas, maray) como escenario y morada de las momias. Estos espacios son considerados como puertas transdimensionales (punkus) que comunican, en determinados momentos, con el inframundo y el universo saqra (Cruz, 2005 y 2006; Absi y Cruz, 2006). Y no se trata de algo nuevo. En el diccionario de Holguín (1608), al cual se refiere Estenssoro (2003:113-114), se define ukhupacha como un término genérico que designaba antes los lugares poco profundos de la superficie como las cuevas, las grutas y las cavernas; por su parte Bertonio (1612) utiliza el término aymara sakha, próximo de sakhra (saqra) para identificar “las aberturas de la tierra, o peña de muchas concavidades”. Bertonio define también el término cacallinca como “cueva que hay en las peñas, hoyos grandes en la tierra”, cacani como “bravo, cruel” y muy significativamente cacatha como “quedar sin sentido”, ccaca “como lleno de cuidado, acongojado” pero también como “fantasma que anda de noche según dicen y toma este nombre del ruido que haze como tartamudo”. Así, es comprensible que en la cueva reacondicionada con momias, situada en cercanías de la localidad de Colchani, se advierta sobre los peligros del lugar con un cartel que muestra una calavera y la palabra en aymara khakha.

Por otro lado, la patología producida por las chullpas, el chullpasqa, presenta síntomas y desenlaces semejantes a aquellas enfermedades producidas por el contacto con los diablos (supay) y demás entidades indiferenciadas del universo saqra: mancharisqa (susto) y jap’isqa (posesión, pérdida del ánimo) (Absi, 2003; Cruz, 2006). Temerosos de ser penetrados por la energía de los chullpas, no es de extrañar que actualmente muchos vecinos de San Juan quieran evitar caminar por el sitio arqueológico que ellos mismos abrieron al turismo, y menos aún ocuparse del mantenimiento de las tumbas entrando en contacto directo con los restos momificados.

Estas relaciones, por un lado, interpelan al ciclo andino de vida-muerte, que no es concebido tanto bajo el manto de la ruptura, sino más bien, dentro de una dialéctica de lo salvaje y lo doméstico, como dos procesos cíclicos en los cuales los seres se socializan, a partir del nacimiento —y con la intervención de varios ritos de pasaje— y se desocializan a su muerte perdiendo su identidad dentro del indiferenciado universo saqra (Cruz, 2005). Por otro lado, evocan una cierta continuidad en la relación entre los muertos y los diablos establecida temprano en la Colonia por las campañas de evangelización y extirpación de idolatrías con el fin de erradicar los cultos a los ancestros. Así, el término supay, que anteriormente designaba una parte del espíritu humano, alma o energía etérea, que sobrevivía a la muerte física, fue traducido como “diablo” y relocalizado finalmente en el infierno cristiano (Taylor, 1980; Estenssoro, 2003). Es en este sentido que resulta muy significativo que, teniendo otras posibilidades, los campesinos del salar hayan decidido exhumar antiguas tumbas para relocalizar los restos momificados en el interior de cuevas.

Esta estrecha y ambigua relación entre chullpa y saqra se manifiesta también en las resignificaciones de muchas tumbas y sitios arqueológicos situados en las regiones del salar, alejados de los centros urbanos y del mundo del turismo. Por ejemplo, en la comunidad de Arislaca, al este del salar, existe un paraje llamado Laluita donde se encuentran peñas (qaqas) que fueron utilizadas en tiempos prehispánicos como tumbas. Convertida en la morada de un espíritu aguatiri (pastor), llamado Francisco, una de estas tumbas es hoy en día un espacio ritual ligado con el multiplico del ganado, competencia específica de las fuerzas del mundo saqra. El relato de don Lorenzo, comunario de Arislaca, no solo da cuenta de la relación entre chullpa y saqra, también muestra cómo esta relación construye y estructura el paisaje ritual, y un aspecto muy significativo: la materilización de estas fuerzas en una entidad individualizada bautizada como “Francisco”, quien es al mismo tiempo un espíritu tutelar (aguatiri) y un ancestro de la comunidad.   

Un año veníamos de Amachuma donde había un rodaje de jumentos (burros), fuimos allí con un vecino de Arislaca que se llamaba Indalecio Vicente que se perdió después.  Pasábamos por aquí a promediar las siete de la noche, siete y media de la noche sería, pasamos por el camino donde se cruza con el río, y vimos aparecer una persona, como negrito, como animalito era, y se levantó como hombre y empezó a arrimarse hasta la loma, no lo hemos perdido de vista… Se creció grande (esta persona) y se achicó de tamaño después y se quedó quieto en la loma. Nosotros nos atrevimos a acercarnos y cuando estábamos cerca se convirtió en una leña  que llamamos ñaca.  Cuando llegué a mi casa le conté a mi madre, y ella me dijo que había sido porque era saqra hora, había sido el espíritu de jatun tata y jatun mama, si no éramos dos, nos habría asustado, (el espíritu) se llamaba Francisco, le decimos aguatiri (pastor), thoqra alma, aguatiri alma” (Lorenzo Tacavi, Arislaca).

CHULLPAS, PASADO Y SUBVERSIÓN

Las dinámicas sociales y culturales generadas por el desarrollo del turismo en el salar de Uyuni invitan a la reflexión. Primero, su impacto en las organizaciones y en las economías locales puede ser cuestionado al beneficiar casi de manera exclusiva a las agencias operadoras y a los comerciantes de las áreas nucleares como Uyuni. Segundo, la manera en la cual se viene desarrollando la industria del turismo en la región, enarbolando a su paso la consigna del libre emprendimiento y el libre mercado, acarrea un impacto negativo en el equilibrio de las estructuras comunitarias tradicionales en las cuales se constata la emergencia de una élite de vecinos comerciantes asociados con esta actividad. Estos actores, que generalmente ocupan cargos de autoridad (corregidor), son quienes efectivizan los pactos con las agencias operadoras para la instalación de nuevos hoteles, al mismo tiempo que frenan las iniciativas de la mancomunidad, entre ellas la regulación y administración centralizada del turismo.

No es una casualidad que el turismo haya cobrado un impulso significativo a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, un período negro en la historia económica boliviana, marcado por las repercusiones del decreto ultraliberal 21060, que desregulaba los mercados y el cierre de numerosas empresas estatales, como la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL). Por entonces, el progresivo demantelamiento del Estado, la crisis económica y laboral, las decenas de miles de mineros desempleados y relocalizados, fortalecieron las reivindicaciones de clase y reanimaron las organizaciones sindicales. Es de notar que en ese contexto, el proyecto auspiciado por el Estado en 1991, que proponía la concesión de los yacimientos de litio del salar de Uyuni a la empresa americana Lithium Corp., fue repudiado y rechazado fervientemente por todo el pueblo de Potosí. Este brutal freno a la entrega de los recursos naturales del salar a una empresa multinacional fue considerado de manera general como una afronta a las políticas y dictámenes neoliberales promovidos por los organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial) y seguidos al pie de la letra por los gobiernos de turno. Pero semejante mal no iba a durar mucho sin remedio, en pocos años la promoción y proliferación de los micro y medianos emprendimientos callaron las voces de protesta y desestructuraron la conciencia social. Solo pocos años después del caso de la Lithium Corp., la mayoría de las empresas estatales del país lograron ser capitalizadas y se otorgaron increibles concesiones mineras y petroleras a las multinacionales. Con mejor suerte que la Lithium Corp., por entonces otra multinacional, la Miner Silver Corp., comenzó en San Cristobal (Nor Lípez) los preparativos para la explotación del yacimiento argentífero de plata a cielo abierto más grande del mundo, algo impensable sólo pocos años atrás. Entre muchos otros aspectos, estos preparativos significaron la demolición y traslado del pueblo de San Cristobal que por mala suerte se encontraba situado sobre las vetas de plata. Concientes del “valor patrimonial” de la iglesia colonial de San Cristobal, la Miner Silver no dudó en financiar la reconstrucción “piedra por piedra” del edificio y de todas sus pinturas murales en el nuevo emplazamiento del pueblo. El traslado y reconstrucción de la Iglesia de San Cristobal se inscriben dentro de una política y un programa nacional de valorización de la imagen colonial de Bolivia, que como hemos visto contribuye implícitamente a borrar el rostro indígena del país. Es de notar que, a no ser por el esfuerzo de las comunidades y de algunos investigadores involucrados, a la fecha ningún sitio arqueológico prehispánico del sur de Bolivia fue objeto de un programa de conservación y puesta en valor con financiamiento estatal o privado, semejante al de San Cristobal. Aquí podemos ver otro ejemplo de la parcialidad del proceso de patrimonialización que tiene lugar en la región.

Al mismo tiempo, hemos visto que con la intención de captar la atención de los visitantes varias comunidades de la región desentierran momias arqueológicas para exponerlas al turismo, y sin duda, muchas otras esperan tener la oportunidad de hacerlo. Esta dinámica toca de lleno algunos principios supuestamente fundamentales del pensamiento patrimonialista. Por un lado, se encuentra la cuestión de la preservación y conservación de los vestigios arqueológicos, donde ciertamente se evidencia una generalización del saqueo y la destrucción de los contextos arqueológicos, la degradación de los restos humanos y materiales expuestos, el hurto por parte de los turistas, etcétera. Por otro lado, emerge el problema de la autenticidad y veracidad histórica en la puesta en valor del “patrimonio cultural” local que no toma en cuenta las particularidades cronológicas y culturales. Finalmente, la morbosidad, algo que atañe las raíces de la moral occidental, incluye el caso dentro del debate actual de la arqueología acerca de la exposición de los restos humanos. En estos casos, la moral patrimonialista actúa como un freno a las nuevas formas de reapropiación y diálogo con el pasado, folklorizando la cultura y fosilizando la historia en un pasado demasiado alejado conceptual y cronológicamente. Como lo señala Gustafson (2006) esto resulta antitético con la agendas indígena y popular que promueven la cultura como una manera de hablar de la desigualdad y consideran la historia como un tema que debe ser resuelto a través de la descolonización. De esta manera, los alcances del proceso de patrimonialización de la cultura, con códigos, estéticas y una moral normadas al gusto occidental, no traducen otra cosa que la histórica discriminación entre el buen indio y el mal indio.

Pero más allá de estos aspectos inmediatos, la verdadera rentabilidad del programa turístico y patrimonial puede medirse en la implantanción de una serie de principios y valores funcionales a la ideología del libre mercado, que frenan el desarrollo de la Mancomunidad y la resolución de la TCO, algo demasiado peligroso para las multinacionales que explotan los recursos naturales en la región. Es en este marco que la re-indigenización del territorio, promovida por organizaciones internacionales, entre ellas el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y aplicada por instituciones gubernamentales y ONGs, puede entenderse como una fragmentación de las tradicionales y mancomunadas estructuras sindicales. En otras palabras, la etnización de los territorios rurales, basada en un concepto culturalista y folklórico de la cultura, valga la redundancia, enmascara paradójicamente las identificaciones de clase (campesinos, campesinos originarios) y sus reclamos y reivindicaciones. Esta situación se manifiesta claramente en los múltiples brotes de racismo que acompañaron los últimos eventos de la vida política de Bolivia. Quizás el más significativo fue el que tuvo lugar en Sucre el 24 de mayo de 2008. Ante la inminente llegada a la ciudad del presidente Evo Morales, con el fin de entregar una treintena de ambulancias para la áreas rurales de Chuquisaca, miles de campesinos-indígenas intentaron llegar a la ciudad para honrar al mandatario indígena. El arribo del presidente fue impedido por las fuerzas de oposición lideradas por el Comité Interinstitucional24 quienes se enfrentaron con las fuerzas militares y la policía. Seguidamente, en un acto de arrebato racista, los jóvenes universitarios acompañados por las autoridades públicas persiguieron a los campesinos en la periferia de la ciudad atrapando a varias decenas de ellos. Los campesinos capturados fueron llevados amarrados y apaleados hasta la plaza central de Sucre, centro simbólico del poder de los blancos y criollos, donde fueron obligados, frente a miles de observadores-participantes, a desnudarse, quemar sus ponchos y wiphalas25, arrodillarse y besar el sacralizado suelo de la plaza. Este evento, como los muchos otros que tuvieron lugar desde la ascención de Evo Morales, no serían más que actos de barbarie racista dentro de una complicada coyuntura política, sino fuera por el hecho de que todos aquellos que participaron, intelectual y activamente, en la humillación y tortura de campesinos e indígenas, celebran y participan fervientemente en las fiestas patronales y turísticas, como Guadalupe y el Carnaval de Tarabuco, las cuales están marcadas por el desfile de conjuntos de danzas folklóricas y tradicionales de las regiones campesinas, muchas de ellas integradas por los mismos indígenas que fueron amedrentados el 24 de mayo de 2008. Es claro que mientras lo indígena se limite a sus aspectos folklóricos y no represente amenaza alguna al orden hegemónico, no solo puede ser aceptado, sino también celebrado y promocionado en tanto que “recurso cultural”; caso contrario, son sus cuerpos junto a sus principales símbolos, los ponchos y las wiphalas, los primeros en ser destruidos.

Muchos son los ejemplos que muestran cómo los cambios ideológicos y productivos acarreados por la globalización de la ideología neoliberal generan en los pueblos locales diferentes formas de reacción y de resistencia (Taussig, 1980). De hecho, el surgimiento indígena actual en Bolivia es en gran parte una respuesta a dos décadas (1985-2003) de liberalismo salvaje que sumergió al país en una terrible inestabilidad institucional, económica y territorial (Gustafson, 2006). Una de las respuestas de los pueblos campesinos e indígenas del altiplano boliviano son  las nuevas formas de reapropiación y relacionamiento con el pasado lejano. Si bien la dinámica de puesta en valor de las momias del salar de Uyuni se inicia junto al turismo, la manera en la cual los campesinos dialogan con ellas se inscribe en una perspectiva mucho más amplia y compleja, cercana al espíritu aguatiri de Arislaca llamado Francisco que a los conceptos de “bien cultural”, “sitio arqueológico” o “patrimonio”. Y es que la memoria tangible de un pasado diferente, de abundancia y fertilidad, pero también de autodeterminación, es un ejercicio de resistencia reproducido durante siglos, probablemente relacionada con la esperanza de la llegada de un nuevo ciclo reordenador.

La relación entre el pasado lejano, las chullpas, como ejercicio de resistencia se manifiesta tácitamente en el altiplano aymara, región que conoce desde mediados de los años ochenta un proceso de insurgencia indianista que integra la cuestión de clase. Así, refiriéndose al significado del poncho rojo, emblema de esta insurgencia indígena, Apaza (2007) nos cuenta: “tiene un significado importante para la nación aymara, pues representa un estado previo al awqa pacha (período de guerra). Nuestros antepasados lo utilizaron en su lucha contra la opresión, explotación y sometimiento que implantaron los españoles primero y los republicanos bolivianos después. En esta lucha justa, el significado del poncho rojo fue siempre la reconstitución del milenario Qollasuyu”26. Más explícitamente aún, la asociación entre los chullpas y el levantamiento de los pueblos aymaras se expresa en la voz de un joven campesino de la región de Omasuyus (La Paz), publicada en un artículo de Miguel Gomez y Marco Chuquimia (La Prensa, 2006): “…las armas están ocultas en medio de los techos de paja de las casas de adobe o envueltas en nailon grueso en las chullpas (tumbas). El jilakata no habla de esto porque es confidencial…”.

Y no es algo casual que el actual presidente indígena de Bolivia, Evo Morales Ayma, originario del altiplano aymara, haya oficializado su mandato en el antiguo centro ceremonial de Tiwanaku, vestido con un unkhu y gorro de cuatro puntas y sosteniendo un bastón de mando, ante las miradas comprometidas de todas las organizaciones indígenas del país. En los discursos de muchos de los especialistas rituales y de los amautas “oficiales” que acompañaron esta ceremonia, la entronización del nuevo Presidente aymara marcó mucho más que una renovación del poder político: fue el inicio de una nueva época ordenadora que estaría revirtiendo el orden establecido en los Andes desde el desembarco de Pizarro.

Muchos son los investigadores sociales que analizaron de manera crítica este tipo de eventos en distintas regiones de los Andes y América central, y pusieron el acento en el crecimiento de un “neo-indigenismo” impregnado por buenas dosis de populismo e ideología new age (Galinier y Molinié, 2006). Sin embargo, esta visión conservadora, que en gran medida menosprecia la generalización de un proceso de cambio social y cultural, que incorpora nuevas pautas y comportamientos fuera de los cánones “tradicionales” — los dibujos de Guaman Poma o de Murúa parecieran ser los arquetipos del indígena tradicional—, y patrimonialistas, de los cuales muchos investigadores sociales se posicionan en garantes, pasa por alto un aspecto significativo: en los discursos y en las prácticas, poco importa la forma, las chullpas están progresivamente dejando de ser los testimonios de aquella humanidad extinta y diferente para convertirse progresivamente en ancestros y antepasados. ¿Es el rol de los investigadores sociales insistir hasta convencer que están (continúan) equivocados, que se trata más bien de recursos culturales, bienes patrimoniales, sitios arqueológicos, o aspectos folklóricos de sus culturas, los cuales deben ser  protegidos cristalizándolos, valorizados, y si es posible, mercantilizados?


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Entrevistas

Jimena Montero realiza actualmente una investigación sobre turismo y gestión de los recursos culturales en la comunidad de San Juán de Lípez.

Lorenzo Tacava es miembro de la comunidad campesina de Estancia Arislaca, Provincia Quijarro, Potosí.

 

DATOS

1   Antropólogo. Investigador del CONICET-Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, pablocruzfr@yahoo.fr

2   En: “Cultura, sociedad y política de los pueblos originarios”, artículo que retoma una frase de Ulloa Astrid publicada en La construcción del nativo ecológico (2004), Bogotá: ICANH.

3  Agradezco la lectura crítica de Pascale Absi, así como las informaciones brindadas por Jimena Montero quien lleva adelante una investigación sobre el turismo en el salar, y a Verónica Cereceda, directora de la Fundación para el Etnodesarrollo Antropólogos del Surandino (ASUR). Las opiniones aquí vertidas son de exclusiva responsabilidad del autor.

4   En tiempos de la Colonia la región se integraba en el extenso territorio del Partido de los Lípez. Más tarde, durante la República, conformó la provincia Nor Lípez. Cuestiones administrativas y territoriales condujeron en 1949 a la división de Nor Lípez en dos provincias: Nor Lípez (quechua) y Daniel Campos (aymara).

5   El nuevo texto constitucional fue sometido a referéndum dirimidor en enero de 2009. La creación de autonomías indígenas territoriales constituye uno de los principales puntos en conflicto entre el occidente andino de Bolivia y los departamentos de las tierras bajas reagrupados en la denominada “media luna”.

6   Principalmente: el Carnaval de Oruro, la Virgen de Urkupiña (Cochabamba), Gran Poder (La Paz), Ch’utillos (Potosí), Guadalupe (Sucre).

7   Se integra en este circuito el sitio arqueológico de Tiwanaku.

8   Es de notar que los trayectos que unen las distintas capitales o centros turísticos de Bolivia son realizados en buses nocturnos o por vía aérea, es decir pocas son las oportunidades que poseen los turistas de observar la áreas rurales.

9   $us = dólar americano, moneda de rigor en el mercado turístico de Bolivia. Actualmente, la tasa de cambio es de 7,2 bolivianos (Bs) por $us 1.

10  Es probable que en la industria del turismo, y particularmente en el sector hotelero, se concentren las prácticas de lavado de dinero. En Uyuni no es un secreto: varios administradores de hoteles nos comentaron cómo las fichas de hospedaje, y sus correspondientes facturas, se completan durante los balances mensuales al máximo de la capacidad de los establecimientos, independientemente del número de turistas que realmente se alojaron.

11 Entre otras comunidades: Atulcha, Colchani, Coquesa, Chubilca, Jirira, Tahua y San Juan.

12  Entre otras instituciones: Centro INTI, ASUR, GTZ (Alemania) y COSV (Italia).

13 Localizada en el medio del salar, la isla Incahuasi es un enclave central, visitado por todos los tours y administrado mancomunadamente por los municipios de Llica y Tahua (D. Campos). Incahuasi genera anualmente una media de $us 18.000, monto destinado a obras de bien común.

14            Cita textual del propietario de Fremen Tours: “Red de Hoteles Comunitarios Tayka. Modelo inédito de turismo comunitario basado en alianzas estratégicas”. Ver www.turismoruralbolivia.com/img/JorgeRiveraHOTELESTAYKA.pdf.

15  Estos talleres fueron desarrollados en las localidades de Coquesa, Atulcha y San Juan,  con la participación de comunarios de toda la región.

16 La provincia aymara Daniel Campos fue la primera de Bolivia en erradicar el analfabetismo (castellano), el 18 de agosto de 1983.

17 Utilizo aquí la versión aceptada del quechua (Ver Herrero y Sánchez de Lozada, 1983).

18  Sandalias, generalmente con suela de goma de neumático.

19 En este sentido, desde hace pocos años, los aymaras intentan renombrar el salar como “salar de Tunupa”, nombre asociado con el principal héroe civilizador del altiplano aymara. Luego de un largo recorrido iniciático, Tunupa se transforma en el volcán que yace en la rivera norte del salar.

20  Contrariamente a lo que la mayoría piensa, el quechua se expande en Lípez como lengua franca a partir del siglo XVI.

21 El polisémico término de saqra (saxra en aymara) designa en sí toda una categoría del pensamiento andino donde se incluyen tanto las entidades, fuerzas animantes y espacios demoníacos, como el universo ctoniano y los principios inspiradores en las artes (tejidos, música, bailes, etc.).

22   Llamado también supaypacha o saqrapacha.

23  Bouysse Cassagne y Harris (1987), Absi (2003).

24 El Comité Interinstitucional está integrado por la Prefectura Departamental, la Alcaldía de Sucre, la Universidad San Francisco Xavier y muchas otras instituciones públicas y privadas. Aliado con las fuerzas de oposición de la “media luna” (Santa Cruz, Tarija, Beni y Pando) y la derecha boliviana, el Comité abanderó los reclamos por el reconocimiento de Sucre como capital plena de Bolivia y, más tarde, el pedido de autonomía departamental.

25  Bandera con la cual se identifica a los movimientos indígenas y campesinos.

26 El subrayado es mío.

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