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Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.12 n.26 La Paz jun. 2009

 

El papel del Estado en el desarrollo ético y duradero1

 Guy Bajoit2

Es urgente, dice el autor, tomar distancia frente a los discursos supuestamente científicos de economistas y sociólogos que se han revelado impotentes para explicar el desarrollo. El desarrollo es un proceso que consiste en resolver seis grandes “cuestiones”: la cuestión intersocial, la cuestión económica, la cuestión tecnológica, la cuestión política, la cuestión social y la cuestión cultural. Un reto para los gobiernos que se dicen “de izquierda”.


Innumerables son los sociólogos y los economistas que, desde hace sesenta años, han procurado elucidar la cuestión del desarrollo. Sin embargo, hay que reconocerlo bien, a pesar de sus esfuerzos, los actores económicos, políticos y sociales a quienes han guiado con sus consejos o quienes se han inspirado en sus escritos, no han conseguido resolver este terrible problema: las desigualdades entre las naciones que componen el planeta están siempre allí, insoportables, escandalosas; en términos relativos, ellas mismas son más grandes que nunca para la mayoría de los países del sur. Las cuestiones permanecen pues: ¿Cuáles son las condiciones (¿cuándo?) y los procesos (¿cómo?) que son necesarios (o al menos útiles) para que una colectividad humana se comprometa en una dinámica de mejoramiento de las condiciones materiales y sociales de vida de sus miembros? ¿Y qué papel debe jugar el Estado para reunir estas condiciones y fomentar estos procesos?

Es verdad que a estas cuestiones, los sociólogos y los economistas, la más de las veces, no han aportado más que respuestas excesivamente reduccionistas. Han simplificado la explicación reduciéndola a una de sus dimensiones, la que han juzgado esencial, en general por razones más ideológicas que científicas. Así, en un primer tiempo —digamos, entre 1950 y 1980— han puesto en evidencia unas veces factores culturales, y, otras, factores políticos, elaborando así dos grandes teorías contradictorias, que son combatidas duramente:

•  Teoría de la modernización: el subdesarrollo se explicaría por las variables culturales; la mentalidad tradicional de los pueblos concernientes los incitaría a rechazar la modernidad y sería la causa de su estancamiento; desde entonces, los Estados deberían comprometerse en programas de modernización;

•  Teoría de la dependencia: el subdesarrollo se explicaría por los factores políticos; sería la dependencia de los países del sur frente a los Estados hegemónicos y las empresas multinacionales, y el pillaje de sus recursos materiales con la complicidad de clases dominantes internas parasitarias, que prohibirían el desarrollo; pues, el Estado, colocado bajo el control de fuerzas políticas antiimperialistas, debería hacer la revolución nacional y social.

El conflicto intelectual —pero más aún ideológico y político— entre estas dos explicaciones ocupaba, en aquella época, todo el campo de la reflexión “científica” sobre la cuestión del desarrollo. Después vino la crisis de los años 1975-1985, y el comienzo de la “gran transformación” neoliberal. Con ésta, aplicada a los países del sur, se ha visto imponerse una tercera lectura, tan reduccionista como las dos primeras.

•  Teoría de la competición: el subdesarrollo se explicaría por los factores económicos; la falta de dinamismo del crecimiento de las riquezas se explicaría por el exceso de interferencia nefasta de los Estados sobre el libre funcionamiento de la racionalidad económica, entiéndase, del mercado. Pues, ¡el Estado debería ponerse al servicio del mercado y dejarlo hacer!

Desafortunadamente, los resultados de este tercer modelo fueron, y son siempre, terroríficos: ¡sus costos sociales, ecológicos y culturales son cada vez más intolerables… y mal tolerados! En muchos países —sobre todo en el sur, es verdad, pero también en el norte—, las poblaciones se han levantado para protestar. Entonces los sociólogos y los economistas formularon, aunque más confusamente, dos explicaciones suplementarias:

•  Teoría de la democracia: algunos han insistido en las razones sociales y políticas; la causa del subdesarrollo tendría que buscar en las lagunas de la democracia, en la represión de la sociedad civil por las dictaduras, abiertas o disfrazadas; el Estado debería pues restablecer y garantizar la democracia política y la democracia social.

•  Teoría de la identidad cultural: otros —desde una veintena de años— se han vuelto hacia las variables culturales; sería el etnocentrismo de todas estas teorías, inventadas en el norte y exportadas al sur, el que explicaría sus resultados tan decepcionantes: estos modelos serían inadaptables a otras culturas; pues, valdría mejor dejar a cada pueblo inventar su propio desarrollo y hacer del Estado la garantía de este multiculturalismo.

Todo esto nos ha tomado sesenta años: desde que los sociólogos y los economistas han comenzado a problematizar la cuestión del desarrollo (hacia 1948), ¡hasta hoy día! Y durante todo aquel tiempo, el problema se agravó: ¡las desigualdades se volvieron peores que antes, la población del mundo ha sobrepasado los seis mil millones de habitantes y los límites ecológicos ahora nos hacen comprender que jamás podrán vivir todos como en Europa o en los Estados Unidos —y todavía menos en Europa o en los Estados Unidos!—. 

Cualesquiera que sean las razones por las cuales los economistas y los sociólogos se han revelado tan impotentes para explicar el desarrollo —que su inocencia les hubiera vuelto víctimas de modos intelectuales, que hubieran sido cegados por las ideologías reinantes, ¡o que su duplicidad los hubiera atado a actores cuyos intereses eran contrarios a las necesidades del desarrollo!—, es urgente tomar ahora distancia frente a todos estos discursos supuestamente científicos. Hay que, desafortunadamente, reconocer bien que las buenas intenciones, fijadas en los discursos de los actores que pretenden querer el interés general y el bien común, no hacen sino llenar el infierno del subdesarrollo: ¡la más de las veces, en esta materia, las fuerzas conservadoras son las más poderosas que las fuerzas progresistas y es mucho más difícil de conseguir un proyecto de desarrollo que sabotearlo! Debemos, desde entonces, asumir la inmensa complejidad de esta cuestión y cesar de simplificarla, a falta de lo cual, continuaremos escribiendo libros y organizando coloquios inútiles. 

Decir de un fenómeno que es complejo significa que hay que considerarlo a la vez en todas sus dimensiones, incluso (y sobre todo) si éstas son contradictorias. Ahora bien, ocurre así con el proceso de desarrollo. Todas las razones —y sin duda aún más— que los sociólogos y los economistas han invocado hasta aquí, para explicar la ausencia o la insuficiencia del dinamismo de desarrollo de ciertas sociedades, son verdaderas en conjunto, y deben pues ser consideradas en su articulación y sus contradicciones. Voy, muy brevemente, a intentar explicitar aquí esta idea central.

EL DESARROLLO ES UN PROCESO QUE CONSISTE EN RESOLVER SEIS GRANDES “CUESTIONES”

De las innumerables tentativas de desarrollo que han sido emprendidas en los países del sur desde hace más de medio siglo, me parece que se deben retener las seis lecciones siguientes:

1. LA CUESTIÓN INTERSOCIAL

No hay desarrollo duradero de una colectividad humana —local, nacional, regional— sin crecimiento de sus intercambios económicos, políticos, culturales y demográficos con las otras. La autarquía no es “rentable” y lo es menos todavía con la avanzada actual de la mundialización, que la vuelve francamente imposible. Sin embargo, el desarrollo no es duradero tampoco si esta colectividad, intercambiando con las otras, pierde el control de sus recursos propios, y si, desde entonces, no puede beneficiarse plenamente para mejorar las condiciones de vida de sus propios miembros.

2. LA CUESTIÓN ECONÓMICA

No hay desarrollo duradero sin crecimiento de la riqueza material producida: es evidentemente indispensable hacer aumentar el “pastel” si se quiere mejorar las condiciones materiales y sociales de vida de una población; aún cuando el desarrollo no consiste solamente en “recuperar un retraso” en la clasificación del “PIB por cabeza”, se debe reconocer bien que este crecimiento es, no obstante, indispensable. Sin embargo, el desarrollo no es duradero tampoco si este “pastel” es mal repartido, si no aprovecha más que a algunos y deja en la miseria y la explotación a la más grande parte de los miembros de la colectividad. La injusticia engendra toda clase de miserias sociales, y esto más aún en un mundo de comunicación donde cada uno ve cómo viven otros.

3. LA CUESTIÓN TECNOLÓGICA

No hay tampoco desarrollo sin innovación tecnológica, sin una participación activa en el gran movimiento humano del progreso de los conocimientos, de invención y de adopción de nuevas tecnologías, permitiendo asegurar el crecimiento y diversificar la economía, pero también aliviar el sufrimiento y el trabajo de los humanos. Sin embargo —hoy día se está cada vez más convencido de ello—, este desarrollo no es (o, por lo menos, no es más) duradero si perturba los equilibrios ecológicos y si se agota los recursos no renovables de un planeta tan maltratado que se vuelve demasiado pequeño.

4. LA CUESTIÓN POLÍTICA

Pero el desarrollo no es solamente un proceso económico y técnico. Es también una tarea política, larga y compleja, que necesita ser programada, guiada, puesta en obra por un actor-piloto coherente, fuerte y unido, luego, por un poder ejecutivo —un gobierno— capaz de movilizar los recursos humanos y materiales de manera eficaz y eficiente. Sin embargo, tal poder —como la experiencia histórica abundantemente lo ha probado desde hace siglos—, acaba siempre por transformarse en oligarquía y por corromperse, si no es cuidadosamente vigilado por los ciudadanos, gracias a las instituciones democráticas.

5. LA CUESTIÓN SOCIAL

Muchas veces se lo ha probado, el desarrollo no es posible si la colectividad es constantemente perturbada por acciones violentas. Por eso es tan importante instituir un contrato social aceptable, favoreciendo la constitución de cuerpos intermediarios (grupos de presión, sindicatos de trabajadores o de profesionistas, movimientos sociales), que representen y negocien los intereses de sus miembros y que institucionalicen así los conflictos entre ellos y con el Estado. Pero, como lo aprendemos también de la historia concreta, este contrato social excluye la mayoría de las veces varias categorías de individuos incapaces de constituirse en actores colectivos: los pobres, los precarios (cualquiera que sea la razón), las minorías de toda clase (étnicas u otras), que también necesitan de ayuda y protección y permanecen, sin embargo, víctimas de las desigualdades.

6. LA CUESTIÓN CULTURAL

El desarrollo implica, por último, un compromiso, una movilización de la más grande posible parte de la colectividad en un proyecto de sociedad creíble, una ideología que dé sentido a la existencia de cada uno, que ofrezca a cada individuo un sitio, un papel que jugar, y que integre así el conjunto de la sociedad. Pero tal proyecto jamás convence a todo el mundo: los numerosos individuos y grupos, por razones diversas, no creerán en eso, no lo implicarán, e incluso lo combatirán. Para que sea duradero y éticamente defendible, este proyecto de futuro no puede volverse dogmático, sectario o totalitario: es importante respetar los derechos de los individuos de pensar, de expresarse y de llevar su existencia como se lo propongan, aun cuando, haciendo esto, no aporten al movimiento colectivo.

Estas seis cuestiones nos parecen, teóricamente al menos, de una igual importancia. Como ampliamente lo demuestra la experiencia, si una colectividad está impedida, por una u otra razón, para encontrar las soluciones adecuadas para cualquiera de ellas, se vuelve, al mismo tiempo, incapaz de resolver convenientemente las otras. Desde luego, en cada situación concreta, estas cuestiones presentan evidentemente grados diferentes de prioridad.

CADA UNA DE ESTAS SEIS GRANDES CUESTIONES EXIGE LA RESOLUCIÓN DE UNA CONTRADICCIÓN ESPECÍFICA

Como la mayoría de las acciones humanas, el desarrollo es un proceso ambiguo y contradictorio. Se ve fácilmente que cada una de las cuestiones anteriormente mencionadas requieren, para ser resueltas, acciones —y por tanto actores— a la vez complementarias y sin embargo opuestas.

Tratándose de la cuestión intersocial, ¡es evidente que es justamente por la baja de sus intercambios con otros que una colectividad puede perder —y pierde efectivamente— el control de sus recursos! Porque estos intercambios son, en efecto, relaciones de competencia y de dominación, en donde cada colectividad aprovecha en lo posible su fuerza y explota lo mejor posible las debilidades de otras. Se trata pues aquí de una primera y delicada contradicción: hay que saber a la vez participar en los intercambios, abrirse al mundo y, sin embargo, no perder, a corto, mediano o largo plazo, el beneficio de las riquezas que la naturaleza —que el azar— ha colocado al interior de sus fronteras.

Lo mismo ocurre con la cuestión económica. Es bien conocido, los que controlan los medios de hacer crecer la riqueza no son generalmente propensos a repartirla: tienen la vista corta, no ven más que sus intereses inmediatos, dan prueba la mayoría de las veces de un egoísmo inconmensurable, de una irresponsabilidad intolerable. Tan pronto como sea cuestión del menor reparto, se ponen a amenazar: reducen sus inversiones y expatrian sus capitales. He aquí una segunda contradicción: hay que saber a la vez repartir el “pastel”, mientras se continúa haciéndolo crecer.

Otra contradicción atraviesa la cuestión tecnológica: es justo inventando sin cesar técnicas nuevas que los humanos han llegado a poner en peligro su propio nicho ecológico. De donde nace una tercera contradicción: hay que saber a la vez promover la tecnología y hacer buen uso para no destruir el entorno natural.

La cuestión política también reposa sobre una tensión central. Las relaciones entre el desarrollo y la democracia política son muy complejas: a veces, estos dos términos mantienen entre ellos un “círculo virtuoso” (más de uno engendra más del otro), pero a veces, ellos se contradicen (cada término tiende a paralizar al otro). He aquí pues una cuarta contradicción: hay que conseguir instaurar ese “círculo virtuoso”, que permite conciliar un gobierno fuerte con el respeto de las exigencias de la democracia política (el derecho de los ciudadanos de elegir, controlar, criticar y, en caso de necesidad, cambiar a sus gobernantes).

Otra contradicción atraviesa la cuestión social: es justo instituyendo los conflictos que se garantiza la coexistencia pacífica, pero es también instituyéndolos que se excluye del contrato social a ciertas categorías de individuos y que vuelve a acusar la democracia social (el derecho de toda categoría de personas —en los límites de lo legal—, de organizarse, de reivindicar, de negociar y de gozar de la protección del Estado).

Por último, la cuestión cultural no carece, tampoco ella, de tensión contradictoria. Los que son portadores de un proyecto y de una ideología de desarrollo tienen tendencia a no tolerar a los tibios, e incluso menos a los que no piensan como ellos, luego a volverse represivos, incluso totalitarios.

EL CONCEPTO DE DESARROLLO ÉTICO Y DURADERO

Sin pretender ser exhaustivo, parece claro que las “lecciones de la historia”, que acabamos de recordar, nos han proporcionado las seis condiciones que consideramos como necesarias para un desarrollo ético y duradero:

Se ve claro, se trata aquí de verdaderas contradicciones en los sentidos filosóficos del término3: si se quiere que el desarrollo sea a la vez ético y duradero, no se pueden disociar los dos términos de cada una de estas políticas, sino que es justo, sin embargo, realizando uno que se corre el riesgo de no poder realizar también el otro.

Se admitirá sin dificultad, en efecto, que el desarrollo es imposible si las condiciones que figuran en la columna de la derecha no son reunidas: no se concibe (y más hoy día) un desarrollo sin participación en los intercambios mundiales, sin crecimiento económico diversificado, sin innovación tecnológica, sin un gobierno fuerte, sin una buena institucionalización de los conflictos y sin una fuerte movilización de la población. Son claras aquí, en efecto, las condiciones mínimas de éxito de un proyecto de desarrollo, sin las cuales no sabría ser duradero. Sin embargo, aun cuando estas condiciones son reunidas —lo que es ya muy raro—, es habitual que las tentativas se ahoguen rápidamente o no produzcan más que resultados decepcionantes y provisorios. ¿Por qué? Porque estas condiciones mínimas jamás resisten muy largo tiempo, si los actores no tienen en cuenta aquéllas que figuran en la columna izquierda, si no son ellas moderadas y guiadas por las exigencias de un desarrollo ético.

Comprendamos bien. No se trata de “hacer un poco de las dos”, de encontrar compromisos aceptables entre los actores que privilegian los objetivos de la columna “de la derecha” y los que tienen una preferencia por la columna “de la izquierda”: ¡no se trata de comprar la paz social practicando una política reformista del “justo medio”, sea social-demócrata o demócrata cristiana! Se trata, y esto me parece del todo esencial, de superar estas contradicciones, es decir, de resolverlas como lo quiere la dialéctica, al menos desde Hegel4, saliendo de círculos viciosos por los cuales los dos términos opuestos se destruyen, para colocar círculos “virtuosos” gracias a los cuales estos términos se refuerzan y se enriquecen uno al otro.

EL PAPEL DEL ESTADO: ADMINISTRAR ESTAS CONTRADICCIONES

¡Sólo el Estado puede hacer esto! No se ve en efecto que dejando estas mismas a los actores de la sociedad civil (las clases sociales, las fuerzas políticas, los grupos de presión, los movimientos sociales, las innumerables organizaciones que la representan), puedan éstos mismos encontrar por sus propias iniciativas los caminos que les llevarían a poner en obra tales círculos “virtuosos”. Ningún actor privado tiene razón para preferir el interés general a sus intereses particulares y, si, a pesar de ello, se preocupa a veces del bien común, esto sólo en la medida, siempre limitada y provisional, en que éste no es contrario a sus intereses. Más precisamente, es del todo excepcional que los Estados más poderosos tengan en cuenta los intereses de los más dependientes, sin que éstos los obliguen a ello; que una clase dirigente ofrezca a la clase productora el reparto de los frutos del crecimiento económico, si ésta no se organiza como una fuerza social capaz de exigirlo; que los innovadores renuncien a sus descubrimientos tecnológicos si ellos son nocivos para la naturaleza, sin ser obligados a ello por fuerzas preocupadas por proteger el medio ambiente; que las elites políticas se sometan por su propia voluntad al control de los ciudadanos que ellos gobiernan, sin que éstos les impongan su vigilancia; ¡que las fuerzas políticas o los movimientos sociales más influyentes se muestren solidarios con aquellos que son menos, si éstos no les obligan a ello!

Se dice, ¡el Estado no es tampoco, lejos de hacer falta, un Deus ex machina situado por encima de la pelea! Él es en primer lugar el reflejo de las relaciones de las fuerzas que prevalecen en la sociedad civil. Y, entonces, si él mismo no está estrechamente controlado por los actores civiles, su deriva lo conduce inexorablemente a la burocracia, a la corrupción, a la represión, incluso al totalitarismo, y se vuelve rápidamente incapaz de resolver las cuestiones del desarrollo.

¡Así están hechos los humanos, y es preferible tomarles por lo que son, más que construir proyectos utópicos, contando con lo que ellos deberían ser!

EL RETORNO DEL ESTADO EN AMÉRICA LATINA

Durante mucho tiempo —por lo menos desde la crisis de 1929 hasta la de 1975— el Estado ha sido considerado como el actor central del desarrollo: ya se trate de la vía capitalista o de la vía socialista, era el pilar de las políticas de modernización, unas veces al servicio de una hipotética burguesía nacional, y otras en beneficio de las clases populares, y, a veces incluso, creíamos, en provecho de ambas a la vez.

La crisis de los años 75 nos devolvió, en el Norte como en el Sur, el viejo liberalismo, en su apariencia “neo”. Por todas partes, entonces, se han puesto a criticar al Estado, considerando que era el peor gestor posible del desarrollo, limitando sus intervenciones a sostener el mercado, reduciendo sus recursos, y privatizando todo lo que podía ser él. América Latina no ha escapado del maremoto neoliberal: ¡todos los países han pasado por allí! Por desgracia, después de algunos años de experiencia concreta de este modelo puro y duro, se ha tomado por todas partes la medida de sus efectos nefastos. Incluso cuando hace escalar el PIB per cápita, lo que frecuentemente es el caso, tiene siempre costos prohibitivos: costos sociales (desigualdad, explotación ultrajante, exclusión, inseguridad, crisis alimentaria), costos ecológicos y costos culturales. Y, por todas partes, los que pagan gravosamente el precio de este modelo, las clases populares, protestan, más o menos: los movimientos indigenistas se despiertan (particularmente los zapatistas en México, y los pueblos indígenas un poco por todas partes: Bolivia, Ecuador, Perú); y movimientos de excluidos se organizan (particularmente el Movimiento de los Sin Tierra y el de la economía solidaria en Brasil, o el de los “piqueteros” y de la autogestión de empresas en Argentina).

Estos movimientos sociales sostienen las fuerzas políticas progresistas, que han llegado, por la vía electoral, a tomar el control del poder ejecutivo en más de la mitad de América Latina. Los gobiernos llamados “de izquierda” han tomado un lugar en una decena de países: Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Brasil, Argentina, Uruguay y Chile y, recientemente, Paraguay, sin olvidar, por supuesto, Cuba, donde el Estado es omnipresente desde hace casi medio siglo. Estos gobiernos se esfuerzan, con más o menos de voluntad y éxito, por restablecer un cierto control del Estado sobre el mercado, por hacer intervenir de nuevo al Estado como actor piloto del proceso de desarrollo. Se esfuerzan, unos más, otros menos, por dar un rostro humano al neoliberalismo, por poner la economía al servicio de la sociedad, y no a la inversa. Se puede, pues, con razón, hablar de un “retorno del Estado en América Latina”. Justo es sirviéndome de las seis cuestiones que ponen el concepto de desarrollo ético y duradero que he intentado, en otro lugar5, evaluar algunas de estas experiencias actualmente en curso. ¿Estos Estados, controlados por estos gobiernos, llegan a resolver las contradicciones enunciadas más arriba?

La respuesta a esta cuestión es demasiado compleja para ser resumida aquí en pocas palabras. Sin embargo, sin prejuzgar el porvenir de estas tentativas y con las informaciones, a menudo parciales, de las que he podido disponer para dirigir este estudio, creo poder hacer aquí algunos comentarios.

Más que resolver las contradicciones del desarrollo, estos gobiernos me parece que han elegido privilegiar una de las dos columnas del cuadro presentado más arriba.

Así, los dirigentes de Venezuela, de Bolivia y de Ecuador tienen una neta preferencia por los objetivos que figuran en la columna de la izquierda: buscan recuperar el control de sus riquezas naturales; colocan una nueva distribución más equitativa de las riquezas; se apoyan en la voluntad democrática de la mayoría de la población (aunque este apoyo es, al menos en parte, el de una “clientela” fidelizada por políticas sociales generosas); se esfuerzan, con mucha dificultad, por reconstruir un contrato social que incluya a los grupos sociales hasta entonces dominados y excluidos; movilizan a su población alrededor de un proyecto creíble que asocia a las “minorías” culturales; y parecen inclusive preocuparse un poco —aunque estén muy lejos de la realidad— por la protección de su entorno natural. Pero estas elecciones vuelven muy difícil la prosecución de los objetivos que figuran en la columna de la derecha: su política antiimperialista tiende a marginalizarlos y deben reconstruir lazos de solidaridad entre ellos; sus clases dominantes sabotean su proyecto de desarrollo (huelga patronal, amenaza de secesión) y les cuesta trabajo diversificar sus economías, que continúan, entonces, dependiendo del exceso de las exportaciones de petróleo y de gas; aunque confirmados por elección, sus regímenes políticos quedan muy inestables y amenazados por sus adversarios internos y externos; el contrato social y la integración nacional, sobre todo en Bolivia, son constantemente acusados por fuerzas centrífugas que buscan sembrar el caos…

A la inversa, los dirigentes de Chile, de Argentina y de Uruguay parecen tener una preferencia marcada para los objetivos que figuran en la columna de la derecha: han tomado su lugar en los intercambios mundiales firmando numerosos tratados de libre comercio, particularmente con los Estados occidentales; aprovechando la coyuntura favorable (la demanda asiática), su economía produce un tanto bien y se esfuerzan (más o menos según los casos) por diversificarla; sus regímenes son estables y sus gobiernos son fuertes; llegan, mal que bien, a institucionalizar los conflictos con los movimientos sociales más bien débiles; el modelo cultural CCC (competición, consumo, comunicación) les hace las veces de proyecto cultural. Pero esta política tiene su revés. Descuidan los objetivos de la columna de la izquierda: se alinean bajo las exigencias del modelo económico neoliberal mundializado; las desigualdades sociales se engrandecen mientras que sus economías son más bien florecientes; sus regímenes políticos reposan sobre democracias que quedan limitadas; sus políticas sociales son minimalistas: son suficientes apenas para preservar una paz social precaria, pero no permiten resolver la cuestión social; el contrato social es constantemente amenazado por la exclusión y la inseguridad; su proyecto cultural fabrica individuos consumidores, pero excluye a todos los que no tienen los medios para participar en él —¡pero son con todo conscientes de que la parte que les corresponde se mejora apenas, mientras que “el pastel” se agranda!

Y, en un caso como en el otro, en el conjunto de los países latinoamericanos, la cuestión tecnológica es descuidada, tanto en lo que concierne a la participación en el movimiento de innovaciones, como por lo que mira a los enormes daños causados al entorno. Particularmente, las inversiones en el sector de los agrocombustibles, no solamente no parecen aportar una solución a la crisis energética, sino que engendran enormes costos ecológicos y sociales (agotamiento de las aguas, polución de los suelos y de las capas freáticas, destrucción de la biodiversidad, eliminación de la economía rural familiar, crisis alimentaria, desplazamiento de poblaciones): aparecen más bien como una “nueva frontera del capitalismo”, como un nuevo sector estratégico de la acumulación del capital6. Los actores económicos sacan provecho de la legitimidad actual de la esfera de influencia ecológica para preparar, en su nombre, los futuros provechos extraordinarios de las empresas multinacionales.

Como lo muestran los ejemplos citados anteriormente, es claro que elegir uno de los dos términos de una contradicción no corresponde a resolverla, sino al contrario. Ella queda encerrada en su círculo vicioso y el término descuidado acaba por destruir los esfuerzos, por honestos que sean —¡y lo son a veces!— para llevar a cabo políticas que pretenden consolidar el término privilegiado. Es por eso que, me parece, las tentativas de “retorno del Estado”, del que ha sido cuestión aquí, quedan terriblemente frágiles, porque la continuidad de sus políticas depende de variables demasiado aleatorias: del precio de la energía o de otras materias primas en los mercados internacionales; de las maniobras de los Estados hegemónicos; de las reacciones de las clases dominantes nacionales o locales, actores políticos de oposición y grupos de presión; de la unidad, del sentido cívico y de la inteligencia de los actores políticos y sociales que sostienen los gobiernos… A menudo, el futuro de estos proyectos está pendiente de un hilo y, lo que todavía es peor, no reposa a veces más que en un individuo, cuya desaparición bastaría para poner fin a la tentativa.

Desde luego, en el destino de estos proyectos, los recursos disponibles juegan un papel esencial: es legítimo servirse de un recurso nacional, fuertemente valorizado en los mercados por una coyuntura favorable. Todavía hay que saber aprovechar la ocasión para avanzar efectivamente sobre la vía del desarrollo ético y duradero, y no contentarse con venderla lo más caro posible, para enriquecer el Estado y permitirle comprar la paz social, y ofrecerse a una clientela electoral, ¡qué reelegirá a los gobernantes en las próximas elecciones! La historia nos ha enseñado que el dinero fácilmente adquirido engendrará frecuentemente efectos muy perversos: permite aplazar para más tarde la resolución de las cuestiones del desarrollo.7

¿SER “DE IZQUIERDA” HOY?

He tratado aquí el retorno del Estado en América Latina; ¡y no del retorno de la izquierda! Sin embargo los gobiernos citados se dicen todos, unos más, otros menos, “de izquierda”. ¿Qué es esto, exactamente?

Desde luego, ser de izquierda es siempre —como ayer— mostrarse solidario con los grupos sociales dominados, luchar contra toda forma de explotación social, combatir la alienación bajo todos sus aspectos, rechazarla de dondequiera que venga —luego, no solamente en el mundo del trabajo—. Y, si se considera esto, se puede decir, sin la sombra de una duda, que los gobiernos de H. Chávez, de E. Morales o de R. Correa están más “a la izquierda” que los de M. Bachelet, de N. o C. Kirchner o de T. Vásquez, por no citar más que ésos. Pero, ser de izquierda no es solamente estar contra, es también estar por una cierta manera de organizar la vida social. ¿Cuál hoy día? ¿En nombre de qué se puede aún ser de izquierda? ¿Con cuál proyecto alternativo?

La cuestión es difícil porque, en nuestros días, después del jaque que resuena en los regímenes socialistas, no se sabe tampoco muy bien lo que significa “ser de izquierda”. Pienso sin embargo que la concepción del desarrollo propuesta aquí permite iluminar esta cuestión —o al menos, alimentar un debate, que parece perderse en un impase intelectual y político—, formulando una proposición concreta susceptible de ofrecer un nuevo horizonte a la izquierda del siglo XXI. Ser de izquierda, es primero, me parece, para cada uno de nosotros, con los recursos de los que dispone y para los sitios que ocupa en la vida social, contribuir para resolver las contradicciones del desarrollo ético y duradero.

Pero la izquierda jamás ha sido, y no sabría ser, una suma de individuos aislados, aunque fueran ellos de buena voluntad. Ella necesita existir como movimiento social; exige una solidaridad organizada, a falta de la cual no puede ser eficaz. Como la experiencia histórica lo demuestra suficientemente, los gestores de la economía y los dirigentes del Estado —aun cuando se consideran progresistas— entenderán las exigencias de las clases populares solo si son capaces de ejercer sobre ellos un control crítico y de presiones suficientemente fuertes, para que estén obligados a escucharlo y a tenerlo en cuenta. Y entonces, me parece que ser de izquierda hoy día, es participar activamente en la construcción de movimientos sociales capaces de proponer y de imponer a los dirigentes de la economía y del Estado las soluciones a las contradicciones del desarrollo ético y duradero. Tal es, a mi parecer, la sola garantía —¡y aún así, no es absoluta!— de que pudiéramos disponer para progresar en esta vía.

DATOS

1   Conferencia pronunciada para la apertura del coloquio realizado conjuntamente por el UNIMONTES (Universidad del Estado de Montes Claros) y el CR30 del AISLF (Asociación Internacional de Sociólogos de Lengua Francesa) en la que se recupera una reflexión de cerca de 40 años sobre el tema. Traducción de Manuel Alejandro y Paulo Sergio Mendoza Gurrola.

2  Guy Bajoit es doctor en Sociología, profesor e investigador emérito de Sociología en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica);  profesor visitante en diversas universidades de Latinoamérica; guy.bajoit@uclouvain.be

3   Según una de las definiciones que da la filosofía, una contradicción es el “carácter de un término o de una proposición que reúne elementos incompatibles” y dos términos son contrarios cuando “cada uno tiene como punto de llegada, o de dirección, lo que para el otro es punto de partida o de origen”. Ver a Lalande, Vocabulaire technique et critique de la philosophie, vol. I, pp. 183-184.

4   En su acepción hegeliana, el paso dialéctico consiste en “reconocer la inseparabilidad de los contradictorios y en descubrir el principio de esta unión en una categoría superior”, por  tanto en superar la tesis y la antítesis en la síntesis (cf. Lalande, Vocabulaire…, pp. 225-228).

5   Reenvío al lector a: Guy Bajoit, Francisco Houtart y Bernard Duterme, Amérique Latine, à gauche toute ? (2008), Ed. Couleur Livre. Mi análisis evaluativo se ha apoyado en la Venezuela de H. Chavez, la Bolivia de E. Morales y la Argentina de N. Kirchner.

6   Ver sobre este punto la notable intervención de François Houtart en el coloquio de Montes-Claros.

7   Muchos ejemplos pueden ser citados para el apoyo de esta afirmación. Desde España (del siglo XVI al XX), cuyas riquezas (pilladas en América Latina) han permitido el desarrollo de la Gran Bretaña y de Francia, más que el suyo propio, hasta la mayoría de los países petroleros de hoy día.

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