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Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.11 n.23-24 La Paz mar. 2008

 

Gobierno “progresista” y movimientossociales en Bolivia y Uruguay hoy

Cécile Casen y Paulo Ravecca1

 

Con frecuencia se señala que en los últimos años se produjo un viraje a la izquierda en América Latina. Bolivia y Uruguay, con la victoria electoral del MAS y del FA, constituyen ejemplos de ello. Sin embargo, el análisis comparativo planteado en el presente artículo pone en evidencia la heterogeneidad que el mencionado viraje encierra. La dimensión central de esta comparación es la articulación entre gobierno y su base social de apoyo.


Una comparación inusitada

En un trabajo relativamente reciente Strasser (2004: 8) planteaba: “¿qué, para miserables y excluidos, quieren decir ‘civilidad’, ‘Constitución’, ‘Estado de derecho’ y ‘Democracia’? Para ellos, la verdad, son palabras, palabras que no les hacen casi ninguna diferencia en sus vidas”. Si la profunda desigualdad social que caracteriza a las sociedades latinoamericanas desafía el ejercicio de una ciudadanía plena, los casos de Bolivia y Uruguay son, en este y otros aspectos, muy contrastantes. Comparar las izquierdas boliviana y uruguaya a partir de sus entornos sociales permite abordar sus características específicas. Es así que, después de haber aludido a su trayectoria como organización y a su manera de insertarse en el aparato institucional, nos concentraremos en la caracterización de sus bases sociales y las relaciones que mantienen con ellas.

La iniciativa de comparar las experiencias boliviana y uruguaya puede parecer sorprendente porque, clásicamente, no son referentes mutuos. La izquierda uruguaya tiende a mirarse en otros espejos más cercanos geográfica y culturalmente: básicamente, Chile y Argentina. Últimamente la experiencia brasilera se ha incluido con fuerza en la reflexión de la ciencia política uruguaya (Moreira, 2006). Además, en términos globales, tradicionalmente el Río de la Plata se ha pensado a sí mismo desde códigos y estándares europeos. Ello ha despertado, en los últimos tiempos, rechazo en sectores intelectuales y políticos que proponen asumir la “latinoamericanidad” del Uruguay que significa, entre otras cosas, reconocer el drama de una desigualdad social cada vez más aguda, renunciando definitivamente al “excepcionalismo” como modo de autotematización. Complementariamente, Uruguay no es un “interlocutor” frecuente para los bolivianos que            –podríamos presumir– se asumen como un conjunto suficientemente problemático y diverso como para tener que mirarse a través de la comparación con otras unidades nacionales. Ello se ve reflejado en la ausencia de una tradición comparativista en la academia boliviana. Ambos países aparecen, entonces, como mundos que se ignoran en sentido literal: se “des-conocen”. Por otra parte, y más allá de que los dos casos analizados no constituyan referentes mutuos, el comparativismo latinoamericano sigue siendo débil: en un reciente artículo sobre el Atlas electoral latinoamericano2, Rodrigo Losada señala que “una triste realidad del medio académico latinoamericano es que sus investigadores (…) tienden a vivir en ínsulas, aparentemente desconectadas entre sí por incontables kilómetros”. Tal sombrío diagnóstico presenta, cuando menos, muchas excepciones: este artículo se propone ser una de ellas.

La izquierda llega al gobierno: dos experiencias

El proceso de constitución del Frente Amplio (FA) culminó en 1971 con la definitiva consolidación de una coalición de partidos, algunos de lo cuales ya poseían para aquel entonces una rica trayectoria histórica específica (tal es el caso del Partido Socialista y del Partido Comunista del Uruguay). Esto significa que, si bien conquista el gobierno recién en 2004, su inserción en el sistema de partidos ha sido muy progresiva. Distintos estudios muestran cómo, paralelamente a ese proceso de integración, se fue adaptando paulatinamente a las coordenadas institucionales y normativas de la “poliarquía”. Podría sostenerse que, de algún modo, pasó de ser una fuerza de sesgos antisistémicos con claras aspiraciones maximalistas (reforma agraria, nacionalización de la banca, discurso antioligárquico y antiimperialista) a constituir una “fuerza política” moderada, que puede ser tipificada como de centro-izquierda3. Por lo tanto, desde este punto de vista, presenta una evolución ideológica parecida a las izquierdas europeas que se aproximaron a la tercera vía blairista4. Paralelamente, a lo largo de estos treinta años de trayectoria, desarrolló con vigor su dimensión institucional. Estos dos aspectos (moderación ideológica y desarrollo institucional) de su proceso de transformación constituyen la condición de posibilidad de su exitoso ingreso al juego de una democracia con un denso recorrido histórico e institucionalmente consolidada.

La contracara de esta adaptación a la “realidad tal cual es” es la creciente apatía de la base militante. A pesar de la importancia que se le otorga en la organización interna (y en el discurso de la dirigencia) del Frente Amplio, la participación en los comités de base ha menguado significativamente en los últimos años5. Se constata, incluso, la existencia de un reciente proceso de reflexión en torno al significado de esa apatía y sobre cómo sería posible “reconquistar a los jóvenes”, los cuales, tradicionalmente, tienen un vínculo de mayor cercanía con la izquierda que con la derecha. Las concurridas elecciones internas de la juventud del centro-derechista Partido Nacional6, actualmente en la oposición al “gobierno progresista”, dan cuenta de que, efectivamente, esta situación está sufriendo desplazamientos: cuando menos, la ecuación “juventud” y “frenteamplismo” en clave de participación estaría siendo relativizada7.

El Movimiento Al Socialismo (MAS), por su parte, surge mucho más recientemente del movimiento campesino cocalero, en un escenario de confrontación que se traduce en lo que se llegó a designar como “guerras” (“guerra contra las drogas”, “guerra del agua” en abril de 2000, “guerra del gas” en octubre de 2003) por el grado de violencia que caracterizó a los conflictos sociales en cuestión. De hecho, el MAS logra acumular fuerza política estructurándose a partir de dichas movilizaciones sociales. Entra en escena como resultado de su propio proceso de politización, lo que hace a su vez que su legitimidad sea “social” antes que electoral. Por lo tanto, tiene un carácter “corporativo” más marcado (y, en este sentido preciso, menos “ciudadano”). Evo Morales ha declarado en más de una ocasión que el partido no tiene una estructura propiamente “partidaria”, pues son sus estructuras sociales las que lo constituyen8. Si la teoría de Michels “es de hierro” y la formación de una cúpula de dirigentes inevitable, la concepción claramente basista del MAS le impide autonomizarse por completo (cuando menos discursivamente) de las instancias sociales lo que, a la vez, se traduce en un bajo grado de institucionalización. Sin embargo, la inserción exitosa de este proto-partido en el sistema revela que supo adaptarse al juego institucional9.

Además, si la inclusión de la realización de una Asamblea Constituyente en su programa de gobierno lo identifica como portador de un cuestionamiento radical a las reglas del juego democrático, traduce a la vez una cultura política moderna que habilita la comparación planteada en este trabajo. Dicho proyecto supone, al mismo tiempo, una refundación del pacto sociopolítico “constitutivo”, lo cual explica que el grado de incertidumbre sea significativamente mayor en Bolivia que en Uruguay. Si bien ambos procesos presentan una narrativa épica, Bolivia, hoy, encarna una contestación más aguda a la democracia realmente existente. Recuérdese que Evo Morales está vinculado, de un modo u otro, a la caída de tres presidentes mientras que el FA, en la crisis de 2002, evitó la “argentinización” del Uruguay10. El FA posee históricamente un enorme peso en los sectores más movilizados de la sociedad uruguaya. Además, gozaba en aquel momento de una legitimidad intacta, debido a que nunca había ejercido el poder gubernamental a nivel nacional. Por tanto, poseía (al igual que el peronismo en la Argentina, pero con una cultura política muy diferente) todos los instrumentos necesarios para desestabilizar al debilitado gobierno del Dr. Jorge Batlle. Sin embargo, el FA no sólo no incitó a movilizaciones callejeras ni emprendió maniobras desestabilizantes, sino que constituyó un apoyo fundamental en el proceso de recuperación de la calma en el país. La lealtad política e institucional revela su carácter pro-sistémico y su vocación de gobierno.

Esos dos contrastantes itinerarios ilustran la ya común oposición entre “las dos izquierdas latinoamericanas”. Elías (2007: 319) señala, sin mencionar el caso boliviano, que “los gobiernos actuales de Uruguay, Argentina, Brasil y Chile no son ni se definen a sí mismos como gobiernos que están desarrollando un proceso de transición hacia un nuevo tipo de sociedad. El caso de Venezuela es muy diferente, porque allí sí, en el discurso presidencial y en ciertas políticas del gobierno, se percibe el intento de construir una nueva forma de sociedad”. El actual gobierno del Frente Amplio representa un modo de “ser de izquierda” juzgado por los representantes del statu quo como “razonable” porque, más allá de medidas concretas que apuntan a la lucha contra las desigualdades, no se despega de los criterios de “prolijidad macroeconómica” planteados por los organismos internacionales. Mientras tanto, el gobierno de Evo Morales se identifica con una versión más radical de la izquierda, cuya premisa parece ser que los márgenes de maniobra del proyecto emancipatorio no están definidos a priori. A eso se agrega, la activa relación con los gobiernos de Hugo Chávez y de Fidel Castro, la cual derivó en la firma del ALBA (Alternativa Bolivariana para América Latina y el Caribe) en 2006. Ese acuerdo de asociación asume un posicionamiento explícitamente adverso al “neoliberalismo”11. Cabe preguntarse si esos dos modos de encarnar el proyecto de izquierda no derivan del grado de institucionalidad que presentan sus respectivos sistemas políticos. La institucionalidad democrática está en un caso muy firmemente asentada y, en el otro, en crisis permanente. El peso de la trayectoria histórica de cada país se muestra en estos casos como determinante. La persistente dicotomía entre un Uruguay, conocido por su paradigmática estabilidad institucional y una Bolivia, ejemplo patente de inestabilidad política y baja capacidad de institucionalización de los conflictos sociales, salta a la vista.

“Lo político” y “lo social”: dos formas de articulación

Desde la restauración democrática, el protagonismo de los movimientos sociales en la región ha sido variable. En el caso uruguayo se observa un momento de ascenso durante el proceso de transición democrática de mediados de los 80. En los años 2000, sin embargo, y como lo señala Christian Mirza (2003: 9), “la baja intensidad comparativa de las organizaciones sociales (...) hace muy difícil ubicar un movimiento social con alto impacto sociopolítico”. En Bolivia, por su parte, la última marcha obrera de 1986 marcó un retroceso de las movilizaciones que permitiría la imposición del “ajuste estructural”. Sin embargo, después de una década de relativa “paz social”, en los años 2000 se retornó a la movilización popular y al conflicto.

Echando mano a las categorías de Modonesi (2004), el MAS puede ser ubicado dentro de la “izquierda social”. En efecto, nace de los movimientos sociales y construye su legitimidad política en el contexto de una movilización no circunscripta a estructura partidaria alguna; siendo el fruto de la organización conjunta de los propios actores sociales, pretende mantener una vinculación orgánica con ellos. Se concibe a sí mismo como un “instrumento político” de identidades preexistentes y se “formaliza” como el representante de sus bases sociales en el gobierno. Como señala Casen (2007a: 5), “la triple investidura –en el templo inca de Tiwanaku, ante los pueblos indígenas de América; en el Congreso, donde Evo Morales asume oficialmente la Presidencia de la República; y en la histórica Plaza San Francisco, donde presta juramento ante representantes de los movimientos sociales– da cuenta de las diferentes fuentes de legitimidad del nuevo presidente”. En ese marco, la autoridad del gobierno no puede permanecer legítima si no respeta, dentro de cierto margen, el mandato que recibió de las organizaciones sociales.

La vigorosa sociedad civil boliviana pretende seguir vigilando al MAS en el poder, a la vez que éste necesita de su apoyo. Esta dialéctica entre campo social y campo político –que a la vez borra, hasta cierto punto, la frontera que los separa– puede ser ilusoria, ya que las decisiones terminan tomándose en esferas reservadas. Sin embargo, tiene una eficacia propia. Define una configuración bastante peculiar del elenco gobernante boliviano y sus posibilidades de acción política, puesto que el personal masista se presenta regularmente frente a las autoridades sociales. En esas ocasiones reafirma su lealtad al movimiento popular e indígena y les rinde cuentas; escucha sus propuestas y recibe aprobación. En ese sentido, la referencia ineludible al principio de “mandar obedeciendo” tiene efectos nada desdeñables sobre el ejercicio cotidiano del poder. Si bien puede señalarse la distancia entre “discurso” y “acción” a este respecto, no es conveniente olvidar que el discurso construye lo legítimo y lo ilegítimo, e incita e inhibe cursos de acción: o, para decirlo con contundencia, el decir es un modo de hacer con “efectos de realidad”12.

Por otra parte, la presencia conjunta del “mandato imperativo” de corte comunitario y de los mecanismos representativos de la democracia moderna, parece haber sido a la vez factor de desencadenamiento del actual escenario y causa de sus amplios márgenes de incertidumbre. La “revolución democrática” que se pretende llevar acabo plantea un momento histórico que se puede caracterizar, según el término sugerido por Sebastián Urioste (2007), como de “transición abierta”. La integración de distintas concepciones del poder, y su problemática mezcla, presentan serios desafíos al gobierno y a la Asamblea Constituyente. Se traduce en una tensión permanente entre el rumbo planteado por las organizaciones sociales –y, en particular, por el movimiento indígena– y la necesidad de tomar decisiones en un contexto, ya no de oposición, sino de conducción y gobierno. Por otra parte, esas tensiones se presentan también con la oposición, representante de las élites tradicionales. En esta situación, de discursos y proyectos en competencia, el rol de Evo Morales y de los cuadros del MAS, en términos de modulación y moderación, parece clave. Gobernar supone buscar acuerdos con los sectores que no son afines al programa de transformaciones “populares”, jugando con los márgenes de tolerancia de cada uno de los dos campos en disputa. La confrontación en torno a la Comisión Visión de País, de la Asamblea Constituyente, ilustra la amplitud de las preguntas que Bolivia afronta hoy: ¿debería la Constitución reconocer el carácter, ya no solamente multicultural13, sino plurinacional del Estado boliviano? ¿Hasta qué punto el reconocimiento jurídico de la existencia de 36 nacionalidades no pondría en peligro una unidad nacional siempre en tela de juicio? En términos del PAPEP14, ¿cómo generar “gobernabilidad democrática” incorporando el reclamo de los sectores postergados?

El “emplazamiento societal” del sistema de partidos uruguayo contrasta con el panorama esbozado arriba. En Uruguay, el FA llega al gobierno en 2004 en un contexto de consolidación de la “poliarquía” y de ausencia de conflictividad social aguda. La crisis financiera de 2002 había traído consigo la amenaza de que “lo social” desbordara incontroladamente lo político, miedo que se plasmó en la idea de “argentinización”. Sin embargo el sistema político no colapsó, ni la gente salió a la calle en masa: como ya se dijo, uno de los factores de estabilización y de generación de gobernabilidad fue, precisamente el FA, representante indudable de la “izquierda institucional”. 

La ex “Suiza de América” se dedicó desde siempre a amortiguar los conflictos de clase (Real de Azúa, 1984), desarrollando un Estado de Bienestar y un entramado institucional de calibre. La existencia de una “partidocracia” (Caetano, 1995) fue la traducción “política” del alto grado de integración social. A su vez, el notable desarrollo de los partidos políticos parece haber impedido a la sociedad civil expresarse y organizarse autónomamente. Los sectores más desfavorecidos en términos económicos no son, en Uruguay, los más densamente organizados. De hecho, resulta difícil encontrar movimientos sociales constituidos por gente humilde que hayan nacido de su propia iniciativa. Dicho fenómeno trajo aparejado que, hasta el presente, sea la clase media (y los trabajadores sindicalizados) quienes hablen por los más postergados. El FA fue, tradicionalmente, una organización compuesta (y al principio votada) por la clase media politizada, culta y de alto nivel educativo. Además, y en el contexto anotado (“partidocrático”), el FA se constituyó, tempranamente, como un sujeto con amplias capacidades de gobierno –en el lenguaje de Pérez Antón (1996), un “sujeto gobernante”.

Por otra parte, el FA es un partido cuyo funcionamiento orgánico presenta una trayectoria que, en sí misma, es fuente de legitimidad. Con treinta años de historia, la “fuerza política”, como gusta decir el actual Presidente, es una delicada construcción colectiva afincada en múltiples tradiciones e itinerarios. Su historia estrictamente institucional es, también, muy rica. Todo esto lleva a que la articulación entre gobierno y base social no se plantee en los mismos términos que en Bolivia. Si bien, y a modo de ejemplo, históricamente el programa de gobierno del FA de 1971 incorporó las propuestas del Congreso del Pueblo15, fue finalmente esta fuerza política la que terminó potenciando a los sindicatos a través de una nueva convocatoria a los Consejos de Salarios apenas alcanzó el poder16. La tasa de sindicalización en lo que va del período de gobierno frenteamplista ha aumentado significativamente (ésa es, de hecho, según varios economistas, una de las explicaciones de la actual disminución de la pobreza): el Ministro de Trabajo, Eduardo Bonomi, nos indicó que fueron creados más de 300 sindicatos desde que se efectivizó una verdadera “libertad sindical”17. Este proceso se entiende, por parte de la izquierda gobernante, como un modo de potenciar la organización de los trabajadores y no solamente como una medida tendiente a una paulatina (y necesaria, sobre todo después de la crisis de 2002) recuperación salarial. Desde ese punto de vista, es el campo político el que ha potenciado al sindical, y no al revés.

¿Qué sujetos sociales?

A estas alturas resulta banal señalar la crisis de la figura de “la clase obrera” en tanto vanguardia de las luchas sociales y lo que significó, a ese respecto, la desregulación del mercado laboral que gran parte del globo sufrió en los 80 –y que, a veces, contó con el apoyo de cierta izquierda “renovada”–. Claro está que para el sindicalismo uruguayo es un gran desafío seguir siendo un actor social relevante. Sin embargo, la incólume centralidad de la figura del trabajador en el proceso de cambio social se puede visualizar en la agenda llevada a cabo por el gobierno “progresista”: la regulación de las relaciones laborales aparece como una de sus metas principales y, a la vez, como la más simbólica de su compromiso social, junto con el Plan de Emergencia Social (PANES).

La agenda del MAS boliviano no se construye en base a la misma figura. Es más bien la recuperación de los recursos naturales lo que aparece como el caballo de batalla del proyecto de cambio18. Dicho reclamo corresponde, según las palabras de Pablo Regalsky, al “surgimiento vigoroso de un actor social, el campesinado indígena que desplaza a la clase obrera de su posición hegemónica y plantea un nuevo proyecto estratégico de cambio del país” (Regalsky, 2006). Si el mesianismo revolucionario necesita de la identificación de un sujeto social portador de los ímpetus emancipatorios, parece ser que en Bolivia la figura del indígena, 500 años después de la conquista, está llamada a jugar ese rol. La misma ocupa el eje del discurso de contestación al carácter natural del orden impuesto por el neoliberalismo y permite pensar en un cambio social sustantivo. De este punto de vista, el debate sobre cuántos son los indígenas en Bolivia es propiamente político. En los spots televisivos del gobierno se afirma que son mayoritarios. “No importa cómo me visto, soy indígena, soy mayoría”. De allí se plantea: “Nunca más una Bolivia sin los pueblos indígenas”. La cuestión de saber si la vestimenta, la lengua o la ruralidad son los criterios para definir a “un indígena”, no recoge la densidad de la operación discursiva que implica la “recuperación” de lo indígena en tanto gesto político. La legitimidad política se construye sobre la base de operaciones de discurso y de procesos de identificación que “replantean” los datos de la experiencia.

Siguiendo a Laclau y Mouffe (2004), Ravecca (2007a: 34) señala que “las identidades políticas no se desprenden de las ‘condiciones objetivas de existencia’, o mejor, las condiciones objetivas de existencia se construyen político-discursivamente: un discurso emancipatorio se encarga de transformar una relación de subordinación en un vínculo de opresión”. Hoy, lo que está en cuestión en Bolivia son, pues, las relaciones sociales que “resuelven” la convivencia (también discursivamente) en detrimento de las mayorías. Gualberto Choque Yahusi, representante por La Paz de la CSUTCB19, expresa explícitamente el carácter estratégico del reemplazo de la figura del obrero por la del indio en el discurso militante: “Si llamamos a los aymaras solamente van a venir los aymaras, si llamamos a los chiquitanos, sólo los chiquitanos, pero si decimos indios de todo el mundo, uníos, allí todos paran las orejas, por eso es un término que te mueve el piso”20. En estas palabras se puede ver claramente la construcción de una identidad colectiva funcional a un proyecto político. Se trata, además, de la creación de dos polos antagónicos: los indígenas, explotados, protectores hereditarios de los recursos naturales por un lado, y las elites políticas tradicionales por el otro. En ese marco, el hecho de que “gran parte de los que se consideran o son considerados como indígenas son católicos, instruidos en los sistemas educativos nacionales o, aún más, actores del mercado de bienes” (Lavaud, 2007), no parece demasiado relevante: lo que sí importa, como ya dijimos, es la eficiencia del mito a nivel político.

En Uruguay los sectores subalternos se caracterizan por un débil protagonismo político. Más allá de una ayuda mutua muy informal, no se encuentran organizaciones que les representen. La explosiva segregación socio-espacial que experimenta el país se expresa, entre otros fenómenos, en la aparición de verdaderos guetos de pobres y de una nueva subcultura dura de marginalidad. Pero parece que la exclusión se traduce en modos de sobrevivencia que no incluyen una organización colectiva de base. Como han señalado Portes y Hoffman (2003: 41), “a diferencia del proletariado industrial durante el período de sustitución de importaciones, el proletariado informal bajo el neoliberalismo no tiene ningún partido que reconozca como suyo”. Esa situación no debería sorprendernos. De hecho, los poor people movements son escasos. Como lo recuerda el sociólogo Lilian Mathieu (2007), “la contestación no va de suyo”21. Exige recursos que la población más afectada por la pobreza no suele tener. Según el autor “las poblaciones sin identidad colectiva fuerte, que existen antes que nada bajo la forma de agrupaciones de individuos que comparten una misma condición pero sin identificarse bajo un estatuto común e incluso sin mantener vínculos de sociabilidad o inter-conocimiento, tendrán consiguientemente la mayor dificultad para dotar a su descontento de una dimensión colectiva”22. Creemos que este análisis vale para los sectores “desafiliados” del Uruguay.

Según De León, el clivaje social coloca a los “sectores medios integrados” por delante de los excluidos: “trabajadores precarios y cuentapropistas, población pobre segregada, chicas adolescentes y nuevas familias pobres, niñez y adolescencia pobre, sectores críticos en situación de marginalidad cultural, población carcelaria” (De León, 2004: 37). Dependiendo del tipo de metodología adoptada, en 2005 la población bajo la línea de pobreza e indigencia se situaba entre un 20 y un 40% del total. La preocupante tendencia a la configuración de una estructura social binaria se refleja en la agenda que lleva a cabo el gobierno: a la política de negociación salarial que beneficia a los trabajadores formales añade programas sociales focalizados. El PANES se concibió como un plan de asistencia destinado a atender la situación de “emergencia social” de amplios sectores de la población, apuntando a sacarlos de su condición de marginación. Es interesante notar el especial protagonismo de los profesionales y estudiantes universitarios y, en general, de la clase media letrada, tradicionalmente de izquierda, en la puesta en marcha de sus diferentes programas constitutivos. Nuevamente la clase media toma la palabra política.

Los Consejos de Salarios (re)institucionalizan un ámbito de negociación tripartita con el sindicato como protagonista, mientras que el PANES apunta al sector de los “desafiliados” (también del ámbito sindical), receptores pasivos de una ayuda concebida desde un Ministerio lejano y muy cercano a la vez23. De hecho, el informe del Observatorio Montevideo de Inclusión Social24 propone un “índice de participación cívica” que discrimina según zona de residencia en Montevideo, poniendo de relieve el clivaje anotado entre las zonas carenciadas y las de mayores ingresos. Revela, sobre todo, la ausencia de organización formal en los sectores más postergados de la población. Para Juan Castillo, secretario general de la Central Única de Trabajadores, PIT CNT, la organización sindical de más peso en el movimiento popular uruguayo, “los informales”, constituye una franja social pauperizada que se caracteriza por la “volatilidad” de sus intereses, lo cual impide su representación. De hecho, la central sindical agrega a los trabajadores formales por rama de actividad, y eso supone la exclusión tácita de los trabajadores fuera del mercado laboral formal. Y, si bien el gobierno está empeñado en extender la formalidad, ganando terreno sobre el espacio informal, falta mucho para que dicha reabsorción sea completada.

Sin embargo, a pesar de lo expuesto en el párrafo anterior, no puede olvidarse que, pese al erosionamiento que marcan los indicadores socioeconómicos, Uruguay sigue constituyendo uno de los países con mejor desempeño en prácticamente todas las dimensiones del bienestar social en la región. Tomemos el caso de la igualdad. Teniendo en cuenta los criterios de la CEPAL (2005), el nivel de desigualdad puede clasificarse en cuatro grupos: Baja, Media; Alta y Muy alta25. Uruguay era el único país de América Latina que, en 2005, poseía un índice bajo de desigualdad, mientras que Bolivia sobrepasaba el umbral de “Muy alto”. Y, si bien la economía no determina los itinerarios políticos, la existencia de una interrelación entre ambas dimensiones es indudable.

En resumen, el sujeto social del postergado no es el mismo en los casos boliviano y uruguayo. En el primero hubo reemplazo de la figura del obrero por la del indígena, en el otro, ese recurso estratégico no está presente y no ha aparecido, hasta ahora, otro sujeto capaz de movilizar y dar sentido a la lucha contra la exclusión. El discurso progresista en Uruguay apela al “todo” (la ciudadanía), no a la parte (los excluidos). Por tanto, el proceso de cambio presenta un talante más “catch all” –para echar mano a la metáfora de Otto Kirchheimer– en Uruguay que en Bolivia, donde hay un proyecto de transformación de las relaciones de poder con ganadores y perdedores más claros. Si la izquierda europea, después de la desconcertante “caída del muro”, no sabe a qué sujeto emancipatorio acudir, Bolivia ya lo tenía “ahí mismo”, desde siempre. No son los “nuevos movimientos sociales” los que allí toman la palabra, sino viejas identidades actualizadas desde un presente distinto.

De la relevancia del perfil de los gobernantes

¿Quién toma la palabra en el proceso político que está teniendo lugar en los dos casos bajo análisis? ¿Quién se sienta en las sillas del Congreso? En este apartado caracterizamos los actuales gobiernos de Bolivia y Uruguay por medio del análisis de su composición social. ¿Cómo son las elites políticas de izquierda en los dos países? ¿Que renovación representan, en términos sociales, respecto de las elites tradicionales?

El lema “votar por nosotros mismos” explica en gran medida el éxito electoral del MAS en 2005. La candidatura de Evo Morales aparece representando no a un ciudadano abstracto sino a cierta fracción social. Su trayectoria personal como pobre-campesino-indígena-dirigente sindical es, como se decía a modo de chiste durante la campaña, su programa. Su victoria “hace sentido” en tanto se vuelve una prueba, por la vía de los hechos, de que “un indio puede ser presidente” y, por lo tanto, de que sus votantes podrían salir de su condición de postergados. Así logró un importante grado de identificación. Como lo dice enfáticamente Sabino Mendoza26, “ahora, todos quieren ser indígenas, todos quieren ser como el Evo”. La identidad misma del líder devuelve dignidad a sectores que reclamaban ser escuchados y que, a su entender, no participaron de la redacción de la Constitución Política del Estado de 1825. “Votar por nosotros mismos”, quiere decir, entonces, recambiar el perfil de los políticos.

El filosofo francés Jacques Rancière recientemente señaló que “la democracia no es ni la forma de gobierno representativo ni el tipo de sociedad fundada sobre el libre mercado capitalista. Hay que devolver a esta palabra su potencia de escándalo. Fue inicialmente un insulto: la democracia, para los que no la soportan, es el gobierno de la canaille, de la multitud, de los que no tienen títulos para gobernar”27. Se puede percibir ese “odio a la democracia”, para tomar el título del libro del filósofo, en el discurso de cierre de campaña del candidato a la Presidencia de Bolivia por PODEMOS, en las elecciones pasadas, Jorge Quiroga, cuando dijo a propósito de sus adversarios del MAS: “ellos no quieren, no saben, no pueden; nosotros queremos, sabemos y... podemos”. A su vez, el dicho de un campesino del Chapare, que se ha vuelto título de un conocido documental sobre el MAS28 “Hartos Evos aquí hay”, refleja ese sentimiento popular de que Evo Morales es “uno más”.

Que Morales no tenga terminado el bachillerato es, por cierto, un rasgo que lo diferencia de las elites tradicionales, generalmente educadas en los Estados Unidos. La presencia de cierto contingente de “mujeres de pollera” y de dirigentes sindicalistas (indígenas, obreros y cocaleros, entre otros) en la Asamblea Constituyente, una presencia hasta ahora marginal en la política institucional boliviana, es un síntoma del aspecto “popular” del proceso que está viviendo el país. Se trata, en definitiva, de la integración plena de nuevos segmentos de ciudadanos a la vida republicana. Para tomar la expresión arendtiana, ahora son muchos más los que pueden ser vistos y oídos en la esfera pública.

Para seguir con las categorías de Rancière, se puede afirmar que la victoria del MAS tiene que ver con la “afirmación de la idéntica inteligencia, de la igual capacidad de cualquier persona, para formular los términos de una cuestión política”29. Al contrario, las cínicas bromas de la elite conservadora de Sucre, sede de la Asamblea Constituyente, dan cuenta del escándalo que representa para ellos la identificación de las autoridades nacionales con ciertos perfiles sociológicos: “Ya no se puede encontrar una buena sirvienta, todas se han ido a España o están en la Asamblea Constituyente”.

Sin embargo, y a la manera de Wright Mills (1987: 262) se podría replicar que: “1) hombres de origen elevado pueden representar ideológicamente a los pobres y a los humildes; 2) hombres de origen modesto, que subieron por su propio esfuerzo, pueden servir con eficacia los intereses creados y heredados; 3) no todos los hombres que representan con éxito los intereses de una capa social deben forzosamente pertenecer a ella o beneficiarse personalmente con las gestiones que favorecen dichos intereses. En resumen: hay entre los políticos agentes que simpatizan con determinados grupos; pueden ser conscientes o inconscientes, gratuitos o asalariados...”. De allí que la “representación descriptiva” esté ciertamente en discusión: no es claro que un “pobre” o un “indígena” por ser tal, represente mejor a los “pobres” o a los “indígenas”. Sin embargo, la valoración positiva de este mecanismo de representación política en el caso boliviano es notable y refleja, sin duda, una cultura política específica. Por otra parte, resulta evidente que la composición social del Parlamento no es inocente: más allá de la búsqueda del “buen gobierno”, quién llega y quién no llega a ocupar posiciones de poder identifica, sencillamente, a quién manda y quién no, o qué identidades y perfiles pueden acceder al mando y cuáles no: y esta cuestión es, en sí misma, relevante.

Sin embargo, y más allá del imaginario político, el “nuevo” personal político boliviano tampoco corresponde al premier venu de la democracia griega. Como lo señala Manin (2001): “el gobierno representativo es estructuralmente decepcionante. Los ciudadanos siempre caen en cuenta que, pese a la promesa igualitaria incluida en el derecho de sufragio, las posiciones de poder van a individuos diferentes a ellos (…)30” ¿Hasta qué punto el perfil de los masistas contradice esa hipótesis?

El personal político masista parece tener dos fuentes de legitimidad. Una que deriva de su extracción popular, y otra que radica en su carácter “técnico”. Las trayectorias de los ex dirigentes sociales, por cierto emblemáticas del MAS, los han aproximado al ejercicio del poder porque, en definitiva, “mandar obedeciendo” no deja de ser también, de algún modo, “mandar a secas”. Finalmente existe una elite formada en el mismo ejercicio reiterado de la negociación con las autoridades, y por su protagonismo innegable en la vida pública nacional. Elite alternativa, ya que se construyó desde la identificación con los excluidos, pero elite al fin. En contraste, en Uruguay, los sectores marginados están mucho más alejados de la “acción política” y siguen representando una minoría no sólo demográficamente hablando. La teoría explicativa de la participación política “centro-periferia” resulta más adecuada para este contexto. En Bolivia aparece cuestionada: El Alto irrumpe en el centro de La Paz.

Esas dos fuentes de legitimidad corresponden, por otra parte, a una pauta sociológica histórica. Como el de los kataristas en los años 70, en muchos casos ese personal político es el resultado de una hibridación: llegan a representar a los indígenas-campesinos en la medida que se han alejado en algún momento de su comunidad. La migración a la ciudad y el acceso a la educación superior que aquélla puede propiciar son clave. Gran parte de sus bases no saben leer, pero ellos sí. Por otra parte, la figura del Vicepresidente Álvaro García Linera es ilustrativa de la presencia de una suerte de “ala intelectual” en el MAS, y explica que dicho partido haya logrado seducir a sectores importantes de las clases medias, convenciéndolas de que la alianza con los movimientos sociales era ineludible. Además, la falta de cuadros del MAS, consecuencia de su reclutamiento popular, en un país donde la distancia entre las clases medias urbanas y el campesinado sigue siendo enorme, creó las condiciones para que los intelectuales de izquierda encontraran su espacio en el nuevo gobierno.

No existe tal dicotomía entre los sectores profesionales y los que no lo son en el gobierno uruguayo. De manera general, se puede afirmar que los frenteamplistas han estudiado en los mismos establecimientos educativos que sus pares de derecha. De hecho, y en términos sencillos, el Frente Amplio tradicionalmente ha estado integrado por sectores de la clase media letrada y capitalina. Esto relativiza el grado de ruptura que representa este gobierno respecto del personal político de los partidos tradicionales: si bien la elite política “anterior” no integra en la misma proporción actores provenientes de la Universidad pública ni ex dirigentes sindicales, comparte con ellos ciertos rasgos sociológicos. Un estudio (García, 2006) nota, precisamente, la ausencia en el Parlamento de individuos de origen social humilde. Desde este punto de vista, si bien la elite de izquierda tiende a desarrollar más contactos con la clase media y baja, su victoria electoral no ha cambiado la menguada presencia obrera y, especialmente, la ausencia de miembros del sector informal en el Congreso.

Puede señalarse, a su vez, que si no hay “pobres” en el Parlamento, la derecha uruguaya tampoco posee un talante “oligárquico” y de “ajenidad” respecto de su entorno. El último Presidente de la República, del centroderechista Partido Colorado, tiene un perfil de “clase media”; el Presidente actual, por su parte, es un exitoso empresario médico. Por el contrario, en el caso boliviano, la distancia social que separa a un Jorge Quiroga de un Evo Morales es muy clara. El candidato de la derecha realizó sus estudios en Estados Unidos y su carrera en IBM Texas, mientras que Evo Morales nació en una comunidad del altiplano, fue dirigente de un movimiento campesino y no usa corbata. En otras palabras, si es posible afirmar que el gobierno de Evo Morales es más “popular” en el sentido sociológico que el gobierno del FA, a su vez, vale anotar que la derecha boliviana parece “menos popular” que la uruguaya. Desde este punto de vista, y a pesar de los sendos desplazamientos sufridos por la “sociedad hiperintegrada” que, según múltiples análisis, ha desembocado en un país fragmentado (Moreira, 2007), el diagnóstico de Real de Azua (1984: 53) de “una sociedad de mediana entidad numérica, de mediano ingreso, de mediano nivel de logros y  –puesto que aún no estaba bombardeada por ‘el efecto de demostración’ de origen externo– de medianas aspiraciones”, da la pauta de una línea de larga duración. Nuestra comparación ilustra cómo aún hoy se puede entender a la sociedad uruguaya como relativamente “integrada” pues, a pesar de la fragmentación, persisten dinámicas que “horizontalizan” los vínculos sociales31. El contraste con el caso boliviano refleja la naturaleza de los clivajes históricos que presentan ambas sociedades. Mientras que en Bolivia los proyectos políticos en disputa son el reflejo directo de una contraposición social, en Uruguay el típico votante de la izquierda fue, tradicionalmente, el ciudadano de buenos ingresos y elevado nivel educativo. En suma, estamos hablando de dos izquierdas muy diferentes en términos de composición social.

CONCLUSIÓN

Nos hemos esforzado en armar nuestra comparación entre dos fuerzas políticas progresistas a partir de la consideración de su anclaje social. Desde un punto de vista liberal, la democracia es ante todo una forma: en términos schumpeterianos, lo relevante es el hecho de que se pueda cambiar de gobernantes por vía electoral, y no quién gobierna. Para un analista boliviano como Fernando Molina (2007: 85), “la discusión de fondo no es quién gobierna, si el pueblo o la clase dominante, sino cómo hacer que las instituciones de gobierno permitan la mayor representatividad, la mayor participación, la menor arbitrariedad y la menor violencia”. Sin embargo, y a un nivel teórico, nuestra comparación identificó el perfil de dichos gobernantes como variable fundamental a la hora de entender los procesos políticos. En efecto, más allá del punto de vista normativo32, permite caracterizar la diferencia entre los gobiernos del FA y del MAS.

La democracia es desconcertante. Cuando empieza a representar efectivamente los intereses de los más, en contextos muy desiguales, parafraseando a Rancière, vuelve a tener fuerza revulsiva: vuelve a ser un “insulto”. Porque se aparta de ese pálido “libreto democrático”, hecho a medida de una puesta en escena muy poco demo-crática, al cual tanto nos acostumbramos en los años de la hegemonía neoliberal.


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NOTAS

1   Cécile Casen es candidata a Doctora en Ciencia Política por el Institut des Hautes Etudes de l’Amérique Latine (IHEAL, París III); cecilecasen@gmail.com. Paulo Ravecca es licenciado en Ciencia Política, docente e investigador del Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República (Uruguay);paulorav@montevideo.com.uy.

2   Ver Pulso 404, del 29 de junio al 5 de julio de 2007, sobre el Atlas Electoral Latinoamericano. Salvador Romero Ballivián (comp.), Corte Nacional Electoral, La Paz, mayo 2007. 

3   Téngase en cuenta que, según la Encuesta de Elites realizada por el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de la República, el líder principal del Frente Amplio y hoy Presidente de la República, Dr. Tabaré Vázquez, pasó de ubicarse en el 3,9 en 2001 al 4,6 en 2005 en la clásica escala del 1 al 10 (donde 1 corresponde a la izquierda radical y 10 a la extrema derecha).  El mismo proceso es experimentado por varias fracciones del Frente Amplio.

4   La biografía al respecto es abundante; ver por ejemplo Garcé y Yaffé (2005), Lanzaro (1999) y Elías (2007).

5   Como señala Martínez Barahona (2001) su estructura interna pretende fomentar la representación de las bases en los órganos superiores.

6   Las mismas tuvieron lugar el 12 de mayo de 2007.

7   Al respecto ver Semanario Brecha, número 1121,  del 18 de mayo de 2007.

8   Varios analistas comienzan a señalar la existencia de tensiones entre el MAS en tanto partido y los movimientos sociales que constituyen su base de apoyo: citamos a Evo Morales no porque demos “por cierto” su señalamiento, sino porque el hecho de que el mayor dirigente del MAS y actual Presidente de Bolivia plantee la articulación entre gobierno y movimientos sociales en esos términos es, en sí mismo, un dato de la experiencia que conviene atender.

9   Sobre la categoría inherentemente paradójica de “partido-antisistema”, ver Casen (2007a y 2007b).

10 De acuerdo a Moreira (2007) la crisis financiera de 2002 constituyó una de las coyunturas más problemáticas que vivió el Uruguay desde el postretorno: el ascenso del FA al gobierno no puede ser entendido sino a la luz de esa traumática experiencia, de la cual los llamados partidos tradicionales salieron muy debilitados (especialmente el Partido Colorado, que en la elección legislativa de 2004 vivió la peor votación de su historia, alcanzando tan sólo el 10,6 % de los escaños).

11 Sin embargo, analistas han señalado que entre las certidumbres que presenta hoy Bolivia se destacan el crecimiento económico y la estabilidad macroeconómica. Esto arroja complejidad sobre la versión más caricatural de la hipótesis de que hoy, en América Latina, hay dos izquierdas bien diferenciadas.

12 El discurso es portador de representaciones de la verdad con efectos de poder (Ravecca, 2007a y 2007b). Por lo tanto, las maneras en que el gobierno del MAS mira y conceptualiza la cuestión indígena y a los movimientos sociales impactan en su propia identidad política.

13 Desde la reforma de 1994, el Artículo Primero de la Constitución reconoce el carácter pluricultural del país.

14 Proyecto Regional: Análisis Político y Escenarios de Corto Plazo Para Fortalecer la Gobernabilidad Democrática en América Latina, PNUD.

15 El Congreso del Pueblo de 1966 fundó la Convención Nacional de los Trabajadores (CNT), unificando el movimiento sindical nacional.

16 Se trata de órganos de negociación tripartita implementados por primera vez en 1943, que se volvieron a convocar después de la dictadura, en el primer gobierno de Julio María Sanguinetti, pero fueron rápidamente desactivados en el contexto neoliberal de los 90.

17 Entrevista realizada en Montevideo, julio de 2007.

18 La “recuperación” es una de las ideas más presentes en el discurso de los movimientos sociales. Aparece, por ejemplo, como eslogan en la batalla por la reapropiación de los recursos naturales (coca, agua, gas, etcétera). Asimismo, se le puede atribuir un significado más amplio y complejo que alude a la “recuperación” de un pasado perdido, de una Edad de Oro que habilita un horizonte posible sin opresión y, por tanto, a una búsqueda histórica y a una exploración identitaria. También puede aludir a la reconquista, por parte de los postergados, de un protagonismo que les ha sido negado desde la transición a la democracia.

19 Confederación Sindical Única de los Trabajadores Campesinos de Bolivia.

20 Entrevista realizada en La Paz, enero de 2006.

21 Traducción propia.

22 Traducción propia.

23    Cabe señalar que los esfuerzos por “acercar” la población usuaria de los distintos programas al Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) son notables, como se desprende de una entrevista que realizamos con la Arq. Ana Llobet, integrante del Plan de Atención Nacional a los Sin Techo (1 de junio de 2007), así como de una revisión exhaustiva de los artículos de prensa en torno a la problemática social y al funcionamiento del MIDES. El período de revisión abarca desde la creación de dicho Ministerio hasta la actualidad.

24 “Encuesta sobre percepción de exclusión social y discriminación”, Observatorio Montevideo de Inclusión Social, 2007.

25 Esas categorías se basan en las siguientes correspondencias: Baja -el coeficiente de Gini oscila entre 0 y 0.4699; Media -entre 0.4700 y 0.5199; Alta -de 0.5200 a 0.5799, y Muy alta -entre 0.5800 y 1.

26 Constituyente masista. Entrevista realizada en Sucre, agosto de 2007.

27 “La Haine de la démocratie - Chroniques des temps consensuels II”. Entrevista publicada en http://multitudes.samizdat.net/spip.php?article2255, Revista Multitudes, enero de 2006: traducción propia.

28 Documental de Manuel Ruiz Montealegre y Héctor Ulloque Franco, Medio de Contención Producciones, 2006. 29      En el periódico francés Politis, 17 de noviembre de 2007: traducción propia.

30 Traducción propia.

31    Amparo Menéndez-Carrión, en una entrevista que le realizara Ana Inés Larre Borges, crítica del Semanario Brecha, planteó que el espacio público en Uruguay es todavía y a pesar de todo fuerte. En una investigación en curso la autora analiza la “polis uruguaya” desde esta perspectiva.

32 Ya que, como hemos argumentado más arriba, no determina necesariamente a favor de qué causa se manda.

 

 

 

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