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Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.11 n.23-24 La Paz mar. 2008

 

La estrategia simbólica del Movimiento al Socialismo1

Jorge Komadina Rimassa2

 

¿El MAS es  una articulación de movimientos sociales, un fenómeno populista o una nueva izquierda indígena y campesina?, ¿cómo caracterizar la forma de acción colectiva generada por el movimiento cocalero?, ¿se trata de un partido o de una red sindical?, ¿cuáles son los referentes ideológicos y simbólicos que acompañan y orientan esta praxis? Las respuestas giran en torno a un movimiento político con una forma inédita de acción colectiva.


La tarde del 22 de enero de 2006, Evo Morales Ayma juró ante el Congreso como Presidente de la República de Bolivia. Esa ceremonia trazó una frontera simbólica entre dos épocas: una, la del ciclo del neoliberalismo (1985-2000) que se desvanecía en el horizonte, y otra, cuyos contornos aún no se acaban de definir, emergía como el resultado contingente de las luchas políticas, de un lustro galvanizado por conflictos y elecciones, por sacrificios y pequeñas mezquindades, por actos heroicos y decisiones insensatas.

En las elecciones municipales de 1999, un nuevo actor político, el Movimiento Al Socialismo (MAS), logró acceder a 39 concejalías provinciales en el departamento de Cochabamba y capturó el 3,2 por ciento de los votos válidos en el país. Este acontecimiento implicó un momento de inflexión en la acción colectiva de los sindicatos cocaleros del Chapare: el movimiento social, centrado en luchas reivindicativas, se transformó en un movimiento político dotado de una estrategia de poder y de una fuerte identidad cultural. Las prácticas y representaciones del MAS cambiaron las reglas del campo político en la región y el país, y convirtieron a su líder en el Primer Mandatario de Bolivia.

La fulgurante trayectoria del MAS plantea muchas interrogantes para las ciencias sociales en Bolivia. ¿Se trata de una articulación de movimientos sociales, de un fenómeno populista o de una nueva izquierda indígena y campesina?, ¿cómo caracterizar la forma de acción colectiva generada por el movimiento cocalero?, ¿se trata de un partido o de una red sindical?, ¿cuáles son los referentes ideológicos y simbólicos que acompañan y orientan esta praxis? Nuestra respuesta consiste en estudiar al MAS como una forma inédita de acción colectiva que puede ser sintetizada en el concepto de movimiento político.

Aunque la noción de movimiento político no es nueva, no ha merecido el mismo privilegio que las teorías sobre los movimientos sociales. A nuestro juicio, el MAS tiene características inéditas en la historia boliviana y, por ende, resulta insatisfactorio definirlo como una federación de movimientos sociales (a pesar de estar vinculado estrechamente con ellos) o como un partido político (a pesar de cumplir con los requisitos oficiales para intervenir en los procesos electorales). Lo novedoso del MAS, su differentia specifica, consiste en que se trata de un movimiento político que actúa en las fronteras entre la sociedad civil y el campo político democrático representativo.

El MAS codifica y proyecta las movilizaciones y las representaciones de diversas organizaciones sociales hacia el campo político institucionalizado, a través de la participación electoral, aunque aspira a transformar las reglas del juego político. El tránsito entre las luchas reivindicativas al movimiento político no se produce espontáneamente, ocurre cuando la dirección del movimiento diseña una estrategia de poder, es decir cuando actúa conforme a un cálculo estratégico que implica la codificación y la coordinación de la protesta social desde el campo específicamente político. Mientras los movimientos sociales corporativos y sectoriales luchan contra la exclusión política y por el acceso a recursos y beneficios, los movimientos políticos cuestionan las normas y procedimientos del sistema político y plantean su reforma, es decir, rompen las reglas del juego, “patean el tablero”.

El MAS no es una estructura partidaria o una comunidad ideológica cerrada, a la manera de los viejos partidos de izquierda obsesionados por preservar la pureza de sus castillos ideológicos; el instrumento  es sobre todo un “sistema de signos”, y el propósito de este trabajo es estudiar esas estructuras simbólicas que constituyen la acción colectiva, más allá de la hipotética “racionalidad” de las ideologías y las prácticas políticas. La emergencia del MAS plantea pues algunos problemas importantes para comprender las luchas políticas. La dimensión política es sin duda relevante para la estructuración de la acción colectiva. Aunque esta afirmación parece obvia, en el fondo resulta problemática porque diversos enfoques teóricos, psicológicos o culturalistas han cuestionado precisamente la sobrecarga de la explicación política. No obstante, y este punto es importante, la emergencia y el desarrollo de un movimiento político –el MAS– ciertamente opera en un campo con posibilidades y límites pero, como ha advertido Alberto Melucci (2000: 31), ello no explica los sentidos de la acción colectiva en sí misma, tal como estos son construidos por los actores. Es decir, insertar el movimiento en un espacio de limitaciones pero también de oportunidades no debe conducir a analizarlo como una disfunción o una anomalía del sistema político; de hecho, las reglas de ese sistema pueden ser transformadas por obra de la acción colectiva.

Asimismo, para comprender la especificidad del MAS como una forma de acción colectiva, es preciso remontar la idea, propia del pensamiento liberal-institucionalista, de que la política posee límites institucionales precisos y consagrados jurídicamente, más allá de los cuales habita una praxis que la niega, es decir, la “antipolítica”. Esto convoca a dudar de la certeza de ciertos conceptos reificados por las ciencias sociales, particularmente las dicotomías público y privado, mundo social y esfera política, Estado y sociedad civil. Por el contrario, y como prolongación de las ideas del filósofo francés Jacques Rancière (1998), hay que asumir que la política se produce precisamente en las fronteras del sistema institucional, allá donde se genera un disenso, un conflicto con el poder establecido, lo que no debe verse sólo como una articulación de fuerzas contra un gobierno, sino básicamente como un acto constitutivo de sujetos políticos cuya vocación es la universalización del conflicto. Es en los bordes de la política, dice Rancière, donde recomienza sin cesar el movimiento que instaura la política.

Las fronteras políticas y la “construcción” del enemigo

La consolidación del sistema democrático representativo coincidió con un nuevo proyecto hegemónico gestionado por elites económicas y políticas de tendencia neoliberal. El dispositivo estratégico del nuevo esquema político fue la institucionalización del sistema de partidos al que se le asignó un rol primordial: mediar entre el Estado y la sociedad civil. El epítome de este sistema estaba conformado por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), Acción Democrática Nacionalista (ADN) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y, en torno a él, convergían coyunturalmente otros partidos políticos menores como Conciencia de Patria (CONDEPA) y Unidad Cívica Solidaridad (UCS). La fluida circulación de los partidos tradicionales en el ejercicio del poder, a través de alianzas de gobierno y de pactos entre el gobierno y la oposición, fue el rasgo central del modelo político del neoliberalismo, conocido también como la “democracia de pactos”3. Este andamiaje garantizó la gobernabilidad del país en el corto plazo pero liberó efectos centrífugos en el largo: instauró una lógica política instrumental y no tuvo la plasticidad necesaria para construir procesos de deliberación que permitan negociar demandas con la sociedad civil; asimismo, legitimó procedimientos de transacción política basada en nuevas pautas clientelistas y prebendales. Se estructuró un corporativismo partidario que, a diferencia del corporativismo estatal del ciclo nacionalista, autoritario y centralista, distribuyó el poder en manos de distintos partidos, cada uno de los cuales controlaba redes clientelares a través de las que se representaban e intermediaban intereses de grupos sociales; paralelamente, cada uno de los socios de la “democracia pactada”, al interior de sus organizaciones, consagró redes de poder que distorsionaron los procesos de reforma. La crisis de los partidos políticos puso en cuestión sus funciones de liderazgo, de mediación y de representación pero también su “función expresiva” que produce la identificación de los grupos sociales con los líderes y los proyectos políticos (la capacidad de “encarnar” a los grupos en el espacio político produce mecanismos de identificación simbólica entre los individuos). La acción colectiva que producen los partidos tradicionales radica en una asociatividad efímera que se circunscribe al acto electoral y que depende de la personalidad de los líderes y de sus respuestas específicas a temas de políticas públicas. Por tanto, esas demandas e intereses resultaron negociables y los partidos de marcada diferencia ideológica como la ADN y el MIR abandonaron sus principios y su identidad ideológica a cambio de cargos en los ministerios. Es justamente esta crisis de identidad la que permite el surgimiento y la consolidación del MAS, organización que busca llenar el vacío de sentido político del momento neoliberal. La desaparición de fronteras políticas nítidas, claramente reconocibles entre los partidos políticos, facilita la emergencia de movimientos políticos que proponen construir nuevas líneas divisorias, a condición de transformar la relación de fuerzas existente.

Además de la función tradicional de mediación entre la esfera social y el campo político, las organizaciones políticas (partidos o movimientos) cumplen, entonces, con una función de encarnación o identificación conforme a la cual se ponen en escena, se representan o se visibilizan los grupos sociales (Donegani y Sadoun, 1994). De esta manera, en el pasado, el llamado “partido de clase” fue una respuesta a la demanda de una representación política directa de la clase obrera en el parlamento, figura que implícitamente cuestionó la idea del intermediario o ventrílocuo político y renovó la búsqueda de lazos orgánicos entre mandantes y mandatarios.

La emergencia de un movimiento político no puede pensarse sin la presencia de un “Otro constitutivo”, el enemigo o adversario, la referencia negativa que permite discriminar la frontera exterior/interior. La construcción de fronteras identitarias, la discriminación de un “Nosotros” en oposición a los “Otros”, constituye el fundamento de las prácticas políticas. Esta noción posee una particular importancia para el argumento aquí presentado por dos razones. Una, porque permite comprender que la construcción de identidades políticas es un proceso relacional y no autorreferenciado, y dos, porque las dinámicas de identificación tienen como referencia, siempre, a sistemas simbólicos de oposición (indio, blanco; hombre, mujer; izquierda, derecha). Por lo tanto, la condición de existencia de toda identidad no radica en la estabilidad y coherencia de un conjunto de “datos culturales” o “ideologías”, sino que implica la afirmación de la diferencia, la determinación de un Otro que circunscribe el “exterior” de un grupo. Aún más: en determinadas circunstancias, cuando la diferencia se exacerba al grado de cuestionar la existencia de un grupo, esta oposición puede activarse de tal manera que se convierte en una relación amigo/enemigo, es decir en antagonismo (Mouffe, 1999: 15-16).

Desde sus inicios, el MAS expresó un conjunto de antagonismos y contradicciones de la sociedad boliviana y los significó de manera distinta respecto a las estructuras simbólicas neoliberales, las cuales fueron paulatinamente reemplazadas por una visión emergente, radicalmente nueva. El misterio del antagonismo consiste precisamente en inventar nuevos lenguajes para reemplazar las palabras usadas y gastadas por el orden dominante para organizar y significar tanto las experiencias cotidianas como las luchas políticas  (Melucci 2002).

Estas ideas permiten comprender mejor la gran importancia que tiene la producción incesante de una demarcación entre “amigos y enemigos” en la construcción de la identidad política del MAS. La identificación obsesiva, paroxística del enemigo, y la permanente apelación a la confrontación han jugado un papel decisivo en la emergencia del movimiento político, porque han redefinido las fronteras del campo político boliviano. Esta “construcción” o “visibilización” se encuentra en el origen mismo del movimiento político. El MAS, para construir una identidad propia y para defenderse de los ataques que llegan de todas partes en forma de acusaciones falsas o verdaderas amenazas, denuncia sediciones, malas intenciones. En los discursos electorales y también postelectorales, Evo Morales manifiesta la presencia de una conspiración contra el instrumento que proviene a veces de los partidos de la derecha, a veces de agentes externos; los enemigos son tanto la DEA como los grandes terratenientes del oriente del país, la Embajada norteamericana, la Policía, los partidos tradicionales y hasta conspiradores internos del propio movimiento. Sin embargo, es interesante notar que, al contrario de otros partidos de corte más indianista, no se usa con frecuencia el adjetivo de q’aras (blancos, mestizos) en los discursos del MAS, tal vez porque ha logrado una concertación con numerosos sectores de la población  y también con q’aras del exterior–particularmente en Europa– donde Evo exterioriza su identidad indígena con resultados muy provechosos. No hay una caracterización étnica del opositor tan marcada como, por ejemplo, en el Movimiento Indígena Pachakuti (MIP), el partido de Felipe Quispe. La revelación del enemigo es, desde luego, indispensable para lograr la unidad del grupo, este enemigo verdadero o imaginario está por todos lados, aunque en los inicios del MAS, los cocaleros estaban realmente rodeados de adversarios que deseaban erradicar completamente el cultivo de la hoja de coca. 

Lo propio de la política es pues la lucha por la instalación de un sistema legítimo de clasificaciones que sin cesar separa a los grupos sociales; la división y el conflicto no son patologías sociales o insuficiencias de una arquitectura política, sino que juegan un papel constitutivo en la política. Cuando Mouffe afirma “la imposibilidad de una positividad que se daría sin huella alguna de negatividad” (1999: 159), recrea el argumento estratégico de las teorías contemporáneas de la identidad que la conciben como la construcción de sentido sobre una relación social. A partir de ellas se define la identidad como un proceso permanente de creación de sentido sobre la semejanza y la diferencia.

El enemigo externo

En esa perspectiva de análisis cabe distinguir tres planos o territorios simbólicos en los cuales se han trazado fronteras identitarias y políticas. La primera frontera separa al enemigo externo, el extranjero, específicamente al imperialismo norteamericano de la “nación” y el pueblo boliviano. Así, el programa del MAS dice: “Bolivia cayó primero en las garras de los ingleses, para luego pasar a los yanquis y al dominio de las empresas transnacionales de Europa, Norteamérica y Asia Oriental, y sus sirvientes Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio” (MAS, 2004: 4). Esta escisión simbólica, cimiento de todos los nacionalismos, está profundamente enraizada en el imaginario político boliviano desde la Guerra del Chaco y ha alimentado ideológicamente la Revolución de 1952, el nacionalismo militar de Ovando y Torres (1969-1971) y el discurso de la “vieja” izquierda boliviana (Antezana, 1983). La oposición entre la nación y la antinación (como decía Carlos Montenegro, el ideólogo del nacionalismo revolucionario), entre la patria y la antipatria, tiene un efecto interpelativo importante porque permite dilatar el Nosotros hacia un conjunto de sectores sociales que no se reducen a la plebs, el grupo más empobrecido de la población, sino que incluyen a las clases medias e incluso a sectores de empresarios “patriotas”. Sólo la oligarquía queda fuera del cinturón protector de este territorio para permitir el antagonismo o la “ruptura populista” (Laclau, 2005).

Esta oposición es netamente visible en dos demandas sociales levantadas a través del MAS: la defensa de la hoja de coca y la nacionalización de los hidrocarburos. En ocasiones importantes   –ritualizadas para comunicar mejor los mensajes– Evo Morales aparece con un enorme collar de hojas de coca. Siempre hay coca en la mesa alrededor de la cual se sienta la dirigencia masista. En ciertas circunstancias, el movimiento realizó p’ijcheos grandes y públicos como símbolo de protesta, cada marcha organizada por el MAS estaba acompañada por la delicada hoja. La coca es omnipresente, es el mito fundacional del MAS.

En un primer tiempo, a finales de los 80, los cocaleros lucharon contra las políticas de erradicación que estaban basadas en el empleo sistemático de la violencia. El cocalero fue estigmatizado como narcotraficante y la hoja de coca fue prohibida en el mundo por los Estados Unidos. La resistencia de los cocaleros, por tanto, debía revertir ese estigma. La lucha simbólica se convirtió en el eje del movimiento cocalero: la hoja de coca no era una maldición sino un legado de los antepasados que, a su vez, la habían recibido de los dioses; era por tanto una hoja sagrada. Pero la coca era también el medio de sobrevivencia de millones de campesinos e indígenas de distintas regiones del país. Su destrucción, instigada por los poderes extranjeros, era no sólo injusta e irracional desde el punto de vista económico, era también una afrenta imperdonable tanto a la cultura andina y amazónica como a la soberanía del país. La hoja empezó a adquirir significaciones de las que anteriormente carecía.

Todo objeto del discurso, comenta Roland Barthes (1957), además de su mensaje directo, de su referencia a lo real, de su significado –para tomar prestado un concepto proveniente de la lingüística–, puede recibir connotaciones e ingresar en el campo de la significación. Todo es susceptible de pertenecer al dominio del signo y, por ende, de volverse mito. Ahí está el mito de la coca, la hoja sagrada de origen casi indefinible que adquiere cualidades que la proyectan como un símbolo de la reconquista de la soberanía nacional, como un instrumento de la lucha antiimperialista, como el símbolo representativo de una “civilización”. Las significaciones ya instituidas sobre la hoja de coca no se borraron con el tiempo, pero otras connotaciones se añadieron de tal manera que acabó por concentrar múltiples contradicciones: dejó de ser una mera demanda social y se convirtió en un símbolo, por definición ambivalente y poderoso.

Este desplazamiento simbólico implicó la politización de la hoja mediante la construcción de una “cadena de equivalencias” (Laclau, 2005) que permite asociar fluidamente la defensa de la coca con la defensa de la cultura andina, con la soberanía y con la dignidad nacional que se sienten amenazadas por el imperialismo norteamericano. La coca es una suerte de constelación simbólica porque incluye conjuntos de significaciones reunidos en cierto espacio y alrededor de un mismo núcleo; en cada uno de ellos existen correlaciones, líneas de convergencia, puntos de encuentro y similitudes que hacen evidentes los mismos estereotipos, tropos e imágenes, que pueden leerse como las estructuras simbólicas de la hoja de coca. El símbolo sufre una transformación, se opera una suerte de metonimia: una parte de su sentido es extraído, se lo pone en valor y vale por el todo.

Por otro lado, el enemigo externo fue visibilizado a través de la presencia de las empresas petroleras transnacionales que se instalaron en Bolivia alentadas por la política económica de Gonzalo Sánchez de Lozada y en general por los gobiernos de tendencia neoliberal. Ellas fueron percibidas como parte del “poder extranjero” que se apropia de los recursos naturales con la complicidad de las elites. Sin embargo, las petroleras no fueron asimiladas sólo con el imperialismo norteamericano, sino con un enemigo aún más difuso pero igualmente poderoso: la globalización.

Si ésos son los sentidos de diferencia, ¿cuáles son los contornos del Nosotros? El pueblo y el Estado. El Estado es percibido como el garante de la soberanía, el agente económico que produce y distribuye las riquezas, pero también como la institución que encarna simbólicamente a la nación. Así, el MAS “rechaza toda forma de penetración o su juzgamiento imperialista (ejemplo el ALCA) que pretenda ejercer dominio sobre la voluntad del pueblo boliviano, el Estado Nacional o sobre las riquezas y destino de la República” (MAS 2004: 20). De hecho, la idea de un Estado fuerte es el pivote del programa político, económico y cultural del MAS: “Recuperaremos las empresas estratégicas del Estado (YPFB, ENDE, ENTEL, LAB, ENFE, COMIBOL, etc.) para hacer un aprovechamiento equilibrado, sin afectar nuestro medio ambiente, y que las utilidades que generan no salgan al exterior, sino que el 100 por ciento de las mismas sirvan para promover políticas sociales que beneficien a las mayorías nacionales”(Ibídem).

Sin embargo, la estructura simbólica central es la del “pueblo”, la “gente sencilla y trabajadora”, los “desposeídos y marginados”. “Somos pueblo, somos MAS” fue la principal consigna electoral del movimiento. El discurso masista, en este plano, se diferencia de la tradicional interpelación clasista (obrerista) de la vieja izquierda pues el pueblo del MAS es una estructura simbólica y no el conjunto real de grupos sociales empobrecidos u oprimidos; el pueblo es una combinación exitosa de demandas y representaciones emanadas de distintos sectores sociales, no privativos de los campesinos cocaleros, que se articulan sólo porque entre ellos y el adversario existe lo que Laclau (2005) llamó un “principio de antagonismo”, una diferencia de poder. Este antagonismo funciona en virtud a la combinación de las distintas fracturas existentes en la sociedad boliviana, que se funden en una contradicción mayor.

Hasta aquí se diría que el MAS es un fenómeno que puede ser caracterizado como un nacionalismo populista; no en vano Stefanoni (2003) definió al MAS como un “nacionalismo plebeyo”. Sin embargo, las cosas parecen ser más complicadas porque el movimiento maneja también otros planos identitarios. Antes de analizarlos es preciso volver sobre la idea de las “fronteras identitarias”. En términos sociológicos se puede decir que la identidad es una relación social antes que un contenido cultural. Es la interacción en sí misma, en tanto que significación, la que constituye la identidad y ella puede ser pensada como una frontera simbólica que separa a los miembros con los no-miembros de un grupo social. Asimismo, las fronteras identitarias son móviles y porosas y pueden ser atravesadas pero también redefinidas constantemente en función de la manera como percibimos al otro. La frontera no es nítida e inmóvil, sino que puede involucrar muchos planos que eventualmente se separan o se yuxtaponen entre sí.

Las fronteras étnicas y culturales

La segunda frontera trazada por el MAS tiene un referente étnico-cultural y separa el campo dominado por el colonialismo interno de los pueblos indígenas y originarios. Aquí se encuentra un desplazamiento de las significaciones propias del nacionalismo revolucionario constituidas en torno a las equivalencias pueblo=nación/oligarquía=antinación. El MAS ha introducido una visión étnica de los procesos políticos y culturales que proviene del discurso katarista y de los discursos de los indígenas de las tierras bajas. “El colonialismo interno ha fracasado en la construcción de un estado-nación moderno”, de tal modo que ya no se trata de renovar las bases indígenas de  la “nación imaginada”, sino de construir un Estado multinacional y pluricultural (MAS, 2004: 5-6). El Estado nacional es pues  profundamente racista y debe ser refundado sobre la base de las autonomías indígenas.

El MAS opone el “paradigma mecanicista de la cultura occidental”, destructora de la naturaleza, al paradigma andino amazónico que posee una “relación simbiótica con el entorno, de total equilibrio con la naturaleza”; es decir, se plantea una línea divisoria entre “paradigma newtoniano que (cree que) el mundo es una máquina inanimada gobernada por las leyes matemáticas eternas”; aún más: “somos adversarios del siglo de las luces encarnado en John Locke, Thomas Hobbes, filósofos y economistas ingleses, y de los fundamentos económicos de Adam Smith, todos ellos ideólogos de la actual sociedad industrial, de la llamada sociedad moderna” (Ibídem: 7). La modernidad está vinculada a la economía de mercado que conduce inexorablemente a “alcanzar los objetivos de la cosmología de la cultura occidental”. En fin, no sólo estamos ante un clivaje político, sino también ante un antagonismo civilizatorio, valga el término (Ibídem: 1-2). Por lo tanto, el MAS planteó como “necesidad impostergable, encarar la transformación política, estructural administrativa e institucional del Estado Nacional, reconociendo la autonomía de las naciones originarias para garantizar las libertades públicas, los derechos humanos, las prerrogativas ciudadanas y la soberanía nacional (Ibídem: 18). Otra clasificación simbólica que tiene mucho peso es la que separa a la democracia liberal de la organización comunitaria andina que ha sabido preservar valores colectivos y solidarios frente al individualismo y egoísmo de la modernidad capitalista.

Sin embargo, esta frontera étnica no es oclusiva en los hechos; ella se reformula constantemente en función de los interlocutores del MAS. De acuerdo a los testimonios de personas que pertenecen o que han pertenecido al movimiento, el discurso masista, en particular el de Evo Morales, ha sufrido una metamorfosis. Inicialmente no incluía el antagonismo étnico-cultural, sino una visión más “campesinista”  propia de la identidad de los campesinos de los valles de Cochabamba y construida sobre una perspectiva del sindicalismo revolucionario que enfatiza los derechos de pequeños propietarios y ciudadanos, tanto como la interacción negociada con los poderes locales (Gordillo, s/f). Esta retórica traducía en verdad la identificación de los cultivadores de coca del trópico como “colonos” o como “campesinos cocaleros” y no como pueblos indígenas, categoría que era reclamada más bien por los yuracarés o los yuquis, en virtud a la influencia del movimiento de las tierras bajas. En una segunda fase, la retórica masista absorbió la influencia del indianismo katarista, que proviene básicamente del discurso con el que Felipe Quispe interpeló al Estado durante el conflicto del año 2000.

Paulatinamente, con el ingreso de las corrientes indianistas en el MAS, se fue dando un viraje discursivo hacia ese paradigma. No obstante, desde 1999 hasta la posesión de Evo Morales, el MAS se diferenció claramente de las propuestas indianistas radicales, afines a la tesis de la Nación Aymara del MIP, con el objetivo estratégico de ampliar el universo de su interpelación. Mientras que el MAS traza fronteras políticas flexibles, el MIP clausura las perspectivas. Evo dirimió la  controversia en el plano electoral y se ganó tanto a los seguidores de Felipe Quispe como a los de Alejo Véliz (quien había planteado, sin fortuna, la tesis de la “Nación Quechua”).

La composición étnica de los “colonizadores” del Chapare era esencialmente quechua y aymara y el discurso campesino se desplazó y se articuló con lo étnico, de manera que la identidad campesina fundada sobre la hoja de coca empezó a combinarse con identidad étnico cultural. Esta suerte de melting pot de orígenes acabó por manifestarse en las categorías de campesina productora de coca y en la identidad originaria. De paso, la referencia a un ancestro común les permitió acercarse a otros grupos.

Asimismo, Evo Morales fue investido como Presidente en Tiwanaku. A la ceremonia acudieron líderes indígenas de todo el continente americano –Morales habló de Abya Yala– portando “ofrendas de poder” para el nuevo mandatario. Llegaron también jefes de Estado, embajadores y personalidades del mundo, hubo jóvenes europeos y norteamericanos del movimiento espiritual new age en busca de luz y fuerza de las piedras sagradas del mundo antiguo. Los amautas oficiaron el rito cuidadosamente planificado. Evo vestía un poncho y un ch’ulu (gorro) ceremonial. Habló con el dedo levantado ante la multitud que le escuchaba, parado en medio de la Puerta del Sol que los pueblos prehispánicos habían adorado como al dios que les daba el poder, como la luz que permitía la vida. Fue la reconstrucción, la invención de la investidura de un nuevo Inca o tal vez de un Jach’a Mallku (gran líder andino) en pleno siglo XXI.

El MAS encarna el antineoliberalismo

La tercera frontera corresponde a la distinción entre el neoliberalismo y sus operadores, los partidos políticos sistémicos o tradicionales, respecto de los movimientos sociales, y en particular del MAS. Este es el punto axial: la clasificación dicotómica principal que aparece frecuentemente en primer plano, puesto que permitió articular las demandas de distintos grupos sociales afectados por la política económica y por la exclusión política puesta en obra por el neoliberalismo. De acuerdo al testimonio de un dirigente, en épocas electorales, el MAS “enfatizaba en un discurso antineoliberal y antipartidos políticos para ganarse a las clases medias empobrecidas y a todos los sectores golpeados por el neoliberalismo”, y logró encarnar a este sujeto antineoliberal.

La votación histórica lograda por el MAS en 2005 no podría explicarse sin los marcos de oportunidad política configurados por una compleja y profunda crisis estatal y, en particular, por el colapso del sistema de partidos políticos. Pero esos resultados tampoco serían inteligibles sin explicar la estrategia política que permitió al instrumento encarnar el deseo de cambio de muchos sectores sociales, y no solamente del movimiento campesino, cansados de un sistema político corrupto y prebendal, y de una política económica poco transparente, ineficiente y demagógica. El MAS logró polarizar el país entre el pueblo y las elites, y asumió el liderazgo de ambas, en especial en el occidente del país donde la clase alta estaba recelosa del poder de los empresarios cruceños. La dispersión moderada de la votación, característica de anteriores elecciones, se transformó en votación polarizada en dos bloques: la izquierda y la derecha, que acapararon el 80 por ciento de la votación. El MAS sedujo, finalmente, a las clases medias. Una de sus decisiones acertadas, en esa perspectiva, fue la elección de Álvaro García Linera como candidato a la Vicepresidencia. El intelectual, docente universitario y analista político de reconocida trayectoria,  simbolizó la unidad de la izquierda boliviana y representó a las clases medias; para esos segmentos sociales, García Linera era el símbolo de una renovación intelectual y moral.

En definitiva, lo que caracteriza al MAS en términos simbólicos no es la pretendida síntesis dialéctica entre el marxismo, el indianismo y el nacionalismo, sino la manera en que estos elementos se articulan específicamente en función del contexto y del adversario político. Por lo tanto, aquello que aparece como “vaguedad” o “inconsistencia” ideológica y programática no debe ser asumido como una suerte de subdesarrollo ideológico, sino que constituye en sí mismo la clave de la explicación porque expresa que esa constelación es propia de un “terreno social radicalmente heterogéneo” (Laclau, 2005: 128) que sólo el MAS logró interpretar. Probablemente por esta razón coexiste semejante diversidad semántica en los símbolos utilizados o hasta instrumentalizados por el movimiento; esto permite la amplia adhesión de numerosos sectores sociales que se reconocen en uno u otro de estos signos.

El movimiento consiguió construir estructuras simbólicas que se nutrieron de las tres fronteras identitarias, radicalmente diferentes al sistema de valores y representaciones del neoliberalismo, y que le permitieron interpelar al Estado y al sistema político, tanto como a la sociedad civil, transformando todo el campo de significaciones de la sociedad. Asimismo, la invocación a la unidad es algo así como el capital simbólico del MAS: la solidaridad, la complementariedad, la reciprocidad, de la cual hablan tanto la base del movimiento como sus cuadros dirigentes.

Por otra parte, cuando Evo habla de la conspiración, hace siempre referencia a diferentes enemigos aunque el discurso sigue siendo el mismo. El enemigo gira en función del viento del momento; pero el discurso resiste al aire, es impermeable porque es necesario tener a un enemigo, es lo que mantiene en vilo la identidad grupal. Esta estructura simbólica puede alcanzar la altura del mito. Raoul Girardet (1999: 11), cientista político francés, propone considerar el discurso sobre la “conspiración enemiga” como un relato mítico caracterizado por conformar un sistema de creencias coherente y completo sin otra legitimidad que la de su mera afirmación y ninguna otra lógica que la de su libre desarrollo; es decir, el mito es pensado como un llamado al movimiento, una incitación a la acción, un estimulador de energías de excepcional poderío; el mito del enemigo está siempre asociado con otras constelaciones como el mito del hombre providencial, el mito de la edad de oro y el mito de la unidad. No hay gran diferencia entre los grandes mitos de las sociedades tradicionales y la sociedad moderna, en ambos casos se presenta la misma fluidez y también la misma indecisión de sus respectivos contornos (Ibídem).

Esta variedad de símbolos que cohabitan en la ideología del movimiento se podría explicar con la idea de Lévi-Strauss (1989 [1962]), el ya mencionado bricolaje que consiste en trabajar con los materiales al alcance de la mano, sin plan previo, con medios y procedimientos diseñados inicialmente con otra finalidad. Es posible establecer una relación entre este proceder y el pensamiento mítico puesto que este último acude a un repertorio de instrumentos cuya composición es heteróclita, de alguna manera limitada y que, sin embargo, cuando no se tiene a disposición otros recursos, se impone utilizar lo que existe previamente para reacomodarlo en una suerte de bricolaje intelectual (Ibídem: 57).

Esto del bricolaje es una variable de la racionalidad humana versus la racionalidad científica. Seguramente por eso Levi-Strauss anota que es una forma de pensamiento que genera al mito. Se entiende así que en la construcción de la ideología del MAS haya una serie de elementos no ligados a priori los unos a los otros, pero que forman una constelación portadora de sentido. El movimiento ha recolectado diversos elementos y los ha entremezclado en una amalgama de nuevos sentidos que lanza mensajes por doquier y que llama a que muchos se reconozcan en ellos. 

El genio dramatúrgico

El sacrificio, el heroísmo e incluso la temeridad son pasiones que desatan o acompañan la acción colectiva. Craig Calhoun (1999) dice que estas emociones, constitutivas de los movimientos sociales y por definición opuestas al pensamiento racionalista, no pueden ser explicadas por las teorías de la acción racional a partir de los criterios de interés y cálculo racional. Asimismo, para que las motivaciones y voliciones de los actores no se disuelvan en modelos explicativos estructurales, es preciso incorporar la dimensión expresiva en el análisis de la acción colectiva. El argumento de Calhoun coincide en este aspecto con el punto de vista de los teóricos de los “nuevos movimientos sociales” como Jean Cohen (1985), el ya citado Alberto Melucci (2000) y Alain Touraine (1973), para quienes la construcción y la legitimación de una identidad social es más importante en el análisis de los movimientos sociales que el cálculo estratégico, llámese la toma del poder o la búsqueda de determinados fines de reforma política. Sea como fuese, la idea importante es que la acción colectiva no puede ser aprehendida sin recurrir al análisis de las luchas por la significación, que son combates para que una identidad social sea reconocida por una sociedad. Por ello, los movimientos políticos son tan “intensamente expresivos” y obsesionados por la organización, el discurso y la dramaturgia; aún más, Melucci se refiere a ellos como un “sistema de signos” que habla de lo que está sucediendo, que da cuenta de las transformaciones moleculares de la sociedad y que por ello actúan como “profetas del presente” asignando una nueva forma y un nuevo rostro a los poderes (2002, 2-3 y 60).

La emergencia del MAS, inseparable de la acción colectiva del movimiento cocalero del trópico cochabambino, del cual deriva, no puede ser pensada sin considerar esa dimensión expresiva, significante. Las marchas cocaleras de 1994 y de 1995, la resistencia a los planes de erradicación de cocales, la “guerra de la coca”, la expulsión de Evo Morales del Parlamento en 2002, los muertos, los actos de heroísmo y la narrativa que de ellos hacen los actores son todos imprescindibles para el análisis del movimiento político. Ello no implica –como ya se destacó– que la acción colectiva prescinda del razonamiento estratégico. La intención es enfatizar en que la construcción de la identidad política es compleja, acaso porque no existe de manera previa a la lucha sino que se ha forjado en el curso de sucesivas movilizaciones, derrotas y victorias. Se trata, dice acertadamente Calhoun, de un acontecimiento y no del reflejo de la colocación estructural de un grupo social. Las debilidades y fisuras de los llamados “modelos estructuralistas” de la sociología de la acción colectiva, otrora dominantes, han desembocado en la emergencia de enfoques alternativos que han explorado las dimensiones emocionales de los procesos de movilización.

Si la acción colectiva es básicamente un “sistema de significación” que se expresa a través de símbolos y emblemas de identidad, podría agregarse que la identidad es algo que necesariamente debe exteriorizarse –narrarse– para poder existir. En relación al tema que se está tratando, destaca una estructura compleja. Así, Natalia Camacho estudió las dos grandes marchas de los productores de coca (1994 y 1995) para evaluar la experiencia de negociación y conflicto con el gobierno, en un contexto de presiones mutuas. Según la hipótesis de trabajo de esa investigación, la marcha cocalera “sería una ‘táctica’ de presión dirigida a generar ‘espacios públicos’ de negociación, no sólo con el gobierno… sino incluso con la opinión pública” (1999: 7). Es decir, presionar para negociar con cierta ventaja. Esta visión instrumental forma parte de una larga tradición política de movilización propia del sindicalismo y de la izquierda boliviana. No obstante, la marcha también “constituye un recurso ‘desesperado’ de revelación de un grupo social” a través del cual diversos sectores sociales buscan hacerse visibles frente a un país que les ha dado la espalda (Ibídem). Aquí habría una función expresiva mediante la cual el grupo latente, estadístico, se convierte en un grupo real que se mira a sí mismo como una masa en acción. Este argumento resulta valioso porque indica que la sola movilización de un grupo excluido plantea a priori un sinfín de problemas políticos: la exclusión, la subordinación, etc., lo que quiere decir que remite a la forma de organizar la relación entre el Estado y los grupos sociales e inmediatamente plantea el asunto de la autonomía de esos grupos.

La idea del sacrificio invita a pensar, desde la antropología política, en que el modelo analítico del ritual, aplicado a las sociedades tradicionales, puede también ser utilizado en las sociedades contemporáneas, particularmente en los dominios de la política. Conforme a su significado clásico, el ritual podría ser entendido como un comportamiento simbólico, habitual y socialmente modulado que tiene como objeto diferenciar y revitalizar los símbolos. Específicamente, el rito político presenta cuatro características: una, permite representar la identidad a través de la asociación entre las personas y los símbolos, los mitos fundadores, las fronteras amigo/enemigo; dos, a través suyo los dirigentes reivindican su autoridad sobre el grupo, legitiman su rol de representantes o portavoces de la gente; tres, proporciona solidaridad y unidad entre los simpatizantes, y cuatro, posibilita la construcción de la realidad política porque ciertos eventos o personajes permiten interpretar la realidad e impugnar otras visiones como enemigas (Kertzer, 1996).

El mejor ejemplo es el autosacrificio que se hace durante las marchas. Cuando no se atienden las demandas a través de los canales convencionales, los mecanismos de presión se desplazan a otro nivel para que conmuevan a la población por el sacrificio que impone. La marcha “implica una gran movilización de recursos humanos y materiales” (Camacho, 1999: 14) y es más importante que un bloqueo o una huelga de hambre. Se exponen los cuerpos, por una parte a la intemperie y sus adversidades, y por otra ante las cámaras de la televisión y, por extensión, a todos los ojos de la población. Se muestran cuerpos mortificados, pies ensangrentados, personas desmayadas, niños hambrientos y cansados. La marcha es un llamado a los sentimientos íntimos, profundos, es un mecanismo de culpabilización de los “otros” pero también instala invariablemente una red de solidaridad hacia los marchistas que se plasma en futuras alianzas (Contreras, 1994).

Otro recurso dramatúrgico es la toma simbólica de las ciudades. Pablo Dávalos dice que la “toma” de las ciudades, particularmente de la plaza, es un acontecimiento político que se “inscribe dentro de la dinámica de los levantamientos indígenas, tiene connotaciones simbólicas y forma parte de los imaginarios simbólicos de los pueblos indígenas” (2001). Este autor ha estudiado la fiesta del Inti Raymi en Cotacachi (Ecuador), una de cuyas características es la “toma” ritual de la plaza, que rememora aquella ocurrida hace más de cinco siglos por los españoles. Ocupar la plaza implica la apropiación simbólica del poder para dotar de nuevos referentes y significados; dentro del mundo indígena, “la marcha hacia la capital, hacia la ciudad, que moviliza a los comuneros hacia la “toma” de la ciudad, hacia la apropiación de ese centro lejano” (Ibídem) puede contener el universo simbólico de la fiesta y la ceremonia ritual. Es la revuelta en contra de contenidos de dominación, que no son solamente económicos sino también rituales, ideológicos, simbólicos. La toma, la marcha rumbo a la capital, la concentración, todos los actos de masa realizados por el MAS tienen una doble significación. Por una parte muestran la capacidad de convocar a gente, la fuerza del número, la fuerza de la masa, y, por otra, permiten que los individuos puedan aprehenderse a sí mismos como parte de ese cuerpo colectivo y pueden mirarse a través de sus iguales, por ende como diferentes del resto.

Conclusiones

La singular experiencia del Movimiento Al Socialismo ha puesto en cuestión el sistema legítimo de clasificación de prácticas e instituciones políticas, cuyo principio es su separación respecto al “mundo” social. Constatar que el movimiento político implica ambas esferas y moviliza permanentemente un doble código –político y social– no debe conducir a catalogarlo como el cabal ejemplo de la “antipolítica”; al contrario, esta evidencia demanda reflexionar sobre una nueva forma de acción colectiva e implícitamente desafía la consistencia de las teorías políticas basadas en la diferenciación neta de esos dominios.    

El movimiento político es ante todo “un sistema de signos” que codifica la realidad política y desestabiliza las certezas y creencias colectivas instaladas por los adversarios para instalar un nuevo régimen de significación. Uno de los dispositivos simbólicos importantes es la demarcación de las fronteras políticas. En esa perspectiva, el MAS ha producido y gestionado diversas oposiciones y clasificaciones políticas: imperialismo/nación, colonialismo interno/pueblos indígenas y originarios, etc. El punto esencial del argumento desarrollado a lo largo de este trabajo es el siguiente: la pluralidad de demandas enarboladas por el MAS, cuyo origen se remonta a los intereses de diversos grupos sociales, ha sido unificado gracias a la presencia del Otro, referencia negativa que ha permitido constituir un antagonismo entre dos campos políticos: neoliberalismo/antineoliberalismo. A lo largo del trabajo se ha enfatizado que las identidades no son realidades inmutables, porque resignifican su contenido en función del interlocutor y del contexto: son relacionales y estratégicas.

No existe acción colectiva sin producción de sentido. Pero, ¿cuál es la función del símbolo desde la perspectiva del movimiento político? Pues, hacer posible una práctica política autónoma del sistema de significaciones instalado por el Estado: proveer ideas-fuerza y suministrar imágenes persuasivas en virtud de las cuales se puede captar la lucha política desde nuevos códigos; en suma, construir los hechos desde esquemas cognitivos alternativos. En suma, el MAS ha construido (y reconstruido) estructuras simbólicas con el propósito de combatir el sistema de creencias del neoliberalismo, unificar a sus adherentes y propiciar la acción

El MAS, con una transposición de diversos elementos que convergen hacia su propia y original ideología, ha elaborado un bricolaje de símbolos que se han traducido en otros más densos en significaciones, trascendentes. Esta predisposición a apropiarse de componentes tan heterogéneos entre sí –Túpac Katari, el Che Guevara, Marcelo Quiroga Santa Cruz, entre otros–, ha permitido la adhesión de simpatizantes con historias de vida muy diversas las unas de las otras. Estos símbolos han sido exteriorizados a través de una dramaturgia, una puesta en escena que los ha vuelto eficaces en la interpelación; ella, según se ha explicado, puede estar anclada en los imaginarios indígenas y en sus dispositivos rituales como el sacrificio, el mito de la edad de oro, etc. Evo Morales no ha inventado esas estructuras que en realidad ya existían en los imaginarios y en las mentalidades de la población boliviana, particularmente de los diversos segmentos indígenas y campesinos, sino que los reactualizó y reconvirtió, proceso que involucra una nueva configuración de símbolos y significaciones. En suma, el MAS encarnó el “espíritu” de la época.


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NOTAS

1   Este artículo forma parte de un libro sobre la emergencia y la trayectoria política del Movimiento Al Socialismo, escrito por Jorge Komadina y Céline Geffroy, publicado en 2007 por el Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) y el Centro de Estudios Superiores Universitarios (CESU-UMSS). 

2   Sociólogo. Docente e investigador de la Universidad Mayor de San Simón y del Instituto Superior de Filosofía y Humanidades, en Cochabamba. Autor de varios libros, entre ellos La trampa del rentismo, con Riberto Laserna y José Gordillo. Milenio, 2006.

3   Pacto por la democracia (1985), Acuerdo patriótico (1989), Megacoalición (1997) y Pacto por Bolivia (2002).


 

 

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