SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.10 número22Edgar Arandia en diez estacionesOperationalizing Pro-Poor Growth. Country Case Study: Bolivia: Ministerio para la Cooperación y el Desarrollo del Gobierno de Alemania índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.10 n.22 La Paz  2007

 

Un paseo por los abismos de la memoria

 

Adolfo Cárdenas 1

 

Tu sueño se hizo añicos

 porque vino de una pesadilla

 de tu infancia mal dormida…

                        Edgar Arandia


Probablemente es el hombre del renacimiento quien más cerca está de lo que se espera de la capacidad real del ser humano. Es decir, el hombre convencido de ese abanico de posibilidades que le brinda su inteligencia y que le impone casi la necesidad de desarrollarse en habilidades y prácticas múltiples. Quizá es esa carga con  la que todavía juega el ser contemporáneo que intuye que los saberes son múltiples y que puede fácilmente ser al mismo tiempo bombero, carpintero y astronauta; físico cuántico, heladero y poeta; relojero nómada o cantautor. Tal vez nos falta un poco de ingenuidad y mucho de arrojo para intentar explotar esas capacidades que las entrevemos como sueños y que están escondidas en algún laberíntico callejón de la mente.

Esta pequeña introducción es válida y procedente  en la medida en que hacia la década de los ochenta del pasado siglo,  en aquella época conocida como el corto verano udepista, trabé amistad con Edgar Arandia, pintor y poeta, aspirante a cineasta, gourmet, investigador aficionado del lenguaje y antropólogo, a partir de la relación con amigos comunes y pertenecientes a grupos literarios a momentos antagonistas y a momentos hermanados por el capricho.

Independientemente de ello,  la relación evolucionaba a partir de mi inclinación por las artes plásticas y de la suya por la literatura, y aquí es donde la primera anécdota sale a cuento.

Arandia presentaba una muestra en un extinto salón de exposiciones, una serie de dibujos a lápiz de mediano formato, si mal no recuerdo, y cuyo tema, a momentos críptico para el ciudadano común, versaba sobre algo que en la contemporaneidad lleva el portentoso nominativo de “mito urbano”.

La muestra en sí, no decía mucho, al menos para ojos legos, y se trataba de una colección de ciudadanos en diversos estados de alteración, ya sea echados de bruces o de espaldas, junto a latas o sentados ante ellas con las miradas perdidas  en la eternidad. Su particularidad radicaba en que aquellos protagonistas que mostraban la cara tenían rostros de elefante.

Edgar Arandia. Chuquiago dark (2000). Acrílico sobre tela

La explicación de esta propuesta de difícil lectura estaba apoyada en un desafío al interior del grupo multidisciplinario Trasluz, cuyos integrantes, enterados de una leyenda marginal como era el cementerio de los elefantes, decidieron interpretarla, cada uno a su modo.

Cabe aquí hacer una digresión para comentar en qué consiste el “cementerio”. Según el fallecido cronista del lumpen, Victor Hugo Viscarra, se trata de una cantina de pésima fama (¿acaso las hay de óptima?) que no posee precisamente un nombre propio; que es o fue regentada por una ciudadana de nombre “doña Hortensia”, y que los consuetudinarios  bautizaron como “el cementerio de los elefantes”, dada su particularidad de haberse convertido en un sitio terminal para sectores marginales de la población. 

¿Cómo entender esta institución que para el público común podría tener ribetes de hermetismo?

Se supone que en el mundo alcohólico, cuando alguno de los cofrades presiente que ha llegado al final del camino, recurre al mencionado lugar. Allí, hecho el pedido de beber hasta perecer, la dueña o administradora se encarga de proporcionar al suicida una lata o un balde de alcohol, un vaso y un cuarto en el que se lo encierra, candado de por medio, para que pueda “despacharse a su gusto” hasta que se calculara, luego de días, que el cliente hubiera pasado a mejor (o peor) vida.

Hechas las aclaraciones, y volviendo al relato, se puede comentar que el también fallecido escritor René Bascopé incorporó la leyenda a su novela La tumba infecunda; que el escritor todavía vivo Jaime Nisttahuz publicó un cuento referido al tema en su libro Fábulas contra la oscuridad, y que, por su parte, el pintor Edgar Arandia elaboró la  serie que se comenta.

Algo después, y siempre coincidiendo en muestras plásticas, presentaciones o lecturas, confesando nuestro mutuo interés por la historieta, es que se comienza a especular sobre la no vigencia de ésta en nuestro medio. También coincidimos en que la razón de esta frustración provenía de la nefasta época en la que un dictadorzuelo, totalmente falto de sentido del humor, saturado de odio hacia lo que no entendía, había arremetido en contra de lo que se gestaba como un momento fundacional en la creación de una tradición revisteril en Bolivia. Me refiero concretamente a la revista de humor político Cascabel y sus incursiones en la historieta con títulos como “Por quien doblan las macanas” o “Bat-Barr contra el voto negro”.

Con la esperanza de recuperar dicha tradición es que se funda la revista La Taba, también de humor político, con la participación de dibujantes de la talla de Benedicto Ayza y Diego Morales, y de escritores como Humberto Quino y Manuel Vargas. La vida de dicha publicación fue efímera por razones por demás obvias: problemas de financiamiento. Sin embargo, aquella experiencia afianzaría la común inquietud de arduo conocimiento de la historieta y consumo crítico de ella en sesiones que Arandia bautizó como “Las Manueleadas”, dado que se celebraban en el domicilio del escritor Manuel Vargas, y como parodia a las archiconocidas  “Flaviadas”.

Del conocimiento típico sobre maestros de la gran plástica o la gran literatura, se pasa a la discusión e intercambio de ideas acerca de clásicos de la historieta tanto latina como norteamericana, y porqué no, hasta europea, desde Richard Outcault (Yellow Kid), pasando por Sergio Angoletta, Hugo Pratt (Corto Maltés), hasta los más contemporáneos, en el afán de encontrar los ingredientes para la creación de personajes o publicaciones de interés masivo.

Es de dominio público (dominio púbico diría Arandia) que del comic o historieta al cine no hay nada más que un pequeñísimo salto, y aquí es donde se descubre otra afición común: la imagen en movimiento.

Las continuas charlas sobre directores o filmes de escasa difusión en el medio dan como resultado un video apoyado en la serie de dibujos “El cementerio de los elefantes”, y cuya realización contemplaba imágenes en vivo tomadas de algunos de los dibujos. El proyecto fue logrado sólo parcialmente y sus copias deben estar en poder de alguno de los participantes en el cortometraje.

También es de dominio público que hacer cine en el tercer mundo es bastante difícil si no se cuenta con  apoyo de entidades financieras interesadas en apoyar este tipo de aventuras, que en la mayoría de los casos se convierten en moderados desastres financieros. Es así que con los sueños de direcciones o producciones malogradas, el retorno a actividades más individuales y de inversión menos prohibitiva,  se retoma en las prácticas de caballete.

Pese a las aparentes frustraciones, no todo se había perdido; sin embargo, estas experiencias, sobre todo la “historietística”, jugarán un papel muy importante en el futuro desarrollo plástico de Arandia. En efecto, las secuencias en sucesión tan propias de la tira cómica  serán aplicadas en representaciones donde la denuncia social o política ya no es prioritaria en el arte del pintor. Es más bien la vida cotidiana, el recuerdo, la nostalgia, las valoraciones que se apropian de su  imaginario para inventar o recrear personajes del pasado, los que recobran vida en sus reflejos y donde los míticos mirmidones son sustituidos  por enanos reales  inscritos en la historia doméstica de la zona norte de la ciudad de La Paz.

Hasta aquí una introducción a una de las series que, en mi criterio, pertenece a lo mejor de la producción del pintor, sin por ello poner en segundo lugar otras muestras que, obedeciendo a otras instancias o épocas, conllevan una carga ideológica que en su momento llamará la atención de la crítica especializada.

Volviendo a la colección que comento, se podrá decir que obedece a un largo proceso de reflexión no sólo en el campo formal sino también en el conceptual,  y que posiblemente tiene su inicio en la producción de una disciplina aparentemente ajena a las artes plásticas, como es la poesía.

Creo necesario hacer otra puntualización en este momento sobre la práctica de un género que, dentro de los parámetros ordinarios, no tendría mucho que ver con la pintura pero que, sin embargo, da a Arandia algunas pautas para el planteamiento de una próxima serie.

Se trata de la factura y posterior publicación de un poemario con el título general de Chuquiago blues que desde el título sugiere una búsqueda intencional del recuerdo y, a través de éste, de la nostalgia.

La mención de Chuquiago blues sería improcedente si su elaboración no hubiera prefigurado lo que posteriormente se convertiría en “Chuquiago dark”, una muestra que va a aunar una serie de conceptos ya intuidos con anterioridad.

En efecto, los experimentos de “La perversa luz del invierno” en fase de estudio ya alcanzan una concreción definitiva en la colección  antes mencionada; el uso de recursos de historieta contemporánea como la densidad colorística, el escorzo, la ilusión tridimensional y la intención de contar una historia secuencial tan ligada a momentos del cine, establecen una confluencia indiscutible entre el poemario y la serie, que no se limita al efecto meramente formal, sino que también  invade el campo de lo narrativo.

Probablemente esto último sea lo más peculiar de esta fusión: una historia o historias (por que son varias) narradas a través de la imagen que nos introduce en aquellas biografías de ficción donde se entremezcla la existencia  del loquito de Munaypata con el Batman niño, o la del solitario jugador de billar con un anónimo cantante de tangos en cualquier chingana de los cuarenta, a coro con roqueros pop de La Ceja, olvidados de su condición de mestizos, más el sepia que los desmiente; mujeres en gestación y monos uniformados; falos antropomorfizados  o vagos encapotados caminando por callejas o volando por los aires junto al primer globo aerostático que ha surcado los cielos del Altiplano, contemplando desde lo alto las viejas máquinas de vapor de la Bolivian Railways, liderando acaso esa caótica procesión de personajes en busca de su historia o historias, oteando un protagonista, todos guiados por esa batuta que como en los filmes de última generación, dispara colores y metáforas, formas y epítetos; neotérminos para un diccionario del futuro o paisajes góticos en una sinfonía medieval en cuyo centro danza ese “arlequín” enloquecido con  su inmensa pasión por el bolero y los recovecos; los balcones y los territorios poblados de luz amarillenta de esta urbe interminable y dramática como es “el Chuquiago”, acaso el tema medular en la producción de este artista múltiple cuya definición no podría estar  planteada mejor que  en sus propias palabras: Tengo el jaguar en mi piel / los ojos de la noche en mi cuerpo


Notas al Pie

1   Adolfo Cárdenas es escritor, docente de la carrera de Literatura de la UMSA y de la Academia Nacional de Bellas Artes.

Edgar Arandia. El gran fumar (2002). Óleo sobre tela


Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons