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Punto Cero
versión impresa ISSN 1815-0276versión On-line ISSN 2224-8838
Punto Cero v.25 n.40 Cochabamba sep. 2020
EL PLANTEAMIENTO APORÉTICO SOBRE LA “MUERTE DEL SUJETO”: HISTORICIDAD, OTREDAD Y LÍMITES
The aporetic approach about “death of the subject”: historicity, otherness and limits
Gary Anton Mostajo Troche
El autor declara no tener ningún conflicto de interés con la Revista Punto Cero
Resumen:
El presente ensayo realiza una análisis genealógico sobre la idea de “muerte del sujeto” como aporía. En el mismo se trabaja en primer lugar la relación entre sujeto, historia y lenguaje en Michel Foucault. En segundo lugar, se cuestiona la vision historicista de la muerte desde una aproximación a la ontología heideggeriana en la analítica existencial del Dasein. Finalmente, en confrontación con la ética levinasiana, se dirime el carácter intersubjetivo de la muerte en su carácter de pluralidad, reinterpretando la noción de libertad y su condición temporal.
Palabras clave: Muerte, aporía, yo, sujeto, intersubjetividad, Otredad, historia, libertad.
Abstract:
The following essay performs a genealogical analysis on the idea of “the death of the subject” as aporia. The first topic it deals with is the relation among subject, history and language in Michel Foucault. Secondly, historicist vision of death from a Heidegger's ontology approach on the existential analysis of Dasein is questioned. Finally, confronting Levinas ethics, the intersubjective idea of death in its plurality character is settled, reinterpreting the notion of freedom and its temporal condition.
Key words: Death, aporia, ego, subject, intersubjectivity, otherness, history, freedom.
La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos
-Antonio Machado, poeta español (1875-1939)
FOUCAULT Y EL PROBLEMA HISTÓRICO DEL DISCURSO SOBRE LA MUERTE DEL SUJETO
¿Realmente existen códigos de conocimiento de aquello que conocemos como “muerte” ? Ya Michel Foucault (1966, p.140) en El nacimiento de la clínica, hablando sobre los inicios de la medicina, la enfermedad y la clínica fines del siglo XVIII, afirmaba que la dominancia de ciertas instituciones y de los jerarcas de las mismas —el hospital y los médicos, en este caso— logró que la sociedad se fundara sobre leyes que permitieran la disección de cadáveres, por ejemplo, para los estudios científicos. Este tipo de hechos generó una nueva manera de mirar a la muerte y, al mismo tiempo, la creación de un nuevo lenguaje que permitiera hablar sobre aquello que se miraba
La mirada del médico y la reflexión del filósofo detentan poderes análogos, porque presuponen ambas una estructura idéntica de objetividad, en la cual la totalidad del ser se agota en manifestaciones que son su significante-significado; donde lo visible y lo manifiesto se unen en una identidad por lo menos virtual; donde lo percibido y lo perceptible pueden ser íntegramente restituidos en un lenguaje cuya forma rigurosa enuncia su origen.
Si bien aquí no vamos a problematizar la cuestión del lenguaje como rasgo de lo humano1, es muy importante mirar la construcción moderna de este concepto, que ligó definitivamente al lector con aquello que leía. En esta nueva mirada, la disección de cuerpos humanos y autopsias entramaba necesariamente una nueva relación entre el tejido muerto del occiso y la muerte del individuo y, por oposición, la muerte misma como una enfermedad que se hace posible en la vida2 . Naturalmente, esta incorporación de una significación de la muerte en el espacio del lenguaje será el inicio de una serie de planteamientos éticos y socioculturales.
En su Arqueología del saber, Foucault quería encontrar una relación estable ente lo inconsciente, la naturaleza y la cultura, no cuestionando al hombre como tal, sino los conocimientos posibles sobre él: “disuelve al hombre” (Kurzweil, 1979, p.37). Esta postura parte de un presupuesto básico: todo conocimiento nuevo es una ruptura con un conocimiento anterior, implica una transformación; por ende, la historia del sujeto no puede ser algo continuo, por lo menos en un sentido estructural. La historia del hombre sigue premisas de tipo anti-antropológico y anti-humanista. El conocimiento que tiene el hombre sobre sí mismo y sobre su historia es una teoría en formación a través del lenguaje y su praxis:
La historia continúa, es el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de que todo cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no dispersará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta: la promesa de que el sujeto podrá un día —bajo la forma de la conciencia histórica— apropiarse nuevamente todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia lejanas por la diferencia, restaurará su poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que se puede muy bien llamar su morada. Hacer del análisis histórico el discurso del contenido y hacer de la conciencia humana el sujeto originario de todo devenir y de toda práctica son las dos caras de un sistema de pensamiento. (Foucault, 1970, p.20)
El problema real del discurso recae en cómo entender el conocimiento sobre la muerte en esta discontinuidad histórica absoluta, y no en la reconstrucción racional del individuo.
Solo así puede hablarse de una verdadera “muerte del sujeto” o, en términos del propio Foucault (1986), “el fin del hombre” y de la “falsa conciencia”3.
EL DASEIN Y LA POSIBILIDAD DEL DISCURSO SOBRE LA MUERTE
El problema de si verdaderamente la muerte representa una frontera y el indicio de esa historia que Foucault había reconocido como desestructurada —para construir así una antropología de la muerte que, de alguna manera, se vincula a la analítica trascendental del ser-parala-muerte del Dasein de Heidegger— es tratado por Jacques Derrida (1998) en Aporías. El autor se pregunta si es posible entender la muerte del sujeto indicando, primeramente, que este es un problema aporético: como enunciado, como discurso, es incalculable en sí mismo. Tal imposibilidad —la de la muerte— es extensiva a cualquier cosa que pueda ser mentada, incluso aquellas cosas que no son posibles o les precede un carácter abstracto. La segunda cosa que advierte es que esta aporía elimina los límites de cualquier pensamiento que se aproxime a la muerte del hombre, ya sea en el plano antropológico, ontológico, etc.
Me permito recordar aquí el pequeño texto en forma de nota que dediqué, hace unos veinticinco años, a una nota de Sein und Zeit sobre el tiempo puesto que [...] dicho texto trataba del presente, de la presencia y de la presentación del presente, del tiempo, del ser y, sobre todo, del no-ser, más concretamente, de una determinada imposibilidad como no-viabilidad, como no-vía o camino cortado [...] [E]s imposible determinar el tiempo ya sea como ente, ya sea como no-ente [...] El ahora es, pero no es lo que es. Más concretamente, no es lo que es sino “débilmente” (amudrôs). En la medida en que ha sido, ya no es. Pero, en la medida en que será, como el porvenir o la muerte —que hoy serán mis temas—, todavía no es. (Derrida, 1983, p.32).
Derrida evidencia que no se puede tener a ningún tipo de coherencia determinada respecto a los presupuestos del conocimiento sobre la muerte, ya que cuando se habla de “muerte del sujeto” se habla necesariamente de la propia muerte —“mi muerte” , aunque esto implique la mutación histórica de la que habla Foucault4.
¿Es posible entender la cuestión de la “muerte del sujeto” en este sentido? Derrida (1998, p.48) alega que hablar sobre “mi muerte” no es forzosamente hablar sobre un “yo que muere” , en tanto la muerte es común para el género de la humanidad. Por tanto, la palabra muerte nombra algo que es absolutamente irremplazable y totalmente singular, pero al mismo tiempo su carácter histórico que reside en ese “nombrar la muerte” que es paradigma para cualquier sujeto, aunque le sea inaplicable cualquier concepto que aparente una totalidad de conocimiento5. Si Foucault hablaba de una socialización del discurso como un límite al conocimiento de la muerte, Derrida es aún más incisivo señalando que esta frontera está vinculada necesariamente a otros dos tipos de límites: uno geográfico y otro de tipo conceptual o terminológico:
[P]or otra parte, las divisiones entre los ámbitos del discurso, por ejemplo, la filosofía, las ciencias antropológicas, incluso la teología, ámbitos que se han podido representar como regiones o territorios ontológicos u ontoteológicos, a veces como saberes o investigaciones disciplinarias, en una enciclopedia o en una universidad ideal; a lo cual finalmente, y en tercer lugar, acabamos de añadir las líneas de separación, de delimitación o de oposición entre las determinaciones conceptuales, las formas del borde entre lo que se denominan conceptos o términos que cortan y sobredeterminan necesariamente los dos primeros tipos de terminalidad.
Cuando Foucault hablaba de las transformaciones que se habían producido desde la edad media hasta la actualidad —con respecto a la clasificación natural que dio paso al nuevo conocimiento sobre la muerte— y las combinaciones posibles del lenguaje que de ellas derivaron para afirmar códigos reconocibles se refería al nacimiento de una “cultura de la muerte” (Foucault, 1968, p.55). De alguna manera, a través del discurso el hombre se convierte en sujeto de su propio objeto de conocimiento y, simultáneamente, en el sujeto que conoce. Según Derrida (1998, p.49), esta noción no es una constante en todas las culturas, ya que cada una tiene una forma diferente de entender el tránsito y lo que viene después de él, por supuesto: “la cultura de la muerte puede transformarse”6. Pero esta historia de la “muerte del sujeto” puede entenderse de distintas maneras culturalmente hablando, al igual que lo alcances morales que tales maneras puedan tener.
Bajo este presupuesto, la historia del hombre es siempre la historia de su muerte, por lo menos en el mundo occidental. Para Martin Heidegger (2003), el Dasein siempre termina en un “inacabamiento” , un momento de decadencia. Por ello, la analítica existencial de la muerte debe preceder incluso a la metafísica o a la biología. Heidegger no otorga al Dasein ninguna cualidad de tipo racional y evita a toda costa hablar de sujeto o de persona, dejándole exclusivamente un sostén ontológico; en palabras de Derrida (1998, p.57), el hecho de pensar la muerte es el mismo morir7 :
Un orden queda estructurado por unas lindes infranqueables. Éstas se pueden franquear, se franquean todo el tiempo, de hecho, pero no se deberían franquear. La preocupación por pensar lo que es la muerte propia del Dasein, el “propiamente morir” (eigentlich sterben) del Dasein, dicta la jerarquía de este orden. Este “propiamente morir” pertenece al poder-ser propio y auténtico del Dasein, a saber, a aquello de lo que hay que dar testimonio y presentar la atestiguación (Bezeugung).
Esta afirmación pondría la cuestión ontológica de la muerte del sujeto antes que cualquier otra aproximación —incluso la histórica—, por lo que sería posible una antropología de la muerte pero no una “historia de la muerte” , dado que el morir no sería cultural, ni siquiera fisiológico.
EL ENCUENTRO LIMÍTROFE CON LA MUERTE COMO CONDICIONAMIENTO DE ENCUENTRO CON EL OTRO
¿Como articular, entonces, esta historia desestructurada de la que habla Foucault, que quiere identificar un conocimiento sobre la muerte, con la antropología heideggeriana? Derrida (1998, p.77) indica que el principio ontológico del morir del Dasein no le quita el carácter de testigo histórico de esa muerte, poniendo como presupuesto innegable de que todos los hombres no mueren de la misma manera ni tampoco su muerte es interpretada de la misma manera, en tanto:
[n]o hay cultura sin culto a los antepasados, sin ritualización del duelo y del sacrificio, sin lugares y modos institucionales de sepultura, incluso para las cenizas de una incineración. Tampoco hay cultura sin medicina, ni hay medicina sin ese horizonte, sin ese límite tan singularque, desde Grecia, se denomina “horizonte” y que la muerte garantiza.
Si hablamos de una “cultura de la muerte” y de una “historia de la muerte” , estas deber ser necesariamente apriorísticas. Y justamente aquí reconoce Derrida el carácter aporético de la cuestión: hablar sobre la muerte del hombre, ¿es historia? Y si esto es cierto, ¿solo es posible primordialmente en un plano metafísico?
Examinando a la analítica existencial como un primer saber antropológico, reconocemos que está antes que cualquier discurso sobre el morir mismo, en el sentido en el que habla Foucault. Empero, aunque pareciera que el Dasein de Heidegger se mantiene del lado de la línea de la vida y, por tanto, está imposibilitado de enunciar ese tipo de discurso —aunque sea un ser moribundo, “vuelto hacia su fin” (Carrasco, 2006, p.232)—, hay que tomar en cuenta que este “estar moribundo” no puede interpretarse en un sentido psicoanalista, que se da en el curso de una experiencia de vida. La analítica, según Derrida, es universal, de manera que está en el plano fenomenológico pero al mismo tiempo va más allá de él. El problema sobre si el Dasein puede dar testimonio de su muerte queda irresuelto, puesto que deja la cuestión del paso de la frontera de la muerte —el cruce del límite— como un aspecto puramente teorético. El análisis sobre la muerte, para Heidegger “se mantiene [...] en el más acá” (2003, p.268), es decir, que parece privilegiar la posición del morir en un lado del límite: “la finitud temporal en que se enraíza [el carácter originario de la muerte] [...] obliga a decidir a un mortal [...] a que parta de su mortalidad” (Derrida, 1998, p.94).
Si el problema de la muerte en la analítica existencial es independiente de otras soluciones y más bien las antecede, ésta sería la “única forma posible de un discurso universal” (Derrida,1998, p.97) y superaría todo límite histórico. Ante toda elaboración de la antropología histórica-cultural (que no tiene por qué estar opuesta a la antropología analítica), al hombre no le queda otra cosa que la muerte. Derrida (1998) llama a esta permanencia “esperarse en sí mismo” .
En esta vía, Emmanuel Levinas (2004) reconocía ya que la muerte para Heidegger representaba la mayor de las opciones de libertad y, por el mismo hecho de su incomprensibilidad, suponía el fin del sujeto como dueño de lo posible. Pero, al mismo tiempo, la muerte “nunca es un ahora” (p.113) y la soberanía no puede estar en relación con la muerte:
Cuando ha muerte existe, yo ya no estoy —no porque yo sea nada, sino porque no me encuentro en disposición de captar nada—. Mi soberanía y mi virilidad, mi heroísmo de sujeto no pueden ser virilidad ni heroísmo en relación con la muerte. En ese sufrimiento en cuyo interior hemos observado esa vecindad de la muerte —y aún en el plano del fenómeno— se produce la conversión de la actividad del sujeto en pasividad. Y no en el instante del sufrimiento en el que, acorralados por el ser, podemos aún captarlo, en el que aún somos sujetos del sufrimiento, sino en el llanto y el sollozo en los que desemboca el sufrimiento. Allí donde el sufrimiento alcanza su pureza, donde ya no hay nada entre él y nosotros, la responsabilidad suprema se torna suprema irresponsabilidad, infancia. En eso consiste el sollozo, y por ello anuncia ha muerte. Morir es retornar a ese estado de irresponsabilidad, morir es convertirse en la conmoción infantil del sollozo. (p.113)
¿Otra aporía? Sí, por lo menos en el sentido derridiano, ya que es el Dasein mismo el testigo excepcional de su propia muerte que no puede asumirse, como ya hemos visto, existiendo un límite, como un “salto a la nada” , al anonadamiento: El Dasein “sigue siendo” más allá de la muerte en su “espera de sí mismo” . Sin embargo, este estado de “esperarse uno mismo a sí” como ser-parala-muerte del que habla Heidegger no deja de ser una respuesta incompleta.
Por ello Derrida (1998, pp. 108-109) admite una segunda instancia que es el “esperarse a uno mismo en los otros” . Como dijimos, aunque la muerte es única para cada individuo, todos mueren y pueden ser testigos de las muerte de “otros” aunque ninguno llegue a la “cita con la muerte” al mismo tiempo ni de la misma manera. La muerte del otro resuena como la muerte propia, y “mi muerte” siempre está abierta a la espera de la muerte del otro. En este intercambio limítrofe parece desaparecer, definitivamente, esa barrera entre la analítica, la cultura o la historia, todo se reduce a un choque de muertes en el borde y se da la verdadera posibilidad de la imposibilidad8:
La muerte del otro, esa muerte del otro en “mí” , es en el fondo, la única muerte nombrada en el sintagma “mi muerte” , con todas las consecuencias que se puedan sacar de ello. Es otra dimensión del esperarse como esperarse el uno al otro; uno mismo se espera (en) la muerte esperándose el uno al otro hasta la edad más avanzada en una vida que, de todos modos, habrá sido tan corta. (p.123)
Levinas (2004, p.115) apuntará además que la muerte aparece como una realidad contra la que nada podemos y además, contra la que nada podemos poder, puesto que “en el mundo de la luz surgen muchas realidades que superan nuestras fuerzas [...] [y] [e]s exactamente ahí donde el sujeto pierde su dominio de sujeto” . La muerte es la imposibilidad de tener proyecto alguno; he aquí la vinculación con Foucault: la imposibilidad de tener conocimiento certero sobre esa muerte pese a toda conceptualización que intente hacerse. La muerte, por ello, no puede confirmar la soledad del individuo, sino que más bien la rompe. En toda muerte se insinúa una pluralidad. No es pues, la libertad la que da cuenta de la muerte del otro sino la muerte del Otro la que da cuenta de nuestra propia libertad: “La fuerza del Otro es desde ahora moral [;] [l]a libertad [...] no puede manifestarse más que fuera de la totalidad, pero este 'fuera de la totalidad' se abre por la trascendencia del rostro” (Levinas, 2006, p.238). Lo que se comparte en el límite con la muerte es, justamente, que reconocemos otro semejante a nosotros y al mismo tiempo exterior, y esa relación es simplemente un misterio.
Sin embrago, no son solo estos otros los que nos permiten “dar cuenta” de nuestra muerte. Para Levinas (2004) Lo que no puede aprehenderse, de ninguna manera, es el futuro, el porvenir. La muerte se presenta siempre como algo que se espera pero que es absolutamente diferente pese a toda anticipación que tengamos de ella, puesto que “[e]l porvenir es lo otro [;] [l] a relación con el porvenir es la relación misma con otro [..] [;] es [...] aquello que no se capta, aquello que cae sobre nosotros y se apodera de nosotros (p.117). Así, el sujeto se concilia con la muerte a través del otro. Esta es, en conclusión, la condición del tiempo que relaciona a la humanidad en el límite entre la muerte y aquello a lo que el morir mismo sobrepasa.
Referencias bibliográficas
Carrasco, R. (2004). Diálogo con Heidegger: aprendamos a filosofar. La Paz, Bolivia: Signo. [ Links ]
Derrida, J. (1998). Aporías. Barcelona, España: Paidós. [ Links ]
Foucault, M. (1966). El nacimiento de la clínica. México D.F., México: Siglo XXI. [ Links ]
Foucault, M. (1970). La arqueología del saber. México D.F., México: Siglo XXI. [ Links ]
Foucault, M. (1986). Las palabras y las cosas. México D.F., México: Siglo XXI. [ Links ]
Heidegger, M. (2003). Ser y tiempo. Madrid, España: Trotta. [ Links ]
Kurzweil, E. (1979). Michael Foucault, acabar la era del hombre. Valencia, España: Teorema. [ Links ]
Levinas, E. (2004). El tiempo y el Otro. Barcelona, España: Paidós. [ Links ]
Levinas, E. (2006). Totalidad e Infinito. Salamanca, España: Sígueme. [ Links ]
Notas
1 Para Foucault (1986), en Las palabras y las cosas, todo universalismo de tipo estructuralista debe rechazar la subjetividad (lo que implicaría insertar lo individual en su contexto total). De esto se infiere que los autores, obras y objetos del lenguaje requieren una lógica que debe independizarse de las reglas de la gramática e incluso de las palabras. El hombre piensa, entonces, “con un lenguaje [...] que es mucho más viejo que él” (p.309).
2 Kurzweil (1979) asegura que, aunque esta “nueva forma de ver” (p.28) está determinada por la intuición y la observación previa, se confirma como método anatómico-clínico en cuanto inaugura un discurso que marcará definitivamente la condición histórica de nuestra edad.
3 Foucault pone en la conciencia la paradoja del esfuerzo por desenterrar una estructura unificada del conocimiento a través de una lenguaje que “desde el principio ha sido ambiguo y en ningún momento axiológicamente formal” (Kurzweil, 1979, p.31) y la descomposición que este produce en la historia convencional al desnudar todo tipo de juegos lingüísticos del discurso (precisamente de los que se vale la lógica moderna para la elaboración de conceptos) y sobrepasarlos para crear verdaderas “sociedades del discurso” . A diferencia de Kant, para Foucault el conocimiento no se da entonces de forma transparentemente inmediata a través de un cogito, porque éste se presenta siempre emparejado con un “desconocimiento” que desborda el ser propio y se da en lo impensado. El verdadero problema según Foucault no se resuelve de forma kantiana, es decir, creando ciencias que permitan obtener nuevos conocimientos, sino pensando aquello que el hombre no ha pensado todavía (Foucault, 1968). El desarrollo de un nuevo orden del discurso vendría a ser fundamental justificativo de la existencia humana.
4 A esta mutación se refiere Derrida (1998) aludiendo que ninguna lectura de Ser y Tiempo de Heidegger puede llegar a concluir que un pensamiento sobre la muerte sea más originario que otro en virtud de que el Dasein no puede dejar de ser un testigo histórico, sea cual fuese su inautenticidad de ser impropio, inauténtico o inacabado (incapacidad de conformarse como un todo). Sin embrago, Rubén Carrasco de la Vega (2006) menciona que, para Heidegger, este inacabamiento esencial es una posibilidad inevitable del Dasein, ya que éste no acaba su término de ser-en-el-mundo porque, de alguna manera, mantiene una posibilidad abierta de seguir siendo y es esta posibilidad la que, paradójicamente, le da “ese carácter de ser incompleto” (p.196).
5 La “posibilidad ontológica de la imposibilidad” del Dasein que se anticipa ante sí (Heidegger, 2003, p.271)
6 Una confirmación de este aserto derridiano es la relación entre mito y rito en tanto estos tienen la capacidad de mutación. Sin embargo, este mismo presupuesto abre la pregunta de si la identificación de un grupo humano con un tipo de discurso sobre la muerte que no cumpla esta característica de transformación hace que dicho grupo esté destinado a desaparecer o a ser fagocitado en el proceso “evolutivo” de otras culturas más absorbentes.
7 Derrida (1998) discurre posteriormente a esta afirmación sobre la diferenciación terminológica que Heidegger hace entre la muerte (der Tod) y lo que propiamente sería el morir (verenden). Para Derrida, una traducción más fiel al pensamiento original de Heidegger determinaría al verenden como “perecer” mas que “morir” justamente por respetar ese “pasar el límite” que el mismo Heidegger no llegará a justificar pero que caracteriza al Dasein (p.58-74). Carrasco (2006) hace referencia a esta misma distinción haciendo intervenir el término sterben como el morir propio del Dasein, aludiendo a que verenden —finar o finalizar— es una voz referida a cualquier cosa que pueda dejar de existir como los animales y las plantas, es decir, en un sentido más fisiológico. Dado que morir del Dasein tiene una mirada ontológica, aplicarle el término verenden sería, para Carrasco, “inapropiado” (p.225-227) En ambos se delata el sentido de inmortalidad o, por lo menos, lo imperecedero del Dasein en el sentido en que éste no finaliza nunca.
8 Dice Derrida (1998): “marranos de todas formas, marranosquesomos, lo quequeramos o no, lo sepamos o no, y disponiendo de un número incalculable de edades, de horas, de años, de historias intempestivas, a las vez más grandes y más pequeñas las unas que las otras, esperándose todavía la una a la otra, seríamos constantemente más viejos y, en una palabra, infinitamente, finitos” (p.130)
Mostajo, Gary (2020). El planteamiento aporético sobre la “muerte del sujeto” historicidad, otredad y límites. Punto Cero, año 25 n°40 septiembre de 2020. Pp. 67-74. Universidad Católica Boliviana “San Pablo” Cochabamba |