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Punto Cero

versión impresa ISSN 1815-0276versión On-line ISSN 2224-8838

Punto Cero v.6 n.3 Cochabamba jul. 2001

 

FORMAS DE MEDIATIZACION Y LOS FILTROS PARA EL DESCUBRIMIENTO DEL OTRO:

LA VIABILIDAD DE LAmPARTICIPACIÓN EN LOSmPROCESOS COMUNICATIVOS

José Luis Aguirre Avilés

Universidad Católica Boliviana Regional La Paz

E-mail: secrad@mail.ucb.edu.bo

 


La participación de la gente, del pueblo o de la base social históri­camente ha sido, y es, un principio fundamental de la sociedad democrática. En este sentido, entenderíamos      participación como una condición inherente a un sistema de convivencia basado en los principios de igualdad y jus­ticia. Pero cuando un Estado falla en alcanzar las complejas y siempre crecientes necesidades de la sociedad y es la gente la que pone en marcha sus propias iniciativas, conceptos como participación y comuni­cación participativa cobran sentido desde la acción misma. Es precisa­mente cuando la necesidad de tomar decisiones y acciones colectivas donde se plantea en una suerte de paradoja el encuentro entre la prácti­cas auténticamente democratizadoras con aquéllas que únicamente se quedan en la superficialidad instrumental y el juego retórico.

El sentido de este trabajo es precisamente el de lanzar un conjunto de reflexiones y críticas acerca de la posibilidad real de activar y comprom­eterse en procesos que alientan una verdadera práctica comunicacional humana y entre sus instrumentos para hacer posible el ejercicio de estrategias participativas.

EL ABORDAJE DE LOS PROCESOS DESDE LAS FORMAS Y LOS INSTRUMENTOS: EL RECURSO DE LA RETORICA DEL COMPRO­MISO

Ya el comunicador argentino Daniel Prieto anteriormente nos advirtió que los sectores populares y la cultura son permanentemente objetos de acechanza, tanto por las carencias materiales que parecen intrínsecas a éstos como por la intervención interminente de los académicos y teóricos que encuentran en ellos el campo fértil para sus observaciones y méri­tos. Si bien las carencias materiales tienen su forma particular de degradar a los seres humanos, la acechanza resultante de la presencia de los observadores externos hace que los sectores populares oscilen desde la presencia auténticamente transformadora, bajo impulsos con­scientes y orgánicos que les dan su real protagonismo, hasta las experi­encias eminentemente retóricas e instrumentistas donde los agentes externos, en una serie de psicodramas, se llenan la boca de palabras altisonantes que ganan inmediatos adeptos pero que, en síntesis, sólo se quedan en el campo del teoricismo o la verborragia. Este tipo de psi­codramas verbales, a decir de Prieto, no hace más que reproducir la domesticación, aunque opere con la máscara de salvadores o reden­cionistas.

Este segundo sentido, el de una participación vista como herramienta y carente de una imbricación en los procesos, nos devuelve al esce­nario privilegiado de la retórica porque aquí la práctica social, sea de los comunicadores o de otros especialistas sociales, se reduce única­mente a la palabra y con la palabra, como todos sabemos, se pude ser radicalmente comprometido ( vg. la retórica académica )sin que para ello se haya tenido siquiera que tocar la realidad. Bajo este tipo de ejer­cicio, convertido casi en rutina, uno puede recorrer las calles sin empolvarse los calzados, o sentarse en la mesa de los pobres, pero sin necesidad de haber cruzado siquiera el umbral de su puerta y curiosa­mente quedando con la sensación del trabajo hecho. Nuestro contacto con los “imaginados”, como denomina José Ignacio Rey, bajo este tipo de perspectiva se da en la teoría donde se asume la existencia del otro, pero inevitablemente, éste siempre es irreal por las condiciones de la meditación a la que hemos sometido.

Éste es el sentido del presente documento: el repensar, revisar, redi­mensionar y revitalizar las prácticas populares y, por lo tanto, participa­torias de los comunicadores sociales que, quiérase o no, consciente o inconscientemente, pueden eligir lo popular como su espectro de ejerci­cio teórico o práctico.

LA MEDITACION MENTAL Y PRACTICA EN EL CONTACTO CON EL OTRO, EL JUEGO DE MASCARAS Y LA NEGACION DE LA COMUNI­CACION Y LA PARTICIPACION.

Las debilidades a las que estamos expuestos para cumplir nuestro auténtico compromiso de trabajo con los sectores populares son muchas y entre ellas se encuentra aquélla que es marcada por la meditación de las máscaras con las que nos acercamos al contacto con otro juego. Identificamos de forma preliminar cinco formas del juego de las máscaras que deben hacernos reflexionar acer­ca de nuestra práctica tanto par­ticipativa como comunicacional.

1. La primera debilidad está marca­da por el vicio del encasillamiento en el escenario de la formación académica. Esta primera forma de debilidad asociada directamente a la anunciada retórica académica nos permite ubicar, caracterizar, indicar instrumentos y formas de intervención desde el espacio como el aula o desde la frialdad de la teoría de libros y manuales. Aquí el contacto con la realidad está mediatizado intencionalmente por el documento, la referencia secun­daria y casi nunca por la presencia directa en los escenarios que se dice transformar. La real eficacia de este tipo de práctica no deja de ser gratificante para su actor, pero es completamente inútil y descono­cida para los verdaderos actores de los sectores populares.

Además, una faceta particular de la lectura de la realidad a partir de la teoría es nuestra tendencia de juzgar al otro como objeto de la intervención mientras que el suje­to actor siempre somos nosotros. Kenneth Pike nos hace clara ref­erencia a este tipo de mediati­zación mental a la que referimos en los términos de las posturas mentales del observador califi­cadas por el ETIC y de llamada EMI.

La primera presenta la descripción desde el punto de vista externo, aquí el sentido que se da a las cosas con que uno toma contacto están determinadas por la cate­gorías teóricas y predisposiciones mentales del actor que viene de afuera. Por el contrario, la postura EMIC supone presentar y asumir la perspectiva interna de la per­sonas que ya están integradas dentro de determinada cultura. Este último concepto se refiere asimismo a la posibilidad de que las interpretaciones o lecturas de la realidad consideren las cate­gorías que son válidas dentro de esa cultura y el tipo de contacto que se establece sea más de orden intracultural que intercultur­al. Pensemos entonces, si la mediatización con la realidad social con la que queremos com­prometernos o trabajar se da por la teoría, ahora es nuestra propia actitud mental la que nos pre­dispone a mantenernos casi siem­pre en una postura externa por tanto ausente y de distancia. Este tipo de relacionamiento es resulta­do de nuestra formación eminen­temente positivista y por tanto conservadora.

2. Una segunda debilidad la identificamos con la casi actitud caritativa que todos traemos, de una u otra manera, desde nuestros diversos espa­cios de educación. La escuela, por ejemplo, nos ha enseñado a ver lo otro y al otro, como el escenario de la transfor‑ mación y sólo por la automática relación que asume que todo lo que no conocemos o lo que nos parece diferente debemos moldearlo a nuestra medida. No son extrañas las experiencias que queriendo ser participativas o democratizadoras terminen en la inevitable llamada de atención al otro, en brindar el consejo obligato­rio y administrativo para la adop­ción de ésta o la otra práctica o conducta. Aquí, es el sujeto popu­lar quien debe ser dirigido a cumplir con lo que alguien decide para él lo que es bueno.

Lo más sensible de este tipo de prácticas quizás sea su manera de operar y, por tanto, la hace pasar casi de inadvertida a los ojos de los acechados. Aquí, uno se presenta con la máscara del rein­vindicador, cuando, en el fondo, lo único que pretende es establecer una relación paternal y asistencialista. Lo que prevalece en este tipo de con­tacto mediatizado con el otro es el juego de máscaras verbales o no ver­bales, capaces de acercarnos al otro y a la vez alejarnos tanto de él, que nos hace sentir seguros para no poner en riesgo de intercambio nuestros valores o bienes. Aquí, el discurso de la igualdad de oportunidades es sólo válido para nuestro lado, a fín de no poner en riesgo nuestra propia seguridad emocional .

3. Una tercera debilidad para el contacto mediatizado con el otro es aquélla que si bien parte de nuestras habilidades de preparación int­electual que nos permite estar en condiciones de ver, reconocer al otro, saber sus miserias y necesidades, pero, sin embargo, nos empuja vol­untariamente a tomar la otra acera. Esto quiere decir que muchas veces podemos alcanzar comprensión de las dinámicas que hacen la base de la desigualdad de bienes y oportunidades de la sociedad, pero ante esta lectura somos cínicos porque podemos decir “yo no tengo nada que ver con esto”, “si realmente los sectores populares y la cultura pop­ular tienen sus propias fuerzas que están operando en favor de sí mismas para alcanzar su cambio”. Juicios como éstos nos hacen esperar la inevitable fuerza de la historia para que los sectores necesitados cambien su condición infrahumana son tam­bién la génesis de las políticas segrega­cionistas, donde culturas populares o de pueblos indígenas son reservadas a un sitio de exposición, de museo.

Esta última actitud mediatizadora también hace referencia a aquel tipo de prácticas que, impulsadas a veces desde el aula uni­versitaria, lanzan a los jóvenes a recorrer las calles pero que, en el fondo, lo que hacen es simplemente dejarles como experiencia social lo que se les ha venido a llamar “turismo de la pobreza”. Algunos docentes prefieren que el contac­to social sea adquirido visitando los lugares propios de la cultura popular como en una especie de ejercicio de “con­cientización por ósmosis” pero que en el fondo no es más que un uso de la miseria y de la pobreza ajena para ganar algún tipo de reconocimiento académico y posibilitar el descargo conciencial ante nues­tra incapacidad de acción realmente comprometida.

4. Una cuarta debilidad que enfrentamos los comunicadores, en nuestra búsqueda por el contacto mediatizado con lo popular, se remite al uso estético y mercantil de la pobreza o de las condiciones infrahumanas del otro. Este tipo de comunicación se da cuando nosotros, los investi­gadores, armados con algún tipo de tecnología mediatizadora, tomamos contacto con lo popular, nos mezclamos, y decimos que somos participativos, pero esta incorporación nos permite sólo retratar la pobreza. Así, el otro es visto y valorado como experiencia estética y nuestra intención tiene un fin mercantil cuando la imagen u objeto adquirido por ellos cobra para nosotros un valor utilitario. Preguntémonos acerca de nuestra propia experiencia personal, a cuán­tos no nos agrada tomar foto de aquel niño, mujer o anciano que se encuentra en tal grado de miseria que es imposible perdernos su imagen para guardarla como nuestra más valiosa foto artística, para un artículo sensacionalista o panfleto o para solicitar apoyo académico para una supuesta actividad caritativa.

La misma situación se experimenta cuando nuestro contacto se ve impulsado por el deslumbramiento de colores, de vestidos, de bienes producidos. Aquí, lo que menos importa es el sujeto creador de los tejidos y de colores, tampoco el que viste ropas llamativas usadas en oportunidades de fiesta, o ver las manos del alfarero o artista; sino, interesa el valor comercial y de uso asociado de lo que nos parece atractivo. Se sustituye el ser por la cosa, se troca arte por artesanía y miseria y necesidad por la estética, para ser comercializada en fotos de postal. En síntesis, nuevamente por nuestro tipo de mediatización, lo que menos importa es el contacto con el otro.

5. Una quinta, y por el momento, la última debilidad asociada por este recuerdo de for­mas de contacto mediatiza­do con lo popular, a instan­cias de nuestra formación como comunicadores par­ticipativos, es aquélla que parte de la realidad que hacemos desde los mismos medios.

En el punto anterior, habíamos visto que lo popu­lar puede ser convertido en objeto estético y de mercancía, pero esta vez y yendo más al tra­bajo de producción de los men­sajes, nos referimos al plano de los contenidos que salen difundidos a través de los medios masivos.

No nos puede resultar desconocido a los productores de mensajes el trabajo de distorsión de la realidad que hacemos al componer nuestros mensajes. Si pensamos, por ejemplo, sobre el tipo de retrato que damos de cierta relación vinculada a los sectores populares y, por tanto, a los individuos que viven en condiciones de pobreza. Desde el artículo de prensa veamos cuáles son las cualidades y atributos que transmitimos de estos sujetos. Cuando la cámara de nuestro programa se acerca a visitar un barrio pop­ular es porque allí se dieron casos con una curación mágica e inexplicable, una situación abominable de violencia o una diabólica invocación de dei­dades siniestras. Lo popular se convierte en aquello que no tiene expli­cación lógica, va en contra los princios del conocimiento científico y entonces no se comunica saber ni conocimiento tradicional sino magia, brujería, superstición y, por tanto, fatalismo. Bajo este tipo de ejercicio de contacto no hacemos más que re- producir la imagen de inferioridad que nosotros construimos del otro y que, siendo amplificada por el medio masivo, crea la identidad errónea de lo popular.

Hemos listado hasta aquí cinco tipos de debilidades o prácticas mediatizadas que en el fondo nie­gan toda oportunidad de contacto participativo y de ejercicio de auténtica comunicación humana. Ahora detengámos a observar una dimensión también muy impor­tante que es referida a la práctica investigativa sobre los sectores populares y junto a ellas, y el estudio de nuestras propias prácticas populares que esperan ser reconocidas como participativas. Éste habrá de ser objeto de nuestra reflexión para lo que continúa.

LA MEDIATIZACION DE LO PARTICIPATI­VO Y LO POPULAR DESDE LA PRACTI­CA DE LA INVESTIGACIÓN EN ESCENARIOS DE MARGINACIÓN Y POBREZA

Cuando el intelectual, sea comunicador o agente de desarrollo, se enfrenta a la necesidad de tomar contacto físico y real con el escenario donde se encuentran sus supuestos beneficiarios de proyec­tos, públicos marginales meta, sec­tores de movilización o base social, inevitablemente debe considerar y tomar decisiones acerca del cómo proceder para realizar este contacto. Como ya vimos anteriormente, tratar las dimensiones ETIC y EMIC, la poca preparación puede no sólo diri­gir a lecturas falsas de la realidad, sino sobre todo ocasionar sobre sec­tores sociales concretos, impactos nocivos de los cuales normalmente el agente externo ya no toma mayor consideración.

Éstas son algunas formas de media­tización que pueden estar ocasionando nuevamente la lectura errónea de la realidad, esta vez desde el campo de la investigación de campo de lo popular.

La experiencia nos enseña, y según ratifica Robert Chambers, existen prejuicios desde el lado de la actitud y proceder de los técni­cos, promotores de desarrollo y agentes extensionistas que actúan como filtros para no mostrar la pobreza por más que se encuentran en contacto con ella. Es así que identificamos seis formas clásicas de estos pre­juicios que mediatizan nueva­mente nuestro contacto con la realidad.

  1. El prejuicio de orden espacial o geográfico. Este prejuicio se refiere al que el aprendizaje que tomamos por ejemplo de la reali­dad marginal o rural, la mayoría de las veces está mediatizada por vehículos, carreteras, caminos y vías de acceso.

Pensemos un momento de cómo opera la de los proyectos de desarrollo interesados en pro­mover, por ejemplo, el desarrollo rural en nuestro medio. Las alter­nativas que se toman para visitar cierto punto de la región geográfi­ca donde se requiere impactar con el programa, toman en con­sideración factores concretos como averiguar si existen condi­ciones fáciles de acceso, si están disponibles facilidades de alojamiento, disponibilidad de fuentes de abastecimiento de combustibles, si existen condi­ciones de comodidad para el des­canso, aseo o alimentación. Entonces, bajo este tipo de evalu­ación, el contacto real con los actores rurales que se busca es casi imposible, son las propias urgencias del agente externo que nos determinan visitas cortas, intervenciones rápidas, observa­ciones y recojo de datos que no consideran el tiempo de lo local sino que retratan la realidad al ritmo urbano que ha sido trasladado a lo rural. Pensemos sobre el producto de esta intervención, por un lado, en sujetos que viven junto a los caminos que son, la mayor de la veces, atendidos por algún tipo de servicios o facilidades puestas a difer­encia de aquellos que, alejados de los caminos, experimentan condi­ciones realmente críticas. El trabajo de ellos no necesariamente refleja las condiciones de una región generalmente comunicada apenas por sendas y caminos de herradura. ¿No será que preferimos en nuestras visitas de campo ir a lugares de fácil acceso precisamente porque en el fondo estamos urgidos de salir pronto del lugar.?

2. El prejuicio de la búsqueda de personas. Este tipo de prejuicio se articula cuando los promotores del desarrollo necesitan tener áreas preferidas de intervención porque allí ya existe un proyecto exitoso, además éste garantiza facilidades asociadas a su éxito, y, por otro lado, atraen la atención de cooperadores internacionales. Los mismos gobier­nos hacen que la atención de sus proyectos se concentre en cierto punto y hacen de los casos modelos armados mayormente para la exhibición y justificación de su eficacia, para sus réditos políticos.

3. El prejuicio del contacto con las personas. Este tipo de prejuicio ocurre cuando aquéllos que quieren tener contacto con lo rural o mar­ginal utilizan como fuente de su contacto sujetos que consideran más adecuados a sus fines, dejando de lado a los verdaderamente pobres.

Existe entonces una forma de segregación de los sujetos cuando bus­camos informantes claves, aquellos que ya tienen alguna escolaridad, aquellos que ya han experimentado algún tipo de tecnología agropecuar­ia porque cuentan con excedentes para hacerlo. También nos interesa acercarnos a los líderes locales, que ya tienen un discurso elaborado, dejando así de tener contacto con los campesinos realmente rasos. Este prejuicio opera porque en nuestra mente hemos alimentado la idea de que el pobre, el marginal en sí, es alguien poco articulado, desconfiado, desorganizado y por lo tanto de este tipo de sujetos es mejor elegir a los que, de una u otra forma, se parecen más a nosotros. Ni qué decir de nuestras elecciones de personas a partir del contacto sólo con un tipo de género, los hombres para los agentes externos son los mejores infor­mantes y, por otro lado, los que muestran ciertas condiciones de presen­cia en el lugar que arribamos, son aquellos que son más fáciles de abor­dar que los que no vienen a las reuniones, no asisten a nuestras convo­catorias pero de los que no queremos averiguar por qué están ausentes.

4. El perjuicio de las estaciones y épocas. Este tipo de perjuicio se da cuando los agentes externos deciden su itinerario de visitas a los sec­tores rurales y marginales en función de cómo está el clima o de acuer­do a la estación que ellos consideran como la más óptima.

Pero, pensemos, qué ocurre cuando hay regiones que permanente­mente están expuestas tanto a condiciones de frecuente lluvia e intensos fríos propios de la zona. ¿Estarán éstos como prioridad en la lista de vis­itas de los agentes de desarrollo?. E incluso ¿es que acaso estos suje­tos dejan de existir cuando son sometidos a las condiciones duras de la geografía donde viven para que sólo visitemos cuando el camino está seco?. Por otro lado, ¿no será que nuestro contacto también está cifra­do bajo decisiones de los visitantes que deciden en qué estación del año es más oportuno el ingreso a un lugar porque las ventajas que se pueden sacar para sí son mayores? ( v.g. época de cosecha , fiesta, etc.).

5. Prejuicio de orden diplomático. Este tipo de prejuicio opera cuando los agentes externos en visita de campo prefieren acercarse a per­sonas que aparecen más “normales”, que a aquellos que ya por sí juz­gan tan miserables, que es mejor no molestarles, más sea con nuestras preguntas o con nuestra presencia. Intencionalmente se decide en fun­ción de aquel sentimiento de mejor no obtener al otro.

6. Finalmente, a esta lista de prejuicios en cuanto a nuestras formas de actitudes de intervención en el contacto con el otro se refiere, a los pre­juicios de orden profesional o de formación. Este prejuicio, ya ade­lantado de alguna forma, se da cuando los agentes externos en visita de campo prefieren trabajar a nivel local con aquellos que aparecen más progresivos; Es más, aquellos que ya tengan formación más o menos profesional y que garanticen el desarrollo de sus fines que delegarán a nivel local. ¿No será que con este tipo de elección continuamos quedan­do sin ver lo que buscábamos y simplemente nos dejamos alentar por nuestras propias dinámicas, agendas y rutinas propias de agentes exter­nos?.

Hasta aquí, nuevamente hemos tratado de lanzar observaciones drásti­cas al tipo de práctica profesional que nosotros los comunicadores, los agentes del desarrollo y otros, ponemos en marcha a veces hablando de conceptos que son comunicación horizontal directa y, mejor aún, estrategias y formas participativas. Preguntémonos hasta aquí, al final ¿quién es el que decide?

LA LEDITIMIDAD DE LAS ESTRATEGIAS PARTICIPATIVAS: LA NECESIDAD DE VIGENCIA DE ESTAS FORMAS PERO BAJO UN NUEVO IMPULSO

Las estrategias de intervención calificadas como participativas poseen ya una respetable tradición en el escenario de la movilización social latinoamericana. Si bien parece que después de, por lo menos dos décadas de experiencias, existe cierto consenso en su objetivo final, el involucramiento activo y transformador de los actores de procesos pasando de una condición clásica de destinatarios de planes y servi­cios a estados de decisión y acción autónoma parece evidente que las necesidades donde se pretende aplicar estas estrategias, los destinos sociopolíticos que dan sentido a su uso, la diversidad y formas de aprovechamiento de sus instrumentos, la variedad de actores que aspi­ran adoptarlas, como el jucio de la conveniencia de cuándo alentar y cuándo no alentar procesos participativos, son campos de interro­gantes que todavía no han sido resueltos.

Lo que es innegable, sin embargo, es que las estrategias participativas y el concepto mismo de participación mantienen su vitalidad demostrando que los mismos no han podido ser reducidos a aquellos procesos sociales concretos que en un momento les dieron mayor vigencia. Esto es tan así que hoy la participación cobra sentidos inclu­so tan diversos que este término, condición o cualidad, es parte tanto de la agenda política de los gobiernos como de las demandas instru­mentales de proyectos de desarrollo que esperan ser financiados por agentes externos.

Incluso, la participación como concepto hoy entra a ser cualidad deseable de las dinámica propias del discurso de mercado. Hoy podemos hablar incluso de mercados solidarios o mercados participativos para referirnos a uno de los rostros de la liberalización económica. Estas nuevas acep­ciones naturalmente distan mucho de la matriz dinamizadora y transformadora de un proceso participativo y casi nada tienen que ver con su condición básica: la comunicación. Vale la pena adelantar provisional­mente hasta aquí que partici­pación es imposible sin comuni­cación, aunque esto no vaya a engañarnos a pesar de que automáticamente toda comuni­cación implique una genuina partic­ipación en el sentido democrático. Por encima de la polisemia del concepto participación, que para muchos, sobre todo en el esce­nario de las prácticas comunica­cionales, parece haber perdido su necesidad y sentido, parece urgente hoy desempolvar y revi­talizar la esencia básica de lo que supone un proceso participativo. Recalco, no un acto participativo, sino un proceso participativo. Este último implica un encuentro mutuo en condiciones de igual­dad y que, guiado por el sentido del descubrimiento del otro, per­mite como meta final una distribu­ción de poder que beneficie a un crecimiento también en los dos sentidos.

Participación asociada al concep­to de comunicación, por otro lado, en sí, encierra cierta forma de redundancia o coexistencia. Podemos decir que ambos son elementos de un mismo proceso y que tienen sentido gracias al diálogo o puente de todo encuentro.

Siguiendo a George Gusdrof, que indica que la comunicación tiene eminentemente una virtud creadora ya que permite la rev­elación de uno en la reciprocidad con el otro, podemos decir que, gracias al paso creador de la par­ticipación (el poder decir), uno nace por la existencia del otro. Así, comunicación y participación son partes de un mismo proceso que es el de afirmar nuestra propia existencia gracias a la intervención solidaria del otro. Nadie puede existir fuera de la comunicación, como nadie puede ser sin posibilitar la participación del otro. Se es en función del reconocimiento mutuo y gracias a la comunicación y al ejercicio de la participación por la palabra, se ofrece la posibilidad de la exis­tencia compartida.

La necesidad de comunicación corresponde directamente a la necesidad de participación y la búsqueda de sus formas de poten­ciamiento coinci­den directamente con el crecimiento de las formas d e democratización de la sociedad.

Todo lo dicho sería absoluta­mente deseable, y por tanto ingen­uamente alcanz­able, si es que no todo tipo de comunicación implica una gen­uina participación y, además, que no toda forma de participación implica de hecho una forma de distribución de poder.

Aquí surge la necesidad, desde el campo de la investigación de la comunicación, de plantearnos un conjunto de interrogantes acerca de la práctica de acciones que denominamos participativas y, así, también retarnos a con­struir instrumentos capaces de hacernos tanto observar como sistematizar este tipo de prácti­cas de movilización colectiva.

La lista de preguntas pueden comprender dudas como:

La comunicación participativa

¿será sólo intrínseca para formas de comunicación interpersonal (indi­vidual o grupal) o también es posible en espacios impersonales o de medios y formatos masivos?

¿Cuáles son los límites para la participación en los procesos y estrate­gias de comunicación horizontal que se pretende implementar? ¿La participación está pensada o debe, por principio, beneficiar a todos sus niveles de actores por igual?

¿Cuándo las estrategias participativas en procesos de comunicación horizontal son más deseables en ciertos momentos que en otros? ¿El grado de involucramiento de los diversos actores varía, disminuye o desaparece de acuerdo al avance de los procesos? ¿Quiénes son estos actores y por qué se involucran?

La agenda de la participación ¿es o debe ser necesariamente homogénea entre los diversos actores que se implican en un proceso?

¿Cuáles son las reales posibilidades de cooptación o desnaturalización del proceso participativo en contradicción a los objetivos naturales de los actores de base?

¿La participación en proyectos de comunicación horizontal debe involu­crar a los actores de base en niveles como el origen, organización, planifi­cación, producción y sostenimiento o es deseable su involucramiento sólo en ciertos niveles? y si fuera así ¿por qué?

¿Cuáles son las formas de mediati­zación tanto instrumental como de actitud personal que se establecen entre los agentes externos y los actores locales para que el proceso de comunicación horizontal sea consider­ado participativo?

A esta lista podemos seguir agregando dudas acerca de la efectividad y alcance de nuestros actos y si es que la hacemos crecer, segura­mente estaremos contribuyendo a repensar que comunicación partici­pativa o participación social no son simplemente conceptos vacíos sino que en sí implican dinámicas tan sensibles y complejas como la propia naturaleza misma de la comunicación humana.

Como palabra final de aliento en este camino de ejercicio y reflexión de nuestra práctica probablemente pudiéramos traer aquí el pen­samiento de Eduardo Galeano que en un texto titulado “Celebración de las bodas de la palabra y el acto “ denuncia que: “El poder buro­crático (éste que en la práctica tiene muchos rostros y formas de exclusión y sometimiento) hace que jamás se encuentren los actos, las palabras y los pensamientos. Los actos quedan en el lugar de tra­bajo, las palabras en las reuniones y los pensamientos en la almoha­da”. Habría que pensar dónde, cómo y hacia qué queremos nosotros orientar nuestros actos, palabras y pensamientos.

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