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Acta Nova

On-line version ISSN 1683-0789

RevActaNova. vol.1 no.2 Cochabamba  2001

 

Entender la Dependencia

Oscar R. Pino Ortiz

Centro de Investigación Matemática

Universidad Católica Boliviana, Regional Cochabamba

e-mail: pino@ucbcba.edu.bo

"No hay buena fe en América, ni entre los hombres ni entre las naciones. Los tratados son papeles, las Constituciones, libros, las elecciones, combates, la libertad, anarquía, y la vida, un tormento. . . " 1

La situación socio-económica de los países en vías de desarrollo tiene dos caras, una visible al entendimiento de los especialistas, dotados de instrumentos intelectuales, políticos, académicos o estadísticos, y la otra visible a la sensibilidad del hombre de la calle, provisto esencialmente del instinto de supervivencia y de un sinnúmero de necesidades tan elementales como cotidianas.

Esa realidad dual, en la que está inmersa nuestra nación (o multinación sui géneris y extra norma), nos empuja, a nosotros como a los otros, hacia un sin fin de enfrentamientos entre los que, a tiempo de describir la misma acción, propuesta o método, dicen elegir una vía de salvación y los que afirman rechazar una caída certera en el abismo.

Un problema de identidad

¿Por qué somos incapaces de comprendernos, de analizar la lógica del razonamiento alterno, del otro discurso, de la otra mira­da, del otro camino? ¿Por qué iniciamos los


1 Palabras de Simón Bolívar, días antes de su muerte, citadas por Alcides Arguedas en "Pue­blo Enfermo".


diálogos indicando que nos oponemos, como inalterable manera de sentirnos fuertes? ¿Por qué partimos de la invariable premisa de que el otro no tiene razón porque conviene que no la tenga? ¿Por qué tomamos la palabra interminablemente y "aprovechamos el tiempo" mientras el otro toma la palabra? ¿Por qué somos lo que somos y no somos lo que creemos ser?

Este es un problema de identidad y las raíces de la identidad son la herencia, el entorno y la educación. La herencia, tanto genética como cultural, provee la materia prima para la formación de la identidad; el entorno con sus matices familiar, económico y social condiciona el desarrollo de aquella y la educación es el instrumento único, real y tangible para su transformación.

Pero también es un problema de aparien­cia, emparentada con la necesidad, la cir­cunstancia y el deseo. Necesidad de crecer, de creer en sí, de sentirse parte de algo, de ser alguien. Circunstancia que posiciona, coloca, empuja, levanta o tumba. Deseo de ir más allá de lo alcanzable, allende la insatisfacción, dejando atrás la pobreza y la incertidumbre, con el peligro de llegar a la angurria que pretende alcanzar sus objetivos aunque para ello transgreda la ley y atraviese los límites de la moral y la razón.

Cargando ese problema en la modorra de nuestro conformismo, nos place echar la culpa de su irresolubilidad a la historia, al destino o al gobierno de turno. Placer oscuro que nos procura el evitar la gigantesca labor del cambio. Obvio. Transformarnos nos costaría demasiado caro en términos de renunciación e inseguridad. Mal que bien, por el momento, andamos lentamente pero andamos. No sabemos muy bien para dónde pero la cuestión no tiene relevancia en el sistema de visión local en el que estamos sumergidos. En efecto, para nosotros, todo hecho, tanto en su pertinencia como en sus inferencias, tiene una vigencia estrecha, acotada dentro el lapso en que suscita nuestro interés y la vecindad perceptible a nuestros ojos. Por ello, la extensión de nuestras ambiciones se limita a la longitud de los años que pensamos vivir, el peso de nuestras decisiones al tiempo de nuestro mandato, las consecuencias de nuestros actos a lo que dura su recuerdo. No trascendemos porque el mismo concepto de trascendencia no tiene sentido dentro nuestra concepción local de la realidad espacio-temporal en la que navegamos tan increíblemente indiferentes como naturalmente efímeros.

Esta "cualidad", la que pondera el hoy, olvida el ayer e ignora el mañana, forma parte de nuestra identidad. Es una arruga en el rostro de Bolivia, un tajo en su alma.

La percepción local de la existencia

Comprendemos entonces por qué nada para nosotros es definitivo ni inapelable. Cada cosa es por el momento, pasajera como una golondrina, susceptible de no ser, en un instante. Por lo tanto toda verdad es reversible, todo axioma cuestionable, toda hipótesis pertinente, toda suposición razonable. Lo útil es saber qué botones tocar para provocar la metamorfosis de la realidad aborrecible en la realidad apetecible. Al menos por el tiempo que nos conviene, en el entorno que nos es favorable y para quienes queremos que así sea. Lo que venga después es irrelevante porque ya no estaremos ahí para encararlo. Ergo, que venga lo que venga.

El uso desmesurado de la percepción lo­cal de toda cosa tiñe de inconsecuencia a nuestros actos. Cada nuevo conductor conduce ignorando lo conducido. Cada conductor sabe que el nuevo conductor ignorará su conducción. Luego conduce sin mirar para atrás pero tampoco para adelante. Su mayor logro es que el vehículo llegue, bien o mal, al final de su intervalo. Que luego éste funda bielas es problema del siguiente conductor, o del subsiguiente, o de no sabe quién pero no suyo. Por consiguiente, nada se conserva puesto que nada ha sido hecho para ser conservado y no se hace nada para que se conserve porque para qué.

Tanto empeorando como complementando nuestra tendencia a circunscribir todo evento a la coyuntura temporal en que aparece, nuestra percepción local se complace en mostrárnosla limitada a nuestro entor­no cercano. Pertenecemos a una familia, a una clase, a un grupo restringido, a los que adherimos por la fuerza de nuestro apellido, grado de instrucción o nexo de intereses. Nuestra realidad cotidiana se enmarca dentro de los vaivenes de nuestra vecindad, empujándonos a la improvisación, al quiebre, a la oportunidad. Por eso tenemos tan pocos filósofos, tan escasos científicos y casi ningún estadista. En cambio, abundamos en gente de buenas intenciones, grandes proyectos, ideas geniales y honorables trayectorias, aunque, detalle insignificante, no pasen de intenciones, no se realicen, no sirvan para nada y sean sólo invenciones. Lo importante, para nosotros, es el control de la apariencia, en el momento y en el lugar adecuado. Es comprensible, por lo tanto, que un político, atrapado en un acto de corrupción evidente, no se inmute. Considera, como todos, su culpa pasajera y no excluye que otras circunstancias posteriores lo adornen con una medalla.

Lastimosamente, como el mundo se ha encogido inexorable y estrepitosamente, nuestra visión local resulta algo fuera de lu­gar frente a la globalización de los mercados. No congenia tan bien, con ella, el concepto de competitividad empresarial ni el de integración económica. Peor aún el de res­ponsabilidad histórica o el de programa de Estado. Para constatar tan triste evidencia, basta seguir la errática involución de nuestras leyes, concebidas, circunstancialmente, para atender una coyuntura y que tienen, como máximo logro, la finalidad de servir como consejo o marco de referencia, marco que es sólo de buen gusto no transgredir. ¿La Constitución? ¿Qué hacemos los bolivianos? ¿Adecuamos nuestro comportamiento político a nuestra Constitución o nuestra Constitución a nuestro comportamiento político? ¿Cuántas "constituciones" hemos tenido? ¿Cuántos remiendos les hemos hecho? No toquemos la llaga que nos duele la historia.

La Educación como instrumento de cambio

Nuestra omnipresente percepción local de la existencia, esa parte de nuestra identidad, necesita morir. Como un virus, sin vacuna ni remedio, vive y vivirá en nosotros irremediablemente. La única manera de eli­minarlo es evitando contagiarlo a nuestros hijos, amordazándolo en nosotros hasta que muramos. Faena de titanes que nos espera: reprimir nuestra espontánea e irresponsable momentaneidad en la convicta voluntad de sobrepasar la miopía cotidiana que nos inunda, dejando que nuestros jóvenes refabriquen el concepto del mañana como algo cierto, como una parte de la esencia de sus actos, como un elemento medular en la proyección de su vida. Entonces la "responsabilidad" no será para ellos, como parece ser para nosotros, una palabra insensata, socia léxica de "juicio" o un sinónimo hipócrita de "culpabilidad", sino el corazón de la conciencia que los haga dignos.

Para empujarles al cambio, contamos con un delicado instrumento multiuso: la educación. Concebida, ésta, evidentemente, en su naturaleza formadora, lejos de sus deslices instructivos y disciplinarios. La educa­ción como modeladora de una nueva identi­dad, como portadora de una filosofía de vida, un modo de ser, una manera de pensar. Una educación que valore lo permanente, lo consecuente, lo coherente. Una educación que anteponga los principios a las conve­niencias, la trascendencia a la circunstancia.

Se infiere, por el propósito que se le presta, que la nueva educación se nutra de conceptos y tienda hacia objetivos distintos de los actuales. Así como la previsión debe entrar en la lista de virtudes prioritarias por desarrollar en los educandos, la historia de la nación debe ser enfocada desde un punto de vista positivo, sin tergiversarla pero subrayando los logros en vez de los fracasos. Pero estos serían pequeños cambios frente a lo esperado. La transformación fundamental es la del enfoque, el paso de la visión local a la visión global. A nuestro parecer, este paso es posible si sustentamos una educación que promueva una mirada y una actitud científicas. La ciencia es sistemática, estructurada y rigurosa, sin dejar de interesarse en los problemas coyunturales observa el entorno y sus proyecciones, acepta las circunstancias pero como parte de una totalidad que, a tiempo de situarlas en su verdadera dimensión, permite comprenderlas y administrarlas. La ciencia, cuya esencia privada de pasiones es pragmática y transparente, se acerca mucho más a la verdad que las fogosas y sofistas elucubraciones de la retórica. Necesitamos de gente que pien­se mucho aunque diga poco, pues de gente que piensa poco y dice mucho tenemos ya en abundancia.

Claro está que de nada valdría la pena tal cambio si éste no fuere acompañado de una sólida armadura moral capaz de resis­tir los embates de la anguria de poder y de riqueza, multiforme y omnipresente en un país como el nuestro, con graves deficiencias económicas. Para construir tal armadura, para dotarnos de la ética necesaria que dé sentido al cambio, tenemos que regresar a la formación religiosa que hemos abandonado en el seno de nuestras escuelas, regresar a la fe, retornar a la vigencia de una conciencia cristiana que nos permita distinguir entre el bien y el mal.

¿Y qué de la dependencia?

Como nos gusta vivir el presente, tan agradable como podamos tenerlo, dejamos a otros la tarea de pensar en el mañana. Y cuando pensamos en el mañana, dejamos a otros la tarea de trabajar en la construcción de ese mañana. Lógico, para nosotros el mañana es inexistente porque es intangible, mientras que para los pueblos del norte, el mañana es previsible porque ha sido integrado a su concepto de vida y por lo tanto es susceptible de ser construido.

Así, en aquellas latitudes donde el conocimiento científico es valorado como un po­eroso instrumento para el desarrollo tecnológico y, por ende, para el crecimiento socioeconómico de las naciones, allá donde los pueblos no toleran la mentira ni el engaño, los años pasan dejando frutos. Frutos que ellos previeron tener, pues consideraron que el mañana llegaría y actuaron en consecuencia. Frutos que codiciamos y pedimos y que nos prestan con intereses. Así, ávidos en el presente, obcecados en el hoy y sus urgencias de satisfacciones instantáneas, de espaldas al futuro, entregamos nuestra independencia como prenda de garantía. Para luego no tener más remedio que lamentar nuestra suerte parafraseando al poeta que dijo: "... y lloré su tragedia porque, teniendo hambre, se comió su libertad"2.


2Eleodoro Ayllón Terán, poema "Pido la Pa­labra" .


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