GUBERNAMENTALIDAD NEOLIBERAL Y MALESTAR SOCIAL EN CHILE
En los cursos que Foucault dicta en el Collège de France, en el ciclo lectivo 1977-1978, se pregunta si puede “hablar de una ‘gubernamentalidad’, que sería para el Estado” lo mismo “que las técnicas de disciplina eran para el sistema penal” y que “la biopolítica era para las instituciones médicas” (Foucault, 2006, p.146). Con esa interrogante, el francés inaugura un amplio campo de investigación denominado Estudios en Gubernamentalidad (Castro-Gómez, 2015a;Costa y Rodríguez, 2010;Follegati y Karmy, 2018;Rojo et al., 2020;Villalobos-Ruminott, 2020;Vázquez García, 2009). Pues bien, concretamente, Foucault (1999) entiende por gubernamentalidad “el conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas” que posibilitan el ejercicio -específico y complejo a la vez-, “de poder, que tiene como meta principal la población, como forma primordial de saber, la economía política, y como instrumento técnico esencial, los dispositivos de seguridad” (p. 195).
Así, la gubernamentalidad correspondería a “una serie de políticas de control” que permiten el “manejo eficiente de las poblaciones” (Villalobos-Ruminott, 2021, p. 137), con todas las deliberaciones tácticas y estrategias que usan las autoridades para accionar sobre los componentes de la sociedad (Rose y Camargo, 2012) y operar adecuada y oportunamente frente a fenómenos como el “hambre, el riesgo de revuelta, la “gestión” (por usar un término más actual) de la seguridad y del territorio” como problemas “constitutivos de la vida urbana, moderna, capitalista”, algo que comenzó a manifestarse con creciente intensidad desde el siglo XVIII en adelante (Grinberg, 2007, p. 98).
Siguiendo a Castro-Gómez (2015a), estas políticas de control persiguen “dirigir la conducta del individuo con base en técnicas, fines y objetivos que no son definidos por él mismo, sino por cálculos y estrategias gubernamentales de carácter global” (p. 12), pero teniendo como objetivo final “la autorregulación: lograr que el gobernado haga coincidir sus propios deseos, decisiones, esperanzas, necesidades y estilos de vida (Lebensführung) con objetivos gubernamentales fijados de antemano”, sin coacción, con ciudadanos que perciban esa conducta, además de “buena, honorable, digna”, como si fuera “propia, como proveniente de su libertad” (p. 32). Y en esto las tecnologías neoliberales han sido tremendamente efectivas. Siguiendo a Deleuze (2006), ya no se gobierna mediante instituciones disciplinarias y la intervención directa sobre los cuerpos (como en las prisiones, regimientos y psiquiátricos), sino en “espacios abiertos” (p. 282).
Aquello que Foucault describía en su cátedra de Historia de los sistemas de pensamiento a finales de los setenta, se cristalizaba como horizonte político en la sociedad chilena a través de la “dictadura terrorista-revolucionaria” de Pinochet (Moulian, 1997, p. 20). Como indicara el propio Foucault (2007), la instalación del neoliberalismo apuntaba a “las reglas del juego” (p. 303), en este caso a través de las ‘siete modernizaciones’ y, de manera paradigmática, en la Constitución de 1980, en “un proyecto para lograr la restauración del poder de clase” (Harvey, 2007, p. 23) que, para el caso nacional, ha permanecido intacto desde la llegada de la democracia debido a la concurrencia de una elite política de centroizquierda aliada a los grupos económicos para preservar las bases institucionales del neoliberalismo, o, en palabras de Pierre Bourdieu (1997), un conjunto de “socialdemócratas convertidos a las concesiones tranquilizantes del laissez-faire” económico (p. 2), lo que se expresó de manera literal en la consigna ‘no son 30 pesos, son 30 años’, cantado a coro en las revueltas populares iniciadas el 18 de octubre de 2019, también denominadas el ‘Despertar de Chile’, que se prolongaron por varios meses, en un estallido que pudo ser “encapsulado parcialmente por la pandemia” (Urzúa y Calderón, 2020, p. 290).
Como consecuencia, la sociedad chilena experimenta un malestar desde la recuperación misma de la democracia (Avendaño y Osorio Rauld, 2021), que la ortodoxia neoliberal solo podía ayudar a incrementar (Durán y Kremmerman, 2019;Mayol, 2012,2020;Paúl, 2019). Como establecen Avendaño y Osorio Rauld (2021), las revueltas del ‘Despertar de Chile’ son, “en gran medida, el resultado de una serie de tensiones no resueltas”, las que obedecen “a factores de tipo estructural” (p. 8). Entre ellas destacan los “efectos desarticuladores que trajo consigo la modernización neoliberal”, con fenómenos como la precarización laboral, “inseguridad social”, nuevas formas de pobreza y “la agudización de la desigualdad” (p. 8), lo que devino “en movimientos de protestas que fueron adquiriendo un carácter cada vez más masivo y transversal” (p. 9). A ello se suma la “crisis institucional que se fue registrando a partir del año 2007”, teniendo como una de sus principales manifestaciones “la desafección ciudadana hacia el sistema político, la baja confianza interpersonal y hacia las instituciones democráticas” (p. 11). Pero eso no es todo. Los autores describen cómo a los “factores de tipo estructural se añaden también aquellos de tipo coyuntural”, es decir, los relacionados al estilo gerencial del gobierno de Sebastián Piñera, en una administración marcada por una “gestión tecnocrática” y “la adopción de métodos autoritarios, a fin de aplacar movilizaciones y protestas que pudieran generar efectos desestabilizadores” (Avendaño y Osorio Rauld, 2021, p. 11).
Tal como muestran las investigaciones empíricas de Kathya Araujo (2019a,2019b,2021,2022) yDanilo Martuccelli (2017,2019,2020,2022), entre otros investigadores abocados al problema de las subjetividades y el ser social, el abuso en el ejercicio de la autoridad, el nulo aumento de los salarios, los horarios de trabajo y el tiempo dedicado a la movilidad, el grado de endeudamiento para sostener la vida, la desprotección por parte del Estado, los problemas de salud mental y la sobreexigencia individual y familiar, conducen a subjetividades fragilizadas, inestables y en permanente tensión. Este es el escenario de los últimos lustros en un Chile vertebrado por las tecnologías de gobierno neoliberal, con una intensificación de la conflictividad social (Araujo, 2019a;Sandoval y Carvallo 2019) en cuyo punto más álgido se inscriben las revueltas iniciadas el 18 de octubre de 2019.
Empero, este no es el único gatillante del reventón social. También podemos sumar otro aspecto, esta vez de índole generacional. Veamos.
DISCIPLINAMIENTO Y MEMORIA DE LA CATÁSTROFE: LA GENERACIÓN DE DESPUÉS
Varios años antes de que se produjeran las revueltas de octubre, se evidencia un incremento de las movilizaciones sociales como forma de expresar el descontento y las demandas de la ciudadanía, que el año 2011 alcanzó los niveles “más altos vistos desde 1990”, con una serie de marchas y manifestaciones sociales de carácter masivo que fueron detonadas por luchas medioambientales y estudiantiles (Segovia y Gamboa, 2012, p. 67). De acuerdo con Sandoval y Carvallo (2019), uno de los factores determinantes para comprender este fenómeno es lo generacional. Los autores plantean que el “ciclo de movilizaciones estudiantiles de los años 2006 y 2011 no solo provocaron una importante discusión política en torno a la educación en Chile”, sino también, como indicó el PNUD en su Informe sobre Desarrollo Humano 2015, “dieron inicio a un nuevo ciclo político que se extiende hasta nuestros días”, cuestión que se explica porque los “actores de este ciclo de movilizaciones nacieron en democracia y construyeron su relación con la política a partir de las características de la posdictadura” (Sandoval y Carvallo, 2019, p. 227). Los autores denominan a esta la “generación sin miedo”, pues sus primeros años de vida se desarrollaron en democracia y, por ello, presentan una relación con la política y su institucionalidad que marca un radical distanciamiento “de los mecanismos de participación” y “formas de acción política” que rigen la transición a la democracia, con “una apropiación expresiva de los espacios públicos” y una intensificación de la “deliberación democrática” (Sandoval y Carvallo, 2019, p. 227). Como generación política, su concepción de sí misma difiere de aquellas que fueron protagonistas en las décadas precedentes, ya que sienten la obligación, oportunidad y capacidad de transformar el mundo que les tocó vivir.
En este discurso generacional, resulta de particular interés la noción de “lo heredado”. Su acercamiento es como a algo propio del pasado, un lugar estático, inmodificable, pero que forma parte constitutiva de su historia como generación política, aun cuando no hayan participado “en primera persona” ni como protagonistas de los procesos acaecidos las últimas décadas del siglo anterior (Reyes et al., 2016). Lo heredado no se recibe de forma pasiva, como receptores de lógicas, funcionamientos y tradiciones políticas que los antecede; más bien, esta generación -nacida, principalmente, en el segundo lustro de la década de los ochenta- se entiende a sí misma como un “colectivo que “genera” nuevos discursos y prácticas, siendo las memorias del pasado un referente para su acción en el presente” (Reyes et al., 2015, p. 263). Así, el significante “sin miedo” emerge precisamente como el reverso de “lo heredado”: no representa la negación del pasado con el propósito de olvidarlo, sino su confrontación con el objetivo de transformar lo que de él queda en la actualidad.
El aspecto generacional nos permite, asimismo, ponderar en su justa medida el que las tecnologías gubernamentales del neoliberalismo, las más brutales usadas en su instalación en Chile, no los tuvieran como objetivo. Es decir, el haber escamoteado “la catástrofe” del Golpe de Estado. El filósofo Sergio Rojas (2019) señala:
...“memoria de la catástrofe” que determina una forma de relacionarse con el tiempo, donde pesa el pasado, en el entendido de que el presente es todavía un aprendizaje de la catástrofe. Esto es lo fundamental: que la catástrofe se yergue como la maestra del presente, y en eso consistiría el tiempo del fin como un tiempo que no tiene término (p. 17).
¿Cuánto de esa “memoria de la catástrofe” contuvo el malestar desde el inicio de la democracia para que no sobrevinieran revueltas populares como las del octubre chileno? Rojas (2019) da cuenta de las reacciones tras el acontecimiento de 2019:
Hemos sido de alguna manera tocados por la cuestión en estos días de terremoto social, cuando escuchábamos decir: “esto me recordó el tiempo de la dictadura”; o: “se me vinieron a la mente imágenes del tiempo de la Unidad Popular”. Antes que el miedo a la violencia se trata del miedo a la historia (…), es como haber quedado “atrapado en la historia”, en un tiempo cuya vertiente narrativa se desbarató (p. 18).
Y, en esa misma línea, tampoco puede ser indiferente que esta generación no sufriera las tecnologías gubernamentales de un neoliberalismo ya instalado, del segundo disciplinamiento efectuado a inicios de la transición democrática.
El primer disciplinamiento fue a partir de la aplicación selectiva de la denominada violencia institucional, que será entendida, siguiendo a Pita (2017) como una “categorización con potencia descriptiva” que cifra “de manera condensada un análisis sobre las violencias de estado” (p. 34). Guerrero (2006) explica que esta violencia institucional en Chile fue un “dispositivo del terror” con marcado “carácter de clase” para el “disciplinamiento de la fuerza de trabajo” (p. 147), y agrega que, al inicio de la democracia, se verifica “el segundo disciplinamiento social”, que pretende “la anulación de los diferentes modos culturales y políticos de construcción de identidades que se venían desarrollando al interior del movimiento de lo social” (p. 153). Guerrero (2006) explica que el poder político transicional requirió de este redisciplinamiento porque
...el escape a la dictadura devino en gran medida resistencia, es decir, los “espacios liberados” no sólo se conformaron con estrategias de supervivencia marginal, acotadas, sino que se volvieron luchas de afirmación de identidades o “formas de vida” alternativas, voluntades de poderío movilizados para la conquista de espacios, que implicaban modificar la sociedad por fuera del espacio clásico de la política, del Estado y los partidos (153).
De este modo, la riqueza y pluralidad cultural y política de los movimientos sociales “que sostuvieron la lucha antidictatorial” adelantaban la posibilidad de “una democracia dinámica y participativa”, atributos considerados problemáticos para la gestión y profundización del modelo neoliberal que, aunque “repudiado en forma unánime durante la lucha antidictatorial solo pudo continuar mediante el recurso a un redisciplinamiento social” (p. 155).
El aspecto etario, así, determina que la “generación si miedo” no se halle presa de las lecciones abismales de una memoria del exterminio ni del redisciplinamiento del cuerpo social efectuado los primeros años de los noventa; por la misma razón, tampoco forma parte de los cuadros de la Concertación, la alianza de partidos que gobernó veinte años una vez finalizada la dictadura cívico-militar. Así, la “generación sin miedo” posee la libertad indispensable para resignificar la condición del tiempo y posibilitar la emergencia de una experiencia del presente, sin permanecer “atrapado en la historia” (Rojas, 2019, p. 18).
ESPACIO PÚBLICO: UNA ESFERA COMÚN DONDE DOMESTICAR LOS ANTAGONISMOS
Como ya mencionamos, la generación nacida en el segundo lustro de los ochenta presenta una “apropiación expresiva de los espacios públicos” y mayores y mejores formas de “deliberación democrática” (Sandoval y Carvallo, 2019, p. 227). Ambos factores son, desde la perspectiva de Chantal Mouffe (1999), determinantes en la crisis democrática actual. La filósofa belga establece que “el origen de las dificultades del sistema de democracia liberal (…) es consecuencia de la creciente privatización de la vida social y de la desaparición del espacio público”, algo que solo podrá remediarse “mediante la restauración del valor de la participación política” (Mouffe, 1999, p. 46).
Ahora bien, dada la polisemia del concepto espacio público, conviene revisar las propiedades que lo constituyen.
Como señala Nora Rabotnikof (2008), son tres los sentidos fundamentales en la semántica de lo público, a saber: como aquello “que es de interés o de utilidad común a todos, lo que atañe al colectivo, lo que concierne a la comunidad” (p. 38); como aquello “que es y se desarrolla a la luz del día, lo manifiesto y ostensible en contraposición a aquello que es secreto, reservado, oculto” (p. 38); y como aquello “que es de uso o accesible para todos, abierto, en contraposición con lo cerrado, que se sustrae a la disposición de los otros” (p. 39).
Es decir, lo público como “lo común”, “lo visible” y “lo abierto”. Así, desde su origen, el concepto estará asociado “a un “interés colectivo” (López, 2018, p. 169). De ahí que para Rabotnikof (2008) se exprese con tanta nitidez la necesidad de encontrar “un lugar de lo público”, con esa “adjetivación de un espacio o una esfera” donde “lo general se articulen con lo visible y con niveles de accesibilidad ampliados” (p. 39).
Rabotnikof (2008) explica que, en el presente siglo, esta categoría ha iniciado una redefinición que se desprende “de su adherencia al Estado o a la sociedad civil” y se piensa como un espacio “donde confluyen medios de comunicación nacionales y globales, opinión pública, actores sociales y políticos, y Estado (en sentido ampliado)” (p. 44); es decir, un sitio donde la complejidad de los social se despliega, concurriendo “formas de organización, de comunicación, de construcción identitaria que no pueden resolverse con una pura exaltación de las diferencias o con una fácil celebración del consenso” (p. 47).
López (2018) establece que el espacio público se encuentra “presente en la mayoría de las teorías y conceptualizaciones sobre la política y la sociedad” (p. 167), en ocasiones como “lugar de escenificación de la política”, donde esta se representa; a veces como un factor que condensa la “civilidad de los procesos políticos y sociales”, que construye la ciudad, la ciudadanía y “la esfera intelectual”; y como un lugar ampliado por las nuevas tecnologías, excediendo los márgenes de “un territorio físico delimitado” (p. 168). El autor comenta cómo se han “formulado y repuesto los conceptos de ‘esfera pública’, ‘espacio público’, ‘vida pública’ y ‘opinión pública” desde las más variadas disciplinas de las ciencias humanas, en voces diversas e incluso contrapuestas que van de Arendt a Schmitt, de Habermas a Thompson, o de Keane a Offe (López, 2018, p. 168).
Volviendo a Mouffe (2007), el espacio público aparece como un lugar privilegiado para el despliegue de una verdadera democracia:
...la creencia en la posibilidad de un consenso racional universal ha colocado al pensamiento democrático en el camino equivocado. En lugar de intentar diseñar instituciones que, mediante procedimientos supuestamente “imparciales”, reconciliarían todos los intereses y valores en conflicto, la tarea de los teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de una esfera pública vibrante de lucha “agonista”, donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos. Esta es, desde mi punto de vista, la condición sine qua non para un ejercicio efectivo de la democracia (p. 11).
Porque para la autora, lo antagónico es una dimensión “constitutiva de las sociedades humanas”, lo que se reconoce en lo que Mouffe (2007) concibe como “lo político” (p. 16), esto es, cuestiones que “no son meros asuntos técnicos destinados a ser resueltos por expertos”, sino que “implican decisiones que requieren que optemos entre alternativas en conflicto” (pp. 16-17). Su crítica aquí es a la hegemonía del pensamiento liberal, caracterizado “por un enfoque racionalista e individualista que impide reconocer la naturaleza de las identidades colectivas” y vislumbrar “la naturaleza pluralista del mundo social, con los conflictos que ese pluralismo acarrea; conflictos para los cuales no podría existir nunca una solución racional” (Mouffe, 2007, p. 17).
De ahí que Mouffe (2007) proponga lo que denomina agonismo: la posibilidad de establecer “una relación nosotros/ellos en la que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, reconocen sin embargo la legitimidad de sus oponentes” (p. 27). Así, la perspectiva agonista en Mouffe (2007) no socava “el proyecto democrático”, más bien permite “comprender el desafío al cual se enfrenta la política democrática” (p. 12), a saber, una conflictividad intrínseca que requiere de instituciones fuertes y legítimas para canalizar las tensiones “de un modo adversarial” (p. 37). Por ello, para la autora, la categoría de ‘adversario’, en vez de la de ‘enemigo’, es cardinal, pues hace factible “transformar el antagonismo en agonismo” (p. 27).
En Mouffe (2007) es clave superar al individuo como único eje de la sociedad; su desplazamiento conduciría, necesariamente, a una revalorización de lo público como aquel lugar o espacio caracterizado por lo común, lo visible y lo abierto, ambiente propicio para el procesamiento agonista de conflictos ineludibles al cuerpo social.
LA ALTERNATIVA POPULISTA BAJO LA GUBERNAMENTALIDAD NEOLIBERAL
Si regresamos a la consigna ‘no son 30 pesos, son 30 años’, el instrumental analítico de Mouffe puede ser de innegable utilidad. Por un lado, los 30 pesos de la discordia, calculados por un Panel de Expertos y aplicados sin ninguna mediación política, explicitan los límites de la racionalidad tecnocrática para resolver problemáticas sociales. Por otro, los 30 años aluden al agotamiento de la denominada “política de los acuerdos”: tres décadas en que el consenso de las élites mantuvo prácticamente intacto “el sistema impuesto por las armas” en dictadura (Martínez-Mejía y Cardoso-Ruiz, 2018, p. 47), escamoteando los nudos que aparecían en la convivencia democrática y perseverando en la centralidad del individuo por sobre el colectivo. Así, como señala Bellolio (2020), las revueltas de octubre “vienen a coronar una década turbulenta, especialmente incómoda para el relato liberal-demócrata, que cae en desgracia por elitista y tecnocrático” (p. 50).
Ahora bien, si adicionamos las aportaciones de Ernesto Laclau a nuestro análisis, en especial de la teoría de la hegemonía y del populismo, podemos adentrarnos en la comprensión no solo del ‘Despertar de Chile’, sino también en el fracaso de la opción Apruebo en el Plebiscito Constitucional de salida de 2022, obteniendo algunas lecciones de estos acontecimientos.
Mediando la década de los ochenta, Laclau y Mouffe (2021) publican Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, desarrollando una lectura crítica a la categoría de necesidad histórica en el marxismo, proponiendo dejar atrás “toda perspectiva esencialista acerca de la constitución de las identidades colectivas”, para lo que resulta imperioso trabajar la noción de hegemonía “más allá de Gramsci”, y “deconstruir la noción misma de ‘clase social” (p. 24). De este modo, el “reduccionismo de clases” que ponía al proletariado como el artífice del fin de la historia a la manera de “un sujeto político ontológicamente determinado por las relaciones capitalistas de producción” (Villalobos-Ruminott, 2023, p. 55), tiene que ser desplazado. Laclau y Mouffe (2021) cuestionan la posibilidad de que la clase obrera encarne “una voluntad colectiva perfectamente una y homogénea que tornaría inútil el momento de la política” (p. 28), asumiendo, por el contrario, como una tarea indispensable
...crear una cadena de equivalencia entre las varias luchas democráticas y en contra de las diferentes formas de subordinación. Como lo hemos argumentado, las luchas contra el sexismo, el racismo, la discriminación sexual, y en defensa del medio ambiente necesitan ser articuladas con las de los trabajadores en un nuevo proyecto hegemónico de izquierda. Para ponerlo en una terminología que se ha tornado popular recientemente, en lo que insistimos es en que la izquierda necesita encarar tanto las cuestiones ligadas a la “redistribución” como al “reconocimiento”. Esto es lo que entendemos por “democracia radical y plural” (Laclau y Mouffe, 2021, p. 21).
Laclau y Mouffe (2021) inscriben sus argumentos en “el conjunto del debate en torno de la relación entre universalismo y particularismo” (p. 15). Respecto a la hegemonía, la universalidad específica que le es inherente “resulta de la particular dialéctica que se establece entre lo que llamamos lógica de la diferencia y lógica de la equivalencia” (p. 15). Los autores lo explican de la siguiente manera:
Los actores sociales ocupan posiciones diferenciales en el interior de aquellos discursos que constituyen el tejido social. En tal sentido, ellas son, estrictamente hablando, particularidades. Por el otro lado, hay antagonismos sociales que crean fronteras internas a la sociedad. Respecto de las fuerzas opresivas, por ejemplo, un conjunto de particularidades establece entre sí relaciones de equivalencia. Resulta necesario, sin embargo, representar la totalidad de esta cadena, más allá del particularismo diferencial de los eslabones equivalentes. (Laclau y Mouffe, 2021, p. 15).
La pregunta que surge aquí es cómo se consigue esa representación, cuáles serían sus medios. Laclau y Mouffe (2021) responden que
...esos medios de representación solo pueden consistir en una particularidad cuyo cuerpo se divide, dado que, sin cesar de ser particular, ella transforma su cuerpo en la representación de una universalidad que lo trasciende -la de la cadena equivalencial-. Esta relación (…) es lo que llamamos una relación hegemónica. (p. 15)
Como destaca Villalobos-Ruminott (2023), con La razón populista (2005), Laclau apuesta porque esta crítica esgrimida en los años ochenta, junto a “la apertura a las dinámicas oposicionales y pluralistas de los nuevos movimientos sociales”, permiten la emergencia de “la noción de pueblo”, elemento “central para orientar el debate político y teórico contemporáneo” (Villalobos-Ruminott, 2023, pp. 59-60). Al suprimir la necesidad histórica, “se pone en cuestión la misma existencia de la sociedad o del Pueblo como instancias que anteceden y enmarcan la dinámica de las relaciones hegemónicas”; desaparecen, así, los “referentes universales e incuestionables”, quedando en su lugar “la contingencia de lo social y de lo político, esto es, de la política como relación antagónica coyuntural” (Villalobos-Ruminott, 2023, p. 61).
La concepción foucaulteana de gubernamentalidad neoliberal dialoga con las propuestas de Laclau del populismo como salida a ese conjunto de tecnologías políticas que el francés estudia en sus lecciones del Collège de France a fines de los setenta. De hecho, ambas categorías han sido puestas en relación en diversos autores. Gómez Villar (2021) da cuenta de los puentes que se tienden entre las dos miradas:
La metodología que adoptan Laclau y Mouffe consiste en volver sobre algunas categorías marxistas desde su deconstrucción. La singularidad de su enfoque pasa por radicalizar el programa gramsciano a partir de autores postestructuralistas como Michel Foucault, Jacques Derrida o Jacques Lacan. (…) El gesto que proponen es doble: de un lado, tratan de reapropiarse de la tradición intelectual marxista; de otro, pretenden ir más allá de ella, superar sus limitaciones, distanciándose de la concepción de la subjetividad y las clases sociales que elaboró el marxismo (…) y de la concepción del comunismo como sociedad reconciliada y libre de antagonismos. (p. 21)
Laclau y Mouffe beben de Gramsci para la comprensión “de lo ‘nacional-popular’ como superación del esencialismo de clase” y, a la par, del posestructuralismo como una perspectiva teórica que permite pensar “el rechazo a la idea de que puede existir una totalidad cerrada” (Gómez Villar, 2023, p. 409). Superan así “al marxismo convertido en filosofía de la historia” y su componente “mecanicista e instrumental de la dominación como simple extensión de los intereses económicos de la clase dominante” (Gómez Villar, 2023, p. 410).
Con su texto de 2016, Horizontes neoliberales en la subjetividad, Jorge Alemán explicita los rendimientos que ofrece la noción foucaultiana de empresario de sí, una de las características fundamentales del programa neoliberal -de raigambre norteamericana-, en vínculo con la concepción de populismo elaborada por Ernesto Laclau. Foucault auscultará con especial interés los nexos “entre un conjunto de tecnologías y las formas políticosociales de conducir a los individuos” (Jódar y Gómez, 2007, p. 385), algo que redunda, para el caso del neoliberalismo, en “una técnica de gobierno de la subjetividad que genera una peculiar relación de sí consigo”, a saber, “el sujeto como empresario de sí” (Castro-Gómez, 2015a, pp. 13-14). Alemán sostiene que este atributo
es precisamente la novedad del Neoliberalismo: la capacidad de producir subjetividades que se configuran según un paradigma empresarial, competitivo y gerencial de la propia existencia. Es la “violencia sistémica” del régimen de dominación neoliberal: no necesita de una forma de opresión exterior, salvo en momentos cruciales de crisis orgánicas, y en cambio logra que los propios sujetos se vean capturados por una serie de mandatos e imperativos donde se ven confrontados en su propia vida, en el propio modo de ser (Alemán, 2016, p. 16).
Tras dar un “rodeo teórico” en que define la lógica política de la hegemonía en Ernesto Laclau, Alemán (2016) indica que “puede existir la emancipación, que es un duelo y una despedida de la ‘metafísica’ de la revolución y sus ‘leyes históricas’, si se pasa por la apuesta hegemónica como articulación de diferencias que nunca serán anuladas” (p. 20). Así, como reconoce Gómez Villar (2023), el psicoanalista argentino defiende “la potencia inherentemente emancipadora de la noción de hegemonía, por lo que el populismo sería una salida al emplazamiento subjetivo neoliberal” al exigir “la heterogeneidad como punto de partida, la diferencia”, radicalmente distante de la homogeneidad “propia de la racionalidad neoliberal” (p. 412).
Por su lado, en 2019 Paula Biglieri, en “¿Hacia un duelo del populismo?”, establece “que el populismo no es solo el reverso negativo del neoliberalismo, sino también su exceso” pues suspende “la desigualdad que implica la competencia entre capitales humanos” y, al igual que “el pueblo adquiere la forma de un colectivo”, sobrepasa también “los límites de las responsabilidades individuales, de la figura subjetiva del ‘empresario de sí’ en la que nos captura la racionalidad neoliberal” (Gómez Villar, 2023, p. 414). Desde ahí, en términos lindantes a los expresado por Alemán, Biglieri (2019) plantea:
El pueblo del populismo de Laclau es una construcción política que no anula las particularidades, ni homogeniza el campo social, ni encontramos en dicha figura ningún sentido de totalidad cerrada, de identidad substancial o positiva, inmanencia dada, de plena presencia o de alguna prioridad ontológica de algún tipo, y menos aún, de posibilidad del pueblo-uno. A diferencia de la pretensión neoliberal que busca obturar toda posible emergencia del sujeto, el populismo bajo la figura del pueblo lo encarna y soporta la diferencia. Porque si bien en el populismo la figura del pueblo es única, ya que en la división dicotómica del espacio social en la que hay lugar para un sólo pueblo, éste siempre encarna una universalidad hegemónica en la que las demandas allí articuladas pueden ser muchas y de lo más variadas (p. 17).
Como vemos, Gómez, Alemán y Biglieri, junto a otros como Villalobos-Ruminott, Castro-Gómez o quienes se agrupan en la Red de investigación republicanismo/populismo, han demostrado fructíferas vinculaciones entre hegemonía y populismo en Laclau, y los abordajes que propone Foucault bajo la categoría de gubernamentalidad neoliberal, línea en la que también se inscribe este trabajo.
LA LÓGICA EQUIVALENCIAL EN LAS REVUELTAS DEL ‘DESPERTAR DE CHILE’
La pregunta que surge ahora es respecto a la pertinencia de estos enfoques para leer las revueltas del octubre chileno, el resultado de la Convención constitucional y, en el presente y futuro, las posibilidades de dar respuesta desde la izquierda progresista a un malestar social aún vigente.
En cuanto al ‘Despertar de Chile’, se constatan entradas al fenómeno por parte de distintos investigadores desde la perspectiva de Laclau y Mouffe. Un primer abordaje pone de relieve la creación de un “nosotros” que permite la constitución de un pueblo. Así lo exponen Venables y Alfaro (2022), enfatizando que ese pueblo no alude a “algo que preexistía a octubre y permanecía innombrado, ni tampoco a una utilización jurídica” para designar “características territoriales, culturales y lingüísticas en común” de un grupo humano (p. 70). De acuerdo con los autores, este es un pueblo “bajo la idea de un “nosotros” que responde a una estrategia político-discursiva”, que se levanta “como movimiento, como acción popular” (p. 70); un pueblo que “responde a una autodesignación” y que, en nombre de sí mismo, “se reunio “en plazas, cabildos, calles, marchas y protestas”, considerándose como “pueblo chileno en términos de futuro, y siempre con un componente emancipatorio indudable” (p. 71).
En una senda bastante próxima avanza Carlos Ruiz Encina (2020), en un libro denominado precisamente Octubre chileno: la irrupción de un nuevo pueblo. Allí, el sociólogo asegura que lo
que viene rodando es un proceso de constitución de un nuevo pueblo. Prácticas sociales de acción y organización que, a diferencia de modalidades anteriores, se enraízan en nuevos dilemas ligados, preferentemente, a las formas de privación y despojo que estrena la experiencia del neoliberalismo avanzado chileno (p. 19).
Se articulan, en este proceso, diferentes luchas contra la subordinación que “se erige en oposición a la oligarquía neoliberal que surge bajo los patrones de acumulación primario-exportadores, financiarizados y del mercado de servicios públicos” (Ruiz, 2020, p. 41). Este renovado “nosotros”, propone Ruiz (2020), antagoniza con la “élite que cruza las viejas divisiones políticas y se forja en la opacidad de los arreglos de la transición” (p. 41); así, con las revueltas “termina por estallar esa polaridad”, donde un cúmulo de demandas particulares se transforman “en un colosal torrente de las diversas rebeliones sectoriales que venían andando” (p. 41).
Para Ruiz (2020), este nuevo pueblo no se encuentra atado al esencialismo de clase, a un determinismo histórico o a reduccionismos economicistas; por el contrario, es “heterogéneo, pluriclasista, plurinacional” y nace como respuesta contingente a “las extremas condiciones de expoliación sembradas sin freno por este neoliberalismo avanzado” (p. 63).
Cristóbal Bellolio (2020) coincide en estos puntos con Ruiz, y además indica que las revueltas pueden comprenderse desde “un populismo de izquierda en tanto encadena una serie de demandas heterogéneas, dirigidas contra un establishment displicente que no logra justificar la legitimidad del orden socioeconómico y político imperante” (pp. 50-51). Y agrega un par de ideas más: el populismo de las revueltas, nos dice Bellolio (2020), agrupó a “los de abajo contra los de arriba” y, en esa dinámica, mantuvo un tono “eminentemente moralizante” (p. 51). De este modo, emergió un nosotros, un pueblo autodesignado que “se concibió a sí mismo como virtuoso”, juzgando sus propias transgresiones “con mucho menos severidad que las transgresiones acumuladas de la elite” contra las cuales se estaba levantando (p. 51). Era, de hecho, “un movimiento justiciero”, como se refuerza en “la iconografía de la denominada primera línea, con superhéroes enmascarados y sin dirigentes a rostro descubierto” (p. 51).
Alzueta (2024) coincide en que el octubre chileno puede ser caracterizado como un fenómeno populista. El autor muestra cómo desde 2011 comienzan a emerger conflictos de distinta índole (educación, pensiones, feminismos, medioambiente, pueblos originarios), una serie de demandas que van
expresándose de forma aislada, pero cada vez su impacto resultó en fenómenos más diversos y de mayor impacto (…), de acumulación de fuerza y experiencia por parte del movimiento social. Pero lo que permite la unificación de todas ellas en un solo cuerpo tras el 18 de octubre es dejar de lado su particularidad, su especificidad, su diferencia, y engarzarse en una misma cadena de equivalencias, permitiendo la completitud de la articulación discursiva. (p. 120)
Como hemos dicho, en Laclau la idea de “hegemonía conlleva siempre la articulación entre diferentes grupos” mediante la producción “de una “cadena de equivalencias” que funciona como voluntad común de luchas contra las desigualdades” (Castro-Gómez, 2015b, p. 144) y con ello la capacidad de producir un discurso social compartido. En ese sentido, el propio Laclau (2005) expresa en La razón populista que se puede construir lo social de dos maneras: desde una “lógica de la diferencia” o desde una “lógica de la equivalencia”; no obstante, solo una de ellas “implica el trazado de una frontera antagónica” (p. 104). El filósofo argentino describe que existen
dos formas de construcción de lo social: o bien mediante la afirmación de la particularidad -en nuestro caso, un particularismo de las demandas-- cuyos únicos lazos con otras particularidades son de una naturaleza diferencial (como hemos visto: sin términos positivos, sólo diferencias), o bien mediante una claudicación parcial de la particularidad, destacando lo que todas las particularidades tienen, equivalentemente, en común (Laclau, 2005, p. 103-104).
Desde luego, es la segunda la que favorece el antagonismo, escindiendo el campo entre una minoría que ostenta los privilegios, por una parte, y una mayoría sin acceso a ellos, por otra, reconociendo “que entre los adversarios existe una relación de antagonismo” (Castro-Gómez, 2015b, p. 144). Ahora bien, tal como dicen Durán y Rojas (2021), conviene aclarar que “la expresión de formas políticas antagónicas no necesariamente implica la presencia en ellas de una lógica equivalencial”, o, dicho de otro modo, no se puede dar por hecho “una voluntad por articular la posición discursiva propia con elementos en principio distantes, pero identificados por la común distancia frente al ‘otro antagónico” (p. 233). Es más, podemos verificar empíricamente “la existencia de identidades diferenciales fuertemente antagónicas, pero con una débil o nula potencia o intención equivalencial” (Durán y Rojas, 2021, p. 233).
Volviendo a Alzueta (2024), se establece que podemos fijar “el llamamiento a la desobediencia civil por parte del estudiantado secundario” como aquel “momento de corte” a partir del cual se comienza a delinear “la división de la sociedad en dos campos enfrentados” (p. 121), en una dicotomía “que alude a un “nosotros” o a “la gente”, en oposición a esos grupos de poder político y económico”, pensando que cualquiera de estos “dos conceptos es un sinónimo de pueblo” (p. 122). Y entonces aparece el significante vacío: el concepto dignidad. Alzueta (2024) asegura que
no fue hasta que el proceso fue decantando y consolidándose a partir de las diferentes fórmulas de participación y protagonismo popular, que el significante vacío alcanzó su madurez. Dignidad fue el concepto que permeó e hizo suyo el movimiento social (…). La cristalización de este término como significante vacío lleva a bautizar al punto neurálgico de las movilizaciones en Santiago, Plaza Italia, como Plaza Dignidad (p. 123).
Luego, en concordancia con los autores revisados previamente, el autor ve emerger un pueblo, “un sujeto que se construye en la acción” (p. 125), donde se entiende “la presencia de la primera línea como último dique de contención (…), como protectores del pueblo chileno”, marcando con ello “la frontera populista del ellos contra nosotros” (Alzueta, 2024, p. 127).
El complejo escenario recién descrito no se modificó sustancialmente al comenzar la Convención constitucional de Chile 2021-2022 (la Convención), la que estuvo marcada, de principio a fin, por un conjunto de grupos y demandas de la naturaleza disímil. También se constata que, aquello que logró articularse en las revueltas, permaneció fraccionado en la Convención. Como señalan Fuentes y Díaz (2023),
…llamó la atención el resultado electoral de rechazo a un texto constitucional progresista y que recogía una amplia cantidad de demandas acumuladas en el tiempo en la sociedad. Una de las explicaciones de este resultado se asocia precisamente con el alto grado de fragmentación política de la Convención, que impidió alcanzar acuerdos que permitieran construir una mayoría electoral para el plebiscito de salida (p. 2).
La fragmentación a la que aluden los autores se explica, al menos en parte, por cuatro innovaciones de gran relevancia para el mundo de la izquierda progresista, que paradójicamente favorecieron la dispersión ideológica: “se permitió la existencia de listas de independientes, se estableció un mecanismo de paridad de género, se definieron escaños reservados para pueblos indígenas y se estableció un sistema de cuotas para candidaturas de personas con discapacidad” (Fuentes y Díaz, 2023, p. 2).
Sobre la inusual composición de la Convención constitucional, Fábrega (2022) dice:
Un total de 103 de las 155 personas elegidas no eran militantes de partidos y 55 de ellas estaban vinculadas a listas en pactos que no incluían partidos con representación parlamentaria (…). En contraste, frente al fracaso electoral de estos conglomerados, se alzaron como ganadores un número significativo de independientes, activistas de organizaciones sociales de base, miembros de listas que se posicionaron públicamente contra el establishment político y, en general, muchas personas que no poseían experiencias previas de trabajo colegiado y representantes de minorías históricamente excluidas del debate público como los pueblos originarios” (pp. 130-131).
Al indagar los posicionamientos ideológicos de los miembros de la Convención, Fábrega (2022) es categórico: si bien “la estimación muestra una sustantiva supremacía de convencionales ubicados a la izquierda del espectro ideológico” (p. 147), el dato no hace que exista alineamiento, constatándose, más bien, que “las listas enfrentan una dispersión relevante en las posturas de sus integrantes de todos los pactos a la izquierda de la instancia”, algo que hacía previsibles las “dificultades para coordinar acción colectiva entre ellos” (p. 137). Así, desde el inicio, se verifican “diferencias potencialmente relevantes dentro de la izquierda del órgano que podrían explicar comportamientos posteriores en su interior” (p. 137).
La misma multiplicidad de demandas insatisfechas que hizo germinar las revueltas del ‘Despertar de Chile’, volvió a emerger en la Convención en un grupo heterogéneo de agendas particulares e intransables, permaneciendo en una lógica de la diferencia que acabó por presentar al plebiscito una Carta Magna con escasas concesiones de quienes se posicionaban en ideas de izquierda, lo que se leyó como una intención maximalista, partisana y refundacional, lo que es cónsono con el triunfo de la opción que rechazaba la propuesta de nueva Constitución, con más del 60% de los votos (Servicio Electoral de Chile, SERVEL, 2022).
HEGEMONÍA Y ESPACIO PÚBLICO: LECCIONES DEL ÚLTIMO LUSTRO
Aun cuando en Chile se aprecia un malestar social desde “el período inmediato a la recuperación democrática” (Avendaño y Osorio Rauld, 2021), se evidencia que fue con la llegada de una generación que no experimentó en carne propia los rigores del disciplinamiento de la dictadura ni del redisciplinamiento transicional (Guerrero, 2006), cuando se inicia un proceso acelerado de rehabilitación del espacio público y, con ello, un renovado impulso de la deliberación política y democrática (Reyes et al., 2016;Reyes et al., 2015;Segovia y Gamboa, 2012). En línea con Mouffe (2007), aperturar esta esfera común trajo como consecuencia la inevitable emergencia de lo colectivo, de su conflictividad no racional, como muestran fuentes oficiales que refieren al año 2011 como un punto de gozne en las movilizaciones sociales en Chile (Hinzpeter, 2011;Pérez, 2012).
Contra la memoria de la catástrofe, la generación nacida en el segundo lustro de los ochenta hizo germinar un nuevo lugar para lo público, una esfera o espacio donde lo común a todos se articulaba “con lo visible y con niveles de accesibilidad ampliados” (Rabotnikof, 2008, p. 39).
Pero ¿qué luchas, sujetos y colectivos poblaron ese nuevo espacio público?
Las movilizaciones sociales de la última década obedecen a una serie de demandas insatisfechas relacionadas tanto con la redistribución como con el reconocimiento, alejándose así de cualquier esencialismo de clase. A modo de punteo rápido, indicamos algunos episodios de este asomar de lo colectivo: en 2011, ganan protagonismo las demandas por educación, descentralización (“Segundo Puntarenazo”) y ecologismo (HidroAysén); en 2012, se repite lo territorial cruzado por la defensa del medioambiente (Freirina contra Agrosuper) y se suma el respeto a la diversidad sexual (crimen contra Daniel Zamudio); en 2013, se convoca a la inédita “marcha por los enfermos”; en 2016, está el “mayo chilote” (al convertirse el archipiélago en zona de sacrificio), y la multitudinaria marcha de la Coordinadora No + AFP; en 2018, se suceden las tomas feministas y, en noviembre, protestas por el asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca; en marzo de 2019, se celebra la conmemoración del Día de la mujer más masiva de la historia y luego, el 18 de octubre, se inicia el ‘Despertar de Chile’. Meses después, en el diseño de la Convención, volverán las disputas desde el reconocimiento, con reivindicaciones de género, raza y clase, a saber: paridad de género, pueblos indígenas con escaños reservados y listas de independientes, lo que se transforma en la llave para que tengan representación grupos sociales históricamente marginados; a ello, se suman las cuotas de personas con discapacidad (Rivera-Soto, 2024).
En las revueltas del octubre chileno, este conjunto de particularidades se articula en una equivalencia: la palabra dignidad actúa como un significante vacío que reúne las luchas redistributivas y de reconocimiento. Por eso son adolescentes los que inician todo en el metro de Santiago; se ven banderas mapuche y derribamientos de estatuas colonialistas en todo el país; se viraliza la performance de LasTesis “Un violador en tu camino” y en las concentraciones refulge el arcoíris LGTBIQ+; las movilizaciones son pluriclacistas: junto a los desórdenes y saqueos en la periferia de la capital, se suceden marchas en comunas de estratos socioeconómicos medios y altos, como Las Condes, Providencia y Ñuñoa, en la capital, o Viña del Mar, Valdivia y Puerto Varas, en regiones.
Con Laclau y Mouffe (2021), este período ofrece una lección para la izquierda progresista: avanzar hacia “una radicalización de la democracia” implica la articulación de “las diferentes formas de subordinación”, sean estas “de clase, de sexo, de raza” u otras impulsadas por “movimientos ecológicos, antinucleares y antiinstitucionales” (p. 25). Este aprendizaje, que surge de la observación a los nudos que han producido conflictividad en el Chile del nuevo siglo, no resulta obvio para la institucionalidad político-partidaria, como se aprecia en ciertas posiciones adoptadas en el progresismo que defienden una idea de universalidad que todavía se ancla en una identidad substancial, ontológicamenre definida, que sutura el devenir de la historia y hace innecesaria la política1. Ahora con Castro-Gómez (2015b), entendemos, por el contrario, que la configuración de la sociedad contemporánea hace inviable que una “comunidad particular (sea indígena, negra, gay, musulmana, lésbica)” puede aspirar a ser independiente “del sistema de relaciones de poder que la ha constituido, precisamente, como identidad subalterna”, lo que hace imperativo “que la transformación de la condición subalterna de estas comunidades” tenga que “incluir la transformación del sistema de relaciones desigualitarias a partir del cual estas comunidades son definidas como subalternas” (p. 238).
Toda la heterogeneidad que en las revueltas de 2019 condujo a un fenómeno populista, con una cadena de equivalencias que logró una hegemonía donde se representó a una multiplicidad de sujetos excluidos, se mantuvo durante la Convención constitucional; en ella, empero, las actorías sociales que encarnaban estas luchas diversas acentuaron el carácter diferencial de sus posiciones, evacuando un texto constitucional que, por las razones ya expuestas, no convenció a los votantes.
La inherencia del conflicto en el campo de lo social y la creciente complejidad de las modalidades de opresión y subordinación de la gubernamentalidad neoliberal, hacen palmaria la necesidad de una esfera pública que dé curso a esas tensiones bajo formas adversariales y agonistas. Como ha dicho la propia Chantal Mouffe, la pretensión no es arribar a una sociedad cerrada, plena, sin contradicciones, cristalizando “las diferencias bajo la identidad homogénea del pueblo, sino de mantener activas esas diferencias” (Venables y Alfaro, 2022, pp. 74-75). Se trata, en última instancia, de la conformación de un nuevo pueblo que no escamotee su expresión contingente, histórica y coyuntural, sacando precisamente de sus luchas por redistribución y el reconocimiento su potencia transformadora.