Introducción
Se pensó que la tercera ola democrática en América Latina dejó espacio para la construcción pacífica de las democracias en el marco de una común inestabilidad institucional de nuestros Estados para “gobernar” lo social. Se trataba de olvidar la Latinoamérica posterior a la primera mitad del siglo XX que dejó una marca dolorosa con la muerte de miles de personas a partir de la violencia sociopolítica2: dictaduras militares y golpes de Estado; movimientos guerrilleros y grupos que buscaban el control territorial. Tales eventos continúan permeando las luchas sociales de nuestro continente, pues marcaron la memoria colectiva y siguen generando la búsqueda de justicia y reparación.
Sin embargo, varios eventos de violencia sociopolítica del siglo XXI vienen cargados con el mismo dolor e intensidad emocional: enfrentamientos en movilizaciones sociales que terminan con muertos o la violencia de operativos militares/policiales que se salen de control. Si bien las condiciones democráticas han mejorado de forma considerable -disponemos de prensa y medios digitales con mayores condiciones para hacer denuncia, hay mayor conocimiento y promoción de los derechos humanos y hay mecanismos institucionales para proceder con denuncias- aún la violencia sociopolítica genera hechos luctuosos que conmocionan a la sociedad en su conjunto. En este contexto, los científicos sociales deben movilizar sus arsenales teóricos y metodológicos para comprender la naturaleza de estos procesos de violencia y sus consecuencias en lo social. En ese sentido, el presente texto presenta algunos avances de una investigación en curso sobre la división discursiva en torno a los hechos de Senkata y Sacaba utilizando la teoría del trauma cultural.
En un contexto político polarizado como el boliviano, posterior a octubre/noviembre del año 2019, se han producido diversos trabajos que reflexionan o abordan los hechos de Senkata/Sacaba. Éstos pueden agruparse analíticamente en tres grupos. En primer lugar, los textos vinculados a la narrativa del “golpe de Estado”; posteriormente, los textos que argumentan la narrativa del fraude electoral; y, por último, los informes institucionales de vulneración de derechos humanos sobre estos casos. Cabe recalcar que hay textos que se posicionan en un espacio intermedio, que vinculan sus preocupaciones a la comprensión de las narrativas (Paz, 2020; Neri, 2020) o la resignificación de la figura de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo (MAS) desde su ascenso a la presidencia hasta su renuncia (Maric, 2020).
La narrativa del “golpe de Estado” es la que tiene mayor producción. Estos trabajos vinculan los hechos de Senkata/Sacaba solo como un apéndice de los acontecimientos concatenados a la consolidación de un “golpe de Estado” (López, 2020; Tórrez y Lazcano, 2020). Por otra parte, están los trabajos que consideran que Senkata/Sacaba serían la culminación de movilizaciones ciudadanas “racistas” de los primeros 21 días de movilización, marcando una identidad diferenciada de estos sectores (Moldiz, 2020; Molina y Bejarano, 2020; Tórrez y Lazcano, 2020; Zapata, 2020). Para finalizar, se encuentran dos tipos de trabajos que entienden estos acontecimientos como un proceso traumático recurriendo a una reconstrucción histórica: a) los primeros vinculados a una problemática étnico-histórica de larga data en la historia boliviana (Limber, 2020; Macusaya, 2020); y, por otra parte, b) los trabajos de tipo cronológico vinculados a los hechos de octubre/noviembre de 2019 (Ceppi y Martínez, 2020; Soliz y Quirós, 2020).
Los trabajos que configuran la narrativa del fraude electoral son reducidos en comparación a la narrativa del golpe y, en su mayoría, no mencionan los hechos de Senkata/Sacaba, aunque tampoco se los niega. En este sentido, tenemos una sólida reconstrucción cronológica de los primeros 21 días de conflicto poselectoral (Corzo, 2020); y, por otra parte, la recopilación crítica sobre el proceso “populista autoritario” durante la presidencia de Morales desde la ciencia política, donde se mencionan levemente los acontecimientos de Senkata/Sacaba (Rojas, 2021). Por otro lado, están los textos que generalizan a los sectores movilizados -posteriores a la renuncia de Evo Morales- como “terroristas” y “hordas” (El libro de las pititas, 2019), aunque no menciona en ninguno de sus 51 escritos los acontecimientos de Senkata/Sacaba. Por último, está el texto de Andia, que reconoce la tragedia que implicó muertos y heridos en estas operaciones, sin dejar de denunciar el fraude electoral (Andia, 2019).
Finalmente, hay un tercer grupo en el que se encuentran los informes de vulneraciones de derechos humanos que se realizaron los meses siguientes a los eventos, la mayoría, vinculados a instituciones reconocidas a nivel nacional e internacional (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, 2019; Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, OACNDH, 2020; International Human Rights Commission Foundation, IHRC, 2019; Defensoría del Pueblo, 2020). En este mismo grupo, el año 2021 salió el informe más completo respecto a todos los acontecimientos violentos y de vulneraciones a los derechos humanos de octubre/noviembre de 2019, elaborado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, GIEI, 2021). Por otra parte, el segundo conjunto de informes está conformado por instituciones u organizaciones que no son de amplia trayectoria y de reconocimiento institucional (Centro de Estudios Legales y Sociales, CELCS, El Centro Europa-TercerMundo, CETIM, y la Asociación pro-derechos humanos de Bolivia, 2020; Informe de la delegación argentina, 2020). La comparación de ambos grupos muestra diferencias a la hora de retratar las cifras y relatos.
Desde nuestra perspectiva, la división de posiciones frente a las situaciones luctuosas de Senkata/Sacaba no surge por una limitación de los datos existentes, sino porque la característica traumática de un evento surge de la construcción narrativa posterior. En ese sentido, nuestro punto de partida es que no hay “hechos suficientes” para constituir en sí mismos un evento traumático o, más bien, “los traumas se hacen no nacen” (Eyerman, 2019, p. 2). Claro está, con esta perspectiva, no minimizamos la violencia o las muertes ocurridas ni pretendemos argumentar que no hay hechos objetivos. Más bien, consideramos que la comprensión de la dinámica de construcción de los eventos traumáticos a partir de esta perspectiva permite entender la legítima e indispensable agencia performativa de las víctimas y los grupos/instituciones que los apoyan en la búsqueda de justicia.
El argumento inicial de nuestro trabajo es que en un escenario altamente polarizado se dificulta de forma extrema que la población-audiencia pueda identificarse con el dolor del evento, con las víctimas o que se logre identificar a los perpetradores. De esta forma, en el contexto boliviano del 2019, al inicio se establecieron un par de interpretaciones excluyentes entre sí que se extendieron de la llamada narrativa del “golpe” y la narrativa del “fraude”: una que negaba los eventos y otra que los aceptaba. Sin embargo, la agencia de los grupos/instituciones interesadas posicionaron representaciones traumáticas de los hechos hasta instalarlos en escenarios más favorables a la búsqueda de justicia a un año del evento. Esto, pese a limitaciones materiales y presiones estatales.
El texto se compone de cuatro partes. En la primera parte, realizamos una contextualización respecto a Senkata y Sacaba. En la segunda parte, exponemos nuestra perspectiva teórica sobre el trauma cultural. Después, describimos nuestra estrategia metodológica y el uso de nuestras fuentes en la tercera parte. La cuarta parte está destinada a la exposición de la sistematización de nuestras fuentes primarias en los dos escenarios que analizamos para finalmente presentar algunas conclusiones preliminares.
Noviembre 2019 y después: ¿qué pasó?
El 12 de noviembre de 2019, Evo Morales llega a México y es recibido por el canciller Marcelo Ebrard como asilado político (Lafuente y Zerega, 2019). Un par de días antes, el 10 de noviembre, luego de 21 días de movilizaciones que denunciaban fraude electoral, Morales presentó su renuncia a partir del informe preliminar de la Organización de Estados Americanos (OEA) que establecía indicios de manipulación en las elecciones. La escalada de violencia en el país generó escenarios de caos social, tanto en las principales ciudades del país como en las ciudades intermedias3. En ese contexto, se dio un motín policial y las sugerencias de las Fuerzas Armadas de renunciar para pacificar el país (Molina, 2019a), como de la Central Obrera Boliviana (Deutsche Welle, 11-10-2019). La opinión pública se encontraba en una discrepancia si el concepto que correspondía era una renuncia presidencial o era un “golpe de Estado” (Paredes, 2019).
El mismo 12 de noviembre, Jeanine Añez asume la presidencia del país en una compleja sucesión presidencial con una Biblia en la mano y con el objetivo de “devolver la democracia al país” (BBC News, 12-10-2019). En ese momento, las calles se plagaron de protestas y violencia tanto por simpatizantes del Movimiento al Socialismo como de grupos autoorganizados que protestaban contra el gobierno de Evo Morales (Dallas News, 2019). Los hechos más sobresalientes serían la quema simbólica de la Wiphala (símbolo de los pueblos indígenas de tierras altas instaurado en el gobierno del MAS), la quema de buses de transporte masivo de La Paz (Criales, 2019) y la quema de las casas de los principales líderes opositores y periodistas (Andia, 2019).
Una de las primeras acciones del gobierno de Añez fue el Decreto Supremo 4078 que establece que las fuerzas armadas bolivianas pueden incursionar en el control de la seguridad pública sin tener responsabilidad penal: [el ejército] estará exento de responsabilidad penal cuando, en cumplimiento de sus funciones constitucionales, actúe en legítima defensa o estado de necesidad, en observancia a los principios de legalidad, absoluta necesidad y proporcionalidad” (Manetto, 2019). A partir de este decreto, se iniciaron operativos conjuntos entre policías y militares en Sacaba que derivaron en enfrentamientos y operaciones en contra de las protestas de cocaleros del trópico de Cochabamba, principal bastión del partido de Evo Morales. Se denunció en medios internacionales el uso excesivo de fuerza de los uniformados así como también los saldos en heridos y muertos (BBC News, 12-11-2019). En Senkata, de la misma forma, los policías y militares hicieron un operativo frente a los bloqueadores que hicieron caer uno de los muros de una planta de gas. El saldo inicial calculado fue por lo menos una decena de muertos (Molina, 2019b). Los saldos finales indican decenas de muertos y al menos un centenar de heridos.
En 2020, las demandas de los familiares de las víctimas y de instituciones de apoyo se entremezclaron con la inestabilidad de no tener un gobierno elegido por el voto popular. La fecha de las elecciones se modificó varias veces por la llegada de la pandemia del covid-19. Finalmente, hay una reconfiguración política en el país con la victoria del MAS a la cabeza de Arce Catacora en las elecciones nacionales. De esta forma, se fueron consolidando mecanismos jurídico-institucionales impulsados por el nuevo gobierno. En este sentido, en el año 2021 se iniciaron los procesos judiciales denominados Golpe I y Golpe II4. El caso Golpe I sigue -hasta el momento de la realización de este escrito- en etapa de investigación, donde Jeanine Añez y los implicados son acusados por “sedición, conspiración y terrorismo” (Los Tiempos, 2022). En relación con el caso Golpe II, se ha sentenciado a la exmandataria Janine Añez a diez años de prisión por las acusaciones de “resoluciones contrarias a la constitución e incumplimiento de deberes” (Página Siete, 4-6-2022).
Además, durante los años 2021 y 2022, han existido reclamos directos al gobierno de turno por parte de los familiares y las víctimas de Senkata/ Sacaba con medidas de presión para lograr justicia y resarcimiento por los acontecimientos. De esta manera, en el presente año se ha avanzado en el resarcimiento para las víctimas estipulando presupuesto del Estado para su reparación (Condori, 2022). Por otra parte, desde el sector de las víctimas se ha criticado los procesos judiciales iniciados por la justicia, por tener un carácter político y no un sentido de justicia real: “[a] nosotros no nos interesa debatir si hubo ‘golpe I’ o si hubo ‘golpe II’, este tema es mucho más político que jurídico y lo decimos” (APDH de El Alto, 2022).
Trauma cultural, polarización y la búsqueda de justicia
En psicología, el trauma individual se define por la exposición directa de una persona a un evento traumático como violencia, desastre o pérdida imprevista (Kleber, 2019). Sin embargo, cuando hablamos de un trauma colectivo, la exposición a un evento traumático no es directa e implica mediaciones simbólicas entre los grupos interesados y la audiencia. En este sentido, estamos hablamos de ciertos espacios institucionales que determinan la separación evento/representación como ser las arenas científicas, religiosas, legales, etc. A esto, debemos agregar que en sociedades diferenciadas hay una marcada distribución y acceso entre recursos materiales (Alexander, 2012). Por lo tanto, estamos hablando de una construcción disputada de “hechos” que buscan ser considerados traumáticos y que se establezcan como “hechos sociales” (Durkheim, 1982).
El trauma cultural, como proceso social, no trata sobre el dolor que sienten los grupos afectados, sino que se considera el
… resultado de este agudo malestar que entra en el núcleo del sentido de la propia identidad de la colectividad. Los actores colectivos “deciden” representar el dolor social como una amenaza fundamental para su sentido de quiénes son, de dónde vienen y a dónde quieren ir (Alexander, 2012, p. 15).
En ese sentido, la propuesta del trauma cultural aparece como una teoría de alcance medio para entender cómo se ponen en juego la cohesión o división de los grupos sociales a partir de la búsqueda de una narrativa maestra de ciertos eventos conflictivos. Las principales características de un trauma cultural son que: a) no depende exclusivamente de las características objetivas del evento en sí mismo, b) es fundamental la forma de representación del evento en forma de narrativa y c) la articulación de una memoria colectiva pasada con la identidad grupal del presente, por lo tanto, la creación de las expectativas a futuro (Alexander, 2012, p. 17).
En primer lugar, la teoría del trauma cultural parte de la premisa de la inexistencia de “cualquier tratamiento fáctico de la maldad” (Eyerman y Sciortino, 2020, p. 7), es decir, los “hechos” no tienen algo inherentemente traumático. Después, se plantea la agencia del “poder social”, a partir de “creadores culturales” de las narrativas (Eyerman, 2019, p. 7), de establecer procesos traumáticos, es decir, existe un verdadero “trabajo social” en el sentido durkheimiano (Lenoir, 1993). En el tercer punto, podemos ver la centralidad de Eyerman en su concepto de la memoria colectiva y su funcionalidad en la identidad colectiva actual: “[e]sta memoria colectiva socialmente construida, históricamente enraizada funciona para crear solidaridad social en el presente” (Eyerman, 2001, p. 6). La constitución de un trauma no ocurre simplemente de la nada, importan las “representaciones colectivas” del dolor que previamente existieron (Woods, 2019, p. 197).
Ahora bien, en la constitución del trauma cultural intervienen por lo menos cuatro representaciones que deben establecerse. Primero, se debe establecer la naturaleza del dolor que conlleva establecer cuáles fueron los hechos, lo que pasó. Segundo, es necesario establecer cuáles son las personas o grupos sociales que sufrieron el evento traumático. Tercero, se debe instituir la relación entre las víctimas y la audiencia más amplia, es decir, si hay un sentido de valores compartidos con las víctimas. Finalmente, se deben establecer los responsables del evento (Alexander, 2012, pp. 17-19).
Por otra parte, cabe resaltar que la propuesta del trauma cultural surge a partir de entender la relación entre “valores comunes y polarización social” (Alexander et al., 2004, p. vii; Eyerman, 2019, p. 1). Al final, al tratarse de eventos cargados de “afectos ambivalentes”, los traumas colectivos “manifiestan una tendencia a producir polarización política y debates muy divididos” (Smelser, 2004, p. 55). Por lo tanto, esta perspectiva analítica nos permite iluminar ciertos procesos en Latinoamérica, un continente caracterizado por la “extrema polarización” (Alexander y Tognato, 2018, p. 11). Pero además, nos permite pensar en la importancia de los procesos de reparación de estos procesos traumáticos a partir de un lenguaje civil de común entendimiento de la realidad. Si bien Alexander ya propuso en otro lado que en escenarios polarizados la disputa simbólica de eventos puede llegar a generar mayor división (Alexander, 2019, p. 23), al final, ciertas luchas pueden construir puentes de diálogo logrando reparación (Luengo, 2018, p. 60). A partir del lenguaje civil, las víctimas de violencia pueden ser resignificadas y las comunidades ser reconstruidas en términos más amplios de solidaridad (Alexander, 2020); aunque, claro está, sin acciones concretas de instituciones regulativas la reparación frente al trauma es limitada (Alexander, 2012, p. 153).
Metodología
El proceso de recolección y análisis de nuestras fuentes primarias fue guiado por la búsqueda de significados profundos que dan forma y coherencia a representaciones del proceso de trauma cultural en los discursos públicos. Éste es un acercamiento hermenéutico que, aunque no está predefinido, es guiado teóricamente (Reed, 2011). En ese sentido, se utilizó una estrategia usada por investigaciones previas a partir de las columnas y editoriales de periódicos de distribución nacional para ver cómo se interpretan las dimensiones del trauma (Arteaga, 2019). No buscamos un discurso transparente en sentido normativo ideal (Alexander, 2012, p. 20), sino el sesgo de las interpretaciones de los líderes de opinión a partir de sus escritos en los periódicos (Río, 2008).
Por lo tanto, se trabajó una revisión de las columnas de opinión y editoriales de los principales periódicos bolivianos: La Razón, Página Siete, El Diario, Bolivia5, Opinión y El Deber. La primera fase de revisión fue el periodo noviembre (2019) a enero de (2020) y la segunda de octubre (2020) a enero de (2021). Se delimitaron estos periodos para analizar cómo cambió el sentido de los eventos de Senkata y Sacaba del primer al segundo año de lo sucedido. En una primera etapa, se identificaron las columnas y editoriales que refieren a los eventos en Senkata y Sacaba en sus archivos digitales6. En una segunda etapa, se procedió a la lectura de las columnas y a un proceso de codificación de las representaciones del trauma.
Los discursos en torno a Senkata y Sacaba
El debate público en torno a Senkata y Sacaba se condensó en dos narrativas respecto a lo que pasó en Senkata y Sacaba. Una narrativa se estructuró como una extensión de la narrativa del “fraude” durante los conflictos poselectorales de octubre de 2019. La otra se estructuró como una ramificación de la narrativa del “golpe”. A continuación, presentamos el resumen de ambas en 2019 y en 2020.
En 2019, los días siguientes a los eventos luctuosos, las columnas de opinión de los periódicos interpretaron los eventos de Senkata y Sacaba en dos narrativas binarias excluyentes entre sí. Una primera narrativa decodificaba a los muertos y heridos como carentes de importancia, como muertes justificadas al ser resultado de atentados “terroristas” liderados por Evo Morales7 o como intereses particularistas extranjeros de Cuba y Venezuela8. Una segunda establece que el evento fue una masacre injustificada e identifica a las fuerzas del orden y a la administración de Jeanine Añez como asesinos, respaldándose en los informes de instituciones relacionadas con los derechos humanos que empezaron a ser difundidos en los meses siguientes.
En 2020, hay una aceptación del dolor de las víctimas en la interpretación que un año atrás la negaba. La representación cambió sobre el dolor colectivo que han causado los hechos de Senkata y Sacaba, aunque manteniendo distancia con aceptar que hubo un golpe de Estado porque los acontecimientos son posteriores a la renuncia de Evo Morales y no habrían influido en su decisión. En este sentido, se menciona abiertamente las muertes y los heridos de Senkata/Sacaba como parte de la crisis política de 2019: “las amenazas de ‘ahora sí, guerra civil’, la profanación de cadáveres de los muertos en Senkata, las órdenes de cercar ciudades, deben ser investigadas con la misma seriedad que todos los demás lamentables hechos sucedidos en octubre y noviembre de 2019” (Página Siete, 14-12-2020). Pero también, como apéndice inseparable, se declara la separación de estos hechos con respecto a un “supuesto golpe de Estado”.
Por supuesto, no podemos hablar aún de un cambio total de la representación. En este periodo aún se maneja la versión de la explosión de la planta de gas cuando se cuestiona a los informes de derechos humanos (Siles, 2020). Sin embargo, hay un claro reconocimiento abierto de la necesidad de investigaciones al respecto que no tuvieron una apertura similar en el primer periodo. Claro está, en este nuevo periodo aún hay un debate por la identificación de los culpables/responsables. En el cuadro 1, presentamos las condensaciones de las representaciones traumáticas acerca de los eventos en los dos periodos de estudio.
Conclusiones
Los avances que presentamos en este artículo nos invitan a pensar al menos dos puntos. Por un lado, la constitución de un trauma colectivo está en constante conflicto. A medida que pasa el tiempo, los grupos interesados y la opinión pública van solidificando cómo el trauma va a ser entendido y recordado. La constitución del trauma, como nos diría Eyerman (2019), es un proceso inacabado. El objetivo de este texto no es dar conclusiones o acabadas de lo que representa Senkata/Sacaba actualmente o lo que representará en un futuro. Mas bien, queremos aportar con un estudio empírico de cómo en un escenario polarizado como el boliviano se dificulta la aceptación de una representación general de la violencia sociopolítica, que hay pugnas por la significación, que no es suficiente que los hechos “ocurran”. Esto, esperamos, servirá como un aporte inicial para explorar por qué ciertas narrativas se cristalizan en nuestra historia y memoria colectiva y cómo esto afecta a la construcción de una solidaridad social más amplia. Además, en un punto más específico, a partir de los aportes analíticos de la teoría que utilizamos podemos reflexionar por qué cuando se disputa la significación de un trauma se dificulta establecer como perpetradores a presidentes o actores estatales (Arteaga, 2019).
Por otra parte, consideramos importante debatir cómo abordar metodológicamente el estudio de las narrativas. Si bien es cierto que las fuentes primarias que usamos pueden parecer limitadas para entender el proceso más amplio de construcciones narrativas, consideramos que es un aporte inicial para pensar procedimientos rigurosos de investigación. También, puede pensarse cómo complementar la interpretación por líderes de opinión con otras fuentes, por ejemplo, las redes sociales. En democracias frágiles como la boliviana, los medios de comunicación tradicionales pueden esgrimir ciertas posiciones de grupos de poder (Molina y Bejarano, 2020) y, tal vez, las redes sociales podrían ser espacios de mayor libertad para ejercer agencia performativa.