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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  n.48 La Paz mayo 2021

 

APORTES

 

Etnia/raza y clase: articulaciones en la antropología y la sociología argentinas1

 

Ethnicity/race and class: on articulations in Argentinean anthropology and sociology

 

 

Gisele Kleidermacher2 y Gonzalo Seid3

Fecha de recepción: 23 de diciembre de 2020
Fecha de aceptación: 23 de febrero de 2021

 

 


Resumen:

El objetivo del presente escrito es revisar cómo se ha pensado y estudiado la relación entre etnia/raza y clase social en la antropología y en la sociología, especialmente desde la academia argentina. Con este fin, realizamos una revisión bibliográfica y presentamos, sin pretensión de exhaustividad, un panorama amplio sobre las maneras de vincular etnia/raza y clase en diversas investigaciones y tradiciones teóricas.

Palabras clave: raza, etnia, clase social, desigualdad, racialización, Argentina


Abstract:

The aim of this article is to review how the relationship between ethnicity/race and class has been thought about and studied in anthropology and sociology, especially in the argentine academe. To this end, we review the literatura and present, without claiming to be exhaustive, a broad overview of the ways in which ethnicity/race and class have been linked in various investigations and theoretical traditions.

Keywords: race, ethnicity, social class, inequality, racialization, Argentina


 

 

INTRODUCCIÓN

La relación entre las desigualdades de etnia/raza y de clase social ha sido abordada desde diversas perspectivas desde hace décadas. Sin embargo, no ha habido una sistematización de las corrientes de pensamiento y, en muchos casos, la falta de un mapa de la cuestión ha inducido a adoptar modelos foráneos o anacrónicos respecto de la realidad latinoamericana contemporánea.

En el presente escrito nos proponemos dar un primer paso, sin pretensión de exhaustividad, hacia la construcción de un panorama general sobre las maneras de pensar y de investigar la relación entre etnia/raza y clase, con énfasis en los aportes latinoamericanos y especialmente argentinos. Para ello, el primer apartado lo dedicamos a aclarar conceptualizaciones básicas acerca de lo étnico y lo racial. En segundo lugar, seleccionamos algunos antecedentes clásicos y contemporáneos de abordaje conjunto de desigualdades de clase y dimensiones étnico-raciales. En los apartados tercero y cuarto presentamos diversas perspectivas desde las cuales se investigaron los vínculos entre estos ejes de desigualdad en la antropología y en la sociología argentinas.

RAZA O ETNIA

Junto a muchos estudiosos del tema, consideramos fundamental tener presente que los conceptos son construcciones históricas. Sobre el surgimiento del concepto de raza no hay un consenso entre los historiadores: mientras que algunos consideran que su nacimiento habría sido producto del intento de diferenciación entre moros, judíos y cristianos en la España del siglo XIV (Böttcher, 2011; Schaub, 2003)4, otros afirman que la raza nace como un mecanismo de diferenciación poblacional tras la conquista de América (Zea, 1995; entre otros).

Dentro de esta última corriente, en la que se integran los estudios poscoloniales, se sostiene que la idea de raza —y el racismo— surgen con la expansión del colonialismo europeo y la emergencia del sistema capitalista. Con base en la necesidad de diferenciar jerárquicamente a la fuerza de trabajo, entre los siglos XVII y XVIII se habrían producido categorizaciones entre las diversas poblaciones del mundo, inferiorizando a las poblaciones colonizadas. Los rasgos fenotípicos como el color de la piel, el tipo de cabello, o la forma de la nariz y la boca fueron asociados a características morales e intelectuales (Segato, 2007; Todorov, 1991), convirtiéndolas en basamento para la dominación o, en palabras de la antropóloga Rita Segato, en “marcas entre vencedores y vencidos” (2006: 72). Así, el poder colonial naturalizaba la posición dominante de los europeos blancos y el lugar subalterno para los pueblos originarios del continente americano y para africanos y afro-descendientes.

Durante el siglo XIX, la conformación de los Estados-nación en América Latina implicó la producción de distintos relatos oficiales acerca de cómo se compatibilizaba la unidad nacional con los pueblos preexistentes. Frente a la segregación racial, a menudo se impuso la noción de “crisol de razas”, una progresiva homogeneización étnico-nacional producto de la mezcla de etnias diferenciadas. La celebración del mestizaje, sin embargo, solía dar por sentada una jerarquía racial. En Brasil, por ejemplo, tras la tardía abolición de la esclavitud en 1888, el Estado impulsó políticas de branqueamento, promoviendo la llegada de inmigrantes blancos y las uniones mixtas, con la intención “modernizadora” de diluir el peso demográfico de negros e indígenas. En Argentina tuvo lugar un proceso similar en cuanto a la promoción estatal de la inmigración blanca-europea, pero lo que prevaleció fue la segregación y la invisibilización de indígenas y afrodescendientes. Bajo la ilusión del “crisol de razas”, siguieron primando prejuicios y distinciones en el acceso a derechos de acuerdo al color de la piel (Segato, 2007).

A lo largo del siglo XX se fue transformando la idea de razas en la sociedad y en las ciencias sociales. La demostración de la inexistencia de las razas humanas, así como la consciencia de los horrores cometidos por el nazismo en nombre de la idea de una raza superior, dieron lugar al surgimiento de normativas y tratados internacionales para luchar contra el racismo5, mientras la psicología racial y las ideas eugenésicas perdieron crédito en la ciencia.

Desde las ciencias sociales se convino que las categorías y sistemas raciales son contextuales, socialmente construidas, y varían geográfica e históricamente. Uno de los mayores estudiosos de las desigualdades étnicas, Peter Wade (2006), concluyó que la biología y el fenotipo son tan producidos como la misma cultura.

La etnia refiere a la identificación de una colectividad humana a partir de antecedentes históricos y de un pasado común, así como de una lengua, símbolos y leyendas compartidos. La extensión de las referencias a la etnia como reemplazo de la raza podría situarse dentro de este giro en la lectura de los cuerpos y en la categorización de las poblaciones, que hizo prevalecer el factor cultural sobre el biológico.

Como señalan diferentes autores (Caggiano, 2008; Espelt, 2009; Segato, 2005; Wieviorka, 2002), el racismo persistió en el sentido común. Lo que ocurrió fue un cambio en su forma de manifestarse: en los discursos racistas de la segunda mitad del siglo XX comenzaron a primar los rasgos culturales de aquellos marcados como “otros”, rasgos que no dejaron de considerarse hereditarios e inmutables, pero ya sin referencias explícitas al color de la piel. Así, puede ocurrir que discursos de matriz racista adopten términos como etnia o cultura a modo de eufemismos.

Por otra parte, en algunas tradiciones de las ciencias sociales sigue usándose el término raza; pero sin las connotaciones biologicistas ni racistas de otrora. El antropólogo colombiano Eduardo Restrepo ha expresado la cuestión de la siguiente manera: “la presencia de la palabra raza en el registro histórico y en el etnográfico es un indicador, pero no un garante, de que en tal registro se encuentre operando el concepto de raza” (2012: 154). Es decir: aunque se vea escrita la palabra raza, no necesariamente se está haciendo alusión a razas biológicas como solían entenderse. El uso del término raza en las ciencias sociales puede estar señalando que el asunto no son las diferencias culturales entre grupos étnicos, sino la desigualdad, la opresión o la explotación basadas en la asignación de posiciones según marcadores somáticos y étnicos (Rex, 1986).

Mientras que en numerosos escritos académicos, por ejemplo, de Estados Unidos y España (véase al respecto Terrén, 2002), se utiliza la noción de raza para hacer referencia a marcaciones fenotípicas, en América Latina se utiliza más frecuentemente el término etnia. Debido a la variedad de connotaciones que cada categoría tiene en diferentes contextos lingüísticos y académicos, no es sencillo establecer definiciones unívocas de raza y de etnia. La polisemia se debe en parte a que la delimitación semántica de los conceptos de etnia y raza es también una cuestión política e histórica, que se ha resuelto de distintas maneras según las necesidades y los posicionamientos de los científicos en distintos contextos.

En este trabajo haremos alusión a la etnia/raza como manera de evidenciar lo problemático que es delimitar uno y otro concepto, ya que la significación cultural de las diferencias fenotípicas produce jerarquías sociales. El término raza “a secas” puede ser inapropiado, ya que aun remite a diferencias biológicas jerarquizantes del racismo tradicional (Wieviorka, 1992), pero el término etnia puede ser insuficiente cuando se trata de desigualdades y no de mera diversidad cultural.

Para finalizar las cuestiones terminológicas, cabe diferenciar las nociones de racialización y de etnización. Mientras la primera remite a las clasificaciones que operan sobre las personas “marcándolas” en forma negativa, la segunda suele aludir al proceso por el cual sectores que tradicionalmente fueron racializados o invisibilizados comienzan a autoidentificarse con una determinada etnia, como el caso de los afrodescendientes en México analizado por Odile Hoffmann (2008)6. Este tema ha sido abordado especialmente desde los estudios que ponen el foco en las reivindicaciones identitarias de colectivos que han sido históricamente desfavorecidos, como los pueblos originarios y los afrodescendientes.

ALGUNOS ANTECEDENTES SOBRE EL ABORDAJE CONJUNTO DE LA DIMENSIÓN DE CLASE Y LA DIMENSIÓN ÉTNICO/RACIAL

El concepto de clase en las ciencias sociales no es menos problemático que el de raza/etnia, pero las controversias son de otro orden. El concepto de clase difiere según la perspectiva teórica y los supuestos cognoscitivos. Las clases pueden ser entendidas como fuerzas colectivas que actúan en la historia o como conjuntos de agentes individuales que comparten la misma posición económica. Desde la primera mirada, para que tenga sentido hablar de clase social, se requiere la formación histórica de un colectivo con una identidad social y algún grado de organización política. En cambio, desde otro punto de vista, las clases como categoría teórica de las ciencias sociales pueden ser entendidas como posiciones objetivas definidas con independencia de la experiencia y conciencia de los agentes. Pierre Bourdieu (2000), intentando superar la antinomia, ha planteado que las clases son construcciones teóricas, pero “bien fundadas” en lo real.

En la clásica distinción de Weber (1996 [1922]), la situación de clase depende de la posición ocupada en el mercado y la situación estamental del “honor” atribuido a algún rasgo compartido por una comunidad. A diferencia de las clases, los estamentos son normalmente algún tipo de comunidad. En ciertas ocasiones, según Weber, las divisiones estamentales están basadas en diferencias étnicas. De hecho, cuando una comunidad étnica cree en el parentesco de sangre, tiene la endogamia como norma y evita el contacto con los ajenos, se convierte en una casta, es decir, en un estamento cerrado, cuyo cierre está garantizado por una cultura —y, a veces, jurídicamente— que considera contaminante el contacto con los de afuera. Ahora bien, la eventualidad de que una comunidad étnica específica devenga en estamento o casta no depende solo de esa comunidad, sino de todo el orden social, sea de tipo clasista o estamental. Así, Weber pondría la cuestión clase-etnia en los siguientes términos: las diferencias étnicas no siempre implican desigualdades de poder ni dan lugar a estamentos o castas, pero cuando ello ocurre se genera una estratificación vertical basada en el honor social, de una naturaleza distinta a las desigualdades de clase.

En Marx y buena parte del marxismo, la cuestión étnica y la cuestión nacional tendieron a ser asociadas, respectivamente, con resabios precapitalistas y con la ideología burguesa. Es conocido que la colonización británica de la India fue considerada por Marx como un índice de progreso, ya que la sociedad de clases barrería el antiguo sistema de castas. Más allá de los deslices eurocéntricos, el marxismo y el propio Marx han aportado la necesaria mirada de las relaciones de clase a las perspectivas antirracistas y anticoloniales. El marxismo ha sido un foco de irradiación que ha influido más allá de sus fronteras, en tradiciones desde las que se ha pensado lo étnico/racial, como la teoría del sistema-mundo (Balibar y Wallerstein, 1991), los estudios culturales (Hall et al., 2013) y los estudios poscoloniales (Spivak, 1990) y decoloniales (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007). También las distintas vertientes y reformulaciones del marxismo han hecho aportes en este sentido, por ejemplo, los marxismos latinoamericanos (véase, en particular, Mariátegui (1976 [1928]), que plantean el “problema del indio” en Perú, en términos de relaciones de clase) y los marxismos negros (véanse Robinson, 2000; Roediger, 2019).

El sociólogo y activista afroestadounidense William Du Bois (2007 [1899]) es una referencia ineludible en la historia de las luchas antirracistas y un precursor en la investigación sobre raza y clase en las ciencias sociales. Al comenzar el siglo XX, Du Bois estudió cómo la ideología de supremacía blanca sustentaba el capitalismo. La creencia en la superioridad compensaba psicológica y económicamente a los obreros blancos norteamericanos, dificultando la conciencia de clase y la solidaridad obrera. Documentó las condiciones de vida de la población negra, las desigualdades de clase también al interior de esta población y las múltiples aristas históricas y sociológicas de la opresión racial.

Hacia mediados del siglo XX, entre los estudios marxistas enfocados en el eje etnia/raza, sobresalieron los del trinitense-norteamericano Oliver Cox (2002), quien situó históricamente los prejuicios raciales en el desarrollo del capitalismo y el auge nacionalista, promovido por los capitalistas blancos. En discusión con John Dollard (1998 [1937]), quien caracterizaba la situación en el sur de Estados Unidos como una división de castas, Cox planteó que el antagonismo racial es fundamentalmente un conflicto político y de clases entre burgueses y proletarios. La explotación racial sería tan solo uno de los aspectos del problema de la proletarización del trabajo: “el explotador capitalista hará uso de cualquier facilidad que le permita mantener su mano de obra explotable, incluso utilizará el prejuicio racial cuando sea conveniente” (Cox, 2002: 166).

Por otra parte, desde el campo estructural-funcionalista, el enfoque de Blau y Duncan (1967) sobre el logro de estatus marcó un hito en los estudios de estratificación social. Entre otros factores, examinaron el papel de variables de control tales como la condición étnica y la región de nacimiento, con el fin de estimar cuánto de la desigualdad de oportunidades para las minorías discriminadas persiste al quitar el efecto del menor nivel educativo y del contexto (background) desfavorable. Para los datos que analizaron de Estados Unidos en 1962, los factores adquiridos, como la educación y el primer empleo, predominaron en la explicación del logro ocupacional de la población blanca de origen anglosajón, quienes se beneficiaban de la apertura de la estructura social a través de la educación. Para los afroamericanos, en cambio, prevalecía la incidencia de la ocupación del padre y, por lo tanto, el peso de lo adscripto en sus posiciones ocupacionales.

Cuando el estructural-funcionalismo —que enfatizaba el orden y la integración social— aún era hegemónico en los estudios de estratificación, el sociólogo sudafricano-británico John Rex (1986) propuso una perspectiva teórica weberiana centrada en los conflictos étnicos y de clase. Rex y Tomlinson (1979) sostuvieron que, en la Gran Bretaña de posguerra, las minorías de origen migrante, en particular la población negra, habían sido excluidas del “Pacto de Bienestar” y de la ciudadanía social, por lo que caracterizaron a esta población como una infraclase.

En América Latina, a partir de la década de los cincuenta, se llevaron a cabo importantes estudios sobre estratificación y movilidad social, en el marco de las inquietudes sobre la modernización y el desarrollo de los países de la región. El foco de interés eran las desigualdades de clase estudiadas a través del mercado de trabajo, mientras que “otros criterios de categorización social, especialmente la etnicidad y la raza, podían ser encarados y analizados, pero por lo general eran considerados como 'herencias' o presencias diacrónicas del pasado” (Jelin, 2014: 8). La controversia entre la teoría de la modernización y las teorías de la dependencia ha sido el telón de fondo de numerosos estudios sobre la cuestión del desarrollo y también de algunos análisis sobre la persistencia de desigualdades raciales en la estratificación (Costa Pinto, 1953).

También la cuestión étnica ha sido señalada como un eje de poder insoslayable (Fernandes, 1965; Díaz-Polanco, 1981; Stavenhagen, 1992), que tensiona las conceptualizaciones clásicas sobre las clases sociales, “incluso reduciendo las clases sociales solamente a las relaciones de explotación/ dominación en torno del trabajo” (Quijano, 2000: 360). Desde la mirada de la colonialidad del poder, las teorías marxistas, weberianas y funcionalistas que conceptualizan “clases” y “razas” como realidades separadas han sido tildadas de eurocéntricas, reduccionistas y ahistóricas. Distintos términos, por ejemplo, colonialismo interno (González Casanova, 2006) y pigmentocracia (Telles, 2014), fueron utilizados en América Latina para expresar que la racialización de las relaciones sociales y económicas no es algo accesorio ni accidental, sino constitutivo de las clases.

El sociólogo brasileño Florestan Fernandes (1973), por caso, se preguntaba por las particularidades de la sociedad de clases en América Latina. Asumía que existen las clases sociales en la región, pero las consideraba un fenómeno de distinta naturaleza que en los países desarrollados. Para Fernandes, Latinoamérica se desarrolló mediante asincronías y desfasajes: una modernización de lo arcaico que coexiste con una arcaización de lo moderno. El capitalismo se desarrolló sin revoluciones nacionales y sin que se disuelvan estructuras precapitalistas o coloniales. La modernización capitalista no solo no desintegró las instituciones precapitalistas, sino que se adaptó y se alimentó de ellas. Así, el desarrollo económico terminó fortaleciendo desigualdades, como las étnicas y estamentales, incompatibles con el orden social competitivo que supondría una sociedad de clases7.

Estudios recientes sobre movilidad social en América Latina sugieren la persistencia de las desigualdades étnicas en la estratificación de clase. En Brasil, Costa Ribeiro (2007) corroboró que mientras los blancos están sobrerrepresentados en las clases más altas, pardos y negros lo están en las clases inferiores. Si bien los varones provenientes de clases inferiores comparten la desventaja más allá del color de piel, en las posiciones superiores, pardos y negros tienen mayores chances de movilidad descendente que los blancos, y menores chances de acceder a la cúspide de la jerarquía de clases. En México, Campos-Vazquez y Medina-Cortina (2019), a partir de información de una encuesta que incluyó una escala cromática, reportaron que las personas de tez más oscura tienden a posiciones económicas inferiores que los de tez más clara —comparando siempre entre quienes comparten la misma posición de origen— y son más propensos a la movilidad descendente. La estratificación por color de piel, aunque se morigeró respecto a décadas previas, persiste incluso controlando por habilidades cognitivas del sujeto y la educación de sus padres. En Chile, en una región que exhibe alta proporción de movilidad ascendente como La Araucanía, Cantero y Williamson (2009) reportaron menor movilidad ascendente en los descendientes mapuches, entre quienes prevalece la movilidad de corta distancia, fenómeno que los autores consideran que puede deberse a la discriminación en la educación superior.

En la actualidad, buena parte de las problemáticas de investigación sobre la articulación entre clase y etnia son asociadas con el género mediante el concepto de interseccionalidad, propuesto por Kimberlé Crenshaw (1988), y basado en los aportes teórico-políticos de feministas negras norteamericanas como Ángela Davis (2006 [1981]) y Bell Hooks (2000) en disputa con el feminismo blanco hegemónico. En las últimas décadas, el auge de la interseccionalidad se expandió más allá de los Estados Unidos y ha dado lugar a investigaciones variadas, principalmente cualitativas, sobre articulaciones concretas de género, etnia, clase, sexualidad, discapacidad, etcétera, en distintas latitudes. Una orientación teórica común aportada desde estas miradas ha sido la idea de que las clases están generizadas, racializadas y etnizadas. Sin embargo, sobre todo en nuestro medio, esta tradición no ha entrado en diálogo con los estudios cuantitativos que siguieron el modelo tradicional en sociología para el estudio de la estructura social (tal como sugieren Gómez Rojas y Riveiro, 2014).

Luego de este recorrido —necesariamente incompleto—, marcado por algunos hitos en el estudio de la articulación entre etnia/raza y clase, destacamos en los próximos apartados algunos de los estudios antropológicos y sociológicos argentinos más relevantes sobre la temática.

ETNIA/RAZA Y CLASE DESDE LA ANTROPOLOGÍA ARGENTINA

La relación entre etnia/raza y clase en la antropología argentina tuvo uno de sus focos de análisis en el proceso de construcción de la nación argentina. Atravesado ideológicamente por concepciones evolucionistas y eurocéntricas, el proceso implicó la negación de las poblaciones que se alejasen del modelo blanco-europeo, por aquel entonces concebido como sinónimo de civilización. Investigadores como Briones (2004), Caggiano (2005) y Segato (2007) -entre otros y con sus respectivas diferencias- coinciden en que se construyó una visión de la Argentina como crisol de razas. Sin embargo, las razas que se habrían mezclado o asimilado en la raza argentina serían las europeas, más específicamente la de españoles e italianos que llegaron ante el llamado a poblar las tierras “desiertas” . Mientras tanto, aquellas poblaciones que ya se encontraban en suelo argentino fueron invisibilizadas, especialmente la población de origen africano y afrodescendiente8 (Frigerio, 2006; Goldberg, 1995; Reid Andrews, 1989), o bien marginadas y excluidas, como es el caso de la población originaria9 (Briones, 2004; Tamagno y Maffia, 2011).

De esta forma, la perspectiva antropológica, combinada con la historia, en las últimas décadas ha analizado los procesos de exclusión de la población étnicamente marcada o, en realidad, cómo se ha marcado étnicamente a aquella población que no obedecía a los parámetros físicos eurocentrados. En ese sentido, a continuación, referimos a algunos análisis en los que convergen las disciplinas de la historia y la antropología para dar cuenta de las categorías y relaciones propuestas para el caso argentino, donde la concepción del blanqueamiento prevaleció sobre la idea de mestizaje.

Especialmente en Buenos Aires, el ingreso masivo de migrantes europeos entre fines del siglo XIX y comienzos del XX contribuyó a la autorrepresentación (Devoto, 2003) de nación blanca. Tal como ha observado Briones (2004), se produce una desmarcación étnico/racial de la población blanca/europea, mientras que se marca étnica o racialmente a aquellos que no cumplen con las características que el país se atribuye. En ese sentido, la antropóloga Lea Geler, plantea que

...en el complejo ideológico-racial-social porteño, la blanquitud está comprendida por una gradación visual que va desde la gente “sin color” (clases medias y altas) a lo “negro-no-racial” (o negros “de alma” ), para denominar despectivamente al mundo popular, en un procedimiento siempre ocultamente racializado (Geler, 2016: 76).

Uno de los principales aportes en esta línea lo constituye el artículo de Lamborghini, Geler y Guzmán (2017), quienes realizan un recorrido histórico de los estudios sobre afrodescendencia en la Argentina, analizando las identificaciones y categorizaciones socioraciales coloniales y poscoloniales. Postulan que las clasificaciones poblacionales dan cuenta de cómo la raza tenía un lugar central en ciertos estudios, mientras que en otros se encontraba prácticamente ausente. Asimismo, observan que “una serie de investigaciones que analizan censos, registros parroquiales y expedientes de escribanías, y que atienden la correlación entre las categorías ocupacionales y raciales —incluso el desenvolvimiento matrimonial y familiar— han confirmado y complejizado este cuadro general” (Lamborghini, Geler y Guzmán, 2017: 73).

Otra de las observaciones de estas autoras es la existencia de una gran plasticidad de las categorías de “castas” y una marcada variabilidad interregional. De acuerdo con su análisis, el estudio de las clasificaciones y categorizaciones racializadas se centró durante más de medio siglo en los periodos colonial y republicano, mientras que en los estudios que abordaban periodos posteriores estaba ausente la temática racial. Sin embargo, las autoras reconocen que en la última década comenzaron a desarrollarse estudios en los cuales se relaciona la afrodescendencia en la Argentina con distintas formas de desigualdad, y especialmente, con la clase social. Finalmente, atribuyen el opacamiento de la cuestión racial en pos de lo nacional a que las categorías raciales contradicen “al sentido común de integración y homogeneidad, ya que se sigue considerando que no existen ni razas ni problemas raciales (o de racismo) en el país” (Lamborghini, Geler y Guzmán, 2017: 76).

El cambio en los estudios sobre la relación etnia/raza-clase se produce recién entre los antropólogos e historiadores de la década de 1990, cuando vuelve a estar presente la noción de raza/etnia como elemento que permite explicar las desigualdades de la sociedad argentina.

En el campo de la afrodescendencia, el historiador estadounidense George Reid Andrews (1989) analizó la “desaparición” de los afrodescendientes de Buenos Aires, y señaló que la forma de utilizar las categorías censales tuvo un rol central en el proceso de invisibilización. Anteriormente, los trabajos de Marta Goldberg (1976) habían abordado los registros de los esclavizados en el territorio. Más recientemente, la fundación del Grupo de Estudios Afrolatinoamericanos (GEALA), que cuenta entre sus miembros a historiadores, antropólogos y sociólogos, se ha interesado en diversos aspectos de esta población, especialmente analizando sus categorizaciones a lo largo de la historia.

Alejandro Frigerio (2006), integrante de dicho grupo, postula que la categoría “negros” en la Argentina actual no refiere a la “raza negra”, sino a una clase social baja, aunque efectivamente muchos de los denominados “negros”, argumenta el autor, se caracterizan por tener pieles oscuras. Lea Geler (2016) hará referencia a esta diferenciación como negritud racial y negritud popular, mostrando la gran imbricación entre raza y clase en las formas de categorizar en la Argentina. De acuerdo con Frigerio (2009), las narrativas dominantes acerca de la identidad nacional establecen la composición interna de las naciones, ordenando sus elementos y delimitando las fronteras. En el caso de la Argentina, al contrario de lo sucedido en otros países latinoamericanos, no se glorifica el mestizaje, hecho que más bien se silencia, y se “presenta a la sociedad argentina como blanca, europea, moderna, racional y católica. Para ello invisibiliza presencias y contribuciones étnicas y raciales, y cuando aparecen las sitúa en la lejanía, temporal o geográfica” (Frigerio, 2009: 18). Otro de los elementos que permite sostener dicha narrativa, de acuerdo con el autor, es que “la utilización de la categoría 'negro', asignada a buena parte de la población de escasos recursos, no involucra una dimensión racial sino meramente socio-económica” (2009: 20).

En este aspecto, es insoslayable el clásico escrito de Hugo Ratier (1972), El cabecita negra. Mediante un trabajo etnográfico, relata el transcurrir de los migrantes internos en la ciudad de Buenos Aires durante el ascenso y la caída del peronismo. El autor analiza la profunda imbricación de las categorías raciales, políticas y de clase que condensa el significante “cabecita negra” . Ratier observa que los cabecitas negras son “los nuevos obreros, la mano de obra que acude a manejar tornos y balancines (que) proviene de las provincias interiores” (1972: 30).

Retomando este trabajo, la antropóloga Rosana Guber (1999) analizó cómo operaba el traspaso de la condición étnica a la condición de clase en el periodo de industrialización por sustitución de importaciones. Los migrantes internos descendientes de pueblos originarios y afrodescendientes, llegados a las ciudades y especialmente a la Capital Federal, fueron incorporados al peronismo y al partido justicialista, primando su condición de clase y su adscripción política por sobre sus rasgos fenotípicos. En la lectura que realiza del citado autor, Guber señala: “Ratier muestra que los 'cabecitas' son un sector objetivo de la población criolla nativa, cuya ascendencia mestiza se remonta al origen del poblamiento en territorio argentino” (Guber, 1999: 112). Pese a la integración social y la disputa simbólica en torno al significado de cabecita negra, el racismo y la discriminación persistieron. “Fue precisamente la batalla entre peronistas y quienes empezaban a delinearse en la arena política como 'antiperonistas', la que dio lugar a epítetos denigrantes que apelaban a una identidad simultáneamente no-blanca, provinciana y peronista” (Guber, 1999: 114). Esta connotación política denigrante de 'cabecita negra' es la que ha contribuido al borramiento del factor raza/ etnia en su constitución de clase.

En un esfuerzo por “leer” la situación de la Argentina de la década de 1990, Alejandro Grimson (2006) observa el pasaje de lo que denominó un régimen de invisibilización a uno de hipervisibilización étnica, refiriendo especialmente a lo que acontecía respecto a los migrantes limítrofes en aquella década. De acuerdo con el autor, la hipervisibilización no solo se debió a su arribo a las grandes ciudades, sino también a los medios masivos de comunicación y a los discursos políticos que los responsabilizaban de la desocupación, la delincuencia e incluso de la epidemia de cólera (Caggiano, 2015; Domenech, 2005; Grimson, 2006). En estos estudios, el componente étnico ha tenido más peso que el de clase social, concepto que termina diluido en las descripciones de las dificultades que encuentran las personas “marcadas”, cuyas condiciones de vida se ven permeadas por las dificultades para acceder a derechos, a un trabajo, a la vivienda, entre otros, producto del racismo.

Más recientemente, el antropólogo Nicolás Fernández Bravo (2020), observa la escasa atención brindada a la relación entre racismo y mercado de trabajo. Lo atribuye, entre otros motivos, a la ausencia de estadísticas10 desagregadas que permitan dar cuenta de las dinámicas generales de los “condicionantes raciales” para la búsqueda, permanencia y calidad de los empleos. A su vez, el autor atribuye esta situación al lugar incómodo que ocupan en el lenguaje cotidiano los términos raza, negro e indio. La tensión en las ciencias sociales que señalan trabajos como el de Fernández Bravo (2020) podría pensarse como un problema teórico, ético y político.

Este breve repaso por algunos estudios antropológicos en la Argentina nos permite advertir que aún hoy se sigue pensando a la raza/etnia como un atributo que sólo poseen aquellos que, casualmente, pertenecen a las clases bajas o al “populacho”, mientras que las clases altas no parecen estar marcadas étnicamente.

Desde la sociología argentina

Si bien las desigualdades de clase y de etnia/raza han sido estudiadas y suelen ser referidas en tríada con el género, no abundan los análisis de clase articulados con el eje étnico en la sociología argentina. En particular, escasean los estudios cuantitativos en estratificación y movilidad social con foco en lo étnico, pese a que se ha advertido la necesidad de incorporar esta dimensión y observarla en el presente (Pla, 2012; Kaminker, 2011; Funes y Ansaldi, 2004).

En los albores de la sociología profesional en Argentina, Gino Germani analizó las transformaciones de la estructura social del país desde fines del siglo XIX hasta sus días, a partir de la teoría de la modernización. Una de las maneras en que lo étnico entraba en sus análisis era al examinar el impacto de la inmigración masiva en la estructura de clases. Los inmigrantes extranjeros

.. pronto obtuvieron una posición económica y social mejor que la de los nativos de los estratos inferiores. (..) Este proceso implicó la virtual desaparición (en regiones y centros de inmigración) del tipo social nativo preexistente, a la vez que la destrucción de parte de la estructura social que le correspondía (Germani, 2010 [1962]): 521-522, cursiva del autor).

Con las migraciones internas de las décadas de 1930 y 1940, la población de ascendencia criolla pasó a formar parte de la clase obrera industrial que apoyó al peronismo. Germani consideraba que Argentina era un país integrado, relativamente libre de conflictos étnicos, y atribuía más bien a factores de clase, ideológico-políticos y de origen rural-urbano los prejuicios respecto a los migrantes internos condensados en el estereotipo del “cabecita negra” . En sus escritos posteriores sobre la marginalidad, sí vinculó el fenómeno con minorías étnicas discriminadas, que en algunos países podrían conformar una “etnoclase” (Grondona, 2017).

Susana Torrado abordó la cuestión de las diferencias étnicas y las desigualdades de clase en su estudio demográfico sobre endogamia y homogamia entre 1870 y 1930. En línea con Germani, sostuvo que en el periodo agroexportador tuvo lugar un reemplazo demográfico en la pampa húmeda de los criollos por europeos latinos. Los cambios en la composición étnica “se reforzaron con un clivaje espacial, el que, por carácter transitivo, implicó una diferenciación en la estructura de clases sociales y los niveles de bienestar de cada uno de esos dos grandes grupos étnicos (los criollos y los extranjeros)” (Torrado, 2004: 23).

Uno de los aportes más citados en la cuestión ha sido el concepto de racialización de las relaciones de clase propuesto por Margulis y Belvedere (1999). Los autores retoman la noción de raza como construcción histórica, con un anclaje colonial, que sigue organizando jerárquicamente a la población. Para estos autores, la marcación étnica opera en la distribución de la población en estratos socioeconómicos y, a la vez, funciona como una forma de justificación de la explotación capitalista. Así, el hecho de que el estrato más pobre de la población sea de origen mestizo no impide que se siga negando la existencia de racismo en el país.

Un trabajo empírico relevante que ha intentado demostrar esta hipótesis es el realizado por De Grande y Salvia (2013) quienes, a partir de una metodología cuantitativa, analizaron la relación entre el color de la piel y la inserción ocupacional. Los autores constataron que las clasificaciones étnicas inciden en las oportunidades laborales. No tener un color de piel blanco expone a las personas —independientemente de su nivel educativo, sexo y edad— a condiciones desfavorables en el mercado de trabajo (dificultades en el acceso, mayor informalidad y menores remuneraciones). En palabras de los autores “se trasladan al aspecto corporal prejuicios construidos sobre las personas de menores recursos (pobres), a la vez que se excluye a quienes los padecen de poder mejorar su posición social a través de la movilidad socio-ocupacional” (De Grande y Salvia, 2013: 60).

Para el Área Metropolitana de Buenos Aires, Dalle (2016) ha analizado la estructura y movilidad social (1960-2013) según el origen étnico-nacional familiar. De acuerdo con sus estudios, en las clases medias prevalece la ascendencia europea, mientras que en los sectores populares es mayor la proporción de población de origen criollo, mestizo y de migrantes limítrofes. Además, para un mismo origen ocupacional y logro educativo, los migrantes limítrofes tienen menores chances de ascenso ocupacional intergeneracional. El mismo autor (2014) analizó información de todo el país —de la encuesta del Centro de Estudios de Opinión Pública (CEDOP-UBA) de 2005, que incluía autoidentificación racial y de color de piel— concluyendo que, si bien la clase pesa más que el origen étnico en las posibilidades de ascenso social, los blancos tuvieron un acceso levemente mayor a las clases medias que la población mestiza con aporte indígena, especialmente en el Área Metropolitana de Buenos Aires y para las fracciones más privilegiadas de la clase media.

Desde otras posturas teóricas y en un esfuerzo por analizar las relaciones interculturales producidas entre nativos y migrantes, algunos estudios se aproximaron a la cuestión de clase a través del concepto de exclusión (Cohen, 2009; Gonza, 2014). A su vez, Buratovich, Lanzetta y Pérez-Ripossio (2016) han estudiado la relación entre las representaciones sociales que producen nativos respecto de diversos orígenes migrantes, tomando en consideración la clase social de los primeros mediante el esquema de clases de Erik Olin Wright. Dentro del mismo relevamiento cuantitativo, Kleidermacher (2018) indagó las representaciones de los nativos sobre las posibilidades de inserción laboral de los migrantes de origen senegalés, de acuerdo a las capacidades y nivel educativo que los nativos les atribuyen. Desde un abordaje cualitativo, pueden mencionarse trabajos como el de Mera y Kleidermacher (2012), quienes, retomando miradas sobre economías étnicas (Bonachich, 2002) y empresariado étnico (Crespo, 2007), ponen en relación la raza/etnia y la clase, para explicar cómo determinados grupos con marcaciones étnicas —especialmente migrantes de origen senegalés, chino y coreano— se insertan en circuitos económicos específicos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Una de las razones de que no sea muy extensa la producción sobre clase y etnia/raza en la sociología local posiblemente resida en las limitaciones de la información disponible. El análisis de la estructura de clase requiere información cuantitativa de muestras grandes y amplia cobertura territorial. Durante el siglo XX en Argentina, los censos y encuestas permanentes no han incluido preguntas sobre origen étnico11. Recién en el año 2004 se realizó una encuesta de pueblos indígenas complementaria del Censo 2001, y en el Censo de 2010 se incorporaron preguntas de autoidentificación indígena o afrodescendiente12. También se preguntó por la descendencia en la Encuesta Nacional de Estructura Social del PISAC (Programa de Investigación sobre la Sociedad Argentina Contemporánea) de 2015, una encuesta que contiene la información necesaria para el análisis de clase y movilidad social. Las decisiones acerca de si deben relevarse estos aspectos y de qué manera, encierran, además de complejidades conceptuales y metodológicas (autoidentificación, color de piel, pertenencia por origen familiar, etc.), implicancias éticas y políticas.

 

ALGUNAS CONCLUSIONES

No es fácil hablar de etnia/raza en un país como la Argentina, donde se pensó históricamente que hay una sola raza, la blanca, y que no hay discriminación racial. En la actualidad, un discurso “políticamente correcto” permea la forma en que se expresan las diferencias fenotípicas. Esto no implica que haya dejado de actuarse de manera racista, al menos en el sentido de un “racismo culturalista” (Caggiano, 2005).

Etnia/raza y clase son dimensiones teóricas clásicas en las ciencias sociales. Desde distintas miradas se pone en primer plano uno u otro concepto o se los concibe articulados de distintos modos. Aunque la interdisciplinariedad, por ejemplo, en los feminismos académicos y en los estudios culturales, ha permitido contribuciones decisivas, también las investigaciones enmarcadas en la historia, la antropología y la sociología han realizado aportes característicos de cada tradición disciplinar. Las tradiciones disciplinares importan porque conllevan supuestos y perspectivas cognoscitivas que construyen de distintas maneras los objetos de estudio. También porque la distribución tradicional de dominios de conocimiento ha hecho que la antropología se enfoque mayormente en lo étnico/racial y la sociología se interese más por las clases sociales. Esta división del trabajo es una de las dificultades para poner en relación etnia/raza y clase.

Los grupos étnicos tendieron a ser pensados por los clásicos de las ciencias sociales como estamentos o comunidades tradicionales, premodernas o precapitalistas; en oposición a las clases, que serían la forma de organización de las desigualdades propia de las sociedades modernas y mercantiles. A lo largo del siglo XX, desde distintas corrientes, especialmente en América Latina, se ha problematizado esta manera eurocéntrica de dividir lo tradicional y lo moderno. La arcaización de lo moderno y la modernización de lo arcaico, la racialización de las relaciones de clase, la mercantilización de lo étnico y la etnización de grupos subalternizados han sido algunas de las formas en que se hizo referencia a la articulación entre etnia/raza y clase para comprender procesos de distinto tipo.

El análisis de la articulación de desigualdades permite reconocer mejor los mecanismos a través de los cuales éstas se producen y reproducen. La noción de interseccionalidad —como articulación compleja, situada y no aditiva de distintos ejes de opresión— orienta a investigar las formas concretas que adoptan las desigualdades. Este foco en el estudio de articulaciones concretas podría enriquecer el conocimiento acumulado sobre el funcionamiento de mecanismos generales de la desigualdad, tales como la explotación, el acaparamiento de oportunidades o la violencia simbólica. También mecanismos de nivel micro, como la homofilia, podrían considerarse entre los elementos comunes de la reproducción de clase y la segregación étnica.

Desde el campo de la antropología argentina, etnia/raza y clase han sido conceptos bastante utilizados en descripciones e interpretaciones. Los estudios se enfocaron en cómo el país se ha pensado —sin problemas raciales-, y cómo las poblaciones han sido marcadas o no, étnica y racialmente, en distintas épocas. Si bien algunos trabajos articulan ambos ejes, en buena parte de los estudios antropológicos la etnia/raza parece haber subsumido a la clase. Sería deseable que futuras investigaciones aborden la relación entre etnia/raza y clase, superando empirismos y teoricismos que no se limiten al análisis del racismo y que, de ser así, amplíen la mirada hacia otras variables y circunstancias.

En la sociología argentina, los estudios sobre etnia/raza y clase no han sido muy numerosos. El análisis de clase de tradición sociológica tiene el desafío de prestar mayor atención a la marcación fenotípica. La dimensión étnica hasta ahora ha sido poco explorada, probablemente por la falta de información cuantitativa y por la propia negación de la segregación étnica y racial en Argentina. Por otra parte, la “cautela” sociológica respecto al tema podría ser síntoma de una incomodidad o de un dilema: la ausencia del eje étnico en la agenda de investigación sobre desigualdades implica invisibilizar, pero la presencia conlleva el riesgo de contribuir involuntariamente a la producción performativa de la diferenciación racial.

Las preguntas de investigación que se abren son relevantes y variadas. Por ejemplo, podrían estudiarse las desigualdades de clase al interior de grupos étnicos, para evitar la tendencia a observar homogeneidad interna en los grupos étnicamente marcados. Podrían también estudiarse las clases superiores desde un punto de vista étnico, algo que a menudo se deja de lado, ya que suelen ser las clases subalternas las que están étnicamente marcadas. O se podrían indagar las marcaciones culturales de clase de manera análoga a las marcaciones étnicas, procurando diferenciar unos y otros marcadores cuando sea posible, o identificar cómo se superponen cuando se los encuentre amalgamados.

 

Notas

1 Declaramos no tener algún tipo de conflicto de intereses que haya influido en nuestro artículo.

2 Doctora en Ciencias Sociales. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Instituto de Investigaciones Gino Germani-Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (UBA). Buenos Aires. E-mail: kleidermacher@gmail.com, orcid :https://orcid.org/0000-0001-8739-8653

3 Doctor en Ciencias Sociales. Director del proyecto Trayectorias de sectores medios: indicadores concurrentes y divergentes, Facultad de Ciencias Sociales, UBA, Buenos Aires. E-mail: gonzaloseid@gmail.com, orcid: http://orcid.org/0000-0002-1242-9301

4 Tal como plantea Böttcher (2011), la sangre ha sido históricamente, y sigue siendo, un vehículo de poder, para cimentar las relaciones entre grupos fenotípicos, religiosos, sociales y de género.

5 A modo de ejemplo, en 1948 se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, mientras que en 2001 tuvo lugar la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, en la ciudad de Durban, Sudáfrica. Esta última dio impulso en la Argentina a la creación del Plan Nacional contra la Discriminación en el año 2005.

6 De acuerdo con el autor, “desde hace varios años, se multiplican las situaciones en las que son los propios actores étnicos los que reivindican una 'etiqueta' o un 'label', y se fundan en ellos para legitimar sus acciones. Se reactivan ahora las 'esencias' de las identidades alrededor de una especie de batalla por lo auténtico, batalla llevada principalmente por los colectivos e instituciones interesadas en promover el reconocimiento o la extensión de derechos colectivos en nombre de una 'especificidad cultural' no compartida por los 'otros'” (Hoffmann, 2008: 166).

7 La cuestión de la integración de los negros en la sociedad de clases en Brasil fue analizada por Fernandes (1965) desde esta clave interpretativa.

8 Es difícil determinar el número de personas de origen africano durante el periodo colonial ya que el comercio ilegal de esclavos era muy importante. La historiadora Marta Goldberg afirma que era una población digna de ser considerada por su dimensión: en el padrón levantado en 1778 constituían casi el 30% de la población, mientras que el historiador Rodríguez Molas menciona un 50% en las ciudades del interior y un 40% en Buenos Aires (Kleidermacher y Mueses, 2012). En relación a su declinación o invisibilización, es interesante el análisis que realiza el historiador estadounidense George Reid Andrews (1989), quien, basándose en los Censos de la Ciudad de Buenos Aires, observa que hacia 1778 había en la ciudad 16.023 personas blancas frente a 7.235 afroargentinos, representando estos últimos el 29,7% de la población. Cien años después, para el año 1887, se contabilizaban 425.370 blancos (provenientes ellos de las migraciones ultramarinas), y la población afroargentina permanecía prácticamente igual, con 8.005 personas, pero representaban apenas al 1,8% de la población. A ello debe adicionarse la población de origen europeo que arribó al país entre 1871 y 1914, que, de acuerdo al historiador Fernando Devoto, fueron alrededor de 5.900.000 personas, de las cuales 3 millones permanecieron y se establecieron. La población del país creció cuatro veces y media, pasando de los 1.700.000 de habitantes, contabilizados en el censo de 1869, a 7.800.000 en el censo de 1914 (Devoto, 2003).

9 Al igual que lo ocurrido con la población afrodescendiente en la Argentina, durante el proceso de conformación del Estado-nación, también se ha negado la presencia de los pueblos indígenas, predominando el imaginario europeizante ligado a las grandes migraciones. Las poblaciones originarias, forzadas a procesos de conversión socioreligiosa y de proletarización (Gordillo y Hirsch, 2010), fueron invisibilizadas en el relato nacional.

El último Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas realizado en el año 2010, registró que casi un millón (955.032) de personas desciende o se autorreconoce como indígena, lo que corresponde al 2,4% de la población total del país. Sin embargo, y al igual que lo ocurrido con la población afrodescendiente, un conjunto de organizaciones indígenas y organizaciones no gubernamentales ha cuestionado fuertemente las cifras oficiales, estimando que su número podría ascender a dos millones, lo que representaría aproximadamente entre un 3% y un 5% de la población argentina (Carrasco, 2002).

10 Es interesante destacar algunos datos estadísticos para comprender esta situación. Lamentablemente el último Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) data del año 2010. En el mismo, se ha vuelto a introducir una pregunta sobre afrodescendencia, pero aplicada únicamente a un cuestionario ampliado que fue realizado a una pequeña muestra de población; de acuerdo al mismo apenas 149.493 se reconocen como afrodescendientes, lo cual ha generado diversas controversias respecto a la falta de políticas de difusión y concientización respecto al término, ya que activistas y académicos afirman que 2 millones serían los y las afroargentinos. A ello debe adicionarse la presencia de población de origen afro-latinoamericana que ha arribado al país en las últimas dos décadas proveniente de Uruguay, Brasil, Colombia, Venezuela y Haití, entre otros países del continente, así como población de origen africano proveniente, principalmente, de Senegal y Nigeria, pero que también ha sido subregistrada por el último Censo Nacional de Población, sin alcanzar las 1.000 personas en un país con 40 millones de habitantes en aquel entonces.

11  En distintos países varían las tradiciones y convenciones acerca de lo que se considera información sensible. Por ejemplo, en Francia no se permite relevar pertenencia étnico-racial, mientras en otros países, como México, sí se ha considerado apropiado hacerlo.

12 Este último en el cuestionario ampliado, aplicado solo a una muestra de población.

 

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