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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.42 La Paz mayo 2018

 

APORTES A LA INVESTIGACIÓN

 

La constitución histórica de la democracia electoral en América Latina

 

The historical constitution of electoral democracy in Latin America

 

 

Carlos Ernesto Ichuta Nina1
1 Doctor en Ciencias Políticas y Sociales. Boliviano. Profesor de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana - Unidad Azcapotzalco.
Email: carlosernesto75@hotmail.com.
Fecha de recepción: marzo de 2018 Fecha de aceptación: abril de 2018

 

 


En este artículo, se propone una discusión acerca de la constitución de la democracia electoral en América Latina. Planteamos que esta sería producto de un largo proceso histórico definido por cinco aspectos fundamentales: 1) el arribo de los procedimientos electorales, antes que la constitución de la democracia; 2) la implementación del voto universal como un mecanismo de control político; 3) la instauración de democracias de fachada que alentó impulsos reformistas y levantamientos revolucionarios; 4) la instauración de la democracia con justicia social, a través del advenimiento del populismo, en el cual el voto funcionó como un mecanismo de retribución política; y 5) el establecimiento de regímenes dictatoriales y autoritarios que alentó que la sociedad civil los enfrentara a partir de la lucha por la recuperación de las libertades democráticas, merced a lo cual la arena electoral devino en un ámbito de regularidad democrática.

Palabras clave: democracia electoral, constitución histórica, América Latina.


This paper proposes a debate on the constitution of electoral democracy in Latin America. It argues that these constitutions are the product of a long historical process defined by five events: (1) the arrival of electoral procedures before the establishment of democratic regimes; (2) the implementation of universal suffrage as a mechanism of political control; (3) the establishment of faÇades of democracy, which led to reformist impulses and social uprisings; (4) the establishment ofemocracy with social justice, via the rise of populism, where voting functioned as a mechanism of political reward; and (5) the establishment of dictatorial and authoritarian regimes, which encouraged civil society to confront them through the struggle to recover democratic liberties, thanks to which the electoral arena became a regularly democratic context.

Keywords: electoral democracy, historical constitution, Latin America.


 

 

Introducción

La democracia latinoamericana ha sido sometida a interminables debates. Actualmente ese debate se centra en la reivindicación de las diversas experiencias democráticas de los países de la región, negando la posibilidad de generalización. No obstante, esa discusión viene dependiendo de un posicionamiento ideológico y de una simpatía o antipatía hacia la orientación política de los gobiernos de turno, que impide un panorama objetivo del asunto. Por tanto, hace falta una visión más neutral acerca del estado de la democracia en la región, tomando en cuenta, sobre todo, que en las últimas cuatro décadas la regularidad de esa forma de gobierno ha venido dependiendo de la continua celebración de elecciones y la persistente limitación de las condiciones de bienestar de los ciudadanos.

De hecho, esa contradicción ha dado pie a que la democracia realmente existente en la región haya sido caracterizada como una democracia esencialmente electoral. Pero en contra del argumento de que la constitución de este tipo de democracia se debería únicamente a la continua celebración de elecciones, lo que se plantea en este trabajo es que la vigencia de una democracia electoral en la región sería el resultado de un conjunto de condiciones históricas que habrían determinado su establecimiento y también limitado la posibilidad de desarrollo de otro tipo de democracia.

De acuerdo con ese planteamiento, se analiza de manera descriptiva la constitución histórica de la democracia electoral en América Latina, en función de cinco aspectos esenciales. En primer lugar, el arribo de los procedimientos electorales, antes que de la propia democracia. En segundo lugar, la implementación del voto universal como mecanismo de control político. En tercer lugar, la instauración de las llamadas democracias de fachada, que en algunos casos propició levantamientos revolucionarios e impulsos reformistas. En cuarto lugar, el advenimiento de la democracia con justicia social, de la mano de regímenes populistas en los cuales el voto funcionó como mecanismo de retribución política. Y, en quinto lugar, el establecimiento de los regímenes dictatoriales y autoritarios, cuyas prácticas violentas alentaron a la lucha por la recuperación de las libertades democráticas, por parte de la sociedad civil, y que derivó en la constitución de la arena electoral como el ámbito de regularidad democrática.

No obstante, este análisis no es de carácter estrictamente histórico, puesto que no depende de la revisión exhaustiva de los acontecimientos del pasado. Más bien se trata de un análisis enmarcado en la llamada sociología de la historia, que en términos metodológicos atiende el ámbito sociológico de la historia para dar cuenta de las causas de constitución de un fenómeno capaz de ser conceptualiza-do. Este trabajo se inscribe, por tanto, en aquella vieja tradición sociológica que encontraba en la historia un recurso analítico central para entender los fenómenos sociales, a los cuales abordaba simultáneamente mediante la explicación causal y la interpretación histórica; lo causal como conexión regular de fenómenos y lo histórico como el estudio de las circunstancias que producen esos fenómenos (Juliá, 2010: 89-99; Michel, 1997: 92-98; Weber, 2004)2.

A partir de esta introducción, en el siguiente apartado, presentamos una revisión sucinta de algunos conceptos que consideramos clave para abordar el tema. Posteriormente abordamos el problema mediante la descripción de los cinco aspectos históricos que consideramos fundamentales para la constitución de la democracia electoral. Cerramos el trabajo con conclusiones, profundizando en la idea de que la constitución histórica de la democracia electoral en América Latina supondría el rezago de las propias condiciones estructurales de la región, ello a pesar de la regularidad democrática fundada en la continua celebración de elecciones.

 

La democracia electoral como concepto

El término democracia electoral surge en el debate de la "democracia con adjetivos" (Collier y Levitsky, 1997), que se produjo a partir de la globalización de la forma democrática de gobierno. La imposibilidad de hablar de la propagación, en el mundo, de una sola forma de democracia, motivó así a los estudiosos a proponer una serie de categorías distintivas. Dicha discusión coincidió además con una corriente de pensamiento crítico que identificaba en la democracia realmente existente un alejamiento con relación a su ideal y su dependencia del voto, lo que fue visto como "las promesas incumplidas de la democracia" (Bobbio 1996, 1984; Lummis, 2002).

Por ello, esa discusión respecto a la forma democrática de gobierno no solamente tuvo un carácter teórico sino también empírico, pues la corriente de pensamiento crítico fue encontrando fundamento en una serie de estudios prácticos que fueron dando cuenta de las percepciones políticas de los ciudadanos. Según dichos estudios, para los ciudadanos la democracia no funcionaba bien, ya que tanto sus necesidades materiales (educación, empleo, salud, etc.) como inmateriales (seguridad, igualdad, tolerancia, etc.) no estaban siendo satisfechas, a pesar de la regularidad que venía alcanzando esa forma de gobierno (Camp, 2007; Diamond, 2008; Holmes, 2009; Norris, 2011; PNUD, 2004).

Sin embargo, en otros países, la democracia no atravesaba por tan severos cues-tionamientos y el apoyo de la gente a esa forma de gobierno era diferenciado; por ese motivo, los estudiosos fueron sugiriendo diferentes categorías definitorias del estado de la democracia (Held, 1983; Collier y Levitsky, 1997), las cuales fueron dejando atrás a otros conceptos que parecían ya no tener valor explicativo. Fue el caso de la categoría "democracia de fachada", que refería a un sistema aparentemente democrático, pero políticamente restringido, en la medida en que los mecanismos institucionales con los cuales contaba tendían a favorecer principalmente la solución de disputas entre las facciones dominantes (Smith, 2005, 2004:190). Frente a la democracia concebida como un arreglo institucional que haría posible la participación política de la gente, la idea de la democracia de fachada parecía adecuada únicamente a un determinado período histórico y muy anterior a la globalización de esa forma de gobierno.

De hecho, en el marco de la globalización de la democracia, fueron apareciendo términos tales como "democracia delegativa", "democracia frágil", "democracia liberal", "democracia iliberal" y "democracia electoral", que en el caso de América Latina fueron adquiriendo mayor pertinencia, en la medida en que parecían más adecuadas al contexto. Precisamente, como el desarrollo de la democracia en la región constituía una experiencia histórica única, su identificación debía pasar por considerar sus especificidades relacionadas principalmente con la propia historia de la región y no sobre la base de la experiencia histórica de los países europeos y de Estados Unidos, mucho más si se trataba de considerar su situación actual (PNUD, 2004: 54-67).

Así, la categoría democracia delegativa hacía referencia a un sistema en el cual un gobierno popularmente electo se erigiría sobre la base de una ciudadanía de baja intensidad, la cual sería tal por tender simplemente a delegar el poder a un líder para que este gobierne como mejor lo considere, ante la ausencia de, o a pesar de, la presencia de mecanismos democráticos (O'Donnell, 2010, 1994; O'Donnell e Iazzetta, 2011). Sin embargo, tal categoría dependía de una concepción crítica de la ciudadanía a la cual consideraba políticamente apática y tendente a la personalización de la política, lo que suponía dejar de lado la forma en la cual la regularidad electoral iba constituyéndose a partir de los mecanismos electorales y a pesar de la existencia de una ciudadanía de baja intensidad. Por ello, la categoría democracia delegativa fue perdiendo fuerza explicativa, aunque no pertinencia, debido a la importante referencia al problema de la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas, en muchos países latinoamericanos.

De hecho, sobre la base de la categoría democracia delegativa, surgió la categoría democracia frágil, a partir la consideración de otra característica perversa de la ciudadanía de baja intensidad, consistente en su capacidad de tolerar o consentir el establecimiento de regímenes democrático-autoritarios, por efecto de su disposición hacia la delegación del poder y hacia el caudillismo (Calleros, 2009; Canache, 2002; Hakim y Lowenthal, 1991; Isbester, 2010; Larraín, 2007; Wolff, 2005). Sin embargo, la categoría democracia frágil, puesta de moda en contextos populistas, tuvo menor repercusión por su sentido excesivamente particularista o fenoménico; además, era dependiente también del tema de la ciudadanía y no refería la forma en la cual las prácticas electorales, otra vez, iban determinando la regularidad de la democracia.

Por su parte, la categoría democracia iliberal fue construida por oposición a la categoría democracia liberal, entendida esta como una forma de gobierno representativo amparado en el estado de derecho, el cual garantizaría constitucional-mente los derechos y las libertades de los individuos; en cambio, la democracia iliberal hacía referencia a un sistema de gobierno en el cual los ciudadanos serían privados de conocer las actividades de quienes ejercen el poder, debido a la ausencia de plenas libertades civiles, y a pesar de que los ciudadanos contarían con el derecho a ejercer su voto (Collier y Levitsky, 1997: 441; Zakaria, 1997). Pero dicha categoría guardaba relación con el modelo de democracia estadounidense; de hecho, tal categoría era preferida por las agencias internacionales dedicadas a presentar el panorama global de la democracia, como Freedom House.

Ello despertó una fuerte crítica hacia ese tipo de agencias y hacia sus procedimientos de medición, porque en lugar de describir procesos o de señalar las contradicciones de un comportamiento gubernativo frente a la democracia, dichas agencias se dieron a la tarea de expresar preferencias ideológicas y políticas al catalogar peyorativamente a ciertas democracias, descalificando a sus gobiernos, sean estos de derecha y/o de izquierda (Foweraker y Krznaric, 2000; Munck y Verkuilen, 2002; Murillo y Osorio, 2007)3. Por ello mismo, la categoría democracia liberal no fue abrazada plenamente, ya que tampoco refería la manera en la cual la democracia iba adquiriendo regularidad, a pesar de la ausencia de garantías civiles y del estado de derecho. La categoría que puso atención en ello fue la categoría democracia electoral, que a diferencia de las otras daba cuenta de un sistema de gobierno que garantizaría únicamente la libertad política de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos civiles y no así en el goce de sus derechos económicos ni sociales (Calleros, 2009; Collier y Levitsky, 1997: 441; Diamond, 2008, 1999; Millet, 2009; Norris, 2011). En ese sentido, la idea de la democracia electoral atribuía al mecanismo electoral una importancia derivada de la restricción de otros derechos, muy a pesar suyo.

Así, frente a los conceptos: democracia delegativa, democracia frágil, democracia liberal y democracia iliberal, el concepto democracia electoral parecía referir más adecuadamente a la forma en la cual se producía la continuidad de la democracia en la región; pero ello no suponía la inutilidad de aquellos otros conceptos, sólo que no eran suficientes, ya que ellos referían problemas asociados con la problemática del ciudadano y del Estado, y no así con la regularidad de la forma democrática de gobierno.

Además, otra diferencia fundamental de la categoría democracia electoral, con relación a las otras, radicaba en la posibilidad de evaluación que ese término permitía frente a la tendencialidad de los otros conceptos, pues la democracia electoral permitía medir el estado de los términos que suponía, sin sujetarse a un modelo ideal supuestamente existente, aunque sí a un modelo teórico que requería confrontación empírica.

Precisamente, con base en esa evaluación, la democracia latinoamericana llegó a ser identificada como una democracia esencialmente electoral, por su dependencia hacia la celebración de elecciones a intervalos regulares de tiempo y la falta de garantías del sistema para el cumplimiento de los derechos económicos y sociales de los ciudadanos. Ello permitió además que la democracia electoral latinoamericana fuera puesta en perspectiva, respecto de la falta de garantías sobre los derechos económicos y sociales de los ciudadanos, pues ellas daban cuenta de persistentes contradicciones históricas que en el pasado impidieron el establecimiento de una democracia más sustancial. Este constituye precisamente el argumento para nuestra mirada del largo plazo, pues la democracia electoral en América Latina no sería simplemente el resultado de la continua celebración de elecciones, sino también de procesos históricos que habrían permitido su establecimiento, tales como el temprano arribo de los procedimientos electorales, la llegada del voto universal, la constitución de las democracias de fachada, el advenimiento de la democracia con justicia social y establecimiento de regímenes dictatoriales y autoritarios.

 

El temprano arribo de los procedimientos electorales

Antes de que la democracia llegara a América Latina, los que primeramente arribaron fueron los procedimientos electorales. Esto se produjo en pleno período de declive colonial, pues ocurrió en momentos en los cuales la Corona española atravesaba por una severa crisis política, debido al expansionismo del imperio napoleónico y la ocupación de territorio español por parte del ejército francés (1808-1814). Incluso este había llegado a invadir Portugal, gracias a una falsa alianza con el ejército español, con ayuda del cual pudo causar también una grave crisis de la Corona portuguesa.

La consecuencia de esos sucesos fue el vacío de poder en España, que llevó a las fuerzas conservadoras a instaurar una asamblea constituyente con un brazo armado que recibió el nombre de "juntas", y cuya tarea consistía en defender la soberanía y detener el avance del ejército francés; pero la persistente derrota de esas juntas derivó en la inevitable disolución de la asamblea y el repliegue de las fuerzas políticas españolas a Cádiz.

El orden monárquico atravesó así por un profundo cuestionamiento, porque además los críticos de dicho orden fueron influidos por el liberalismo, las ideas de la ilustración, el positivismo y el nacionalismo. Por efecto de tal hervidero de ideas, las fuerzas políticas ávidas de legitimidad, acordaron la realización de una asamblea constituyente mediante la conformación de Cortes, en Cádiz, cuyos representantes debían ser elegidos mediante procedimientos electorales, incluso en las colonias españolas.

La orden consistía en elegir diputados en las colonias, bajo el estricto mandato de la Corona. Pero la convocatoria a dicha elección encontró confrontadas a las élites coloniales, ya que el proceso de explotación, saqueo y expoliación había tendido a favorecer a los españoles y no así a los criollos, lo cual había derivado en la constitución de una rígida y excluyente estructura de privilegios que impedía la movilidad social de los segundos. Los criollos fueron generando así un creciente malestar y descontento hacia lo que consideraban un mal gobierno, siendo influidos además por aquel mar de ideas que había auspiciado el establecimiento de las Cortes de Cádiz.

La convocatoria a elecciones vino a atizar esa confrontación, pues ante la ausencia de condiciones democráticas, una conformada Junta Central adoptó procedimientos electorales ceñidos a aquella estructura de privilegios, pues el derecho a la participación política y el rango de ciudadano fue restringido y otorgado a los grupos social, política y económicamente dominantes: jefes del puñado de familias ricas, caciques apoderados, grandes hacendados y patricios, todos los cuales conformaban un orden oligárquico.

Además, los miembros de la oligarquía tenían solamente la obligación de elegir ternas y el virrey la potestad de nombrar a los diputados, lo que generó un conflicto de sub-representación que afectó a los criollos (Annino, 1996; Demélas-Bohy y Guerra, 1996: 37-42). Estos exigieron, así, la justa e igual representación política, ante lo cual la Junta Central dispuso la elección de "diputados sustitutos", a fin de hacer posible la paridad. Pero el término "sustituto" era poco menos que repugnante para los oligarcas nacidos en tierras latinoamericanas que aspiraban a iguales derechos frente a quienes aparecían como los directamente protegidos por la Corona española (Ansaldi, 2008b: 62-63; Demélas-Bohy y Guerra, 1996: 41-45), por lo que esas expresiones de relegamiento social y político propiciaron el levantamiento de los criollos en contra de los españoles.

La imposición de procedimientos electorales en un contexto socialmente fragmentado e inequitativo determinó finalmente el levantamiento de los criollos. Ello al influjo de las propias ideas independentistas fraguadas en las Cortes de Cádiz. Sin embargo, si bien ese proceso de emancipación ocurrió en nombre de la libertad y la superación de un orden injusto, la forma de organización de las instituciones del nuevo orden estuvo supeditada a la misma estructura autoritaria de las instituciones anteriormente cuestionadas, pues el proceso de liberación ocurrió a través de las llamadas Juntas Insurreccionales, cuyos miembros fueron elegidos en función de la misma estructura de privilegios coloniales.

Ello porque la elección de representantes para la conformación de dichas juntas dependió de un voto de carácter censitario, según el cual el rango de ciudadano solo les fue otorgado, una vez más, a los grupos de la oligarquía; no obstante, en las condiciones del dominio de las minorías ello representó un efectivo mecanismo de control de las facciones disidentes, pues en alguna medida suponía la repartición igualitaria de poder (Demélas-Bohy y Guerra, 1996: 37). Además, como una manifestación del influyente positivismo, los liberales entendían que el orden y el progreso debían ser logrados mediante la sustracción de la política de las masas incivilizadas y la reducción de su práctica a una mera cuestión administrativa, por lo que los llamados naturales a gobernar fueron las castas ilustradas (Ansaldi, 2008b: 74; Demélas-Bohy y Guerra, 1996; Forte y Silva, 2009; Funes y Ansaldi, 2004: 461). Por ello, indios y mestizos, víctimas del colonialismo, fueron excluidos del proceso de emancipación; mas no sólo ello, pues esos grupos fueron vistos como retardatarios e incivilizados, por lo que terminaron siendo objeto de un doble desprecio al ser objeto de imposición de medidas culturalmente homogeneizadoras que traían consigo el proyecto de constitución del Estado nacional (Lechner, 1981).

Por eso, el proceso de independencia careció de carácter revolucionario, pues los criollos proclamaron la libertad declarando su fidelidad al rey, y revelando con ello los principios católicos y de lealtad al soberano, con los cuales habían sido educados (Ansaldi, 2008a: 3; Ansaldi, 2008b: 71; Demélas-Bohy y Guerra, 1996: 34; Forte y Silva, 2009). En consecuencia, esos valores pasaron a ser propagados por el Estado, en código de subordinación a la voluntad de un superior; el sometimiento hacia un orden, por injusto que fuera; y el sentido mesiánico de ver la vida, bajo los cuales la oligarquía ejerció su dominio; es decir, las relaciones de mando-obediencia y de subordinación al poderoso pasaron a ser perpetuadas (Ansaldi, 2008; Funes y Ansaldi, 2004; Forte y Silva, 2009; Wiarda y MacLeish, 2003; Wiarda 2001, 1981), a pesar de la tradición rebelde de ciertas comunidades indígenas.

Por ello, el progresista y moderno ideario liberal contenido en las nuevas constituciones se vio impedido de plena realización. Es más, debido a la falta de alteración de la estructura feudal y hacendaria, y a una pobreza monumental por efecto del saqueo colonial, los grupos afectos al viejo orden y grupos aspirantes a la consolidación de uno nuevo, protagonizaron permanentes jaloneos políticos; tal conflicto derivó en la acumulación de propiedad privada, la liberación del indio y de la tierra de las manos del patrón para su constitución como mano de obra barata; y el aprovechamiento de esas condiciones para la libre exportación de materias primas que encaminó a los nuevos países a ser esencialmente bananeros (Ansaldi 2008b: 64-67; Carmagnani y Forte, 2009: 151; Demélas-Bohyy Guerra, 1996: 40; Forte y Silva, 2009; Wiarda, 1981).

No obstante, bajo el incentivo de los mecanismos electorales se lograron constituir los partidos liberales y conservadores, no como modernas instancias representativas sino como organizaciones señoriales y como extensión de las facciones oligárquicas. Pero mientras que los liberales buscaron la tuición de los sectores marginales con el fin de generar un capital electoral a su favor, los conservadores se dedicaron a defender el voto censitario y calificado, incluso mediante actitudes genocidas en contra de los indios. Por ello, la disputa electoral entre liberales y conservadores estuvo viciada por la guerra sucia, el fraude, la influencia de los terratenientes y la Iglesia, la manipulación del registro de votantes, la prebenda, la intimidación, el amiguismo, el compadrazgo, la ruptura constitucional e incluso la guerra civil, en función de lo cual ambos bandos se acusaban mutuamente de ser antidemocráticos y antinacionales (Alonso, 1996; Álvarez, 2011; Annino, 1996; Brown, 1991; Deas, 1996; Demélas-Bohyy Guerra, 1996; Irurozqui, 2000; Maiguashca, 1996; Posada-Carbó, 1996, 1994; Valenzuela, 1996).

Ello a pesar de que la conformación de los partidos liberales y conservadores supuso la exclusión de otros grupos interesados en la defensa de sus propios intereses. Entre ellos las oligarquías regionales que de la mano de caudillos asumieron por costumbre tomar el control del Estado mediante acciones golpistas (Chapman, 1932; Posada-Carbó, 1996). Porque las oligarquías regionales no se veían únicamente en la necesidad de enfrentar la exclusión política, sino también la exclusión económica, en la medida en que los nuevos Estados eran extremadamente centralizados. La lucha contra este orden, iba a ser así ardua y continua, pero no solo por medios violentos, sino también democráticos.

Por cerca de medio siglo, desde su independencia, los países latinoamericanos vivieron así en la más profunda inestabilidad política y la completa debilidad de las instituciones del Estado. Los países que sobrevivieron a esa inestabilidad llegaron a ser simplemente pseudo-democracias o democracias de fachada, agudamente vulnerables debido a la constitución de un Estado que, a pesar de su pretensión nacional y de su otorgación del derecho restrictivo al voto, se encontraba pobremente legitimado al ser detentado por una minoría en permanente conflicto de intereses y poco dispuesta a abandonar el poder (Demélas-Bohy y Guerra, 1996: 41; Wiarda, 2001; Wiarda y MacLeish, 2003).

 

Voto universal y control político

En su necesidad de legitimar al Estado, liberales y conservadores convirtieron al mismo en Estado rentista, a partir de la extracción de impuestos a los pequeños propietarios de tierras y a las empresas transnacionales beneficiadas con la concesión de derechos de explotación sobre los recursos naturales. Pero las tasas impositivas eran injustamente diferenciales, pues el capital transnacional encontró grandes incentivos para anclarse en una región de clara condición pre-capitalista y de estructura todavía feudal y hacendaria. Esa condición condenó a la dependencia de la cooperación económica proveniente de los países desarrollados y de los organismos multilaterales, los cuales exigían a los diferentes gobiernos de la región seguridad para sus inversiones, lo que dependía esencialmente de la estabilidad política (Adams, 2003: 19-15; Smith, 2005: 109-111), aun sin democracia.

Pero la incorporación de las economías latinoamericanas a la desigual red mundial de intercambios comerciales permitió un modesto proceso de modernización, que propició el surgimiento de la clase obrera y la clase media, con una gran dosis de complejidad, ya que emergieron desde la masa de pobres y desposeídos, y desde la masa de mestizos e indígenas históricamente marginados por las castas oligárquicas; por ello, las clases emergentes buscaron su integración a la nación y al Estado, mediante la obtención del rango de ciudadano que les otorgaba la posibilidad de adquirir derechos políticos. Pero como el voto suponía también una posibilidad de acceso al control del propio Estado, por medio del apoyo popular, los sectores ilustrados de las clases medias pasaron a convertirse en los principales organizadores de partidos políticos con afanes reformistas y aspirantes a la instauración de una democracia liberal.

Sin embargo, debido a la insuperable condición oligárquica del Estado y a la continuidad de la política liberal-conservadora, los partidos de clase media eran inconsecuentes, pues a menudo establecían relaciones con los partidos tradicionales; además, esas relaciones no eran cuestionadas por la oligarquía, ya que si bien los partidos de clase media constituían una amenaza por abrazar y difundir ideas anarquistas, socialistas y comunistas, suponían un paliativo al cuestiona-miento por el que atravesaron liberales y conservadores. De hecho, esa relación era fundamental pues el ideario de los partidos clasemedieros influyó en el surgimiento de los primeros sindicatos y en la radicalización de algunos cuadros que consideraban a su estrato como la directa desheredada de la oligarquía, a la que acusó de antinacional y pro-imperialista (Zavaleta, 1987).

Tal escenario políticamente peligroso permitió la instauración gradual del derecho al voto, en el cual las oligarquías jugaron un rol fundamental. Así, el voto universal comenzó a propagarse lentamente desde que fue declarado en Colombia (1853) y continuó en Ecuador (1861), Guatemala (1865), República Dominicana (1865), Paraguay (1870), El Salvador (1883), Venezuela (1894); y Honduras (1894). Pero esa universalidad era irreal, ya que excluía a las mujeres, y a los analfabetos que conformaban la masa de pobres e indígenas. Estas exclusiones hicieron posible que los grupos marginales maduraran una idea de ciudadanía asociada fuertemente con el derecho al voto y que en las condiciones del dominio de una minoría suponía una gran conquista política; mujeres, indígenas y mestizos se constituyeron así en verdaderos impulsores del voto universal.

Pero la lucha por el voto devino en una contradicción, pues las clases emergentes la concienciaron como un derecho y la oligarquía como un privilegio, por lo que esta empezó a implementarla como un mecanismo de control de las clases emergentes, mientras que estas fueron asimilando el voto como un medio de transformación de sus condiciones de vida (Alonso, 1996; Deas, 1996; Gaviola, Jiles, Lopresti y Rojas, 2007; Maiguashca, 1996; Posada-Carbó, 1996: 6; Posada-Carbó, 1994).

Por eso, la instauración del voto universal no supuso la constitución de modernas democracias liberales, pues el voto llegó a ser utilizado como mecanismo de legitimación de la condición dominante de la oligarquía. Sólo en aquellos países en los cuales empezó a producirse una paulatina regularidad electoral, como en Costa Rica y Uruguay, en los cuales el voto universal fue concedido, sin embargo, en 1913 y 1918, respectivamente, fue posible un lento proceso de transformación de las democracias que consistió, empero, en un proceso difícil de ser precisado ya que si bien en esos casos se iba produciendo el recambio legítimo de gobernantes, ocurría en medio de graves condiciones de pobreza y desigualdad y la persistente presencia de las facciones oligárquicas en el Estado (Álvarez, 2011; Cruz, 2008: 273-276; Molina y Lehoucq, 1999; Smith, 2005: 19-43).

 

Las democracias de fachada y los impulsos al cambio

En esas circunstancias, la democracia era de fachada, debido a la continuidad de las condiciones estructurales que habían impedido el establecimiento de una democracia sustancial y debido también a las prácticas políticas heredadas del pasado que determinaban la competencia política. La politización de los trabajadores tampoco contribuyó a la instauración de modernas democracias liberales pues importantes sucesos externos, como las revoluciones comunistas y socialistas habían influido en un apresurado despertar de su consciencia de clase, en una estructura económica persistentemente pre-capitalista y que impedía la existencia de una verdadera y pujante burguesía.

Así, mientras que los trabajadores soñaban con la instauración de la dictadura del proletariado o la construcción de una democracia socialista y comunista, en ningún país de la región se había llegado a producir una revolución burguesa. Tal contradicción hizo posible que el sindicato, principal organismo de los trabajadores, fuera no solamente utilizado como mecanismo de defensa ante los abusos del Estado oligárquico, sino también como medio de relación corporativa para obtener la protección de este. Ello porque los trabajadores no solamente debían enfrentar duras condiciones laborales y la imposición de políticas impopulares, sino también padecer las graves crisis económicas, por efecto de las continuas fluctuaciones externas (Alba, 1968; Alexander, 2005; González, 1981).

Además, el proletariado organizado constituía una minoría frente a la masa de pobres, marginales, indígenas y campesinos, sobre los cuales los partidos de clase media buscaron ejercer tuición con actitudes paternalistas. Pero la ambigua actitud política de estos y su contribución a la continuidad de la democracia liberal-conservadora, dejó abierto el terreno político parala aparición de una serie de líderes políticos con mayor capacidad discursiva y una más efectiva interpelación al pueblo. Sin embargo, esos líderes que en adelante se volverían fundamentales, no representaban una nueva casta política, pues se erigieron sobre la base del caudillismo tradicional.

La irrupción de esos líderes supuso, sin embargo, la debacle del Estado oligárquico, aunque tal debacle no se produjo necesariamente de manera pacífica sino también a través del golpe de Estado, los procesos electivos conflictivos o mediante la acción revolucionaria; esto último sobre todo en los casos de México, Brasil, Argentina, Guatemala y Bolivia, en donde las clases medias asumieron además un liderazgo sobre la fuerza combativa de obreros, indígenas y campesinos. En términos ideológicos, se trataba además de la lucha contra democracias aparentes en nombre del poder del pueblo, especialmente cuando por efecto de las viejas prácticas autoritarias, las facciones oligárquicas impidieron el ascenso político de partidos cuestionadores del orden.

 

El advenimiento de la democracia con justicia social

Con base en una retórica nacionalista, los nuevos líderes políticos se erigieron como la opción antagónica de la ideología del bloque hegemónico, constituyendo al pueblo como una víctima y señalando a la oligarquía como la victimaria que era necesario destruir. En virtud de ello, los líderes emergentes expresaron un afán democratizador del Estado a favor de los trabajadores, y mediante promesas de justicia social, vía reformismo, atrajeron la simpatía del movimiento obrero y de la clase media, pese a que algunos líderes representaban la cara plebeya de la oligarquía (Álvarez y Gonzáles, 1994; Conif, 1982; Freidenberg, 2007; Moiray Petrone, 1999). Por eso, si bien esos líderes se decían anti-oligárquicos y nacionalistas, al mismo tiempo se declaraban anticomunistas y antiimperialistas, por lo que desde el punto de vista estructural ellos representaban el producto natural de una compleja estructura social compuesta en su mayoría por pobres.

No obstante, debido a su posición estratégica, la clase media resultó fundamental en la administración del nuevo Estado que pasó a ser identificado como populista. Es más, al copar el Estado, la clase media pasó a formar parte de la nueva clase dominante, por lo que con el fin de eliminar contradicciones de clase ejerció control sobre el movimiento obrero mediante relaciones neo-corporativas y una práctica política de la concesión.

Una de las concesiones más importantes del Estado populista consistió en el voto verdaderamente universal, logro al que contribuyó, antes y después, la lucha de algunas filiales sindicales y asociaciones femeninas de clase media (Gaviola et al., 2007; Lavrin, 1998; Valdés, 2000). Incluso, frente a otras medidas revolucionarias o modernizantes, como la nacionalización de las empresas extranjeras, la reforma agraria o la reforma educativa, que fueron vistas por el movimiento indígena radical como la expresión de un nuevo colonialismo interno, dado su sentido cultural uniformizante, el voto universal fue menos cuestionado. Porque este no suponía solamente la concreción de algunos principios del liberalismo democrático, sino también porque suponía el mecanismo de inclusión política de los sectores tradicionalmente excluidos.

Pero, en esta dimensión, el voto suponía un constante peligro de inestabilidad para las nuevas clases dominantes, debido a la posible fluctuación de las preferencias electorales, por lo que al estar imposibilitados de controlar a las masas, los nuevos grupos de poder pasaron a controlar a los partidos de oposición mediante la cooptación, la intimidación y la manipulación del sistema electoral (Gaviola et al., 2007; Lechner, 1981; O'Gorman, 1989; Posada-Carbó, 1996: 6). No obstante, por su relación con el pueblo, el líder populista tenía también la posibilidad de controlar directamente a las masas, por lo que la permanencia en el poder de las nuevas clases dominantes dependió también de la generación de una ciudadanía regulada. Esto porque el líder populista no buscaba hacer de los nuevos ciudadanos más ciudadanos, sino que a través de la dádiva, revivir la vieja cultura providencial de los sectores subalternos que consistía en esperar favores del de arriba (Ansaldi, 2008b: 88; Assies, Caderón y Salman, 2002; Caetano, 2008: 180; Calderón y Szmukler, 2004: 230; Paoli, 1988; Roberts, 1995; Santos, 1987).

No obstante, se trató del advenimiento de una democracia con justicia social, por efecto de la cual las elecciones se convertían en un simple acto plebiscitario (Ansaldi, 2008b: 79-83; Freidenberg, 2007; Vilas, 1995). El voto no había logrado perder así su carácter legitimador del dominio político de una pequeña minoría. Por ende, el Estado populista tampoco supuso la constitución de una verdadera democracia, sino el establecimiento de un Estado proteccionista y desarrollista, cuyos principales objetivos consistían en modernizar la economía, proteger la industria local y generar una verdadera burguesía.

Pero considerando que los países de la región no habían logrado modificar sus condiciones estructurales, para alcanzar esos propósitos, los gobiernos populistas se vieron obligados a recurrir a la cooperación internacional y al gobierno de Estados Unidos, que embarcado en la guerra fría y en su tarea de evitar la influencia comunista se encontraba promocionando la democracia, y que permitió a través de su cooperación el aburguesamiento de la oligarquía y de los reducidos grupos de las clases medias.

Sin embargo, en el afán de mantener leales a sus clientelas, los líderes populistas incurrían reiteradamente en la indisciplina fiscal y se veían obligados a adoptar medidas nacionalistas que afectaban al capital transnacional y a la empresa privada; ello llevó al Estado a hacerse permisivo respecto de las presiones sociales, a la corrupción política y al aprovechamiento del poder. Además, el escenario político electoralizado y el persistente influjo del comunismo, del socialismo y de los procesos revolucionarios cubano y nicaragüense, propiciaron el surgimiento de grupos radicales que declararon su lucha contra la nueva oligarquía. Los agentes conservadores percibieron así al populismo como generador de la anarquía social y a los líderes populistas como perjudiciales.

 

La instauración de los regímenes autoritarios y dictatoriales

Ante ello, el gobierno de Estados Unidos digitó una serie de golpes de Estado a través de los militares educados por el ejército norteamericano, bajo la Doctrina de Seguridad Nacional. Los aliados naturales de esas acciones fueron las clases dominantes, los grupos conservadores y los empresarios privados. Además, los golpes ocurrieron a nombre de la defensa de la democracia, frente a la amenaza comunista y para salvarla del idiota populista; y en los países en donde el intervencionismo norteamericano se veía menos amenazado, como en Colombia, México y Venezuela, los organismos multilaterales propiciaron reformas electorales para evitar el ascenso de opciones radicales (Smith, 2005: 109-114). El Estado desa-rrollista y proteccionista adquirió de esa manera un carácter autoritario, aunque su orientación capitalista, burguesa y pro-norteamericana fue demasiado confusa, si se toma en cuenta el nacionalismo militar peruano y brasilero.

La presencia del Estado dictatorial y autoritario no fue posible, sin embargo, en Costa Rica, en donde los gobiernos habían abolido, muy temprano, las prerrogativas del ejército; Cuba, en donde la revolución había derivado en la instauración de un régimen socialista alineado al comunismo soviético; Colombia y Venezuela, en donde la continuidad del Estado oligárquico había sido posible gracias a la exitosa política de componendas liberal-conservadoras; y México, en donde un partido de Estado, instaurado en 1929, había establecido una "dictadura perfecta", en función de un corporativismo más exitoso, el bajo perfil de las Fuerzas Armadas, su cercanía con Estados Unidos y una regularidad electoral que legitimó el poder de las clases dominantes. Visto México como un modelo político perfecto, en interés de los grupos minoritarios que detentaban el control del Estado, inspiró incluso a las dictaduras brasilera y uruguaya a buscar legitimidad mediante la realización de elecciones, en virtud de lo cual ambos regímenes llegaron a ser definidos como "dictablandas". Pero, en esos casos las elecciones seguían fungiendo como un mecanismo de control, por lo que ellas no eran libres ni democráticas.

Además, a pesar de la idea que supone una dictablanda, el Estado dictatorial fue brutalmente represivo pues abrogó los derechos civiles y políticos conquistados; destruyó los sindicatos, proscribió a los partidos, penó con cárcel las movilizaciones y persiguió, asesinó y desapareció a cientos de civiles opuestos al orden autoritario. El Estado dictatorial destruyó de esa manera la regulación política que los líderes populistas habían logrado entre el pueblo y el Estado. La manifestación extrema de esa violencia se dio en América Central, en donde gracias al histórico intervencionismo norteamericano, las guerrillas fueron enfrentadas a través de una larga y tortuosa guerra civil inventada (Coatsworth, 1994; Cruz, 2008; Torres-Rivas, 2008; Walker y Armony, 2000).

Por ello, la lucha en contra del Estado dictatorial y autoritario giró esencialmente en torno a la defensa de los derechos humanos y la recuperación de las libertades democráticas, aunque dado el debilitamiento e incluso la aniquilación de las organizaciones de los trabajadores, esa lucha fue asumida por distintas organizaciones de la sociedad civil, las cuales si bien expresaban una tendencia política menos radical se consideraban como las directas afectadas por la privación de libertades y la violencia del Estado (Clark, 2001; Escobar y Álvarez, 1992; Fox y Roth, 2000; Moravcsik, 2000; O'Donnell et al., 1986: 25).

Esa lucha coincidió con la cruzada internacional por la protección de los derechos humanos, la cual había llegado a constituirse en una preocupación global. En virtud de ello, el gobierno democrático llegó a ser visto como un imperativo universal, en la medida en que sólo ese sistema de gobierno podía garantizar la libertad y la igualdad políticas. La relación entre democracia y derechos humanos hizo posible incluso que la demanda de elecciones libres y justas, en los países en donde las elecciones no eran democráticas, aparecieran asociadas a esa cruzada mundial (Leonelli y Oliveira, 2004; Olvera, 2001).

Así se difundió la idea del voto libre y justo, como condición esencial para la constitución de una democracia fundada en la libertad política. Sin embargo, los protagonistas del proceso fueron las élites políticas que pactaron el tránsito a la democracia (Ansaldi, 2008b: 92-93; Lechner, 1985; O'Donnell et al., 1986; Taylor, 1998; Torres-Rivas, 2008: 491; Torres-Rivas, 2004: 294), a espaldas de los sectores desposeídos, por lo que a estos se les concedió el derecho político a votar, a pesar de sus condiciones de atraso y pobreza, que suponen la concreción de la etapa de advenimiento de la democracia electoral.

 

Conclusiones

En más de dos siglos de historia, América Latina vivió en un continuo intento de establecimiento de una verdadera democracia, pero las condiciones estructurales que determinaron el surgimiento de graves contradicciones obstaculizaron históricamente esa posibilidad. La región no conoció así una verdadera democracia sino el paso de pseudodemocracias, democracias de fachada y democracias con justicia social. Esta última constituyó sin embargo una democracia opuesta a las anteriores y adecuada a las condiciones de rezago, marginación, pauperización y empobrecimiento de grandes sectores de la sociedad. Sin embargo, determinada por el intervencionismo de las potencias mundiales y por una dependencia de los países latinoamericanos hacia esas grandes potencias, la región vio caer a la democracia con justicia social de manera descarnada y sangrienta. Los regímenes dictatoriales y autoritarios se impusieron como una antítesis a las pretensiones democráticas históricas de los sectores subalternos, por lo que la resistencia hacia esas formas políticas violentas se produjo en nombre de los derechos políticos anteriormente conquistados.

Pero la persistente influencia de las clases dominantes sobre el Estado impidió un retorno a la democracia bajo términos sustanciales, pues el mecanismo electoral apareció como la solución a la incertidumbre y la inestabilidad política, merced a los pactos establecidos entre las élites políticas y las clases dominantes. Ese fue el momento fundamental para la constitución de la democracia electoral en América Latina, según lo cual esta no supuso la solución de los problemas históricos y estructurales sino la constitución del mecanismo electoral como el medio de solución de conflictos y de regularización de esa forma de gobierno. Por ello, si bien la democracia electoral facilita el recambio de las élites, no necesariamente permite el cambio de las condiciones estructurales de más de dos siglos de historia. Sin embargo, esa misma democracia ha venido facilitando la constitución de gobiernos con una ideología opuesta a la de las clases dominantes, aunque también la persistencia del dominio de estas minorías.

En esos términos, América Latina viene experimentando una continuidad de la forma democrática de gobierno que depende de la realización de elecciones y supone la difícil concreción de políticas enfocadas a solucionar las contradicciones históricas, pues la democracia dependiente de la celebración de elecciones abre la misma posibilidad para la constitución de gobiernos sensibles a las necesidades populares o para los gobiernos adecuados a los intereses de las clases dominantes. Esto hace posible la difícil consolidación de la democracia latinoamericana y su permanente crisis.

 

Notas

2 Aunque esa relación entre historia y sociología, de origen weberiano, ha sido muy criticada, la construcción conceptual mediante la lógica de la causalidad ha permitido avanzar en la comprensión de los fenómenos sociales de manera reconstructiva (Ariño, 1995). Y este es precisamente el objetivo buscado, al pretender dar cuenta de la constitución de la democracia electoral en América Latina.

3 Además, para sus críticos, Freedom House nunca proporciona un conjunto claro de reglas de medición ni estas se encuentran abiertas a escrutinio público, lo que imposibilita su debate y conduce a aceptarlos como un asunto de pura fe (Foweraker y Krznaric, 2000; Munck y Verkuilen, 2002; Murillo y Osorio, 2007).

 

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