SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número34Los enredos con la historia de Bautista SaavedraNietzsche en Bolivia índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.34 La Paz feb. 2014

 

SELECCION DE TEXTOS DE SALVADOR ROMERO PITTARI SOBRE HISTORIA INTELECTUAL

 

Las aristócratas y las de medio pelo en Alcides Arguedas1

 

 


 

 

No es una novedad considerar a Alcides Arguedas como un científico social. Su obra abarcó la Historia, la Sociología, la Psicología social y no como campos separados unos de otros, sino formando una trama entre ellos. Pueblo enfermo intentó mostrar el carácter de los pueblos que conforman la sociedad boliviana a partir de sus observaciones y de las teorías psi-cosociológicas de la época, que arrastraban un marcado determinismo racial y geográfico en las explicaciones de los hechos. Se apoyó también en los prejuicios dominantes en la sociedad, no suficientemente expurgados.

Ese fue el arsenal que se encontró detrás de sus estudios de historia. Su narrativa ha recibido igualmente el calificativo de social, pero el término ha sido rara vez precisado. Lástima, porque allí aparece el autor describiendo sutilmente las formas que revistió la lucha de estamentos, en los inicios del periodo liberal.

No se trató de lucha de clases en el sentido marxista, con el proletariado como vanguardia del conflicto, prácticamente inexistente entonces por estas tierras, sino de las modalidades que aquella tomó en estas tierras entre los colonos y propietarios en el área rural andina, pintada en Wata-Wara, en Raza de Bronce, entre los estamentos urbanos en Pisagua y Vida criolla. En esta última obra2 de la cual se ocupará el artículo, ofrece escenas de la vida mundana en La Paz que permiten comprender las estrategias de ascenso de los grupos recién llegados a la riqueza, en busca de estatus social, poder y las resistencias de los que ya se encontraban arriba colocados. El antagonismo opuso, pues, a segmentos cercanos del mismo estamento, con pretensiones de aristocracia, antes que de burguesía.

Los llamados "cholos" en ascenso fueron alentados por la Revolución Federal; este término probablemente aludía menos a la gente nacida del cruce entre los españoles y los nativos -pues en ese sentido, racial, no eran distintos de sus rivales- y mucho más a personas a quienes se les atribuía comportamientos y maneras de vivir criticables, es decir, que manifestaban hábitos, modales y gustos diferentes a los aceptados por el grupo alto. La crítica del cholaje servía para poner distancias entre el círculo de los que ya gozaban de una elevado prestigio y los que intentaban penetrarlo y conllevaba además un reproche de orden moral hacia a éstos: el de usar todas las mañas y vilezas para alcanzar sus propósitos políticos y sociales. Tal era la mirada que los aristócratas tenían de sus retadores.

La batalla se daba en los salones, reacondicionados con fasto por los recién llegados para exhibir los trajes a la moda de sus mujeres, la abundancia de los platos y servicios, en bailes y saraos, que duraban hasta al amanecer. Aquellos a quienes apuntaba la operación de deslumbramiento y seducción respondían desdeñosamente, evitando prodigar su presencia sobre todo cuando la lista de invitados mostraba personas poco frecuentables.

Todos los golpes eran permisibles entre ambos bandos: los chismes, las intrigas y las murmuraciones. Unos recurrían a ellos para abrir como sea las puertas que les estaban cerradas, los otros para continuar monopolizando los criterios de estatus y sus manifestaciones externas. Los Montenegro, que se enseñoreaban en la cima de la pirámide social, se hacían los ciegos en las estrechas y pedregosas calles de la ciudad a fin de no saludar a quienes consideraban ajenos a su rango. Sin embargo las comidillas, dichas por lo bajo, tampoco los dejaban de lado. Se decía de ellos que sus orígenes eran oscuros y recientes, que los títulos con los cuales se arropaban no existían. "Las Montenegro ¿qué son? -exclama un personaje-Mi primo... me ha dicho que su padre era un minero de Corocoro, que allí hizo fortuna, que vino a la ciudad, compro casas, fincas, dio banquetes, que pasó de un partido a otro y se hizo gente 'bien'"3. El cuento puede parecer una bagatela intrascendente. Sin embargo, se trataba de un arma apropiada en un pueblo pequeño como era La Paz. Pero aún hay más. La observación de Arguedas no es inocente. Ella revelaba el carácter poroso y cambiante de las élites paceñas, que difícilmente podrían considerarse como una aristocracia en el sentido estricto de la palabra. Su base no estaba en la cuna sino en el dinero o en poder político de flamante adquisición, que eran además posesiones lábiles.

En las ciudades del país, donde la dinámica minera y comercial era importante, la situación de los estamentos superiores era parecida. No sucedía lo mismo en los pueblos donde la posesión de la tierra era la base de la estratificación. Ahí los estamentos dominantes tenían una estabilidad mayor y la movilidad social apenas existente. Arguedas en su Historia Nacional se refirió a los sucesivos cambios en la composición de las élites de las regiones del país más dinámicas política y económicamente, cambios a los cuales atribuyó la fragilidad del armazón político e institucional boliviano, además de considerar que el empuje hacia arriba favorecía a categorías sociales con pocos principios morales y mucho atrevimiento.

Las escenas de la vida mundana paceña, que permiten comprender la naturaleza del juego de aperturas y cerrazones en la movilidad social, se multiplican desde las primeras páginas de la novela donde aparece doña Juana Peñabrava con el rostro agrio y descompuesto por la culpa de las señoritas Montenegro, quienes habían prometido asistir al aptapi campestre y no habían llegado. No podía esconder el disgusto por el gasto y los afanes para quedar bien con aquellas, convencida que eran la flor y nata de la sociedad y que de haber contado con su asistencia las hubiese obligado a corresponder con otra invitación. Nadie comprendía sus esfuerzos. Sobre ella recaía toda la responsabilidad de casar bien a Elenita, su hija, no con un cualquiera, de dar a su familia el lugar que le correspondía en la sociedad, que los demás consideraban modesta, socialmente hablando. Provenía de la capa de propietarios rurales, más o menos recientes, que con esfuerzo habían conseguido hacer una cierta fortuna que aun parecía estar rezagada con relación a su prurito de avance social.

El autor subraya con múltiples detalles y un fuerte tono irónico las dificultades de la búsqueda de una posición. Las ausencias al día de campo revelan que la gente no se precipita a las invitaciones del clan Peñabrava. Un puñado de comensales entre parientes, algunas muchachas casaderas, que iniciaban sus carreras y un par de políticos viejos, que no perdían un buen asado, candidatos a apadrinar las ambiciones políticas de don César Peñabrava, constituía la comitiva. Todos comiendo y bebiendo con ganas, vorazmente, ocupados en su plato, sin levantar los ojos, ni prestar atención a modales ni dengues.

Por supuesto que doña Juana no era la única por estos lados metida en los delicados menesteres de planear las fiestas, el menú de decidir los invitados convenientes. Al punto que esa parecía ser una responsabilidad exclusiva otorgada a las mujeres de entonces ¿Acaso no sucedía lo mismo con Madame Verdurin, con su salón literario establecido para competir con el de los Guermantes, que ni siquiera reparan en su existencia?

Así, grande fue el dolor de la dueña de casa cuando Carlota Quiroz, amargada y empobrecida solterona, en trance de desclasarse, sugirió que los deseados convidados no vendrían porque entre los asistentes había varios de "medio pelo". Y las "copetudas" Montenegro no querían que luego éstos buscaran aprovecharse del convite intentando pasear por el Prado del brazo de ellas ¡Qué horror!

Los invitados se trataban con desconfianza entre sí. "Creíase cada uno superior a los demás en rango y merecimientos..." Las altivas señoritas Orondo, a quienes muchos las llamaban despectivamente las indias, hacían muecas y casi no hablaban a las Encinas, vistas como unas pobre-cillas, apenas intercambiaban con ellas frases frías ceremoniosas y distantes4. Los hombres no iban a la zaga, divididos en bandos se miraban con recelo, buscando mostrar el lado flaco de los otros, social y políticamente.

Los de "medio pelo", percibidos desde arriba como todos iguales, presentaban, pues, a la mirada, a los oídos, a las palabras de sus pares obvias diferencias entre ellos que los marcaban, los categorizaban y los separaban unos de otros, haciendo que las movidas para subir de estatus sean individuales o exclusivamente familiares, aun sí a la larga el resultado beneficiaba a la categoría en conjunto. En medio de esas querellas intestinas resultaba difícil hablar de una condición compartida, en el interior del estamento, si bien la conciencia estamental actuaba con fuerza y uniformidad consistente hacia los segmentos considerados como inferiores, visible, por ejemplo, en el trato con los empleados y la servidumbre.

Carlos Ramírez, pretendiente de Elena Peñabravo, alejado e indiferente del toma y daca de los participantes en la fiesta campestre, provocaba el encono de todos. Le colgaban desdeñosamente, por su interés en los libros, el sambenito de intelectual que él aceptaba sin molestia. La familia no miraba con buenos ojos el romance. Qué podría ofrecer a su hija un "champa tintas".

Las Montenegro, pagadas de su rango, mantenían un estudiado dis-tanciamiento con los demás, no derrochaban su presencia en cualquier agasajo y tampoco admitían mostrarse en los paseos dominicales con personas de linaje poco claro. Sin embargo, para evitar cualquier desaire que pudiese mellar su rango desplegaba toda su astucia, sus habilidades y engaños hasta los más bajos para salirse con la suya. Como cuando vuelven a prestar una zalamera consideración a las Peñabrava para conseguir una invitación a la fiesta de éstas, que se anunciaba como un acontecimiento.

La casa, el decorado y los muebles era una parte importante en los proyectos de ascenso. Aquí los hombres, entre reticencias y larguezas cedían a los pedidos de la familia para contar con los salones adecuados para recibir a la gente y acordes con sus crecientes devaneos políticos ¿Acaso don Cesar, cuyo entorno familiar le empujaba a fin conseguir el criterio de estatus que aún le faltaba, no soltó pródigamente la bolsa para poder proporcionar el ambiente digno a la gran fiesta que abriría las puertas sociales y políticas a todos?

Carlos Ramírez no compartía ni se interesaba por las conspiraciones de los pequeños clanes, ni por los cuentos que sus enemigos echaban a correr acerca de él, pero su desprecio por las convenciones sociales acarreó su desgracia. El personaje parece un doble del autor, refleja las aversiones de éste por las prácticas cursis, usuales en las reuniones sociales, como los discursos de ofrecimiento de la fiesta y de agradecimiento por la invitación, donde la palabra insustancial, repleta de lugares comunes daba lugar a verdaderas justas entre los asistentes, los vencedores adquirían la reputación de promisorios talentos. Así mientras Guilarte, hijo de una verdulera, ganaba la admiración de la sociedad, Ramírez, arisco, cortaba con torpeza cualquier pedido de retórica circunstancial y veía cerrarse las entradas al alto mundo. Incapaz de poner coto a las habladurías sobre de su persona, apaciguaba su malestar escribiendo sulfurosos artículos contra los personajes y la política del momento5. El carácter hosco de Ramírez, la intransigencia con que delataba los vicios del país terminaron por minar el compromiso con Elena y alejar a los pocos amigos que tuvo.

La novela termina, al cabo de un recorrido lleno de peripecias, de intrigas de salones y de fondas, de exclusiones e inclusiones, de muertes naturales y sociales, las últimas quizá más penosas todavía que las primeras, con el destierro de Ramírez de La Paz. Elena consigue un marido de relumbrón y la familia cumple su anhelada carrera por el reconocimiento social, que no hará su felicidad, como narra el autor en otra novela que quedó inédita.

Cómo no hacer algunas referencias impertinentes a la Novela de Proust, En busca del tiempo perdido, que, cierto, en el momento en que apareció Vida criolla, esa imponente saga tal vez apenas estaba en gestación. Allí el autor relata en un largo periodo temporal, entre El camino de Swan, primera novela de la serie (1919) y El tiempo recobrado (1927), la subida de los Verdurin, una desconocida familia burguesa, aunque respetable y enriquecida, que comienza sus maniobras de ascensión social alrededor de 1880 y concluyen cuatro décadas después. Y qué final. El clan ayudado por matrimonios convenientes llega a ocupar la plaza de los Guermantes, la más rancia nobleza de Francia. Nada que ver con las Montenegro o las Orondo. Pero no se trató sólo de complicadas alianzas matrimoniales, sino también de una apuesta hecha por los Verdurin por la inteligencia, la cultura y el arte, contra la sangre y la etiqueta de los Guermantes, que en el largo plazo pagó con creces la inversión (E. Fournier). No todo es lucha por el tamaño del monedero.

Al contrario de lo por acá sucedido, donde los Peñabrava en algunos meses logran su cometido, a fuerza de chismes, habladurías, bailes, vestidos y billetes, pero con desprecio de la cultura, del cultivo de la inteligencia. Un triunfo de la imagen en lugar de la presencia real, en palabras de G. Steiner. Si alguien encarnaba la intelectualidad ese era Ramírez, despreciado por todos, abandonado por sus amigos, sólo la humilde Clota, la empleada de los Peñabrava, parece comprenderlo y quererlo.

Los rápidos ascensos también se acompañan de prontas caídas, que caracterizan a los integrantes de los estamentos altos del país. Carentes de asideros firmes para sus pretensiones se tornan proclives a la novelería, social y política. Arguedas, después del panorama a vuelo de pájaro de su novela aquí ofrecido, más allá de la trama, de los personajes ficticios, aunque quizá no tan imaginarios, porque en su Diario el autor da la clave de algunos de ellos, descubre mucho de lo que estaba en juego en el conflicto de clases del período liberal, en la pelea entre los vecinos estamentales antes que entre grupos antagónicos, con intereses opuestos, que recién empezaban a salir a la escena por entonces. También muestra la manera cómo los actores se definían unos respecto a otros, las mañas y argucias empleadas para lograr sus propósitos, el manejo del poder y de los símbolos de estatus que en esas luchas de pueblo chico se expresaban. Hay mucho que aprender en Vida criolla, novela hoy casi olvidada.

 

Notas

1 Manuscrito cedido por gentileza de la familia de Salvador Romero Pittari para la presente edición (N. del E.)

2 A. Arguedas, Vida Criolla, La Paz, Ed. Camarlinghi, 1975.

3 Arguedas, Óp. Cit., Pág. 84.

4 Ibíd.,Pág.23.

5 Ibíd., Pág. 42.

 

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons