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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.31 La Paz  2011

 

SOCIOLOGÍA POLÍTICA

 

DEBATE SOBRE LAS IZQUIERDAS EN AMÉRICA LATINA
Acción política sin revolución ni utopías

 

 

Franco Gamboa Rocabado1

 

 


Resumen

Este artículo plantea que un efecto del conflicto entre la búsqueda de una integración política de los grupos populares y desfavorecidos, junto a la diferenciación económica y los retos del crecimiento económico, marcan el regreso de varios movimientos e ideologías de izquierda en Latinoamérica, que se expresan a través de las críticas al modelo de desarrollo de economía de mercado del periodo 1990-2000 y las pugnas políticas por el control de los recursos del Estado.

Se analizan algunas tendencias en las posiciones de izquierda y el movimiento obrero en América Latina, que ya no constituyen un solo fenómeno con orientaciones ideológicas definidas, pues su reingreso a la política expresa una serie de corrientes divididas, muchas de las cuales no tienen nada que ver con las concepciones de izquierda legendarias, ni con las doctrinas marxistas.


 

 

Introducción

El futuro desarrollo de los sistemas democráticos exige tener una imagen muy clara sobre el papel de la historia en América Latina y la necesidad de su comprensión por medio de la identificación de "procesos causales". La región no solamente se caracteriza por una particular trayectoria histórica, sino también por las complejas decisiones que los actores políticos y las posiciones ideológicas, de izquierda o derecha, tomaron en un determinado momento para conducirnos hacia senderos específicos, de los cuales dependemos hasta el día de hoy.

La reconformación de movimientos y partidos políticos de izquierda en Latinoamérica a comienzos del siglo XXI, está directamente correlacionada con el sentimiento de decepción que los sectores populares y las clases subalternas de la región tienen, respecto a los resultados poco alentadores en materia de desarrollo económico basado en las políticas de mercado.

Un crecimiento sostenido - en la gran parte de los casos como en México, Argentina, Venezuela, Costa Rica o Chile - que no pudo alcanzar el 9 ó 10% anual, en promedio, que demostraron China e India durante el periodo 1998-2010, ha marcado una profunda discontinuidad política que tiende a rechazar la democracia como el régimen político más apto para resolver conflictos como la pobreza, integración social y seguridad psicológica respecto a aquello que se considera un futuro en el cual confiar (Mires, 1996).

Súbitamente, regresaron múltiples situaciones inestables, caídas de presidentes, golpes de Estado y estructuras institucionales (o configuraciones estatales) donde los legados de una modernización desigual y sin bases industriales competitivas en la globalización contemporánea, dan como resultado la esperanza de las clases medias y los trabajadores que vuelven a considerar al socialismo como una opción política, aunque sin evaluar críticamente los errores del pasado comunista. Las tendencias de izquierda en América Latina están intentando influenciar los futuros caminos del siglo XXI, pero con perfiles ideológicos no del todo esclarecidos y con propuestas, por el momento, tampoco innovadoras (Castañeda and Morales, 2008; Dávalos, 2009; Figueroa Ibarra, 2009; Gómez Leytón, 2009).

Las nuevas izquierdas latinoamericanas del siglo XXI están volviendo a acercase hacia el antiguo Estado burocrático-autoritario para tratar de domesticar de otra manera los procesos de modernización, donde las crisis económicas, así como las demandas de participación democrática en dicha modernización por parte de las clases trabajadoras y las clases medias, superen aquel conflicto que trató de ser resuelto por las élites gobernantes del periodo neoliberal (1989-2000), aliadas tanto con la burguesía como con el capital transnacional, utilizando la represión violenta y la eliminación de la competencia democrática entre las fuerzas políticas, como el principal recurso para mantenerse en el poder. El Estado burocrático-autoritario sigue siendo el escenario de lucha sobre los rumbos de la modernización y la toma de decisiones política en el largo plazo, inclusive con el renacimiento de las orientaciones de izquierda (Collier and Berins Collier, 2002; O'Donnell, 1979).

En las décadas de los años 40 y 50, los objetivos del desarrollo económico, como por ejemplo la expansión del mercado y la industrialización, se convirtieron, junto con el nacionalismo, en el pegamento ideológico para el despegue y el logro de una verdadera independencia internacional a través de las bases de una industria doméstica. Los casos ejemplares de estos esfuerzos son Brasil, México y Argentina. En esta época, la izquierda revolucionaria intentó disputar el poder por medio de un imaginario que buscaba imitar las experiencias de Europa del Este, clausurando toda posibilidad de autonomía política porque hubo una fuerte subordinación a los postulados del internacionalismo comunista, completamente alineado con la desaparecida Unión Soviética.

Las perspectivas iniciales de una industrialización endógena, en gran medida, dieron resultado pero tropezaron con un obstáculo central: el fracaso en la distribución de los beneficios de la modernización desarrollista, que se mantiene hasta la actualidad si se analizan los indicadores de pobreza persistente y desigualdad. El sector industrial exportador era el principal generador de divisas y, por lo tanto, tuvo una influencia desproporcionada en el centro del poder gubernamental, tanto en Brasil, México, Venezuela, Argentina, Chile y casi la gran mayoría de los países de Centroamérica. La izquierda se unió a esta visión económica, agregando únicamente las aspiraciones para instaurar un Estado más verticalista en la toma de decisiones sobre la distribución de la riqueza.

Las estrategias del populismo caudillista que controlaba el poder entre los años 50 y 70, llevaron a cabo un proceso de cooptación de los sectores sindicales y, al mismo tiempo, ampliaron el mercado interno con el objetivo de incorporar más consumidores y clases medias para retroalimentar a las industrias domésticas, hasta que explotó la crisis económica a través de la hiperinflación, la excesiva dependencia industrial de los bienes de capital y la tecnología extranjera, sin los cuales el modelo de desarrollo no podía funcionar.

Desde el punto de vista político, las coaliciones populistas realizadas por Juan Domingo Perón en Argentina y Getulio Vargas en Brasil durante los años 50, generaron un proceso de inclusión política de los grupos urbano-populares y obreros sindicalizados que a comienzos del siglo XX no existía. Esta inclusión, de cualquier manera, chocó con el fracaso de los proyectos de desarrollo y la industrialización horizontal. La dependencia, bruscamente, regresó pero esta vez con el rostro del endeudamiento externo a mediados de los años 80.

La politización de la época, no solamente en términos de organización sindical, sino también en términos de presiones para acceder a ciertas mercancías, fue un resultado histórico relacionado con el tipo de modernización occidental-industrial que representó el factor determinante durante la vigencia del proyecto desarrollista. Tanto la izquierda como la derecha en América Latina, representaban dos posiciones políticas que no se diferenciaban al aspirar a un occidentalismo modernizador.

Hacia los años 60, las élites latinoamericanas dominantes reaccionaron con preocupación en medio de la crisis económica, ya que temían un giro radical de las movilizaciones populares, generando un retroceso excluyente y coercitivo mediante el uso instrumental del poder militar para ejecutar golpes de Estado. En aquel tiempo, todos los actores sociales y políticos de izquierda o derecha manifestaron una relación ambigua con el régimen democrático.

Por una parte, las élites consideraron que el desarrollismo era suficiente para tener un equilibrio modernizante y mantener cooptados a los sectores populares. Una vez que el modelo se rompió, las clases populares y los sindicatos organizados, probablemente no buscaron el establecimiento de una democracia como la que ahora nos imaginamos (por ejemplo, una democracia representativa y con instituciones que definen las reglas del juego respecto a la titularidad del poder), sino que ejercieron altos niveles de violencia y resistencia, sobre todo para enfrentar la represión militar.

Por otro lado, cuando las élites se reconfiguraron mediante la implementación de las políticas de ajuste estructural, los empresarios privados volvieron a fortalecerse, mientras que la izquierda se reubicó para conquistar bancas parlamentarias. En esta situación, la revolución y los procesos de modernización radicalizados fueron apagándose rápidamente, en especial cuando terminó la Guerra Fría y se hundió la Unión Soviética.

En este artículo se plantea la siguiente hipótesis: el centro de los conflictos que la democracia latinoamericana confronta hasta hoy, es la brecha que existe entre la búsqueda de una integración política de los grupos populares y desfavorecidos, junto a la diferenciación económica y los retos del crecimiento económico que la modernización trajo desde la década de los años 50. Un efecto que sintetiza esta tensión, es el regreso de varias posturas, movimientos e ideologías de izquierda en Latinoamérica como diferenciación-integración, que se expresan con las críticas al modelo de desarrollo de economía de mercado del periodo 1990-2000, con la persistencia del populismo como fenómeno político y las pugnas políticas por el control de los recursos del Estado.

La importante relación entre el crecimiento económico, la modernización sostenida y lo difícil que es romper con la cultura del autoritarismo, hace que distintas posiciones de izquierda también surjan como alternativas válidas para comprender y administrar el funcionamiento de muchas estructuras estatales latinoamericanas. El Estado burocrático-autoritario es una consecuencia particular de la modernidad implantada en el continente, que para las izquierdas del siglo XXI implica, una vez más, el aumento del aparato estatal y su tecno-burocracia, con la finalidad de satisfacer las demandas de las clases medias y alimentar las orientaciones del desarrollo industrial protegido desde el Estado.

De aquí que la complementación a esta visión teórica sea la inserción del movimiento obrero como una expresión del modelo de desarrollo. Sin embargo, el movimiento obrero y sindical latinoamericano representa un producto histórico en profunda crisis, fragmentado y debilitado como actor con propuestas de ampliación e inclusión en la estructura socio-histórica, de actores sociales que estuvieron marginados a lo largo del siglo XX.

Este trabajo analiza diferentes tendencias en las posiciones de izquierda que retornan con fuerza al debate político, aunque sin detenerse ante la necesidad de otorgar a las discusiones una necesaria dirección. La izquierda y el movimiento obrero en América Latina no son un solo fenómeno con orientaciones ideológicas más definidas, pues su reingreso a la política con posibilidades de alcanzar el poder expresa una serie de corrientes divididas, muchas de las cuales no tienen nada que ver con las concepciones de izquierda legendarias, ni con las doctrinas marxistas que caracterizaron toda lucha política desde la Revolución Bolchevique de 1917 (Castañeda, 1993). Esto es positivo y negativo simultáneamente, porque al dejar las viejas posiciones tradicionales, se justifica todo tipo de decisiones que están en abierta contradicción con las convicciones más genuinas de la izquierda.

Las características del resurgimiento

En América Latina, las fuerzas de izquierda contemporánea presentan cuatro tendencias: la primera es aquella plenamente adaptada a la economía de mercado y cuyos predicamentos por un orden social justo, se llevan muy bien con las estrategias de campaña millonarias, como el caso de la izquierda chilena junto a la Concertación, el personalismo de Rafael Correa en Ecuador, el Frente Amplio de José Mujica en Uruguay, así como el Partido de los Trabajadores (PT) liderado por Ignacio Lula Da Silva en Brasil. Estas izquierdas de mercado apostaron por el acceso al poder de manera democrática, mientras puedan destruirse por completo las visiones utópico-políticas de la revolución para concertar la conquista del poder, tratando de lograr una aquiescencia de las élites empresariales, militares y el intento por caer bien al capital transnacional de las multinacionales, en una convivencia funcional a la economía de mercado (Moreira, 2009; Gómez Leytón, 2009).

La segunda tendencia es aquella izquierda que juega con las reglas democráticas para ganar elecciones pero, al mismo tiempo, duda si debe romper con el orden democrático o instrumentalizarlo para el beneficio de contra-élites. Su discurso político es altamente desafiante como la izquierda indigenista del Movimiento Al Socialismo (MAS) de Evo Morales en Bolivia, el caudillismo de Hugo Chávez en Venezuela y el sandinismo en Nicaragua con Daniel Ortega a la cabeza. Estas izquierdas están dispuestas a mantener una posición anti-imperialista, sobre todo para cuestionar la hegemonía de los Estados Unidos en Latinoamérica, considerando que la identidad ideológica debería seguir siendo anti-oligárquica, anti-neoliberal y anti-transnacionales.

Si bien estas izquierdas tienen una actividad legal como partidos políticos, tensionan los sistemas políticos democráticos para tratar de eliminar toda oposición, forzar la reelección de sus candidatos de manera indefinida y aceptar, pragmáticamente, la preponderancia del capital monopólico en materia de inversión extranjera directa. El problema principal radica en que esta tendencia también perdió de vista las utopías políticas sobre la viabilidad del comunismo, o bien, el horizonte revolucionario como una campaña militar para combatir al capitalismo como sistema-mundo.

Una vez en el poder, estas izquierdas afirman que mientras haya pobres y ricos en el continente, la lucha de clases continúa y es una correcta interpretación de la realidad. Por lo tanto, rescatan a Marx y Lenin pero olvidando totalmente las tesis proféticas en cuanto a la inexorable llegada del socialismo, como consecuencia de contradicciones estructurales que llevarían al capitalismo a su hundimiento definitivo. El abandono de las teorías del derrumbe irremediable del capitalismo es un signo positivo, sin embargo, también se descartó un horizonte teórico para replantear utopías políticas, lo cual es un rasgo esencial para la identidad de la izquierda (Anderson, P., 2008).

El programa económico de las izquierdas en Venezuela y Bolivia busca nacionalizar los sectores estratégicos de la economía, protegiendo al capitalismo doméstico de sus países para incubar supuestas burguesías nacionales, junto a cosmovisiones andinas y aspiraciones bolivarianas de integración continental. Asimismo, se desterraron las posibilidades de romper con las estructuras capitalistas de la modernidad, ensalzándose la necesidad de llevar a las masas hacia un beneficio democrático de los productos materiales de la modernización: consumo de tecnología, mercancías baratas para la oferta de una vida cómoda, educación cosmopolita y acceso a puestos burocráticos en la administración estatal.

La tercera tendencia izquierdista es el régimen cubano donde prácticamente se terminó con cualquier ilusión de socialismo, debido a la galopante crisis económica. La revolución cubana se convirtió en una nomenclatura de arcaicos líderes que se resisten a modernizar el Estado y dar una oportunidad más justa a las nuevas generaciones. El socialismo forzado y víctima del bloqueo económico, hizo que Cuba sea un país injustamente atormentado, tanto por las crudas condiciones de la globalización contemporánea, como por las élites políticas cuyo amor propio e incapacidad para renovarse ideológicamente, hizo que la izquierda revolucionaria cayera en la prostitución por desesperación, la hipocresía para engañar a los turistas que generan divisas para la isla y una esquizofrenia donde el cubano medio no sabe cómo enfrentar las exigencias de construir una oposición política.

Los cubanos tampoco pueden madurar una consciencia democrática que aprecie el valor de la pluralidad y múltiples alternativas de cambio. Cuba es un encierro triste y ofuscado donde la izquierda socialista dio la espalda al mundo por decisión de una pequeña élite de viejos cansados. Si bien estas características son exactamente las mismas que derribaron a los regímenes socialistas de Europa del Este en la década de los años noventa, la principal diferencia aparece cuando se evalúan los humillantes resultados del "bloqueo económico" ejecutado por los Estados Unidos; esto hizo que Fidel Castro y la cúpula ortodoxa - ahora manejada por su hermano Raúl - extorsionen sentimentalmente a los cubanos y vendan la imagen de un imperialismo despreciable que sembró efectivas solidaridades en toda América Latina las cuales, sin embargo, solamente fortalecieron al Partido Comunista, al precio de liquidar cualquier opción democrática de renovación (Elster, 2008).

La cuarta tendencia de izquierda está mucho más dispersa pues son todas aquellas aspiraciones ideológicas por un mundo más justo y económicamente fraterno que recogen los planteamientos del marxismo, del humanismo cristiano, del nacionalismo, del indianismo y las críticas ecológicas al sistema capitalista. Estas posiciones se encuentran sumamente desarticuladas llegando a convertirse en un verdadero collage ideológico que pugna por obtener algún puesto parlamentario o municipal a partir de distintos partidos políticos.

Varias derrotas electorales sufridas por las izquierdas a lo largo de la década de los años noventa y comienzos del siglo XXI, marcaron un aprendizaje substantivo, dando como resultado una nueva estrategia: la inviabilidad de aquel tipo de izquierda vinculada a la revolución armada y al trauma de destrozar el sistema por medio de la violencia. Las múltiples izquierdas de hoy día, han desterrado cualquier movilización armada para repensar un nuevo proyecto: ganar elecciones y jugar con el sistema a fin de explotar sus intereses en función de la conquista y mantención del poder.

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no pueden ser consideradas como una clara posición de izquierda latinoamericana porque, sencillamente, están vinculadas a las mafias organizadas del narcotráfico y el delito sistemático para conseguir dinero por medio de secuestros.

Las nuevas izquierdas en América Latina intentan redefinir sus significados y su propia viabilidad, reinterpretando las relaciones entre el Estado, la sociedad y la economía. Se han distanciado del neoliberalismo dogmático que pone por encima al mercado e ignora la sociedad (Grompone, 2009: 10-11).

Las diferentes versiones de izquierda buscan poner al Estado por encima de la sociedad para domesticar, tanto al mercado internacional como a los mercados nacionales. De cualquier manera, las nuevas izquierdas olvidaron sus utopías revolucionarias en función del fortalecimiento de la sociedad civil, el Estado protector con políticas sociales y la negociación con el mercado global.

Para muchos, el propósito último sería recuperar la capacidad autogestionaria de la sociedad en medio de condiciones democráticas. Pero es precisamente aquí donde las izquierdas perdieron una parte esencial de su identidad: dejaron de imaginar una estructura social y económica alternativa, por medio de la construcción de una utopía política como posibilidad de futuro para el cual vale la pena luchar en el escenario político.

Las izquierdas de hoy en América Latina tienen de todo, especialmente ambiciones para quedarse en el poder aunque perdieron, casi por completo, el imaginario de sus utopías. Esto produce un efecto inmediato: un conjunto de acciones políticas más banales que, poco a poco, muestran un panorama donde da lo mismo estar a la izquierda o la derecha de las opciones ideológicas (Anderson, B., 2000).

Las esperanzas e ilusiones sobre el advenimiento de una nueva teoría del socialismo para el siglo XXI, es un trabajo que no ha sido asumido con plenitud por las izquierdas latinoamericanas y, por lo tanto, discutir sobre el socialismo todavía deja una estela de dudas y confusión. La lucha de clases o el marxismo-leninismo como la doctrina más importante para definir las posiciones de izquierda en el mundo contemporáneo, ya no representan ningún tipo de alternativa ideológica. En todo caso, los actuales defensores del socialismo consideran que el derrumbe del capitalismo a escala universal continúa siendo uno de los ejes para interpelar a los jóvenes, sobre todo por la crisis del medio ambiente, los temores del calentamiento global y la hecatombe financiera que sacudió Wall Street y el corazón de los bancos más importantes en la Unión Europea.

La identidad ideológica del socialismo y la izquierda, repite una vez más que la acción política está sujeta a una lucha anti-oligárquica, antineoliberal y anti-imperialista, sin embargo, esto representa un conjunto de eslóganes sin un contenido doctrinario que sea sustentable para las futuras generaciones. ¿Qué significa ser revolucionario en el siglo XXI? La teoría del socialismo dejó de responder porque se convirtió en un collage de fragmentos marxistas, protestas callejeras y las "utopías comunistas", que antes constituían el corazón del socialismo en Cuba o Europa del Este, ahora son una ingenua mezcla de sueños postmodernos sobre una sociedad ideal; en realidad, después de la desaparición irreversible de la Unión Soviética en 1991 y todos los países del bloque socialista europeo, las utopías carecen de un referente político donde prolifere la imaginación por un mundo mejor. Éste no existe, ya que el modelo para llegar a ser revolucionario se convirtió en la imagen solitaria de un hombre sin alternativas porque los jóvenes de ahora son totalmente nihilistas, sin capacidad para comprometerse con idearios políticos y los viejos izquierdistas son únicamente oportunistas del poder (Giddens (b), 2000).

Quienes afirman que mientras haya pobres y ricos, la lucha de clases continuará y será una correcta interpretación de la realidad, intentan nacionalizar sus propuestas en función de nuevas cosmovisiones indígenas, culturalistas e inclusive afanes por incluir las luchas para el reconocimiento de múltiples identidades sexuales. Aquí radica su debilidad pues el socialismo como teoría política siempre simplificó la realidad, reconociendo identidades únicas como la clase obrera, la falsedad de supuestas leyes de la historia o la visión absurda para encasillar la "conciencia de clase" en una mentalidad obligatoriamente revolucionaria. Hoy, estas visiones se transformaron en un plato a la carta donde las resistencias en contra del sistema y las estructuras de dominación, se combinan con la búsqueda de una vida opulenta, las religiones exóticas de la "nueva era" y la hipocresía discursiva para adaptarse al juego político con el fin de beneficiarse al capturar un cargo gubernamental.

La reconstrucción teórica de la izquierda tropieza con un enorme obstáculo: no tiene alternativas prácticas para solucionar cuestiones específicas. El socialismo del siglo XXI es incapaz de redefinir los significados de las relaciones entre un Estado quebrantado en cualquier país, una sociedad libertina donde todo vale y la economía que sigue reproduciendo la pobreza. La izquierda insiste en colocar al Estado por encima de la sociedad civil, debilitándola y atentando contra sus utopías por alcanzar un socialismo auto-gestionado desde dicha sociedad. En realidad, la identidad de los hombres de izquierda, probablemente no esté relacionada con ninguna teoría, sino con planes calculados que tratarían de convertir cualquier teoría en un sentimiento donde las contradicciones sean eliminadas, en función de lograr un solo movimiento político con las ambiciones para controlar todo el poder (Habermas (c), 1996).

Tampoco deja de ser lamentable que los esfuerzos para reconstruir a las diferentes tendencias de izquierda - sobre todo en la búsqueda de un conjunto de nuevas fuentes ideológicas - dejaran de impulsar la crítica hacia el Estado y el tipo de modernización económica que se desarrolla en América Latina. Las izquierdas están a punto de tropezar con la misma piedra, tanto de la derecha como de las versiones dogmáticas de los regímenes comunistas durante los años treinta: pensar que el fortalecimiento de un poder omnímodo alrededor del Estado genera una modernización inofensiva capaz de expandir, de golpe, la justicia y la equidad.

Esta problemática no es una preocupación únicamente teórica porque la crítica de las experiencias históricas del socialismo real y los excesos de la derecha neoliberal, obligan a rechazar la recomposición de un Estado autoritario que busca modernizar y proteger el desarrollo económico "desde arriba", inclusive a costa del sacrificio de varios valores e instituciones democráticas. Para superar estos problemas no existen respuestas exclusivamente ideológicas, por lo tanto, el regreso de las izquierdas al paisaje político tampoco debería considerarse como un experimento sujeto al ensayo y error que las sociedades civiles en Latinoamérica estarían tratando de implementar, después de fallar algunas políticas de mercado administradas por las élites de derecha.

Las izquierdas en el poder deben juzgarse a sí mismas críticamente, definiendo con fuerza la identidad de un nuevo tipo de Estado que se resista a encerrarse en los límites de acciones burocrático-autoritarias transformando, asimismo, el tipo de modernización de consumo que reproduce la pobreza, rompiendo los marcos de una globalización desigual donde prevalecen sólo los más fuertes, audaces y antidemocráticos.

Juicio crítico y reconstrucción de las izquierdas

El renacimiento de las fuerzas políticas de izquierda en América Latina tiene un camino abonado e importante para la segunda década del siglo XXI, sobre todo luego del fracaso de los partidos con posiciones neoliberales y social-democráticas, que no lograron superar los problemas estructurales de la economía de mercado, ni tampoco contribuir a erradicar la corrupción o el abuso de autoridad en los sistemas democráticos. Sin embargo, es determinante que las nuevas izquierdas realicen un juicio crítico respecto a los fracasos que tuvieron las posiciones revolucionarias del siglo pasado. Por ejemplo, aquello que identificaba al hombre de izquierda, muchas veces no era la teoría, sino su capacidad para convertir cualquier teoría en un sentimiento donde toda contradicción desaparecía y donde un solo movimiento político buscaba concentrar un único poder (Paz, 1983; Kolakowski (b), 1970).

Tratar de conformar movimientos revolucionarios absolutistas y dogmáticos para la toma del poder, dio paso a la destrucción irreversible de la Unión Soviética. Las nuevas izquierdas en América Latina deberían contrarrestar cualquier tendencia a negar el surgimiento de contradicciones en la lucha política.

Toda contradicción siempre permanecerá y, por lo tanto, es mejor mantener una visión pluralista para interpretar la realidad, de tal manera que la construcción de movimientos revolucionarios pueda asentarse en el difícil arte de respetar la heterogeneidad y el desarrollo de múltiples liderazgos que compartan valores éticos, junto con el ejercicio de una vocación por el poder para proteger a las minorías derrotadas en las elecciones. Al mismo tiempo, esto fortalecería el impulso de proyectos hegemónicos, por medio del estímulo de consensos en pro del entendimiento y acciones de comunicación, con el propósito de generar compromisos de cambio desde la voluntad subjetiva y racional de los ciudadanos o los sujetos sociales.

En el pasado de la izquierda, para Karl Marx y Friedrich Engels, el socialismo constituía una consecuencia del desarrollo industrial capitalista, empero, fue escandaloso y falto de crítica que muchos marxistas aprobasen, sin el sano beneficio de la duda, la farsa de varios gobiernos de Asia y África, empeñados en convertir al socialismo únicamente en un método de desarrollo industrial y económico, carente de utopías de transformación genuina desde la subjetividad. Los socialismos de los países subdesarrollados fueron, desde el punto de vista teórico, un contrasentido y, desde el perfil político y económico, un desastre muy claro. Muchas veces, algunos dictadores de izquierda, no dejaron sino ruinas, desprestigiando a la izquierda revolucionaria (Giddens (c), 2000).

Esto tiene que haber sido aprendido de manera radical por las izquierdas de hoy, de tal manera que se haga fundamental separar la gestión económica del mercado - donde debe encararse seriamente a la globalización con eficiencia y astucia - y el cultivo de nuevos valores de una izquierda pluralista, democrática y más humana, específicamente para erradicar la pobreza en América Latina. Las nuevas izquierdas tienen el desafío de construir una teoría política y un conjunto de propuestas sobre los alcances y el significado de cómo romper con la desigualdad económica.

Los contenidos ideológicos, culturales, políticos, económicos y democráticos del nuevo socialismo, deben clarificarse con la reconstrucción de una teoría alternativa. Nada fue tan impactante en el mundo, después de la caída del Muro de Berlín en 1989, como observar la derrota vergonzosa del comunismo que salía fuera de la historia. A pesar de esto y el fin de la Guerra Fría, han permanecido los extremismos del mercado que reproducen constantemente la pobreza y ha retornado el desprecio por el otro diferente en varias guerras interétnicas o la actual Guerra Global contra el Terrorismo; en consecuencia, la humanidad necesita de alternativas políticas de izquierda y el debate sobre la búsqueda de un mundo mejor.

En un comienzo, la izquierda tenía credenciales victoriosas como la lucha en contra de las injusticias sociales y la persecución del bien común para las grandes mayorías, sobre todo obreras y pobres. Asimismo, siempre por principio, se identificaba a la derecha con el mal porque no se interesaba en la virtud, preocupándose más bien por el bienestar individualista. Aquí aparece una paradoja que debe ser resuelta por las izquierdas latinoamericanas: como las posiciones de derecha no reclaman "ninguna moralidad", entonces cuando fracasan no se exponen tampoco a ningún fracaso moral. Por el contrario, quien se apropia de la moralidad, si falla, entonces perece también de inmoralidad (Paz, 1983; Habermas (a), 2008).

Las izquierdas de nuestro tiempo tienen que volver a ser moralmente genuinas entre sus creyentes y activistas de base, criticando férreamente la inmoralidad hipócrita de sus vértices dirigentes cuestionando, sobre todo, a las "izquierdas de mercado" que pactan en cualquier momento para mantenerse en el poder y beneficiar a los grandes capitales privados. Si el poder corrompe un poco a todos, corrompe más a la izquierda en el poder y, por lo tanto, las izquierdas jóvenes de hoy están en la obligación de establecer nuevas corazas para no convertirse en sepulcros blanqueados y ajusticiar a quienes hacen un uso instrumental de los valores revolucionarios, sólo por quedar bien ante los medios de comunicación o durante los procesos electorales de campañas millonarias.

La perenne existencia de condiciones socio-políticas desastrosas para los trabajadores y los grupos explotados, da lugar al reconocimiento explícito, aunque doloroso, de la "imperfección en el mundo humano". Asimismo, el hecho de nuestra imperfección, muchas veces, no es un argumento suficiente que nos permita dudar, sino que en varias situaciones nos sentimos impulsados a pensar en que los grandes problemas socio-políticos serían tranquilamente superados y perfeccionados debido a las supuestas capacidades ilimitadas que hoy caracterizan a la tecnología, el conocimiento científico y las revoluciones en la era de la información.

Estas concepciones son apoyadas por algunos sectores de izquierda, sin embargo, la reconstrucción de las nuevas fuerzas de izquierda necesita visualizar una consciencia de las imperfecciones y limitaciones del hombre para enfrentar a los males de la sociedad con un nuevo sentido de crítica cautelosa, desechando la idea de que es viable destruir por completo toda contradicción en el género humano.

Para las nuevas izquierdas, es importante asumir las incertidumbres en relación a los motivos profundos de nuestras propias acciones y a las razones de nuestras convicciones, debido a que la crítica y la duda vigilantes, son los únicos mecanismos que brindan protección contra el fanatismo y la intolerancia que justifican todo, nublando nuestro entendimiento para convivir con las contradicciones.

Es fundamental reconocer las contradicciones, aceptarlas e influir para reducir sus consecuencias nocivas, sobre todo en el terreno político. Si las nuevas izquierdas reinventan sus códigos ideológicos recordando que la "perfección del hombre es imposible", entonces dejarían de cometer los errores de la vieja izquierda utópica-profética que esperaba el hundimiento inevitable del capitalismo, queriendo imponer la perfección humana a cualquier precio, compartiendo espacios por igual con la violencia, el totalitarismo y los crímenes del estalinismo o la revolución cultural china que fracasaron absolutamente al intentar hacer realidad el Gran Imposible de ciertas utopías llenas de odio (Kolakowski (a), 1990).

Movimiento obrero y sindicalismo: hacia la búsqueda de una nueva identidad

El movimiento obrero en América Latina dejó de ser lo que fue, es decir, ya no es un actor revolucionario en busca de nuevos horizontes de liberación, organización política y alternativas utópicas para la sociedad e inéditas propuestas de acción para la economía. La globalización y las permanentes revoluciones tecnológicas redujeron al movimiento obrero y al sindicalismo a una situación de estupor. El movimiento obrero reproduce ahora triviales prácticas políticas que únicamente intentan adaptarse a la institucionalidad democrática sin aspirar a convertirse en el alma de la sociedad civil. Los trabajadores sindicalizados deben contentarse con representar a uno más de los múltiples actores sociales que reivindican justicia social, sin sobrevalorar su consciencia transformadora, ni sus prerrogativas como clase social esclarecida para romper con el orden político o destruir al Estado (Giddens (a), 1973; Laclau y Mouffe, 2003).

Todos los esfuerzos del movimiento obrero en el siglo XXI, dejaron atrás la antigua identidad de sujetos históricos; específicamente, se desecharon las posibilidades revolucionarias de los trabajadores alrededor del mundo. Hoy, éstos se encuentran sometidos a la tormenta de una constante flexibilización laboral donde ya nada tienen que hacer las posiciones ideológicas.

Por el contrario, los discursos revolucionarios fueron sepultados para siempre, ya que los obreros contemporáneos aceptan las condiciones del capitalismo postmoderno, entendido como aquel sistema económico mundial en el cual pueden negociarse las disputas políticas, salariales y sociales sobre la base de una lógica de intereses puros. Esto significa que el movimiento obrero convive ahora con pugnas entre facciones, privilegios velados e inmunidades políticas de altos burócratas sindicales para conseguir beneficios solamente en sus países donde domina la globalización, clausurando cualquier visión del internacionalismo proletario anti-sistema. Casos típicos son Argentina (2000-2002), Brasil (1996-2009), Venezuela (1990-2000), Uruguay (2005-2009), México (1994-20009) y Chile (1990-2009) (Murillo, 2001).

El internacionalismo proletario pereció frente al nacimiento de una estructura de clases sociales totalmente diferente. El mismo concepto de clase social incorpora la problemática de una clase media profesional ligada al consumo de la tecnología, al actuar funcional dentro del sistema global y donde las identidades colectivas cruzan la frontera de clase para asumir otras identidades de género, étnico-indígenas, sexuales, religiosas y hasta metafísicas agigantándose la desigual distribución de autoridad. Persiste la pobreza en los países más dependientes y la imagen de una sociedad sin clases sociales es, únicamente, el recuerdo de viejas nostalgias filosóficas sin posibilidad de influencia real.

Lo demás, es decir, marchas y protestas para expandir la defensa de los intereses del pueblo con el fin de edificar una democracia popular, demostró ser un proceso transitorio sin resultados políticos duraderos. Actualmente, las acciones sindicales no son capaces de interpelar a los grupos estratégicos de la sociedad latinoamericana, como las clases medias, los jóvenes, comerciantes informales y movimientos indígenas, ni tampoco colocarse por encima del paradigma democrático donde resaltan las problemáticas de su institucionalización, o bien, el desarrollo económico vinculado al capital extranjero.

A la pregunta sobre si es posible que las Centrales Sindicales en el continente sean idóneas para fortalecer sus capacidades políticas, reorganizarse y ejecutar un activismo con el propósito de reconquistar un privilegiado sitial de poder, debe responderse que, definitivamente, el movimiento obrero tendrá que contentarse con ser un museo político cargado de medallas honoríficas por sus luchas políticas durante las décadas de los años veinte hasta los setenta. Por lo demás, queda muy poco rescatable. Los trabajadores nunca más serán aquella fuerza político-sindical que caminaba victoriosa al calor de la revolución cubana y las luchas populares, imponiendo y, muchas veces, ejerciendo el poder como lo hizo la Central Obrera Boliviana (COB) entre 1952 y 1956.

La historia latinoamericana está sellada profundamente por las jornadas de intenso debate ideológico sobre la viabilidad del socialismo y por la patria potestad de la vanguardia que articule todas las demandas de la sociedad. El movimiento obrero se percibió a sí mismo como una vanguardia épica, sin embargo, esta aspiración ahora ya no ofrece ninguna opción de futuro, pues actualmente se llegó a un punto donde sólo interesa aprovechar las oportunidades económicas de alcance medio, en función de un pragmatismo constante que debe convivir con el capitalismo como sistema-mundo, frente al cual no existen opciones políticas ni económicas (Wallerstein, et. al., 1991).

El movimiento obrero latinoamericano está enormemente dividido, agotado en sus proposiciones políticas y, lo que es peor, perdió su propia energía para regenerarse desde adentro, congelándose en un pasado como si se tratara de encontrar soluciones con sólo mirar los álbumes de fotografías colores sepia o abandonarse en el silencio como el mejor lugar para no afrontar la verdad. Las declaraciones de cualquier dirigente sindical no causan ningún impacto en nuestra era de la tele-democracia. El liderazgo obrero muestra una curiosa mezcla de desconcierto y resquemores para asumir las consecuencias de su derrota histórica en la actual post-modernidad.

Los trabajadores deben reorganizar sus construcciones ideológicas e insistir en la identificación de otras formas de transformación social, aunque lejos de las visiones revolucionarias bolcheviques o chinas. El movimiento obrero tendría que convertirse en el escenario de perspectivas críticas del orden político imperante y defender una sociedad democrática, contando con la participación y el aporte de varios tipos de sindicalismo (Wallerstein, 1978; Laclau, et. al., 2003; Giddens (d), 1999; Habermas (b), 1999).

Hoy todavía se necesitan distintas actitudes críticas, razón por la cual, el sindicalismo en América Latina junto al movimiento obrero, muy bien podrían re-imaginarse como instituciones democráticas que se involucren con el futuro, es decir, ofrecer críticas culturales, políticas e ideológicas para reorientar la democracia y la sociedad hacia rumbos más humanizados y éticos junto al posible mejoramiento de las condiciones actuales, especialmente para erradicar la pobreza y la desigualdad.

Tres perspectivas

El concepto de corporativismo es relevante para comprender las relaciones entre el Estado y el comienzo de algunas organizaciones obreras durante el periodo de desarrollo industrial y modernizador en América Latina de 1950 a 1980. Dicho corporativismo involucró la legalización e institucionalización de un movimiento obrero organizado que, sin embargo, estaba moldeado y controlado por el Estado (Collier and Berins Collier, 2002).

El Estado se convirtió no sólo en el eje del proyecto industrializador desde los años 50 en adelante, sino también en el escenario de cooptación de otros actores sociales, así como en el terreno de disputa entre las clases sociales que se van diferenciando claramente dentro del modelo industrial. Finalmente, el Estado también trató de vertebrar una imagen de nación y unidad que no existía en el nacimiento de las nuevas repúblicas latinoamericanas a finales del siglo XIX.

Los procesos históricos de incorporación del movimiento obrero como parte activa de la dinámica política, constituyeron factores clave de la democratización y la aceptación de demandas populares para lograr un beneficio igualitario de los frutos de la modernización. La dinámica de la lucha de clases en el modelo industrial capitalista latinoamericano, muestra cómo el movimiento obrero fue un factor primordial que intentó abrir el camino hacia la democratización, algunas veces en alianza con las clases medias y en otras de manera independiente (Rueschemeyer, et. al., 1992).

Las respuestas represivas de la burguesía y las élites gobernantes conservadoras, no solamente manifestaron una desconfianza con los regímenes democráticos, sino que prefirieron utilizar las estructuras estatales, tanto para excluir al movimiento obrero del sistema político, como para usufructuar los beneficios materiales de la industrialización, aún a costa del descalabro económico y la crisis que terminó erosionando las raíces del Estado como fundamento del desarrollo hacia finales de los años 70.

La perspectiva teórica sobre la autonomía de lo político es muy importante, no sólo porque la esfera política sigue un patrón propio y un particular ritmo de cambio, sino también porque tiene una forma altamente discontinua. En consecuencia, siempre resultará estremecedor o fascinante saber qué se encuentra por detrás de ciertos ciclos históricos donde el movimiento obrero pasó de ser un elemento central y revolucionario, a otro pasivo que tiene dificultades para renovar su identidad como clase social.

Las interrogantes respecto del funcionamiento y racionalidad histórica, podrían incluso aplicarse a una serie de problemáticas planteadas por el movimiento obrero y las izquierdas latinoamericanas, puesto que estos actores están marcados por un específico path dependence o herencias socio-históricas muy difíciles de ser cambiadas. Las izquierdas y el movimiento obrero se encuentran definitivamente atrapados en una dependencia legada por su pasado histórico, sin poder elegir racionalmente otras rutas de desarrollo político (Mahoney, 2008).

Desde esta perspectiva, no hay nada racional y definitivo sobre el esfuerzo por alcanzar la modernización o niveles homogéneos en la estructura capitalista de los países en vías de desarrollado. Es imposible que la corrupción, el populismo, el caudillismo, el pragmatismo político de las élites gubernamentales, las posiciones de izquierda o derecha, y el desenvolvimiento del movimiento obrero, por sí solos, expliquen los fracasos y trayectorias históricas sobre la política y el manejo del poder en América Latina.

¿Cómo comprender una racionalidad histórica para las izquierdas y el movimiento obrero, cuando no existe la posibilidad de reconstruir una razón única respecto a por qué el trayecto económico y político de nuestros países desembocó en ciertos resultados? ¿Las instituciones políticas pueden recorrer caminos independientes de las estructuras socio-económicas, desechándose un liderazgo alternativo de izquierda?

Lo que tiene buena evidencia empírica es cómo el movimiento obrero no pudo superar el trauma de haber dejado de ser un "sujeto histórico y una clase social revolucionaria con el potencial de transformación universal", como lo habían previsto Karl Marx y las doctrinas leninistas (Murillo, 2001; Kaufman, 1990; Villarreal, 1990). En muchos casos, los obreros lograron un pacto estratégico con el gran capital en países industrializados como Inglaterra, Suecia, España, Alemania Federal, Noruega, Dinamarca o Finlandia, con el objetivo de fundar las raíces de lo que posteriormente significarían las estructuras de varias democracias parlamentarias y los fundamentos de un Estado Benefactor que protegiera y reproduzca varios derechos sociales, asegurando el bienestar material para la reproducción social de la vida. En estas circunstancias, la "teoría del derrumbe capitalista" se convirtió en un contrasentido frente a las nuevas ventajas que tenía el movimiento obrero, prefiriendo hacer política dentro de las instituciones del capitalismo industrial y abandonando todo compromiso revolucionario a escala mundial (James, 1988; Zapata Schaffeld, 1968).

La crisis política, ideológica y organizacional del movimiento obrero latinoamericano está conectada precisamente con la significativa brecha abierta entre la situación materialmente privilegiada de la clase obrera en los países ricos - muy cerca de la clase media y la sociedad de consumo - frente a la pobreza estructural de los obreros en Bolivia, Perú, Argentina, México, Brasil o Chile. La revolución se presentaba como el sueño político sumamente atractivo para la clase obrera de los países pobres en América Latina y África, aunque no estaba asegurado un nuevo mapa utópico que sobrepasara las estructuras del capitalismo como un sistema implantado en todo el mundo. Con la destrucción del bloque socialista en Europa del Este y la desaparición de la Unión Soviética, la clase obrera latinoamericana ingresó en una profunda insatisfacción, duda y decepción que podría verse a través de tres perspectivas.

La primera se relaciona con el impacto que tuvieron los ajustes estructurales en el continente, sobre todo por la fuerza arrasadora de la economía de mercado y sus efectos en la destrucción del viejo capitalismo de Estado nacionalista que provenía del modelo desarrollista de la década de los años cincuenta. El cierre de varias fábricas estatales, centros de producción minera u otras fuentes de materias primas apreciadas en el mercado internacional a finales de los años setenta, desveló una quiebra económica que redujo las posibilidades del movimiento obrero para presentar alternativas políticas viables.

A esto deben sumarse las pugnas de intereses en diferentes facciones al interior de varias centrales sindicales y organizaciones obreras que no supieron hacer frente, ni propositiva ni críticamente, al empuje neoconservador de las políticas económicas desde la implementación del Consenso de Washington y la economía de libre mercado a partir de los años noventa. Las nuevas pautas de orientación ideológica para el movimiento obrero plantearon el paso del objetivo revolucionario hacia el "acomodo estratégico", en función de aprovechar un espacio al interior de los nuevos sistemas democráticos. Visto en retrospectiva crítica, las reformas de mercado mostraron que la "consciencia de clase obrera-revolucionaria" era solamente una hipótesis teórica, inhábil para capturar efectivamente la subjetividad política de las diferentes tendencias y la heterogeneidad de los obreros en América Latina (James, 1988).

Los ajustes estructurales en materia económica reordenaron la estructura de clases en el continente, provocando que el proletariado, aglutinado en las organizaciones sindicales, deje de ser la garantía ideológica de un movimiento social vanguardista y empiece a dividirse en un mosaico de fragmentos, interpelados más por las exigencias de supervivencia en la vida cotidiana, antes que por la acción política de una clase obrera en busca de transformaciones revolucionarias.

La segunda perspectiva marcó los problemas organizacionales del aparato sindical, pues fue palmaria la incapacidad para responder a los cambios en la estructura productiva de varios países, como resultado de los procesos de capitalización y privatización para incorporar de manera más agresiva a las economías latinoamericanas dentro de los cánones de la globalización. En consecuencia, fue inviable la renovación de las Centrales Sindicales y Obreras porque no pudieron combatir dos destructivas circunstancias: a) la inseguridad laboral como la nueva característica del funcionamiento competitivo del mercado y b) la debilidad para negociar demandas y estrategias con las empresas transnacionales (Zapata (a), 1993).

La relación con el Estado se presentó como la única opción preponderante para ganar beneficios corporativos, aunque el fin ya no era tomar el poder sino solamente evitar una total desaparición como actor social y compartir el liderazgo político con otros competidores, sean éstos los partidos políticos u otros movimientos sociales que también reivindicaban una posición dentro de las democracias, negando todo privilegio histórico a la clase obrera.

Las insuficiencias del movimiento obrero fueron estratégicas e ideológicas porque expresaron una inadaptación casi total para comprender y actuar de acuerdo con nuevas situaciones. La historia no podía repetirse pero los dirigentes obreros marxistas y socialdemócratas actuaron, muchas veces, como si pudiera repetirse la batalla desarrollista llevada a cabo entre los años cincuenta y setenta. El proletariado latinoamericano intentó moverse como si los escenarios fueran los mismos, enarbolando el socialismo, la revolución de carácter únicamente declarativo y replanteando la teoría de la dependencia como si se tratara de defender las estructuras industriales nacionales, cuando éstas ya estaban desmanteladas por los ajustes estructurales. La crisis del movimiento obrero, por lo tanto, clausuró toda una época de idearios utópico-revolucionarios en el continente (Zapata (b), 1986).

La tercera faceta del desgaste tiene que ver con los efectos que el sistema democrático tuvo en la consciencia de clase obrera y sus imaginarios políticos. Uno de los errores, ya repetido muchas veces, fue la negación ideológica del sindicalismo proletario para aceptar a la democracia como régimen político a finales de los años ochenta. Las tesis políticas del movimiento obrero invocaron el comunismo como la única opción política, junto a la revolución que se impuso como una necesidad en diferentes organizaciones sindicales. Esta necesidad revolucionaria representó un barniz que terminó cayéndose a pedazos porque gran parte de los movimientos armados en América Latina, sobre todo en Centroamérica como el Sandinismo y el Frente Farabundo Martí, Sendero Luminoso en Perú y las Fuerzas Armadas Revolucionarias en Colombia (FARC), nunca tuvieron a las organizaciones proletarias como al eje de sus ejércitos, ni tampoco éstas fueron asumidas en calidad de una vanguardia militar (Wickham-Crowley, 1992). El comunismo, a su vez, no consiguió separarse de sus interpretaciones dogmáticas, razón por la que perdió toda capacidad de interpelación cuando llegó la democracia.

Las tesis políticas del movimiento obrero se relacionaban directamente con la construcción del socialismo, la dictadura del proletariado y lo más destacable de las proposiciones marxistas revolucionarias (Zapata (c), 1976). Esta identidad política atravesó a casi todos los entes sindicales en América Latina, inclusive más allá de los Partidos Comunistas que siempre tuvieron poco peso respecto al accionar del movimiento obrero.

Las tradiciones revolucionarias, sin embargo, no implicaron que en Latinoamérica, necesariamente, deban llevarse a cabo revoluciones sangrientas, sino todo lo contrario. El movimiento obrero buscó ser uno de los actores para dar fin a las dictaduras militares en los años setenta, como en Bolivia, Argentina, Brasil, Uruguay y Chile, lo cual desembocó en la organización de un sistema de partidos para acoger al régimen político democrático. La llegada de varios procesos electorales hizo que las posiciones revolucionarias se transformen en un discurso "desestabilizador" para las nuevas democracias, de tal manera que las élites sindicales terminaron pactando con varios partidos para obtener puestos parlamentarios y convertir la doctrina revolucionaria en varios discursos a favor de las "reformas democráticas". La lucha de clases fue reemplazada por una mezcla de ideales sobre la justicia social y la consolidación de libertades políticas más refinadas.

Lo imprevisto por el movimiento obrero fue que las concesiones ideológicas y la lógica de pactos, pronto sirvieron para amnistiar varios crímenes de lesa humanidad en las dictaduras de Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. La dinámica parlamentaria también fue negociando la venta de una serie de empresas estatales, dando lugar a que las privatizaciones en México, Brasil, Argentina y Bolivia, caigan tranquilamente en actitudes antidemocráticas que cerraban el pluralismo y la responsabilidad de rendir cuentas ante la sociedad civil, optando por estrategias tecnocráticas que terminaron desprestigiando todas las reformas de mercado en América Latina. En la descomposición del movimiento sindical a comienzos de los noventa, claramente se apreció la no correspondencia entre las orientaciones e intenciones de los trabajadores de base y los propósitos ocultos de las cúpulas sindicales y políticas que negociaron pequeños espacios de influencia (Castañeda and Morales, 2008).

¿Qué tradiciones democráticas valían la pena ser protegidas por el movimiento obrero, si la cultura política no tenía un referente directo con los ideales democráticos? En realidad, los sistemas democráticos destruyeron toda propuesta revolucionaria socialista, ingresando en contradicciones con la tecnocracia elitista porque éstas reprodujeron las desigualdades y la pobreza, liquidando al movimiento obrero, y sembrando una pálida esperanza para establecer tradiciones democráticas en el continente. Los resultados a comienzos del siglo XXI fueron magros y ambiguos, aunque el movimiento obrero ya no podía reconstruirse como un actor ideal para contrarrestar las insuficiencias políticas de la democracia.

Conclusiones

En el siglo XXI, las izquierdas latinoamericanas tienen que reconocer una vez más que el comunismo se hundió y su derrota política correspondió, en gran parte, a la izquierda. Sería inútil no llamar a las cosas por su nombre, empero, la emancipación del hombre que Marx soñó para un futuro comunista, no puede ser reducida a una caricatura teórica, sino todo lo contrario, convertirse en un aliciente pluralista para replantear un socialismo significativo, atractivo para los jóvenes y los niños capaces de enriquecer un futuro democrático.

Los valores de la izquierda exigen una nueva lucha política de carácter doctrinario para contraponer "opciones de vida" con mayor libertad y pluralismo, frente a la unanimidad de las desigualdades torturadas por los efectos más nocivos de la globalización. Las izquierdas podrían cumplir sus sueños, desmintiendo críticamente los errores del pasado y del presente, insuficientemente democrático y económicamente perverso.

¿Qué podría re-identificar a las posiciones izquierda en la actualidad? Podría ser el establecimiento de dos tareas primordiales: primero, recomponer el sistema de principios y valores que guíen su accionar público en el futuro y, en segundo lugar, demostrar en los hechos su voluntad y capacidad de actualizar sus interpretaciones frente a los profundos cambios que tienen lugar en América Latina y en el mundo, lo que es algo muy distinto de la recitación aburrida de viejos o nuevos dogmas.

Se trata de discutir normas de conducta, por un lado, y de una nueva estructura de ideas y propuestas, por otro. Esto también implica la convocatoria a un despliegue de argumentos intelectuales con fines políticos, y no una invitación al alineamiento maniqueo respecto de las actuales disputas entre el oficialismo y la oposición en Venezuela, Cuba, Nicaragua y Bolivia.

¿Tienen futuro las izquierdas o el futuro ya no tiene izquierda? Hay que analizar el tema con la profundidad y amplitud necesaria, especialmente pensando en cuáles son las necesidades de renovación que deben asumir sinceramente las izquierdas, así como los espacios hacia dónde aspirar en el escenario político, sin emborracharse por la toma del poder. Este paso, finalmente, es sólo un escenario entre muchos otros posibles para imaginar profundas transformaciones.

Las izquierdas aún son víctimas del espejismo de la revolución (agraria, proletaria e inclusive indigenista) que siempre obsesionó a los comunistas alrededor del mundo, sin asumir una serie de riesgos, sobre todo aquellas situaciones donde no funcionaba la tesis de una lucha de clases que debía necesariamente presentar como vanguardia a los obreros o los grupos más débiles de la sociedad. Ni existían en la sociedad las clases concebidas por el marxismo tradicional, "ni estaban presentes en acto o en potencia las fuerzas capaces de producir el cambio revolucionario" (Aricó, 2005:59,151). Lo "típico" de la realidad político-social en América Latina, fue la inexistencia de una estructura social donde la dinámica de clases fuera un aspecto fácil de resolver y comprender para la movilización revolucionaria.

Las clases sociales en América Latina están caracterizadas por una formación histórica que no siguió los postulados teóricos marxistas, pues la principal fuente de identidades clasistas descansó en las condiciones políticas de dependencia internacional; de aquí que en el siglo XXI, y con los vientos de la globalización a cuestas, las clases sociales como concepto y referente político transformador se hayan desfigurado con la emergencia de fenómenos ligados a la economía informal, al gigantesco mundo de comerciantes gremialistas, al contrabando masivo, a las clases medias ávidas de consumismo, a los obreros sin una identidad única ligada a la producción, a la crisis del Estado dependiente de los organismos financieros multilaterales y a las grandes masas campesinas e indígenas para quienes tiene un mayor significado las interpelaciones ideológicas relacionadas con la cultura y la representación directa en una democracia desde las masas, vinculadas con el concepto de "ciudadanía política".

Lo preocupante frente a esta situación es cómo los dirigentes y el movimiento proletario dejaron de proyectar una sociedad democrática hacia el futuro contando con la participación y el aporte de las Centrales Obreras. Si bien en el siglo XXI los obreros ya no descartan a la democracia, ni tampoco la califican de ilusión burguesa, todavía siguen atrapados en el pasado, recordando las jornadas doradas de los ideales comunistas. Esta melancolía condiciona la voluntad a una esquizofrenia que no puede vincular el pasado con el presente y, mucho menos, aprender de las malas experiencias para proyectarse hacia el futuro (Collier and Levitski, 1997; Anderson, P., 2008; Skocpol, 1979).

El movimiento obrero latinoamericano sufre porque no puede imaginarse a sí mismo como una institución y un actor que se involucre con el futuro, sea éste de la democracia, sociedad, cultura, etc. La esquizofrenia política de la consciencia proletaria carece de una experiencia de continuidad para cooperar con las exigencias de nuestras democracias representativas. En unos casos, eligió vivir en un presente cuyo eje gira en torno a la oposición por la oposición, en otros, los diversos momentos de su pasado tienen escasa conexión con un futuro concebible en el horizonte.

En consecuencia, dicho comportamiento esquizofrénico no sólo ha caído en el encierro de no saber quién es en el actual desarrollo de la democracia, la crisis del liberalismo económico, la multiculturalidad y el papel del sistema de partidos como los principales actores en la toma de decisiones, sino que tampoco produce doctrinas y acciones nuevas favorables al movimiento sindical. Para ello tendría que tener proyectos o propuestas y eso implica comprometerse con la continuidad de la democracia, asumiendo sus imperfecciones y vacíos pero, al mismo tiempo, reconociendo su desarrollo y aspectos positivos (Lee Van Cott, 2001).

Asimismo, conviene reconocer el "carácter secundario y dependiente" del movimiento obrero en el período democrático 1989-2010 (Touraine, 1978). La defensa económica y la gestión de sus demandas desde finales de los años ochenta, no encontraron en general expresiones autónomas como movimiento social, sino que fueron incorporadas como parte de varias acciones e iniciativas políticas surgidas en la estructura institucional de la democracia o en el mapa global del sistema político.

El movimiento obrero tiene el reto de ir más allá de su encierro en el pasado ideológico y clasista para hacer suyos otros programas, asumir otras organizaciones como las feministas, étnicas, ecologistas o generacionales. La consciencia proletaria tendrá que estar en condiciones de promover una coalición de fines con otros grupos organizados de la sociedad civil, imaginando nuevas utopías consideradas como una actitud responsable para hacerse cargo de las consecuencias al implementar más reformas políticas democráticas (Mainwaring and Pérez-Liñan, 2003).

Las utopías podrían utilizar imágenes de un futuro posible para dar fundamento y finalidad a nuevas reformas, en función de una sociedad más igualitaria y donde vale la pena pelear por la optimización de las condiciones democráticas. Pero si surgen distorsiones o fallas, el movimiento obrero podría aparecer como un actor crítico cuando las reformas afectan la vida diaria de la gente común, concertando alternativas pacíficas y eficientes para resolver distintos conflictos sociales. Si las reformas son pensadas de manera abstracta y global, la visión utópica de las reformas se transformaría en un potencial de crítica política para el avance y fomento de múltiples voluntades de cambio.

El movimiento obrero nunca más será el heredero de las revoluciones rusa, china o cubana, sino que ahora deberá preguntarse cómo incorporar el cambio progresivo con justicia social y las reformas democráticas, a la movilización política de distintos grupos excluidos de la sociedad civil; el propósito sería la rearticulación de inéditos procesos de consolidación democráticos, junto al logro de nuevos compromisos con la sociedad.

Dentro de algunas facciones del movimiento obrero latinoamericano, los discursos presuntuosos que culpan al neoliberalismo de todos los males, no son más que actitudes utilitaristas para aprovechar ciertas ventajas que ofrece el resurgimiento de las posiciones políticas de izquierda, pues detrás de la arrogancia ideológica enaltecida por una gran parte de los burócratas sindicales, la vieja consciencia proletaria disimula aquello que, tristemente, expresó el Eclesiastés en la Biblia: "vanidad de vanidades, todo es vanidad. Generación va y generación viene; ¿qué es lo que fue?, lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho?, lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol".

Si las izquierdas y el movimiento obrero logran replantear el debate político sobre las utopías, entonces, el escenario discursivo podría convertirse en una mediación abierta hacia un horizonte de múltiples posibilidades para imaginar el cambio. Las utopías son importantes para la consolidación democrática del siglo XXI, porque intentarían demostrar que hay muchas cosas inconclusas en el mundo social, político y económico de América Latina y, por lo tanto, la riqueza de volver a debatir ciertas utopías, señala que aún no se han realizado varias aspiraciones por ser "otra sociedad y una mejor democracia", pero que se pueden realizar.

La búsqueda de nuevas identidades políticas, se emparenta con un principio de esperanza (Bloch, 1980) donde las utopías representan una dimensión antropológica esencial que está siempre en proceso de creación, en diálogo con todas las culturas y con múltiples variantes que las izquierdas pueden asumir como parte de una nueva reconstitución político-ideológica.

 

Notas

1 Sociólogo político, miembro de Yale World Fellows Program, Yale University. franco.gamboa@aya.yale.edu

 

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