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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.27 La Paz  2006

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

LA CRECIENTE DESILUSION CON LA DEMOCRACIA MODERNA EN AMERICA LATINA

 

 

H. C. F. Mansilla*

 

 


 

 

No hay duda de las ventajas de la democracia en comparación con sociedades autoritarias y totalitarias. Sistemas sociales opuestos a la democracia pluralista, como los modelos armonicistas derivados del corpus del marxismo (que creían poder integrar todas las «contradicciones» en una gran armonía utópica), han resultado ser poco flexibles y se adaptan difícilmente a entornos cambiantes. Como no posee instituciones de autorreforma, este tipo de ordenamiento social se halla expuesto a formas fácticamente incorregibles de abusos, burocratización, deficiente asignación de recursos y 159 corrupción en gran escala. Los regímenes más perdurables y resistentes son los que admiten conflictos en libre expresión y competencia: los mejores gobiernos, ante todo en la dimensión del largo plazo, han resultado ser aquellos de orientación liberal2, que exhiben una cierta descentralización y un carácter ideológicamente abierto, entre otras razones porque este modelo pluralista se basa en una visión más sobria y realista del Hombre, que toma en cuenta sus disparidades, vicios, ambiciones y desavenencias perennes3.

Pero los aspectos positivos de la democracia y la modernidad4son harto conocidos para celebrarlos otra vez, máxime si hasta antiguos marxistas, convertidos a las modas intelectuales del día, se consagraron a ello con encomiable celo (hasta más o menos 2000). Una dilatada producción en ciencias políticas y sociales puso el énfasis en el análisis de instituciones y estatutos, en elecciones y asuntos de gobernabilidad y finalmente en la llamada ingeniería política. La calidad, necesidad y pertinencia de estas investigaciones está fuera de toda duda. Estos enfoques teóricos han contribuido eficazmente a comprender la problemática latinoamericana de las últimas décadas, a diseñar reformas constitucionales y legales de considerable relevancia y a atenuarla cultura política del autoritarismo. Pero estas teorías institucionalistas tienen asimismo serias limitaciones que atañen directamente al tema aquí tratado. Una porción del desencanto con la democracia se debe a la creencia de que la ingeniería política, los cambios institucionales y la instauración de una economía de libre mercado bastarían para generar democracias duraderas y bienestar colectivo. Considerables expectativas ligadas a los procesos de modernización, globalización y democratización han resultado una simple desilusión porque la inmensa mayoría de los cambios institucionales, los esfuerzos de la ingeniería política, las reformas electorales, la renovación de los Poderes Judicial y Legislativo y hasta la reducción del aparato administrativo-burocrático han modificado el país legal, pero han dejado bastante incólume el país real de la respectiva sociedad5.

Este breve texto intenta explorar algunas de las causas que en los útimos años propiciaron el desencanto con la democracia liberal y el ascenso concomitante del populismo y el indigenismo, teñidos estos últimos de elementos socialistas. En numerosos países de América Latina se puede constatar una desilusión creciente con los modelos vinculados a la democracia liberal pluralista y, al mismo tiempo, un renacimiento de la tradición cultural del autoritarismo (cf. Heras, Leticia, 2004: 23-37). Esto es particularmente claro en el ámbito andino desde Bolivia hasta el Ecuador6. El descalabro del sistema de partidos ocurrió paralelamente al desprestigio de las modernas élites tecnocráticas (Álvarez, 2003: 75-93). No se trata sólo de un mal desempeño económico de los regímenes liberal- democráticos, sino de una decepción cultural muy amplia. En este contexto Edelberto Torres-Rivas propuso una tesis interesante: la desconfianza hacia la política en general se traslada como desconfianza hacia la democracia en particular (1993: 88-101). Los nuevos partidos populistas y los movimientos indigenistas comparten, sin embargo, algunas normativas centrales con las élites tecnocráticas y los partidos liberal-democráticos en lo referido a las metas últimas del desarrollo histórico, sobre todo una ceguera sintomática ante factores decisivos de la modernidad. A largo plazo, esta temática puede resultar de vital relevancia.

El núcleo de la problemática tiene que ver, por consiguiente, con la pérdida del espíritu crítico de parte de las ciencias políticas y sociales. Pongamos por ejemplo los enfoques institucionalistas confundieron % a menudo premeditadamente % medios y fines: la senda de la democratización, ciertamente indispensable, fue identificada con la consecución de una sociedad razonable. Estas teorías pasaron por alto la probabilidad de que importantes factores y pautas evolutivas del mundo contemporáneo no sean favorables a objetivos razonables de largo aliento. En algunos casos, esta carencia de un genuino espíritu crítico se debió parcialmente a que muchos de los propagandistas de la democracia representativa y pluralista han exhibido la misma actitud apologética y laudatoria que demostraron ante los regímenes socialistas cuando estaban bajo la influencia casi mágica del marxismo. Sobre todo en América Latina, entre 1980 y 2000, se generó una ola a crítica de defensa de la democracia moderna de corte occidental y de la economía de libre mercado, que olvidó un punto esencial: por más perfecto que sea, el modelo democrático basado en el liberalismo económico es, en el fondo, sólo un medio para alcanzar fines ulteriores, un camino para lograr metas realmente importantes a largo plazo. Entre ellas se hallan, por ejemplo, el bienestar de la población, su perfeccionamiento ético y la reconciliación con la naturaleza.

Lo que podríamos llamar la calamidad del presente estriba en que es teóricamente posible construir una sociedad más justa y razonable con base en los logros tecnológicos y organizativos pre-existentes, pero esta posibilidad se ve coartada por factores que se hallan allende el horizonte teórico-conceptual de las doctrinas de la transición e ingeniería democráticas. La desventura contemporánea reside en el hecho de que, por ejemplo, los problemas ecológicos, la evolución de la humanidad a largo plazo y la convivencia razonable de los mortales requieren de esfuerzos teóricos y hermenéuticos que van más allá de la compilación confiable de datos empíricos y de análisis de instituciones y comportamientos electorales; sólo para acercarnos a esta compleja problemática es menester la capacidad de atribuir sentido a nuestras acciones globales y de elegir entre varias opciones de futuro y, por consiguiente, la facultad de emitir juicios valorativos. Se puede aseverar que ni los intelectuales ni los políticos del presente disponen de estas aptitudes ni se preocupan por estos temas, puesto que sus intereses y los de la burocracia partidaria y estatal- administrativa giran en torno a cuestiones profanas de corto aliento.

Por otro lado, estas teorías de la democratización partieron de presupuestos equivocados y hasta anacrónicos con respecto a la construcción de una opinión pública amplia, liberal, crítica y esencialmente responsable de su labor. Esta no se da ni en las naciones occidentales más desarrolladas ni, mucho menos, en países del Tercer Mundo. Estas concepciones acariciaron, por ejemplo, ideas demasiado optimistas en torno al rol pretendidamente positivo y progresista que juega la televisión. Mientras más crece el ámbito que cubren la prensa, la radio y la televisión, más débil resultan ser su mensaje intelectual y su facultad de educación crítica. La dilatada cobertura de los medios masivos de comunicación % su aspecto democrático- popular % hay que pagarla mediante el incremento de una publicidad irracional cercana a la estulticia y la ruina de la vida privada e íntima. Si antes los medios se dirigían a un público 163 reducido que razonaba acerca de los asuntos públicos, hoy se dirigen a una masa de mediocres que sólo consume. Las consecuencias son funestas para la conformación de una opinión pública razonable y, por ende, para todo modelo de democracia: los medios sirven para transmitir mensajes desde arriba a las masas por medio de un autoritarismo suave y persuasivo, y no para esclarecer a la población o para brindar legitimidad a proyectos e ideas mediante el debate general y la fuerza de los buenos argumentos.

La actual situación de la humanidad es única dentro de un amplio contexto histórico, sobre todo en vista de (1) la capacidad destructiva de las sociedades contemporáneas, (2) el aumento exponencial de la población % y, muy particularmente, de sus demandas de un nivel de vida superior al actual %, (3) la dilapidación de los recursos naturales y (4) la posibilidad de un mundo de hacinamiento y estrecheces generalizadas en un lapso breve de tiempo. Los que propugnaron las reformas democratizadoras no llegaron a aprehender la gravedad de la situación global6, especialmente todo aquello que tiene que ver con la relación del Hombre con la naturaleza. A muy largo plazo los regímenes basados en el antropocentrismo % como lo han sido de manera paradigmática los sistemas socialistas % no estarán en la posibilidad ni de comprender ni de lidiar con los problemas del futuro; lo que se necesita a largo plazo es un orden de austeridad económica global y permanente, de contracción, y no uno de crecimiento ilimitado. Necesitamos una ética de la responsabilidad frente a la naturaleza y a nuestros descendientes, y esta no puede ser la tarea de muchos agentes aislados que persiguen sólo su ventaja individual, como ha resultado ser la democracia neoliberal de nuestros días. El futuro no tiene un gremio que represente política e institucionalmente sus intereses (Joñas, 1984: 55).

Anticipando el resultado de esta crítica, se puede aseverar que después de largos años de transición a la democracia y 164 de un trabajoso ingreso a la mal llamada globalización, e tierras del Tercer Mundo el proceso de democratización ha generado notables edificios institucionales, legales y electorales que coexisten en curiosa simbiosis con estatutos normativos, costumbres ancestrales y prácticas cotidianas premodernas, particularistas y hasta irracionales. Muchas veces la democratización y la modernización han servido para revigorizar tradiciones premodernas y, de este modo, hacerlas más resistentes frente a impugnaciones realmente innovadoras. La democracia representativa, unida a la economía de libre mercado, está dirigida por élites y partidos políticos, cuya competencia técnica, cualidades morales y hasta common sense han resultado ser bienes notablemente escasos. No parece que esta situación vaya a cambiar en el futuro inmediato. Y no parece que esta constelación sea percibida como grave por la mayoría de la población, que se empeña en elegir libremente a gobernantes y grupos políticos de dudosa calidad. Uno de los problemas poco estudiados por los enfoques institucionalistas, pero de importancia esencial, se refiere a la calidad intelectual y ética de los grupos dirigentes encargados de implementar las reformas modernizadoras, introducir la economía de libre mercado, consolidar las democracias y asumir los gobiernos respectivos. A lo ancho y a lo largo del Tercer Mundo, se puede observar que estos estratos sociales, ahora consagrados a la ideología neoliberal, son fragmentos de las antiguas élites pro-estatistas, antidemocráticas e iliberales. Han cambiado ciertamente su discurso ideológico, sus hábitos ante la opinión pública y sus alianzas externas, pero siguen siendo la misma capa privilegiada de antaño con su mentalidad inextirpable de servirse eficazmente de los fondos fiscales % pero eso sí: ahora con una mejor educación cosmopolita y con inclinaciones tecnicistas y anti-humanistas (siguiendo, obviamente, las modas intelectuales del postmodernismo). Las élites actuales, legitimadas democráticamente, han resultado ser grupos remarcablemente autosatisfechos, arrogantes y cínicos, lo cual no sería tan grave si estos grupos denotaran un mínimo de competencia administrativa, honradez en el desempeño de sus funciones y algo de interés por la estética pública. Lo que han logrado, y esto sin duda alguna, es la separación entre moral y política. Aparte del aspecto ético, esta cuestión está signada asimismo por una dimensión cognoscitiva intrincada y multifacética, lo cual hace aún más improbable que políticos y funcionarios puedan estar en condición de entender y solucionar los desafíos de nuestra era. Algunos procesos del presente y del futuro estarán plagados de incertidumbre y complejidad básicas: ejemplos de ello son el impacto de la acción humana sobre el clima y la brecha entre el «tiempo político» y el «tiempo de los problemas». Las preocupaciones de los políticos y su horizonte temporal, determinado precisamente por factores democráticos tales como las elecciones y las exigencias de los votantes, son de plazo breve; las masas de los ciudadanos piensan en dimensiones de corto aliento y en soluciones simples, fácilmente comprensibles. Al carácter de estas demandas se amolda la programática simplista de los partidos y las propuestas demagógicas y falaces de los políticos. Pero aún dejando de lados estas prácticas detestables, las élites gubernamentales no tienen opciones para los grandes retos de índole más o menos inminente: «Las élites estatales no tienen idea de qué hacer», escribió el conocido analista Yehezkel Dror. «... Mi propia experiencia al asesorar a quienes toman decisiones de alto nivel ... refuerza una conclusión grave: inclusive cuando los principales políticos y sus asesores tienen el poder adecuado y incluso si tuvieran todavía más, muchas veces no sabrían qué hacer para enfrentar los problemas del siglo XXI» (Dror, 1997:68-71).

El elogio del cinismo, la celebración del «todo vale», la postulada separación entre política y moral y otras lindezas asociadas con las modas intelectuales del día han preparado el actual clima de laxitud ética, irresponsabilidad colectiva y 166 resentimientos anti-aristocráticos: así como la modernidad burguesa estuvo vinculada al liberalismo, la «cultura» postmodernista parece corresponder a la actual democracia de masas. Los políticos profesionales (tanto populistas como neoliberales) son personas con un nivel cultural bastante limitado y con un horizonte de anhelos muy restringido: potestas, pecunia y praestigium7. Precisamente en el marco de la democracia de masas tienden a parecerse a los presentadores de televisión y a los expertos en relaciones públicas, excluyendo todo indicio de intelectualidad y espíritu crítico. Sus escasos conocimientos son poco fundados, circunstanciales, fácilmente reemplazables; su máxima habilidad consiste en vender en el momento adecuado % y a buen precio % esas modestas destrezas a un público ingenuo que tampoco exige gran cosa de ellos. Parafraseando a un clásico (Edward Gibbon), se puede decir que no hay que suponer un anhelo elevado % la democratización de la propia sociedad %, si en el comportamiento de la clase política se puede hallar un simple motivo vil: el enriquecimiento mediante la corrupción.

A lo ancho y a lo largo del Tercer Mundo las élites contemporáneas han aprendido a celebrar elecciones totalmente limpias y correctas y simultáneamente a apropiarse de fondos públicos mediante mecanismos más refinados que en tiempos de dictadura; los mismos políticos, que por un lado propician reformas institucionales de indudable calidad y necesidad, se consagran, por otro, a aligerar el erario fiscal por medio de instrumentos genuinamente innovativos y endiabladamente eficaces. El aparato estatal neoliberal % enflaquecido, pero aun jugoso para aquellos que lo saben manipular % es utilizado para el enriquecimiento ilícito por los mismos funcionarios que implementan la necesaria 167 modernización del aparato burocrático y la inexcusable reforma del Poder Judicial. La misma clase política que propugna las reformas institucionales ha desplegado una envidiable destreza para que estas últimas no modifiquen esencialmente el marco de viejos privilegios y prácticas consuetudinarias donde esa clase ha actuado habitualmente.

En todo el mundo, la creciente desilusión con la democracia contemporánea se puede percibir en fenómenos concretos. Nunca, por ejemplo, se ha gastado tantos fondos como en los últimos años en la modernización de las policías nacionales, y nunca la inseguridad ciudadana ha sido mayor (Rotker, 2000). Jamás se había discutido tanto sobre temas de medio ambiente (incluidas las muchas cumbres presidenciales y la creación de innumerables instancias consagradas presuntamente a cuestiones ecológicas, como el Ministerio de Desarrollo Sostenible en Bolivia), y nunca se han aniquilado tantos bosques como en los últimos años (Torres et al., 2005:1 li­li 3). Nunca en el Nuevo Mundo se hicieron tantos esfuerzos modemizadores para ampliar y mejorar las autonomías municipales, y jamás se dio una ola similar de corrupción y apropiación privada de fondos fiscales en el ámbito de las alcaldías y regiones descentralizadas.

Uno de los componentes básicos de la legitimidad democrática contemporánea se asienta en la capacidad de la sociedad respectiva de brindar un nivel de vida decoroso a la masa de la población, nivel que está determinado en gran proporción por las exigencias siempre crecientes del público y éstas, a su vez, por lo ya alcanzado en las naciones altamente desarrolladas. Se trata, obviamente, de demandas elásticas (hacia arriba), que presuponen un aumento incesante de las actividades económicas de toda índole y, por consiguiente, sobrecargas cada vez mayores sobre los frágiles ecosistemas de todo el planeta. La concepción de un crecimiento económico ilimitado pertenece, como se sabe, a la dogmática del neoliberalismo, al núcleo del llamado desarrollo sostenible y 168 'as versiones populares del postmodernismo. En vista del carácter finito de la Tierra y los recursos naturales y considerando el incremento de la contaminación ambiental y el estado precario de los ecosistemas, estas doctrinas están edificadas en simples ilusiones, que los políticos, los responsables de los medios masivos de comunicación y hasta los teóricos de la transición democrática y la modernización se cuidan mucho en mantener y fomentar como tales. En realidad la idea de un crecimiento irrestricto es un mecanismo de auto- engaño, que parte de presupuestos falsos, pero que tiene la función principalísima de tranquilizar las consciencias. De la misma forma, la competitividad a cualquier precio, la modernización a ultranza y el desarrollo como fin en sí mismo constituyen mitos contemporáneos basados en una lógica deleznable y en una total irresponsabilidad de cara al porvenir. En la praxis han significado que la economía tradicional de muchas sociedades ha sido destruida, sin que una alternativa aceptable haya tomado su lugar, que el futuro del país respectivo fue hipotecado a instituciones supranacionales y que el medio ambiente fue destruido de modo que nunca más podrá regenerarse. El fracaso del socialismo en la Unión Soviética y en países afines se debe, en parte, a que las autoridades de esos países trataron durante décadas de alcanzar el paradigma occidental % incriminado, odiado, envidiado e imitado simultáneamente %, lanzando a sus pueblos a una competencia que resultó mortal.

Los demócratas neoliberales comparten con populistas y socialistas algunas normativas básicas de la evolución histórica: el desarrollo y el crecimiento incesantes han sido convertidos en valores mágicos y casi sagrados, el desprecio por precauciones conservacionistas y ecologistas se mantiene pese a una cierta retórica de moda bajo el lema del «desarrollo sostenible», y la edificación de un gran aparato productivo permanece en cuanto prioridad de política pública. Estas corrientes denotan, en el fondo, fuertes inclinaciones industrializantes, si bien la antigua consigna de «substituir las importaciones» haya sido cambiada por la de «diversificar la producción y las exportaciones». «Bajo la hegemonía del neoliberalismo», afirmó Fernando Mires, «se consuma una tendencia que venía anunciándose desde los años treinta, a saber: la autonomización del pensamiento económico por sobre todas las demás disciplinas del saber social» (Mires, 1993: 63). El medio se ha convertido en el fin por excelencia. El mercado no puede solucionar dilemas ecológicos pues no posee ningún instrumento para tratar problemas normativos.

Las teorías institucionalistas y las de la transición a la democracia han pasado por alto algunos hechos socio-políticos que apuntan a una apatía e indiferencia muy difundida de la población, unidas a metas existenciales de carácter muy prosaico. Los institucionalistas se olvidan de la carencia de virtudes cívicas y de la enorme apatía de la población con respecto a temas socio-políticos8, apatía totalmente comprensible por la absoluta estulticia y corruptibilidad de la clase política en casi todos los regímenes. Pero hay otras causas más profundas y permanentes para este fenómeno. Como se sabe por importantes investigaciones empíricas inspiradas por el psicoanálisis social, la apatía viene de la mano de un potencial de comportamiento autoritario y de la debilidad del ego en la actual sociedad hiper desarrollada, que no ha reducido, sino que ha modificado el patrón general de los prejuicios, dirigidos, como siempre, contra el otro, los disidentes, los que se atreven a pensar de manera diferente. La agresividad se vuelca contra los débiles y las minorías, la sumisión hacia los fuertes se hace patente y surge el anhelo de gobiernos autoritarios y entes colectivos vigorosos. Precisamente las personas de un yo débil cultivan un narcisismo colectivo y creen que la realidad del momento dado es el horizonte insuperable e inescapable de todo pensamiento y proyecto. La cultura contemporánea de masas, con sus propensiones anti-intelectuales, anti-aristocráticas y anti­históricas, han debilitado al espíritu crítico, que ha sido una especie de barrera contra los peligros del totalitarismo. El tipo predominante del autoritario actual combina cualidades que sólo a primera vista parecen antagónicas: posee simultáneamente destrezas técnicas y prejuicios retrógrados, es celoso de su independencia y tiene miedo de no ser igual a los demás, se viste de manera extravagante y sigue devotamente las convenciones de su grupo, se cree progresista y es cínico, se considera individualista y se somete fácil y gustosamente a las modas y la autoridad del momento (Adorno, 1964:228).

El pluralismo y el relativismo a ultranza enfatizan la multiplicidad en contra de las normas generales que sirven a la comprensión de los humanos entre sí; subrayan la competencia irrestricta contra la necesaria cooperación entre los actores sociales; sobrevalúan el presente variopinto contra la presunta monotonía del pasado. Todos estos elementos, celebrados ahora por corrientes neoliberales, populistas y postmodernistas, contribuyen, sin embargo, a dificultar uno de los objetivos más nobles y más caros de la evolución humana: la convivencia razonable de los mortales. Las teorías relativistas fundamentan y celebran la decadencia de la razón práctica y de toda doctrina axiológica porque se basan en un desencanto radical, típico de la modernidad: se apoyan en una comprensión de la actividad científica como herramienta del poder (la ciencia en cuanto técnica para mejor disponer de recursos), en un concepto mecanicista de la naturaleza, en la relatividad de todos los valores, en una antropología del conflicto perenne, en la contradicción entre naturaleza y política, en una noción restringida de racionalidad y, ante todo, en una visión de la vida como instinto y estrategia de supervivencia, que niega explícitamente el bien común y el anhelo de felicidad. Se trata, obviamente, de una opción teórica entre otras, tan proclive al error como otra instituida sobre principios teológicos, tradicionales o metafísicos.

Por ello lo conveniente parece ser un pluralismo moderado que se mueva entre parámetros apreciados y respetados por todos, como son % o deberían ser % los derechos humanos. El relativismo cultural, que es una conquista importante de la modernidad, debe ser relativizado a su turno. El individuo en sociedad requiere necesariamente de una moral que refrene y canalice sus exigencias siempre crecientes: las instituciones restringen ciertamente sus instintos e intereses, pero enriquecen su vida cultural y social y, ante todo, preservan los derechos de terceros, que tienen la misma dignidad ontológica que los primeros. Tenemos necesidad de leyes y estatutos de alguna manera imbuidos por la noción del bien común, para evitar la caída del Hombre en la anomia y la destrucción: la democracia pluralista y el mercado libre, en cuanto la encarnación de la necesaria autonomía de las instituciones humanas, deben funcionar en el marco de valores generalmente admitidos y practicados.

Tenemos asimismo que recobrar la capacidad de decir no a las dilatadas estulticias sociales, difundidas por los medios masivos de comunicación. «Hay que reanudar la crítica de nuestras sociedades satisfechas y adormecidas», escribió Octavio Paz, y «despertar las consciencias anestesiadas por la publicidad» (Paz, 1992: 14). Por todo ello, debemos pensar en revalorizar concepciones que no tienen precisamente que ver con democracia ni con modernización: la idea clásica del bien común, el retorno a la tradición entendida como herencia crítica, la religiosidad en cuanto dotación de sentido y la revalorización de la aristocracia como factor para diluir la alienante cultura moderna de masas y refrenar las plutocracias mafiosas. Antes, las masas tenían vergüenza de su vulgaridad; ahora proclaman orgullosamente su «derecho a la vulgaridad» y tratan de imponerlo (exitosamente) dondequiera. Desde una perspectiva histórica de largo aliento, se puede afirmar que las masas disfrutan actualmente de un cierto bienestar material, pero desprecian los esfuerzos científicos y teóricos que son la precondición del avance técnico. El narcisismo de estas masas educadas sólo técnicamente % pero con un exitoso barniz modernizador % está contrapuesto a la austeridad, auto- exigencia y autodisciplina del espíritu genuinamente aristocrático (Ortega y Gasset, 1964: 42, 72 sq., 77).

En el presente requerimos, por lo tanto, de una razón objetiva que vaya allende el análisis de los medios y cuestione también los fines de la organización social. Una razón que transciende el instrumentalismo % el cálculo de estrategias % se preocupa por objetivos no cuantificables como el bien común, la conservación de los ecosistemas a largo plazo, la vida bien lograda, la moralidad social y la estética pública. La vida bien lograda no significa una vida de excesos materiales, sino una de convivencia razonable con los otros. Para ello se necesita una consciencia de las limitaciones de nuestro planeta, limitaciones que impedirán, a la larga, el reino de la fraternidad colectivista, la igualdad de los mortales y la realización de una democracia radical y que tendrán, a su vez, consecuencias deplorables: la erección de una nueva dictadura tecnoburocrática o populista-nacionalista que se consagre autoritariamente a administrar la futura escasez universal.

 

Notas

* Doctor en Filosofía y Analista Político

1. El liberalismo clásico, con base ética y tendencia humanística, no debe ser confundido con el neoliberalismo del presente.

2. Cf. el ensayo que no ha perdido vigencia: Huntington, Samuel (1992). Democracy in the Long Haul. Journal of Democracy,(Washington)7 (3), pp. 3-13, especialmente p. 12 sq.; la discusión de esta temática dentro del debate liberalismo versus comunitarismo: Pfahl-Traughber, Armin (2001). «Gemeinwohl» versus Freiheit. Zur Auseinandersetzung zwischen Kommunitarismus und Liberalismus («Bien común» contra libertad. Sobre el debate entre comunitarismo y liberalismo). LIBERAL (Bonn). (1), pp. 16-20; y el brillante compendio de Kerstin, Wolfgang (1999). Theoriekonzeptionen der poíitischen Philosophie der Gegenwart (Concepciones teóricas de la filosofía política del presente). En Greven, Michael y Schmalz-Bruns, Rainer (comps.) Politische Theorie %% heute (Teoría política %% hoy), (pp. 41-79). Baden-Baden: Nomos, especialmente pp. 71-76.

3. La amplísima teoría de la modernización convencional (mayormente de procedencia norteamericana) y muchas escuelas afines celebran la bondad y positividad de la democracia occidental y de la modernización material en cuanto metas normativas irrenunciables y obligatorias, presuponiendo, además, que ambos fenómenos tienen lugar más o menos simultáneamente y por causación mutua. Cf. Nisbet, Robert (1981) y el número monográfico de Trayectorias. Revista de Ciencias Sociales (Monterrey), 7(19). septiembre-diciembre de 2005 (dedicado al tema: «Desafíos de la teoría social»).

4. La única voz critica dentro de los enfoques institucionalistas: O'Donnell, Guillermo (1996: 70-89) y O'Donnell (1997: 153 sq).

5. Cf. entre otros: Tanaka, Martin (1998). Los espejismos de la democracia. El colapso del sistema de partidos en el Perú. Lima: IEP; García Linera, Alvaro et al. (2005). Democracia en Bolivia. La Paz: CNE.

6. Cf. los ensayos críticos de Arenas. Nelly (2003) y de Mires, Fernando (2000).

7. Poder, dinero y prestigio conforman desde la Antigüedad clásica los valores normativos de los políticos que exhiben propensiones anti-aristocráticas y dicen representar los intereses de grupos emergentes de los estratos medios y bajos. Prestigio abarca también el significado de fascinación mágica, ilusión y hasta engaño %% además del de autoridad o reputación %%, atributo muy importante para los políticos de todas las épocas y latitudes.

8. Para una visión diferente, cf. Hengstenberg, Peter et al. (comps.). (2000). Zivilgesellschaft ¡n Lateinamerika (La sociedad civil en América Latina). Frankfurt: Vervuert.

 

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