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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.27 La Paz  2006

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

ÉTICA, MARXISMO Y MOVIMIENTOS SOCIALES

 

 

Silvya De Alarcón*

 

 


 

 

Introducción

Bolivia ha vivido en los últimos años fuertes procesos de convulsión y demanda social que han transformado radicalmente las relaciones de dominación intra estatal y puesto en entredicho la configuración misma del Estado.

En la complejidad de visiones que han intentado dar cuenta de «la realidad que se despliega ante nuestros ojos», como decía el viejo Marx, las líneas que aquí siguen intentan vincular la reflexión y explicación acerca de los movimientos sociales con una comprensión de la ética y la justicia desde una perspectiva marxista.

Sobre un fondo previo e inevitablemente esquemático de cómo se ha concebido la ética en la tradición filosófica occidental, hemos tratado de indagar sobre lo que provisionalmente hemos reconocido como una pulsión de justicia -el contenido sustancial de la ética- en los movimientos sociales, para tratar de perfilar sus fundamentos y posibles repercusiones en el mediano y largo plazo en la construcción social boliviana.

Nuestra reflexión acerca de esta dimensión ética de los movimientos sociales se ha guiado por preguntas enmarcadas en criterios ontológicos y políticos. A nuestro entender, no es posible separar ambas dimensiones, menos aún en el marco que ha diseñado desde hace cuando menos 20 años el neoliberalismo como la más reciente forma capitalista de dominación y producción simbólica.

Docente Titular de la UMSA

La posibilidad de ahondar en esta temática podría enriquecer la comprensión del devenir de los movimientos sociales, particularmente en sus potencialidades de construcción de un nuevo ordenamiento social en Bolivia.

El Contexto

El siglo XX ha sido un siglo rico en acontecimientos y transformaciones sociales, políticas, económicas y tecnológicas que han cambiado definitivamente la configuración de la historia el mundo.

En ese escenario, tres modelos sociopolíticos han sido decisivos: el socialismo, el capitalismo de estado y el neoliberalismo. Ellos han diseñado complejas formas de interacción social y creado imaginarios colectivos, representaciones simbólicas del mundo, que han marcado el sentido de la acción política.

Con la caída del muro de Berlín, el capitalismo creyó zanjada su disputa con el socialismo por la hegemonía en el mundo y, en general, con todas las formas de pensamiento libertario y contestatario. Sobrevino entonces una arremetida política, económica y, sobre todo ideológica, el neoliberalismo, que pregonó el horizonte de un mundo unipolar, el «fin de las ideologías» y el mercado como el ente regulador por definición de la construcción social. En una correlación de fuerzas absolutamente favorable, en los años 80-90 el capital se dio a la tarea de concluir la tarea que había comenzado en el siglo XVII y que únicamente se había visto interrumpida por el estorboso advenimiento del socialismo: configurar el mundo a su imagen y semejanza, imponer el dominio secante del capital sobre el trabajo y desarrollar formas más complejas de explotación transnacional, refrendadas por modificaciones decisivas en las estructuras jurídicas, políticas y económicas estatales de todo el mundo.

Sin embargo, cuando nada parecía oponerse a este dominio avasallador, en distintas geografías pero en tiempos coincidentes, una sintomatología sistémicamente anómala comenzó a expresarse. Aquí y allá, los estados nacionales se convirtieron en escenario de protestas con demandas elementales pero diversas: empleo, representación política, derecho a la tierra/a la vivienda, etc. Paralelamente, una explosión de reivindicaciones étnicas, en algunos casos con componentes proto-nacionales, comenzó a cercar los ordenamientos estatales. La gran diferencia existente en las demandas enarboladas pero también en las formas organizativas de estas nuevas colectividades emergentes contestatarias, posibilitó acuñar el término «movimientos sociales» para denominarlas de alguna manera y posibilitar su explicación en orden a dos grandes perspectivas: procesos de movilización y estructuras de movilización (McAdam, McCarthy, Zald, 1999).

Los problemas prácticos y de orden teórico que abren los movimientos sociales son de gran complejidad, pero en última instancia -posiblemente sólo en última- tal vez se los pueda pensar a partir de una crisis de sentido en la articulación social alimentada por todas las formas de exclusión que ha desarrollado el sistema capitalista en las últimas décadas.

En lo que hace a América Latina, asistimos de pronto a un momento histórico en que el estado nacional, tal como lo hemos heredado de la tradición liberal republicana del siglo XVIII, está siendo interpelado continuamente no sólo en su legalidad sino prioritariamente en su propia legitimidad. La protesta no sólo apunta a la incapacidad del estado y los ordenamientos políticos para satisfacer los más elementales requerimientos de una vida digna para toda población, sino al papel y, en consecuencia, al propio sentido del estado.

En Bolivia y en esa perspectiva, García Linera (2005) reconoce en el trasfondo de los movimientos sociales dos fundamentos: la crisis del modelo neoliberal y la crisis del estado colonial. Ambas estarían en el trasfondo de las fuertes movilizaciones sociales que ha vivido Bolivia en el período 2000-20051.

Sintetizando los argumentos de García Linera, sería posible decir que la crisis del modelo neoliberal está asociada a los efectos del mismo:

1. Incremento de las desigualdades económicas, aumento de la precariedad y el desempleo, elevación de la tasa de concentración de la riqueza, reducción de la redistribución de la riqueza y limitación de las tasas de crecimiento.

2. Desencadenamiento de un tipo de desarrollo económico basado en el exclusivo protagonismo productivo de la inversión externa de tipo de enclave, de alta inversión tecnológica, bajo empleo, nula diversificación productiva y de exportación de las ganancias.

3. Ruptura de los lazos de articulación entre la economía moderna y globalizada del país y las economías, campesina tradicional y la economía mercantil familiar-artesanal

En lo que hace a la crisis del Estado colonial, dos son los temas centrales en la lucha política que interpelan la estructura colonial-republicana del Estado.

El primero se refiere a los actores sociopolíticos más influyentes del país que son básicamente los indígenas. Hoy en día, los movimientos sociales de mayor fuerza son o están dirigidos por indios. No había pasado eso desde 1899, en la época de la guerra federal con Zárate Willka (Condarco, 1982). La indianitud nunca como ahora pudo configurar un propio esquema que le permita disputar espacios de poder y manejo del gobierno que hoy logra consagrar como correlato democrático-liberal de un proceso ascendente de movilizaciones e interpelaciones al orden colonial existente. Esto es precisamente lo que los convierte en los sujetos fundamentales de la actual interpelación al Estado.

A partir del año 2000, estamos viviendo un ciclo de insurgencia indígena dirigida a disputar la conducción estatal y la hegemonía político-cultural de la sociedad. Este nuevo ciclo de movilización indígena tiene su antecedente en los años 70, con la emergencia del movimiento indianista-katarista en los ámbitos intelectuales y sindicales agrarios. Primero, será el movimiento indígena de tierras altas el que cobrara presencia y discurso interpelador en los años 70-80s; luego serán los indígenas de tierras bajas los que visibilizarán los mecanismos de exclusión de decenas de pueblos olvidados por la sociedad como sujetos de derecho y, a mediados de la década de los 90s, los cocaleros se convertirán en el sector que mayor esfuerzo realizará para resistir las políticas de erradicación de la hoja de coca.

El segundo refiere a la capacidad de algunos de los movimientos que si presentan una orientación de poder. En la medida en que la movilización ha vuelto visible la exclusión política y la injusta distribución de la riqueza, ha retomado también las tradicionales palestras locales de deliberación, gestión y control, las asambleas y cabildos, para proyectarlas regionalmente como sistemas alternativos de participación y control público. Estas estructuras de movilización/organización han paralizado y, en oportunidades, disuelto momentáneamente parte del armazón institucional del Estado en varias regiones del país (altiplano norte, Chapare, ciudad de Cochabamba), construyendo escenarios de coexistencia de dos campos políticos con competencias normativas, unas veces como imbricación y, otras, confrontadas.

Este escenario complejo lleva a preguntas de fondo sobre el sentido y las expectativas de la convivencia social, sobre cómo construir un ordenamiento social inclusivo en medio de la gran diversidad étnica que caracteriza a Bolivia. Y es que aquí, la reivindicación de lo étnico no debe ser entendida únicamente como una lucha por mayor representación social y política sino como una genuina disputa por el control de los recursos naturales (agua, tierra, gas) que posibilitan la reproducción material de la vida de toda la población que habita este país.

Este momento de crisis estructural que vive Bolivia posibilita también reflexiones sobre los imaginarios colectivos, notablemente de fuerte raíz indígena, que articulan la acción política de los movimientos sociales y que propugnan -quizá de forma muy embrionaria todavía- nuevos sentidos de la construcción de lo social. A nuestro juicio, este es el componente más rico del proceso pues pone en juego temas como la libertad, los derechos, la ciudadanía y también, de forma nodal, la justicia como un criterio central de la estructuración social.

Es aquí donde entra en juego el tema de la ética. El sentido de la ética en la construcción social

Lo primero que uno puede preguntarse, y con justeza, es qué se entiende por ética y cómo actúa ella en el proceso de construcción de lo social.

Si se toma por referencia la clasificación que ha realizado Francisco Altarejos (2002), habría que distinguir cuatro grandes «tipos» de ética: 1) una ética de la virtud, expuesta por Aristóteles, orientada por la consecución de la felicidad y el bien común; 2) una ética del deber, desarrollada por Kant, centrada en una moral racional autónoma; 3) una ética del valor, planteada por M. Scheller, cuyo eje es la valoración moral; y 4) una ética discursiva, apuntalada por J. Habermas y K. O. Apel, que sustenta la bondad en el diálogo y el consenso.

Altarejos ignora en forma absoluta aportes como el de Hegel, para quien la ética se sustenta en una comprensión del mundo en términos de relaciones (no de cosas, ni de individuos) y cuya condición de realización por excelencia es el Estado. Consecuentemente, ignora también el aporte de Marx, que pone el acento en las condiciones materiales -objetivas y subjetivas- que posibilitan la formación de la conciencia individual y colectiva y, por tanto, fundamentan las tendencias libertarias y transformadoras del mundo. Desde Hegel y particularmente desde Marx, la ética debe ser pensada como una dimensión colectiva que pone en juego no sólo el sentido del mundo sino su propia materialidad. Por ello, el tema de la libertad, individual y colectiva, se redimensiona excluyendo todo voluntarismo en la acción.

El acento que pone Marx en las relaciones sociales de producción, sitúa la libertad en una dimensión social (en consecuencia, también su ausencia) y material-productiva. Dicho de otro modo, sólo se puede ser en tanto se es con los otros pero, además, en el proceso material de producción de la colectividad. De ese modo, así como no existe identidad sino es en colectividad, tampoco existe libertad sino es en sociedad. Esto da pie a interrogantes diversas: ¿Qué significa ser libre?, ¿cómo puedo ser libre con los demás?, ¿a partir de qué criterios ejercito mi libertad viviendo en sociedad? Entramos así en el terreno absolutamente ambiguo de cómo entender mi relación con los demás, asumiendo como principio que mi libertad es idéntica a la de los demás y, en consecuencia, que mis pautas para ejercerla no son más valederas que las de cualquier otro individuo.

La importancia de estas interrogantes salta de inmediato a la vista. Si el punto de partida es la individualidad, la posibilidad de un choque entre mi libertad y la de cualquier otro individuo es tanto más probable cuanto más individualmente defina mis pautas de comportamiento. A este respecto, ya Hegel (1987) había señalado precisamente lo que es la lucha a muerte entre dos autoconciencias. Si el conflicto puede ser pensado inicialmente desde la pura abstracción, una libertad frente a otra libertad, cobra mayor relevancia cuando la disputa está directamente relacionada con las pautas mismas de gestión de la libertad, la constitución de identidades colectivas (de clase, étnicas), el ejercicio del poder y un escenario específico de bienes en disputa.

A partir de lo dicho, se podría entonces establecer una definición provisional y operativa:

La ética es la manera de gestionar individual y colectivamente la libertad, bajo un criterio de justicia.

El tema de la justicia interviene aquí no como un elemento jurídico sino como el sentido que guía la construcción de lo social2, por tanto, que proporciona un horizonte de sentido en el cual se inscribe el conjunto de las relaciones que los individuos despliegan. La justicia viene entonces a ser una suerte de marco referencia! en el que confluyen, se organizan y delimitan los criterios de vida de la colectividad. Uno de esos criterios es el de la igualdad de los individuos entre sí a partir de su pertenencia al grupo. El punto de partida es que cada quien sea capaz de pensar al resto como un «semejante».3 Es a partir de él que se gestiona la vida colectiva. La ruptura de ese «ser semejante» es la injusticia.4

Ahora bien, en opinión de Francisco Piñón Gaytán y Joel Flores (2000),

La justicia es el vínculo que une a la ética con la política. Sin ella cualquier gobierno es despótico. La justicia no es una idea abstracta. Remite a la distribución de los bienes comunes, los cuales no son meras invenciones de los hombres sino productos de una evolución cultural y política de las sociedades. Tal es el caso de las libertades de pensamiento y de conciencia, la resistencia a la opresión y la seguridad de las personas, valores éticos y políticos que constituyen los cimientos de la sociedad moderna. El ejercicio de la política es ético cuando tiene como horizonte a la sociedad. La libertad, dice Jacques Roux, 'no es sino un vano fantasma cuando una clase de hombres puede dominar por el hambre impunemente a la otra ...La igualdad no es más que un vano fantasma cuando el rico, por el monopolio, ejerce derecho de vida y de muerte sobre su semejante' (p. 15, las cursivas son nuestras).

La referencia nos introduce de lleno en dos ámbitos: el tema de la desigualdad (en consecuencia, el poder, el dominio, de unos hombres sobre otros) y el de la distribución (en consecuencia, la riqueza producida en una sociedad). Ciertamente, dos temas íntimamente vinculados y motivo de un intenso debate entre marxistas y liberales acerca de la justicia. Las connotaciones del mismo son de importancia.

En su muy conocida Teoría de la Justicia, John Rawls (1997) proponía entender la justicia como imparcialidad bajo dos principios:

Primero. Cada persona tiene un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para todos, y Segundo. Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez que a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos. (1997: 67-68)

De principio, esta definición asume que la justicia tiene como condición la desigualdad social y lo que es más, que esa desigualdad puede ser entendida en forma positiva. Las circunstancias de la justicia, esto es, una economía competitiva y el desarrollo industrial, posibilitan que la desigualdad opere positivamente. Así, «la teoría de la justicia de Rawls sólo es aplicable a las sociedades industriales avanzadas, en las demás, sobre todo en las sociedades campesinas, no existen tales condiciones, y por lo tanto deben resignarse a carecer de los derechos y libertades básicas de una sociedad justa» (Piñón & Flores, 2000: 176)

Como es posible apreciar, tanto Piñón Gaytán y Flores Rentería, por una parte, como el propio Rawls -aunque de distinta forma- asumen que la justicia está asociada a procesos económicos y, en particular al tema de la distribución. La justicia, entonces, no es sólo un problema de igualdad ante la ley sino también de economía, porque es allí donde se materializa la desigualdad real entre los hombres. El punto es cómo enfrentar esa desigualdad.

Desde el punto de vista de la justicia, el liberalismo -y modernamente el neoliberalismo- pone el acento en la distribución: sería posible hablar de justicia en tanto se pueda redistribuir la riqueza producida en forma más o menos equitativa y garantizar su acceso en condiciones más o menos generales. Sin embargo, en ausencia de un estado regulador y ante la lógica voraz del mercado, esta preocupación ha sido atropellada y olvidada ante las grandes concentraciones de riqueza y los grados deshumanizantes de inequidad.

La antítesis de esta posición está en la concepción marxista, para la cual el problema no está en la distribución sino en el propio proceso de producción capitalista, fundado en la explotación del trabajo. Resumiendo las objeciones del marxismo, Kymlicka (1995), señala:

... una segunda objeción la primera está referida a los derechos iguales es la de que las teorías de la 'distribución justa' se centran demasiado en la distribución, en lugar de centrarse en las cuestiones más fundamentales de la producción (Young, 1981; pp. 199-208; Holmstrom, 1977, p. 361; cf. Marx y Engels, 1968, p. 321). Si todo lo que hacemos es redistribuir los ingresos de los que poseen bienes de producción a aquellos que no, entonces seguiremos teniendo clases, explotación, y por lo tanto el tipo de intereses enfrentados que convierten la justicia en una primera necesidad. En lugar de hacer esto, tal vez, deberíamos preocuparnos por transferir los mismos medios de producción. Una vez logrado este objetivo, las cuestiones de la justa distribución quedarían superadas. Este es un punto importante. Deberíamos preocuparnos por la propiedad, porque la propiedad no sólo permite que algunos incrementen sus ingresos, sino que además permite que algunos obtengan un cierto control sobre las vidas de otras personas. Un esquema de impuestos redistributivos podría dejar al capitalista y al trabajador con iguales ingresos, pero todavía dejaría al capitalista el poder de decidir de qué modo va a emplear su tiempo el trabajador. El trabajador, en cambio, carece de este poder, respecto del capitalista. (1995:183)

Kymlicka asume sin embargo que esta no es razón suficiente para desestimar el criterio de la justicia, bajo el argumento de la distribución del ingreso. Sin embargo, a nuestro entender, la objeción del marxismo tiene un argumento de fondo del que Kymlicka no da cuenta. Veámoslo con detenimiento.

En La Guerra Civil en Francia (1978), cuando analiza la Comuna de París, Marx afirma explícitamente:

¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Si, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción -la tierra y el capital- que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado (1978: 77).

Ya antes, en los Manuscritos de 1848 (Marx, 1985), había señalado que «la propiedad privada es, pues, el producto, el resultado, la consecuencia necesaria del trabajo enajenado, de la relación externa del trabajador con la naturaleza y consigo mismo» (p. 116). Entonces, cuando en 1871 afirma que la Comuna era «la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo»(1978, p. 76) y que, en consecuencia, «¡eso es el comunismo, el 'irrealizable' comunismo!» (1978, p. 77), cabe entender, primero, que la emancipación del trabajo es el punto nodal de la transformación revolucionaria; segundo, que esta emancipación tiene como correlato la eliminación de la propiedad privada y, tercero, que el tema es la forma en que los hombres producen materialmente su vida, no cómo distribuyen la riqueza producida por su trabajo, es decir, el ingreso. Lo que los hombres, las clases, disputan no es sólo cómo se distribuye la riqueza sino cómo se la produce.

Pero, entonces, ¿no hay en el marxismo una noción de justicia?

Si se mantiene la concepción liberal de justicia, está claro que no. Sin embargo, a nuestro entender, en esa «expropiación de los expropiadores» de la que habla Marx, hay una noción distinta de justicia. Ciertamente, es precisa una revisión minuciosa de la obra de Marx para perfilar mejor esta idea, pero en principio entendemos que el contenido de la justicia está en la igualdad real que es, ante todo, la construcción de una semejanza material productiva que fundamenta el conjunto de las relaciones entre los hombres. Esto es lo que Marx estaría afirmando cuando dice: «Emancipado el trabajo, cada hombre se convierte en trabajador, y el trabajo productivo deja de ser el atributo de una clase» (1978, pp. 76-77, cursivas nuestras)

El tema de fondo aquí no es el problema de la propiedad. Si caemos en la trampa de pensar que el comunismo se sintetiza en la eliminación de la propiedad privada estaríamos a un paso de entrar en la discusión de la distribución del ingreso porque el asunto de quién posee la riqueza se convierte en el tema fuerte. Dicho de otra manera, si enfocamos la propiedad en su consecuencia, la generación de riqueza apropiada y disfrutada por pocos, nos aproximamos inevitablemente al argumento de que lo que ha sido producido socialmente, la riqueza, debe igualmente ser disfrutado socialmente, llegando así otra vez al tema de la redistribución del ingreso.

A nuestro juicio, lo que hay que considerar en el tema de la propiedad privada es su causa y esa causa es el trabajo enajenado.

En su Primer Manuscrito (1985), Marx señala:

Partiendo de la Economía Política hemos llegado, ciertamente al concepto del trabajo enajenado (de la vida enajenada) como resultado del movimiento de la propiedad privada. Pero el análisis de este concepto muestra que aunque la propiedad privada aparece como fundamento, como causa del trabajo enajenado, es más bien una consecuencia del mismo, del mismo modo que los dioses no son originariamente la causa, sino el efecto de la confusión del entendimiento humano. Esta relación se transforma después en una interacción recíproca.

Sólo en el último punto culminante de su desarrollo descubre la propiedad privada de nuevo su secreto, es decir, en primer lugar que es el producto del trabajo enajenado, y en segundo término que es el medio por el cual el trabajo se enajena, la realización de esta enajenación (1985:116)

Por eso el comunismo apunta no sólo a la eliminación de la propiedad privada sino, esencialmente, a la emancipación del trabajo, a la destrucción del trabajo enajenado, posibilitando con ello la recuperación de la dimensión social comunitaria del hombre y del trabajo, a la par que el reencuentro del hombre con la naturaleza y, en consecuencia, consigo mismo. Marx sintetiza esta emancipación cuando caracteriza al comunismo como una asociación de productores directos.

Esta condición del hombre como productor, como trabajo libre y asociado, por oposición a la noción de trabajo enajenado, proporciona así el sustento material de otra forma de comprender la justicia. Dicho de otro modo, y en una terminología marxista ortodoxa, en lo sustancial, la justicia no pertenece al ámbito de la superestructura (no es un fenómeno esencialmente jurídico, por eso no se centra en la propiedad ni en la distribución del ingreso) sino de la estructura (son las condiciones de vida materiales, la forma en que los hombres producen materialmente su vida, las que establecen o niegan la igualdad entre los hombres).

Tentativamente entonces podríamos decir que en el marxismo la justicia seria el acto material de producción no sólo de una igualdad real sino de imaginarios colectivos que recuperen la dimensión social del sentido de la vida y, por tanto, la visualización y construcción de un sentido de destino común.

A manera de conclusión

La reflexión que hemos venido desarrollando acerca de los elementos fundantes de los movimientos sociales en la Bolivia de los últimos cinco años, así como la comprensión de la ética anudada en la noción de justicia, nos permite ahora formular algunas reflexiones que nos parecen importantes.

De principio, podría pensarse la ética como un elemento constitutivo y configurativo de los movimientos sociales en Bolivia a través de la noción de justicia. Esto nos permite leer las acciones de estos movimientos como una exigencia no sólo de ampliación de derechos sino de disputa misma de la construcción de lo social. En su reflexión, Michael Foucault (1987) señalaba que era reductivo ver el accionar colectivo como guiado únicamente por reivindicaciones económicas y que era preciso reconocer la dimensión política de su acción, o lo que es igual, la gente no sueña sólo con llenar el estómago sino que también ambiciona el poder. Vinculando esa idea con lo anterior, podríamos decir que la pulsión de justicia en los movimientos sociales en Bolivia aspira no sólo a destruir un orden de exclusión (la explotación, la inequidad) sino a construir un nuevo ordenamiento social -una forma más compleja de entender el poder- sustentado en una igualdad real y social cuya expresión es la forma comunitaria indígena (García, A., 1995).

Una segunda reflexión está referida a la forma práctica en que los movimientos sociales en Bolivia están asumiendo la construcción de una nueva colectividad nacional. Por oposición a los planteamientos de las oligarquías cruceña y tarijeña, que vienen impulsando las autonomías desde una perspectiva de fragmentación social, económica y política del estado nacional, los movimientos sociales han demostrado nuevamente una visión más compleja al demandar un destino común a partir tanto del uso y disfrute colectivo de los recursos naturales como de formas políticas inclusivas de autodeterminación. Esto necesariamente conduce a una nueva forma de pensar el estado (su sentido, su función) desde formas de empoderamiento indígena.

Cabría, por último, reflexionar acerca de la capacidad de totalización (en el sentido sartreano) que este empoderamiento indígena viene perfilando a través de sus formas discursivas y de movilización. Es importante reconocer en ello no sólo un ideario de que la transformación social, económica y política es posible, sino de que es éticamente deseable porque entraña una condición de justicia en el ejercicio de la libertad. Dicho de otro modo, no basta pensar la transformación desde sus condiciones de posibilidad (que también), es preciso asumir su condición de superioridad ética. Esto permite reconocer la importancia que ha tenido en las últimas elecciones el discurso del «liderazgo moral», propugnado por Evo Morales pero acuñado previamente en la lucha popular-indígena en las calles, a la vez que visualizar una nueva construcción del «nosotros» desde parámetros solidarios, comunitarios y genuinamente fraternos y responsables con el destino común.

Otoño de 2006

 

Notas

1. La llamada «Guerra del Agua» en abril del año 2000 en Cochabamba, el bloqueo de caminos en el altiplano paceño y las movilizaciones de maestros y cocaleros en septiembre-octubre de ese mismo año; el bloqueo de caminos en el altiplano paceño el año 2001; la revuelta de febrero en La Paz y la gigantesca movilización urbana y rural en octubre de 2003; por último, la movilización popular urbana en mayo-junio de 2005 que precipitó la convocatoria a elecciones generales realizadas finalmente el 18 de diciembre de 2005.

2. Eventualmente luego podrá también encontrar una formulación jurídica, ese era el sentido que tenía originalmente en Aristóteles, pero su sentido primario no es ése.

3. Se está evitando deliberadamente utilizar el término «igual» para evitar confusiones con la noción de igualdad formal ante la ley que sustenta el liberalismo. El sentido que aquí se está planteando, se expresa muy bien en el vocablo quechua «masi». Mi «masi» significa «mi par», «mi igual».

4. Nótese que no estamos mencionando la violación de la norma. La reflexión que hace, por ejemplo, Durkheim está centrada en torno a la violación de la norma como resultante de un acuerdo entre todos, de suerte que la sanción opera como una venganza de la colectividad en contra de quien ha roto el acuerdo y. por tanto, un ámbito del «nosotros».

 

Bibliografía

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