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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.25 La Paz  2004

 

ARTICULO

 

¿QUIÉN MATÓ A LUCY AL AMANECER INDIGENA? FRAGMENTO III

 

 

Tomás Lenz B.

 

 


¿Quién era Lucy? Una de las hijas de la acaudalada y temida familia Sarvía, que al solo nombrarla inspiraba temor y cuidado en el mundo de los ilegítimos terratenientes de la estepa andina, en el extremo sur peruano y el norte paceño de Bolivia.

De tez blanca bien cuidada, con cremas y lociones importadas de Europa, Lucy y algunas de sus dos o tres amigas más íntimas, contrastaban con el duro y desolado mundo de estas inhóspitas regiones de tormentas de nieve y gélidos vientos, donde Lucy se mostniba singular y única.

Sabía imponer su fuerte personalidad fuera y dentro de su casa o en sus encuentros eón los peones de las fincas, a los que defendía de los abusos de su poderoso hermano, pese a sus no más de veinticinco años de edad. Todos los vecinos del pueblo, ricos, pobres, señores y plebeyos sabían que era generosa, dispendiosa, desordenada y misteriosa en su vida íntima, siempre apurando el vaso de su apasionada existencia, como si presintiera que en cualquier momento se troncharía su fresca existencia de kishuara en flor, mecida por ululantes vientos. Este presentimiento era tal en ella que se hizo tomar una fotografía en el portal de un imaginado panteón, diseñado por ella misma, junto a María Aparecida, su amante. Lucy era una bella muchacha homosexual, temida y dura cuando la molestaban, tierna y leal para quienes le brindaban amistad y prudente comprensión.

Lucy, la muchacha de grandes, expresivos y a la vez tristes ojos negros y pelo castaño, peinado a lo garzón, era imprevisible. Volviendo de la ciudad y de visita a sus amigas, se mostraba toda ella como una cultivada chica de belleza trágica. Ladeada boina negra sobre su amplia frente y sus imprescindibles chales de cachemira, finos y perfumados, cubriéndole sus blancos y redondos hombros, muy a la moda francesa de los años veinte. O, cuando la otra Lucy emergía repentinamente de la negrura de la medianoche, con pesado poncho, revolver al cinto, sombrero borsalino de hombre, calado hasta las cejas, botas chorreadas de grueso cuero y espuelas de plata, irrumpiendo el silencio sepulcral del pueblo. El rechin.ar de cascos de un caballo bien herrado y relinchando era señal que anunciaba a los dormidos vecindarios de la pampa, la inesperada e inequívoca presencia de Lucy, la amazona de trasnoche que, sigilosa y felina, se apeaba en la puerta de calle de una blanca y modesta casita de techos bajos, en las afueras del pueblo, donde vivía María Aparecida, la sumisa y frágil muchacha de delicada sensualidad y profundas ojeras azules, haciendo de marco a sus grandes ojos tristes.

A la inesperada aparición de Lucy, los soñolientos habitantes se persignaban encogidos de miedo y atisbaban por sus pequeñas y transpiradas ventanas, el insondable abismo de la noche.

¿Quién nomás podía ser sino Lucy?, que montada a lo hombre en su fiel caballo moro, llegaba de una de las tantas y mal habidas haciendas de sus progenitores que, dicho sea de paso, tenían en el pueblo la casa más señorial, tétrica y misteriosa, sobre la que se tejía historias que infundían miedo en el vecindario.

Los viejos del pueblo comentaban en voz baja que en las aciagas noches de agosto visitaba la casa un demonio que venía desde las cumbres nevadas en forma de lechuza, o simplemente como una titilante bola de luz que, silente, se aproximaba al pueblo, para posarse en1os techos de la casona y luego desaparecer en los interiores de la mansión. Y al día siguiente, todo el mundo juraba que a medio día un extraño hombre, nunca visto en el pueblo, cubierta la cara con una bufanda roja, salía de la casa de los Sarvía, dejando a su paso un fuerte olor a azufre, para luego perderse en fas inmediaciones del cementerio.

-¡- Es el diablo! ¡Es el diablo! ¡Ha venido a reclamar la vida de los Sarvía que a cambio de oro y plata le han entregado sus almas!, chillaba haciendo rechinar sus pocos dientes Florinda, la loquita del pueblo que, a altas horas de la noche, andaba como alma en pena por el atrio de la iglesia. O cuando pegada la enrojecida cara envuelta en raídos pañuelos multicolores, a los grandes ventanales del salón de billar del exclusivo Club Internacional de Tiro, mendigaba una copa de licor a los hacendados del pueblo que por las noches, entre copa y copa, jugaban hasta la madrugada del día siguiente.

Todos sabían que Lucy era marimacho (lesbiana) y su manera de vivir y vestir así lo confirmaba. Casi siempre con ropas masculinas de finos paños y sombrero borsalino de alas anchas. Muy diferente de su inseparable y guapa compañera María Aparecida, sumisa morena atrapada por la volcánica y posesiva Lucy.

María era bella, unos años menor, igualmente elegante, pero de indudable toque femenino. Era hija única de una familia boliviana, radicada en el cálido pueblo de Pelechuco dedicada al rescate de oro, quina y coca, y del que casi nunca salía, salvo para proveerse de mercancías para los lavadores de oro de los torrentosos ríos que bajan de la montaña. María había dejado el colegio Lourdes de La Paz, sin haber concluido la secundaria. Conoció a Lucy en el pueblito de Ulla Ulla, sobre el río Suchez cuando, viniendo de la ciudad, se quedó varada en una tormentosa semana de nieve y granizo que por días cortó las comunicaciones de arrieros de la zona, con el lejano y profundo Pelechuco. Desde entonces María se hizo compañera y amante inseparable de la dominante Lucy, que la deslumbró con las comodidades y caprichos que María estaba muy lejos de costearse con los modestos dineros que su padre, ocasionalmente, le hacía llegar.

No faltaban quienes sostenían que en las cumbres nevadas del cóndor jipiña, frente al pueblo, en plena cordillera, tenía con su amante María, una pequeña cabaña de piedra y paja, provista de comidas, bebidas y una pequeña vitrola, donde pasaban días y noches, imposibles e impensables para el mortal más loco de este mundo de soledades y silencios cósmicos.

Siempre juntas, fatalmente juntas, en el oráculo de sus agitadas vidas se la pasaban galopando por los amarillentos pajonales de la inmensa pampa de Soraicho, o en la pequeña hacienda Mucuraya, favorita de la familia, de enhiestos pinos mecidos al tibio viento que por las tardes aúlla su intémpore soledad.

Lucy hasta sus quince años, fue educada en uno de los exclusivos colegios de monjas de Arequipa y Valparaíso, pero no llegó a concluir sus estudios. Desde que hizo pareja con María, su presencia en la pampa fue más constante. Como casi siempre sucedía en las familias de los terratenientes, no necesita estudiar si lo tiene todo... Lucy era la menor de tres hermanos y también la más guapa. La otra hermana, Corina, la mayor, con su larga estancia en Chile no había dejado de ser una oscura, flacuchenta y tímida muchachita casada con un joven y atildado burócrata de una compañía mercante de Valparaíso, que sólo por una vez y nada mas, llegó a Cojata. Pese a la opulencia de la familia y las posibilidades de darse una vida holgada, Cori~a no pudo anclarlo a la soledad de la pampa, retomando a Chile para siempre donde procrearon una sola hija, Mercedes (Mechita) que a la temprana y extraña muerte de sus progenitores, terminó sus días en un convento de Arequipa, donde la encerró su influyente y poderoso tío, Juan Pasquier.

Lucy, cuandono estaba de viaje a la ciudad o alguna de sus fincas, se la pasaba noches enteras tomando chocolate caliente, jugando a los naipes con sus amigas de la infancia. O encerrada en su casa, casi siempre con dos de sus amigas más entrañables, soñando mundos de fantasía junto a la pianola. La una, su amante María Aparecida y, la otra, su amiga y confidente María Paz, con quién cultivaría una corta amistad, nacida en la infancia y circunstancialmente afianzada en las oficinas del correo y el telégrafo que administraba Hermilio, el hermano mayor de Pasaco, como cariñosamente la llamaban las familias importantes del pueblo.

Regularmente retiraba del Correo música de última moda en París y Lima y también revistas y periódicos de Arequipa. Estas eran sus fuentes de educación.

Como todos los vecinos instruidos del pueblo, vivía pendiente de la llegada del correísta, un viejo exponente colonial, que invariablemente los miércoles, a las tres de la tarde, desde la compuerta del Astupunku, a un par de leguas del pueblo, se anunciaba con el sordo y seco bocinazo de su pututo. Era el correo, un anónimo campesino siempre joven, de a pie, que tras caminar dos largos días, desde Huancané, traía la correspondencia (periódicos La Prensa y El Comercio y la revista Caras y Caretas, todos de Lima y, en algunos casos, El Mundo de Buenos Aires, todos ellos con noticias del teatro de guerra en la vieja Europa). Las pocas cartas que recibían los terratenientes del pueblo provenían de las casas comerciales y las agencias inglesas compradoras de lanas, que les adelantaban dinero con cargo a remesas de la lana rescatada de los pequeftos productores indios o de sus propios rebaños.

En los principales acontecimientos familiares de los vecinos del pueblo, la joven Sarvia sabía mostrar sus cualidades de eximia bailarina. Fox trots, valses criollos y también los de Strauss, así como los pasodobles españoles, tenían una cultivada intérprete en su menudo y bien formado cuerpo de amazona andina. Esto hasta sus veinte años, cuando fue alejándose del grupo social y familiar del pueblo pues sus inclinaciones homosexuales se acentuaron.

Si se le ocurría, también se perdía entre los monótonos aires de los alcoholizados sicuris del campo, bailando hasta altas horas de la noche con su inseparable María Aparecida y sus indios, que la querían y protegían por su siempre demostrado afecto hacia ellos. Bebía en la misma o mayor medida que los hombres tragos fuertes y finos como los rones de Jamaica o los brandys ingleses. Cuando la noche se la tragaba en la pampa, los piscos criollos nunca le faltaban en sus alforjas bien provistas de meriendas sancochadas de cordero.

Así transcurría la agitada e indómita vida de Lucy Sarvía, galopando en su negro caballo por las agrestes pampas, con la melena al viento y sus grandes y tristes ojos puestos en su incierto destino enmarcado en los recortados paisajes de los blancos nevados, tenuemente iluminados por los amortajados celajes andinos que no desaparecen hasta rayar el nuevo día.

Pero lo que Lucy ignoraba era la sigilosa vigilancia de la que era objeto por el Runtu, el rechoncho y siniestro criado de los Sarvía que ciegamente obedecía las instrucciones del doctor, que le había prometido entregarle a la Clementina, la rubia, ojiverde y chaposa ayavireña, criada de doña Avi. Era tan linda la cholita quinceañera, con su blanco sombrero almidonado de paja y toquilla celeste y sus floreadas polleras sobre sus insinuantes caderas, que les quitaba el sueño a más de uno de los señoritos del pueblo. Tal era así que, por las noches, cuando doña Avi por algún motivo abría su enrejada ventana a la plaza, desde las cuatro esquinas, linternas anónimas la enfocaban, con la esperanza de por lo menos ver a la muchacha. Y de esta moza estaba obsesivamente enamorado nada menos que el desaliñado Runtu, de más o menos treinta años, incondicional criado de Juan Pasquier Sarvía.

Patrón, si logras hacerme casar con la Clementina, tú podrás disponer de mi vida como del más fiel de tus perros, reclamaba el Runtu a su enigmático y poderoso patrón.

-  Este es el hombre que necesito, piensa Sarvía mirando al simiesco Runtu y en un solo impulso, lo toma de frente con sus finos y delgados dedos, hundiéndolos en los contrahechos hombros de su criado.

- Runtu... tú eres mi hombre de más confianza, para vos tengo una misión muy delicada, y solo tú y nadie más que tú puede complacerme. ¿Entiendes?

- Si patrón, todo lo que mandes, siempre...

- ¡No me digas nada...!, le interrumpe el patrón. Ya te he dicho que te la voy a entregar a la ayavireña en reconocimiento a mi pedido especial. ¿Conforme?

- Si, patrón, responde el Runtu, frunciendo el entrecejo, que ya tiene motivos para desconfiar de su patrón.

- Esto no lo comentes con nadie, ¡con nadie! ¿Entendido? Pronto recibirás mis instrucciones, ahora ve a hacer tus cosas.

El Runtu intuye en su pequeño cerebro que algo siniestro está maquinando su diabólico patrón.

- ¿Acaso no sé lo que has hecho con tu madre y tu hermano llegado de la Argentina...? Meditabundo se dirige al trasfondo de las caballerizas, su habitual lugar de trabajo, donde prácticamente pasa los días de su siniestra existencia.

- Por la Clementina, todo... todo soy capaz de hacer, monologa en voz alta. En su estrecha mente adivina que su patrón trama algo parecido a las trágicas muertes de su madre y del hermano forastero. Pero, ¿quién será esta vez?, se pregunta mientras cepilla a uno de los caballos favoritos del Dr. Sarvía.

Es marzo. Son las ocho de la mañana. Sarvía cruza a la acera del frente, se acerca al portón de los Lewis y con decisión da tres golpes. Al momento se abre una media puerta y en el vano emerge la figura de una garrida y alta muchacha blancona de grandes ojos claros, labios carnosos e insinuantes. Sarvía la mide de arriba abajo con sus felinos ojos verdes. Sin duda ésta es la ayavireña que ha enloquecido al Runtu.

- ¿Tú eres la Clementina?, le sonríe.

- Si, señor, le responde y sin saber por qué siente un extraño temor.

- Soy el doctor Sarvía, anúnciame a tu patrona.

Se alisa su blanco chaleco, en el que brilla una dorada cadena de reloj de bolsillo, y con paso firme ingresa a un saloncito de la casa. Al momento aparece la viuda.

- ¿Cómo está madrina?, no se sorprenda, vengo a saludarla y traerle este presente que tenía guardado para usted, desde mi última estadía en Europa. Sarvía huele a finas colonias. ¡Siempre el mismo petimetre!, razona la viuda.

Sin más palabras, el médico saca del bolsillo de su chaleco una cajita de madera de sándalo de la que extrae un rosario de cuentas brillantes.

-   Lo compré en Lourdes; está bendito por el Obispo del santuario y perfumado con las aguas de la gruta.

Doña Avi está realmente sorprendida.

- Siéntate, Juan Pasquier, le dice

Con un ademán ordena a Clementina a retirarse. La muchacha siente que es indiscretamente observada por la espalda.

- ¿Así que esta muchacha es su nueva compañera, madrina?

A tiempo que se retira la vuelve a observar con sorprendida atención. Realmente es linda la cholita, musita muy bajito. No sé cómo, pero tengo que conquistarla para el Runtu.

Clementina siente que la presencia de este hombre la perturba. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me ha mirado así...?, se interroga la muchacha, mientras se dirige a los fondos del patio de la cocina.

-  Gracias, Juan Pasquier por tan lindo presente; pero algo más te ha debido traer a mi casa... soy toda oídos, le dice la madrina a tiempo de ofrecerle una copita de coñac.

-  Gracias madrina, nada especial, sólo vine a saludarla y participarle que está cerca el cumpleaños de Lucy, mi única hermana legítima a la que quiero mucho más desde la muerte de mi amada madre que de Dios goce, habla sin el más mínimo pudor, cabizbajo, simulando limpiar los cristales negros de sus anteojos.

Doña Avi lo mira de frente y sólo por un instante con disgusto poco disimulado. ¡Dios mío, qué cinismo! ¡Hablarme así, nada menos que a mí¡ Pero se repone y le contesta secamente.

- No la veo a tu hermana desde carnavales; nos saludamos de vez en cuando y nada más, si eso querías saber, responde doña Avi, como queriendo abreviar la ingrata visita.

Juan Pasquier se hace el desentendido y contra ataca, hablando como si nada.

-  Madrina, disculpe la impertinencia, ¿dónde se la ha conseguido a esta muchacha? En estas pampas no crecen flores tan lindas. Le pregunto porque quisiera una así para compañera de mi hermana Lucy. Cuando yo no estoy, ¡tan sola anda la pobrecita! La mira como estudiando sus reacciones.

-  Usted sabe, madrina, que mis ocupaciones en Arequipa y Lima me impiden velar de cerca los intereses de mi familia que están en manos de gentes en las que no confío.

La viuda se contiene para no exteriorizar su indignación.

- ¿Qué es lo que quieres saber, Juan Pasquier? Esta chica está bajo mi responsabilidad, me la entregó un proveedor de Ayaviri que tiene negoéios conmigo. .Y lo importante, su familia sabe que esta casa es respetable, le responde acentuando estas últimas palabras.

Le mira los huidizos ojos, buscando sus intenciones. El doctor ensaya una sonrisa. Ha asimilado la dureza de la respuesta y, con finas maneras, termina la copa de coñac insinuando otra más.

- No se moleste madrina que yo me sirvo otra copita, estos fríos parajes incitan a beberse más de una. ¿Y qué es de Luis Lorenzo? Sé que estaba en La Paz. Yo me cansé, madrina, de pedirle irnos juntos a Europa... ahora que está casado ya es tarde.

Luego de un breve silencio, Juan Pasquier se despide de la viuda, con una fingida atención de besamanos que estaba lejos de sentir. ¡Ya verás vieja condenada que pronto te la quitaré a la ayavireña ...!, silba entre dientes, en tanto cruza al frente de la calle, rumbo a su casa.

- Para mañana tenme listos los caballos y peones que me llevarán hasta Huancané, y de allí me iré a Puno sobre ruedas ¿entendido?

- ¡Sí patrón!

Pero el Runtu no le está escuchando. ¿Y la Clementina en qué queda? Piensa con horror que sus planes se pueden frustrar, está alarmado. ¡Este carajo se va a ir y cuándo volverá!

- Patrón, y la Clementina, ¿hasta cuando voy a esperar?

Le reclama en tono compungido y al borde de las lágrimas. Sarvía esperaba esta reacción.

- A partir de ahora todo va a depender de vos. Por ahora vigila de cerca a mi deshonrada hermana, ¿me entiendes o no?

-  ¡Sí, patrón! Ahora está clarito.

Achina sus ratoniles ojos y su mente se aclara. ¡Se va a deshacer de la Orkochi como lo ha hecho con su madre y su medio hermano!

El doctor se aproxima a una alacena, saca dos vasos, los llena con ron, le alcanza uno a su criado y levantando el suyo frente a sus narices le espeta.

- La Clementina será tuya cuando mi hermanita se vaya al infierno ¡y bien pronto!

El Runtu hace lo propio; frunce las cejas, le mira a los ojos y con firmeza alza su copa y brindan por el triste y desgraciado sino de dos inocentes mujeres. ¡Salud! Del cajón de una alacena retira una caja de madera, la abre y se la entrega al Runtu.

- Tú sabrás como usarlo, es un Colt 44 de cinco tiros.

Han pasado cuatro largos meses. Juan Pasquier está en Lima, pero en contacto telegráfico casi semanal con su fiel criado.

- ¿Todo marcha bien?

-  ¡Todo bien, patrón¡ ¡Y que sea pronto, doctor! Hablan un lenguaje sólo comprensible para ellos.

- No puedo entender de qué hablan Juan Pasquier y el Runtu, todas las veces es lo mismo: ¿todo bien?, ¡todo bien!, comenta con su mujer, Hermilio, el telegrafista.

-  Viniendo de donde viene, nada bueno puede ser, no te metas ni menos comentes con otras personas lo que escuchas, le aconseja Arminda, la diminuta esposa de Hermilio, también amiga de Lucy.

En el pueblo de Cojata, meses antes, sus vecinos se alistan para la fiesta grande de la Virgen del Carmen que convoca a los terratenientes de las más importantes comarcas de la frontera perú-boliviana.

Pero son también tiempos del despertar reflexivo en los adormecidos sectores de las aisladas y periféricas socio-economías feudales del sur peruano y extremo norte boliviano, donde el indio es la base y estructura del desarrollo hacenda]. El ideario revolucionario llega a las alturas andinas, un poco tarde, pero llega, inspirado en el cuestionante ideario de José Carlos Mariátegui y, sobre todo, en los manifiestos de Víctor Raúl Haya de la Torre y José Antonio Arze, del Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR) en el lado boliviano, que convocan a la rebelión a obreros y clases medias pobres de las ciudades y a los indígenas del anacrónico y despiadado régimen feudal.

A los pueblos del sur peruano llega El APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), partido de obreros y clases medias pobres, organizando marchas nocturnas por ciudades y pueblos, al estilo fascista, con teas encendidas, cau~ando alucinantes efectos de convocatoria y fervor revolucionarios en pueblos de la frontera perú-boliviana, sin alumbrado público. Estos movimientos no escapan a la pupila de los tiznados ponguitos, que azorados y curiosos escuchan, en el oscuro zaguán, arengas referidas a ellos. ¡Muerte a los explotadores! ¡Viva la revolución de obreros y campesinos! Y uno que otro aprista, agazapado dentro del grupo y al amparo de la oscuridad de la noche, se atreve a lanzar consignas antifeudales: ¡Abolición del pongueaje! ¡Reforma Agraria ya nomás!

Como consecuencia, en los territorios indígenas de la frontera hay extrañas andanzas nocturnas de unos indios jóvenes recién llegados del cuartel de Puno. En Umabamba, en la casa de Lino Calsina, un antiguo conscripto del cuartel-de Huancané, moreno, alto y fortachón, de unos treinta y cinco años, con el rostro firme y cetrino marcado por las huellas de la viruela, se reúne por las noches. Expulsado de la hacienda de los Sarvía, oficia de maestro de una escuelita de niños pastores, en una comunidad sin patrones de Amarete, en el lado boliviano del río Suches, su refugio temporal, de donde es oriunda su mujer.

Conocido por su temperamento rebelde contra los abusos de la clase terrateniente, ya había saboreado en dos ocasiones, el ocre sabor de su sangre en las cárceles de Huancané y Puno, administradas por blancuzcos guardias civiles norteños de Lima, odiadores de todo lo que trasciende a serrano, sinónimo de cholo o indio bruto de raza inferior, originario de las partes altas del sur peruano, al que el limeño, costeño, desprecia y margina de su mesa, pero igual explota en las grandes haciendas laneras del extremo sur peruano.

El viento silba en los pastizales de los ahijaderos del patrón. En la fría noche, dos lanudos perros de la casa olfatean en la pampa sin fin, el rumor de los cautos habitantes de la noche.

En el pequeño cuarto de olores penetrantes a cuero fresco de llama, a la difusa lumbre de un mechero de cebo, están sentados dos emponchados hombres con claras muestras de haber caminado leguas. Frente a ellos, el imponente Calcina les da la bienvenida en un enfático aymara.

- Les agradezco por nuestro encuentro; muy oportuno, ahora que los patrones están de fiesta. Como siempre, hoy bebiendo y bailando con nuestra música y mañana maltratándonos en nuestras propias tierras. En momentos mÁs llegará de Achacachi un ex minero, amigo de nuestra causa, para informamos lo que les está pasando a nuestros hermanos bolivianos.

Se incorpora y de un rincón de la habitación saca una botella de alcohol blanco con el membrete Cartavio.

- Para no enfriarnos, nos serviremos.

Con mano firme vierte el licor en un jarro de lata y cada quién de un golpe lo hace desaparecer en sus broncas gargantas. Se sienta luego sobre una banca de rústicas maderas y, atento, invita a Rojas.

Del grupo de complotados, uno es Angelino Rojas de Mekani, blancón de unos veinte años, alto y flaco, de nariz aguileña, pequeños ojos claros y expresión vigorosa y risueña. Ex soldado de infantería, todavía con el pelo corto e hirsuto, recién salido del cuartel. El otro, Anselmo, de no más de dieciséis años, de cara angular, tostada por soles sin memoria, y con la decisión de los aymaras heridos, marcada en sus tupidas y negras cejas. Viene de las alturas de Cailloma, hermano menor de Chalco, indio rebelde, misteriosamente asesinado el año pasado en las cumbres bolivianas del Catanthika, muy cerca a la laguna del mismo nombre.

- Bueno, Angelino, somos todo oídos.

Este se remanga el poncho sobre el hombro y de un viejo morral de soldado puesto en bandolera, saca unos impresos sucios por el notorio manoseo.

- Estos papeles me han dado unos civiles, cuando me salía del cuártel. Los he leído y he entendido que es cierto todo lo que dicen de nosotros, don Lorenzo. Con mi grupo de danza de los chunchos, hemos coincidido. Aprovechando que duermen, vengo del pueblo para hacerle llegar a usted para que, como maestro que es, lo difunda entre nuestros hermanos de la frontera.

Calcina los toma y en silencio los repasa rápidamente: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana", de Mariátegui. Y los que parecen ser más recientes: Excombatientes y Desocupados y La Defensa Continental, de Haya de la Torre.

- Es del fundador del APRA, sabemos que están creciendo en los pueblos del sur. Desfilan con antorchas por las noches. Este señor que dice nos defiende de la explotación de los gamonales, no es conocido por nosotros, pero sí por los empleados y los obreros.

- En el pueblo hay gente aprista, como el señor Choquehuanca, que se ha comprometido a darnos charlas y boletines. Ya tenemos un plan para que visite las ferias semanales del campo. Pero, antes nosotros queremos saber tu opinión don Lino, ¿no es así don Anselmo?

Este asiente con un decidido movimiento de cabeza.

Luego de revisar algunos párrafos de los manifiestos y cuando la cruz del sur se está recostando sobre las serranías de Huancasaya, los complotados, tensos y atentos, perciben que los perros gruñen inquietos. Lino se pone de pie, entreabre la pequeña y frágil puerta, otea la pampa y, al claror de la noche estrellada, a unos cincuenta metros, ve dibujada la silueta de un hombre alto y espigado, envuelto de pies a cabeza en una gris y gruesa frazada indígena de lana de oveja. Lino apresurado traspone de dos trancos la puerta y levanta la mano, como santo y seña.

- ¿Fermín Condori?

Como respuesta, el hombre apura el paso y ya en la puerta del cuarto se funden en un estrecho abrazo.

¿Quién es Condori? Un indio de treinta años, con quince de peón en las haciendas de un flagelador terrateniente achacacheño y quince de minero en los rajos escupidos de sangre de la Patiño. A pesar de su inicial mal de mina (tuberculosis), luce fuerte y vigor~sa figura de

hombre duro, de tez opacada por la enfermedad, pero con un brillo en sus aquilinos ojos que denotan una férrea personalidad. Luego de las presentaciones de rigor, habla.

- He venido en dos tramos. Ayer salí de Achacachi en un camión de la Matilde, la empresa Hoschild de Carabuco. Luego, pasado el medio día, me he acompañado con unos comerciantes que venían a la feria de Humanata. Salimos de este pueblo por la tarde, con unos paisaiws de ustedes, y aquí estoy. Me aconsejaron caminar por la noche para no toparme con sus guardias civiles que dicen andan tras los traficantes de cueros de vicuña.

- ¿Es cierto?

- Así es, pero lo que decomisan es para ellos, contestaron al unísono.

-  Bueno, hermanos, me han delegado las comunidades y haciendas de Achacachi, para buscar una alianza entre hermanos de Bolivia y Perú. Después de la venganza de los hermanos de Jesús de Machaca, se ha desatado una feroz persecución de nosotros. Los patrones en el campo y los policías y el ejército en las ciudades y las minas, donde la sangre de mis camaradas muertos en Uncía todavía esta fresca.

Los indios de las cumbres de la frontera lo escuchan atentos, pero sin entender mucho, siguen atentos a Fermín.

- Los hermanos mineros son indios como nosotros; en el sindicato y el socavón aprendimos lo que es explotación y desprecio, y también cómo y cuánto se enriquecen a costa de nosotros, que salimos de la mina como yo, escupiendo sangre.

Fermín calla por un momento, su mente retrocede a la mina, al sindicato, la asamblea, al ulular de las sirenas, el tableteo de las ametralladoras y el frío silencio de los muertos velándose en la sede sindical. Saca un sucio pañuelo, se tapa la boca donde florece una rosa roja, testimonio inseparable de su vida de minero.

- Perdón, cuando hablo de los indios y los mineros, no puedo evitar volver allá, donde he pasado lo mejor y lo peor de mi vida, junto a mi compañera Candy, que ha muerto hace cinco años, de parto mal atendido, dejándome dos hijos que ahora viven conmigo, junto a mi familia, en las orillas del lago.

Los indios peruanos, como adentrados en el alma de Fermín, guardan respetuoso silencio y, como prueba de solidaridad andina, sacan unas cuantas hojas verdes de sus chuspas, que fraternalmente pasan de mano en mano.

- Bueno, ¡al grano compañeros!

Fermín se sacude de sus penas y vuelve a ser el duro dirigente minero.

- En La Paz, corre el rumor de que puede haber guerra con los paraguayos. Se habla de conscripción militar; de reclutamiento de indios en edad militar, hasta aquí pasable. Yo pertenezco a la zona de las haciendas de los saavedristas de Achacachi, que con la rosca minera, gobiernan mi país. Y lo grave es esto: nosotros iríamos forzados a la guerra. Los patrones entregarían de cinco a diez indios capturados en la hacienda, por cada hijo de patrón . que de este modo se liberaría de ir a la guerra. En una palabra, nos canjearían por los señoritos hijos de los patrones.

El ex minero mira a los pastores de la frontera. Estos, en silencio, también intercambian miradas.

- ¡Qué mierdas! ¿Y qué es en concreto lo que quisieran de nosotros, Fermín?, interroga Lino. Este los escudriña, uno por uno, con su convicta pupila de dirigente de masas de

dinamita y pólvora.

- De ser como están hablando los patrones, quisiéramos saber si la zona de la frontera, por algún tiempo, puede ser un refugio de nuestros jóvenes perseguidos por las patrullas militares de mi país.

Lino por un instante cierra los ojos y su mente recorre las inmensas y aparentemente vacías laderas de los gigantes de hielo, salpicadas por decenas de dispersos caseríos indígenas, apenas denunciados por los enrarecidos humos de los fogones aymaras. En buena parte, son leguas y leguas de territorios usurpados y explotados por la rapacidad de gentes venidas de dentro y fuera del país, al amparo de un Estado extranjero y violador de la nación andina. Lino levanta la cabeza y habla calmo.

- Diles a los hermanos de Bolivia que los acogeremos si son perseguidos. Quisiéramos que sea igual con nosotros, si el caso se da, como parece con los ecuatorianos.

Los tres hombres se levantan y en el pequeño cuarto, apenas iluminado, sus figuras se agigantan como cíclopes, comprometiendo sus vidas en la defensa de sus hermanos, involucrados en guerras de rapiña, como siempre ha sido por la plata del Potosí, el mar y salitre de Mejillones, donde han muerto miles de soldados de nuestra raza... Y ahora el petróleo del Chaco, cuántos nos quitará.

Ya al filo del amanecer, la mujer de Lino entra al cuarto con una merienda de papas y carnes recién salidas de la olla.

-  Marijose, él es Fermín, del que hablamos, un paisano tuyo y compañero nuestro de luchas mineras.

Ella se inclina a modo de saludo, mostrando en el marco de su oscuro reboso, una fraternal sonrisa. La amareteña habla muy poco aymara, la lengua de su marido. Alta y bien formada, vestida a la usanza de las mujeres aymaras, extiende el caliente envoltorio de comida recién salida de la olla; la abre sobre un batan de piedra y les invita a comer.

- Sírvanse, hermanos, que buena falta les hace en este frío de la madrugada. Mucho gusto de conocerte, paisano Fermín, siéntete como en tu casa propia; tengo algo especial para tu largo camino de vuelta.

Los hombres se arremolinan en tomo a la improvisada mesa de piedra. Marijose, como todas las mujeres andinas, no participa de la matinal merienda. Se acurruca en una esquina del cuarto y, maternal y feliz, observa cómo los hombres degustan la comida.

Los primeros cantos de Jos gallos anuncian que está por amanecer. Los acuerdos están tomados. Fermín será el guía para los refugiados de Bolivia y Lino para los peruanos, si los casos se dan así.

Marijose se va a la cocina y retoma con una incuña (pequeño mantel de lana de oveja) donde está una calentita y adecuada merienda para el largo camino de retomo que debe emprender Fermín quien, gratitud de por medio, la hace desaparecer en su morral.

Los hombres se abrazan y antes que las palabras, sus rostros expresan la decidida iniciación de prontas luchas indígenas a lo largo y ancho del extenso lomo andino perú-boliviano.

Una aurora de liberación alumbra los irredentos territorios aymaras y quechuas de estas alturas. La Pachamama está fecundada para los alumbramientos de nuevos hombres y mujeres que, años después, se alzarían para expulsar definitivamente a los invasores, a sus hijos y a los hijos de estos.

Así como había llegado, Fermín, el ex minero, se pierde en el horizonte de la brumosa madrugada de la pampa. Angelino retoma al pueblo, donde está la fiesta y Chalco, el más jóven de los conjurados, se va rumbo a Canlloma, en las faldas del Catanthika.

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Lucy y María han llegado de Arequipa pero, como siempre, aparecen y desaparecen del pueblo. En tomo a sus andanzas, las gentes del pueblo tejen todo tipo de historias.

Las puertas de la casa de los Sarvía, cerradas como siempre, sólo se abren a la media noche o cuando los gallos están cantando, para dar paso a los sudados caballos de las muchachas, que nadie sabe de dónde vienen. Salvo la loquita Florinda, que desde la puerta de la Iglesia donde pasa sus noches, en su trastornada mente ve cruzar por la plaza a las amazonas de la noche, como fatigadas sombras de almas atormentadas.

Lo cierto es que Lucy y María ya están en el pueblo, como nunca lo habían hecho antes, para estas fiestas del Carmen. La Sarvía manda traer de Puno seis grandes ceras adornadas y coloridas para la veneración de la virgen patrona del pueblo. Contrata al carpintero Choquehuanca para que cepille los pisos y cambie los vidrios rotos de la iglesia, ofrece toda su ayuda al próspero comerciante Manuel Bravo, afincado en estos altos territorios desde los críticos años veinte, a la sazón ahora alférez mayor de la fiesta de la Virgen del Carmen, Patrona del pueblo.

-  ¡Me siento muy honrado, señorita Lucy!

Se deshacía el ayavireño, quien nunca había podido acceder al círculo de los almidonados vecinos, que lo despreciaban por cholo pero que, cuando de comer y beber se trata, nunca faltaban a la fiesta de cumpleaños de su esposa, una regordeta matrona, como su esposo de notorios rasgos mestizos.

Estos prósperos comerciantes -prototipo de una clase social y económica intermedia entr'! los patrones y los indios del campo- se nutren del rescate de lana al detalle y por trueque con los indios de la pampa y prestan servicios a los hacendados en sus necesidades de servicios artesanales de caballería y abastecimiento de bienes de consumo foráneos. Así, los comerciantes de estos pueblos de economía lanera, como tantos o.tros, se la pasan el día enfundados en sus gruesos mandiles de tocuyo, tras el mostrador de su almacén, que trasciende fuertes olores a alcohol, lanas y abarrotes dulzones que, en disimulada competencia con los hacendados intercambian por la lana y las chalanas de los cientos de familias de pastores libres y de hacienda.

-  No sé, don Manuel, pero algo desde lo más profundo de mi alma me ordena ayudar, aunque yo sé que ustedes no me necesitan, subraya Lucy, agrandando sus bellos y tristes ojos negros. Y acercándose, como en secreto, le dice al oído:

-  Voy a traer la mejor tropa de sicuris de Conima ¡para bailar dos rlías con sus noches, Manuel!

El negro Bravo se deshace en atenciones.

-  ¡Jesús! ¡Jesús! Ven, aquí está la señorita Lucy.

La mujer sale de la trastienda, secándose con su mandil las robustas manos de tendera.

-  ¿A qué se debe tan honrosa visita, señorita Lucy? Es una grata sorpresa verla por el pueblo y mucho más en esta mi humilde casa.

Y con la picardía pintada en los ojos, Manuel se atreve a invitarla a pasar a los altos de la casa, para servirle una copita de coñac francés. Lucy, mirando su diminuto reloj Longines de oro, le dice sí con un ademán. Los Bravo, ante una visita tan distinguida se deshacen en atenciones.

- Jesús, la señorita Lucy nos va a colaborar en nuestro alferazgo ¡con los sicuris de Conima!

-  ¡Sírvase, señorita Lucy! ¡Sírvase! La Virgen del Carmen nos bendiga, dicen los Bravo alzando sus copas.

Lucy saborea el licor con aire de fina catadora.

- Muy bueno su coñac, doña Jesús. No lo comenten hasta la primera semana de julio. No quiero que mi hermano Juan Pasquier se entere de nuestro acuerdo, ¡ustedes saben cómo es él!, se confiesa con ellos, entristeciendo sus bellos y grandes ojos sombreados de rimel.

Mira por la ventana y sus expresivos ojos negros se llenan de dos gruesas lágrimas que deja correr por sus mejillas empolvadas de rosa. Su mirada se pierde en la nada y el todo de la inmensidad de la pampa y la cordillera blanquiazul, bajo el techo plomizo de un límpido cielo. En los ojos de Lucy se devela una profunda desazón.

- He nacido en estas pampas y en ellas me quedaré para siempre.

Los Bravo se quedan mustios y apenados con las copas en la mano. ¿A qué viene todo esto?, se pregunta Manuel. A Jesús, mujer simple y sensible, se le humedecen las mejillas que se seca con el dorso de la mano.

- Señorita Lucy, ¡cómo va hablar así¡ ¡Una chica tan linda y con todo lo que se puede desear a sus años!

- Tengo malos presentimientos, doña Jesús. En estas últimas semanas, casi siempre me sueño con un perro blanco, grande, de ojos verdes, que me sigue por donde voy, me mira y me gruñe, mostrándome sus afilados colmillos. Tengo miedo, mucho miedo y despierto transpirada y con el corazón que se me quiere salir. No me siento segura en ninguna parte. ¿A eso se deberá que el criado de mi hermano me sigue como una sombra por donde voy?

- Venga, le dice a Jesús y la lleva del brazo hasta la ventana. Mire.

El Runtu, oculto detrás de aquel muro, está mirando su casa, ¿vigilándome?, ¿cuidándome? La oscura facha del criado de Juan Pasquier, debajo de un mugriento sombrero, está inmóvil como tosco muñeco de barro recostado sobre el tapial.

- ¿Qué habrá venido a hablar con los ayavireños? Está ya más de una hora. Le avisaré al patrón cuando llegue, ¡justo para su cumpleaños!

Lucy se toma su tercera copa, mientras los Bravo apenas han terminado la primera.

- ¿Saben una cosa?Todos creen que soy feliz, que todo lo tengo, ¡mentira! A los Sarvía nadie nos quiere, nos temen y nos odian. Así como ustedes, de dientes para afuera nos adulan, nos sonríen, nos hacen atenciones. Pero apenas nos damos la vuelta se les borra la sonrisa y los halagos, se santiguan como si estuvieran viendo al mismo diablo. ¿Acaso no es así, don Manuel?

Todos callan por un momento. Lucy, con la mirada perdida en insondables pensamientos y los Bravo, cabizbajos, respetando las penas de la muchacha. Del fondo de la salita, una vitrola en la cascada voz de un cantor madrileño desgrana el niño de las monjas, un paso doble de moda.

-  ¿Acaso no sé lo que todos en este pueblo maldito, piensan y cuchichean sobre nosotros? ¡Todos son unos hipócritas de porquería, incluyendo a mi propia familia!, concluye con amargura.

El incómodo momento es roto por ella misma. Se rehace y sonándose las narices vuelve a sonreír, toma del brazo al tendero y guiñándole un ojo le pide:

- ¿Un traguito más? No sé por qué les hago estas confidencias... pero mi compromiso es cierto y después del 16 los espero en mi casa, el 25 de agosto, día de mi cumpleaños.

Los Bravo así como la habían recibido, la despiden con mu~stras de sincero y compasivo afecto, acompañándola hasta la puerta de calle. Lucy desaparece, pero un fino aroma a nardos flota en el ambiente, como testigo volátil de sus agoreras confidencias a gentes con las que poco o ningún trato tenía.

Lucy mira arriba y abajo de la calle y con rápidos pasos sube por la empinada calle rumbo a su casa. El Runtu; como una sombra, se despega del muro y corre tras ella ocultándose entre puerta y puerta de las casas vecinas.

Manuel, sonriente y con la cara iluminada, mira a su esposa.

- ¡Qué te parece mujer, una Sarvía de primera junto a nosotros en el alferazgo! ¡Cosa que no lo haría ni con los de su clase!

Jesús mira a su marido con ternura.

- Ustedes, los hombres, no saben leer en los ojos de una mujer. La señorita Lucy tiene una profunda pena. En el pueblo todos sabemos que es orkochi y quiere desahogar su desventura bailando y tomando con su inseparable amiga la Aparecida. Cosa que los tiene disgustados y avergonzados a sus familiares, en especial (santiguándose) a su temible hermano, el doctor Juan Pasquier. Nosotros seguiremos con nuestros planes para la fiesta, sin tomar en cuenta el ofrecimiento de la pobre señorita Lucy. ¿De acuerdo, Manuel?

- Ari, mamitay, le responde su compañero en quechua, lengua de sus ancestros, mientras recoge las copas de la mesita.

Es 14 de julio, ante víspera de la fiesta de nuestra Señora del Carmen. En el pueblo hay un inusitado mov~rse de gentes que van y vienen de la iglesia. La plaza principal luce una nueva pintura de rojo y blanco en los edificios de la alcaldía, la casa cural y la gobernación, pintadas cada tres años por un turno establecido entre los hacendados que, por una semana, prestan a las tres autoridades a los mejores indios pintores de sus haciendas que, en ocasiones como esta, llevan sus propias herramientas y alimentos.

La plaza de arriba, que más se asemeja a un enorme canchón amurallado por altas paredes de tapial y piedra, entorna a las pocas y rústicas casas de techos de paja y algunas de calamina (zinc) de tenderos lugareños y comerciantes eventuales. La plaza está vestida de blancos toldos de tocuyo, armados contra las altas paredes amarillas de la primera y modesta casa de una sola

planta que, en sus años mozos, había logrado construir el entonces pobre, pero ambicioso, comerciante Sarvia, venido sabe Dios de qué rincón de los profundos valles de Charazani.

En el centro de la plaza, pequeños caballos criollos y borricos vallunos inmóviles dormitan, después de haber recorrido leguas y leguas desde Charazani y Amarete, con su cargamento de pan de trigo y pulcras alfarerías enchipadas en frescas pajas de sus campos. Hombres, mujeres y algunos niños, de rostros mate pálido, tan típico de los vallunos, trascienden por la plaza sus olores y colores de sus cálidos terruños. Afanosos conversan entre sí, preparando sus mercancías para trocarlas con lanas, sal, queso y charqui, reeditando, en el andamiaje de los pueblos agricultores del valle boliviano y de los pastores de la estepa alto andina, año tras año, antiguas formas de intercambio económico.

Algunos prosaicos vecinos de Charazani, parientes de sus similares de las alturas, llegados en sus enormes y relucientes mulas tucumanas, ya se encuentran en el pueblo, alojados en las casas de los señores de la pampa, tomando sus copetines y comentando sobre la marcha de sus negocios fronterizos o la política pueblerina de sus respectivas regiones.

- Se comenta en Bolivia, mi querido primo, que ustedes están al borde de una guerra con los ecuatori(\nos, ¿es cierto?

Luis Lorenzo Lewis había retomado no hace mucho de La Paz, donde pasó su luna de miel por unas cuantas semanas en la vieja casona que su padre había comprado en la populosa Churubamba, con la intención de algún día radicar a su familia en un centro urbano y culto, diametralmente opuesto a las desoladas y frías pampas andinas.

- Es muy probable, sus repercusiones para nosotros serían desastrosas, pues nos veríamos obligados a vender nuestra lana al gobierno, para los uniformes de las tropas a precio de guerra. Y lo que es peor, no podríamos cubrir cuentas pendientes con los agentes de la casa Rickquett de Inglaterra.

- De ser así, estamos pensando vender nuestra lana a las fábricas de vstedes, manejadas por los turcos Yarur y Said y los italianos Soligno y Fomo. Felizmente, tenemos medios para llegar a los mercados de La Paz que, por último, son también nuestros desde siempre. Tambiéfl se comenta en La Paz que soplan vientos de guerra con el Paraguay. De confirmarse y si quieren (guiñando el ojo con malicia), no tienen más que cruzar la frontera para evitar la conscripción. Así conversaban, en la casa de los Lewis, dos jóvenes terratenientes y parientes de la extensa frontera perú-boliviana.

- Ahora tengo una sorpresa para vos. ¡María, María!

Al momento aparece en el marco de la sala, la diminuta figura de una tímida y risueña muchacha, algo gordita, de expresivos pequeños ojos negros y ondulados cabellos igualmente negros que en cascada le caen sobre los hombros. Toda ella está enfundada en un holgado y pulcro guardapolvo azul. En el costado izquierdo, sobre el pecho, se lee: Colegio de Señoritas Santa María de los Ángeles Arequipa.

-Ven, Pasaco, te presento a mi primo Adrián Pastor de Charazani, alguna vez te hablé de ellos. Este se para en toda su grande y flacucha estatura, de semblante pálido, y con estudiada cortesía se inclina, tendiéndole la mano a la joven desposada de LLL.

- Muchísimo gusto, querida prima y permítame felicitarla y a la vez admirarla por el grande sacrificio que supone unir su vida a la de este escurridizo galán de estas regiones.

Pasaco, orgullosa y feliz, sonríe al lado de su flamante marido.

-  Es un honor y un placer conocerlo personalmente, para servirle, María Paz Bustillos, ahora de Lewis, contestó inclinando el busto, con un ademán bien aprendido de las monjas de su colegio.

- ¿Y dónde la tenías oculta, querido primo? Pasaco se adelanta a la respuesta.

- Por favor, pasen al comedor; antes del almuerzo se servirán un batido.

Y mientras caminan, absuelve su curiosidad.

- Estuve en Arequipa -mostrando su escarapela- interna en este colegio por cinco años. Soy la hija menor de don Higinio, familia vecina de los Lewis. En vacaciones de fin de año prefería quedarme al servicio de Dios, tanto dentro como fuera del Colegio. Pensé que mi vocación era optar por los hábitos, pero ahí está... no había sido así, concluye, mirando con ternura a su LLL.

Sobre la blanca mesa de hule del comedor están tres sendos vasos largos llenos del espumante batido de huevo con pisco, azúcar y una pizca de canela molida. LLL alza un vaso, pasa otro a su primo. Pasaco toma el último y brindan.

- Gracias por habemos visitado Adrián, espero que en la fiesta la pasemos muy bien.

- Y yo brindo por el privilegio de ser el primero de los parientes de la frontera en conocer a María Paz. Y como no puede ser de otra manera, también brindo por la eterna felicidad de ustedes, ¡salud!

Chocan los cristales y en medidos sorbos degustan esta matinal y popular bebida tan apreciada en estos parajes andinos.

El almuerzo servido por criadas no excluye a la flamante ama de casa que, diligente, pasa los platos de frugales aderezos de cordero al horno con papas y tuntas incrustadas de queso fresco de oveja. En los postres saborean un vino tinto moqueguano que los hombres degustan varias veces.

Al ver que el vino está haciendo su efecto, discretamente María Paz se retira a la cocina a preguntar a doña Ascencia qué piensa hacer para la cena.

La mama Ascencia, ya medio encorvada por sus años, se levanta de su tiznado banco y mirándola de frente le espeta:

- Niña Pasaco, yo sé lo que voy a hacer; tú no te metas en mis cosas y es bueno que no lo olvides... niña Pasaco.

El ponguito, la mithani y una de las criadas, Manuelita, se hacen las sordas y ciegas y, como si nada hubiera pasado, siguen haciendo sus rutinarias tareas. Pasaco, sorprendida y disgustada, por primera vez en su papel de recién desposada, mira por un momento a la vieja cocinera de los Lewis, que ya había retomado a sus habituales funciones. Fastidiada, da media vuelta.

- ¡Esto no se va a quedar así, que se habrá creído! Ahora mismo hablaré con Luis.

Y  así nomás habría de ser para Pasaco, en una familia donde quien manda y decide es la imponente doña Avi que, desde la imprevista muerte de su marido, había aprendido a desconfiar de todos y defender con uñas y dientes sus acosados intereses, hasta de sus más allegados familiares.

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Y así llega el 15 de julio, víspera de la fiesta. Los únicos dos sastres del pueblo descansan luego de haber costurado ropas nuevas para los principales vecinos del pueblo. Para los menos, ternos grises de cordillete, de gruesa textura tramada en colores naturales o teñidos, de lana de oveja. En realidad un tejido artesanal apropiado para la fría cordillera. En el templo, las señoras habían concluido de arreglar el altar con flores y blancas sábanas almidonadas, donde ya estaban enhiestas en sus candelabros de latón, brillantes ceras adornadas con papeles multicolores.

En las casas de los Sarvía, Lewis, Sánchez y Miranda -algunas de ellas con alojados terratenientes del lado boliviano- las planchas a carbón raudas se deslizan en las manos de las criadas, sobre trajes de telas importadas. Las naftalinas se encargan de delatar que, sólo dos o tres veces al año, son descolgados de sus robustos y rústicos roperos.

Lucy, ya sin la presencia física de su madre y la ausencia casi siempre constante de su hermano, Juan Pasquier y Corina, muerta hace un año en Chile, lleva una vida ambulante y sin rumbo en el lúgubre caserón, tan sólo habitado por Juan de Dios Marín, un mocetón de unos treinta años, moreno, de indómitos cabellos negros y sucios, ojos de mirar esquivo, poco comunicativo y algo rechoncho, por lo que el pueblo le ha puesto el sobrenombre de Runtu (huevo, en quechua). Su origen era un misterio. Nadie sabía de dónde había llegado, pero muy probablemente de los valles de Charazani, de donde era oriunda su fallecida patrona, doña Natalia. Las malas lenguas del pueblo juraban que era hijo de la charazaneña con un arriero de Apolo, vendedor de chancaca (caramelo de caña), la cual, por este desliz, se vino a la alta frontera casi de escapada con el romo Sarvía.

También se decía que este hombre, padre del Dr. Sarvía, desde muy joven arrastraba cuesta arriba y cuesta abajo en el sofocante valle, su burrito cargado de dos barrilitos de alcohol, para trocarlos al raleo con la lana de los indios. Este el breve perfil del patrón del Runtu, hoy único habitante de la tenebrosa casona, junto a los sempiternos ponguitos que por tumo vienen con su semanal taquia y avío, cuando no están los acaudalados herederos, ahora reducidos a Juan Pasquier y Lucy Sarvía.

- Mañana por la noche, en el salón de los Bravo, estará la Lucy a quién le tengo un extraño aprecio: ¡Qué diferente de su hermano medico! Digan lo que digan de ella, es simpática y linda y también de agallas cuando le insinúan cosas muy personales, se confesaba Moreno.

Choquehuanca, el revolucionario anarquista, sonríe y calla, sabe que no debe abrir muy grande la boca cuando se trata de los Sarvía y desvía la conversación hacia algo que ambos consideran de importancia.

- ¿Sabes que no está en el pueblo Luis Félix Lewis, mi padrino? Ahora, ¡quién va a bajear en la guitarra! El hermano del cabezón Gironzini no está a la altura del Luis F. ¡Qué lío en el que se ha metido mi padrino! Dicen que está oculto en una de sus fincas; en Kishuarani y que si viene, los Sánchez, especialmente el Juancho, su cuñado más joven, que nunca lo ha querido, tiene jurado darle una pública paliza. Bueno, vamos entrando a la misa, concluye Choquehuanca, arreglándose la incómoda corbata.

Los alferez, acompañados por la música de una elegante tropa de sicuris de Tarucani, sus vecinos, sus invitados comerciantes como ellos y curiosos que no faltan en estas ocasiones, cruzan en diagonal por el centro de la plaza rumbo a la iglesia que tiene los portones abiertos de par en par. Retumban los aires con cohetes y cohetillos; llueve papel picado al paso de la procesión de unas cuarenta personas de bayeta, polleras y mantones multicolores y, cerrando la retaguardia, algunos campesinos en tiesos y coloridos ponchos.

Y lo ya dicho. Ante la estupefacta mirada de los acartonados vecinos, Lucy y María Aparecida -imposible de ignorarlas en el grupo- altivas y con paso seguro, sin mirar a nadie, cirios en mano, caminan al lado de los prestes rumbo al templo.

Desde una esquina, la nefasta figura del Runtu, ridículamente trajeado con finas ropas desechadas por su amo Juan Pasquier, sigue los pasos a la desprevenida Lucy y su amiga. Momentos antes, al ver pasar a Clementina, su corazón se sobresalta.

- ¡Serás mía y solamente mía!, ¡mía!, repetía con alocada pasión. Juan Pasquier, no me vas a fallar, piensa en voz alta.

Son las once de la mañana. El atrio de la iglesia está lleno de gente. El cura ya está en la sacristía revisando los ornamentos, las vinajeras de plata, el incienso y las hostias traídas desde Puno, dizque para mitigar las atormentadas conciencias de los terratenientes y sus despabiladas mujeres.

Los grandes ausentes son los Lewis Sánchez. La tragedia pasional del año pasado, se refresca en esta misma fecha, con la triste aparición de Lolita Botelo, la viuda del marido burlado y suicida a la vez.

Lolita, notablemente enflaquecida y seca del corazón, en el rincón de su oratorio, con las blanquísimas y huesudas rodillas sobre un manojo de ortigas, rosario en mano, reza y llora, pidiendo perdón a las vírgenes y a los santos, que desde sus urnas de vidrio la miran hieráticas con sus inmóviles y fríos ojos de vidrio.

¡Virgen Carmela! ¡San Judas Tadeo! ¡Señor de la Sentencia!, mándenme todos los castigos que merezco... quiero vivir sólo para expiar mi pecado en esta vida y en la otra también.

Así se lamentaba la pícara Lolita. Hacía exactamente un año, a las once de la mañana, a la salida de la procesión de ceras, su marido se lanzaba desde la alta claraboya de la torre de la iglesia, con la intención de caer sobre los amantes que en ese momento salían del templo al empedrado atrio. El infeliz cayó dos pasos mas adelante, provocando una histeria colectiva en el vecindario que sabía de las andanzas de los luises, como irónicamente el pueblo los había bautizado.

Lolita nunca pudo redimirse del grande pecado de amar a un hombre casado, sin mucha fortuna, atado a una mujer de familia rica y con poder político a la que jamás Luis F. Lewis iba a dejar.

Sin embargo, pese a todo, la burlada Luisita Sanchez de Lewis, la más menuda, morena y tímida de las Sánchez, hermana menor de la mundana Carmen, no quiso estar ausente de la fiesta. Siguiendo una tradición de familia, dispone que una afamada tropa de músicos de Tarucani (después de los de Conima), anime la principal fiesta religiosa del pueblo.

Desde la zona de Kella pata (cenizal), al oeste del pueblo, los llameros de Kalakhumo, fieles devotos de la virgen, con sus negras monteras y sus ruecas al viento, al compás de sus alegres melodías, vienen acercándose al pueblo. Son más de diez parejas de jóvenes aymaras.

Las mujeres girando y girando sus caderas en negras polleras y meciendo sus turgentes senos en blancos jubones de bayeta, bailan alegres la llamerada. Y los hombres, con su innata gallardía de rudos y fuertes pastores de las alturas, hacen otro tanto.

Martincho, un fornido hombre de unos treinta y pico años de fatigada vida, casi siempre solitario comerciante de lanas, había pasado muchos años de su vida entre las minas de Bo-livia y las ubérrimas y tropicales profundidades del ríoTambopata, al otro lado de las montañas de hielo, donde anclaría su errante corazón en el de una fogosa muchacha leka.

Ella le había enseñado en una decena de años, no sólo los secretos de la vida selvática, sino a amar en las calientes riberas de sus torrentosos ríos o en las frescas noches de floresta, grillos, luciérnagas y lunas incendiando horizontes. Como todos los años, está en Chojñamocko, un pequeño morro verde y húmedo, bien próximo al pueblo.

Y junto a él, sus antiguos amigos de infancia -no más de ocho parejas- para reeditar con una mezcla de unción religiosa y profundo sentimiento su truncado amor tropical, baila la danza de los chunchos, una reminiscencia de los hombres cazadores de la selva, con un casquete de plumas de papagayo, espejos en la cabeza y una pollera corta de tocuyo de vivos colores rojo, azul y amarillo. Lo que más los caracteriza, sus arcos y flechas auténticas, al monótono ritmo de flautas traversas y un bombo, son gallardamente hendidas al viento con elegancia, simulando luchar entre ellos.

A la conclusión de la fiesta, a las doce del día, en la plaza de armas o del rollo, estos guerreros se despiden hasta el año próximo, disparando sus flechas al firmamento. Es cuando Martincho, cerrando los ojos, vuela con su alma junto a la flecha al encuentro de su lejano amor, al otro de las montañas de hielo. Eso es todo para él. Ver cómo la flecha surca los aires inclinándose en arco hacia las montañas, al extremo que casi nunca la recupera. Luego baila y bebe frenéticamente hasta quedar exánime, sumido sabe Dios en qué sueño de su vida peregrina. Para el común de las gentes que no conoce los recónditos sentimientos de Martincho, es sólo un extraño espectáculo, esperado todos los años por grandes y chicos.

La gente está ya en el templo. Los almidonados y poderosos ganaderos, no más de seis familias y sus invitados, en la parte delantera del templo, en mullidos reclinatorios, brillantes ceras en mano, van acompañados por sus pulcras criadas que, con mandiles nuevos, se miden discretamente, como diciendo yo soy la criada de tal, con más haciendas. Y más atrás, los más, el pueblo igualmente pulcro, codo a codo, apiñado en los bancos. Por último, casi cerca al portón del templo, los indios con ropas coloridas y sus mujeres de oscuro que, sentados, mastican parsimoniosamente sus hojas de coca de Pelechuco.

En el centro del escenario religioso, a un costado del altar mayor, reposa la virgen de El Carmen y su niño, con relucientes coronas de plata, vestidos de celeste y negro con manto bordado con hilos de oro. Sobre su anda cubierta de musgo verde y frescas flores, las muñas emanan sus inconfundibles aromas, que año tras año se repiten. A un lado del icono sagrado, los prestes Bravo, vestidos con trajes importados y enjoyados de oro y plata, atentos y ungidos de profunda fe, escuchan la misa celebrada en un incomprensible latín.

Junto a ellos, las dos damiselas, Lucy y María Aparecida, conscientes de que son observadas con curiosa morbosidad, participan de la misa, con disimulado miedo de quienes las rodean.

-  ¡Qué atrevimiento! ¡Cómo venir a la casa de Dios, en la fiesta de la Virgen!, cuchichea por debajo doña Rebeca, la panadera, a su ocasional compañero de misa, el anarquista y crítico Choquehuanca..

- ¿Y cómo ha venido pues su amiguita y pariente la Lolita?, ¿ah?, le responde éste haciendo bocina con su mano izquierda, mientras con la otra sostiene una cera apagada.

- Y qué decir, doña, de los compadres... que hace tiempo se cuemean y que todos los que están aquí saben, ¿ah? Y...

- ¡Basta! ¡Ya no blasfeme más!, interrumpe doña Rebeca, santiguándose y mirándolo con el terror pintado en su enjuto y amarillento rostro de beata de sacristía.

Los otros feligreses, hombres y mujeres del pueblo, con curiosidad y temor miran y remiran a las famosas amantes. Los indios, los más de las fincas de los Sarvía, observan con algo de vergüenza pero serios, como dispuestos a responder a los ofensores de su joven patrona, a la que quieren con paternal y compasivo cariño.

Todo es silencio. En ese momento, furtivamente, un indio, con traza de haber viajadp toda la noche, se acerca a Lucy y le dice algo oído. Esta se pone alegre y con fuerza toma del brazo a su compañera.

-  ¡Llegarán los de Conima a media noche! Mañana les daremos una sorpresa a los pobres huayralevas del pueblo y les enseñaremos que somos más que ellos cuando se trata de realzar la fiesta de la mamita del Carmen.

Ha concluido la misa y se inicia la procesión. Vu~lan las campanas al viento en el límpido cielo invernal. Halcones y cernícalos asustados salen de sus madrigueras y como flechas se disparan con destino incierto. El anda de la virgen cruje y se mueve en el altar. Afuera, en el atrio, hay movimiento de gente, bailarines y músicos que en una confusa sinfonía tocan y danzan, emocionados.

En la pampa extensa y difusa, se desparrama el eco metálico de las campanas y, en un rito sincrético, cientos de pastores de llamas y ovejas se quitan los viejos sombreros de oveja, miran al cielo y elevan sus oraciones a la patrona de estos lugares, pidiéndole protección y amparo para su tierra y ganado que no siempre son de ellos. Brindan con coca y alcohol a la virgen y a la Pachamama, para que, como la quinua, se reproduzca el ganado del patrón y el nuestro. Y, sobre todo, claman justicia para los que sufren el ancestral abuso de los patrones y autoridades locales que, sólo por la vía religiosa, jamás llegará.

En el atrio de la iglesia se forma un callejón humano; manos devotas echan flores y mixtura al paso de la procesión. Detrás de la virgen, a un ritmo marcial, marcha una colorida tropa de zampoñas, los prestes, vecinos notables autoridades, pueblo y campesinos pastores; en este orden, todos con una cera en la mano y los pobres con velas caseras de cebo. Pese a la solemnidad de la procesión y el repique de campanas, las bulliciosas comparsas bailan y cantan en homenaje a la virgen. Y sólo se interrumpe en los breves momentos en que la procesión hace un alto en los altares armados en los portales de las casas de los vecinos. Es cuando el cura hace sus invocaciones a la virgen.

- ¡Que la paz reine en los corazones de los hijos del pueblo!

- Que la virgen bendiga esta casa de la familia XX que se honra con prestar un momento de descanso al paso de nuestra madre y señora. Y dirigiéndose a la multitud: ¡todos de rodillas y a cantar!

A vuestros pies madre llega un infeliz cercado de angustias y penas mil

Los pechos de no pocas mujeres se agitan y saladas lágrimas corren por sus mejillas. Todos con y sin disimulo, tienen los ojos puestos en la Lolita que, con la cara embozada bajo su mantón azul, solloza doblada y de rodillas.

Como siempre, como todos los años, en sus recién pintadas casas de rojo y blanco, los vecinos han armado altares con albas y almidonadas sábanas y guirnaldas de flores traídas desde lugares remotos. Los ricos hacendados en jarrones de finas porcelanas chinas y los pobres, habitantes de los cantos del pueblo en ollitas de barro. Todos ellos han hecho prácticamente un concurso de juegos florales.

Cerca del medio día y luego que la virgen se paseara por los altares de ricos y pobres, no más de ocho, los dueños de casa, en charolas de metal, sirven bebidas finas y baratas que desaparecen en el gaznate de los parroquianos que acompañan la procesión.

La procesión se detiene por un tiempo más prolongado en el altar de los prestes, ricamente armado en el patio interior, donde el cura oficia una ceremonia especial, consistente en que a los prestes Bravo les pone sobre los hombros unos escapularios cafés, con la imagen eStampada de la patrona del pueblo. En las esquinas de las cuatro calles de la plaza, estallan cohetes que como saetas se pierden en el plomizo cielo, anunciando a los pastores de la pampa el paso de la virgen por las calles del pueblo.

Es la fiesta religiosa del Ande que solamente en estas ocasiones mide a todos por igual, patrones y siervos, ricos y pobres, forasteros y lugareños que, desde diferenciadas posiciones sociales y hasta raciales, invocan el mejoramiento de sus injustas y contrastadas economías, marcadas por el inevitable signo de la lana, preciada fibra animal que, convertida en fino textil en los talleres de Manchester y Liverpool, transita por América y Europa.

Es medio día. En el patio principal de la casa de los prestes, adornado al estilo de los patios mexicanos con cadenillas de papeles de color, la virgen reposa bajo un grande parasol azul. Los mozos contratados ex profeso y las criadas de la casa hacen circular en charolas de latón bebidas finas y baratas, en correspondencia a la categoría social de los invitados.

Después del medio día, en el patio de los Bravo, se respira un aire de vapores alcohólicos y condimentadas viandas.

A una orden, el sacerdote oficiante del servicio religioso, enturbiado por los cócteles, llama a voz en cuello a los actuales y nuevos pasantes de la fiesta para el año próximo. Pide que los músicos, instalados en el segundo patio, silencien sus instrumentos y, a los vecinos, encender sus cirios, ponerse de pie y aproximarse al altar. En medio de una expectativa generalizada, se produce el cambio de prestes.

- Con la bendición de nuestra señora del Carmen y en el nombre de nuestro señor Jesús, agradezcamos a la familia Bravo por su comportamiento cristiano y recibamos a los nuevos con la certeza de que, Dios mediante, lo harán igual o mejor que sus antecesores.

Dicho esto, llama a los esposos Aliaga, los nuevos prestes que, de rodillas ante la virgen, hacen la promesa de cumplir con sus obligaciones cristianas de organizar y dirigir entre los feligreses del pueblo tríduos, novenas y rosarios en los meses de mayo, junio y julio del año siguiente. El cura les coloca los escapularios marianos que significan para los nuevos pasantes el respeto y reconocimiento del pueblo en todas sus capas sociales.

Desde la alta torre, las campanas tocan a arrebato anunciando al pueblo y a las extensas comarcas de la pampa, la reedición de una centenaria fiesta religiosa- pagana, mezcla de lo indígena con lo hispano.

Cuando las primeras sombras de la tarde comienzan a proyectarse sobre el patio, el andamio donde reposa la virgen se estremece y se levanta sobre los hombros de los feligreses. Música y danzas despiertan al unísono y comienza el retomo al templo en el mismo.orden, los vecinos inmediatamente detrás del anda con sus grandes velones y el pueblo y danzarines al final.

Lucy y María, con grandes y oscuros anteojos, están en la procesión, muy junto a los prestes Bravo. Caminan distantes del grupo de los vecinos, patentizando el mutuo rechazo que se dispensan. Ya en el atrio de la iglesia, la virgen es girada frente a sus devotos y todos de rodillas en un marco de densa humareda de inciensos, reciben su bendición. La virgen lentamente se pierde en el iluminado fondo del templo, seguida por los feligreses que depositan las ceras en el altar mayor.

Ha concluido la procesión de ceras y, desde el atrio del templo, se da inicio a la fiesta pagana donde el alcohol, la chicha y el pisco, al son de sordos y acompasados bombos de los sicuris de Tarucani y Conima, por unos tres días, matizaran y uniformarán las vidas de estas desiguales familias andinas.

Ya por la noche, el patio de los Bravo, tenuemente alumbrado por grandes mecheros de kerossene, está lleno de gentes del pueblo y uno que otro patrón ensimismado baila con apasionado sentimiento danzas y músicas aprendidas desde niño. Entre cholos e indios, felices y despreocupadas, bailan y beben Lucy y María. El alcohol Cartavio, la coca de Pelechuco y los negros cigarrillos Inca circulan profusamente en el popular patio de los prestes.

Las dos ventanas del salón de los altos sobre el patio de los Bravo, abiertas de par en par, irradian penetrantes luces de lámparas metálicas que sisean sobre la infinita y oscura noche. Allí están los vecinos, los privilegiados patrones y grandes comerciantes de la frontera, bebiendo y bailando con la elegancia recogida de sus progenitores.

En ronda, giran y giran delicadamente cadenciosas las damas, conducidas por las vigorosas y asoleadas manos de los caballeros del pueblo. Los charazaneños, pulcros, ceremoniosos, galantes y de semblante pálido, como toda la gente de los valles, hacen las delicias de sus ricos y altaneros parientes ganaderos de la pampa.

Doña Avi, sobria y altiva, baila con elegancia al ritmo de los sicuris de la que fue la hacienda de su finado esposo Ricardo, hoy en manos de su entenado Luis F.

- Tía, ahora que está casado el primo Luis L., debe rehacer su vida; usted está llena de vida y gracia, y es lo que más le sobra.

Doña Avi sonríe y con un dejo de amargura responde:

- Adrián, son más de diez años que vengo peleando con lobos dentro y fuera de mi familia. No tengo tiempo para pensar en lo que ya no me corresponde, querido sobrino.

Y esbozando una amarga sonrisa concluye:

-  ¡Gracias por preocuparte por mí!

Afuera, al calor de los alcoholes, conscientes de sentirse protegidas por sus indios, Lucy y María Aparecida beben y bailan sin cesar. Se les aproxima un joven y fornido músico de mirada penetrante, y les musita al oído:

- Soy el Mariano Sillo, de Umabamba... yo las cuidaré, niña Lucy. ¡Bailen hasta cuando puedan! Lucy, sin soltar a su pareja María, sigue bailando con raro frenesí, como si presintiera que fuera la última vez. Y así sería, pues sus días estaban contados.

Es cerca de la media noche. Las luces de los altos de la casa están mermando, señal de que los señores vecinos, discretamente seguidos por sus criados, comienzan a abandonar la casa, ligeramente mareados por el inacabable servicio de finas bebidas. No así Choquehuanca y Moreno que, como el río que siempre vuelve a su cause, se integran al grupo popular del patio.

A tiempo de cruzar el patio rumbo a sus casas, los Guidobono, Sánchez, Lewis, Miranda, no pueden ocultar su morbosa curiosidad. Observan de reojo a las despreocupadas amantes que, ya con una buena dosis de alcohol, se divierten sin las reservas y temores sentidos en la misa. Conrado, el pulcro italiano, limpiándose con su fino pañuelo de batis~a el sudor que le moja la cara y del brazo de Carmen, su sobria y robusta esposa, agrandando sus grandes ojos claros, no puede evitar expresar lo que todos los de su misma clase sienten:

-  ¡Mama mía, lo veo y no lo creo!... dos chicas tan lindas y desviadas y para colmo metidas con los cholos y los indios. Si Juan Pasquier la viera... ¡la mata!

Carmen, como adivinando lo que bien pronto sucedería, le responde:

- Tengo terribles presentimientos después de las terribles muertes de la madre y el medio hermano de esta infeliz muchacha.

La noche invernal, fría y estrellada, se va tragando, una por una, a las grandes familias que desaparecen tras las gruesas puertas de sus enormes casonas de paja y barro. Los bombos y las zampoñas siguen sonando en la casa de los Bravo. Y las dos mujeres, como hipnotizadas por el alcohol e insondables designios del destino, giran y giran al ronco compás de las melodías andinas.

Fabio, ensayando su mejor sonrisa e inclinándose galantemente, se dirige a las amigas:

-  Lucy, si nos permiten acompañarlas con mi compadre Alejandro,... vamos a sentimos muy honrados.

Con cortés gesto de indiferencia los eluden y siguen bailando, bajo la atenta mirada no sólo de Mariano Sillo. Desde un oscuro rincón del patio, la siniestra figura del Runtu observa el más mínimo movimiento de ambas muchachas que, dominadas por sus pasiones, danzan al compás de los rítmicos sones de los ya alcoholizados músicos. .

Poco a poco la gente se va vaciando del patio, para perderse en la insondable oscuridad de la noche. Es cuando Fabio y Alejandro se aproximan a las muchachas para ofrecerles su compañía y llevarlas a sus casas.

- Gracias Favio, pero somos bastante grandecitas y no necesitamos de guagueros, como que tampoco sabemos la hora en que nos iremos a nuestras casas.

Mariano Sillo, el músico, no las pierde de vista. Pasada la media noche, con una buena dosis de alcohol, la bebida de los indios entre pecho y espalda, las dos deciden finalmente recogerse.

-  Las Orkochis, querido Favio, ya se van rumbo a su nidito de amor y mira quienes las siguen, un indio y un poco más atrás el Runtu, como una sombra nada amigable, comenta Alejandro el aprista.

-  ¡ Vámonos!, no nos metamos en problemas.

Favio se queda mirándolas por un rato. Siente una extraña y secreta atracción por Lucy, a quién ha visto crecer en el pueblo desde su más tierna infancia.

-  No sé si es lástima o amor lo que siento por vos, extraviada muchachita, se dice a sí mismo dándose vuelta.

- ¡ Vámonos! Mañana debemos estar bien descansados. Ensayaremos de dos a cinco en la casa de Luis L., aunque no le guste a la Pasaquito, su flamante mujercita. Y sin más, se fueron en sentidos contrarios.

Al contraluz de un ya anunciado amanecer, la siluetas azul-blanco de la cordillera muestra su impasible y silente belleza que por un momento se llena en los adormecidos ojos de las muchachas, que abrazadas se dirigen a la casa de Lucy.

-  Mira a nuestros hermanos nevados, cómplices de nuestras aventuras de la pampa, tan bellos y ¡tan eternos como nuestro amor!, Lucy

No bien terminan de juramentarse sus pasiones, cuando una forma alada, oscura y redonda como una cabeza humana, pasa velozmente sobre ellas, casi rozándolas. Es una lechuza que en estas pampas significa muerte trágica a quienes la acosan.

Las muchachas se abrazan con miedo y, rompiendo en convulso llanto, admiten que sus vidas están ya marcadas por la muerte.

-  Si Dios lo quiere, ¡bienvenida la muerte! pero juntas. ¿Sabes, Lucy? El fotógrafo de Huancané está en el pueblo, nos haremos sacar una foto que patentice nuestra vida y nuestra muerte. ¡Juntas para siempre¡ en el portal de un mausoleo, para que no nos olviden cuando ya no estemos en la pampa.

Lucy, por un instante que pareció una eternidad, envuelve a su compañera en una profunda mirada y le responde con voz serena y calmada.

- Sí, María. Nuestro amor será eterno como estas montañas que nos vieron nacer y nos verán morir. Y qué mejor mediante un retrato que testimonie ante los hipócritas sampahostias de este pueblo maldito, que nosotras viviremos para siempre por encima de ellos. Mañana buscaremos al retratista, ¡vámonos, compañera del alma!

Cuando las primeras luces del alba se abrían paso por las montañas, las puertas de la casa de los Sarvía se cerraban tras las amantes más famosas de la pampa.

En la casa de Luis L., a la luz de una mortecina vela, no faltaron los comentarios.

- Me da mucha pena la Lucy, joven y descarriada. A este paso va a terminar mal.

Luis Lorenzo, en silencio, mira a su madre que, hace unos diez años atrás, juntamente con la finada Natalia, la charazaneña, habían pensado en un matrimonio de conveniencias familiares.

Entorna los ojos y retrocede a un par de años atrás, cuando intentaron enamorar y la terrible promesa de volver del más allá cuando uno de los dos muriera primero, para contarse cómo era el mundo de los muertos.

- Qué te pasa Luis? Te has puesto triste viéndola a la Lucy?... ¿Recuerdos del pasado...?

-  No, nada María Paz, miente LLL. Con ella no hay pasado ni menos presente. Los

chismes tienen su origen en sonseras imaginadas por mi mamá y doña Natalia... ¡pero eso hace mucho tiempo!.

Luis Lorenzo quiere disimular sus miedos sobre la promesa pactada con Lucy. Cada vez que se topaba con ella se lo recordaba. En un momento muy fugaz en el patio de los Bravo, ella se le había acercado y, mirándolo fijamente, dijo:

-  Luis, presiento que seré yo quién primero te muestre el camino de los muertos. ¡No olvides nuestro pacto!

A tempranas horas de la noche, en la casa de LLL, más propiamente de la madre, hay movimiento de criadas. El cojo Venancio limpia la alfombra de la sala grande, desempolva los pesados sillones negros rellenos de paja; en una esquina, sobresale una mesa redonda de mármoles y bronces y dos esquineras talladas. Y desde la pared empapelada de listas verticales rosa y café, en dos grandes y solemnes retratos en sepia, en marcos ovalados de madera, están doña Avelina Delgado y don Ricardo Lewis.

Una lámpara a gas que raras veces se utiliza y pronto va a ser encendida, lustrosa brilla sobre una negra mesita esquinera.

Para Pasaco es una ocasión más para entender que, con intención o no, quien manda y dispone en la casa es la autoritaria mama Avi y no ella, como joven desposada, situación rápidamente captada por las criadas de la casa. Para Pasaco es el comienzo de una vida diferente de lo que había soñado: ser dueña de su hogar y formar una familia sin tutelajes ni dependencias, como lo sería infelizmente a lo largo de toda su vida al lado de doña Avi, su mandona y autoritaria madrina y suegra.

-  Clementina, ¿qué les vamos a servir a los que vendrán esta noche?, pregunta ingenuamente Pasaco.

- No sé, no me ha dicho nada la mama, niña Pasaco, responde sin mirarla la rubia criada de doña Avi, más atenta a sus rutinarias tareas domesticas.

-  ¡Esto tiene que cambiar! o yo me vuelvo a Arequipa, como maestrilla de mi colegio, razona mientras limpia con un trapo las altas barandas que separan al salón del escritorio, donde con su monótono tic tac, un afrancesado reloj marca los tiempos de los inmutables e infinitos paisajes de nieves, pampas y montañas, pálidamente amortajados en noches con lunas y titilantes estrellas.

Son las ocho de la noche, una suave y fría brisa sopla desde las cumbres, los perros ladran y aúllan en la distancia; los pucu pucus, inmortales cantores de las pálidas noches andinas, vuelan y retozan, alejándose o aproximándose en la oquedad del firmamento.

Se escucha tres golpes secos en la puerta principal de los Lewis. La mama Avi instruye al pongo de la semana hacer pasar a los visitantes. Estos llegan enfundados en largos ponchos oscuros que los cubren hasta la pantorrilla y la cara cubierta por gruesos chales de alpaca bajo el encasquetado y pesado sombrero andino.

Mientras los circunstanciales visitantes permanezcan en casa, le prohíbe a la Clementina salir de su pequeña habitación, adosada al dormitorio de la matrona,

Y motivos no le faltan a la viuda. En la procesión de ceras, había observado en la muchacha insinuantes miradas al guapo y joven Juancho Sánchez, el menor de los hermanos de esta rica familia, radicado en Lima, sempiterno estudiante de San Marcos, parrandero, cantor y guitarrero, como tantos otros de su clase y, a la postre, uno de los músicos convocados en la casa de LLL.

En el iluminado salón todo está dispuesto. En un anafe a kerosene hierve el agua con aroma a canela en una caldera café de fierro enlozado. A su lado, en una blanca y encorchada botella, está el pisco de lea, pronto a complacer el paladar de los músicos.

Luis Lorenzo y Pasaco los reciben en la puerta del salón, pasan a su interior, se sacan los pesados ponchos, acomodándose en círculo en una de las esquinas ampliamente iluminada por una lámpara a kerosene.

-  Bienvenidos y calentémonos con un té con té... Pasaco, sírvenos por favor. Esta se sorprende. - Luis, no sé cuánto de pisco hay que echar a las tazas, ¿por qué no tú?

- Muy bien, dice éste, con mala gana.

En tan poco tiempo de casados, ve en el rostro de su joven esposa, una sombra de disgusto y desencanto a la vez.

- ¿Luis, puedo retirarme?

- Sí, es mejor que te vayas a dormir, nosotros estaremos hasta la media noche.

Y  la despide con un beso en la frente, como queriendo deshacerse amablemente de su presencia.

- Bueno compadre, ¿afinamos?

Y todos se acomodan en sus sillas para pulsar sus instrumentos.

En ausenciá de Luis Félix, Favio Moreno asume la dirección del conjunto musical. LLL con la segunda guitarra; Moreno con la primera mandolina; el aprista Choquehuanca con el charango y Juancho Sánchez con la primera guitarra. Y arrancan con la canción más sentida en este año, Mujer Andina. Juancho como primera voz y Choquehuanca con la segunda: Mujer andina vengo a cantarte

Todas mis penas y mis pesares

Cerros nevados he caminado

Sólo por verte mujer andina

Sin duda, el conjunto musical con años de entrenamiento y la apasionada voz de Juancho, perturba el inicial sueño de los vecinos del pueblo. Pero más a la Clementina que, intranquila en la oscuridad de su cuarto, se agita entre las gruesas frazadas de lana de oveja de su cama, tendida sobre una delgada colchoneta en el duro suelo entablado. Por primera vez siente que Eros se apropia de su virginal cuerpo.

Con la respiración entrecortada y el pensamiento puesto en Juancho, sus manos, lejos de toda voluntad, recorren de arriba a abajo su transpirado cuerpo; de sus endureCidos senos a sus húmedas y afiebradas intimidades.

Afuera, el viento arrecia; a su paso los techos vibran, las canoras pucu pucus vuelan en círculos sobre el pueblo, presagiando en su triste y lúgubre cantar, la muerte de dos de sus más fieles compañeras de las interminables noches andinas.

Son las diez de la noche, la viuda dormita arrullada por las nostálgicas notas de un viejo y sentimental vals criollo. Clementina opta por abandonar su caliente y duro lecho de hembra en celo. Se aproxima de puntillas a la puerta del dormitorio de doña Avi, pega el oído y convencida de que ya está en los brazos de morfea, sale de su cuarto, cubierto su marmóreo cuerpo de tan solo una larga camisa de blanco tocuyo que le llega a las pantorrillas.

Se envuelve en su grueso mantón azul que le cubre de pies y cabeza y sale sigilosamente al patio. De la ventana que da al patio, observa a los músicos, con la única intención de llamar la atención de 1uancho que, apasionado, ante la atenta mirada de sus nostálgicos compañeros canta:

Todos vuelven al lugar donde nacieron al embrujo incomparable de su sol todos vuelven por la ruta del recuerdo pero el tiempo del amor no vuelve masLLL se incorpora y llena las tazas del humeante y aromático té con té.

-  ¡Salud!

Las tazas chocan.

- Hasta ahora vamos bien, pero no podemos negar que Luis Félix nos hace falta, con ese su estilita tan propio de bajear, anota Moreno, el de la mandolina.

Juancho se levanta, sorbe lo último de su taza y como atraído por una fuerza desconocida, gira sus penetrantes ojos a la ventana, encontrándose con los de la muchacha que por breves instantes le sostiene la mirada. Sus gruesos labios se distienden en una sonrisa de provocativa insinuación que Juancho Sánchez, en sus veinticinco años de galanterías aprendidas como inacabado estudiante, conocía bien en las mozas de la ciudad y en las de estas gélidas alturas.

- Don Fabio, me voy a retirar, me siento mal del estómago. Mañana estaré como nuevo. Y sin esperar respuesta de sus compañeros músicos, se enfunda el grueso poncho. De un

golpe termina su taza de té y sale al frío de la noche en el oscuro patio de los Lewis. Sus ojos ávidos escrutan los muros de la casa y al fondo del zaguán descubre la juvenil silueta de Clementina que, sin decir una sola palabra, se deja abrazar por Juancho. La manta resbala sobre sus redondos hombros y suavemente lo jala sobre unas parvas de paja de cebada para los caballos. Clementina se abre y jadeantes, a pesar del frío, funden sus cuerpos en una vorágine de amor sin límites ni condiciones.

- Joven Juancho, ¿no me vas a dejar, ¿verdad?, clama la muchacha, con la ingenuidad y la inocencia que caracterizan a las mozas de origen humilde.

- No, Clementina, ni lo pienses, te juro que no te dejaré nunca, le responde Juancho, con una seguridad que a él mismo le sorprende.

Son las once de la noche. Los músicos, sin imaginarse lo que pasa afuera, continúan ensayando; ahora con bailecitos y cuecas bolivianas aprendidas desde siempre, en la reciprocidad e intercambio musical de la dilatada frontera.

Al filo de la media noche, los músicos se retiran. Sobre las pajas secas de la cebada en versa, los amantes laten al unísono, fundidos sus cuerpos desnudos en uno solo, sudorosos descansan envueltos en la manta de Clementina.

A esta misma hora, en la casa vecina, en su oscura habitación, el Runtu tiene pesadillas. Sueña que un gato negro corriendo por encima de los muros de la casa de la viuda, salta a la calle, corre por el patio y ¡horror! traspasa las sucias paredes de su cuarto, se le pone al freñte y luego de un espantoso maullido le propina un tremendo zarpazo en la cara. El Runtu, como movido por un

resorte, se incorpora sobre su camastro, agitado y transpirado. Su corazón le golpea el pecho como queriendo escapársele. Por un segundo razona y exclama como bestia herida.

-¡Traición! ¡Traición! ¡Carajo, algo está pasando!

El Runtu sabía que en la casa vecina, morada de Clementina, estaban reunidos los petimetres guitarreros del pueblo y entre ellos el casanova Juancho Sánchez.

Sin pensarlo dos veces, se enfunda en su poncho, traspone rápido y con los pies descalzos el portón que da a la calle. Para la respiración, aguza el oído y logra oír un murmullo de voces que se van perdiendo calle abajo, hacia la plaza de los Sánchez.

- Creo que son mis imaginaciones no más..., trata de auto convencerse

Pero un pichitanka malagüero y burlón le hiela la sangre con su nocturnal canto.

-  ¡Ríe, maldito, ríe!, no me alcanzará tu maleficio...

Y sin poder contenerse, mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar, llora como un niño y se derrumba en un rincón del fantasmal patio, hasta el amanecer.

Al día siguiente, muy temprano, a las cinco, repicaron las campanas llamando a la misa del alba, a la que estaban obligados a asistir los alferes antiguos y nuevos y sus allegados más. próximos. Como todos los años, desde el anda de la virgen, las verdes muñas trascienden su inconfundible aroma. Los cirios del altar, con sus mortecinas y pálidas luces, compiten con las luces del frío amanecer andino.

Para sorpresa de los pocos madrugadores devotos de la virgen del Carmen, Lucy y María Aparecida, con sendos anteojos negros y boinas del mismo color, llegan y se sientan en la primera fila de los bancos, junto a la familia Bravo, que tiene signos de haber trasnochado tanto o más que las dos damiselas de esta historia.

- Gracias niñas por acompañarnos, les dice Jesús a modo de saludo, mirándolas de reojo. En total, no pasan de veinte las personas madrugadoras y, cosa ya por demás sugestiva, el Runtu, enfundado en su poncho de nogal y muy atrás, apoyado sobre la pila bautismal como lechuza curiosa gira la cabeza, cada vez que alguien entra al templo. El cura, con sus almidonados ornamentos y biblia en mano, desde el púlpito sermonea a los ausentes y bendice a los presentes.

- ¡Que Dios los bendiga a ustedes! Y para los impíos les llegue desde los cielos el castigo. Es para mí muy grato ver entre ustedes a dos hijas de conocidas familias de este pueblo, pero sobre todo de hijas de nuestra madre común, la virgen del Carmen, que todo lo ve y todo lo perdona, cuando hay sincero arrepentimiento de sus hijos pecadores. ¡Ave María Purísima!

- ¡Sin pecado concebida!, responden veinte voces aguardentosas. Lucy y Maria intercambian miradas y la primera susurra:

- Este cura, ¿qué habrá querido decir de nosotras?

- Más claro agua, querida, ¡que somos unas demonios con faldas!, le contesta María, con una pícara sonrisita apenas advertida por la mandona Lucy.

- Cura pendejo, ¿no?, ¡vámonos!, concluye ésta.

Luego de la comunión de los comerciantes Bravo y los nuevos alferez, el cura pide rezar tres credos para la salvación de las almas en trance de pecado.

- ¡Podéis retiraros en paz!

Los pongos, desde muy temprano, mascan su matinal coca mientras llenan de agua sus grandes tinajas de barro y madera, en los cantos del pueblo, huichinga y socosani, los dos únicos ojos de agua potable al norte y oeste del pueblo, que son también sus lugares de encuentro obligados, donde desmenuzan sus vidas y la de sus patrones. En las casas hacendales, las mithanis, soñolientas, desde muy temprano soplan los rescoldos de los fogones de la víspera.

Lo que nadie sabe -salvo los pongos de la casa Sarvía- es que bien tarde la noche, silenciosa y casi furtivamente, ha ingresado al pueblo una veintena de indios con ropas nuevas multicolores de intensos rojo, azul y verde, y níveos grandes sombreros de lana de oveja. Cansados de la larga jornada nocturna, aún duermen en los corredores del segundo patio, arrimados a una pila de sus bombos y zampoñas. Son los famosos sicuris de Conima, sólo comparables en su género con los de Italaque de Bolivia.

En la cocina, al fondo de la casa, dos enormes ollas de barro con papas, ajíes y presas de cordero, hierven a la lumbre del fogón. Dos mechachuas (mecheros alimentados de cebo) hacen danzar en las tiznadas paredes, las siluetas de dos viejas cocineras exclusivamente contratadas para esta ocasión.

Lucy, desde el portal del zaguán, observa la masa humana que yace en su oscuro interior. Como muy pocas veces en su azarosa vida, está realmente contenta. Envuelta en una bata azul, pálida y demacrada, sin los afeites cotidianos y los negros cabellos mojados, recién salida de la tina de baño, se hace evidente los estragos de su desordenada vida que la muestran mayor en años que su íntima amiga María Aparecida.

La campana mayor de la iglesia, sonora y grave, como todos los años, anuncia a los cuatro vientos de la pampa, el día más importante de una de las fiestas religiosas más famosas del pueblo. De las distantes comarcas de la pampa, la gente, unos a pie y otros a caballo, como diminutos puntitos inmóviles, se va acercando al pueblo.

Afanosos, hombres, mujeres y niños de todas las condiciones sociales, alistan sus ropas de fiesta.

Desde temprano, las campanas alegres convocan a los feligreses a la misa de las once. En un costado del altar mayor, la Virgen del Carmen, con su manto blanco tachonado de mostacillas doradas, luce reluciente su nuevo ropaje de color celeste y negro con su recién lustrada corona de plata en la testa sonrosada, lo mismo que su niño en el brazo izquierdo.

El anda luce renovado con flores traídas de Puno y yerbas locales. Sentado en el viejo armonio, Danielito, así llamado cariñosamente por los vecinos del pueblo, herrero de caballos señoriales, con sus rubios cabellos partidos por el centro (dicen que hijo de un conocido señor con su cocinera), no mayor de cuarenta años, con sus ropas andrajosas pero limpias, ensaya cánticos para la misa.

Las criadas de las pocas familias mal afortunadas, lustran los reclinatorios y bancos de las primeras filas en los aposentos del templo.

La secreta llegada de los músicos de Conima, alojados en la casa de los Sarvía, deja de ser tal.

Los Sánchez, los Miranda, los Lewis, los Guidobono y Gironzini no se sorprenden tanto de la llegada de los famosos músicos, sino de quién los había traído.

- Luis, no encuentro explicación a la conducta de Lucy. ¡Qué bicho le habrá picado! Ella siempre ha sido reacia a colaborar con las fiestas de la iglesia. La pobre debe estar arrepentida de su mala vida, razona doña Avi.

Rebeca, la beata, lo toma como un acto de milagro.

- La virgen se ha acordado de esta infeliz y la está poniendo por el sendero de Dios. Pero los más piensan que tendrán una oportunidad para bailar con una de las mejores tropas de músicos nativos de la provincia Huancané.

El Runtu está confundido, pero toma nota de todos los detalles para informarle a su patrón. Esto no le va a gustar a mi doctor... mantener con comida, coca y alcohol por más de dos días a veinte zampoñeros, ¡es el colmo!

El matrimonio Bravo -salientes de la fiesta- llega a la casa de Lucy. Jesús, la tendera, con el miedo por dentro y una canasta con panes calientes en mantel blanco. Junto a su marido, se acerca a la casa.

La mujer de Manuel no se atreve a tocar el aldabón de hierro.

- Tú nomás Manuel entrá, me da miedo esta casa, tantas cosas se dicen desde las muertes de doña Natalia y su hijo forastero.

-  ¡Si serás, Jesús! ¿Cómo no vas a entrar? Tenemos que agradecerle a la señorita Lucy tanto desprendimiento y bondad.

La mujer se santigua y Manuel da tres golpes a la puerta.

Es la misma Lucy quien les abre la puerta. Con la picardía pintada en sus ojos tristes y el dedo índice sobre sus marchitos labios, en un susurro les dice:

-  ¡Don Manuel... doña Jesús! ¡Qué grata sorpresa!... pasen... pasen. Los invita con un amistoso ademán.

- Aquí está mi promesa, bailaremos hasta más allá de la media noche, les dice mostrando al montón de hombres que duerme como tronco.

El Runtu, con el ojo pegado a una rendija del portón, observa y escucha a los inesperados visitantes. Así que la Orkochi todo lo ha planeado para su última fiesta... Sus labios se distienden en una cruel sonrisa.

- Señorita Lucy, esto es para usted, le dice Jesús a tiempo que le alcanza una aromática caja de madera, con tres botellas del mejor ron de Portugal.

-  Sabemos que son de su preferencia, sírvase en nuestro nombre, acota Manuel, con una reverencia.

- A partir de este medio día, la bebida y la comida para la tropa corre por nuestra cuenta, niñitay, concluye cariñosamente, tomándola de las manos. Ya en las afueras de la casa, Jesús no puede evitar comentar.

- Sabes, Manuel, la pobre tiene una tristeza en los ojos que da lástima, como si estuviera preparándose para un último acto de su desdichada vida.

-  ¡Bah!... ¡tú y tus presentimientos! No dejas de ser la k'achu laika de las cumbres del Kalakumo. ¡Hasta cuándo, Jesús!

Esta calla prudentemente, pero su brujo corazón le anuncia que algo desgraciado va a , pasar en estos días.

En la casa de los Bravo hay un inusitado ir y venir de gentes, parceladas en tres escenarios delimitados por las rígidas reglas sociales. Para los señores patrones y sus invitados, en el patio principal parasoles y mesas de mantel blanco, bebidas y comidas dignas de los terratenientes de la frontera. Y en la sala del piso alto, convertida en salón de baile, una veintena de livianas sillas españolas, arrimadas a las cuatro paredes.

En los fondos del segundo patio, muy próximo a un antigua y derruida caballeriza, bajo un gran toldo de cañahuecas y tocuyos, abundantes bebidas y comidas de segunda clase. Y por último, en la cocina, unas tres criadas de los Bravo, al mando de Martina, la vieja cocinera, prestada para esta ocasión por los Sánchez, que por adelantado comen y beben lo mejor que sale de sus manos.

En la plaza principal, en tomo al rollo (una columna cilíndrica de piedra de unos tres metros de alto), están reunidos hombres y mujeres que no requieren de mucho esfuerzo para saber de donde han venido.

Rostros de chaposas muchachas callahuayas, con sus coquetos y pequeños sombreros con barbijos de monedas de plata antigua; rostros de pálidas alfareras amareteñas con sus anchas huinchas coloradas sobre la frente. Y entre todos, dominantes, las exuberantes jóvenes aymaras de la pampa, con sus rostros morenos de ojos almendrados y penetrantes, bajo altivas y romboides monteras rojo y verde de negros faldones que juegan al viento.

Rostros... rostros de hombres llegados de todos los confines del ande, los valles interandinos y algunos de las selvas ultramontanas, con caras enjutas y amarillentas marcadas por la malaria (el chujchu para los lugareños), arribados a esta fiesta no sólo por devoción religiosa sino atraídos por las ancestrales costumbres de intercambio de productos ínter-regionales de estas alturas como la sal, la lana, el chuño y el charque, con frutas, hortalizas y alfarería de los valles de Boli via; inclusive del subtrópico de Tambopata, con sus misteriosos alijos de incienso, copal, cascarilla de la quina y otras especies medicinales bien cotizadas por los cientos de familias de pastores de estas altas cumbres andinas.

Es así como se entreteje, sin predominios, sin imposturas, la socioeconomía y la cultura regional, en determinados tiempos signados en el cronos del simbiótico santoral religioso andino.

Lentamente, la plaza se va llenando por las cuatro esquinas. Músicos y bailarines, en sus tradicionales lugares de concentración, beben y danzan haciendo flamear sus blancas banderas. Esperan que los señores del pueblo juntamente con los prestes se dirijan al templo donde el cura, su corte de beatas y el sacristán, con su pulcro traje, ensayan sus sacros rituales.

- Son las once, mujer, ¡apúrate! Los entrantes esperan nuestra salida para encontramos en la esquina.

Manuel, con temo oscuro de fiesta, camisa blanca e indómita apretada corbata azul y su mujer con traje negro de dos piezas, velo blanco y zapatos de charol de tacones altos que apenas le dejan caminar, seguidos por sus invitados mas allegados, del brazo, salen rumbo al encuentro con los nuevos prestes.

La plaza está ya llena de pólvora y humos que estallan en el límpido cielo invernal, señal de salida de las tropas de bailarines. Las copetudas familias de hacendados, sus invitados del lado boliviano y los pocos funcionarios públicos, guardias civiles, maestros, gobernador y alcalde municipal, todos junto a sus consortes e hijos, elegantemente vestidos, algunos encasquetados con los famosos pajisos de la moda limeña, esperan ansiosos la entrada de los alférez salientes y entrantes.

Frente a ellos, en el otro lado del atrio, medio discriminado, un multicolor y abigarrado grupo de hombres y mujeres del campo, ricamente vestidos, con sus simbólicos atuendos de autoridades tradicionales, con grandes sombreros negros sobre gorros bordados con diminutas cuentas de vidrio y mostacillas, sus bastones de mando, guarnecidos de metal de plata, y sus zurriagos (látigos) cruzados en bandolera sobre sus multicolores ponchos, con natural solemnidad esperan la entrada de los prestes.

En los dispersos caseríos de la pampa y las faldas de las altas montañas de hielo, al escuchar el esperado bajo y profundo tañido de la campana mayor del pueblo, una centena de familias de pastores, enciende sus braceros. Y, una vez más, arden y crepitan al enrarecido viento puneño, un sullu (feto de llama) inciensos, lanas de color, vino y alcohol, ofrendadas a la simbiótica madre tierra Pachamama y la Virgen del Carmen, que en blanquecinos humos se eleva y se pierde en el insondable cielo aymara. Este ritual de la religión andina se reproduce inexorablemente, año tras año.

En la esquina de la plaza, entre un tumulto de gente, aparecen los alférez Bravo y Aliaga. Tras ellos en dos hileras, flanqueando a los pasantes, elegante, marcial y sonora, la tropa de músicos de Conima, acallando a sus similares, se dirige a la Iglesia.

.t;:n el grupo están las dos muchachas de esta historia. Como siempre, vestidas de negro, como para un esperado funeral, inseparables como siempre, con paso altivo y elegante, van rumbo a la iglesia. Las gentes de su clase las miran, unas con incredulidad, otras con piadosa simpatía y no pocas con hipócrita espanto, como si estuvieran en presencia de dos almas endemoniadas.

- Míralos sin mirar, María, no te asustes ni te apoques. Todos merecen nuestro desprecio. Aquí estamos por la mamita del Carmen y por nuestros amigos los ayavireños.

La más firme y hasta desafiante de las dos es sin duda Lucy, la hija de la más poderosa y temida familia de ganaderos del pueblo.

-  La beata Rebeca y los Miranda, ¡se han persignado al vemos! Dios quiera que no nos hostilicen en la misa...

- A ver, ¡que se atrevan! Les voy a sellar la boca con mi rebenque, sea quién sea. De algo nos servirá, hermanita, el famoso apellido de mi familia. Estos hipócritas, apenas oyen el nombre de mi hermano Juan Pasquier, agachan la cabeza y cierran el pico.

Ya dentro del templo se acomodan al iado de los Bravo. Lucy mira atrás y percibe un gesto de asentimiento de Moreno como diciéndole: ¡Bien!... ¡muy bien! Le responde con una leve sonrisa. Con el codo, toca a su amiga y con mirada altiva le dice

- Y ahora, ¿qué dices?

Como siempre, muy atrás, cerca a la vidriada puerta lateral del templo, el Runtu, con ropas hurtadas u obsequiadas por su patrón J. Pasquier, por lo grandes y de corte antiguo, mira como inquieto búho, atrás y adelante, esperando el ingreso de Clementina, su pasión secreta, mientras vigila a Lucy en todos sus movimientos y conversaciones. Ambas actividades están casadas, la sangre de Lucy por el amor de la ayavireña, cueste lo que cueste.

Se abre la puerta y muy cerca de él ingresan al templo los Lewis, con la Clementina tras ellos. El Runtu no tiene ojos más que para el amor de sus amores. La muchacha viene vestida de pollera y manta azul oscuro, sobre un jubón blanco que denuncia abultados senos que ansiosos laten desde la noche de las guitarras en la casa de los Lewis. Así como el Runtu, ella también está inquieta abarcando con sus ojos esmeralda toda la dimensión del gentío, buscando a su joven amante Juancho Sánchez a quién no ha visto desde la noche anterior.

Cerca de las doce, la misa está por terminar y la gente se apresta para la procesión de la virgen que, a la cabeza del nuevo alférez, recorrerá sólo las cuatro esquinas de la plaza, para concluir en el atrio del templo, donde el cura invitado de Huaycho (Puerto Acosta), le impondrá los símbolos carmelitas (escapularios) como signo oficial de reconocimiento de la iglesia y su vario pinto feligresía. Como todos los años, cumplido este ritual, los pasantes Bravo, en una charola de plata, distribuyen unas coquetas invitaciones impresas y bordadas de hilo rosa:

La familia Bravo, alférez pasante de la fiesta de la Virgen del Carmen les invita al almuerzo y recepción social en su casa, hoy 16 de julio, a partir de la una de la tarde.

No más de veinte familias reciben estas invitaciones que les son prendidas en la solapa de los caballeros.

- No te molestes, Jesús, yo no iré a tu fiesta, como espero así lo hagan muchas familias que se respetan y ¡respetan a la santa iglesia! Gracias. Rebeca, la beata del pueblo, toda de hábito café de los carmelitas, con esta su bíblica sentencia no sólo se marginaba de la fiesta sino que ya nadie saborearía sus afamadas empanadas, que había ofrecido como colaboración para la fiesta.

Se reedita la procesión de la víspera, esta vez con los nuevos pasantes a la cabeza, seguidos por los desolados Bravo, que temen se les venga abajo su fiesta por la presencia de las afamadas orkochis.

- Manuel, creo que nos hemos metido en un gran lío al aceptar la cooperación de la Lucy, le susurra apenada a su marido.

-  Ya nada se puede hacer, Jesús, le responde Manuel. La señorita Lucy, así como tiene gente que la odia, también tiene defensores. Una de ellas es la familia Sánchez, con doña Carmen al frente que defiende a las locas.

Cerca al mediodía, compacta, la procesión religiosa está por concluir. Caras de mirar adusto y curioso convergen sobre las muchachas que, aparentando una tranquilidad que no sienten, caminan al iado de los prestes en medio del estruendo de los músicos y los cohetes que estallan en el firmamento, espantando a los soñolientos búhos y lechuzas que, con pesado vuelo, se alejan sin rumbo de sus madrigueras en la centenaria torre de piedra.

Pero lo que nadie percibe es que un pichitanka, el pequeño y terrible brujo de los andes, desde un carcomido alero de la iglesia, lanza un agorero canto de muerte, con sus redondos y acerados ojos clavados en la multitud, predestinando la muerte de dos jóvenes mujeres que, ajenas al presagio fatal, caminan, por última vez, tras el anda de la virgen del Carmen.

- Querida compañera, unas ansias desconocidas mortifican mi alma. Quisiera abrazarlos a todos nuestros amigos y enemigos, especialmente a estos últimos, no sé por qué..., se confesaba Lucy con María, su compañera de vida y muerte.

-  Será que hemos ofendido al pueblo y es por eso que nos miran como a condenadas y también será que sentimos la necesidad de pedir perdón a Dios y a los hombres, como lo ha insinuado el cura. Sea como sea, mi vida, ¡ahora nos divertiremos en grande! ¡Como si fuera la última vez!

- Sí, como si fuera la última vez, repite Lucy con pena, como presintiendo que así sería. El quemante sol invernal, reflejándose en las montañas de plata ha declinado. Están por desaparecer los últimos rayos del astro y un frío viento sopla por la pampa. Las ovejas y llamas y los pocos caballos de los patrones, a tiempo de retomar a los corrales del pueblo, retozan en los pastizales, bajo la atenta mirada de los caballerizos.

Son pasadas las cinco de la tarde, las pocas familias invitadas a la fiesta de los Bravo que comenzará a las ocho de la noche se alistan. En las casas de los vecinos notables hay un ir y venir de sirvientes, mientras los caballeros y sus invitados se rasuran la barba del día anterior.

En los extramuros del pueblo, sobre el sendero que va a la poza de agua, en las cercanías del cementerio, hay ruido de música. En el grande patio de la humilde casa de Martincho, de techos bajos de paja, barro y piedra, los chunchos no han dejado de bailar y beber, al compás de las monótonas quenas traversas. El alcohol corre generoso en las gargantas de los hombres y de las mujeres que, al compás de ritmos del subtrópico trasandino, mecen sus rotundas caderas y sus blancos senos que, como palomas prisioneras, parecen querer escapar de sus cárceles de bayeta azul.

Juanita, una bella morena treintañera, entonada por unas copas de más del fuerte aguardiente, lo arranca de la ronda.

- Martincho, ¿cuándo vas a tomar mujer dentro de nosotras, las solteras?, le insinúa. Este achina sus tristes ojos y su pensamiento vuela donde su amada leka del río Tambopata.

- No puedo querer a otra mujer que no sea ella. Me está esperando toda la vida, friendo pescado y yuca en las orillas de las cantantes aguas calientes. Ayer, en la flecha que disparé desde la plaza, ha recibido mi mensaje de pronto retomo.

Y así, convencido de sus frenéticas pasiones, con más fuerza se pone a bailar con Juanita que, resignada también, baila con desencanto.

En el grupo está Angelino, ex conscripto del cuartel, como tantos otros leído y escribido en los manifiestos del APRA, como él mismo solía decirse cuando estaba de farra.

-  Los chupasangres patrones tienen su fiesta con las mejores bebidas y comidas y nada menos ¡con los sicuris de Conima! La orkochi Lucy, hermana del más grande gamonal explotador de estas pampas y asesi~o de su familia, dice que los ha traído por unos cuantos tragos, para que muevan el culo los terratenientes de la frontera.

Y alzando el puño izquierdo lanza una proclama revolucionaria:

- ¡Mueran los explotadores de los indios! ¡Muerte a los hacendados y tierra propia para los indios! ¡Viva el APRA!

Por un instante, callan los músicos. Todos, hombres y mujeres, están quietos como tocados por un rayo, pero sólo por un instante. Están envalentonados por el alcohol, como siempre sucede en el continente de los humildes del campo. Ahora emerge un despertar en las conciencias oprimidas de los pastores de la pampa.

- ¡Cállate, hermano Angelino! Te van a matar como al Chateo, que ha aparecido muerto el año pasado, en la apacheta del Katandika, con un tiro en la cabeza. Y todo por hablar como vos, hermano.

Martincho lo abraza fraternalmente.

-  ¡Cuenta conmigo!, pero ahora cállate, le dice, poniéndo el dedo índice en los gruesos labios de Angelino.

-  ¡Carajo! ¡Cuándo vamos a despertar y sacudirnos de estos blancos hijos de puta!, le retruca el indio rebelde.

Las duras expresiones calan en el pensamiento de hombres y mujeres.

Hace rato que el sol se ha ocultado tras las serranías de astupunku y los pucu pucus, cantores de la noche, inician sus raudos vuelos sobre el pueblo. Las otras tropas de danzarines y sus familiares, beben y bailan, lo mismo que en la casa de Martincho.

Para los pastores y los pocos artesanos del pueblo, son las horas de tres días de escape de sus rutinarias y monótonas vidas, siempre pendientes de lo que pueden dar los dueños de los establecimientos ganaderos y comerciantes rescatadores de la lana.

La casa de los Bravo está intensa y totalmente iluminada por blancas luces de lámparas a kerosene que sisean en el salón principal, el patio y el portón principal, dándole un total ambiente de fiesta. Todo está dispuesto para recibir a los poderosos terratenientes, con quienes el cholo ayavireño Manuel Bravo, tendero y pequeño rescatador de lanas, tiene interesados motivos para congraciarse.

Los primeros en llegar son los Guidobono. Como buen europeo, Conrado hace en todos sus compromisos gala de puntualidad. Flaco y elegante, con su rubio mechón caído sobre la frente, casi cubriendo sus grandes y blancos espejuelos en grueso carey. Viene del brazo de Carmen, vestida de traje rosa de dos piezas y negras zapatillas de charol. Sobresale, en su recogido cabello castaño, una alta peineta española, ropas muy apropiadas para disimular su gruesa figura de matrona. Tras ellos camina, risueña y orgullosa, como toda criada de ricos, Martina, su fiel sirvienta, con los abrigos de sus amos sobre sus robustos hombros.

Así, poco a poco, van llegando los invitados a la fiesta. La familia Lewis, madre, hijo y nuera con sus trajes nuevos recién comprados en Arequipa, con la venta de caballos en la feria de Rosaspata.

La viuda, con su noble abrigo negro de piel de karakul de corte imperial, que usa sólo en acontecimientos muy importantes. El anarquista Choquehuanca, solitario como siempre en estas ocasiones, sin la compañía de su humilde esposa, viste un saco cazador plomo, una gorra del mismo color y unos pantalones de color marrón oscuro, muy al estilo de los anarquistas de las ciudades. Con el estuche de su charango bajo el brazo, ya está sentado en la esquina de los guitarreros, junto al flaco Moreno, todo de negro como siempre. El galán del momento, Juancho Sánchez, de chalina de seda blanca, resaltando sobre su terno azul marino, muy a la moda de las grandes ciudades del norte.

Así, el señorío de la pampa y los valles interandinos de Bolivia va llegando a la fiesta de sus subalternos, los comerciantes Bravo.

De pronto, nítidamente, se escucha los sones de una tropa de sicuris muy diferente a los de las otras tantas que amenizan la fiesta. Ritmo y armonía de melodías bien ejecutadas se acercan a la casa de los prestes salientes. A poco, la música retumba en todos los rincones de la casa. Los otros callan y dan paso a los famosos de la región. Al frente de ellos, alegres, bailan Lucy y María, con sus elegantes ropas de invariables tonos negros, como luto anunciado de su propia muerte.

- ¡Bienvenidas, señorita Lucy!... ¡Señorita María! Pasen, pasen al salón, se deshacen los esposos Bravo.

Lucy con un ademán pide callar a los músicos y les responde:

- Les agradecemos su invitación, pero no vamos a entrar a su sala porque, al vernos, se van a escapar sus invitados. Gracias de todos modos, nos vamos a quedar nomás en el patio. Ustedes saben que nosotras estamos donde nos hablan y miran de frente y sin hipocresías. Y además, aquí abajo, ¡nos quieren!

Los anfitriones notan que las chicas ya se han tomado unos cuantos tragos mañaneros.

- Déjennos con quienes nos respetan, con mis indios, mi alcohol y mi coca. Si sus invitados lo desean, pueden bajar aquí donde estamos. ¿Conforme, don Manuel?

- Claro que sí, señoritas; ustedes son las que deciden, nosotros solo podemos sugerir. ¿No es cierto, Jesús?

Esta responde con una inclinación afirmativa.

Todos los invitados, incluido el cura, esperan que alguien se anime a romper la aparente e hipócrita distancia que guardan con las dos amantes y bajar al patio e involucrarse en la danza con las impías pecadoras, dueñas de la situación.

Moreno, con su natural picardía de hombre del valle, le dice algo al anarquista Choquehuanca, que hace lo mismo con los otros músicos. Y cuando el grupo se apresta a arrancar con un obligado paso doble de salutación, el anarquista, con toda su pequeña y regordeta estatura, se sube sobre una silla y con su voz de revoltoso callejero, echa un balde de agua fría sobre los distinguidos caballeros y sus damas:

- ¡Con pena debo informarles que no podremos amenizar esta reunión! Le faltan cuerdas a la mandolina de Favio y, a tiempo de templar mi charango, he reventado la prima.

Juancho Sánchez, que tiene contenidos motivos para estaren el patio, junto a la rubicunda Clementina, se incorpora y, copa en mano, se dirige a la puerta.

-  ¡No se hagan, todos queremos bailar con tan linda música, ¡bajemos, pues!

Sin esperar respuesta, toma del brazo a su hermana Carmen Sánchez y, seguido del gringo Guidobono, que encogiéndose de hombros, como diciendo yo nada que ver, desciende por las escaleras que conducen al patio popular. Le siguen Choquehuanca, Moreno, los Lewis, Miranda y obviamente los prosaicos charazaneños. Así, todos, en pocos momentos, están en el patio, bien sentados ante la desconfiada y temerosa presencia de los incómodos vecinos de segunda que, poco a poco, se retiran al segundo patio, previamente dispuesto para ellos.

Lucy y María, como queriendo mostrarles su desprecio, no determinan a los acartonados personajes y, tomadas de las manos, siguen bailando al compás de las rítmicas zampoñas.

- Compadre, ¿nos lanzamos a las fauces de estas fierecillas?

- ¡Nos lanzamos, compadre!, responde Moreno, dirigiéndose ambos al epicentro de bombos y zampoñas donde las dos únicas mujeres, giran y giran como nunca lo habían hecho antes.

- ¡ Vengan, queridos amigos, vengan! No mordemos ni pateamos, bailemos hasta cansarnos. Y sin darse cuenta, los sorprendidos viejos galanes se ven envueltos en el torbellino de dos

muchachas hasta ayer peligrosas, hoy abiertas a los hipócritas del pueblo.

De repente, LLL es tomado de sorpresa por Lucy que, ignorando a Pasaco, su antigua amiga, lo jala al centro del patio.

- No te asustes, Luis, no pretendo reconquistarte ni menos incomodar a tu mujercita. Sólo quiero decirte que tengo el presentimiento de que nuestras dudas sobre el más allá pronto se disiparán. ¿Te acuerdas de nuestro juramento, sellado con la sangre de nuestras venas en la fiesta de la Cruz, hace dos años? ¿Te acuerdas?

Lucy, con sus grandes ojos clavados en los de Luis y las manos fuertemente apretadas a las de su frustrado novio, baila con un frenesí pocas veces visto en ella. Luis Lorenzo, por primera vez, siente algo parecido al terror, no puede articular palabra alguna.

- No creas que te he olvidado; soy mitad mujer, ella te ama y reclama la promesa, ¡no lo olvides! Y así como lo había tomado con fuerza, lo suelta de igual manera, casi con violencia, al lado de la pasmada Pasaco.

Esta sabía del fatal compromiso de Lucy con su marido. Demudado, Luis L. se aferra a su Pasaco que, amorosamente, se pone a bailar tratando de disimular el miedo que también ella había aprendido a sentir por su ahora endemoniada amiga, con la que casi no se veía desde que María Paz, ya adolescente, se fue al colegio de Arequipa.

- ¿Qué te pasa, Luis? ¡Ni que hubieras visto un fantasma!

- Nada, María, sólo que la loca de la Lucy me habla sonseras. El trago la ha trastornado... El trastornado parecía él, que de buen bailarín que era, de pronto había perdido el compás y el ritmo.

Han pasado velozmente las horas. Las zampoñas de Conima desgranan sus melodías, retumbando sus ecos en las serranías de Kalakumo, Cailloma y Tomapirua. Y por la pampa, los ecos de la fiesta se desparraman como río manso, sin cauce ni destino.

Los señores del pueblo y sus invitados bolivianos, ensimismados y en rueda, bailan cada quién demostrando sus habilidades; no así el gringo Guidobono, que suple sus deficiencias andinas con su proverbial elegancia y euforia típica de los italianos.

Sin que nadie lo advierta, las dos muchachas hasta momentos antes estigmatizadas y maltratadas por la vindicta clerical de las zampahostias y levudos del pueblo, en un paréntesis del baile convocan al fotógrafo a una esquina del patio, para que les haga una toma con un sobrepuesto marco muy extraño y sugestivo: el pórtico de un mausoleo de cementerio, con columnas y todo. Y ellas, muy juntas al centro, sentadas en dos negras sillas españolas. El fotógrafo cumple con el pedido, que días después les haría llegar, envuelto en papel morado y con cinta negra de seguridad. ¿Premonición de un destino fatal?

Sea lo que sea, lo cierto es que en la cámara de un revólver Colt 44, dos balas achatadas velan una breve espera, para incrustarse en los cuerpos de dos incomprendidas e inocentes víctimas de un hombre cultivado en París, matricida, fratricida y sanguinario acaparador de tierras y fortunas mal habidas.

Mes de noviembre, mes de muertos; el pueblo está conmocionado. ¡En la hacienda de Muguraaya, Lucy y María han sido asesinadas! Dos balas de una Colt 44 habían tronchado su

joven existencia. Un cortejo fúnebre de decenas de indios de ponchos negros y polleras moradas, estaba en marcha lenta y silenciosa rumbo a Cojata, a donde tenía previsto llegar por la noche, alumbrado por antorchas de cebo. En el pueblo, háy sigilosos movimientos de gentes. Las principales familias, mustias y cabizbajas, están reunidas en la casa de los Sánchez.

- Madrina Avi, hay que preparar el catafalco en la iglesia; pero usted, tiene que convencerlo al Párroco para que nos autorice el velatorio de las chicas. Están hablando de suicidio cosa que no creemos, usted sabe.

Las campanas del templo, cada media hora doblan por Lucy María. Sus ecos, tristes y lúgubres, alertan a los habitantes de la pampa. Presienten que algo grave ha pasado. El indio Sillo, que las cuidada en la fiesta, apoyado sobre uno de los corrales de sus ovejas, monologa: No se por qué, pero el corazón me dice que algo les ha pasado a mis niñas Lucy y María. Y sorprendido, se da cuenta que una furtiva lágrima rueda sobre su curtida mejilla. Las cantoras de la noche revoletean sobre los caseríos indígenas, pucuuú pucu pucuuú pucu. Ellas también lloran la partida de sus compañeras de las noches de la pampa andina.

 

 

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