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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.24 La Paz  2003

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Las representaciones del "Pueblo"

 

 

Jorge Komadina Rimassa

 

 


 

 

No podemos salir del espectáculo Julia Kristeva

La noción de "pueblo" es elusiva y harto enigmática. Como principio político el pueblo es la potencia que instituye la legitimitad moderna del poder. Pero el poder democrático sólo puede representar al pueblo como una abstracción que nunca corresponde con su realidad sociológica. Aunque la democracia ha podido imaginar al pueblo como una ficción jurídica, que es el fundamento del sistema representativo, no ha sabido producir una identidad en tomo al sujeto "pueblo", actor de carne y hueso. La figuración del "pueblo" como una fuerza social y política compuesta por obreros, campesinos y pobres, imagen recurrente de las insurrecciones sociales, ha sido desplazada por otra representación, el pueblo como conjunto de electores individuales. Con el advenimiento de la sociedad de individuos la idea del pueblo como "comunidad real" ha perdido substancia y visibilidad. Si la economía de mercado ha apuntalado esta relación abstracta entre los individuos es porque ella sólo cumple funciones instrumentales que "están al margen de los mecanismos de producción de símbolos colectivos. En suma, la democracia ha producido una tensión entre dos imaginarios: el pueblo como fenómeno político, por una parte, y el "pueblo" como realidad sociológica, por otra. Ambos registros deducen su legitimidad del mismo principio: la democracia es el gobierno del pueblo. El resultado de esta tensión es la propia indeterminación de la democracia que vacila permanentemente entre su figura social y su figura politica (Rosanvallon 1997).

A partir de estas ideas generales, un estudio sobre los imaginarios de la democracia, que debería situarse en la encrucijada de la historia social, la sociología y la filosofía política, tendría como propósito mostrar no sólo la oscilación y el conflicto sino también las filtraciones que se producen entre los dos "campos semánticos". En el imaginario de la democracia representativa el pueblo "real" desaparece y se impone, como una ley social, el dogma de la igualdad entre los hombres pero en momentos de paroxismo o de crisis del sistema de representación el pueblo reaparece como "substancia", como algo real e inquietante.

La introducción de la noción de imaginario en las ciencias sociales ha sido, en gran medida, una reacción contra las modalidades explicativas basadas en la causalidad. La consideración de una esfera imaginaria de lo social cuestiona en sí misma tanto el papel inactivo de las ideas y las emociones como la sobrevaloración de una esfera "real", independiente de otros campos, y cuyo conocimiento aspira al estatuto de las ciencias naturales. El concepto propuesto se basa en el carácter irreductible de la representación respecto a otros planos de la realidad. Entre otros "juegos de lenguaje" posibles la filosofía politica de Claude Lefort y Cornelius Castoriadis1 ha reelaborado la categoría de imaginario tomando como punto de partida las fronteras establecidas por Jacques Lacan en tomo a lo real, lo simbólico y lo imaginario. En esta problemática se puede identificar dos proposiciones principales. Según la primera, el imaginario es la representación de un mundo social unificado que contiene implícitamente las categorías sobre las cuales nos basamos para representar la sociedad. Cuando una sociedad constata las profundas divisiones que la atraviesan, debe (re)elaborar principios imaginarios que aseguren su coherencia. La segunda proposición complementa a la primera. Puesto que la construcción de un imaginario único es imposible, las miradas de la sociedad sobre sí misma son fragmentadas y tienen como fin la conceptualización del antagonismo social, trazando fronteras entre adversarios.

De acuerdo a Claude Lefort2, aunque la sociedad está profundamente dividida debe resolver el problema de su creación institucional y legal para constituir, en suma, la "comunidad". En consecuencia, la sociedad reproduce una suerte de preaprehensión para construir la unidad "real" de las cosas. Lo simbólico no siempre es el material adecuado para significar la división social. Con o contra lo simbólico existe una esfera de adecuación imaginaria de lo social, gracias a la "magia del principe". El poder instituye lo social porque implica la facultad de elaborar, sobre el modo de la representación, cosas y relaciones que no pertenecen a la esfera de lo "real".

Aquí es necesario distinguir entre dos acepciones corrientes del término representación.

En el primer sentido, representar es figurar algo (dar forma, mostrar) que de otra manera no podría ser visto. En el segundo caso, la representación es un mandato, una delegación de poder para actuar en nombre de otro. De acuerdo a Rosanvallon esta ambivalencia no sólo es semántica sino que esconde el carácter problemático e indeterminado de la democracia3.

Ir más allá del Conocimiento de las instituciones sociales supone la comprensión de la "institución de lo social", conforme a la fórmula de Claude Lefort (1986:19), quien ha destacado con fuerza la reducción que implica la delimitación de la política como un espacio cerrado donde se ejerce la competencia entre partidos y donde se renueva el gobierno. Tal definición oculta lo esencial: la capacidad de lo político de representar el orden social. La política no puede ser delimitada como un campo de acción o un subsistema especializado de la sociedad, según las definiciones clásicas de Weber y Parsons, sino como una dimensión simbólica que hace evidente, visible, la sociedad. La política es a la vez mise en forme, tentativa de hacer visible la sociedad, constituyéndola (forma y momento en que aparece la dimensión simbólica) pero también es mise en scene, explicitación y representación del poder, ciertamente, pero también modalidad de su conocimiento. La política es el momento de producción de la Cité, a la vez como principio organizado y como procedimiento puesto que la "comunidad" no se muestra nunca como un espacio real, profundamente dividido por intereses diversos, sino como un orden simbólico que no puede jamás coincidir con lo "real," imposibilidad permanente que abre una interrogación, ella misma infinita, de la sociedad sobre sí misma en el espejo de la política. El poder no es pues una simple institución encargada de ciertas tareas específicas, sino que sus acciones instituyen el sentido de la colectividad formando su identidad: es el agente de la representación. El poder es la manera de figurar y escenificar las relaciones sociales y el modo a través del cual la sociedad puede percibir su unidad.

En la Bolivia del siglo XIX, como en otros países del continente, se presentó una fuerte tensión entre la representación de la ciudadanía política moderna, introducida en el momento de la creación de las nuevas repúblicas e influida de cerca por las ideas de la revolución francesa propagadas via la revolución española, y las pertenencias colectivas a I'ancienne, de rasgos comunitarios que tuvieron una gran importancia, puesto que sirvieron como poderosas referencias de identidad4. La representación del pueblo como titular de la soberanía convivió con otros imaginarios y usos "tradicionales". Francois Xavier Guerra ha identificado varios de estos "usos": la totalidad de la población de un territorio; sólo una parte de esa población, la más desfavorecida, lo estratos "populares"; un sentido moral asociado al vulgo, la plebe, el populacho; la comunidad política de tipo antiguo; el viejo municipio. La multiplicación de estas figuras expresa las dificultades y conflictos que tiene la sociedad heterogénea por representarse por medio de la política.

La pax liberal boliviana (1900-1920) renovó la representación del pueblo como titular de la soberanía, manifiesta a través de una "verdad suprema", el sufragio5. Este imaginario del pueblo convive paradójicamente con un mundo "tradicional", estamental y premoderno. El registro imaginario de la igualdad, circunscrito al ámbito de las élites que producían y consumían los valores y estilos de vida modernos, se opuso al registro de la diferencia y la jerarquía estamental producido por el orden colonial6. El sistema liberal boliviano puede leerse como la ausencia de una comunidad colectiva basada en el principio de la igualdad. No existió una relación de identidad entre pueblo y Estado ni una visión unificada de la sociedad. El pueblo no fue imaginado como principio político moderno. Las instituciones públicas fueron resultantes de pactos y negociaciones precarias y no correspondieron ni al horizonte social de la igualdad ni tampoco, estrictamente, a la doctrina política, liberal o republicana. No existió un imaginario general sino imaginarios parciales en los cuales se cristalizaron las profundas divisiones de la sociedad boliviana, sobre todo a través de la representación de la guerra de razas.

El pueblo fue visualizado, desde una dimensión moral, como inmaduro, salvaje o "enfermo"; el indio sólo era nombrado desde la categoría de lo abyecto7.

La paradoja inherente a la democracia liberal boliviana, durante las dos primeras décadas del siglo XX, fue resuelta por las élites dirigentes e intelectuales bolivianas tanto de manera doctrinal como práctica. Por una parte, el liberalismo reconceptualizó el fondo y la forma del principio igualitario al redefinir la ciudadanía como naturalmente restringida para las mujeres, los indios y los analfabetos. El telón de fondo de este imaginario político no fue, pues, el trabajo de la igualdad sino la producción de signos de diferencia. El liberalismo corrigió y limitó doctrinariamente el principio de la igualdad y la soberanía del pueblo a través de las nociones de eminencia y capacidad, piedras angulares para la reconstitución de una nueva aristocracia, la élite republicana y liberal.

El dispositivo consistió en cualificar el sufragio como mecanismo de reconocimiento social y como simbolización de las jerarquías y diferencias sociales. Las elecciones no eran la escenificación del principio de la igualdad sino justamente su contrario; si la eminencia era de naturaleza social e intelectual ella tenía que reconocerse en el mecanismo del voto (Irurozqui s/f :24). Aquí subyace una idea central: las fronteras étnicas no debían ser derribadas, por el contrario la pax liberal exigió su consagración y objetivación permanente tanto en el ámbito público como en la esfera privada.

En segundo lugar, el liberalismo boliviano se presentó como la invención pragmática de un régimen político que no aspiró, ciertamente, a la ampliación del universo ciudadano sino la protección de los intereses de las élites8. Los sistemas políticos democráticos aparecen siempre como circunstanciales e híbridos, bajo formas diversas que ensamblan una summa de instituciones, de procedimientos electorales y de sistemas de clasificación de la población, sin correspondencia estricta con modelos de democracia que ambicionan un valor universal.

La revolución de 1952 fue ciertamente un acontecimiento extraordinario, en el sentido de su rareza, no sólo porque suspendió el poder de las instituciones establecidas sino como fuerza creadora de lo social. Su primera y más importante creación fue la representación del pueblo. La figura más elemental y "real" del pueblo, aunque la más fugaz, provino del mismo acto insurreccional, instante cuando apareció inequívocamente el "pueblo-acontecimiento" haciendo posible la figuración total de la comunidad y conciliando la soberanfa popular con los actores populares de "carne y hueso". En la insurreción de abril el pueblo se encarnó de una manera completa. No sólo fue acción sino también personaje: plebe en acción. Todas las sospechas acerca de la ilusión de la soberanía popular y de la inexistencia del sujetopueblo desaparecieron. En el momento fundador de la revolución de 1952 el principio político-pueblo se fundió con la realidad sociológica-pueblo. En la acción se resuelve momentáneamente el enigma de la política moderna. Sin embargo, la indeterminación democrática se instaló nuevamente cuando el acontecimiento se disipó y la visibilidad del pueblo se volvió, una vez más, cuestionable.

. A partir de las transformaciones producidas en 1952, particularmente por efecto de la reforma agraria y el voto universal, se reintrodujo el canon democrático de la igualdad y se prepararon las condiciones del advenimiento del ciudadano. Este proceso puede ser leido desde el imaginario de la democracia social, que en la versión de Tocqueville, es un proceso de transformación social que consistió en la igualación de las condiciones de vida no solamente en el plano jurídico sino también en el terreno económico y social.

En suma, las condiciones típicas de la modernización social se produjeron por medio de una vía modemizadora nacionalista donde el Estado se convierte en el sujeto central.

La revolución nacional generó también una representación del pueblo como principio político aunque esta figuración, cuyas instituciones centrales son la Constitución y las elecciones, estuvo subordinada a las poderosas imágenes de la democracia social. Este equilibrio conoció un momento de inflexión en las elecciones generales de 1979 durante las cuales se verificó la condición democrática de equivalencia entre individuos iguales, que dio lugar, a mediados de los 80 y después de un período difícil de transición, al predominio de la democracia representativa y a la instalación de una representación abstracta del pueblo en el imaginario político boliviano.

El populismo nacionalista antes que una ideología, una política económica o un movimiento social, fue una manera específica de resolver el problema de la figuración de lo social, en base a la conciliación simbólica entre la nación y el "pueblo". En el caso boliviano, el componente imaginario de esa relación fue algo primordial. Por una parte, fue un intento de instituir una comunidad cultural substancial -la nación bolivianaa través de un proceso de homogeneización cultural. Esta comunidad cultural fue imaginada por el Estado como una síntesis entre las culturas indígenas y la cultura occidental. El mestizaje cultural devino, de esta manera, en el tropo recurrente de la identidad nacional. El populismo Intentó resolver las diferencias sociales y culturales bajo el modo imaginario.

Por otra parte durante décadas la sociedad boliviana se representó a sí misma desde una cultura clasista, a causa de la fuerte influencia del movimiento obrero, particularmente del sindicalismo minero. Su principio central fue la representación de la sociedad bajo la forma de explotación económica y de lucha de clases. El sindicalismo obrero aspiró a una suerte de "democracia directa", que debía estar arraigada en la organización económica de la sociedad, imaginario en conflicto con la democracia representativa. No es por ello casual que la composición de la Central Obrera Boliviana (COB) haya sido un intento de expresar de forma condensada, aunque también jerárquica, la constitución "real" de la sociedad boliviana. Más allá de la problemática específicamente obrera, el sindicato se convirtió en una mediación social que permitió organizar una masa amorfa de individuos en grupos sólidos y fácilmente reconocibles.

Se estableció, así, una relación básica entre la política, en su sentido ya descrito, y la construcción del imaginario del nacionalismo populista. La primacía de la política estuvo asociada a la vigencia de representaciones unitarias de la sociedad a través de "grandes" narraciones nacionalistas que establecieron una continuidad ficticia entre el pasado prehispánico y un futuro indomestizo. El Estado simbolizó a la sociedad porque la política, omnipresente, comandó la producción del orden colectivo9 El Estado fue el agente central de la construcción de la identidad nacional. El sindicato y el partido fueron lugares donde se producía el agrupamiento simbólico de los individuos. En las últimas décadas se ha derrumbado las mediaciones entre el Estado y los actores, introduciendo una suerte de "desafilición" entre los individuos. La individualización de la sociedad se ha vuelto un proceso central aunque, al mismo tiempo, se ha reinventado nuevas formas de sociabilidad y pertenencia.

A partir de 1985 la sociedad civil comenzó a reducir sus referencias a la esfera pública y empezó, en consecuencia, a reflejarse a sí misma sin recurrir al espejo de la politica. Las figuras del pueblo y la nación parecen haber perdido substancia con el advenimiento de la democracia representativa. El nacionalismo revolucionario ha dejado de ser el "centro" de la politica y la condición del ejercicio del poder. Es fácil percibir que el agotamiento de estas representaciones coincide con la disolución de las identidades clasistas, en particular de la identidad obrera. El "pueblo" ha dejado de ser el pueblo-obrero y el pueblo-campesino para devenir una ficción sin la cual es imposible organizar la democracia representativa. El debilitamiento del Estado nacional-populista, en tanto organización económica y fuente de legitimidad simbólica, ha transformado notoriamente el imaginario social puesto que en Bolivia, en mayor medida que en otros países del continente, el Estado fue el principio central de la identidad colectiva. Hoy, puede sostenerse la tesis de un proceso de "salida" de la política.

El nuevo trabajo de la representación gira en tomo del reconocimiento de la pluralidad social y cultural. La unidad simbólica entre el pueblo y el Estado-nación se ha fracturado de tal manera que los fragmentos no podran reunirse en su anterior modo. El cambio es irreversible. El Estado se ha visto obligado a multiplicar sus formas de existencia imaginaria ante la pérdida de su unidad. Bolivia se ha convertido en un país multicultural y plurilingüe, como se establece en el Artículo Primero de la Constitución Política del Estado y en otras leyes de la República. Ciertamente, se trata de un imaginario más difícil de "leer" y menos visible que la narración unanimista del Estado nacional-popular. Los gobiernos "neoliberales" han multiplicado por doquier la simbología de la pluralidad: ella se encuentra en la Ley de Participación Popular, que reconoce la diversidad étnica y regional y la autonomía de los municipios, en la Ley de Reforma Educativa que contempla la educación bilingüe, en la Ley de Tierras, que reconoce y protege los territorios de algunos pueblos indígenas. Sin embargo, resulta evidente que la pluralidad simbólica no se ha expresado en un sistema político plural.

Cómo hacer visible a una sociedad de individuos? Aquí radica el nudo maestro de la política moderna. La formidable abstracción que involucra la democracia representativa sólo puede representar a una sociedad de individuos y no a un cuerpo "real". En la medida en que la aspiración a representarse la sociedad moderna como colectividad choca con el principio sociológico de su división, no es posible producir un imaginario unánime sino imaginarios, en plural, es decir múltiples representaciones que los actores sociales se hacen de las fracturas sociales. Este es un punto esencial. El poder organiza la representación de estas diferencias sociales acotándolas en el terreno de la esfera pública. No obstante, cuando las divisiones sociales no pueden ser explicitadas se produce una fragmentación de las representaciones de los actores, que contribuye a erodar la elaboración de una narración de conjunto. La «sociedad deviene entonces en una realidad sociológica fragmentada, término que alude a la descomposición de un "todo" en una pluralidad de significación.

La sociedad moderna, valga el pleonasmo, se distingue por el carácter abstracto que revisten las relaciones sociales para asegurar la igualdad entre personas socialmente diferentes, a partir de su (sola) cualidad común de sujetos autónomos y prescindiendo de toda referencia metasocial. Esta ficción debilita la capacidad de la política de representarse la sociedad puesto que es extremadamente hostil a toda interpretación substancial. La modernidad política es impensable sin la desubstancialización de lo social y sin la instalación, en su reemplazo, del prejuicio democrático del número: un hombre, un voto. Puesto que la condición de la democracia es la ficción de la igualdad, ella es incompatible con toda concepción sobre las finalidades y valores de la sociedad (es neutra respecto al "bien", en términos de la filosofía moral) El poder en la democracia es pues un "lugar vacío" como lo destacó con fuerza Claude Lefort (1986).

Para evitar su disolución, está condenada a inventar y reinventar constantemente la identidad de "comunidad", que es básicamente un sentimiento de pertenencia colectiva.

Pero el recurso a la ficción es limitado porque los grupos sociales demandan formas de identificación real. Esta dificultad deriva en una aporía: ¿Si el individuo es una mera cualidad abstracta, por encima de sus diferencias de tipo "natural", cómo representarse una sociedad de individuos? Una respuesta posible, desde el registro del liberalismo político, consiste en considerar al procedimiento como criterio suficiente. Sin embargo, en este escenario el "pueblo" queda indeterminado, sin forma, lo que entraña una permanente búsqueda de identidad. Los acontecimientos de abril y septiembre del 2000 son, en el plano del imaginario, una evidencia de la intensa búsqueda de una identidad "real". Lo social, en suma, no se refleja más en lo político. La sociedad civil, que es otra forma equívoca de nombrar al "pueblo", emerge en toda su diversidad.

Este teatro involucra una nueva definición de lo social que reposa cada vez más en sí misma como efecto del descrédito de la política. Aquí presento una de las hipótesis de trabajo: la política no puede ya representar a la sociedad como una totalidad estructurada a causa de la crisis del Estado-nación, ciertamente, pero también como consecuencia del trabajo de representación de los actores sobre sí mismos, dinámica que ha producido nuevas formas de socialidad. Este doble proceso se despliega sobre la base de una homogeneización sin precedente que borró con las diferencias y jerarquías del pasado. Con la urbanización, la expansión vertiginosa de los medios de comunicación y el consumo masivo, los modos de vida se han aproximado. Esta sociedad fragmentada carece de proyectos comunes que identifican "comunidad" con el mundo político; paradójicamente, sin embargo, es una sociedad donde los hombres se asemejan más que nunca.

 

Notas

1. Las nociones de imaginario, representación y mentalidad colectiva deben un tributo al concepto de representación colectiva de E. Durkhcim. Sin embargo, sus derivaciones son particulares. Para la psicología social, el concepto de representación alude a formas parciales de aprehensión de la realidad o de parcelas de esa realidad bajo la forma de teorizaciones espontáneas, combinaciones de opiniones vulgares y conocmicnto científico. Para G.Duby (1978) y la escuela de los annales el imaginario alude a lo general antes que a lo específico y no está obligatoriamente cxplicitada ni es plenamente consciente, sólo es evidente por obra de la interpretación.

2. (Castoriadis 1983; Lefort y Gauchct 1971; Lefort 1985,1986)

3. "Lempirede I imaginaire: non pas seulement l'cmprisc de l'illusíon sur l'action des hommes, mais la prisc du pouvoir par l'imaginairc, l'inscription dans le récl du gouvenemcnt de l'imaginairc, I'occupation déla scene politique par l'cntrepisc fantasmagorique de transmutaron du symboliquc en recl gracc a la magic du Prince"(Lefort 1971: 31).

4. Rosanvallon (1997:11). En pie de página puede leerse que "On pet souligner que la languc allcmandc, contraircmcnt au francais, disposc de deux termes distinets, Rcpráscntation (figuration symboliquc) ct Stcllvcrtrctung (mandat) pour designer chacunc de ees notions." En el caso de la lengua española existe la misma limitación.

5. lista os la opinión de K X. Guerra 1992 y M. R. Démelas 1992.

6. Irurozqui s/f y Démelas 1992 analizan los documentos programáticos y discursos de los líderes liberales.

7. Para una problematización de estas tésis Barragan 1999 y Irurozqui s/f.

8. De acuerdo a Knstcva lo abyecto es el rechazo violento de los aspectos de la realidad que producen disturbios en la estructuración de la subjetividad (1998:8).

9. Marta Irurozqui demuestra brillantemente ese proyecto de las élites (1994).

10. "La politisation y dcsccnd done du plus haut jusqu'au plus bas de 1'cchcllc socialc. Tous Ies groupes sociaux organises se dedient a la politique; ils ne se prcoccupent pas sculcment des problemes qui les conccrncntn au premier ehefmais aussi de tous eeux qui affeetent la socictc dans sa totalité. Les syndicats, les assoeiations profcssioncllcs, les universités, le clcrge meme, tout commc la pólice ct Tamice sont politises"

 

Bibliografía

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