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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.24 La Paz  2003

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

¿Están las fábricas produciendo obreros?

Un acercamiento a las identidades fabriles en Santa Cruz

 

 

Lourdes Montero

 

 


 

 

Introducción

El problema del mundo interno del sujeto es tan antiguo y tan actual como todas las preguntas clási­cas. Tal parece que la tensión entre un mundo objetivo y subjetivo no ha sido tan sólo terreno de los poetas. William James nos prevenía: «mientras una parte de lo que percibimos penetra a través de nues­tros sentidos a partir de los objetos, otra parte (y tal vez esta sea la mayor) surge siempre de nuestra propia mente»1.

Por mucho tiempo, la primacía de la estructura y su condicionamiento nos hacían pensar que todo el mundo subjetivo era producto de nuestras condiciones materiales de existencia. Así, el tema de la identi­dad era considerado un dato dado y no un problema donde la interacción social y la interpretación de la realidad se convierten en un proceso activo que se debe tanto a la acción como al condicionamiento.

En ese marco, las teorías sociales postularon, por mucho tiempo, la centralidad del trabajo en la determinación de la acción social y relacionaron el espacio productivo con la posibilidad de constitución de sujetos sociales transformadores. La complejidad social de fin de siglo, los cambios en el sistema productivo y la crisis del socialismo «realmente existente», entre otras transformaciones importantes, llevaron a muchos teóricos a cuestionarse este postulado, resurgiendo como problema la subjetividad y la construcción de identidades colectivas a partir de los espacios laborales. El desarrollo de la discusión en la actualidad se da en torno a diversas visiones acerca de la «centralidad del trabajo» en la vida de las personas, con posturas que van desde las posmodernas, que plantean el fin del trabajo y la desestructuración de las identidades, hasta aquellas otras que sostienen, más bien, la emergencia de identidades complejas o entrecruzamientos de identidades restringidas.

Los autores que sostienen la imposibilidad de una nueva identidad obrera sustentan su posición en la idea de una sociedad «poscapitalista», donde la diversificación del trabajo provoca tal segmentación en el mercado y en los procesos productivos, que no sería posible la identificación colectiva; además, reco­nocen el protagonismo de las formas de vida de quienes no se vinculan con el trabajo, y tienden a sustituir la identidad laboral por un hedonismo del consumo. Se trata entonces del planteamiento de identidades parciales, restringidas y desarticuladas, configuradas de manera aislada en los diversos mundos de vida (Offe, 1985). Por su parte, los que apuestan por los «entrecruzamientos de identidades restringidas» como configuraciones, sostienen que reconocer la heterogeneidad del sujeto obrero no implica admitir una desarticulación universal, pues continuada existiendo un número limitado de ejes que influyen en la subjetividad e identidad (De la Garza et al, 1997), así, se trata más bien de identificar cuáles son las articulaciones y las diversas jerarquías que integran una identidad compleja mas no escindida.

En el caso de Bolivia, que será objeto de este estudio, la discusión sobre la centralidad del trabajo y la construcción de identidades se produce en un momento de rápido cambio social, profunda crisis y perplejidad del movimiento obrero. Si bien es innegable que la llamada «centralidad obrera» (principal­mente minera) ha sido un factor de importancia en la historia boliviana posterior a la Revolución Nacio­nal de 1952, en la actualidad parece haber un amplio debate, tanto teórico como ideológico, en relación a la presencia y acción -en la economía y en la política- de la fuerza laboral asalariada. Esto último se ha traducido en la oposición entre quienes postulan que el modelo neoliberal, aplicado en Bolivia desde 1985 mediante políticas de estabilización y ajuste estructural, ha significado un paulatino debilitamiento y fragmentación del sujeto obrero, en un proceso que denominan «desproletarización» (Arrieta y Toranzo, 1989); y entre aquéllos que, una década después, empiezan a plantear la tesis contraria: la «reproletarización», en sentido de la emergencia de una nueva clase obrera en el marco del desarrollo del capital industrial en el país (García, 1999).

Estas propuestas se plantean en medio de una amplia reflexión respecto a la reforma y modernización del Estado, el reconocimiento de nuevos actores sociales, la profunda crisis del sindicalismo boliviano (cuya expresión más clara es la fragilidad de la Central Obrera Boliviana, otrora actora fundamental de la organización obrera y del escenario político nacional), las transformaciones en el proceso productivo y de gestión empresarial, la reforma de la legislación laboral y la actual configuración de la clase obrera.

En ese marco, que implica cambios sustanciales tanto en los factores estructurales como en el mundo interno del trabajo, constituye un reto teórico y empírico indagar las formas de configuración de identi­dades y subjetividades. Esto implica plantear la pregunta de si en el actual contexto es posible una «nue­va identidad obrera», en qué circunstancias y campos de acción operaría ésta, desde qué perspectivas teóricas y empíricas es pertinente abordarla, cuáles son las jerarquías y entrecruzamientos de su constitu­ción y cómo interactúan estas identidades con otras variables, en una mirada que asuma la heterogenei­dad de los actores, la existencia de identidades parciales y el «desdoblamiento» en diversos sujetos de los mismos individuos2.

Sobre estas bases, la pregunta que articulará el presente trabajo es: ¿cómo se producen y sostienen los marcos subjetivos e identitarios de los obreros y obreras fabriles de una región determinada? Para preci­sar más los diversos ángulos de análisis, se formularon las siguientes preguntas complementarias: a) ¿Las nuevas condiciones económicas e ideológicas impuestas por el «neoliberalismo» impiden la con­formación de identidades colectivas? Se trata entonces de estudiar cómo un grupo de fabriles que traba­jan en una región y pertenecen a una generación post reformas estructurales, (re)configuran sus subjeti­vidades e identidades en relación a prácticas cotidianas y no cotidianas.

Para el estudio se privilegiaron como espacios de observación el ámbito productivo, centrado en el proceso y control del trabajo. Así planteado temáticamente el problema, y formuladas las preguntas centrales, delimitamos temporalmente el análisis al posible proceso de constitución de una «nueva clase obrera» en Bolivia en la década del noventa, que coincide con la etapa de consolidación del modelo de economía de mercado y la ideología neoliberal; en tanto que espacialmente la investigación se concentró en los/las trabajadores/as fabriles de Santa Cruz, región de reciente liderazgo económico en Bolivia y que se constituye en la ciudad símbolo de una cultura empresarial moderna.

Este estudio sólo puede considerarse un acercamiento exploratorio al tema, puesto que toda su com­plejidad no podrá ser abordada en este artículo; sin embargo, el desafio consiste en generar una serie de ideas y sugerencias preliminares que podrían ser ampliadas en análisis posteriores que nos permitirían comprender cómo los espacios de vida y las interacciones sociales pueden contribuir a la delincación de matrices identitarias.

Convergencias y divergencias en torno a la noción de identidad

La identidad como noción ha sido manejada de forma amplia y a veces ambigua. Se ha producido una proliferación de su uso no sólo en el ámbito académico sino sobre todo en el discurso político, los medios de comunicación y el lenguaje cotidiano. A diario y por diversos medios asistimos a la apelación de nuestra identidad de género, étnica, nacional, regional o política; incluso a nuestra «identidad corpo­rativa» si trabajamos en alguna empresa transnacional.

Sin embargo, como sostiene Giménez (mimeo), la difusión del concepto hace referencia a una idea substancialista de la identidad definida tan sólo como una miscelánea de propiedades y atributos especí­ficos y estables, considerados como constitutivos de entidades que se mantienen sin mayores variaciones a través del tiempo. Es este estereotipo de la identidad el que intentaremos deconstruir.

A pesar de su posible actualidad como noción explicativa, el problema de la identidad en las ciencias sociales no es novedosa y tiene una respetable tradición teórica. Podemos identificar dos comientes pre­dominantes que han dado diversas interpretaciones al concepto. Por una parte, T. Parsons (1968) consti­tuye el representante clásico de quienes conciben la identidad como parte integrante del sistema de la personalidad, es decir, como función interna dirigida al mantenimiento del modelo. Así, para esta con­cepción de fuerte determinismo social y cultural, la identidad puede ser definida como un sistema central de significados de una personalidad individual que orienta normativamente y confiere sentido a su ac­ción. De esta manera, la identidad madura y normal de un individuo representa un componente estable, unitario y coherente, resultado de la interiorización de valores, normas y códigos culturales generaliza­dos y compartidos por un sistema social.

En el polo opuesto podemos identificar las propuestas de los interaccionistas simbólicos, quienes enfatizan el carácter múltiple, precario e inestable de la identidad. Desde su precursor, G. Mead, hasta sus seguidores actuales, representados sobre todo por Goffman, coinciden en sostener que la identidad no puede ser considerada como un producto estable del sistema cultural y social, sino como resultado provisorio y variable de procesos de negociación en el curso de las interacciones cotidianas. Para esta corriente, los códigos y reglas compartidas socialmente no son más que el marco dentro del cual se desarrolla la acción y no su determinante como lo plantea Parsons. Así, un estudio de la identidad en esta corriente trata de analizar no tanto modelos normativos como reglas mínimas de juego requeridas para la comunicación.

Daniel Mato, trayendo esta discusión a América Latina, plantea la dicotomia en términos de enfren- tamiento entre aquellas propuestas teóricas que consideran a la identidad como un legado natural y pasi­vo frente a quienes la conciben como socialmente construida. Adscribiéndose a la segunda propuesta, el autor sostiene que «las identidades y diferencias, del mismo modo que otro tipo de representaciones sociales simbólicas, son producto de acciones sociales y no fenómenos 'naturales', ni tampoco 'reflejos' de condiciones materiales» (1994: p.16).

Esta interpretación dicotómica de las concepciones sobre la identidad es actualizada por Amartya Sen (2001) en sus discusiones sobre las identidades colectivas y sus relaciones con la libertad personal. El autor critica lo que denomina la corriente «comunitarista»3 que pretende entender la identidad como un proceso de descubrimiento y aceptación de una cualidad más que un proceso de elección razonado y dinámico. Así, la propuesta comunitarista plantea que la identidad no sería una relación que se elige (como en una asociación voluntaria) sino un vínculo que se descubre, un elemento constitutivo del suje­to. En esta concepción, la identidad sería algo que se detecta y se actúa en consecuencia. En contraposi­ción a esta corriente, y otorgando mayor libertad al sujeto, Sen plantea que más bien se trataría de una elección sustancial -muchas veces implícita- entre identidades alternativas que nunca son definitivas ni permanentes, sino a través de un proceso reiterado de razonamiento y elección en el marco de ciertos límites. A esta cualidad de oscilación en las lealtades y definiciones identitarias, Sen (2000:15) se refiere como «compromisos cambiantes».

Cercanos a esta posición que otorga mayor peso a la libertad individual de elección y adscripción identitaria, Makowski y Constantino sostienen que la identidad como problema surge exclusivamente en sociedades modernas4 cuando «el campo de elecciones posibles se amplía y el ambiente social se vuelve, por ello, más incierto y diferenciado»; ello conlleva, según los autores, a una sobredosis de identidad individual y un déficit de identificación colectiva haciendo que los sujetos configuren identidades abier­tas, diferenciadas, reflexivas y de un carácter marcadamente individualizado (1995: 191-197).

Así planteada la discusión teórica del concepto, donde por una parte se plantea una estructura estable de la personalidad, con características constitutivas ya sea heredadas, descubiertas o «naturales»; y, por otra, una configuración efímera dependiente de la aceptación social y la libertad de elección, el desafío de una propuesta actual de interpretación de la identidad parece estar en superar el falso dilema entre un sujeto sobredeterminado por las estructuras sociales, u otro que mantienen una libertad siempre relativa en su acción.

En este conjunto de propuestas destacan los planteamientos de R. H. Turner (1979) quien contribuye con sus postulados sobre la concepción en sí e imagen en sí. Mientras que la primera responde a valores y aspiraciones durables que el individuo percibe como constitutivos de su yo profundo, la segunda repre­senta la fotografía que registra su apariencia en un determinado instante. La primera -que podríamos llamar identidad- sería consistente sin ser inmutable; y la segunda, efímera, variable y plural. Este autor destaca que la identidad sería a la vez factor determinante y producto de la interacción social. Más adelante retomaremos esta propuesta, junto con la contribución de autores coincidentes, cuando expon­gamos la concepción que guiará este trabajo.

Sin pretender saldar esta compleja discusión, que por supuesto rebasa ampliamente los límites del presente trabajo, expondremos las ideas sobre identidad a las que nos adscribimos y argumentaremos a favor de las mismas para que, a manera de noción y no como definición formal, nos sugieran líneas de comprensión e interpretación que den cuenta de una serie de problemas claves para entender la relación de los sujetos y su identidad.

Uno de los principales teóricos latinoamericanos sobre el tema, el mexicano Gilberto Giménez, nos propone comprender la identidad -en su núcleo conceptual- como «el conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valores, símbolos) a través de los cuales los actores sociales (individuales y colectivos) demarcan sus fronteras y se distinguen de los demás actores en una situación determinada, todo ello dentro de un espacio históricamente específico y socialmente estructurado» (Giménez mimeo).

Así, formando parte del mundo subjetivo del actor, entenderemos la identidad como el sentido de pertenencia a un nosotros relativamente homogéneo que nos permite, a nivel subjetivo, diferenciarnos de otros grupos o personas. Se trataría ante todo de un conjunto de signos compartidos, memoria colectiva común y, sobre todo, una visión de futuro. Este sentido de pertenencia también puede implicar la concep­ción de un origen común que implica mitos fundacionales, lazos de sangre, antepasados, gestas libertarias, tanto como un lenguaje compartido, un estilo de vida y modelos de comportamiento característicos. Es así que la identidad, o una cierta forma particular de dar sentido, nace de prácticas cotidianas, junto a rupturas y asimilaciones de los acontecimientos colectivos o personales impactantes (De la Garza, et.al. 1997).

A esto, Barth (1971) agrega que la identidad será entonces una categoría tanto de adscripción como de reconocimiento, que es utilizada por los actores mismos y tiene la característica de organizar la interacción de los individuos. Así, lo crítico en la identidad será la operación de la diferencia entre lo propio y lo extraño, es decir, establecer los límites o las fronteras.

Se trata ante todo de un atributo subjetivo de los actores sociales y, en la medida que representan el punto de vista subjetivo de los sujetos sobre sí mismos, la identidad no puede ser reducida a un conjunto de datos objetivos; resulta, más bien, de una selección operada subjetivamente. Es un reconocerse en algo que tal vez sólo en parte coincida con lo que efectivamente uno es. Así, como sostiene Cirese (1987), «no es lo que uno realmente es, sino la imagen que cada quien se da de sí mismo». Sin embargo, esta identidad no necesariamente es el resultado de una selección libre. La identidad de los actores socia­les es producto de una especie de compromiso compartido, de negociación entre la autoafirmación y asignación identitaria, entre la «autoidentidad» asignada por uno mismo y la exoidentidad que es exter­namente imputada (Giménez 1990).

Esto nos permite entender por qué la identidad supone necesariamente la intersubjetividad; es decir, la identidad podría emerger y afirmarse sólo en la medida en que se confronta con otras identidades en el proceso de interacción social. La mera existencia objetivamente observable de una determinada configu­ración cultural o social no genera automáticamente una identidad. Así, es necesario que los grupos se autoidentifiquen: la identidad no es un atributo o una propiedad intrínseca del sujeto sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional.

Como lo explica Benoist (1981), se trata de una noción relacional a la que le es constitutiva la cues­tión del otro, es decir, estaría operando de acuerdo a un principio de oposición ya que antes de la afirma­ción de un sí mismo, se reconoce la diferencia con otro. La identidad entonces se concreta en un movi­miento dialéctico de desidentificación con uno mismo y una sistemática identificación con los miembros del grupo de pertenencia.

Esta relación de «otredad», debemos aclarar, no necesariamente implica enfrentamiento entre los gru­pos. Si bien la delineación de las diferencias en algunos casos implica la atribución de características cultu­rales de tipo negativo, también hay la posibilidad de ver en el «otro» un potencial aliado. Esto nos permite pensar que no siempre las relaciones son bipolares, sino considerar el reconocimiento de otros grupos distintos pero en igualdad de condiciones. Este modo de ver la distinción ha servido sobre todo para ver las relaciones internas entre los distintos grupos étnicos, que si bien comparten intereses comunes y se enfren­tan a un «otro» similar, no necesariamente implica que compartan principios de integración unitaria.

En referencia al tema de la existencia de una sola identidad o la presencia de múltiples identidades en un mismo sujeto, volvemos al problema planteado por Appiah (citado por Sen, 2001) y su imperialismo de la identidad. Nos resistimos a reconocer sujetos sobredeterminados por su condición de clase social o pertenecientes a una sola comunidad o grupo y, por ello, debemos adscribirnos a los teóricos que recono­cen múltiples identidades que se suceden de modo simultáneo, pero asumiendo que se trata de dimensio­nes finitas y que en general se ordenan jerárquicamente aunque siempre compiten en importancia en un contexto dado. Así, una obrera será también mujer, joven, boliviana, mestiza, entre otras dimensiones identitarias. Si bien aceptar la pluralidad de dichas identidades nos lleva a una lectura más compleja, esto no implica que aceptemos que las opciones son interminables. Hay una jerarquía en cuanto a determinar qué factores marcan identidades y qué otros son sólo rasgos característicos que pueden ser efímeros o fortuitos. Así, no es lo mismo hablar de categorías como la clase, la raza, la nacionalidad, el género o la profesión que hacerlo de nuestro gusto por la música, nuestra afición por un equipo de fútbol o el hecho de ser amantes de las mascotas.

En este marco interpretativo podemos preguntarnos concretamente: ¿cómo opera el proceso de confi­guración de una identidad? Giménez (1990) proporciona algunos principios fundamentales que nos ayudan a comprender los diversos niveles necesarios para el análisis. En primer lugar, podemos plantearnos un principio de diferenciación. Se trata de un proceso lógico en virtud del cual los individuos y grupos se auto- identifican por la afirmación de su diferencia con respecto a otros individuos y otros grupos. Se trata ante todo de un proceso de toma de conciencia de las «diferencias» que tienden a presentarse como contraposi­ciones binarias (ellos/nosotros) o mucho más complejas. Este principio estará complementado por el segun­do nivel, o principio de la integración unitaria. Se trata ante todo del necesario proceso de reducción de las diferencias bajo un principio unificador que las subsume o reduce. Ambos principios implican códigos, reglas de conducta y roles sociales que distinguen a un «nosotros» de un «ellos».

Por último, el principio de permanencia a través del tiempo implica la percepción de cierta estabili­dad más allá de sus variaciones accidentales y de sus adaptaciones al entorno. Esta continuidad temporal permite al sujeto establecer una relación entre el pasado y el presente, así como vincular su propia acción con los efectos de la misma. Esto, sin embargo, entendiendo que las identidades no perduran en el ser como si fueran esencias y que ninguna generación comparte los rasgos identitarios de sus antepasados de manera idéntica.

Con estos tres principios y asumiendo que la construcción y recreación identitaria son producto de la configuración de matrices culturales, discursos circulantes, integración social de la experiencia de vida y proyectos de futuro podemos concluir nuestro recorrido teórico sobre la noción de identidad. Será en la experiencia concreta de los obreros y obreras investigados donde se pueda comprender mejor las com­plejas dimensiones de esta problemática. Veamos ahora qué particularidades enfrentaremos en el análisis de una región con una configuración económica, histórica y política concreta.

Matrices culturales de origen:

Santa Cruz y el mito del desarrollo y la modernidad

Santa Cruz es la ciudad más importante del oriente boliviano y, en los últimos treinta años, se ha constituido para sus habitantes y el conjunto del país en sinónimo de una región dinámica, moderna y en continuo crecimiento económico. Se trata de una ciudad que en la actualidad -convertida en un polo de desarrollo- compite por el protagonismo económico y social con La Paz y Cochabamba. Santa Cruz, «hija de la revolución» como algunos la llaman5, debe su acelerado adelanto a las políticas de desarrollo diversificado e integración nacional de los primeros gobiernos nacionalistas de la década del 50.

La ciudad de Santa Cruz es capital de una región fundada a mediados del siglo XVI y tiene en su historia diversos procesos de integración y exclusión del proyecto histórico boliviano. La región nace ligada a la actividad minera de Potosí, como un asentamiento urbano desordenado, «suministrando al mercado altoperuano azúcar, algodón, tocuyo, cueros vacunos y plantas tintóreas» (Sanabria 1968:11). Así, Santa Cruz es incorporada al Virreinato de La Plata y a la economía minera de manera marginal y como apoyo en la provisión del centro colonial. Este destino productivo agroindustrial de Santa Cruz habrá de marcar la identidad regional hasta nuestros días, no sólo en sus características económicas sino ante todo en su organización política ya que la agroindustria generó también la formación de la élite criolla dominante que «al promediar el siglo XVII (...) se convirtió en una verdadera jerarquía dominante que sujetaba a un numeroso pueblo humilde que vivía en la mayor miseria (...). Con sueldo o sin él, el peón labriego tenía que trabajar para su patrón (...) que llegaba a hacerle sangrar las espaldas a látigo» (Pérez Velasco 1972:27). Estas relaciones de péon/hacendado se mantuvieron hasta mucho después que la revolución nacional llevara adelante la reforma agraria.

Durante el periodo republicano, después de una serie de luchas internas por el poder regional, en Santa Cruz finalmente se consolida el dominio de una cruceñidad conservadora, basada en la organiza­ción terrateniente y que perdura por más de 50 años. Así, bajo la hegemonía ideológica de los hacenda­dos, la identidad regional se centra en la defensa del ya escaso mercado nacional que continuaba centrado en la actividad minera (y cuyos lazos comerciales se consolidaban más bien hacia Perú y Chile). Se trataba de una sociedad «encerrada en sí misma, nutriéndose y reproduciéndose en una suerte de econo­mía de autosuficiencia, que conformó una sociedad estratificada, con élites reducidas y orgullosas de títulos nobiliarios y con manifestaciones hasta esclavistas y patriarcales en sus relaciones de producción» (Capobianco 1985:182)

Posteriormente, durante el auge del estaño y los gobiernos liberales, Santa Cruz es aún más aislada por razones políticas y económicas. Paradójicamente, como sostiene Rodríguez (1999), movilizar un quintal de azúcar granulada de remolacha desde Alemania hasta Oruro (centro minero) resultaba más barato que transportarla en petacas de cuero a lomo de muías desde Santa Cruz. Este argumento apoyaba la marcada política de libre comercio internacional de este periodo impulsado por el auge ferrocarrilero. Estas medidas conducen a un mayor empobrecimiento del oriente boliviano, crisis profunda que desen­cadena desaliento generalizado e incluso despierta incertidumbre sobre la real posibilidad de la sobreviviencia de la región (Sandoval 1985).

La crisis generalizada de este periodo y sobre todo la caída de precios de los productos regionales lleva a las élites locales a cuestionar profundamente su posición en las estructuras del poder de decisión nacional y a discutir la validez de los proyectos de integración del país. Es en este periodo en el que Sandoval (1985:160) ubica el surgimiento de una «conciencia propia (regional), con tendencias autóno­mas, bajo los embates ideológicos de una ostensible rivalidad camba-colla6». Así, desde las élites terrate­nientes y difundido en la población, se incuba un proyecto de desarrollo regional de vastos alcances, fundado en la competencia regional con occidente y basado en la explotación de los recursos naturales del área 7.

En la revolución nacional de 1952, este proyecto regional tiene propuestas claras y se incorpora muy bien a las políticas económicas modernizantes del nuevo gobierno que buscan la diversificación de la producción minera a través del impulso a la explotación hidrocarburífera y agroindustrial. Ya para la década del 40, importantes sectores cruceños inician su transformación de una oligarquía terrateniente a una burguesía agraria, al ser reconocidas por la reforma del agro las empresas agrícolas, ampliamente beneficiadas además con asistencia técnica, subvenciones y divisas fiscales producto de la explotación minera en occidente (Mesa et.al., 2001:664). La región logra de esta manera un acelerado tránsito de una economía terrateniente a una economía capitalista8.

El desarrollo regional iniciado en el periodo de la revolución nacional se consolida en la etapa de la dictadura militar Banzerista (1971-1978). El presidente, así como cinco ministros de su gabinete, son de origen oriental, lo que lleva a algunos autores a hablar de cierta hegemonía nacional de la región. La burguesía agroindustrial cruceña rompe con el modelo nacionalista y consolida una economía liberal de apertura al capital foráneo e inicia una etapa «modernizante» en Santa Cruz, de fuerte inversión en la agroindustria, los hidrocarburos, la construcción, la industria manufacturera y ante todo en los sectores comerciales, de servicios y finanzas.

El apoyo de Santa Cruz a la dictadura de Banzer y la clara hegemonía discursiva de la burguesía industrial en la región reafirmó para el resto del país su tonalidad conservadora; ni las luchas cívicas por reconquistar la democracia, ni los resultados electorales actuales (en los que las fuerzas populares alcan­zan la mayoría) han logrado cambiar la opinión pública (Calderón y Laserna 1985). Esta atribución de un carácter poco contestatario y de una hegemonía de la ideología dominante sobre la población fue exten­dida incluso a los sindicatos que son considerados en el resto del país, y sobre todo en el seno de la COB, como conciliadores y muy apegados a la cultura laboral empresarial.

Como todo foco de desarrollo económico, Santa Cruz ha generado uno de los movimientos migratorios más importantes de la historia del país. Más de la mitad del crecimiento poblacional de Santa Cruz se debe a la migración neta9. Esta migración proveniente tanto de las provincias a la ciudad como de otros departamentos del país, es de gente muy joven, en la edad laboral más febril y predominantemente constituida por mujeres. Se trata de una migración relativamente reciente, con mayores flujos a partir de 1965 y con una clara tendencia creciente. Así, tenemos en esta ciudad un crisol nacional, heterogéneo, multicultural y de gran diversidad social; muy compleja en su reproducción social y caracterización identitaria (Rojas 1986).

La dura crisis económica de los ochenta, compartida no sólo por el país sino por toda América Latina y cuyas consecuencias nos llevaron a conocerla como la «década perdida», afectó sensiblemente el desa­rrollo de Santa Cruz10. La caída de las exportaciones, sobre todo agroindustriales, generó que su mercado laboral, ya de por sí muy presionado por el crecimiento poblacional y las constantes migraciones, se viera muy empobrecido. Así, en esta década Santa Cruz ve crecer el sector terciario, sobre todo en su carácter informal, constituyéndose en el principal generador de empleo e ingreso de más de la mitad de su población. Este perfil aún permanece hasta nuestros días".

Durante la década del noventa se produce una lenta recuperación de la economía cruceña mantenien­do su crecimiento anual en ascenso (a excepción de 1992 y 1999) siempre por encima del promedio nacional. Sus exportaciones crecen sostenidamente en el periodo de 1993 a 1998, basadas sobre todo en productos no tradicionales de la agroindustria como la soya, aceites, azúcar y algodón (Centro Boliviano de Economía, CEBEC-CAINCO, 2000), además de fuertes inversiones de capital extranjero en las em­presas petroleras productoras y de servicios.

Este crecimiento devuelve a la región su prestigio como una de las ciudades más ricas y desarrolladas de Bolivia, atrayendo nuevos contingentes migratorios importantes. Su población sufre en estos diez años un incremento del 60% pasando de 698.000 habitantes para 1992 a 1.114.000 para el 2001, con una tasa de crecimiento poblacional de 5%, dos puntos por encima del promedio nacional, convirtiéndose así en la ciudad más poblada de Bolivia11.

Este crecimiento poblacional acelerado genera también un incremento cada vez mayor del sector informal, tanto en la pequeña empresa familiar como en el comercio y los servicios. Así también, fuertes contingentes de inmigrantes se insertan en la industria de la construcción y el transporte, que se desarro­llan aceleradamente en este periodo. De igual forma, el número de obreros industriales crece pero se mantiene como una cuarta parte de la PEA del mercado laboral.

En resumen, podemos sostener que Santa Cruz tiene una matriz cultural muy ligada a su pasado terrateniente hacendado que ha ido constituyendo una élite burguesa agroindustrial. Esta forma de orga­nización social ha generado marcadas diferencias históricas con el occidente. Como lo plantea el Informe de Desarrollo Humano de Bolivia del año 2000 «en el occidente, el sistema de hacienda en sus relaciones con la comunidad estaba construido sobre relaciones serviles complejas, propias de la densidad histórica de las sociedades andinas. Por el contrario, en el oriente, las relaciones serviles eran más simples y las haciendas tuvieron un carácter patriarcal con menos distancias étnico-culturales que en el occidente» (2000:12).

En parte por esta aparente menor distancia étnico cultural entre los orientales, las élites regionales han logrado durante un periodo bastante largo confundir su ideología y sus aspiraciones con las deman­das de toda la región, relegando los intereses populares y camuflando las contradicciones de su estructura social a través de un discurso de «identidad cruceña» que, si bien tendría una apariencia igualitaria, encierra profundas y marcadas contradicciones12.

En este discurso dominante, la superación individual es fruto del esfuerzo e iniciativa personal, pro­moviendo con mucho éxito la idea de una región con mucha circulación y flujo social entre las diversas clases sociales y donde la acumulación de capital económico puede sobrepasar las diferencias culturales de clase. Así, habría mayor tendencia a atribuir la pobreza a la desidia y descuido individual o a la falta de educación, más que a factores estructurales de explotación.

Sin embargo, en la actualidad, este discurso se enfrenta con una realidad muy excluyente, lo que genera un continuo cuestionamiento al carácter inequitativo del conjunto de la sociedad. Esto tal vez se deba a los cambios profundos que los continuos flujos migratorios han generado. Es indudable que la región está adquiriendo nuevas características insospechadas hace 20 años. Los cambios en su es­tructura económica, así como el surgimiento de nuevos sujetos sociales han configurado una Santa Cruz diferente en constante ebullición urbana, donde la articulación de los diversos grupos multiculturales necesariamente han generado un carácter más cosmopolita que pone en crisis una cruceñidad conservadora y señorial, dando paso a una compleja red social cuya identidad regional está en pleno proceso de construcción.

Los estudios de caso:

La subjetividad de los obreros y obreras fabriles

Para profundizar en el conocimiento de la identidad obrera en la región, indagamos sobre las percep­ciones, valores y sentimientos de los obreros y obreras de tres empresas grandes en la ciudad de Santa Cruz. La elección de estos estudios de caso se realizó de manera intencional en los rubros representativos de la dinámica regional. Metodológicamente realizamos en cada empresa una encuesta exploratoria y veinte entrevistas a profundidad con diversos actores que nos permitieran reconstruir y comprender va­nos niveles de análisis. Las empresas investigadas son, por una parte, dos industrias tradicionales de la región: una empresa azucarera y una procesadora de madera; por otra, una moderna planta trasnacional productora de bienes de consumo de papel. Iniciaremos la exposición analizando las relaciones familia­res de los sujetos entrevistados para después incursionar en el ámbito laboral y sindical.

El trabajo en las fábricas

El trabajo, entendido como relación social, más que como un intercambio mercantil, es un espacio privilegiado de la construcción y recreación de marcos subjetivos e identitarios. En la fábrica no sólo se transforma la materia prima en bienes de uso o cambio, sino que también se producen y reproducen obreros, cultural y simbólicamente, a través de las relaciones sociales que se establecen, las reglas que se acatan, los procesos de aprendizaje y las formas de expresión de los sujetos.

Las personas se incorporan a los segmentos del tejido económico y social al establecer relaciones con otras personas -sean sus iguales o diferentes- mediante el desempeño de un trabajo. Así, el sujeto, a través del ejercicio cotidiano de su labor, pone en práctica valores, saberes y sentimientos, así como formas de relacionarse y organizarse. Estas acciones objetivas y marcos subjetivos, a su vez, producen formas de identificación en relación con la actividad que realiza y de identificación con otros que com­parten su lugar en la producción y su posición en la sociedad a la que pertenecen. Así, sin volver a plantear la centralidad del trabajo en la definición de la identidad del sujeto, podemos afirmar que la fábrica es uno de los espacios constitutivos preferenciales, tanto por la intensidad de las relaciones que genera como por la extensión del tiempo que se le destina.

La organización del trabajo en las fábricas

En las tres fábricas que hemos analizado, la organización del trabajo y el liderazgo gerencial tienen ciertas particularidades, aunque una característica común a todas es que se trata de estrategias tradiciona­les de organización productiva.

En el primer caso, un ingenio azucarero, la organización de la producción está basada en el conoci­miento y experiencia de sus obreros con intervenciones puntuales de los ingenieros sólo en la resolución de problemas con el equipo o maquinaria y en el control del producto. Los obreros más antiguos contro­lan prácticamente todo el proceso de producción puesto que en esta empresa la gerencia centra su aten­ción en la provisión de materia prima (caña de azúcar), el control de calidad del producto terminado y la fijación de cupos productivos que son negociados con los obreros a través de complejos sistemas de bonos y aumento de pago por horas extra de trabajo.

La organización del trabajo está más cercana a una lógica pre-industrial donde un «maestro» controla una sección del proceso y tiene a su cargo un conjunto de ayudantes, cuya función de aprendizaje se combina con una serie de rituales de paso para obtener el respeto y la jerarquía que sólo el conocimiento del funcionamiento de la maquinaria, dominio del producto y la experiencia en la solución de problemas puede dársela. Así, las jerarquías internas están muy marcadas por una serie de distintivos simbólicos que se expresan en el habla, las actitudes entre obreros y el trato con los «ingenieros» quienes constantemente disputan el control del proceso productivo sin lograrlo13. En un tercer segmento, debajo de los ingenieros y maestros, se encuentran los ayudantes, obreros jóvenes no calificados que constantemente deben dar muestras de lealtad y voluntad hacia sus maestros para que éstos les transmitan sus secretos. Los maes­tros actúan como protectores de sus ayudantes tanto como sus disciplinadores.

Por último, se encuentra un grupo cuyas condiciones laborales son las más precarias. Se trata de los «destajistas», contratados sólo por la temporada de zafra, sin beneficios sociales y pagados por jornada trabajada. Estos obreros, claramente discriminados por el resto de trabajadores «de planta», son los res­ponsables del trabajo más pesado (llenado de bolsas de azúcar, cargado de camiones, apilación de caña, etc.) y constituyen el recordatorio diario de la presión ejercida por los subempleados que aceptan condi­ciones laborales y salarios mucho más bajos que el personal de planta.

La segunda empresa, procesadora de madera, se define más en los marcos de una peculiar organiza­ción «taylorista» del trabajo. En esta empresa lo que prima es la cantidad por encima de la calidad del producto. Cada trabajador tiene un sueldo básico asignado a un cupo diario de producción, todo lo que logre realizar por encima de ese cupo es pagado como un bono de productividad. Este arreglo - implementado sólo desde hace tres años- genera un ritmo frenético impuesto por los propios trabajado­res. Además, la empresa tiene el privilegio de regular la sobreproducción cuando el mercado no lo re­quiere, enviando «a descansar a su casa unos días» a algunos trabajadores que ya hayan completado su cupo mínimo mensual. El control de la producción por parte de la gerencia se centra -como en el caso anterior- en el producto final, rechazando los productos defectuosos o volviendo a hacerlos procesar. Esta aparente organización de corte taylorista varía en el control mismo del proceso de trabajo que se vuelve relativamente relajado y centrado más en la autoridad de ciertos grupos internos de trabajadores que en el control de la gerencia técnica.

Las distinciones internas en la planta están dadas más en función a las secciones en que cada obrero trabaja que a la habilidad o experiencia en el trabajo. Aunque la empresa ha intentado romper esos nichos de poder a partir de la rotación interna del personal, el descenso en la producción los ha llevado a renun­ciar a este propósito, tolerando un laissez faire en las distintas secciones que organizan su producción mediante acuerdos internos, redes de solidaridad y control horizontal.

Se podría afirmar que, en la primera y segunda empresa, el interés de la gerencia no está en el disciplinamiento de los trabajadores y se podría decir que hay importantes grados de libertad en la orga­nización del ritmo de trabajo presionado ante todo por criterios salarialistas. Los obreros lo plantean como «aquí nadie te molesta si haces tu trabajo»o «cada quien sabe qué hacer y cómo hacerlo, los de arriba ni se meten»; sin embargo, este sistema ha incrementado de manera drástica el control que ejercen los propios compañeros, tanto los que trabajan más y elevan las expectativas de productividad por obre­ro, como los que trabajan menos o faltan pues perjudican al grupo en el que se incorporan.

Por último, comparamos la empresa de productos de papel. Esta compañía nace con capital nacional pero desde hace dos años la mayor parte de sus acciones fueron adquiridas por la trasnacional Kimberly SRL. La primera gerencia (de origen local), en el imaginario de los trabajadores, se presenta como el pasado bueno, enfrentado con el presente de explotación y falta de respeto hacia la fuerza laboral. Según plantean los obreros y obreras, el anterior gerente se caracterizaba por mantener un clima laboral bueno, con salarios por encima de la media y con un liderazgo paternalista que sobrepasaba los límites de la fábrica y otorgaba beneficios de bienestar para las familias de los trabajadores (becas de educación, vivienda, seguros de salud, etc.) Esta empresa no tenía sindicato y los mismos trabajadores declaran que «no lo necesitaban» puesto que el gerente y su personal de confianza tenía una política de puertas abier­tas y negociación en los reclamos; el empresario era quien mandaba un «representante» de su confianza a las asambleas de la Federación de Fabriles como representante de los trabajadores.

A partir de la compra de la empresa por Kimberly, un nuevo equipo gerencial de origen colombiano intenta romper con el paternalismo de la anterior administración y busca implementar un método más burocratizado. Sin embargo, este cambio ha sido muy resistido por los trabajadores que se han sentido avasallados en varios aspectos: en lo económico, con la pérdida de varios bonos productivos y la reduc­ción real de sus salarios; en el aumento de la intensidad del trabajo por reducción de personal y la aplica­ción de multitareas en los puestos de trabajo; y sobre todo en aspectos «morales», puesto que los super­visores extranjeros utilizan el maltrato verbal como estrategia de intimidación principalmente con las obreras.

La resistencia a esta nueva forma de trabajo los llevó el año pasado a crear un sindicato en la empre­sa, cosa que sorprendió a los nuevos gerentes y, en expresión de los trabajadores, «los tomó despreveni­dos porque cuando quisieron dar marcha atrás ya el sindicato era legal». En este marco, se inicia la constante disputa contra la imposición de una nueva forma de organización del proceso productivo basa­da en grupos de trabajo (pero vaciados de su contenido enriquecedor y participativo). Se trata de la conformación de equipos a cargo de una coordinadora donde, con un sistema básicamente fordista, va­rias tareas son desempeñadas por los distintos miembros del grupo. Lo único que los obreros reconocen en el cambio es que se genera un ambiente de competencia entre los grupos por mayores niveles de producción, pero que ese aumento productivo no se ve reflejado en su ingreso.

En esta empresa todavía no se ha podido consolidar un sistema productivo definitivo; las disputas y quejas son constantes y la negociación en busca de un equilibrio está en proceso. Tampoco los nuevos gerentes logran consolidar una legitimidad que pareciese haber conseguido la anterior gerencia con un sistema de dominio paternalista, y por ello los trabajadores sienten que se ha transitado a un modelo más burocrático pero al mismo tiempo más despótico y unilateral.

Arenas en disputa: las estrategias de distinción y poder en el piso del taller

Si bien cada empresa varía en su forma de organización del trabajo, su política de personal, la inten­sidad del trabajo y sus estrategias de control, nos centraremos en algunos temas comunes que son de interés para nuestro análisis: las estrategias de distinción y ejercicio de poder de los distintos grupos en el piso de fábrica.

Un tema común en las tres empresas es el manejo simbólico de la diferenciación entre los grupos conformados por los gerentes y los obreros. La misma estructura física de la fábrica refuerza las jerarquías formales; con espacios amplios, elegantes y bien iluminados, primando la estética sobre la funcionalidad en el área de las oficinas; y espacios más descuidados, de colores más opacos, y con criterios prácticos de distribución del espacio para la producción. Incluso, en dos de los casos, los gerentes y técnicos se encuen­tran un piso por encima del espacio de producción, lo que aumenta la distancia entre los grupos14.

Esta diferenciación simbólica que se inicia desde una percepción física de la distribución espacial está más marcada en las brechas salariales entre uno y otro grupo. Mientras que un obrero tiene un sueldo entre los 150 y 300 dólares mensuales, los salarios de un ingeniero o personal de confianza pueden ser de diez veces o más. Este es tal vez el tema que mayores sentimientos de odio y rechazo genera, puesto que los trabajadores se sienten estafados y consideran que no hay reciprocidad en el pago por su esfuerzo. Los reclamos más constantes son de que a los empresarios «sólo les importa la plata» o «ellos sólo ven por su ganancia, todo para ellos y nada para nosotros», aludiendo a un esquema de valores donde los empresarios y gerentes están privilegiando principios de interés personal sobre los valores de justicia y reciprocidad15. O como lo expresa un obrero con claridad: «cuando la empresa está mal nos piden el hombro, que los apoyemos, que nos ajustemos porque no hay aumento; pero cuando les va bien no reconocen nada de nuestro trabajo, igual siguen despidiendo gente y bajando los bonos, a ellos no les importa nada de nosotros». Así, un sentimiento permanente de injusticia es vivido por las brechas salaria­les que se presentan entre los dos grupos.

Este tema es central en los niveles de productividad en la empresa puesto que, como hemos planteado anteriormente, en las tres fábricas el control del proceso de trabajo está en continua disputa entre los ingenieros/gerentes y los obreros. En ninguna encontramos pautas burocratizadas del trabajo por puestos o un manual de funciones y en las tres sólo existía un reglamento interno redactado en la década del 70 (en dictadura) cuyo contenido concreto era desconocido por el empleador tanto como por el empleado. Así, la producción «se saca» en negociaciones permanentes entre los operarios y los supervisores y, por tanto, la satisfacción laboral y voluntad para el trabajo es fundamental para el buen funcionamiento de la empresa y la producción con calidad16. Sin embargo, los empresarios, muy abiertos a la hora de discutir temas sobre la innovación tecnológica, calidad o productividad, se niegan a tocar el problema de las remuneraciones salariales como variable del proceso productivo.

A pesar de sentirse subvalorados económicamente por la gerencia, los trabajadores de las tres empre­sas muestran orgullo por el trabajo que realizan y por la compañía a la que pertenecen. Muchos relatos, anécdotas y frases cotidianas reconstruyen la satisfacción de ser trabajador, es decir, de pertenecer al grupo social que «se gana el pan diario» y no vive del trabajo ajeno o «a expensas de la política». Este es uno de los ejes primordiales de la construcción del reconocimiento como grupo puesto que el trabajo manual y el esfuerzo que requiere parece ser una de las mayores fuentes de dignidad de los sujetos. Si bien no pude escuchar a ninguno reconocerse como «proletario» o «fabril» o «asalariado» (frases muy recurridas en un discurso ligado al sindicalismo minero boliviano), el nombre recurrente con que hacen referencia a su condición de vida es el de «nosotros los trabajadores». Esta marcada distinción grupal está contrapuesta a quienes, en la percepción del obrero, «no trabajan»: los empresarios, los políticos, los burócratas y, en algunos casos, incluso se alude a los oficinistas en general.

Este orgullo por la empresa y por su trabajo también tiene un referente comparativo con sus semejan­tes que los colocan en cierta ventaja respecto al conjunto de ocupados. Un salario, aunque insuficiente, es un ingreso seguro y parece ser muy valorado en épocas de crisis; sobre todo si se compara con las casi nulas opciones laborales de algunos obreros no calificados (en el caso de los varones, incorporarse al trabajo informal precario en comercio o servicios; en el caso de las mujeres, al comercio informal o el servicio doméstico). Muchos obreros y obreras expresaron que les gusta el trabajo que desempeñan y no planean dejarlo hasta obtener su jubilación, luego de la cual y con los ahorros de varios años consideran cumplir un sueño muy generalizado de tener un «negocio propio».

Una distinción de género de la que pudimos percatarnos es que especialmente las mujeres sienten marcado apego por el trabajo que realizan. En la encuesta, un 70% dijo estar satisfecha con lo que hace. Esto parece estar relacionado con el hecho de que el trabajo fabril abre la posibilidad, sobre todo en las jóvenes, de integrarse plenamente al mundo público, con las interacciones sociales que esto conlleva, lo cual es muy apreciado en comparación al aislamiento que sufren no sólo en el trabajo doméstico de sus propios hogares, sino cuando se incorporan al mercado laboral en las ciudades como empleadas domés­ticas.

Entre todos los trabajadores pudimos constatar que aún cuando la empresa no implementa políticas de integración del obrero con la empresa, la mayoría se siente identificado con ella. Los relatos sobre el buen producto que manufacturan, las ventajas de su empresa sobre los competidores y en general, el buen posicionamiento de la empresa en el mercado regional son un discurso muy común entre los traba­jadores. El problema de distinción surge cuando hablan del comportamiento de los gerentes o dueños (que en el imaginario no es lo mismo que hablar de la empresa), donde la mayoría los identifican con comportamientos «regulares» (palabra muy utilizada por ellos al calificarlos) puesto que encuentran cierta incoherencia en el cumplimiento de «pactos de honor» sobre el trato a los trabajadores. Así, si bien les reconocen algunas virtudes relacionadas con acciones paternalistas (préstamos en situación de crisis al trabajador, solución de problemas de salud, intervención en problemas familiares), en general, consi­deran que el empresario «vela sólo por sus intereses» y se comporta de manera egoísta y poco solidaria.

Por supuesto, los grupos en la empresa son más de dos. Por una parte y claramente identificado con el «otro», se encuentran los empresarios, gerentes y personal de confianza quienes, según la percepción del trabajador «no trabajan, sólo controlan y calculan sus ganancias». En un segundo grupo se encuentra el conjunto de empleados administrativos de nivel medio (secretarias, contadores, algunos técnicos), quienes tienen actitudes ambiguas en su ubicación. Si bien en una imagen superficial tienden a identifi­carse más con la gerencia (asisten a sus fiestas, mayor cercanía de clase y cultura) frecuentemente se identifican también con los obreros y consideran justas sus demandas por un mejor salario. Para ejempli­ficar esta posición ambigua podemos relatar el caso de una negociación colectiva donde el sindicato recibió de manera clandestina el estado de cuentas y los salarios de altos ejecutivos de la empresa, como una clara acción de filtración de información confidencial, con fines de mejorar la posición de negocia­ción del sindicato.

Un tercer grupo diferenciado es el compuesto por supervisores o coordinadores de área quienes están en contacto directo con el trabajo en el piso de la fábrica. En contra de lo esperado, los conflictos entre este grupo y los obreros no es marcado. En la mayoría de casos, el puesto de supervisor lo ocupan obreros con mayor experiencia y conocimiento en el trabajo; su legitimidad y respeto ha sido ganado con anterio­ridad en el propio trabajo y, por tanto, hay una jerarquía informal que los empresarios utilizan para atenuar el conflicto entre supervisores y obreros de base. Se trata más bien de una relación de «complici­dad» donde el supervisor está dispuesto a tolerar algunas irregularidades (faltas, atrasos, conversaciones informales, incluso pequeños robos) a cambio de que el trabajador «saque la producción» y, por tanto, él cumpla con las expectativas productivas de la empresa. Así, las relaciones tensas entre la demanda de mayor producción y un trabajador que busca bajar el ritmo del trabajo se ven constantemente intermediadas por promesas, solicitudes, demandas y negociación cotidiana en base a un liderazgo del supervisor re­frendado por su experiencia.

Uno de los problemas más mencionados en el proceso de distinción entre un grupo y otro es el tema del respeto y el buen trato. Numerosos conflictos, reclamos formales a la Federación de Fabriles, discu­siones en asambleas y enfrentamientos abiertos son generados por violaciones del empresario a lo que los obreros consideran un «código de moral y buen trato», pactado de manera informal y que forma parte de lo que se podría denominar la cultura laboral de cada empresa. Los límites son variables; por ejemplo, en el ingenio azucarero, los gritos y las malas palabras están muy bien toleradas pues se consideran parte de un lenguaje viril que no implica falta de respeto. Allí, el límite está marcado por actos más que por palabras, así, la humillación que un trabajador siente si es rebajado a un trabajo que no le corresponde (barrer, ordenar, arreglar los jardines), o es empujado frente a sus compañeros (castigos a los que recu­rren algunos supervisores y que implica una clara provocación a la virilidad del obrero que debe «respon­der con puños» la ofensa) tiene más simbolismo disciplinatorio que perjuicio real a la economía del obrero (como ocurriría con un descuento del salario). En el otro extremo se encuentra Kimberly, donde el buen trato está muy ligado al nivel discursivo. El tono en el que un supervisor se dirige a las obreras, las palabras que utiliza y los gestos corporales son estrictamente controlados de manera que la receptora pueda evaluarlos como una llamada de atención tolerable y «educada» o una falta de respeto. En ambos casos, es muy interesante notar el valor que tienen los actos de humillación o reprimenda públicos y privados. Así, una reprimenda pública puede ser muy humillante, pero es sentida de manera distinta si se hace en privado. Es muy marcado el cuidado que tienen los obreros hacia su imagen entre sus compañe­ros y la violación de su dignidad en público es una de las ofensas más intolerables.

Esto nos lleva a un tema central en el trabajo: el ejercicio de control horizontal y la solidaridad de grupo. Al indagar el nivel de confianza que existe entre compañeros, la mayoría declaró confiar en sus compañeros sin ninguna restricción. En la observación de campo, pudimos constatar que cotidianamente se realizan acciones solidarias entre compañeros y el grupo responde a cualquier solicitud de apoyo cuando algún trabajador tiene un accidente o sufre un percance familiar. Sin embargo, este aparente discurso de unidad está mediado por muchos factores secundarios. Un primer factor es la existencia de grupos internos que compiten entre sí por el poder o la hegemonía del conjunto. Así, es más probable tener confianza en el grupo de amigos o de trabajo y recibir de ellos actos de solidaridad que del conjunto de trabajadores en la fábrica. Una segunda distinción se genera entre quienes tienen antigüedad o califi­cación y los obreros jóvenes descalificados. Muchas veces, los propios trabajadores establecen barreras informales para que los menos calificados o los que tienen contratos temporales no reciban los beneficios de la mayoría. Un tercer nivel de redes de diferenciación está dado, en el caso de empresas mixtas, por el género de las personas. Así, muchas mujeres se sienten solidarias con sus compañeras y podrían llegar a enfrentarse con sus compañeros por algunos intereses encontrados.

Merecen atención especial las reglas informales de control horizontal. Está muy bien marcada la diferenciación entre quienes violan los códigos de honor del grupo y quienes los respetan. Así, una búsqueda por congraciarse con los jefes o el desempeño muy acelerado del trabajo que dejaría mal vistos a los otros puede ser respondida con castigos por parte del grupo (los más usuales son la marginación a la hora de la comida, boicot en su trabajo, no dirigirle la palabra, excluirlo de las fiestas, etc.). También es muy usual el uso de sobrenombres humillantes (como «chupamedias», «arrastrado», «perro») que bus­can evitar la cercanía de los trabajadores a la ideología empresarial e incluso, en casos extremos, el uso de la violencia ejercida en los baños de la empresa.

Como hemos expuesto en este apartado, las relaciones de trabajo están cargadas de simbolismos, rituales y discursos que generan toda una red de distinción que fortalece una idea compartida de «con­ducta apropiada» dirigida a fortalecer el principio de integración del grupo. Así, las diferencias indivi­duales son subsumidas por una serie de códigos y reglas que se deben guardar para la permanencia en el grupo. Este principio de diferenciación es siempre construido a través del establecimiento de diferencias con los otros grupos (como hemos visto, no necesariamente grupos de enfrentamiento sino incluso gru­pos con los que por intereses estratégicos se puede llegar a un pacto). Así, las reglas y códigos de compor­tamiento no sólo configuran las relaciones al interior de los grupos, sino marcan también los límites de lo tolerable y las formas adecuadas de relación con los «otros».

En el siguiente apartado concentraremos nuestra atención en la organización sindical, que si bien es la institucionalización de la solidaridad y espíritu de cuerpo de los trabajadores, a medida que se va burocratizando y se convierte en una organización estable, genera en su interior su propia dinámica de identidad y subjetividad.

Repensando la identidad obrera

Hemos hecho un recorrido por varios niveles de análisis que nos permite un primer acercamiento al complejo mundo de la subjetividad y la construcción identitaria del mundo obrero en Santa Cruz. Propo­nemos, a modo de conclusión, repensar algunas de las relaciones centrales que cada uno de los apartados nos sugiere.

En primer lugar, podemos afirmar que el mundo del trabajo ha cambiado de manera radical en los últimos veinte años. Las reformas estructurales en Bolivia han configurado un mundo laboral distinto al producido por la revolución nacionalista. Así, el peso dramático del sector informal en la economía, el crecimiento del comercio y de los servicios, el viraje de una economía centrada en la minería hacia una producción más diversificada y los cambios que un sistema democrático con economía de libre mercado conllevan nos hacen pensar en un país distinto al que conocimos hace treinta años.

Este cambio en el perfil de los sectores del mercado de trabajo ha reducido sin lugar a dudas el número de obreros fabriles y asalariados del porcentaje total de ocupados. Sin embargo, su importancia no está necesariamente marcada por su número sino por su peso simbólico en la sociedad. Así, los cam­bios hacia la flexibilización laboral, la pérdida de derechos en el trabajo asalariado, las nuevas modalida­des de contratación y, en general, la lógica interna de relacionamiento del capital con la fuerza de trabajo en las fábricas constituyen el parámetro que guía el comportamiento de miles de empresas informales, sectores de servicios, comercio e incluso microempresas o talleres productivos que configuran sus rela­ciones laborales en base a las tendencias de las grandes empresas. Por ello, el sector fabril, sobre todo en regiones como Santa Cruz, marca de manera simbólica la cultura laboral de la región.

Es indudable que la crisis que actualmente atraviesa América Latina ha generado una mayor presión en el mercado de trabajo. Los continuos despidos y la presencia de ejércitos de desocupados en las puertas de las fábricas han generado necesariamente conductas más conservadoras de los trabajadores activos, que buscan proteger sus salarios y prestaciones permanentemente amenazados por una mayor flexibilidad del mercado y una creciente «informalización» del sector formal. No hay duda de que los obreros que han logrado mantener su empleo en la crisis, por temor a perderlo, aceptan muchas veces con mayor tolerancia la violación de derechos consagrados en la Ley; esto, acompañado por una debilidad cada vez mayor de las instituciones tradicionales de regulación de las relaciones laborales: los sindicatos, las inspectorías de trabajo etc.

Además de los cambios en el mercado laboral y la mayor debilidad institucional, las matrices cultu­rales locales y sus procesos de industrialización imponen una marca muy significativa a la cultura laboral de cada región. Santa Cruz, con el mito del desarrollo, la movilidad social y una supuesta cultura más igualitaria en aspectos raciales y de clase, ha logrado en algunos momentos de su desarrollo histórico solapar sus conflk os internos y su inequidad social con la hegemonía de un discurso regional provenien­te de las elites agroindustriales. Sin embargo, la sostenida migración que ha triplicado su población en poco tiempo, la actual crisis agroindustrial y el debilitamiento de sus actores sociales tradicionales han logrado, si no modificar, al menos poner en crisis una identidad regional aparentemente hegemónica.

Las profundas brechas en los ingresos y en la distribución de los beneficios de las empresas ponen constantemente en riesgo un pacto precario que se establece para la producción de bienes. Las empresas, que todavía mantienen modelos de organización productiva muy tradicionales, centran su atención sólo en la productividad y no en la calidad. Una mayor uso de la negociación en lugar de reglas formales ha generado mayor discrecionalidad y verticalidad en la gerencia, pero también ha contribuido a que los sentimientos de unidad del grupo de trabajadores así como las formas de control horizontal se vean fortalecidas. El espíritu -tal vez heredado del viejo sindicalismo minero- de que las cosas se negocian y se consiguen en grupo no ha sido quebrantado.

Todo lo mencionado nos lleva a pensar que la identidad de los fabriles -sobre todo de los más jóve­nes- se halla en un momento de profundo cambio. Se trata, como lo plantea Kruse (2001), de una crisis donde lo viejo no acaba de morir y lo nuevo está recién naciendo. Si bien no coincidimos con la percep­ción de algunos autores de que todo es nuevo y el espacio laboral ya no genera la identidad de los sujetos, creemos que hay una profunda rejerarquización de los ejes identitarios, con mayor peso en los espacios reproductivos y territoriales, pero sin llegar a desplazar en importancia a las relaciones que se establecen en la producción.

Un dato central para comprender la identidad de los fabriles en Santa Cruz es asumir que se trata en su mayoría de inmigrantes rurales en primera o segunda generación, y por tanto esto les otorga caracte­rísticas particulares. El mundo rural como elemento constitutivo de la identidad que se produce en el individuo no sólo implica su identificación con la actividad que realiza y con los que como él la ejecutan, sino también con la estructura ampliada que envuelve su actividad laboral. Me refiero al espacio, el estilo de vida, la ideología y la cultura que se desarrollan en un mundo profundamente tradicional y ligado a relaciones de poder marcadamente paternalistas. Por ello, la construcción de la identidad entre quienes provienen de un ámbito rural y se integran al trabajo industrial presenta particularidades que la hacen más compleja puesto que supone, además de la reestructuración de sus códigos simbólicos, la adopción de normas y conductas que corresponden al espacio urbano. Implica pues integrar a su identidad total o parcialmente los elementos de la nueva estructura global que son diferentes a los que sirvieron de cimiento a la identidad que ya poseían.

Es por ello que el proceso que viven los trabajadores cruceños no podría ser calificado como «desproletarización» (ligado más bien al proceso sufrido en el occidente y el trabajo proletario minero) sino más bien como reciente incorporación al mundo industrial, pero en condiciones mucho más inesta­bles y precarias que sus semejantes en el sector occidental del país. Así, un futuro más incierto genera altos grados de inseguridad y riesgo, pero también implica mayor libertad en la elección de un proyecto de vida. Como sostiene Beck (2000:235), los individuos se convierten en actores, constructores, malaba­ristas, directores de sus propias biografías e identidades, pero también de sus vínculos y redes.

Pudimos corroborar que en el caso del grupo estudiado, parte importante en la construcción de la identidad es la formulación de un espíritu de grupo sólido a través de la demarcación de fronteras de diferenciación. Así, la conciencia del «otro» y su reconocimiento como distinto principalmente en su acceso a recursos y distribución de bienes logra a su vez un proceso de integración con los que comparten y hacen posible su identificación. La formación del grupo identitario en principio implica reconocer la existencia de intereses comunes y reconocerse portadores de éstos y no sólo de sus intereses individua­les. En ese sentido, se puede decir que la identificación de los individuos entre sí es el requisito previo para la constitución de grupos sociales que pueden ejercer presión contra sus oponentes. Pensar, actuar, acatar ciertas normas y reglas, compartir ciertos conocimientos, y hasta en un momento dado ser cómpli­ces de los demás es parte de esa integración del individuo al grupo. Lo contrario significa disentir, im­pugnar e incluso renunciar de forma voluntaria u obligada al grupo. Estos procesos son cotidianos y no determinan una identidad de una vez y para siempre. Así, en conclusión, considero que los obreros y obreras cruceños enfrentan una de las crisis más importantes de su identidad, no sólo de clase sino de región y de generación.

 

Notas

1. William James, citado por Calcb Can en la novela policial el Alienígena.

2. Vcasc las pi cisiones conceptuales que plantean De la Garza, De la O y Melgoza (1997) respecto a la construcción teórica de un objeto de estudio en relación a la cultura obrera.

3. El autor más representativo de esta posición seria Michacl Sandcl (citado por Sen, 2000: 15).

4. Las sociedades modernas para los autores citados se contraponen con sociedades tradicionales donde «el núcleo articulador de la experiencia lo constituían las asociaciones reguladas normativamente -iglesia, Estado, partidos, grupos-.» (Makowski y Constantino, op.cit.: 190)

5. Véase por ejemplo Capobianco 1985:184, quien argumenta a favor de esta frase.

6. Estos términos son característicos para diferenciar a los oriundos de las regiones orientales y occidentales de Bolivia.

7. Además de la producción agrícola, la región diversifica su economía con la exportación de ganado vacuno a Argentina así como la explotación petrolera y la venta clandestina de goma durante la II Guerra Mundial (Sandoval, 1985).

8. Yacksic y Tapia (1997:33) analizan comparativamente las políticas agrícolas del gobierno del MNR afirmando que son muy diferenciadas por región. Mientras que en el oriente se estimula una «agricultura de ricos», en el occidente se impulsa más bien una «agricultura de pobres».

9. Según datos del Censo de 1992, el 40% de la población en Santa Cruz es inmigrante (Calderón y Skmuklcr, 2000).

10. En la crisis de los ochenta, más propiamente en 1986, se pierden 30.000 empleos en la industria manufacturera a nivel nacional (García, 1999:80).

11. Este proceso, que por su magnitud cambió radicalmente el perfil de la fuerza laboral de todo el país, fue calificado por Toranzo (1989) como la «dcsproletarización» de Bolivia.

12. Datos preliminares del Censo de población y vivienda, INE 2001.

13. Un ejemplo del carácter cxcluycntc de la sociedad cruceña son las denominaciones regionales para los grupos sociales: cruccño es el criollo blancoidc que constituye la clitc regional; camba es la denominación para el trabajador de origen popular; y, por último en la escala de jerarquías se encuentra el cunumi, que refiere al peón labrador que tiene rasgos indígenas nativos.

14. Una de las gestas que más gustan relatar los viejos obreros es aquella cuando lograron el despido de un ingeniero experto brasileño contratado por la empresa que intentó reorganizar la producción. Después de una serie de conflictos internos, boicots en la producción de la melaza y estrategia de tortuguismo, el ingeniero fue despedido aún cuando la empresa reconocía que sus métodos eran «científicamente mejores».

15. En Kimberly, por ejemplo, los obreros hablan de «los de arriba», aludiendo a los supervisores c ingenieros utilizando un juego de palabras que refiere a la posición física de sus oficinas y también a las actitudes de superioridad que tienen

16. Es interesante apuntar que los empresarios, por su parte, tienen la misma queja: «al obrero sólo le importa el salario; no se preocupa por la producción, la calidad o la situación financiera de la empresa», sostienen varios de ellos.

17. Esta percepción es compartida por Krusc en sus estudios de empresas en Cochabamba-Bolivia. Él sostiene muy acertadamente que «los mecanismos operativos del proceso laboral se pueden entender como pactos o tenues equilibrios, cuyos detalles se renegocian a diario sobre terrenos conflictivos y cargados de relaciones de poder» (2000:11).

 

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