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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.24 La Paz  2003

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

La Revolución Nacional de 1952 en Bolivia: un Balance Crítico

 

 

H.C.F. Mansilla

 

 


 

 

Los paradigmas nacionalistas y socialistas de desarrollo gozaron tanto de una popularidad masiva como de una notable reputación científica durante una buena parte del siglo XX. Dos factores relacionados entre sí divulgaron estas concepciones en extensas porciones del Tercer Mundo: la idea de que el orden tradicional, rural y pre-industrial, constituiría un sistema político injusto, carente de dinamismo e históricamente superado, y la ilusión de que la modernidad traería consigo simultáneamente el progreso material y la justicia social. Para comprender la fuerza que emanaba de la llamada Revolución Nacional de abril de 1952 en Bolivia, su capacidad de movilización popular y su lugar -hasta hoy- eminentemente positivo en las ciencias sociales e históricas, hay que examinar primeramente esa opinión tan predominante hasta hoy acerca de lo negativo del mundo premoderno, opinión que no fue cuestionada durante largas décadas ni por los enemigos más recalcitrantes del partido político que tomó el poder en 1952. Hay que reconstruir esa especie de consenso general para entender la fuerza avasalladora que tuvo la Revolución Nacional en la escena política boliviana y en las visiones elaboradas por los intelectuales. Como se sabe, una vasta popularidad no garantiza la veracidad de las creencias colectivas y de los mitos intelectuales, mucho menos la calidad y durabilidad de un experimento socio-político.

Algunos datos socio-históricos son imprescindibles para comprender esta constelación, porque, como toda historia humana, los anhelos de modernización y progreso estaban inextricablemente mezclados con disputas habituales por espacios de poder y prestigio y con patrones groseros de comportamiento colectivo. Después de la Guerra del Chaco (1932-1935) y el descalabro de los partidos y las elites tradicionales, surgieron en Bolivia nuevos partidos de corte nacionalista y socialista que jugaron un rol decisivo en las décadas siguientes. Ellos eran la manifestación de sectores ascendientes de las clases medias, sobre todo de las provincias, que hasta entonces habían tenido una participación exigua en el manejo de la cosa pública. Los estratos altos tradicionales y sus partidos ejercieron el gobierno por última vez en los periodos 1940-1943 y 1946-1951 e intentaron a su modo modernizar las actuaciones políticas, dando más peso al Poder Legislativo, iniciando tímidos pasos para afianzar el Estado de Derecho y estableciendo una cultura política liberal-democrática. Estos esfuerzos no tuvieron éxito porque precisamente una genuina cultura liberal-democrática nunca había echado raíces duraderas en la sociedad boliviana y era considerada como extraña por la mayoría de la población. Por otra parte, esta cultura liberal-democrática fue combatida ferozmente por las «nuevas» fuerzas nacionalistas y revolucionarias, que estaban imbuidas del espíritu totalitario de la época; la lucha contra la «oligarquía minero-feudal» encubrió eficazmente el hecho de que estas corrientes radicalizadas detestaban la democracia en todas sus formas y, en el fondo, representaban la tradición autoritaria, centralista y colectivista de la Bolivia profunda, tradición muy arraigada en las clases medias y bajas, en el ámbito rural y las ciudades pequeñas y en todos los grupos sociales que habían permanecido secularmente aislados del mundo exterior. Ya que la historia la escriben los victoriosos, los ensayos democratizantes de estos breves gobiernos han quedado premeditadamente en el olvido más completo.1

Entre los sectores con vehementes anhelos de promoción social se encontraban muchos de los oficiales del ejército derrotado en la Guerra del Chaco y numerosos civiles de clase media que habían comba1 tido en aquella epopeya. Potencialmente, conformaban una amplia contra-elite deseosa de ascenso social y económico y de reconocimiento público, que no podía y no quería contentarse más con roles subalternos. Entre ellos se hallaban los partidarios de un incipiente nacionalismo revolucionario y de las diversas ideologías de izquierda. Los dirigentes y militantes de base del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), fundado en 1941, provenían de los estratos medios del interior del país, estratos que durante décadas (y tal vez siglos) se habían sentido discriminados por los miembros de las viejas elites y la oligarquía terrateniente a la hora de ocupar posiciones en la administración del Estado.

En sus comienzos, el MNR pretendió haber concebido una posición nacionalista propia y específica para Bolivia, pero este nacionalismo era en verdad una renovación del clásico espíritu centralista, autoritario y anticosmopolita que predominaba en el país, mejorado entonces por tonos protofascistas y pronazis que estaban en boga. El grupo de intelectuales del cual emergió el MNR se destacó por atacar a todo sector sospechoso de algún vínculo con el «extranjero»: masones, judíos, izquierdistas e imperialistas.2Hoy en día, cuando el MNR parece encarnar una corriente modernizante y abierta a la globalización mundial, a sus adherentes no les gusta que se les recuerde el pasado del partido. Justamente por ello es conveniente mencionar que sus fundadores, reunidos alrededor del periódico LA CALLE3, propiciaron una ideología violentamente antisemita4, decididamente pro-nazi5 y adversa a la democracia pluralista liberal.6 Así fue también la programática del MNR durante el gobierno de Gualberto Villarroel (19431946), aunque no lograron imponerla totalmente en la praxis.

Las transformaciones socio-económicas, que tuvieron lugar en Bolivia como consecuencia de la Revolución Nacional iniciada en abril de 1952, pueden ser calificadas de reformistas, si por reformismo se entiende un paradigma de desarrollo histórico, basado en notorias modificaciones de las estructuras políticas y sociales, modificaciones que intentan seguir un camino diferente tanto del sistema socialista- estatista como del capitalismo convencional. Los regímenes reformistas buscaron un adelantamiento económico y social en dirección a una sociedad dinámica, urbanizada e industrializada y, consecuentemente, una superación del estadio histórico premodemo, caracterizado por el estancamiento evolutivo, las prácticas tradicionales y los valores rurales. Se trató de un modelo de modernización muy extendido en todo el Tercer Mundo hasta aproximadamente 1980, cuando se empieza a expandir el modelo neoliberal. El reformismo fue a menudo acompañado de una ideología de tipo nacionalista, que postulaba la existencia de una tercera vía entre capitalismo y socialismo. Este modelo reformista incluyó el experimento de una armonización de clases sociales, evitando los conflictos abiertos entre los diversos estratos de la sociedad por medio de una política económica de redistribución de ingresos sin demasiadas alteraciones en el régimen de propiedad. Los programas reformistas tendían por un lado a cambiar la llamada sociedad tradicional mediante una amplia intervención de instancias estatales, cuyo fin fue el de inducir un proceso de industrialización y una diversificación equilibrada de la economía. La aplicación de medidas intervencionistas, la introducción de una planificación de carácter indicativo y algunas limitaciones o hasta supresiones parciales de la propiedad privada, acercaron este modelo a los sistemas socialistas de economía dirigida centralmente, pero la conservación del derecho a la propiedad privada, la prevalencia de ésta última en algunos terrenos (como la industria de bienes de consumo, la agricultura y algunos segmentos del rubro de servicios), el respeto, muchas veces sólo formal, a instituciones como la división de poderes y la pluralidad de partidos y la vigencia (muy limitada) de los derechos cívicos y políticos, denotaron por otro lado una cierta afinidad con respecto a los modelos liberales.

Las alteraciones inducidas por la revolución de abril de 1952 marcaron un importante corte en la historia de Bolivia, separando una época de carácter eminentemente tradicional de una etapa modernizante claramente concebida para el objetivo de un adelantamiento acelerado, aunque en la praxis surgió inevitablemente una distorsión de las metas originales. En las vísperas de la revolución (1952), la fuerza del orden tradicional era tan poderosa y las irrupciones de la modernidad tan delimitadas, que Bolivia encarnaba él paradigma de un orden pre-industrial en lo económico y premodemo en lo social. Al contrario de la Argentina (1862-1943), Bolivia no conoció una era genuinamente liberal con ensayos perdurables y fructíferos de modernización en las esferas política, social y económica, así que las medidas reformistas de la Revolución Nacional ocurrieron frente a un trasfondo percibido como atraso, tradicionalidad y estancamiento. No cabe duda de que una parte de esta visión era cierta. Las normas de actuación y las pautas de comportamiento colectivo estaban particularmente alejadas de los patrones modernos. Lo tradicional se manifestaba políticamente en la fuerza de atracción que ejercían caciques locales y personas con un cierto carisma político, lo que explica la poca importancia de que gozaban ideologías y programas políticos. Hasta hoy, en este campo las cosas han variado muy poco. Por otra parte, normas y criterios particularistas no experimentaron, principalmente fuera del radio de acción de la cultura urbana, una limitación significativa mediante la introducción de parámetros sociales de índole universalista: el énfasis recaía inequívocamente sobre intereses parroquiales de corto plazo y los nexos familiares y las visiones de carácter localista impidieron la aparición de metas y programas coherentes con perspectivas de largo plazo. La validez del status social estaba regida por criterios adscriptivos de atribución convencional y no por puntos de vista derivados del rendimiento efectivo individual. La determinación del prestigio social, la llamada carrera política y el reclutamiento de funcionarios de la administración pública dependían en gran parte del status social de origen de cada persona.

Salvo en algunos focos de modernidad, como en las empresas relativamente grandes, reinaba una notable difusidad de funciones y expectativas: la llamada gente importante en las poblaciones medianas y pequeñas tomaba a su cargo los más diversos roles y ocupaba los cargos más diferentes entre sí, sin que ello fuese motivo alguno de crítica o sorpresa. Recién a partir de 1952 se puede constatar una tendencia general a una diferenciación de los roles y a una especificación de las funciones, lo cual se debe, entre otros factores, a una mejor educación formal, a la labor de los medios masivos de comunicación y a la intensificación de los contactos con el exterior.7

La fragmentación regional del país y la existencia de estructuras económicas muy dispares entre sí impidieron la formación de un sistema de clases y estratos sociales homogéneo y válido para la totalidad de la república. Fuera del radio de acción de la economía de mercado y de la cultura urbana permanecieron más o menos intactas numerosas comunidades indígenas dedicadas a una economía de subsistencia, que no poseían una organización social diferenciada y no tenían contactos significativos con la esfera de los valores y normas de proveniencia moderna. Al lado de estas zonas aisladas fácticamente de la evolución histórica, se hallaban importantes territorios pertenecientes también a una civilización tradicional, pero que tenían la función de suministrar mano de obra barata y productos agrícolas para la reproducción de los poquísimos sectores ya modernizados de la economía boliviana, en primer lugar, para la explotación minera. La legitimación de las jerarquías sociales en este mundo agrario-tradicional se basaba en valores adscriptivos y convencionales, siendo aquí muy fuerte la resistencia a cualquier cambio social.

El problema más agudo en el sector tradicional antes de 1952 estaba representado por el sistema de tenencia y aprovechamiento de tierras. Aparte del latifundio y el minifundio se habían mantenido, a pesar de múltiples presiones, las comunidades campesinas, un modo de propiedad y producción de Indole arcaico-tradicional. Dedicada primordialmente a la subsistencia, la comunidad quedaba vinculada, empero, a los grandes terratenientes de la región mediante nexos legalmente no definidos claramente, lo que dejaba un amplio margen para abusos de todo tipo y la conservación de una pirámide de autoridad de índole racista. La producción agraria para el mercado dependía del latifundio, aunque también sus métodos laborales resultaban anticuados y su rentabilidad haya sido generalmente muy baja. Antes de 1952, el 8,1 % de los propietarios agrícolas poseían el 95 % de la superficie agraria aprovechable, mientras que el 69,4 % de los propietarios debían contentarse con 0,41 % de las tierras agrícolas.8 Cuando más grande era la propiedad agraria, tanto menor resultaba la superficie efectivamente cultivada; en los grandes latifundios se aprovechaba únicamente un porcentaje reducido de la tierra, lo que demuestra la poca prevalencia de los principios modernos de producción y eficiencia técnico-administrativas.

Antes de 1952, los sectores ya modernizados eran como islas de la modernidad en un mar del subde- sarrollo tradicional y se limitaban a una parte del área minera y algunos núcleos urbanos, particularmente a la ciudad de La Paz; en ellos se podía constatar no sólo la vigencia -muy limitada- de ciertas pautas y normas contemporáneas de la cultura urbana, sino también un ritmo algo más dinámico en la esfera económica y una orientación internacional a causa de la exportación de los productos mineros. Pese a su relevancia en el marco de la economía nacional, el sector minero empleaba a un número relativamente pequeño de obreros en este sector; como muchas industrias extractivas, el quehacer minero no contribuyó a generar un proceso importante de industrialización y modernización ni tampoco promovió un mejoramiento del nivel general de vida.9 Dentro de la estructura de la economía minera predominaban las propiedades de tres grandes conglomerados (Patiño, Hochschild y Aramayo), que monopolizaban la dinámica del crecimiento y ejercían una cierta influencia política (magnificada dramáticamente por los intelectuales nacionalistas y socialistas). En el limitado ambiente de entonces emergió el consorcio minero de Don Simón I. Patiño, el principal magnate de este rubro, como una categoría esencialmente mítica, difícil de ser percibida mediante conceptos racionales y sobrios. Hasta ahora falta un análisis global de su obra que esté libre de resentimientos políticos10; a él se le deben, sin embargo, algunos efectos modemizadores de notable relevancia, como la organización muy compleja de un sistema de comercialización y producción en un medio geográfico muy hostil, la creación del Consejo Internacional del Estaño" y el desalojo del capital extranjero (mayormente de proveniencia chileno-británica) en la gran propiedad minera, lo que paradójicamente posibilitó la estatización de las grandes corporaciones mineras en 1952. Esta acumulación sorprendente de riqueza y poder en tres pequeños grupos familiares y la imposibilidad de comprender el éxito ajeno -un éxito basado en la aplicación de principios modernos como la eficiencia administrativa y la organización racional- fomentaron directamente la envidia colectiva y el malestar socio-político y propiciaron un amplio ambiente revolucionario favorable a la nacionalización de las grandes propiedades mineras.

A causa de su orientación exportadora y de su incapacidad para inducir un dinámico desenvolvimiento económico en otros sectores, la gran minería fue considerada por nacionalistas y socialistas como un enclave del sistema internacional localizado en una sociedad periférica; uno de los argumentos primordiales esgrimidos para su estatización fue la aparente carencia de impulsos modemizadores y la consolidación de la dependencia con respecto al exterior, factores que presuntamente representaban la responsabilidad histórica de las empresas mineras privadas.

De todas maneras, esta situación de enclave y la prevalencia de elementos tradicionales condicionaron igualmente una estructura social de carácter marcadamente pre-industrial, en la que faltaban estratos medios extensos, grupos con autonomía económica y un proletariado urbano importante; la movilidad social era relativamente restringida. Dilatados segmentos de la sociedad dependían de las funciones estatales. Este tipo de estratificación social, rígido, poco diferenciado y proclive a producir conflictos violentos, era la contraparte de un estado general de atraso, expresado en bajas tasas de urbanización, alfabetización y atención médica.11

Como ya se mencionó, el inmovilismo político y el potencial de conflicto en el sector minero crearon, sobre todo después de la Guerra del Chaco, una situación de malestar social permanente, que provocó una politización creciente de los estratos medios, tendiente, en forma muy general, a exigir una participación substancialmente mayor en los privilegios económicos y políticos de la clase alta. Debido a que la lealtad de las capas medias era imprescindible para la preservación del orden tradicional, se puede aseverar que el alejamiento de ellas con respecto a los valores convencionales de orientación socio-política señaló el fin del antiguo régimen. El descontento fue canalizado por el Movimiento Nacionalista Revolucionario, que a partir de 1946, fue adquiriendo paulatinamente caracteres izquierdistas y reformistas, lo que amplió considerablemente su base de partidarios. La tendencia estrictamente nacionalista fue desplazada de la programática del partido o mantuvo solamente una función ornamental, incorporándose a los objetivos del mismo la reforma agraria, la estatización de las grandes empresas mineras y el derecho universal de voto.12

Después de la toma del poder en abril de 1952, el gobierno del MNR declaró que la justicia social y el progreso económico representaban los dos objetivos prioritarios del nuevo régimen. La consecución de justicia social y soberanía nacional fue explícitamente ligada a un desenvolvimiento económico de amplio alcance e índole dinámica, lo que, en el fondo, equivale a un inequívoco programa de modernización, particularmente en lo que se refiere a la expansión de la racionalidad instrumental en el ámbito de la vida económica.13 Estas buenas intenciones florecían, sobre todo, en el campo de la teoría y en la esfera de la propaganda y las relaciones públicas. Estas dos últimas áreas han alcanzado desde entonces una importancia sorprendente.

La nacionalización de las minas tenía como objetivo alcanzar el llamado control nacional sobre la producción y comercialización de los minerales, para lograr un desarrollo a largo plazo de acuerdo a los paradigmas nacionalistas; la estatización estaba concebida para canalizar las presuntas inmensas ganancias de las empresas privadas hacia otros sectores económicos, con el fin explícito de diversificar la estructura productiva del país.14 En la teoría y la propaganda las metas de la reforma agraria fueron la obtención de la justicia social y la modernización de los sistemas de producción en el campo. La reforma agraria conllevó efectivamente la concesión de tierras a los campesinos que no las tenían, la devolución de predios incautados a las comunidades campesinas, la abolición del latifundismo y la anulación de los servicios personales gratuitos. Otras metas permanecieron, sin embargo, en el plano de los buenos deseos, como la tecnificación de las labores del campo y la ayuda financiera a los pequeños propietarios. La integración de las masas campesinas en el sistema nacional constituyó uno de los principios motores de la reforma agraria, lo que se trató de alcanzar mediante la extensión de los derechos ciudadanos a los campesinos y la incorporación de los mismos a los circuitos del mercado, de la instrucción básica y de la movilización política. Aunque los datos estadísticos son contradictorios, se puede afirmar con cierta seguridad que hasta 1970 se repartieron doce millones de hectáreas a 450.000 nuevos propietarios, lo que afectaba a unos dos millones de personas de una población total de 4,5 millones.15

En la praxis, la ideología nacionalista del MNR jugó un papel muy secundario y se fue diluyendo con el paso de los años.'7 Hasta es posible que los dos actos revolucionarios más importantes del MNR, la nacionalización de las minas y la reforma agraria, hayan sido llevados a cabo por razones táctico- instrumentales -para ganar el apoyo de dilatados sectores sociales- y no para acabar con los «obstáculos al desarrollo», tal como se aseveraba cuando el MNR atacaba las políticas públicas de la «rosca minero- feudal».

Pese a todo, no hay duda de que aspectos nítidamente modernizantes han sido generados por la reforma agraria en una proporción más elevada que por la estatización de las empresas mineras. Entre ellos se cuentan no sólo la derogación de relaciones personales y laborales de tipo servil, sino la apertura de los mercados agrícolas, la generalización de mecanismos contemporáneos de intercambio (como el dinero) entre los campesinos, la ampliación y mayor utilización de la red de transportes y comunicaciones en el área rural, el incremento de la movilidad social y la expansión de oportunidades de educación básica.16

Los diferentes proyectos en torno a la diversificación de la estructura económica transcurrieron en forma menos dramática que las grandes reformas sociales y empezaron a dar sus frutos después de la caída del régimen del MNR en 1964. Estos aportes a la modernización, iniciados en condiciones adversas de atraso y dificultades-técnicas, estaban destinados a la apertura de nuevas tierras agrícolas y ganaderas en el Oriente del país, a la electrificación, al fomento de la producción petrolera y al establecimiento de ciertas industrias básicas. Sobre todo la integración y el desarrollo acelerado de las regiones orientales, la base de una producción notablemente intensificada en los rubros ganadero, agrícola, de la agro- industria y del petróleo, han modificado la composición y la dinámica de la economía boliviana, creando nuevos polos de desarrollo, cambiando paulatinamente la estructura del empleo en todo el país y efectuando un aporte a la modernización del mismo en varios ámbitos.17

Las reformas socio-económicas llevadas a cabo durante el régimen del MNR no han estado libres de aspectos negativos. La estatización de las empresas mineras no generó los abundantes excedentes financieros que se esperaban para acelerar el desenvolvimiento de otros rubros de la economía. Como en innumerables casos acaecidos en las sociedades periféricas, la confiscación de la propiedad privada no sirvió para aprovechar las ganancias supuestamente legendarias de los capitalistas en favor de la comunidad; las declaraciones posteriores del MNR trataron de restar importancia a esta función económica de la nacionalización de las minas y resaltaron más bien la significación política de aquella medida: la estatización habría acabado con el predominio de los magnates mineros y posibilitado un nuevo régimen, politicamente democrático y socialmente justo.18 Las minas en poder del Estado tuvieron pronto que ser subvencionadas por el gobierno, lo que fue agravado por la descapitalización de la Corporación Minera de Bolivia, por la indisciplina de los obreros y la disminución general de la productividad.19

La reforma agraria tampoco estuvo exenta de momentos negativos. La incautación y ocupación indiscriminadas de propiedades agrícolas impidió la formación de explotaciones de tamaño intermedio y de alta productividad, que hubiesen suministrado alimentos en cantidades y precios convenientes a los mercados urbanos. Se pudo constatar asimismo un descenso de la productividad promedio en el campo; por otra parte, la tecnificación y modernización de la producción agrícola no abandonaron, en lo esencial, el nivel de postulados verbales.20

En el ámbito socio-político el régimen del MNR en Bolivia no significó una modernización y ni siquiera un mejoramiento de las condiciones imperantes. Al asumir el gobierno en 1952 el MNR dio paso a una constelación muy común y popular en América Latina y en casi todo el Tercer Mundo. Lo que puede denominarse la opinión pública prefigurada por concepciones nacionalistas, populistas y antiimperialistas -es decir: la opinión probablemente mayoritaria durante largo tiempo y favorable a un acelerado desarrollo técnico-económico- asoció la democracia liberal y el Estado de Derecho con el régimen presuntamente «oligárquico, antinacional y antipopular» que fue derribado en abril de 1952. En el plano cultural y político, esta corriente desarrollista-nacionalista (como el primer peronismo en la Argentina) promovió un renacimiento de prácticas autoritarias y el fortalecimiento de un Estado omnipresente y centralizador. En nombre del desarrollo acelerado se reavivaron las tradiciones del autoritarismo y burocratismo, las formas dictatoriales de manejar «recursos humanos» y las viejas prácticas del prebendalismo y el clientelismo en sus formas más crudas. Todo esto fue percibido por una parte considerable de la opinión pública como un sano retorno a la propia herencia nacional, a los saberes populares de cómo hacer política y a los modelos ancestrales de reclutamiento de personal y también como un necesario rechazo a los sistemas «foráneos» y «cosmopolitas» del imperialismo capitalista. Recién a partir de 1985 el mismo MNR hizo algunos esfuerzos por desterrar esta tradición socio-cultural tan profundamente arraigada.

La vida cotidiana, especialmente en el periodo 1952-1956, estaba determinada por la represión y la demagogia. El tratamiento coercitivo de los opositores políticos por parte del gobierno alcanzó tal grado que se necesitó campos de concentración para encerrarlos -naturalmente sin proceso alguno y sin que se pudiese apelar a una multitud de disposiciones constitucionales y jurídicas que seguían en vigencia. Se crearon órganos estatales sin fundamento legal para el control y la represión de la población, fenómenos, que si bien no eran ajenos a la vida política del país desde la fundación de la república, adquirieron a partir de 1952 el carácter de lo sistemático y tecnificado. Las prácticas opresivas toleradas hasta entonces habían sido evidentemente brutales, pero, al mismo tiempo, accidentales, momentáneas y dispersas; con el advenimiento del MNR al poder aquéllas se tomaron ordenadas, eficientes y despiadadas, ejecutadas por instancias todopoderosas, exentas de vínculos legales, dotadas de amplia autonomía de gestión y libres de inspección de parte de la administración pública. Esta eliminación fáctica del Estado de Derecho no trajo consigo únicamente la supresión de garantías constitucionales y derechos políticos, sino también un proceso manifiesto de regresión en el ámbito del pensamiento socio-político y de los valores normativos de comportamiento, lo que imprimió al régimen el estigma permanente de totalitario y despótico.

La cultura política se distinguió, sobre todo, por el predominio de elementos manipuladores y demagógicos; se repitió el lugar común de las ideologías revolucionarias y nacionalistas del Tercer Mundo, que mediante una crítica parcializante de la tradición liberal-democrática, justifican hábitos arbitrarios y la negación efectiva de una democracia pluralista. El nivel de cultura política anterior a 1952, aunque muy rudimentario, fue reemplazado por un sistema, en el cual la conciencia política crítica fue transformada en la capacidad de identificarse con las metas del Estado y en el cual las marchas multitudinarias suplían el genuino diálogo político. El régimen estaba marcado por una combinación híbrida de anti-imperialismo retórico y autoritarismo práctico, que tampoco fue cuestionado por sus sectores izquierdistas. A partir de 1952 se percibe un renacimiento del discurso político de la época del caudillismo clásico, lleno de promesas que no serán cumplidas y de amenazas dirigidas a todos los adversarios. La retórica del MNR se asemejó a lo que René Zavaleta Mercado dijo de los doctores de Charcas: un «sistema tortuoso», donde «el lucimiento del ingenio era más importante que la creación ideológica ,...».21

El mayor éxito modernizador del MNR puede ser estimado como paradójico en alto grado, pues consistió en un fortalecimiento técnico de prácticas tradicionales: la herencia burocrática, la propensión a la corrupción y los hábitos policiales ilícitos resultaron rejuvenecidos de un modo notable. Como escribió Huáscar Cajías, la policía política del MNR sistematizó «lo que antes estaba disperso; introdujo orden en la anarquía represiva; tomó continuo, permanente, lo que antes era accidental y momentáneo; adjuntó a las palizas tradicionales, primitivas y temperamentales, los aportes de la ciencia moderna, para lo cual construyó un estado mayor eficiente e idóneo ..,.».22 Otros logros del MNR fueron la anulación del sistema jurídico y especialmente de las garantías constitucionales. «Todo esto se justificaba y practicaba en nombre de la patria, de la justicia social, del progreso económico ....».23

Durante el periodo 1952-1964 el MNR produjo una normativa oficial «esquizofrénica»: por un lado la implementación de reformas radicales, y por otro, la preservación de viejos valores convencionales.24 Fue un régimen con pretensiones totalizadoras e inclinaciones fuertemente prebendalistas, que oscilaba entre las políticas reformistas y la sumisión a los organismos internacionales.25 Para el ciudadano común y corriente disminuyó el Estado de Derecho debido al incremento de la arbitrariedad policial y al fuerte aumento de la burocracia estatal. El MNR se destacó por multiplicar, complicar y encarecer los trámites destinados al público, fenómeno que ha pervivido por más de medio siglo.26 En todo caso, llama la atención la continuidad de rutinas y convenciones que sobrevivieron muy robustas a todas las reformas modernizantes. El MNR combatió sañudamente a las antiguas «roscas» (grupos sociales y empresariales muy reducidos, privilegiados y excluyentes), pero a partir de 1952 y también de 1985 sobresalió por la creación de roscas de iguales o peores características.

En 1952, una antigua convención, válida desde el comienzo de la era colonial, experimentó un inusitado florecimiento: el aparato estatal fue visto como el botín de guerra que debía ser utilizado sin contemplaciones para el ascenso social. Como casi todos los adherentes del MNR no poseían fortuna personal en el momento de «tomar el poder», creyeron que tenían el derecho de apoderarse de fondos fiscales para mejorar de una vez y para siempre su situación económica y su status social. En 1952 se inició así una era de corrupción sistemática y de imparable apropiación ilegal de recursos públicos que dura hasta hoy de modo ininterrumpido. Los otros partidos han seguido esta pauta de comportamiento con una perseverancia digna de mejores causas. Günter Holzmann, un inteligente observador que pasó la mayor parte de su vida en Bolivia, escribió sobre este punto: «La corrupción siempre había sido endémica en Bolivia, pero ahora 1952. se hacía sistemática. Fue el comienzo del fin de las ideologías y de la credibilidad en los partidos políticos. El partido y la política, en lugar de exigir abnegación, idealismo y sacrificios, se convirtieron en un medio de vida para ascender y enriquecerse. .... Este modelo caló hondo en la mentalidad de esta clase media urbana, sentando las bases para los posteriores golpes y vuelcos repentinos en los partidos ....».27

El MNR y sus allegados jamás ftieron acosados por el aguijón de la duda acerca de su actuación gubernamental. Siempre tenían y tienen razón en el momento de emitir un juicio o realizar una actuación. No cambiarán sus hábitos porque desconocen totalmente el moderno principio de la crítica y el autoanálisis. El MNR jamás se distanció de los asesinatos de Chuspipata (1944) y nunca se disculpó por los campos de concentración de Curahuara de Carangas y Corocoro (1953-1956). En 1943-1946 estaba en lo correcto al apoyar el régimen de Villarroel y propugnar un nacionalismo revolucionario claramente iliberal, anticosmopolita y autoritario. La realización de las grandes reformas de 1952/1953 lo acercó aun más a la verdad histórica. El no participar en la dictadura derechista de Hugo Bánzer a partir de 1971 hubiera sido obviamente un craso error. El instaurar un régimen neoliberal en 1985 y realizar las reformas de 1993-1997 fue un acierto indubitable. El partido está con la historia al propugnar un liberalismo con rostro social al comenzar el nuevo siglo. Y tendrá razón en las próximas décadas cuando retorne a un programa del nacionalismo revolucionario, pues en el resto del mundo se habrá puesto de moda otra vez el estatismo.

A lo largo de toda la historia del MNR esta constelación cambió muy poco. Según un testimonio del propio partido, los dirigentes del MNR serían «conspiradores de tradición»28, maestros de la maniobra, la intriga y la zancadilla y campeones de la manipulación de ingenuos.29 Su democracia interna representa una mera pantalla, que favorece sólo la rotación de las mismas elites y grupos privilegiados dentro del partido. En la actualidad, el MNR se debería llamar Partido Autoritario Neoliberal; mantiene el antiguo nombre para captar masas de simpatizantes manipulables que siempre abundan en el seno de una población fuertemente convencional-rutinaria. Los éxitos más notables del MNR residen en el campo de las relaciones públicas, o dicho de modo más preciso: sus dirigentes son duchos en el arte de vender gato por liebre. Todo esto se llevó a cabo con la ayuda de los intelectuales progresistas cooptados por los gobiernos del MNR, lo que sucedió invariablemente después de los ascensos del partido al poder en 1952,1985 y 1993.

La principal herencia del MNR se halla muy activa en la configuración actual de la vida política en general y en la realidad interna de todos los partidos en particular.30 Imitando al MNR de varias maneras los partidos políticos representan instituciones donde predominan prácticas y normativas muy arraigadas y difíciles de modificar, cuyo carácter es básicamente conservador-tradicional, como el caudillismo y el prebendalismo, la propensión a la maniobra oscura y a la intriga permanente. Esto vale asimismo para los partidos de ideología revolucionaria y socialista. Estas rutinas y convenciones no están codificadas por escrito, pero muy probablemente reglamentan la vida interna y cotidiana de los partidos, establecen las diferencias reales entre dirigencia y masa, determinan los canales fácticos de comunicación entre los diversos grupos, atribuyen autoridad decisiva a ciertas personas y delimitan la verdadera significación de programas e ideales. Estos hábitos perviven pese a todos los intentos de modernización y democratización. Las elites dirigentes, y justamente los militantes más exitosos, son probablemente aquellos que tienen como metas normativas la consecución de dinero, poder y honor, y para quienes los objetivos programáticos e ideológicos tienen un valor meramente instrumental. El saber manipular símbolos es algo muy útil para consolidar y mejorar la propia posición dentro del partido y eventualmente dentro del gobierno, pero el cumplimiento real de metas programáticas no ocasiona preocupación alguna en el seno de estas agrupaciones.

Como conclusión, se puede afirmar que la Revolución Nacional de abril de 1952 en Bolivia fue, en el fondo, innecesaria y superflua. Los efectos modernizantes generados por este proceso hubieran tenido lugar, más tarde o más temprano, bajo un régimen dominado por las elites tradicionales, como ocurrió en la mayoría de los países latinoamericanos. En el área rural, la derogación de relaciones personales y laborales de tipo servil, la apertura de los mercados agrícolas, la generalización de mecanismos contemporáneos de intercambio y la mayor utilización de la red de transportes y comunicaciones se hubieran hecho realidad en años posteriores sin la violencia y las arbitrariedades que acompañaron a la reforma agraria. El incremento de la movilidad social y la expansión de oportunidades de educación básica se hubieran dado igualmente bajo gobiernos de diverso signo. Y lo mismo puede aseverarse del desarrollo acelerado de las regiones orientales. Cincuenta años después de los sucesos de abril de 1952 Bolivia sigue siendo uno de los países más pobres y menos desarrollados de toda América Latina. Los diferentes gobiernos del MNR, los esfuerzos de sus presuntos estadistas y sus mutaciones ideológicas y programáticas no han podido o no han sabido sacar a Bolivia del atraso y la pobreza. Pero al mismo tiempo este partido / sus muchos desprendimientos e imitadores han contribuido poderosamente a consolidar prácticas y /alores convencionales, propios del mundo premoderno, que van desde el caudillismo hasta el autoritarismo, rejuveneciendo así los elementos menos rescatables del orden tradicional. El actual florecimiento «ie las formas más refinadas y persistentes de corrupción no puede comprenderse sin las prácticas introducidas por el MNR a partir de 1952. Y el análisis comparativo de lo alcanzado en naciones comparables 'le América Latina y del Tercer Mundo nos muestra la poca originalidad teórica y la mediocridad fáctica leí experimento iniciado en Bolivia en abril de 1952.

 

Notas

1. La historiografía boliviana ha estado dominada hasta hoy por partidarios o simpatizantes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y por corrientes de izquierda del más variado carácter. Para una visión más ponderada de la historia boliviana hay que recurrir a obras muy recientes o a autores extranjeros: cfr. Rene D. Arzc Aguirre, «Visión histórica. Notas para una historia del siglo XX en Bolivia» en: Fernando Campero Prudencio (comp.), Bolivia en el siglo XX. La formación de la Bolivia contemporánea. Harvard Club de Bolivia, La Paz, 1999, pp. 47-66; Erick D. Langer, «Una mirada desde fuera. Una visión histórica de Bolivia en el siglo XX», en: ibid., pp. 67-88; Hcrbert S. Klein, Pariies andPolitical Change in Bolivia, 1880-1952. Cambridge University Press, Cambridge, 1971.

2. James M. Malloy, «Revolutionary Politics», en: James M. Malloy / Richard S. Thorn (comps.), Beyond the Revolution. Bolivia since 1952. Pittsburgh University Press, Pittsburg, 1971, p. 114; cfr. la obra rica en pormenores: Luis Peñaloza, Historia del Movimiento Nacionalista Revolucionario, 1941-1952. La Paz, 1963.

3. Sobre La Calle, cfr. Ángel Torres, Cincuenta años de periodismo en Bolivia, en: Ultima Hora (La Paz), edición «Bodas de Oro», conmemorativa de los cincuenta años, 30 de abril de 1979, sección 6, p. 8

4. El judaismo capitalista, responsable de la guerra, en: La Calle (La Paz) del 6 de marzo de 1940, p. 3: «El alma judía, proscrita y señalada por el dedo de Dios .... busca su venganza y quiere que el mundo se ahogue en sangre». La sombra de Judá, como signo maldito, se proyecta sobre nuestra América, en: La Calle del 21 de abril de 1940, p. 3: «Los hijos invisibles del judaismo capitalista, que estrangula a las naciones, se mueven incesantemente en estas jóvenes repúblicas procurando su entrada en la guerra, para la más rápida dominación del mundo por el pueblo elegido por Jehová. .... Gracias a la Providencia, Alemania se libró de ella».

5. Los judíos procuran arrastrar al conflicto a los pueblos de America, en: La Calle del 1 de junio de 1940, p. 3: «Integro y patriota, Hitlcr había desbaratado .... los siniestros planes del pueblo judio en Alemania».- En nombre de libertad y democracia, los aliados hacen la guerra al proletariado del mundo, en: La Calle del 7 de abril de 1940, p. 3: «Hoy Italia y Alemania, países que cuentan con la adhesión unánime, fervorosa y decidida de sus habitantes ...., han sabido resolver su cuestión social. .... Nadie es explotado, nadie trabaja sin una justa remuneración. .... El Estado vela sobre todos».

6. Augusto Céspedes, ¿Qué dictadura? ¿Qué democracia?, en: La Calle del 13 de septiembre de 1939, p. 4, donde Céspedes hizo una defensa «intransigente» de la dictadura (es buena si es «del pueblo») y se declaró contra la «democracia formal».

7. No existe lamentablemente un estudio fundamentado en datos empíricos sobre las pautas generales de comportamiento y el arraigo de la tradicionalidad en Bolivia. Algunos datos aislados se encuentran en: Herbert S. Klein, «Prelude to the Revolution», en: Malloy / Thorn (comps.), op. cit. (nota 2), pp. 25-51; James M. Malloy, Bolivia: The Uncompleted Revolution, Pittsburgh University Press, Pittsburg, 1970, pp. 15-68; Hans-Jürgen Puhle, Tradition und Reformpolitik in Bolivien (Tradición y política de reformas en Bolivia), Hannover: VfLuZG 1970; Dietcr Nohlcn / Klaus Scháfflcr, «Bolivien» (Bolivia), en: Dietcr Nohlen / Franz Nuschclcr (comps.), Handbuch der Dritten Welt (Manual del Tercer Mundo), Hamburgo: Hoffmann & Campe 1976, t. III: Latcinamcrika (América Latina), pp. 57-75. Como es lo usual en estos casos, los conocimientos relativos a esta área tienen que ser extrapolados de diversas fuentes, como las relaciones de viaje, las memorias, la narrativa y algunos documentos oficiales.

8. Salvador Romero Pittari, Les mouvements sociaux paysans en Bolivie, París, 1975 (disertación E.P.H.E), p. 97. Sobre las comunidades campesinas cfr. ibid., pp. 41-44; Hcrbcrt S. Klein, Prclude te thc Revolution, op. cit. (nota 7), p. 42; Nohlen / Scháffler, op. cit. (nota 7), p. 58

9. Cfr. Rolando Jordán Pozo, «Minería. Siglo XX: la era del estaño», en: Fernando Campero Prudencio (comp.), op. cit. (nota 1), pp. 219-239; Antonio Mitre, Bajo un cielo de estaño: fulgor y ocaso del metal en Bolivia, Biblioteca Minera Boliviana / Asociación de Mineros Medianos, La Paz, 1993; Orlando Capriles Villazón, Historia de la minería boliviana, BAMIN, La Paz, 1977; Rene Ballivián Calderón, Cincuenta años de minería en Bolivia, en: Ultima Hora, loe. cit. (nota 3)

10. Cfr. Hcrbcrt S. Klein, Thc Creation of thc Patiño Tin Empirc, en: Intcr-Amcrican Economic Affairs, vol. 19 (1965), N° 2, pp. 323; Charles F. Gcddcs, Patiño: The Tin King, Hale, Londres, 1972; Sergio Almaraz, El poder y la caída. El estaño en la historia de Bolivia, Amigos del Libro, La Paz, 1976; Manuel Carrasco, Simón 1. Patiño. Un procer industrial, Grassin, París, 1960; Roberto Quercjazu Calvo, Llallagua: historia de una montaña. Amigos del Libro, La Paz, 1978.

11. Cfr. James S. Coleman, «Thc Political Systems of thc Dcveloping Arcas», en: Gabriel A. Almond / J. S. Colcman (comps.), The Politics of the Developing Areas, Princcton University Press, Princcton, 1960, pp. 579-581. La cantidad y calidad de datos referentes a estas variables y para el periodo anterior a 1952 son muy deficientes. Algunos materiales empíricos pueden encontrarse en: Nohlcn / Scháffler, op. cit. (nota 7), pp. 60-66; CEPAL, El desarrollo económico de Bolivia, NN. UU., New Cork, 1957, vol. I; CEPAL, Indicadores del desarrollo económico y social de América Latina (Cuadernos de la CEPAL), Santiago de Chile, 1976; Franklin Bustillos Gálvez, Aspectos de la economía boliviana entre 1929 y 1979, en: Ultima Hora, loe. cit. (nota 3)

12. Cfr. «Bases y principios de MNR 1941.», en: Mario Rolón Anaya (comp.), Política y partidos en Bolivia, La Paz, 1966, pp. 273-275; y las dos historias scmi-oficialcs del partido: Luis Pcñaloza, op. cit. (nota 2); Manuel Frontaura, Historia de la Revolución Nacional. La Paz, 1974 - En sentido crítico: Charles H. Wcston, An Idcology of Modcmization. Thc Case of thc Bolivian MNR, en: Journal of Inter-Amcrican Studics, vol. 10, N° 1, enero 1968, p. 93; Hcrbcrt S. Klein, Orígenes de la Revolución Nacional boliviana. La crisis de la generación del Chaco, Juventud, La Paz, 1968, p. 392 ss. Para un enfoque de conjunto cfr. Malloy, Bolivia..., (nota 7), p. 149; James M. Malloy, Rcvolutionary Politics, op. cit. (nota 2), p. 117

13. Víctor Paz Estenssoro, El pensamiento revolucionario de Víctor Paz Estenssoro, La Paz, 1954, p. 79 ss., 101 ss. Cfr. también Richard S. Thom, «Thc Economic Transformaron», en: Malloy / Thom (comps.), op. cit. (nota 2), p. 159, 169

14. Cfr. la compilación oficial Bolivia: 10 años de Revolución, La Paz, 1962, p. 35. Una de las primeras formulaciones de esta concepción en- Augusto Céspedes, El presidente colgado, Álvarcz Buenos Aires, 1966, p. 18. Existe una literatura muy amplia y de calidad muy diversa sobre el proceso de la nacionalización y sus consecuencias. Cfr Rcné Ballivián Calderón, op. cit. (nota 9); Orlando Caprilcs Villazón, op. cit. (nota 9); CEPAL, La política económica en Bolivia 1952-1964, en: BOLETIN ECONOMICO DE LA CEPAL, vol. 12, New York 1967: Mclvin Burkc, Estudios críticos sobre la economía boliviana, Amigos del Libro, La Paz, 1973; Amado Canelas, Historia de una frustración: la nacionalización de minas en Bolivia. Amigos del Libro, La Paz, 1963; James W. Wilkic, The Bolivian Revolution and U. S. Aidsince 1952. Financial Background and Context ofPolitical Decisions. University of California, Los Angeles, 1969.

15. Wilham E. Cárter, «Revolution and thc Agranan Sector», en: Malloy /Thom (comps ), op. cit. (nota 2), p. 246. Cifras divergentes en: Manuel Frontaura, Trascendencia de la Revolución Nacional de 1952, La Paz, 1973, p. 15; cifras oficiales para 1974 en: PRESENCIA (La Paz) del 6 de agosto do 1975, p. 653; cfr. un ensayo de visión global: Juan Dcmcurc V., «Agricultura. De la subsistencia a la competencia internacional», en. Femando Campero Prudencio (comp), op. cit. (nota 1), pp. 269-290.

16. Sobre los efectos modernizadores de la reforma agraria cfr. Salvador Romero Pittari, Les mouvcmcnts sociaux paysans en Bolivie, op. cit. (nota 8), p. 185 sqq.; Salvador Romero Pittari, «Bolivia: sindicalismo campesino y partidos políticos», en: Aportes, N° 23 (enero de 1972), p. 89 sq., 94; María Inés Pérez Oropeza / S. Romero Pittari, «Cambio y tradicionalismo», en: Aportes, N° 17, julio de 1970, pp. 80-120 (un estudio con extenso material empírico primario); M. B. Léons/ William Léons, «Land Rcform and Economic Changc in thc Yungas», en: Malloy / Thorn (comps.), op. cit. (nota 2), p. 296 sq.; Arturo Urquidi, Bolivia y su reforma agraria, Edit. Univ., Cochabamba, 1969; D. B. Hcath / C. J. Erasmus / H. C. Bucchlcr, LandReform and Social Revolution in Bolivia, Pracgcr, New York, 1969; Antonio García, «Bolivia: la reforma agraria y el desarrollo social», en: Oscar Delgado (comp.), Reformas agrarias en la América Latina, proceso y perspectivas, Fondo de Cultura Económica México, 1965, pp. 403-445.

17. Cfr. el exhaustivo estudio de Comclius H. Zondag, La economía boliviana 1952-1965. La revolución y sus consecuencias, Amigos del Libro, La Paz, 1968, pp. 134, 193-205; Manuel Frontaura, Trascendencia.., op. cit. (nota 16), p. 49, 52 ss. El desarrollo ulterior del Oriente fue esbozado en el escrito programático de Waltcr Guevara Arzc, Plan inmediato de política económica del gobierno de la Revolución Nacional, Ministerio de Relaciones Exteriores, La Paz, 1955, pp. 74-86. Datos estadísticos sobre este proceso en: Richard S. Thom, op. cit. (nota 14), pp. 194-213.- Cfr. también dos criticas marxistas: Amado Canelas, Mito y realidad de la industrialización boliviana, Amigos del Libro, La Paz / Cochabamba, 1966; Ramiro Villarrocl Claurc, Mito y realidad del desarrollo en Bolivia. Amigos del Libro, La Paz / Cochabamba, 1969.

18. Manuel Frontaura, op. cit. (nota 16), p. 13,29.

19. Cfr. C. H. Zondag, op. cit. (nota 19), p. 114; Thorn, op. cit. (nota 14), p. 172 sq.; una versión divergente en: Amado Canelas, Mito y realidad de la Corporación Minera de Bolivia, Amigos del Libro, La Paz / Cochabamba, 1966.

20. Cfr. Demetrio Canelas, Aspectos de la revolución boliviana. La reforma agraria y temas anexos, La Paz 1958, p. 30; Fausto Bcltrán / José Fernández, cAdónde va la reforma agraria boliviana?, La Paz, 1960, p. 89 sq.; Leons / Leons, op.' cit. (nota 18), p. 296 sq.; William E. Cárter, op. cit. (nota 16), pp. 244-248,267 sq.

21. Rene Zavaleta Mercado, La formación de ¡a conciencia nacional 1967., Amigos del Libro, Cochabamba / La Paz, 1990, p. 32; cfr. también Zavaleta Mercado, Lo nacional-popularen Bolivia, Siglo XXI, México, 1986.

22. Huáscar Cajías, San Román, sanromanismo y sanromanistas, en: Ultima Hora, loe. cit. (nota 3), sección 6, p. 7.

23. Cajías, ibid. Los aspectos políticos de este periodo están tratados extensamente en: James M. Malloy, Bolivia..., (nota 7), p 216 ss.

24. James M. Malloy, Bolivia..., (nota 7), p. 170.

25. Cf. Franco Gamboa Rocabado, «La revolución del 52 bajo la luz del presente», en: T'inkazos, La Paz, vol. 2, N° 3, abril de 1999. pp. 42-71; Jcan-Picnc Lavaud, El embrollo boliviano: 1952-1982, HISBOL / CESU, Cochabamba, 1998.

26. Mariano Baptista Gumucio, Un legado conflictivo para el país mejor que construirán los bolivianos, en: Ultima Hora, loe. cit. (nota 3), sección 24, p. 6 sq.

27. Günter Holzmann, Más allá de los mares. Memorias de un supemvienle del siglo XX, Icaria, Barcelona, 2000, p. 209.

28. Sergio Cáccrcs, Gonzalo Sánchez de Lozada: el General Crisis, en: El Juguete Rabioso, La Paz, del 15 de abril de 2001, año 2, N° 30, p. 8 (citando a los dirigentes más antiguos del partido).

29. Cfr. el testimonio de un antiguo y destacado dirigente: Sinforoso Rojas Antezana, Los hombres de la revolución. Memorias de un lider campesino, Plural / CERES, La Paz, 2000.

30. CfV. el brillante articulo de Franco Gamboa Rocabado, El péndulo desencajado: 50 años después de 1952, en: La Prensa, La Paz, del 9 de abril de 2002. Una visión diferente en: Rene Antonio Mayorga, «Sistema político. La democracia o el desafio de la modernización política», en: Femando Campero Prudencio (comp.), op. cit. (nota 1), pp. 329-358

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