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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.24 La Paz  2003

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

El mito de la pertenencia de Bolivia al «mundo occidental». Requiem para un Nacionalismo

 

 

Silvia Rivera Cusicanqui

 

 


 

 

La pertinencia del pasado

Este trabajo intenta ser una comprensión de las contradicciones culturales y políticas del proyecto de reformas estatales. Llevado a cabo por el MNR a partir de la insurrección popular del 9 de abril de 1952, que lo encumbró en el poder. Previamente, debo sin embargo enfatizar que las inquietudes analíticas sobre las reformas del 52 provienen del horizonte de la crisis presente, y de los avatares identitarios de la llamada 'nación boliviana' que supuestamente fue fundada, en su versión moderna, en esos momentos épicos ocurridos medio siglo atrás. Veamos un poco estos problemas de identidad y de identificación de los cuales padecen las elites en Bolivia para comprender la pertinencia de esta mirada al pasado desde el presente.

En trabajos anteriores (Rivera 1993,1996), había formulado la hipótesis de un «mestizaje colonial andino», para explicarme esa estructura ideológica de larga duración que se manifiesta como una profun­da e internalizada práctica de autodesprecio, la cual se ha reproducido por siglos en la personalidad colonizada y atraviesa a todos los estratos de la sociedad. Comparaba a muchos q 'aras y mestizos de elite que vi en el tren subterráneo de París o de Nueva York, con esos migrantes de la provincia Camacho o del norte de Potosí, que sacan a relucir su alteridad con el fin de convocar la filantropía del extraño o la atención de aquél que consideran superior en cualquier orden de jerarquías (civilizatoria, estamental, de clase o etnia o en relación con el acceso al poder). En esos momentos, me acometía un confuso senti­miento, vergüenza ajena, pero también una profunda rabia. Rabia porque esos mismos barbudos ven­drían después acá a manipular la retórica de la identidad con el fin de seguir mandando, autoritaria o paternalistamente, sobre «este país de indios»; vergüenza porque mostraban la hilacha como inconscien­tes colonizados, pues tenía que ser viajando al exterior cómo descubrirían que no eran del todo occiden­tales, aunque nunca llegasen a asumir las consecuencias prácticas de dicho descubrimiento.

El mecanismo central que permitió la reproducción encubierta de esta disyunción identitaria fue el discurso del mestizaje. En sus versiones raigales de los años cincuenta, se veía al mestizaje como un «híbrido», una planta «nueva» y homogeneizada, a partir de un conjunto de «raíces» diversas, todas subsumidas en un solo tronco jerarquizado: la pirámide identitaria occidental y colonial. He definido a esta noción como un ideologema1 que permitió plasmar la «ciudadanización forzada» de las poblaciones indígenas a través de la violencia física y simbólica (por ejemplo, en cuarteles y escuelas rurales), com­binada con una visión telurista y ornamental del indio en el discurso oficial y la esfera pública estatal (Rivera 1991). El fin último de esta táctica combinada era borrar la memoria del indio y recluir sus restos en los museos, como «raíz» arcaica de un remoto pasado, reactualizada en los márgenes de lo público, a través de la emblemática del folklore.

En la década de los años 50, en las esferas de la vieja y nueva clase pudiente de La Paz o Cochabamba cuando la revista Life y la Radio de las Américas entraban en los hogares de estos sectores, junto a la cámara fotográfica tal urgencia por teatralizar la propia identidad y reinventar el pasado también obede­cía a un intenso complejo cultural frente al europeo o al gringo norteamericano, cuyas políticas comer­ciales expansivas que iban desde la promoción de la CocaCola hasta la difusión de música de rock y cine hollywoodense, eran vistas como el epítome de la modernidad y la racionalidad triunfantes. Esta imagen, surgida de las trincheras de la segunda guerra europea, extenderá médiante una política cultural imperialista minuciosamente diseñada su ala hegemónica sobre el mundo en el contexto de la llamada Guerra Fría.2

Para los movimientistas parientes pobres de la oligarquía y ansiosos de ser reconocidos como «occidentales» había pues una tarea prioritaria: borrar a los indios de la memoria, a la vez que reformarlos hasta en lo más íntimo de sus conductas domésticas. Esta tarea fue retomada por la nueva intelligentsia nacionalista, a partir de la propia estructura del aparato estatal heredado. Salvo por el tema de la desorga­nización momentánea del ejército, el aparato estatal oligárquico colonizado interiormente por la «ayuda americana» en los años 40 se transfirió intacto a la nueva burocracia del estado. De hecho, los progra­mas de la Embajada Americana (construcción de infraestructura, reforma educativa, asistencia técnica y desarrollo) continuaron activos, y compartían el espíritu «progresista» de que había que transformar a los indios en «mestizos sin identidad», es decir, en campesinos (cfr. CSUTCB 1983, en Rivera 1984). Pero además, este discurso se potenció inmensamente por el efecto de la escuela, el servicio militar en el ejército reorganizado y la ampliación de la migración y comercialización de la fuerza de trabajo indíge­na, todo lo cual muestra los tempranos impactos de la reforma educativa de 1955 (cfr. Soria Choque 1992). Finalmente, el nuevo estado se dió a la tarea de «reinventar la historia», lo que le permitió plasmar la imagen del nuevo ciudadano valiéndose de poderosos «medios de reproducción mecánica» como la imprenta y la fotografía (cfr. Benjamín 1971). De este modo, parafraseando a Zavaleta, la elite movimientista acabó colocando los recursos y el aparato del nuevo (y del viejo) estado al servicio de la recomposición de una «casta encomendera», u oligarquía colonial republicana, que se percibía a sí mis­ma como portadora de una misión histórica de largo alcance.

¿Cómo lograron los movimientistas semejante escamoteo de las demandas de las masas insurgentes? La hipótesis que se explorará en este trabajo se basa en la idea de una «pedagogía nacional colonial» la pedagogía de la revolución, con su despliegue de materiales impresos, ceremonias, actos performativos, cuyo objetivo fundamental fue terminar «la tarea de ciudadanización mestiza que el liberalismo había comenzado» (Rivera 1993: 80)3. Esta tarea consistía básicamente en la supresión de los oprimidos y explotados del campo y de la ciudad, como sujetos de su propia historicidad, con lo cual se corroboraría en el plano simbólico la tarea más «dura» de reprimir y neutralizar las demandas autónomas de la rebe­lión cacical e indígena de las décadas previas, así como los gestos libertarios del artesanado anarquista y socialista de las ciudades y las minas. Estas organizaciones de nuevo tipo combinaban una racionalidad indígena con la idea inédita de que los derechos a la igualdad ante la ley y a la libre expresión y asocia­ción, eran también fundamentales, aunque la doble moral oligárquica sólo los reconociera de boca para afuera. Arcaizar y emblematizar esas demandas y esas luchas era pues una tarea prioritaria para las elites movimientistas que se hicieron del poder en 1952, quizás porque el pasado que aquellas buscaban trans­formar o reivindicar estaba demasiado visible y presente en las conciencias y en los hogares de los reformadores.

La retórica republicana en la esfera castellano hablante de las elites urbanas permitió así construir la imagen de «lo mestizo» en el discurso público e imponerla como la única identidad legítima de la «nación boliviana» moderna. Pero, ¿en qué consistía esta imagen y cómo fue construida? Con base en los propios documentos emitidos por el MNR, proponemos que el mestizaje era el recurso retórico que permitía imaginar un país masculinizado, occidental y cristiano, es decir, blanco, «decente», homogéneo e individualista, fundado en el modelo hegemónico de la familia patriarcal y nuclear moderna. ¿Cómo se volvieron hegemónicas esas nociones de la identidad basadas en el ideologema del mestizaje?

No cabe duda que estas preguntas sólo pueden hacerse desde la crisis política del presente, cuando se vive un largo proceso de erosión de las falaces ofertas de igualdad y ciudadanía que trajo consigo esta idea de «modernidad» y «progreso» tan furiosamente perseguida por las elites bolivianas desde la década de los años 50. Cabría verificar también, en el presente, el impacto de la pedagogía nacionalcolonial del MNR sobre la profundización (e internalización) del colonialismo en Bolivia, a través de la exploración de los rasgos actuales del mito oficial de «la pertenencia de Bolivia al mundo occidental». Pero esta segunda tarea habrá que dejarla para investigación futura. En el presente ensayo, me ocuparé fundamen­talmente de trazar la «arqueología contemporánea» del ideologema nacionalista del mestizaje, a través del análisis de tres documentos básicos: el decreto de «revisión de la historia», del 27 de abril de 1954, el Álbum de la Revolución (1954) y el Memorándum sobre Política Exterior Boliviana de 1962. Estos tres documentos están unidos por el hilo conductor de un sólo personaje: José Fellman Velarde, el intelectual del MNR a cuyo cargo estuvo la tarea de «reinvención de la historia» en el marco de la propuesta civili­zadora del Estado del 52.

Políticas del cuerpo

Carentes de «memoria larga» e ignorantes de que la desmercantilización rural había sido más bien producto de la reciente expansión latifundista desatada por las reformas liberales de fines del siglo XIX, los movimientistas se sintieron misioneros de la «buena nueva» del mercado como hecho civilizatorio. Imaginaron un nuevo ciudadano mestizo (y sin memoria) como resultado de procesos de cambio estruc­tural: la reforma agraria parcelaria, la educación universal y monolingue, el voto universal. En realidad como lo ha mostrado Brooke Larson (2002) no hicieron sino continuar, de modo mucho más efectivo y profundo, las reformas culturales oligárquicas de los años 40, cuya vertiente más reaccionaria se plasmó en la injerencia directa del Departamento de Estado y en la formación del Servicio Cooperativo Intera­mericano de Educación (Soria 1992, Larson, 2002: 22).

Los trabajos compilados por Roberto Choque en 1992 echan luz sobre inéditas fuentes del período 19001950, en las que se airean los debates culturales y políticos de la oligarquía sobre el «problema del indio», a la par que se documentan las prácticas jurídicas y represivas del estado oligárquico. Las pro­puestas del indigenismo en torno a una reforma cultural son objeto de intensa discusión en ámbitos urbanos y letrados mientras que, en el campo y los suburbios urbanos, se desarrolla la lucha legal de los caciquesapoderados, que había planteado y puesto en práctica sus demandas de escuela e igualdad ciu­dadana, pero como medio para recuperar las tierras usurpadas en las cuatro décadas anteriores, haciendo valer la legislación colonial (Títulos de Composición y Venta, Leyes de Indias), tanto como los aspectos igualitarios del derecho republicano liberal.4 La paradoja que ponía al descubierto la lucha cacical entre la cara falsamente igualitaria de las leyes y la violencia de las agresiones latifundistas se asienta en una cuestión de principio:

...la inflexibilidad de las leyes sólo existe cuando la solicitan nuestros enemigos. Esta desigual­dad tiene origen en haberse legislado de idéntica manera para los blancos y para los indios. No sabemos leer ni conocemos la lengua en que está escrita la legislación patria, y sin embargo debemos sujetamos a ella. Legalmente se considera abolidas nuestras costumbres, cacicazgos, etc., y sin embargo ellos se mantienen entre nosotros (cit. en THOA 1984: 1415).

La doble moral criolla se asienta en la estrecha noción de «ciudadanía» que el estado ofrece a los indios: les reconoce el derecho propietario sólo en tanto puedan ejercerlo vendiendo sus tierras. El des­pojo asume apariencias legales falsos apoderados, enajenaciones coactivas, chicanas jurídicas y por ello los caciques deben incorporar a qilqiris y tinterillos indígenas para responder en los tribunales. De allí la importancia de la escuela y la alfabetización en castellano, para que esta capa «letrada» de laS propias comunidades pueda diseñar una estrategia legal exitosa (cfr. Condori y Ticona 1994). Los escri­banos y qilqiris que contrató el movimiento de caciquesapoderados eran ellos mismos víctimas del despojo latifundista (como es el caso de Leandro Condori Chura) o parientes de los caciques apoderados (como Julián Tanqara, escribano y nieto del cacique de Qalakutu, o Avelino Siñani, hermano del cacique de Warisata) e imprimieron a la lucha por la escuela un sentido específico de recuperar la tierra usurpada utilizando la propia legislación liberal, que eximía de la revisita de 1881 a las tierras compradas en Composición y Venta durante el periodo colonial (Ley del 23 de noviembre de 1883).

El trabajo de Brooke Larson destaca la convergencia entre este movimiento «de abajo a arriba» en favor de la escuela indígena y los proyectos de reforma cultural de diversos sectores de las elites y capas medias ilustradas que buscaban la «redención del indio» por la escuela. Este encuentro determinó una suerte de ambigüedad constitutiva de los proyectos de educación indígena, incluidos los más exitosos de ellos (Warisata en Omasuyos y el núcleo Utama en Pacajes). Los «núcleos escolares» eran la base del esquema organizativo de Warisata y Caquiaviri, donde la escuela al asentarse en la estructura organizativa indígena se ponía en sintonía con las autoridades étnicas locales (como es el caso del Consejo de Amaut' as de Warisata) y lograba la activa participación de la sociedad indígena local en el perfil de las acciones educativas. En la década de 1930, «florecieron 16 núcleos escolares como resultado tangible de las «escuelascolonias» propuestas en 1919 por el Ministro de Instrucción» (Larson 2002: 11). Colonizados por el Estado en la década de 1940, estos 16 núcleos escolares no lograron detener el movimiento de creación de escuelas emprendido por las propias comunidades. Hacia 1949, existian 898 escuelas indíge­nas mayormente autónomas, sostenidas y financiadas por comunidades y gremios de aymaras rurales y urbanos, en un movimiento que Larson considera «semiclandestino» (Ibid: 12, nota 33).

Retrospectivamente, puede señalarse que el florecimiento de organismos de la sociedad civil que interpelaban al estado oligárquico dio lugar, hacia fines de la década de 1920, a la conformación de un amplio frente anticolonial de caciquesapoderados indígenas, gremios de trabajadores urbanos de filia­ción anarquista (la FOL y la FOF) y una vasta gama de sectores medios (maestros, estudiantes, tinterillos, músicos) quienes buscaban reformular y extender la noción de ciudadanía, que hasta entonces los había excluido sistemáticamente de la vida política del país. La beligerancia de esta insurgencia combinada de masas urbanas y rurales. Llegó a ser tan intensa, que el Estado precipitó la Guerra del Chaco con el Paraguay con el fin de acelerar la «guerra interna» de exterminio contra los indios (cfr. Mamani 1991). Una vez derrotada Bolivia a un costo de al menos 50 mil muertos, el movimiento se dotó de nuevos argumentos de legitimidad: si los indios habían sido ciudadanos a la hora de morir en la Guerra, ¿por qué no podían ser ciudadanos a la hora de recuperar sus tierras usurpadas, de reclamar justicia e igualdad frente a la ley? Con este argumento, el movimiento de educación indígena floreció en la posguerra, en el contexto político renovado del «socialismo militar», con sus propuestas de gremialización universal de las clases subalternas. En este panorama,«... los nuevos núcleos escolares tomaron forma y se convirtie­ron en espacios de mediación para una expansiva diversidad de grupos con ideas sindicalistas, nativistas e izquierdistas, que se esparció por el territorio boliviano a mediados de 1930» (Larson 2002,12).

Sin duda, el activismo político de la preguerra y la experiencia misma de la guerra del Chaco abrie­ron inusitados canales de comunicación y debate interétnico, lo que se tradujo en un flujo creciente de intercambios lingüísticos, simbólicos y performativos entre el campo y la ciudad. Así por ejemplo, los indígenas de las parroquias de San Pedro, El Rosario y San Sebastián se vincularon a la lucha por la escuela a la par que resistían desde sus gremios de carniceros, talabarteros, lecheras, sastres, etc. el avasallamiento impositivo y otras exacciones que imponía sobre ellos la república modernizante ( cf Soria, en Choque et al. 1992: 63). Caciquesapoderados como Celedonio Luna, Feliciano Arukipa, Fran­cisco Montes, Uskamayta y otros, se vincularon a la vez al movimiento de caciquesapoderados liderizado por Santos Marka T'ula y al movimiento sindical anarquista de la Federación Obrera Local (THOA 1988, Mamani 1991, Revista Historia Oral, 1989).

La experiencia de Warisata atraviesa toda esta trayectoria histórica. La escuelaayllu, fundada el 2 de agosto de 1931, fue resultado del contacto entre dos corrientes educativas, la una reformista y vinculada al maestro Elizardo Pérez, y la otra, nativista, vinculada al movimiento de caciques apoderados, liderizado por Santos Marka T'ula (cfr. Choque et al. 1993). Esta última tenía una larga historia5, que se remonta a las escuelas indigenales privadas y comunales que fundó Avelino Siñani desde 1909 en toda la región de Warisata (Sifiani de Willka 1992). Avelino Sifiani era hermano del cacique Fernando Siñani que formó parte de la red de Marka T'ula desde esos años y se hallaba íntimamente vinculado a la defensa de las tierras de ayllu a escala regional y nacional. Una de las demandas del movimiento de caciques apodera­dos era la escuela, vista como un medio para hacer cumplir las leyes criollas escritas en castellano. Para ello, no vacilaron en abrir las comunidades a la avanzada educativa de sectas religiosas (como los adventistas en la marka Qalakutu de Pacajes) y grupos civiles de toda laya, que les apoyaron directa o indirectamente en la resistencia a la dominación de los vecinos de pueblos coloniales y del aparato estatal oligárquico.

La «guerra interna» de los hacendados y corregidores contra Warisata. sumada a la intervención estatal y a la posterior cooptación de la experiencia de la escuela ayllu por el Servicio Cooperativo Interamericano de Educación, encaman vivamente los mecanismos civilizatorios de la oligarquía y el ambiguo papel de la mediación mestizailustrada, aún de la más «progresista», en esta experiencia. El propio Elizardo Pérez destacaba como meta de la escuela la «transformación del hogar indígena y de su economía, a través de nuevos sistemas de trabajo, higiene, moralidad, educación cívica y solidaridad» (Pérez 1962:124, cit. en Larson 2002; 13), a la par que postulaba la defensa de los «derechos indígenas» y la participación activa de las comunidades organizadas en la vida escolar.

Con la restauración oligárquica de 1940 y el «pacto de la Concordancia»6, la intervención estatal en el hogar indígena fue asumida como función exclusiva de la escuela rural y se eliminó todo entrenamien­to en técnicas industriales (como la mecánica y la carpintería), para fijar al indio en su destino de produc­tor rural de alimentos baratos para ciudades y minas. El Ministro de Educación de Peñaranda, Vicente Donoso Torres, en un texto que resume su gestión, publicado en 1946 y analizado por Brooke Larson, plantea como metas fundamentales de la escuela indígena el convertir a los indios en agricultores inte­grados al mercado y al hogar campesino en un modelo de «higiene» y modos de vida «modernos» (Larson 2002: 22).

El tema de la higiene presente ya en la propuesta de Elizardo Pérez adquirió nuevas resonancias después de la guerra del Chaco con la difusión de rumores y temores por la malaria y otras epidemias, dando lugar a políticas de salud que transferían una fuerte carga cultural occidental a los cuerpos de las clases subalternas. La escuela y las políticas de salud pública promovieron prácticas domésticas que, a título de «profilaxis», difundían y convertían en hegemónico el «modo de vida americano». En este modelo, la familia nuclear, encabezada por el varón productivo, encerraba a la esposa en la multiplica­ción de tareas domésticas asociadas con la «higienización» de su entorno, de su cuerpo y el de su prole. Todo ello se enseñaba en la escuela, desde la cual el estado penetraba en los hogares y familias y comen­zaba a diagnosticar todas sus costumbres y prácticas (elaborar chicha o akhullikar coca, por ejemplo) como «antihigiénicas» y a las comunidades indígenas como afectadas por una serie de patologías socia­les. La solución pragmática y minimalista era la higiene, y asi lo propone Donoso: «Las nuevas escuelas necesitan ser abastecidas de medicinas, DDT y jabón porque la cuestión educativa con referencia a los campesinos, debe primero enfrentar la extirpación de piojos y de mugre» (Donoso 1946, cit en Larson 2002). Pero todos estos productos venían también, en paquete, de los Estados Unidos, abriendo un mer­cado cautivo para la expansiva industria de higiene y salubridad de ese país. La otorgación de becas para el estudio de la Salud Pública a médicos bolivianos7 completó este proceso de adopción por parte del estado y las elites bolivianas de una lectura pragmática, occidentalista e higienista de los problemas sociales de Bolivia.

Las «políticas del cuerpo» que alimentó el Servicio Cooperativo Interamericano de Educación tienen en Ernst Maes, anteriormente vinculado al Bureau of the American Indian, un experimentado practican­te. Según el trabajo ya citado de Larson, la huella de este funcionario se imprime en el diseño de las líneas maestras de la reforma educativa oligárquica de los años 40: a) se mantiene la separación entre escuela rural y urbana; b) se adopta el sistema de «núcleos escolares campesinos», con sus «escuelas seccionales» afiliadas, como narco organizativo del sistema rural, se lo territorializa y centraliza burocráticamente; c) se consolida la unidad ideológica del sistema educativo y se adopta el lenguaje clasista de la campesinización\ d) se entrena y coopta al profesorado rural, consolidando una visión hegemónica del indio como «degradado», envuelto en la suciedad y el vicio; e) se aplica una forma auricular de corte occidentalizante, vinculada al desarrollo rural, la higiene y la elevación del standard de vida». Además, se centraliza el sistema a nivel regional andino (Bolivia, Perú y Ecuador) y se lanzan campañas regiona­les de propaganda con el fin de influir, en la opinión pública a favor de los modelos políticos y económi­cos de los Estados Unidos y el American way oflife (Larson 2002:23).

El nexo entre el colonialismo externo (o imperialismo) y colonialismo interno se evidencia en la total concordancia de la propuesta educativa de Ernst Maes con el punto de vista del Ministro de Educación de Peñaranda, Vicente Donoso Torres. Ambos formulan por primera vez el ideologema del mestizaje como una forma deseable y posible de supresión del indio y universalización de la «cultura occidental». En palabras de Donoso Torres, «lo que necesitamos hacer es incorporar los elementos de la civilización universal a la vida del Indio, para beneficiarlo en su propio medio.. .porque el producto final del Indio Boliviano tiene que ser el mestizaje»(Donoso 1946, cit. en Larson 2002: 18, énfasis de la autora).

La provisión de libros de texto y además, la suplementación de las escuelas con DDT, jabón y detergentes industriales tan en boga en los hogares norteamericanos, conforman un espectro de influjos ideológicos y coacciones prácticas, que debió impactar profundamente sobre las conductas y autopercepciones de las familias aymara y quechua hablantes que fueron expuestas a la pedagogía colo­nial de la escuela reformada. Sin embargo, no sabemos cuán eficaces resultarían estas medidas en un contexto de imparable convulsión ruralindígena y urbana: la formación de sindicatos clandestinos desde 1936, las huelgas de brazos caídos y congresos indígenas de principios de los años 40, el Congreso Nacional Indígenal de 1945, la rebelión general de 1947, la guerra civil del 49, las elecciones del 51 y finalmente la insurrección de abril de 1952. Lo cierto es que un programa tan ambicioso y profundo de transformación del indio en campesino sólo podría plasmarse a plenitud después de la Revolución.

Paradójicamente, o quizás lógicamente, el MNR tuvo que encubrir con un discurso rupturista radical, lo que era en realidad una abierta continuidad de las prácticas civilizatorias de la oligarquía. Uno de los esfuerzos más notables por articular esta versión rupturista como historia oficial de la nación es precisa­mente el Álbum de la Revolución (1954), que analizaremos más adelante. Los manuales para maestros, los libros de texto y otros medios de propaganda junto a los recursos y todo el aparato burocrático del SCIDE pasaron a manos de los ideólogos de la Revolución Nacional y engarzaron perfectamente con su retórica clasista y campesinista, que se ve tanto en el Álbum como en los curricula de las escuelas castellanizantes y represivas que se universalizaron con la Reforma Educativa de 1955. En esas escuelas, el énfasis en las «labores domésticas» y en la preparación de las mujeres como amas de casa modernas, consumidoras y reproductoras revela el núcleo patriarcal de todo el programa educativo, que ya estaba presente en las escuelas del SCIDE8. Lejos de una ruptura, la ley de Reforma Educativa de 1955 marcó una perfecta continuidad intelectual y material con la reforma emprendida por el estado oligárquico en los años 1940, en el contexto de la Guerra Fría y la intervención del Departamento de Estado de los Estados Unidos en los asuntos culturales y políticos internos.

Esta continuidad de la política educativa oligárquica se traduce en la extensión y difusión del idologema del mestizaje y en la occidentalización forzada de los hábitos corporales del estudiantado indígena. La idea de que el mestizaje era un proceso de «universalización» de la identidad boliviana, pero sobre todo el mito de que el único camino a esa condición era la occidentalización forzada de la población, repercu­tió intensamente en las autopercepciones de los actores populares y en la transformación de la opinión pública letrada. Sin embargo, en los hechos, la ciudadanización mestiza de los indios se hizo realidad por caminos distintos a los que vislumbraron los Maes y Donoso: el camino seguido por la población indíge­na andina, después de 1952, no fue la tecnificación y modernización del agro, sino un imparable flujo migratorio ruralurbano. La eficacia del sindicato y de la escuela en erradicar a las autoridades étnicas, descalificar las prácticas tradicionales de ritualidad y las formas comunales de organización del trabajo, acabaron promoviendo el abandono de la agricultura y el inicio de un periplo migratorio de larga distan­cia (incluyendo la migración internacional), que llevaría a la población indígena a diversos destinos urbanos, en pos de la elusiva ciudadanía occidental. Todo ello, en última instancia, resultó contradictorio con los anhelos de los reformadores oligárquicos y sus asesores norteamericanos en los años iniciales de la Guerra Fría, que buscaban más bien fijar al indio en su hábitat rural y convertirlo en eficiente produc­tor mercantil de alimentos baratos para las ciudades. Pero lo más durable de la reforma oligárquica fue el influjo de la visión higienista norteamericana, como práctica simbólica colonial, que atravesaba el ámbi­to privado e invadía los cuerpos y los hogares de los colonizados, como tan bien lo ha analizado Brooke Larson. La «higienización» del indio continuó siendo una práctica cotidiana en las escuelas y fue tam­bién asumida por el Estado del 52 como relación simbólica con la sociedad dominada, aún en ámbitos públicos y estatales. Liber Forti me contó que el «máximo dirigente del campesinado» (Secretario Ejecu­tivo de la CNTCB), el oligarca cruceño Ñuflo Chávez Ortiz, hacía rociar a los indios dirigentes sindica­les como él con DDT, antes de sentarse con ellos en los grandes cónclaves del sindicalismo paraestatal, donde se definían las tomas de haciendas y la aplicación de la reforma agraria El trabajo de Brooke Larson nos ha mostrado cuán clave fue esa sustancia junto con el jabón y otros artículos de higiene para ejercer sobre los indios una opresión cultural infame, penetrando los cuerpos, los hogares y las familias indígenas, con sus modelos de «buena» vida burguesa.

La reinvención de la historia

Como marco ideológico general de todas estas prácticas, resulta clave analizar el trabajo imaginario y pedagógico de la intelligentsia movimientista en el campo de la historiografía, es decir, cómo surge y se plasma una «historia oficial» de la revolución. Días después de! segundo aniversario de la insurrec­ción, el Estado asume la tarea revisionista de la historia a través del decreto del 27 de abril de 19549, por el cual se crea una Comisión de Historia del Pueblo Boliviano o Comisión Histórica Nacional, para «reconstruir la verdadera historia de Bolivia», supuestamente falsificada o adulterada por la historiografía oligárquica, «de acuerdo a los intereses de las clases que dominaron a Bolivia hasta el 9 de abril de 1952» (en Valois, 1965; énfasis mío). Esta relectura se haría revisando las fuentes (primarias) documentales existentes en archivos estatales, municipales o privados, así como la «tradición» (¿oral?) para reconstruir íntegramente la evolución histórica del país, reencauzando la interpretación negativa que de ella hicieron los historiadores del pasado10 hacia «las expresiones positivas de Bolivia»

En la parte resolutiva, el decreto enuncia de antemano cuál iba a ser el resultado de la tarea herme­néutica de la Comisión: «Compulsar la documentación completa de las luchas del pueblo boliviano por su emancipación política y económica y particularmente de la que culminó con la Revolución del 9 de abril de 1952». Es decir, antes de proceder a «investigar» y consultar Fuentes primarias, ya el Estado había reinterpretado el sentido de la historia: una trayectoria lineal de «luchas» que culmina con la propia revolución.

El decreto, firmado por Federico Álvarez Plata, Ministro de Educación del primer gobierno de Paz Estenssoro, finaliza proponiendo la asignación de partidas presupuestarias y ordenando el acceso ilimita­do a repositorios nacionales, municipales y privados. Anuncia también la publicación periódica de los 'resultados de la labor de investigación de la Comisión Histórica en unos Anales (Valois, 1965). Sospe­chamos que el máximo responsable de la comisión fue José Fellman Velarde, por la tenacidad con la que persigue el programa cultural de la occidentalización y la concepción lineal de la historia en todos sus escritos. Pero, además, sospechamos que estos Anales nunca fueron publicados. Como muchos esfuerzos estatales propiciados por el MNR, los resultados del trabajo de la Comisión de Historia parecieran haber sido objeto de una apropiación individual. En efecto, más de tres lustros después se publica la monumen­tal Historia de Bolivia en tres tomos, de José Fellman Velarde, que abarca cuatro siglos de historia «boliviana» dividida en etapas, culminando con la revolución de abril y las reformas del Estado del 52 (Fellman 1970). Esta interpretación, ya implícita en el Decreto del 27 de abril, delata a Fellman como su autor y muestra la plasmación hegemónica de la historia oficial de Bolivia, una versión «auténtica», «verdadera» (por lo tanto indiscutible) del devenir histórico boliviano desde fines del periodo colonial En la década de los años 70, la Historia de Fellman se distribuyó en todo el sistema educativo boliviano y aunque parecía un homenaje postumo a una «revolución» hacía ya tiempo derrotada y arrodillada, algunas de sus premisas por ejemplo, el análisis clasista de las luchas sociales de Bolivia penetrarían tan hondo en el sentido común de las capas ilustradas de la población, que sólo comenzarán a desmantelarse muy recientemente.

Pero volvamos a los primeros años de la revolución, cuando esta visión hegemónica estaba recién construyéndose. El mismo año de promulgado el decreto de revisión de la historia, la Subsecretaría de Prensa, Informaciones y Cultura del MNR, publica el Álbum de la Revolución, un voluminoso libro tamaño tabloide, «planificado y dirigido por el compañero José Fellman Velarde», que plasma en un poderoso despliegue visual esta «reinvención de la historia» que ya asomaba cabeza en el decreto del 27 de abril. Según testigos, se distribuyeron veinte mil ejemplares de este libro y varias de sus fotografías se convirtieron en iconos de la revolución de abril y de sus principales líderes. Sin duda, todas las bibliote­cas municipales, nacionales y provinciales tendrían un ejemplar del Álbum, al igual que los colegios públicos y privados y las bibliotecas particulares de la elite ilustrada del país y las legaciones extranjeras.

El Album de la Revolución contiene 159 fotografías sin numeración ni referencia de autoría y, en la mayoría de los casos sin fecha ni identificación de los sujetos fotografiados. Un problema adicional que dificulta el tratamiento del libro es que sus páginas no están numeradas: trazan vastas secuencias separa­das en capítulos o partes, intercaladas por páginas de título. La publicación es lujosa, en papel cuché de alto gramaje, tapas duras y debidamente encuadernado. La generosidad de espacio en el despliegue de las fotografías y textos muestra un gran despilfarro que sin duda encareció el costo de su edición. Todo ello revela la urgencia con que se emprendió el esfuerzo estatal mediado por el MNR de elaborar una visión coherente y duradera del proceso histórico que acababan de protagonizar.

Las fotografías se suceden de una en una, o en pares, tríos y hasta despliegues de cinco fotografías por página enmarcadas en pies de foto y los comentarios y contextualizaciones en la página opuesta, cuyo autor organiza los textos (y por lo tanto, las imágenes) de un modo estrictamente cronológico. En la narrativa se injertan también grabados, reproducciones de cuadros al óleo y retratos, además de una fotografía de la portada del periódico santiaguino Ercilla. Finalmente, cuatro documentos se esparcen a lo largo del texto, completando los diversos niveles de una narrativa compleja, que opero como una sintaxis a través del montaje, de la connotación ideológica" introducida por los textos y la selección y ordenamiento cronológico de la historia en partes o capítulos separados. Las connotaciones se introdu­cen también por la yuxtaposición y secuencia de las fotografías como contrapunto entre los personajes colectivos de la lucha social y los individuos de la elite caudillos y líderes que «hacen la historia». La profundidad histórica de la narrativa de Fellman Velarde debe enfrentar, sin embargo, el problema de la contemporaneidad del material fotográfico con el que trabaja. Esto lo resuelve el autor mediante dos recursos de representación: el uso de reproducciones de pinturas al óleo, dibujos y grabados de persona­jes del pasado por ejemplo, los retratos de Murillo, Bolívar, Sucre, Belzu del lado «positivo» y los de Pando y Montes del lado «negativo» y el uso del presente como pasado, es decir, la ilustración de la narrativa histórica de los textos utilizando fotografías contemporáneas que funcionan como metonimias del pasado.

La presentación de la historia del presente (o más bien, del pasado inmediato) se aleja en cambio de esta estrategia metonímica y simbólica, para adoptar un tono realista y documental. Así, el grueso del Album de la Revolución y, sin duda, sus fotografías más furiosas, se concentran en la narración meticulo­sa de una historia reciente desde el coligamiento de Villarroel, el sexenio jalonado de masacres y repre­sión, la guerra civil del49, los hechos de Villa Victoria en 1950, las elecciones generales de 1951 y el proceso insurreccional del 9 al 11 de abril de 1952. A partir de este punto, el Álbum documenta el proceso de reformas estatales que culmina en la firma, el 31 de octubre de 1952, del Decreto de Nacionalización de las Minas, el cual se concibe como la «segunda independencia» (o independencia económica) de Bolivia. Una coda o epílogo culmina el periplo de la historia colectiva en el culto a un sólo personaje Víctor Paz Estenssoro, cuyo retrato en primer plano hereda la carga semántica de las imágenes introductorias del libro: Murillo, Bolívar y Sucre son la trilogía de rostros que giran, desde un ángulo de tres cuartos a la izquierda (derecha pictórica) hasta un ángulo de tres cuartos a la derecha (izquierda pictórica), donde Sucre la independencia ilustrada y reformista del primer liberalismo se reencarna en Víctor Paz Estenssoro, compartiendo la misma pose de tres cuartos de perfil, pero mientras Sucre mira hacia abajo en un gesto paternalista, Paz Estenssoro mira hacia arriba, en un gesto que alude al sentido progresista de la historia y al triunfo de una «visión positiva de Bolivia» (cfr. Decreto del 270454). Esta homología a la par que contraste de posiciones y ángulos del cuerpo permite dotar a la narrativa escatológica de la «segunda independencia» de un cierre simbólico poderoso, que traduce toda una ideología y un programa cultural implícito.

En efecto, la fuerza hegemónica y la naturalización de la imagen de Paz Estenssoro como héroe cultural, se alimentan de una autopercepción mesiánica de los líderes de la revolución. Ellos se sentían portadores de una misión histórica civilizadora, que racionalizarán como «segunda independencia» en vaga alusión al contexto mundial imperialista en el que se desenvuelve Bolivia. Pero una suerte de agen­da oculta es también visible en esta construcción de sí mismos como caudillos de un cambio histórico trascendental: el MNR está cumpliendo la misión de entregar a los indios el paquete completo de la ciudadanía ilustrada y occidental. Aunque tuviera que tolerar, por un tiempo, la incómoda envoltura de una retórica populista y el uso instrumental de la caótica movilización armada de los indios, la dinámica del mercado, la educación fiscal obligatoria y la masificación del «voto campesino», subsumido en las ramificaciones clientelares del sistema político, se encargaría de «domesticar» a las multitudes insurrectas según las disciplinas de una ciudadanía de segunda clase.

Veamos cómo se plasma este programa ideológico en el Album de la Revolución. Un listado de las páginas de título permite precisar cómo funciona la cronología del Album como escatología de la historia 128 Años de Lucha por la Independencia de Bolivia (de 1809 a la Guerra del Chaco); El Despertar (1935­1940); El Movimiento Nacionalista Revolucionario (19411945); Fuero SindicalRetiro Voluntario Crea­ción de FSTMB; el 21 de Julio de 1946; La Guerra de la Segunda Independencia de Bolivia (19461952); La Guerra Civil de 1949; Villa Victoria Heroica (Mayo 18, 1950); Convención de 1951; Las Elecciones Generales de 1951; Mayo 1951 Elecciones Presidenciales; El Mamertazo (16 de Mayo, 1951); Día de la Lealtad (6 de Agosto de 1952). La Nacionalización de las Minas y Víctor Paz Estenssoro.

Dos cosas llaman la atención de este listado de páginas de título la doble mención a las Elecciones de 1951 y la ausencia del 9 de abril de 1952 como página de título. Hay un «precipitado histórico», un flujo imparable de acontecimientos e imágenes desde «el Mamertazo» hasta el 11 de abril que parece impen­sable romper con una página de título. Pero, además, el acto culminante no es la revolución de abril sino la firma del decreto de Nacionalización de las Minas, que se interpreta y se construye como segunda independencia de Bolivia. Veamos ahora cómo se entretejen en esta narrativa escatológica la iconografía con los textos escritos.

Primera parte: 128 Años de Lucha por la Independencia de Bolivia. Se trata de una suerte de prehis­toria que comienza con el retrato a tinta de Pedro Domingo Murillo y el pie de foto «...la tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar» En la página opuesta, «Era el iniciador del movimiento de liberación nacional; fue colgado por ello, hace 127 años». Bolívar y Sucre completan la trilogía de este proceso de «15 años de heroicidad y sacrificio» que hacen de Bolivia una «Nación políticamente libre». Les sigue un grabado de Manuel Isidoro Belzu, en cuya página opuesta hay un texto que analiza la estructura de clases del país «un gran mal había subsistido a la Independencia. En las tierras de los primitivos dueños, repartidas entre los conquistadores, los nietos de éstos mantenían un despótico sistema feudal que hacia esclavos a tres millones de bolivianos. Belzu fue el primero en luchar contra esa injusticia». En la si­. guíente página se introduce la primera fotografía del Álbum: en lo que parece un mercado urbano de alguna ciudad andina, mujeres vendedoras en el suelo, un indio cargando un pesado bulto y otro siguien­do a una niña ilustran el periodo de Mariano Melgarejo «una larga noche negra descendió sobre Bolivia». Con esta foto comienza una serie de 12 fotografías, intercaladas con un documento, dos dibujos a tinta y un grabado, en las que la imagen contemporánea se utiliza como representación metonímica del pasado.

La serie continúa con una imagen de un campamento minero andino «A fines del siglo pasado, la política de olvido de los intereses nacionales facilitó la sutil penetración del imperialismo inglés». Lue­go, la imagen de un campo yermo en las alturas de la cordillera andina, «...y, por primera vez, Bolivia se ve obligada a importar sus alimentos». Finalmente otro campamento minero: «La alianza de la gran minería y del feudalismo apoyada en el imperialismo británico, hacen de Bolivia, durante treinta años, un gran campamento minero, y de los bolivianos, esclavos baratos y resignados». La siguiente fotografía es

 

una notable alegoría del «progreso» liberal en el escenario del altiplano boliviano y es quizás la primera imagen donde la foto habla por sí sola en lugar de ilustrar al texto (ver Ilustración 1). En la parte superior, página opuesta, en directa referencia a la imagen del ferrocarril que va hacia la derecha pictórica (iz­quierda del observador), se lee: «Se construyen ferrocarriles que son sólo caminos por donde fugan las riquezas bolivianas...». Y en la parte inferior, comentando la figura de una mujer de luto que camina en sentido contrario «...mientras, al «Indio» le queda solamente el camino de la angustia, de dolor y de miseria»

La estrategia narrativa de las últimas seis fotos de la serie consiste en presentar, de par en par, las oposiciones culturales y de clase subyacentes a la Bolivia dominada por el «imperialismo yanqui» de los años veinte: «lujosos palacetes» frente a «chozas miserables», «ciudades de opulencia artificial» como «fuentes del dominio imperialista», frente a «aldeas misérrimas aprisionadas por la inmensidad desola­da» y la «degeneración y ruina de la clase explotadora» frente a la «recia contextura de una raza forjada en la lucha por la vida» (el subrayado es mío). Aquí la narrativa pareciera orientada por un guión de fotografía documental que seguramente permitió al fotógrafo (¿el propio Fellman?) buscar las locacio­nes y encuadres para plasmar las ideas oposicionales del texto. En esta sección aparecen las únicas menciones al «indio» ya la «raza» de todo el libro, que en los más de 200 textos y pies de foto restantes, adoptará meticulosamente un lenguaje campesinista. En efecto, estas nociones aparecen entrecomilladas e injertadas como de contrabando en un lenguaje clasista. El «indio» de la Foto 1 es en realidad una india o chola de Oruro o del altiplano paceño, vestida enteramente de negro, que camina cuesta arriba, hacia donde pasa el tren. La «raza» alude a las dos fotos intermedias de la serie (ver Ilustración 2), que repre­sentan el clásico encuadre (primer plano abierto) y la pose convencional que se había puesto en boga para retratar «indios».

Pero mientras en la fotografía de paisajes arquitectónicos es la imagen la que ilustra las oposiciones, en las «fotos de indios» las imágenes muestran un polo, mientras que el texto connota el otro polo de la oposición. En las fotos no está representada la «clase explotadora», pero el texto habla de su «degenera­ción». Hasta entonces, la noción de «degeneración» se había asociado a la de raza y se usaba desde las versiones socialdarwinistas de fines del siglo XIX, para describir el estado cultural de los indígenas de los Andes Pero aquí se desvía el sentido del término hacia la clase explotadora, mientras se exalta la «recia contextura» de la raza indígena, poniendo el equilibrio binario en la capacidad de ésta para emblematizar el trabajo y el progreso. El chapaco tocando erke en la parte superior y el indio Altiplánico en actitud de grito en la parte inferior, son la recia contextura de esa «raza forjada en la lucha por la vida y un porvenir mejor».

Estas fotografías pertenecen a una tradición iconográfica de personajes «indios» o «folklóricos» que se remonta a las caries de visite coloniales analizadas por Deborah Poole en los casos del sur del Perú y Bolivia. En «el lenguaje de los tipos», según la autora, está el «origen del discurso moderno de raza» (Poole, 2000:09), que surge de los estudios tipológicos de paisajes y personajes del último periodo colo­nial realizados por viajeros como Alexander von Humboldt. En 1903, «las caries de visite también fue­ron usadas por el antropólogo físico francés Arthur Chervin para estudiar la «fisiología racial» de los indios, cholos y mestizos bolivianos» (Ibid, p. 166). El tipo de encuadre y pose de los personajes indígenas que reproduce Fellman en esta sección del Álbum es representativo de cientos de fotos en repositorios privados y álbumes publicados de «tipos indígenas» bolivianos que circularon ampliamente entre las elites letradas de las ciudades». Los dos tipos étnico culturales, el chapaco tarijeño y el indio del Altipla­no, muestran la pluralidad de «raíces» (distintas y distantes) de la nación boliviana, equivalentes aunque diferenciadas. Pero el texto las formula inequívocamente como una sola raza, cuya común historia ha sido la de forjarse «en la lucha por la vida y un porvenir mejor». Esta inscripción de la raza como clase en la prehistoria de Bolivia, permitirá narrar su incorporación subordinada (conceptual y visualmente), cuando comience la Historia de Bolivia, que se anuncia metafóricamente como El Despertar.

La cronología de esta segunda parte omite cualquier mención gráfica al hecho quizás más marcadamente presente en la memoria visual de la población boliviana: la guerra del Chaco11. La guerra está representada en el Álbum sólo por un documento comentado: el Tratado de Paz, Amistad y Límites entre Bolivia y Paraguay. Un facsímil casi ilegible, con membrete de la Presidencia de la República y un escueto comentario al pie: «Y se produce el desastre». En la página opuesta «Los intereses del imperia­lismo yanqui, en disputa con los intereses británicos que utilizan al Paraguay como su iastrumento, llevan a Bolivia a la guerra del Chaco, la guerra del Petróleo». Omitida toda referencia visual a la guerra, la sección se abre con una nueva serie de retratos posados un retrato en plano medio del Presidente Busch con traje militar e insignias de mando, y un plano entero conjunto que muestra a Busch sentado y rodeado de sus colaboradores. El pie de foto destaca dos nombres: Víctor Paz Estenssoro y Walter Guevara Arce. En la página opuesta: «Junto a Busch aparecen ya los hombres que van a encausar (sic) y conducir al pueblo a su liberación económica. Con ellos, Busch promulga el Código del Trabajo y estatiza el Banco Central». La siguiente foto muestra, por segunda vez, a una mujer. Es una foto de espaldas de una joven mestiza depositando flores frente al monumento a Busch en el Cementerio General de La Paz. La alusión fálica de la columna trunca que se erige como monumento a Busch es evidente, pero llama la atención sobre todo la fuerza icónica de esta mujer como hembra boliviana en actitud de culto a los muertos (recuérdese la imagen de la chola de luto caminando hacia el ferrocarril). El luto o el reclamo por los familiares o los muertos será quizás la única forma de ingreso de las mujeres en esta historia visual de la revolución.

La siguiente sección del Álbum cuenta la historia del Movimiento Nacionalista Revolucionario, desde la casa en la cual se fundó, el retrato de los primeros militantes, la imagen de los masacrados de Catavi de 1942 (donde, nuevamente, aparecen mujeres de luto) los parlamentarios del 42, el golpe de

Villarroel (con la clásica fotografía de los golpistas en los balcones del Palacio Quemado) y la reproduc­ción de una pintura al óleo del presidente mártir: «No soy enemigo de los ricos, pero soy más amigo de los pobres» El ciclo se cierra con dos fotografías que despliegan la marcha ordenada de multitudes: en la primera, gente a pie y en bicicletas desfila por la plaza principal de Cochabamba, en la segunda una multitud de hombres de temo y corbata, con sombreros de la época, llena el cuadro, portando grandes carteles del MNR. Esta es la primera «entrada» de las multitudes en la historia que cuenta el Álbum. La sección siguiente se presenta con una página que destaca las tres medidas principales del gobierno de Villarroel (y del MNR): Fuero Sindical, Retiro Voluntario y Creación de la FSTMB. Le siguen dos fotos, la primera de Villarroel en la inauguración del Primer Gran Congreso lndigenal, flanqueado por su gabi­nete, donde destaca Victor Paz Estenssoro (Marzo de 1945, sic), y una foto, probablemente tomada durante el mismo evento, donde se muestra a Paz Estenssoro y a otros dirigentes civiles y militares del regimen, dando la mano a varias mujeres indígenas, que están casi de rodillas y se han quitado sus sombreros, dan la espalda a la cámara y por sus q 'ipis multicolores puede verse su diverso origen geográ­fico. No se muestra a ninguno de los delegados indígenas al Congreso.

La siguiente fotografía alude a la memoria visual inmediata del lector del Álbum y queda pendiente la tarea de identificación de los personajes y la fecha, que el autor no se molesta en aclarar. Esto delata el fin inmediatista del Álbum que, lejos que saberse portador de una visión para la «posteridad», remodela la historia inmediatamente pasada para lograr el conformismo del presente con las estructuras de poder nacidas de la revolución. El fin inmediato que se persigue es dotar de legitimidad a un proceso histórico que encumbra al MNR y a Víctor Paz Estenssoro en el poder. La foto representa a «Dos generales, un comunista, un gran demócrata y un republicano. En el fondo un sector de la población, bien vestida, satisfechos (sic)». La imagen muestra a mujeres y niñas en el segundo plano ensombrecido del público de un procenio oficial. En la siguiente foto, hombres y mujeres de clase media, vestidas con sombreros y abrigos de la época, se congregan en las calles «Sofocada la intentiva (sic, se refiere a la asonada del 13 de junio de 1946), grupos de mujeres recorren las calles de La Paz, fomentando el descontento. Los maestros se declaran en huelga con el pretexto de un aumento del 100% de sus haberes».

La siguiente serie está dedicada al sangriento golpe y asesinato del presidente Villarroel, donde los protagonistas principales pasan a ser las, multitudes urbanas (totalmente masculinas) en acción. La serie relata paso a paso, víctima a víctima, el colgamiento de Villarroel y sus colaboradores en las calles de La Paz, precedida por una página de título: El 21 de Julio de 1946, a la que sigue una reproducción del documento por el cual la plana mayor del MNR abandona el gobierno, denunciando presiones de la oligarquía. Tal parece que el MNR busca «lavarse las manos» de ese interregno violento que permitió a la oligarquía recuperar el poder.

Llegamos finalmente al meollo de la narrativa del Album, bajo el título La Guerra de la Segunda Independencia de Bolivia, 19461952, subdividido a su vez en varias partes que siguen un estricto orden cronológico. Esta vez, las oposiciones trabajan la figura personalizada de los representantes políticos de la «rosca» u oligarquía, en contrapunto con figuras de los líderes rebeldes en situaciones que muestran la grave represión que sufre la población; un Adrián Barrenechea herido y tras los barrotes, los líderes revolucionarios que se reúnen en el exilio, el exilio de Fellman Velarde y Juan Lechín en la isla de Chiloé (periódico Ercilla). Bajo el título La Guerra Civil del 49, se prosigue con la natación de sucesivos episodios represivos, identificando a algunos caudillos y líderes de la revuelta: Ñuflo Chávez Ortiz,

Augusto Cuadros Sánchez y varios oficiales del ejército que apoyaron la insurrección. En Villa Victoria Heroica, en cambio, se omite toda mención a figuras individuales: es el combatiente anónimo, el obrero de base el que protagoniza esta breve serie. Los frutos los recoge nuevamente la elite movimientista. En La Convención de 1951, se muestra la directiva clandestina, compuesta por Aurelio Saucedo, Federico Álvarez Plata, Alvaro Pérez del Castillo, José Fellman Velarde, Luis Sandoval Morón y Walter Guevara Arce y, en las Elecciones de 1951, se relata el apresamiento de los dirigentes del MNR y la huelga de hambre de familiares de los detenidos. Le sigue una foto de Víctor Paz Estenssoro cuando se le niega la visa de ingreso a Bolivia, y otra de una manifestación multitudinaria, protestando por este hecho, frente a la sede del Partido. La nueva sección se abre con una página de titulo reiterativa Mayo 1951 Elecciones Presidenciales, y consiste en cinco fotografías de multitudes populares en las calles Multitudes cien por ciento masculinas, anónimas, que festejan sonrientes el triunfo electoral del MNR haciendo la V de la victoria.

Entramos, finalmente, a la sección más voluminosa del Álbum (51 fotografías) «El Mamertazo (16 de mayo de 1951)», que sintetiza los hechos hasta abril del siguiente año. La serie se inicia con dos fotos de la Junta Militar de Gobierno y un texto que resume la situación «Cerca de un año el pueblo sufre y se prepara. El 9 de abril se anuncia una Junta de Gobierno compuesta por Hernán Siles Zuazo, el general Antonio Seleme por las fuerzas de Carabineros y el general Humberto Torres Ortiz por el Ejército. Es el principio de la Revolución». Tras la traición de Torres Ortiz y el apronte del ejército en contra de los rebeldes, se ilustró el hecho insurreccional en las calles de La Paz entre el 9 y 11 de abril. Once fotogra­fías muestran distintas facetas de la organización de la insurrección con planos generales de multitudes armadas, marchando a pie o en camiones y dispuestas al combate. Son multitudes sin nombre, humanida­des masifícadas que no se identifican, ni por sus nombres, afiliaciones o liderazgos, ni siquiera por el lugar donde ocurren los enfrentamientos o las fotografías, (ver ilustración 3)

Tan sólo en una foto aparece mencionado Juan Lechín, el dirigente minero, al mando de un grupo evidentemente obrero de combatientes armados. Luego se muestra una foto alegórica de la derrota mili­tar, con una bota de caballería botada en medio del empedrado, y otras dos imágenes que muestran el traslado de heridos y la búsqueda de familiares (nuevamente, angustiadas mujeres en busca de los suyos). La serie culmina con dos fotografías: un grupo de combatientes en torno a un estandarte con la bandera boliviana y el ingreso al Palacio de Gobierno del Comité Revolucionario Según el pie de foto, encabeza a este Comité el militante Mario Sanjinés Uriarte. La revolución ha triunfado: «Al ingresar al palacio, los revolucionarios dan glorias a Villarroel. Es el justo homenaje a quien había dado su vida por la indepen­dencia económica de Bolivia». El periodo revolucionario se inaugura, literalmente, con una fotografía. Quizás la imagen más conocida de la revolución de abril, este plano medio conjunto (ver Ilustración 4) muestra al presidente provisional, Hernán Siles Zuazo, firmando «Los primeros Decretos Supremos emanados de la soberana voluntad del pueblo liberado de sus cadenas».

Agachado humildemente, en actitud de trabajo sobre sus papeles e indiferente a la cámara, el Presi­dente, de impecable temo, corbata y peinado a la gomina, se ve custodiado por un miliciano de cara india, enfundado en una chamarra oscura, que eleva su Mauser y mira con gesto desconfiado al fotógrafo. La imagen connota la «voluntad del pueblo», en la figura de este miliciano, que está por encima y a la vez protege al caudillo. Este, por su parte, parece sometido a esa voluntad, entregado a esa protección. ¿Ex­traordinaria intuición «escénica» de los posantes? ¿construcción deliberada de sentidos por el fotógrafo?

¿Plasmación de una momentánea inversión de jerarquías corporales? Lo cierto es que esta foto expresa una metáfora de la participación popular en la revolución: el pueblo entrega a ciegas su victoria a la elite letrada del partido y le confía su destino, a cambio de un lugar eminentemente simbólico al lado de los elegidos.

La siguiente secuencia introduce un despliegue masivo de multitudes trabajadoras, invariablemente masculinas. La llegada del «Jefe» se injerta en medio de esa densa marejada humana. El número y la reiteración de encuadres (mayormente planos picados) crean un crescendo de intensidad dramática que culmina en un plano medio contrapicado de Víctor Paz Estenssoro, que se dirige a la multitud desde el balcón del Palacio de Gobierno. Parece la culminación de toda la historia, el fin de un largo camino y justamente allí, en medio de ese climax, es que se produce «el amarre metonímico» entre la meta final del proceso histórico boliviano y la «pertenencia de Bolivia al mundo occidental» (y cristiano) (ver Ilustra­ción 5)

El nuevo presidente, legitimado por el triunfo electoral del 51 y la insurrección popular de abril, se representa en segundo plano, detrás de la cruz católica, con el texto «Por mi Dios, por mi Patria y por la memoria de los caídos en la lucha, juro servir a la Revolución Nacional mientras me quede el aliento» (ver ilustración 5). Esta «voz en off» encierra el legado insurreccional del cual se apropia el «Jefe»: mil doscientos caídos, miles de heridos e inválidos. Toda la masa anónima del pueblo de Bolivia, que luchó durante décadas contra las oligarquías y los ejércitos, todos los combatientes que organizaron y consu­maron el hecho insurreccional, desaparecen así, subsumidos en la imagen mesiánica del caudillo: TODO EL PUEBLO LO ACLAMA.

Se suceden imágenes abigarradas, de a cinco por página, que muestran el paroxismo de la multitud (ver Ilustración 6) Son las masivas y reiteradas concentraciones populares que Zavaleta bautizó como «la fiesta de la plebe». Una fiesta de hombres anónimos, sin rostro, multiplicados en filas de decenas y cientos de «iguales», a quienes Fellman Velarde no vacila en caracterizar en términos clasistas «obreros, campesinos y gente de la clase media». La apoteosis de la multitud prosigue con la réplica de todas las concentraciones en centros urbanos y mineros de la República (Potosí, Tarija, Colquiri, Corocoro, Pulacayo, Llallagua, Machacamarca, Uyuni, Uncía y Trinidad), geografía alegórica que se cierra con dos imágenes construidas, seguramente diseñadas y pensadas exprofeso para el Álbum por su autor, que muestran a un indio potosino y a un selvático semidesnudo posando simétricamente, en plano entero, ambos haciendo la V de la victoria con la mano derecha (ver Ilustración 7), con el comentario «La revolución ha llegado a todos los bolivianos».

Es la culminación del proceso de «nacionalización» de la historia, la supresión de indios y mujeres en tanto sujetos de la misma; es la entronización del varón mestizo, occidentalizado y masifícado, como epítome del nuevo ciudadano homogéneo que creará la revolución. El indio se convierte, de ser una raza de «recia contextura forjada en la lucha por la vida y un porvenir mejor», en el «pueblo boliviano», liberado por la revolución, convertido en adorno de una nueva cultura hegemónica, de la cual son emble­ma esos salvajes «incorporados» haciendo la V de la victoria, retórica de sumisión a la figura del patriar­ca occidental y cristiano, el caudillo Víctor Paz Estenssoro, que así se convierte en el héroe cultural, en el «civilizador» de la revolución. Le sigue una serie titulada Día de la Lealtad (22 fotografías), que traza dos y hasta tres conmemoraciones subsumidas en una: el 16 de mayo de 1952 (conmemoración de la muerte del estudiante Ovidio Barbery en Santa Cruz), el 21 de julio (conmemoración del colgamiento de

 

  

Villarroel), donde aparece por primera vez un nuevo personaje el «ejército del Pueblo»12, junto a las viudas de Villarroel, Ballivián y Uria (nuevamente, las mujeres de luto que consagra la revolución), y el 2 de agosto (día del Campesino), donde el «Jefe» reafirma el compromiso de realizar la Reforma Agraria (lo que se cumplirá, efectivamente, al año siguiente). Aquí hay una serie de fotografías de dirigentes y bases indígenas sin nombre, pero cuya identidad es posible reconstruir por otras fuentes. Está, por ejem­plo, Antonio Álvarez Mamani, al lado de Paz Estenssoro y otro dirigente indígena que no hemos podido identificar. Esta fotografía se reproduce en versión de la prensa, en el testimonio de Álvarez Mamani (Ranaboldo, 1987: 199). Pero en el Álbum no se menciona su nombre, ni el de los dirigentes indígenas del congreso de 1945, ni el de los deportados indígenas del sexenio. Ninguna figura indígena de la historia nacional figura con nombre propio en el Álbum de la Revolución.

La sección siguiente hace de enlace y de prólogo al momento culminante de la historia, la Naciona­lización de las Minas. Titula 6 de Agosto de 1952 y consta de 5 fotografías que ilustran a la perfección el proceso «nacionalitario» de indios y mujeres que caracteriza la narrativa del Álbum. Las dos primeras (ver Ilustración 8) rezan: «El Jefe encabeza el desfile» y «El pueblo le testimonia su hondo afecto». En la tercera, se muestra a una multitud encaramada en un edificio en construcción, que observa a un conjunto desordenado de pasantes en primer plano (entre ellos una chola). La serie se cierra con dos fotografías (ver Ilustración 9) del presidente Víctor Paz Estenssoro, bailando con dos «cholas» anónimas en el Palacio de Gobierno.

(Ilustraciones 8 y 9 aproximadamente aqui)

Los pies de foto son sugerentes de la función legitimadora que en adelante tendría este gesto performativo de invitar a las cholas a bailar en los espacios públicos del poder y del Estado: «Por la noche, en el Palacio de Gobierno, se celebra un gran baile popular» y «Antes sólo la aristocracia tenía entrada a sus salones». Pero esta figura populista sería tan sólo una apariencia. Sobre esos mismos episodios, Nieves Munguía, del Sindicato de Floristas, recuerda:

Nosotras mismas hemos inventado para hacer mejor los ramos. Para qué decir, la Cata (se refiere a Catalina Mendoza, dirigente de la FOF) ha inventado los ramos al trabajar. Ella tenía sus con­tratos en el palacio, en la alcaldía, en todos los hoteles atendíamos. En el palacio había unas canastas especiales, ahí había que ir a arreglar con la Cata. Cuando ha entrado Paz Estenssoro, dos veces ha hecho fiesta en los carnavales: baile popular había, baile de la alta aristocracia también (testimonio de Nieves Munguía, en Zulema Lehm y Silvia Rivera, Los Artesanos Libertarios y la Ética del Trabajo. La Paz, Editorial del THOA, 1988, p. 167).

La duplicidad de las prácticas populistas de la revolución, con el lenguaje racional y escatológico de la «independencia económica» de Bolivia, al mando de una capa de dirigentes ilustrados y «decentes»,

una «alta aristocracia» que abre las puertas del palacio a la multitud chola, emblematiza así la subsunción ornamental y culturalista de indios y cholas en el imaginario de la «nación boliviana» que construye el Álbum.

El Álbum de la Revolución se cierra con una serie cronológica de fotografías que detalla el proceso de firma del decreto de Nacionalización de las Mina, el 31 de octubre de 1952. En una atmósfera de solem­nidad y dando muestras de un culto fetichista por los papeles, los líderes revolucionarios reciben los «cinco volúmenes» del estudio de fundamentación para la medida (dos fotos). Se muestra luego el texto del decreto, la firma que estampan sobre él el Presidente Paz Estenssoro y el Ministro de Minas, Lechín Oquendo, una foto del decreto firmado y otra de la misa de acción de gracias oficiada ese día, con el Obispo en primer plano, de espaldas, frente a una multitud civilmilitar. En la siguiente página, dos fotos casi idénticas de esta misma multitud, pero en plano frontal, con el pie de foto: «Los obreros y el Ejército del pueblo asisten al acto». La página siguiente despliega cinco fotos, dispuestas piramidalmente, donde se muestran rostros de anónimos mineros con guardatojos y las mejillas abultadas por sus jachus de coca (ver Ilustración 10).

En la cúspide, «el Jefe, haciendo la V de la victoria frente a la multitud». Debajo de él, los represen­tantes individualizados de una masa anónima: rostros orgullosos, cansados, incrédulos o contentos. En actitud protectora, el Jefe parece acceder a las demandas y esperanzas de la plebe, a bendecirlos con su mano derecha victoriosa. Es la inversión exacta de la primera foto de Siles en el Palacio Quemado, pero el montaje en cascada es aún más elocuente sobre las intenciones del narrador, que convierte al caudillo letrado que ocupa el ápice de la pirámide en el modelo cultural (inalcanzable) de esa plebe sucia y deteriorada por el esfuerzo laboral. Todo esto ratifica, paradigmáticamente, la idea de que nadie más que la gente con temo y con dominio de la palabra y la escritura podrán conducir a las clases oprimidas del país a su liberación.

La penúltima de la serie es un plano conjunto de los intelectuales y políticos Vicente Lombardo Toledano, Miguel Angel Asturias, Raúl Ampuero y Rodolfo Puigross, que se muestran como represen­tantes «de los pueblos del continente» y lucen igualmente terno y corbata. La última foto vuelve a usar una connotación metafórica para plasmar la idea del texto. Vemos una multitud de mineros, militares y «clases medias», multitud abigarrada y mayormente masculina, de espaldas a la cámara, que parece en actitud de movimiento «y el pueblo de Bolivia reemprende su marcha en un nuevo camino», es el comen­tario que cierra la serie.

Llegamos así al epílogo del Álbum, que se abre con un primer plano de Víctor Paz Estenssoro, mirando hacia arriba y a la derecha del observador (izquierda pictórica), vestido con un impecable terno oscuro a rayas, camisa blanca y corbata. Es el «hacedor de la historia», el caudillo cuya vida se debe entender como un destino. Se muestran entonces la fachada de la casa «del conductor y guía de la Revolución Nacional Boliviana», un ángulo del dormitorio donde estuvo su cuna y, en un último, elo­cuente despliegue metafórico, vemos a Víctor Paz Estenssoro seguido por un militar anónimo de blanco, caminando por un bosque de eucaliptos y pinos en su ciudad natal. El texto final teje una interpretación mesiánica de la «voluntad de ser» que encarna en la revolución como obra de un hombre «Víctor Paz Estenssoro, con íntima satisfacción, contempla y revisa la tarea. Un solar árido, que bajo su orientación y planificación, hoy es un bello bosque en su ciudad natal. Cuando emprendiera esta obra de arborizar el campo arenoso, provocó la duda en los incrédulos. Hoy la realidad le otorga razón. Igualmente, cuando fundó el Movimiento Nacionalista Revolucionario, lo consideraron iluso. Hoy, la realidad confirma de que, también en esto, estuvo en lo cierto».

Al atar la voluntad con la verdad, el poder con la razón, el ingreso de Bolivia al «concierto de naciones modernas,» y a la humanidad occidental se hace indiscutible. La Nación Boliviana está repre­sentada por esas dos cabezas: «el «militar del pueblo» y el estadista civil. Recientemente reconstruido, el ejército del 52 ya aparece como garante de la condición nacional de las transformaciones que se llevan a cabo: modernización de la economía, ampliación del mercado interno, hipoteca de los recursos naturales y creciente influencia ideológica y cultural del occidente cristiano imperialista sobre el alma de la pobla­ción boliviana. El epílogo del Álbum resultó premonitorio. En efecto, la asociación autoritaria del Nacio­nalismo Revolucionario con el núcleo represivo del Estado se plasmará en la candidatura Paz Estenssoro Barrientos para las elecciones de 1964 y en el golpe del 4 de noviembre de ese año, que pone en escena la abierta intromisión de los Estados Unidos en los asuntos económicos y políticos internos del país. ¿Qué pasó con la «segunda independencia de Bolivia»? ¿En qué quedó la Nacionalización de las Minas? ¿Dónde fue a parar la denuncia de la conversión de Bolivia en país importador de alimentos? Tomando los mismos ejes diseñados en el Álbum de la Revolución como expresión de los asuntos de soberanía implicados en la noción de independencia económica, o segunda independencia de Bolivia, veremos por último una obra más tardía de José Fellman Velarde, el Memorándum sobre Política Exterior Boliviana (1963/1967), que nos permitirá profundizar sobre el tema de las contradicciones culturales y políticas inherentes al discurso movimientista, y mostrar evidencias adicionales de este nexo tan tenaz entre colo­nialismo interno e imperialismo.

Réquiem para un nacionalismo

El meollo de la problemática es la «pertenencia de Bolivia al mundo occidental», imagen hegemónica que ya había sido construida a lo largo del poderoso despliegue visual del Álbum de la Revolución y que ahora su autor explícita y teoriza, pero en calidad de Canciller de la República, para dar sustento a la política internacional del país. El Memorándum sobre Política Exterior Boliviana es una obra adusta y aburrida, que nos muestra un conocimiento detallado de los conflictos internacionales y la dinámica económica mundial en la cual se desenvolvió la revolución nacional boliviana entre 1952 y 1962. Pre­senta una serie de análisis de los aspectos demográficos, económicos y sociales del país, a través de cifras y mapas que ilustran los obstáculos y dilemas estructurales que enfrenta Bolivia por su forma de inser­ción en el mundo El Memorándum resume la política internacional del último gobierno de Paz Estenssoro y pone en el tapete las consideraciones de realpolitik que impiden el ejercicio pleno de la soberanía y la «independencia económica», ideal que había sido planteado como meta última de la revolución de 1952 e inicio de la «verdadera» historia de Bolivia. El libro comienza haciendo precisiones sobre sus objetivos y definiendo los conceptos que utiliza para plantear su argumento.El capítulo «Bolivia Su Situación en el Mundo», aplica estos conceptos al objeto concreto de su exposición: Bolivia en los años 60. Los tres criterios que le sirven para ello son su ubicación geográfica (que se define por las relaciones con sus vecinos); su demografía (que se lee culturalmente como una «similitud en el modo de vida») y su «capa­cidad económica y política», que equivale a definir «su estado de desenvolvimiento» en el plano sobre todo económico (Fellman 1967: 19). De acuerdo con estos criterios, Fellman caracteriza al país:

Bolivia es un país mediterráneo situado en el corazón de la América del Sud, está rodeado por otros cinco países: Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú; es parte, por la similitud en su modo de vida, del mundo occidental, y está, por su estado de desenvolvimiento, dentro del área mundial del subdesarrollo (Ibid, p. 20).

Más adelante, precisa qué entiende por el mundo occidental «aquellos países que, en líneas genera­les, se han adherido al régimen de la propiedad privada y profesan el sistema de la democracia repre­sentativa» (Ibid, p. 22). Este mundo no congrega entidades homogéneas e iguales, pues está estructurado en jerarquías y relaciones de fuerza: «En la cúspide se hallan los Estados Unidos», como se demuestra por su localización, su potencial demográfico y su nivel de desarrollo económico. Pero este mundo se define también por su opuesto: el surgimiento de otro bloque, liderizado por la Unión Soviética, de los países «a los que se ha dado en llamar el mundo de Oriente» (Ibid, p. 23). En un primer nivel del análisis, Bolivia es pues, parte del mundo occidental o «libre», en oposición al bloque comunista y su área de influencia «oriental» en Asia y África. El análisis de Fellman se dirige entonces a ver las implicaciones de la inclusión subordinada de Bolivia en el «mundo del subdesarrollo», y dentro del bloque liderizado por los Estados Unidos. Cita casos flagrantes de intervención norteamericana en las decisiones internas de política económica de países vecinos: el caso de la nacionalización de servicios eléctricos en Rio Grande do Sul y las presiones norteamericanas al gobierno del Brasil para revertir la medida, así como la suspensión del fínanciamiento al Perú para imponer al presidente electo, Belaúnde Terry, que renuncie a su promesa electoral de revisar los contratos del Estado con compañías petroleras norteamericanas. Pero la influencia norteamericana no se reduce a estas presiones directas para favorecer los intereses económi­cos de sus empresas «se halla orientada, en lo general (sic), a la promoción de aquellos ideales que distinguen el modo de vida del mundo occidental» (Ibid, p. 25). Si bien este influjo cultural no se problematiza, sí en cambio se denuncia que puede ser usado «en favor y beneficio de intereses particula­res» y este es el caso, precisamente, de Bolivia. El tema de la fundición de antimonio de Oruro analizado detalladamente por Sergio Almaraz en Réquiem para una República funciona paradigmáticamente para mostrar el unilateral poder de los Estados Unidos para bloquear un desarrollo autónomo y soberano de un país subdesarrollado. La presión norteamericana para eliminar la propuesta checoeslovaca e imponer un contrato desfavorable con la American Lead & Co, lleva a Fellman a preguntarse sobre la coherencia entre «lo que se postula y lo que se practica» en materia de liberalismo por parte de los norteamericanos.

En casos como éste, cabe preguntar en qué queda el régimen de la propiedad privada, como postulado, siendo que la libre competencia es parte inseparable de ese régimen (Fellman, 1967: 26).

El autor pasa a considerar la balanza comercial boliviana con los Estados Unidos y el volumen de las inversiones y donaciones de ese país al gobierno, para concluir «la situación de Bolivia dentro del mundo occidental, es de extrema dependencia económica y política respecto de los Estados Unidos» (Ibid, p. 27).

Así, aunque el mundo está dividido en sólo dos bloques, existen también crecientes tensiones entre los países «altamente desarrollados» y «los que están en vías de desarrollarse» (Ibid, pp. 2728), que se han intensificado hasta llegar a una «profunda e inevitable contradicción de intereses» (Ibid, p. 28).

Pone como ejemplo el caso del Consejo Internacional del Estaño y la creación del «buffer stock», que afecta los precios del estaño y la economía de Bolivia, privándole de opciones de sobrevivencia. Los países subdesarrollados se han ido así transformando de economías formalmente independientes, en «...colonias, neocolonias o semicolonias, detentadas o disputadas por los países altamente desarrollados» (Ibid, p. 29). El capitulo concluye con una ambigua proposición de inscribir a Bolivia en «el neutralismo activo o no compromiso», para «no convertirse en la zona de influencia de otro país» y poder «comprar y vender cómo y donde conviene, y a precios fijados únicamente por las leyes de la oferta y la demanda» (Ibid, p. 30). Sin embargo, en el último párrafo, con un tono objetivista, expone las estadísticas de la balanza comercial que impiden tal posibilidad: Bolivia es tan dependiente de los precios de las materias primas y de la importación de maquinaria y bienes de consumo, que importa «incluso el 13.19% de alimentos que requiere para suplir sus déficits de producción» (Ibid, p. 30). Para pagar estos desbalances, el mayor flujo de divisas se dirige a los Estados Unidos.

¿En qué ha quedado entonces la «segunda independencia» de Bolivia? ¿Fue la nacionalización de las minas, como lo muestra el Álbum de la Revolución, el inicio de la existencia soberana de nuestro país en el campo internacional? Los casos de las fundiciones de estaño y antimonio, y el caso del petróleo ejemplificado por el código Davenport, que permitió la transferencia a la Gulf Oil Company del 95% de las divisas generadas por este recurso son contundentes. Pero entre el aceptar que el balance de fuerzas con los Estados Unidos es altamente desfavorable para Bolivia y reputar este hecho como inevitable, se abre una profunda brecha: la distancia entre «lo que se postula y lo que se practica». Más aún, tomando en cuenta que Fellman Velarde es no sólo el autor del Memorándum sino también del Álbum de la Revo­lución, donde no se vaciló en proclamar que la firma del decreto de Nacionalización de las Minas equi­valía a la liberación definitiva de Bolivia de los dictámenes del imperialismo. El pecado original de la revolución de 1952 reside en la contradicción entre su base de legitimación rupturista, basada en el discurso de la independencia económica y el mestizaje, y la continua adscripción de sus elites al mundo occidental, lo que se traduce en la continuidad de una política civilizatoria, absolutamente ciega a la naturaleza no occidental de la mayoría de la población boliviana. Esta ceguera se envuelve, nuevamente, en un lenguaje de clase:

La sociedad boliviana. . . se halla compuesta por una burguesía supranacional integrada por inversionistas que exportan sus productos, que radican en el exterior y que tienden, por ello, a exportar también sus beneficios; por una burguesía nacional formada por capitalistas nativos, que venden sus productos dentro del país, que tienden a reinvertir sus capitales y que, como todo capitalista, obtienen sus beneficios de la contratación de trabajo ajeno; por los obreros, aquellos que venden su fuerza de trabajo y dependen, para subsistir, de lo que obtienen en cambio, y, finalmente, por las clases medias; profesionales, pequeños propietarios, empleados, artesanos, gentes en general, que escapan a las definiciones de burguesía o proletariado (Ibid, p. 63)13

Si en el Álbum de la revolución se había hablado reiteradamente del «campesinado» y se había incluido algunas fotografías de campesinos indígenas de diversas regiones (aunque fueran unos pocos indios emblemáticos y ornamentales), en el Memorándum ellos se hallaban completamente obliterados, omitidos incluso como campesinos, subsumidos en la categoría de «pequeños propietarios», parte a su vez de la categoría de la «clase media». Este desplazamiento del análisis de clase y la doble borradura del indio en tanto «raza» o grupo étnico, y en tanto productor rural campesino, delatan un nivel más atrevido, y a la vez más ciego, en la construcción del discurso de la nación boliviana como parte del mundo occidental. Equivalen a reconocer la impotencia de Bolivia para ejercitar su condición de nación sobera­na, y justifican esta rendición como tributo cultural a la adscripción (unilateral) que la elite movimientista ha profesado hacia «el mundo occidental», en nombre de toda la población boliviana. El nexo entre colonialismo interno y sometimiento al imperialismo se hace evidente. En efecto, la obliteración del indio, y aún del campesino, del texto social de la nación genera una paradoja. En el acápite titulado enigmáticamente «El complejo político y cultural», Fellman Velarde expone y vaticina «una notoria y favorable tendencia de los distintos grupos étnicos que forman la población a integrarse en un solo cuerpo» pero, por otra parte, señala que, «dentro de la llamada opinión pública, subsiste una suerte de sentimiento de inferioridad, nacido tal vez, de los varios contrastes que ha sufrido el país, uno de cuyos mitos es la superioridad de todo lo extranjero, desde los artículos alimenticios hasta la diplomacia, y que es necesario superar» (Ibid, p. 66).

Pero, ¿no es acaso el propio Memorándum un reconocimiento sin fisuras de la hegemonía cultural norteamericana sobre el mundo, especialmente sobre el traspatio sübdesarrollado que es Bolivia? ¿No expresa el propio Fellman un «sentimiento de inferioridad», un «complejo político y cultural» frente al arrasador impulso del desarrollo capitalista de occidente y frente a la hegemonía comercial y política de los Estados Unidos?

Entonces, todos sus lamentos y quejas sobre el dominio imperialista en Bolivia caen en saco roto, se convierten en letanías del autodesprecio, en un reconocimiento disfrazado de realpolitik de la incapacidad de las elites por ejercer una postura soberana, por encarnar efectivamente la promesa de poner en marcha la «segunda independencia» de Bolivia. Un repaso somero de estos lamentos: el «dumping» de estaño realizado por la URSS en 1958 y por los Estados Unidos desde 1962 que provo­caron un rápido descenso de los precios «con grave perjuicio para Bolivia». Este episodio es visto como una agresión a la soberanía del país, pero el relato del Ministro delata la impotencia boliviana en los foros internacionales.

Igualmente, el desvío de las aguas del rio Lauca que motivó la ruptura de las relaciones con Chile en 1962, pone en evidencia la incapacidad boliviana para lograr siquiera la solidaridad de los países vecinos (Ibid, p. 35). Pero además, Bolivia se somete sin pataleos al «imperialismo comercial» de los Estados Unidos e! decreto del 22 de agosto de 1963 obliga a comprar a ese país motorizados, leche, llantas y otros, en detrimento de los intereses del país Ese decreto habría sido promulgado por «la influencia reiteradamente ejercida de los Estados Unidos» (Ibid» p 50) El diagnóstico sobre la soberanía boliviana es lapidario y muestra !a incapacidad del estado del 52 y de la elite movimientista para ejercerla «la libertad de Bolivia para comerciar, no está sólo incidentalmente amenazada sino que, en el hecho, no existe como un absoluto» (Ibid» p 52).

El Memorándum sobre Política Exterior de Bolivia es el réquiem para el nacionalismo del MNR Un nacionalismo que fue proclamado a los cuatro vientos en 1952 y que, en 1954, se plasmó en la «reinvención de la historia» por decreto. La meta de ese mecanismo ideológico fue doble: postular al MNR y a sus caudillos como la cara «racional» y civilizadora de la insurrección de 1952, y echar una cortina de humo para encubrir el carácter fundamentalmente continuista de las políticas culturales del MNR respecto de sus antecesoras oligárquicas. Esta continuidad fue asegurada por los Estados Unidos, como parte de su política de la Guerra Fría. La primera reforma educativa fue montada desde el Servicio Cooperativo Interamericano de Educación y no pudo realizarse plenamente en medio de las turbulencias del periodo prerrevolucionario. Esta propuesta civilizadora y deculturadora se plasmó finalmente en la segunda re­forma educativa de 1955, uno de cuyos pilares fue la reinvención de la historia y la difusión masiva de imágenes que sustentan esta construcción ideológica. José Fellman Velarde, el historiador oficial del MNR, proporcionó un discurso encubridor que permitió a las capas dirigentes del partido en medio de un agudo faccionalismo entregar el país al saqueo imperialista y renunciar a la «segunda independencia de Bolivia», desviando el discurso de la soberanía hacia la «agresión chilena» y el fortalecimiento del ejército, que se convertirá en guardián de las políticas imperialistas, antiobreras y anticampesinas, duran­te la dictadura de Barrientos (19641969).

Conclusiones preliminares

He intentado exponer las contradicciones inherentes al proyecto cultural del MNR a través de sus estrategias de representación de la historia, tomando ejemplos de su propia producción documental. He revisado el decreto del 27 de abril de 1954, por el cual se crea una Comisión de Historia del Pueblo Boliviano, cuya meta es la escritura de una versión única y auténtica de la historia boliviana, para difun­dirla masivamente a través de los centros educativos. Por otra parte, he analizado la narrativa que organi­za el Album de la Revolución (1954) y el Memorándun sobre Política Exterior de Bolivia (1962), produ­cidos por un mismo autor y situados al principio y al final de la gestión estatal movimientista, para ver cómo se articulan las lecturas coloniales de la estructura social de Bolivia, con el reconocimiento de una sumisión sin escapatoria a los dictámenes del Imperio.

En el contexto de la revolución del 52, no hubo solución de continuidad entre estos momentos revisionistas de la historia, y la subordinación pragmática de los funcionarios del MNR a la política de la Guerra Fría y la Alianza para el Progreso. El papel de intelectuales como José Fellman Velarde en la forja de estos instrumentos de reinvención de la historia ha sido puesto en relieve y, a través de él, hemos querido hacer una radiografía de esta elite política, de esos «parientes pobres de la oligarquía» (Zavaleta), apremiados por mostrarse como ejemplos de modernidad y civilidad en este país de indios, y a la vez agobiados por la supremacía yanki que les imponía una ambigua percepción de sí mismos. Esta sumisión ideológica tenía su raíz en el mito de la pertenencia de Bolivia al mundo occidental, que equivalía a negar la condición cultural de más del 60% de la población boliviana. La «borradura» del indio de la historia, junto con la subordinación populista de las mujeres, son las dos caras de la medalla en la implantación de este mito en el sentido común de la población. Son parte de una pedagogía nacionalcolonial impuesta desde la misión Maes y el SCIDE, con su lenguaje de mestizaje y campesinización y con su práctica de invadir los hogares campesinos para imponer un modelo de familia patriarcal que encierra a las mujeres en las labores de higienización y cuidado de la familia. De hecho, es como viudas, deudas, o madres angustiadas que las mujeres hacen su ingreso en el imaginario del Álbum de la Revolución, lo que equivale a negar la historicidad y la presencia pública autónoma de miles de mujeres (desde las floristas y recoveras de la FOL hasta la creciente clase obrera femenina). El Álbum es así una gran metáfora del lugar ornamental y marginal que indios y mujeres ocuparían en el imaginario cuerpo de la nación mes­tiza, robustecido por el ingreso de multitudes homogéneas, masculinas y occidentales en el escenario de la política, a través de las redes capilares del sistema clientelar y del voto universal y los rebaños electo­rales del partido único. Los tres textos cuyo análisis he realizado en este trabajo me han permitido desta­car las profundas ambigüedades de esta ideología occidentalista y patriarcal y de la pedagogía nacional colonial que fue su sustento teórico y práctico. La crítica de ambas construcciones es aún hoy válida para enfrentar la ceguera y la amnesia de la clase política hegemónica en Bolivia (que no vacila en adoptar recetas «plurimulti» del Banco Mundial, a la par que destrozar las bases materiales de subsistencia de las poblaciones trabajadoras indígenas y cholas, con sus políticas de liquidación de los mercados internos de varios productos). El movimiento pendular de reconocimientodesconocimiento de la fuerza insur­gente de las poblaciones indígenas en la historia, es clave para entender cómo es que el MNR acabó de rodillas frente al Imperio del norte, contentándose con unas tibias denuncias y repudios a su papel econó­mico, pero sin medirse en expresiones de admiración a su papel como cúspide y modelo del mundo occidental. Ese fue el pecado original del nacionalismo movimientista, un cambiar para que nada cambie en la política de negación y civilización del indio que hemos conceptualizado como «colonialismo inter­no», y que en este caso, marca los compases del réquiem para un nacionalismo,

Pero hay que reconocer también hasta qué punto el mito occidentalista Jia sido compartido por la intelectualidad radical y de izquierda. Baste mencionar que el propio René Zavaleta, el crítico más agudo junto con Almaraz y Reynaga de las falacias y ambigüedades de la cultura revolucionaria, escribió el folleto «Estado Nacional o pueblo de pastores», negando toda fuerza liberadora a las masas indígenas y cholas y postulando un ideal de modernidad totalmente moldeado sobre un imaginario occidente cultu­ral. La crítica del mito occidentalista que he propuesto aquí convoca a una mirada descolonizadora, que permita deconstruir los discursos estatales y logocéntricos de la derecha y la izquierda, encontrando los nexos entre racismo cultural y sometimiento externo; entre colonialismo interno y dominación imperia­lista, que tan vivamente fueron intuidos por Sergio Almaráz en su Requiem para una República, libro que fue también un réquiem para el nacionalismo paródico de las elites movimientistas.

 

Notas

1. He tomado este concepto del trabajo de Luis H. Antezana, quien seguramente lo tomó a su vez de la semiótica francesa. Ver «Sistema y proceso idcologicos en Bolivia (19351979)» en: Rene Zavalcta (comp.) Bolivia hoy, México, Siglo XXI, pp. 60-84.

2. Ver al respecto CocaColonization and the Cold fVar. The Cultural Mission ofthe United States in Austria after the Second World War, tesis doctoral de Reinhold Wagnlestner (versión en inglés de Diana M. Wood, Chapel Hill y Londres, The University ofNorth Carolina Press, 19..)y ForGod, Country and CocaCola. The Unauthorized History of the Great American SqftDrink and the Company that Makes it, de Mark Pendergast (New York, Macmillan, 1993).

3. La idea de una «pedagogía nacionalcolonial» se me ha ocurrido a partir de la lectura del pionero trabajo de Brooke Larson, que analizaremos a continuación (Larson 2002).

4. El movimiento de caciquesapoderados liderizado por Santos Marka T'ula llegó a agrupar a 400 markas (con sus respectivos ayllus) en cinco departamentos de la república: La Paz, Oruro, Potosí, Cochabamba y Chuquisaca. Las markas de entonces corresponderían vagamente a lo que son hoy las secciones o mancomunidades municipales (cfr Rivera 1984 THOA 1984 Choque ct al. 1992, Anas 1995).

5. Ver al respecto los trabajos del THOA (1984,1986), Mamani (1991) y Choque et at. 1992.

6. El Pacto de la Concordancia fue firmado en las elecciones de 1940 entre el Partido Liberal y el Partido Republicano, para frenar el avance de las fuerzas comunistas, populistas y anarquistas en el campo y las minas. El gobierno de Peñaranda adoptó una política exterior obsecuente a las imposiciones norteamericanas en materia de precios para el estaño y represión a las movilizaciones populares, pero a la vez abrió las puertas a las ilusiones norteamericanas de diagnóstico y reforma estatal como la de Bohan, Magmdcr y la Organización Internacional del Trabajo (Larson 2002:19). En 1942, con la masacre de Catavi en los campos de María Barzola, el régimen demuestra que está completamente colonizado por la política de guerra de los norteame­ricanos, frente ala cual resistirá el núcleo nacionalista que habia anidado en el ejército en la posguerra, con la formación de RADEPA (Razón de Patria) y el golpe de Villarrocl de 1943. Al respecto, ver El Presidente Colgado, de Augusto Céspedes. Sobre la injerencia política norteamericana contra el MNR, ver la historia conspirativa que Céspedes reconstruye sobre el «putch nazi», que sacó a los movimientistas del poder y precipitó su linchamiento.

7. Mi padre fue receptor de una de estas becas en 1952 y se fue a estudiar Salud Pública en la Universidad de John Hopkins de Baltimore (Maryland). Aunque después se «evadiría» del enfoque salubrísta y se vincularía a la rama de cirugía proctológica, sus años en los Estados Unidos permiten ver el esfuerzo norteamericano de influir en las políticas sociales del Tercer Mundo a través de un enfoque de salud pública higienista, dependiente de los insumos y la tecnología farmacéutica de ese país.

8. Al respecto, ver Marcia Stcphenson, Gcnder and Modemity in Andcan Bolivia, Austin, The University of Texas Press, 1999.

9. Esc año, Armando Arcc, Embajador de Bolivia en Colombia, invitó a su colega el diplomático colombiano Daniel Valois a participar de los festejos de abril. Años después, Valois publica un pequeño folleto titulado Bolivia, Realidad y Destino (Bogo­tá, Antarcs, 1965), donde transcribe el decreto de Reforma Agraria y de Reforma Educativa del MNR, así como el Decreto de creación de la Comisión de Historia Nacional que analizamos. Una copia de este folleto se encuentra en la colección boliviana de la Biblioteca de la Universidad de Pittsburg, a la que tuvimos acceso gracias a la gentileza de Eduardo Lozano.

10. Seguramente hay aquí una referencia velada a Pueblo Enfermo, la obra de Alcides Arguedas, el historiador oligárquico que mejor expresa el nihilismo de las élites urbanas occidentalizadas respecto a la viabilidad histórica de Bolivia.

11. Cabe anotar que la Guerra del Chaco ha sido abundantemente documentada en fotografía, pintura y cinc. Según la historiografía progresista de los años setenta, la guerra fue asimismo, la fuente de la que surge la idea de nación boliviana que se plasmará en la revolución del 52. Ver al respecto, James Malloy, La revolución inconclusa, y Hcrbcrt S. Klein, Orígenes de la Revolución Nacional boliviana. La crisis de la generación del Chaco, donde esta interpretación se hace explícita. Al parecer, esta visión no era compartida por los ideólogos del MNR, que no tienen problema en obliterar por completo la Guerra del Chaco como origen de la revolución.

12. Luego de la capitulación del ejercito y de la momentánea transferencia del poder represivo del estado a las milicias obreras y campesinas que surgen de la revolución, el ala moderada del partido, liderizada por Víctor Paz Estcnsoro, opta por reorganizar el Colegio Militar, lo que se produce el 17 de mayo de 1952, y se ratifica el 31 de mayo del año siguiente con la apertura del Colegio Militar de Aviación Germán Busch (cfr Jcan Picrrc Lavaud, El Embrollo Boliviano. Turbulencias Sociales y desplaza­mientos Políticos, 19521982. La Paz, CESU, IFEA, HISBOÑ, 1998).

13. Más adelante, arnesga el cálculo de proporciones entre estas «clases»: La burguesía supranacional sería inexistente, la burguesía nacional abarcaría a un 7% de la población, el proletariado al 28.6% y las «clases medias» al 64.4% de la población, lo que ratifica la subsunción del campesinado indígena del país en esta última categoría. Ver Fellman 1967: 64)

 

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