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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.24 La Paz  2003

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

La Luminosidad de los Márgenes: Estética y Política en el 52

 

 

Fernando Calderón G.

 

 


 

 

Quizás las ideas sobre la nación boliviana se podrían sintetizar en tres grandes propuestas:

  • La primera es la liberal, originada en la Academia Santa Carolina y la República, que continúa a principios del siglo XX y se proyecta en el neoliberalismo económico e institucional de los años 80. Este tipo de pensamiento se encuentra en Sánchez Bustamante y su mirada europea y es reproyectado en el neoliberalismo iniciado a partir del decreto 21060 desde 1985. Hay allí una idea de evolución y de progreso asociada con la libertad individual y el libre comercio.
  • La segunda es una propuesta conservadora que tiene como mito fundamental el sueño del retorno a un pasado colonial fuertemente inspirado en el barroco, la hacienda y el señorío patrimonial. Gabriel René Moreno sigue siendo el mas lúcido de estos pensadores.
  • En tercer lugar, en el imaginario boliviano está instalada una ideología igualitaria que revindica lo plebeyo y lo indígena, muy cercana al populismo, cuyos orígenes están en las reducciones jesuíticas, en los jacobinos de la Academia Santa Carolina y, a principios de siglo, sobre todo en el pensamiento de Franz Tamayo y los ideólogos del nacionalismo revolucionario en la postgue­rra del Chaco.

Ahora permítanme detenerme un poco en el pensamiento de Tamayo pues allí anidan ideológicamen­te los orígenes de la Revolución boliviana. Tamayo formuló la pregunta fundamental sobre la forma de relación entre proyecto nacional, cultura e igualdad. Se trata de una pregunta que fue parámetro de referencia identitaria a lo largo de prácticamente todo el siglo XX. Pienso que más allá de lo que el mismo Tamayo pensara sobre la identidad nacional, el mundo y las relaciones interétnicas, lo sustantivo en él fue haber instalado esa pregunta que todavía no nos deja dormir con tranquilidad. Él hablaba, y cito, sobre la posibilidad de la construcción de una nación como un desafío y como una promesa instalada en el alma de todos los bolivianos. Insistía en recordar, por ejemplo, que el boliviano debe hacerse cons­ciente de que su fuerza debe estar más ajustada a la lucha por la vida que a la identidad de una armonía metafísica y que «...el carácter nacional existe en todas partes en todas las manifestaciones del pueblo y de la nación: ... en la inteligencia, sobre todo, en las costumbres, en los gustos y tendencias, en sus afinidades y repulsiones. Es absurdo, es erróneo negar su existencia, pues él existe en el grupo más elemental, en la tribu más salvaje, en la horda más primitiva. Sabed una cosa, una cosa por todas: donde hay vida, hay carácter.

El que en Bolivia se lleve una vida triste y miserable, a la cual corresponde, paralelamente, una débil manifestación de las fuerzas volitivas, no significa que no exista carácter nacional, o que se pierda la fe en él, representando como representa la vida misma.

Lo fundamental es, por consiguiente, argumentaba con fuerza, despertar la conciencia nacional, que equivale a despertar las energías de la raza, y nuestro norte debe ser el que el boliviano sepa lo que quiere y quiera lo que sepa. La existencia de nuestro carácter se prueba, por otra parte, en la propia historia de Bolivia, especialmente en su período convulsivo. No son seguramente la energía ni la voluntad que faltan. Al revés, a veces el investigador se encuentra con tal derroche, que es de asombrarse cómo se puede despilfarrar la energía durante tanto tiempo, sin mostrar históricamente una fuente y un proceso visibles de recuperación».

Además es importante reconocer también que si bien Tamayo colocó la pregunta fundamental en el plano del pensamiento, fue la Guerra del Chaco la que colocó la respuesta en el plano de la acción. Me refiero a la necesidad de reconstruir una cierta idea de nación asociada con la de un pueblo activo. Aún más, podríamos decir que la Revolución nacional de 1952 se hizo en la Guerra del Chaco. Los mismos intelectuales de la post guerra, es decir, periodistas, literatos o pintores fueron en realidad una síntesis entre el pensamiento de Tamayo, la Guerra del Chaco y el impulso nacional popular que soplaba en todo el continente y muy especialmente por la fuerza de la revolución mexicana y el pensamiento del APRA.

Por todos estos antecedentes, es posible hipotetizar que la Revolución Nacional es uno de los pocos hechos históricos nacionales que pueden ser mirados desde una perspectiva histórica de largo plazo. A mi juicio, se trata de un hecho que trasciende su circunstancia y se instala como mito problemático de la modernidad en Bolivia y el mundo.

Se trata de un acto de modernidad que conlleva múltiples miradas: observamos hacia atrás y la Revolución se puede leer como un retorno a los orígenes, en ese sentido es una revelación del pasado, o como una proyección creativa del barroco andjno. Mirando hacia adelante, puede ser identificada como una profecía de progreso e igualdad, pero también de un progreso asociado a un rito sacrificial. Así, por ejemplo, en el muralismo el Prometeo de Orozco y el Tupac Katari de Alandia Pantoja se inmolan al progreso por la libertad.

La revolución es pues un hecho moderno, porque retoma lo vernacular y lo instala en lo universal como promesa, pero también como problema. De ahí que los bolivianos y otros no se han cansado ni se cansarán de volver a resignificarla. Y es precisamente eso lo que me propongo hacer aquí desde una perspectiva muy particular, la del arte.

No quisiera detenerme aquí ni en el cambio de estructuras ni en el carácter carnavalesco que supuso semejante inversión social y que entiendo que varios de ustedes han continuado discutiendo en este congreso. Tampoco me interesa enfatizar el papel de los líderes que institucionalizaron la Revolución, ni siquiera hablaré sobre el cambio que ella produjo en quienes se le opusieron mentalmente. Como todo el mundo sabe, nadie fue el mismo después de la revolución. En este sentido, la Revolución importa porque ya se ha instalado en la memoria como un hito de referencia para criticar comprensivamente el pasado y reinstalar nuevas utopías. Es un hito que tiene tal poder que incluso puede ser negado y ferozmente criticado, ya sea desde el indigenismo, el neoliberalismo o el conservadurismo, pero que difícilmente puede ser ignorado.

Es complicado comprenderla pues se trata de un acto moderno a la boliviana, es decir, es parte del chenko cultural de este país. Se trata de un acto que así como incluyó múltiples racionalidades y variados pisos culturales en su articulación, también expresó múltiples intereses sociales y políticos en su realiza­ción histórica. La Revolución Nacional produjo ideas y hechos, pero nunca pudo plasmarse plenamente como un proyecto de modernidad ni institucionalizarse como un pacto estatal.

Enzo Faletto ha elaborado una tesis fundamental para entender el proceso político latinoamericano en el siglo XX. El ha planteado la posibilidad de una nueva relación entre estética y política. Para Faletto, la estética, sobre todo la literaria, producida en los años 10 y 20 del siglo XX, ha prefigurado la constitución de un imaginario nacional popular en América Latina. Esta es una tesis que comparto, sin embargo, en el caso boliviano y mexicano añadiría que tal prefiguración estética fue plasmada principal­mente por el muralismo.

En este 50 aniversario de la Revolución Nacional quiero desarrollar esta idea y así hacer un homena­je especial a los pintores de la Revolución que han sido olvidados como en una tragedia griega. Quiero hablar de la memoria de un olvido y afirmar que resulta paradójico cómo el acto estético más elaborado del 52 permanece en el olvido. Nuestros muralistas sólo figuran en las historias universales de arte más relevantes de la actualidad.

El muralismo puede ser un espejo para reinterpretar procesos históricos vividos, pues tanto el mexi­cano como el boliviano nos enseñan a ver la Revolución de otra manera.

Empezaré por la Revolución Mexicana. La revolución, decía Octavio Paz, inspirado en el muralismo de Orozco, Rivera y Siqueiros, fue una vuelta a los orígenes, pero también un comienzo o más bien un recomienzo. «México volvía a su tradición, no para repetirse, sino para inaugurar otra historia». Y si­guiendo a esos pintores, Paz leía a la Revolución como un acto de pasión, como un sueño de soledad y una mística del movimiento. Me explico: así como José Clemente Orozco develaría la soledad que con­lleva la revolución mexicana en tanto acto cultural moderno, Diego Rivera la mostraría como un parto de un México desconocido. Según Paz, Diego Rivera pinta la sensualidad y voluptuosidad de la Revolución que acompañan a nuestras culturas vernáculas. Rivera reverencia y pinta sobre todo a la materia y la concibe como una madre, como un gran vientre, una gran boca, una gran tumba. «Madre, inmensa matriz que todo lo devora y engendra, la materia es una figura femenina siempre en reposo, soñolienta y secre­tamente activa, en germinación constante como todas las grandes divinidades de la fertilidad». Mientras tanto, Siqueiros nos devela el movimiento contradictorio de la historia. Su mundo «... es el de los con­trastes: materia y espíritu, afirmación y negación, movimiento e inmovilidad...».

Acudo al muralismo mexicano y a Octavio Paz tan sólo para mencionar un referente fundamental del muralismo boliviano. Nuestro muralismo se hizo mirando a México, pero se pintó sobre lienzos y muros asentados en nuestra memoria. En buena medida este acto estético evidencia un diálogo creativo entre el mundo andino industrial minero, el muralismo mexicano y curiosamente el abstraccionismo de los 50 en los EEUU.

Entusiasmado con el muralismo de Miguel Alandia Pantoja, Diego de Rivera afirma lo siguiente: «Este artista ha sabido tomar lo mejor de Orozco, de Siqueiros y de mí; su obra es un claro ejemplo de que nuestro movimiento ha trascendido hasta convertirse en el instrumento de expresión de los creadores que producen junto a su pueblo». Según Leopoldo Castedo, el muralismo boliviano fue la «simultanei­dad de motivaciones y resultados del talento del artista para reflejar el localismo trascendente a su cir­cunstancia». La historia del arte del siglo XX coloca a Alandia Pantoja entre los artistas bolivianos más notables de ese siglo.

Como todo el mundo sabe, el muralismo estuvo alimentado por dos grandes maestros, Walter Solón Romero y el Grupo Anteo, en Sucre, y Miguel Alandia Pantoja y el Grupo de La Paz. Produjeron aproxi­madamente más de 50 murales, de los cuales más o menos 14 los pintó el primero y 12 el segundo. Estos murales se realizaron gracias al apoyo del Estado, que en el marco de una política de recuperación cultural, pretendió oficializar su ideario nacional revolucionario impulsando la pintura de muros y fres­cos en avenidas y calles, colegios, universidades, sindicatos, centros vecinales y oficinas públicas como el Palacio de Gobierno, el Legislativo, ministerios y hospitales. Era, por fin, la forma mediante la cual los analfabetos podían leer su historia.

El muralismo boliviano, dice Salazar Mostajo, «...lejos de ignorar al indio, lo que hace es convertirlo en el epicentro de su quehacer plástico, puesto que es al mismo tiempo la base del desarrollo nacional en todo aspecto... el indigenismo se moderniza, se actualiza a nivel de los quehaceres internacionales, per­manece como la sustancia de las nuevas tendencias, las alimenta de manera permanente y segura» .

Por el contrario, «...para los regímenes desplazados de la feudal- burguesía, esta situación en la plástica es la prueba permanente de su derrota; no puede tolerarla y optará por la evasión, cerrando los ojos ante la nueva realidad, ignorando al indio, manipulando estamentos que evaden esa presencia omi­nosa, buscando refugio en una pintura que prescinda de la figuración india, y que, al modernizarse, se hace abstracta; porque en el fondo su afán de modernización no es sino su afán de encubrimiento. Así abandona la figura del indio en el instante mismo en que éste comienza a edificar su destino en la historia. Lo que, en otros términos, no es sino la confesión de su impotencia». (Salazar Mostajo, p. 104.)

Los temas más sobresalientes del muralismo boliviano fueron los distintos pintimentos histórico- culturales del país, a través de los cuales los muralistas opinaron con gran fuerza sobre los variados significados de la historia, la revolución y su futuro. De alguna manera, los murales revelaron como cuestión principal la identidad nacional y su futuro en el mundo moderno, pero su búsqueda también evidenciaba la confusión de los propios tiempos modernos y de sus historiadores. Quizás la autocrítica que hacía Orozco para México es también válida para Bolivia: «La discrepancia que es evidente en las pinturas es reflejo de la anarquía y confusión de los estudios históricos, causa o efecto de que nuestra personalidad no esté bien definida en nuestra conciencia, aunque lo esté perfectamente en el terreno de los hechos. No sabemos aún quiénes somos, como los enfermos de amnesia».

Desde una perspectiva más sociológica y analizando la relación práctica - teórica del 52, el republi­cano español José Medina Echavarría, señalaba:«... lo que en ella hay de contradictorio y polémico en un campo intelectual en que todavía caben los matices, se convierte en los combates del día en la confusión de las afirmaciones extremadas y excluyentes que en nada favorecen la formación de una conciencia de la continuidad histórica, sin la cual no puede cuajarse un sentimiento arraigado de la nacionalidad». Es decir, la producción simbólica de la Revolución dio una configuración parcial y teológica de lo ocurrido, mutilándolo y sin captar en plenitud el dinamismo indetenible del propio sincretismo histórico que la animaba. No obstante, expresó uno de los sentidos culturales del proceso revolucionario y quizás tam­bién sus sentidos latentes.

Pero ahora detengámonos un poco en la historia de los mismos murales. Primero, están los murales integrados, que eran aquellos que recreaban aspectos socioculturales precisos (salud, educación, medici­na, progreso tecnológico, con una importancia simbólica secundaria), los cuales de alguna manera per­duraron y fueron incorporados o asimilados por el poder (sería el caso de aquellos realizados en colegios, hospitales y oficinas públicas, como de la de Yacimientos Petrolíferos Bolivianos).

En segundo lugar, están los murales escondidos, por lo general todos de carácter espectacular y versados sobre hechos históricos decisivos, realizados en avenidas e incluso iglesias, pero que fueron tapados (como es el caso del situado en el Ministerio de Minas cubierto en el periodo de Banzer por la construcción del Plaza internacional Hotel). Esta situación nos conduce a preguntarnos: ¿Qué significa asumir sólo parcialidades, abstraer una parte del todo y valorarlo descontextualizadamente? ¿Acaso esto no implica rechazar lo social en la historia, la presencia evidente de lo indígena y lo mestizo en Bolivia? Negar los murales espejos de la realidad, ¿no significa también tratar de negar también la propia impo­tencia y los complejos de inferioridad presentes en el mundo imaginario de las élites nativas? ¿No es acaso una muestra de su «debilidad»?

En tercer lugar, están los murales destruidos o vejados, que fueron los que expresaron los valores básicos de la Revolución y se pintaron en los espacios simbólicos del poder como el Palacio de Gobierno y el Legislativo o el edificio de la Central Obrera Boliviana. Resalta entre ellos el mural del Palacio de Gobierno que mostraba la historia de Bolivia y de las minas. Este fue destruido por el gobierno del Gral. Barrientos y en su lugar fue recolocado un espejo renacentista, y más tarde un busto de Bolívar en cuya base paradójicamente reza: «Bolivia una fuerza incontenible de libertad». Este acto fue quizás un símbo­lo de la restauración oligárquica. Esta actitud brutal, ¿no es acaso un signo de autodestrucción? A través de la liquidación de la obra del otro se cree destruir al otro, pero en realidad el acto mismo implica autodestrucción, negación de lo que fuimos, disolución de la identidad. Un hecho similar ocurrió con los murales de la Federación de Mineros.

En cuarto lugar, están los murales olvidados que permanecen deteriorándose en el tiempo, especial­mente aquellos pintados por Alandia y Solón en el Monumento de la Revolución. Estuvieron por muchos años cuidados por guardias del ejército y ahora acogen una exposición de fotografías en un mausoleo semivacío quizás como símbolo del destino de la misma Revolución..

En este ámbito, una de mis conclusiones es que las élites, para sí mismas y para la sociedad, impul­saron políticas de ocultamiento, destrucción, olvido o integración de estos murales. Quizás cabalmente por esto, está producción incierta de significados, como cualquier producción de arte, no logró trascender su propia realidad empírica para convertirse en un patrimonio moderno en disputa. Es más bien una creación trunca y fantasmagórica por el tipo de acción anticultural que las élites reconstituidas hicieron de ella.

Ahora bien, conviene preguntarse: ¿qué significa esto desde el punto de vista de la institución de una identidad nacional moderna?

Tal vez la construcción de esta identidad tenga que ver primero con la relación entre la racionalidad moderna y el sincretismo cultural. En este sentido, ahí vemos los límites de complejas imbricaciones interétnicas, regionales, clasistas y nacionales para expresarse política e institucionalmente. Entendemos tales límites como una de las causas fundamentales de la inestabilidad, del freno al desarrollo y de las dificultades de consolidación de la democracia. En segundo lugar, vemos los resultados de las orientacio­nes globales de los movimientos nacionales y populares que buscaban integrar modernización, industria­lización y la construcción de un Estado - Nación fuerte, organizador de la vida política, económica y cultural del país, pero que en realidad plasmaron un Estado patrimonialista cada vez mas alejado de las masas que lo constituyeron.

En este sentido, probablemente el muralismo haya sido la principal producción simbólica en busca de una nacionalidad integrada. De allí que esta producción al ser ocluida, es decir, olvidada, parcialmente integrada, ocultada y destruida, más allá de sus ambigüedades y bellas calidades estéticas, fue uno de los actos modernos más importantes que produjo la sociedad boliviana. Por otra parte, la forma en que las élites políticas y en especial las élites autoritarias se relacionaron con el movimiento muralista sería una de las formas mediante las cuales se relacionaron con la modernidad.

Es fundamental rescatar críticamente este patrimonio nacional para recobrar el sentido de una Revo­lución, como el relato de un relato, como la memoria de un olvido, como vínculo patrimonial moderno y clave cultural de la identidad de un pueblo, es decir, como un espacio para recuperar el fundamento simbólico expresivo de la sociedad.

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