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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.24 La Paz  2003

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

La Revolución de 1952: el Mito y el Hecho

 

 

Salvador Romero Pittari

 

 


 

 

El mito de la Revolución Nacional

La Revolución de 1952 fue un hecho y un mito preñado de promesas. No fue sin duda la única revolución que sufrió el país, pero sus actores consiguieron presentarla desde sus inicios como un acto único, como un corte en la vida republicana que la dividía en un antes y un después. Uno de sus panegiristas, Carlos Montenegro, la consideró como de mayor peso histórico que la propia independencia nacional.

La Revolución Federal de 1898 fue un cambio importante en la orientación del país, pero no logró proyectar la imagen de una transformación radical de la sociedad como lo hizo la Revolución de 1952. Aquella se injertó en un viejo conflicto de regiones, al cual se superpuso la oposición entre liberales y conservadores que concluyó con el triunfo de los primeros y el traslado de la Sede de Gobierno de Sucre a La Paz. El pueblo de las ciudades en pugna tomó posición por su respectiva capilla, pero los liberales contaron además con un fuerte apoyo indígena y un respaldo popular en otras regiones fuera de La Paz.

El liberalismo produjo igualmente modificaciones de envergadura en la distribución del poder regio­nal, así como en los criterios de acceso al poder y el privilegio. No buscó, empero, variar la situación de la inmensa mayoría indígena del país, cuyo sector aymara ayudó a su triunfo y luego sólo recibió algunos programas experimentales de educación. En el gobierno, los liberales se mostraron más abiertos a una estratificación social orientada por los valores de logro que por los de apellido y raza. Éstos fueron predominantes en el sur del país y entre los conservadores.

Él liberalismo robusteció los grupos medios urbanos que algunos observadores de la época califica­ron negativamente como ascenso del cholaje, con sus mañas y dobleces ancestrales. Este era un compo­nente importante.de las poblaciones del norte y centro del país y de la clientela liberal. Se inició así el paso de una sociedad de rangos hacia una más abierta, favorecida por la movilidad social ligada al empleo público y la enseñanza. Esta y aquel conocieron una expansión de donde más tarde salió una parte de los intelectuales y luchadores de 1952.

La Revolución Federal manifestó, pues, varios rasgos que también caracterizaron a la Revolución de 1952, si bien con mayor radicalidad y fuerza. Los liberales combatieron a lo que llamaron la oligarquía del Sur, aunque una vez en el poder imitaron sus estilos de vida. El MNR se opuso a "La Rosca Minero Feudal" y a sus acólitos, sin embargo, ya en el gobierno, adoptó igualmente sus patrones de comporta­miento. Ambos grupos políticos apoyaron la expansión de las clases medias, dieron valor a la educación e igualmente trataron de captar para las organizaciones partidarias a los sectores populares, que se mo­vieron entre la seducción y la independencia. A principios de siglo, se trató principalmente del artesanado urbano, luego de las poderosas asociaciones de mineros, fabriles y campesinos.

La Revolución Liberal no consiguió duraderamente el prestigio que acompañó a las revoluciones del siglo XX, entendidas como una regeneración de la historia; tampoco gozó del mito que rodeó la "Gesta de Abril". No le faltaron intelectuales de peso que actuaron en el proceso, pero la mirada de éstos fue, por lo general, más distanciada, menos comprometida con las medidas gubernamentales, menos partidaria que la de los intelectuales posteriores que supieron a la vez de la magia, la esperanza y la promesa de los grandes movimientos revolucionarios de masas europeos como el fascismo y el comunismo y del com­promiso militante exigido por ellos a sus adherentes.

La Revolución de 1952 comenzó con un putch montado entre el MNR, partido que lideró el proceso, y algunos jefes del Ejército y la Policía, pero que progresivamente se transformó en un alzamiento popu­lar en varias ciudades del país con el concurso de sectores medios, universitarios, fabriles, mineros, matronas de los mercados, etc. Este fue el hecho inicial y el mito germinal de la Revolución Nacional.

Los actores principales que convergieron en el logro de la victoria de abril no eran nuevos, tenían trayectorias propias que venían de atrás y ni siquiera actuaron de manera concertada en el desarrollo de los sucesos de esos días. El MNR supo capitalizar, particularmente en los años del llamado sexenio, esas fuerzas, ganando la partida a otros grupos políticos que competían por penetrar los movimientos sindica­les y populares.

El término mito se ha tomado aquí en un sentido cercano al empleado por E. Cassirer en El mito del Estado, escrito cuando el nazismo vivía sus últimos días en Europa. Según el autor, éste es un catalizador de las emociones y las ansias más profundas de los hombres, de sus temores y esperanzas, a los cuales da expresión y salid en los símbolos y los ritos. Por su poder movilizador y generalizador, descalifica las situaciones que lo desmienten y se convierte en fuente de juicios inapelables sobre la conducta de los ciudadanos. Lejos de ser un fruto espontáneo del inconsciente colectivo, es un producto de la voluntad política, del quehacer intelectual no necesariamente coordinados. El mito moderno constituyó el medio para encauzar las aspiraciones colectivas.

Instrumento de un combate político aquí y en Europa, no tuvo en el país los mismos orígenes ni los mismos resultados que los señalados en Alemania, donde bajo su manto se cobijó un totalitarismo irracional y deshumanizador. En Bolivia, el mito también echó raíces en el profundo descontento popular y la revuelta intelectual vivida en la posguerra del Chaco, no muy distinto del estado de ánimo de los europeos al con­cluir la 1 Guerra mundial. Pero el régimen que se sirvió de él no llegó ni remotamente a los extremos de fuera, sin desconocerle su autoritarismo, intolerancia y manipulación de los sectores populares.

(iQué elementos de la Revolución conformaron el mito? Una concepción del sentido y necesidad de la historia, de su avance, con sus caídas y peligros de recaídas, dentro de la cual el hecho revolucionario adquirió el significado de un salto hacia delante en la construcción de la nación y su desarrollo. La revolución, tomada como un corte en la historia nacional, separaba un ayer enfocado selectivamente, pues algunos de sus elementos se preservaron mientras otros se rechazaron, de un futuro lleno de prome­sas. De esta manera, ella fue concebida como un paso inevitable para destruir los obstáculos y los enemi­gos de la nación, para crear las condiciones institucionales favorables a la nueva sociedad.

La construcción de un Estado Nacional, otro de sus ingredientes, fue tomada como un fin en sí mismo. Garante, actor central del cambio político, económico, social, articulador de las distintas clases y regiones, constituyó una meta en permanente renovación que imponía vigilancia cotidiana para evitar el retorno de sus adversarios. En oportunidades, se dejó entrever que se trataba de una etapa hacia la socie­dad sin clases, lo que facilitó concertar alianzas tácticas con grupos de obediencia socialista o marxista y tender puentes para la incorporación de algunos militantes de esas tiendas.

La revolución concibió, por lo tanto, el Estado, aunque constitucionalmente no muy distante del que había derribado, como el agente llamado a edificar la nación y eliminar los conflictos internos en nombre de ese compromiso. En el corazón de éste se encontraba el desarrollo económico que era el principio unifieador de las distintas clases. La diferencia con el Estado anterior, oligárquico minero, cayó no tanto en la forma cuanto en la función. El desarrollo nacional, en miras a un proceso de integración social, se volvió el motivo central de la gestión de gobierno. Sin embargo, esta concepción convirtió con el tiempo al Estado en la arena de batalla de los actores sociales y sus conflictos, distanciando el mito de los hechos.

Finalmente, los ideólogos de la revolución de 1952, frente al modelo de la lucha de clases, destacaron la alianza de éstas para conformar una nación liberada de su dependencia colonial con las grandes poten­cias. Este fue otro componente durable del mito, retomado hasta el límite de sus posibilidades por los regímenes militares posteriores al MNR. Su continuidad se preservó a pesar de que el planteamiento multiclasista, fetichizado en el Estado Nacional, dio pronto señales de ruptura. Para tomar una expresión de E. De Ipola y J.C. Portantiero, "la nación comenzó a ser reclamada en propiedad por el pueblo." La separación entre lo "nacional-estatal" y lo "nacional-popular" llevó a un clima de malestar que se mani­festó con claridad durante el primer gobierno de H. Siles Zuazo. En los gobiernos posteriores, ese males­tar se acentuó por la imposibilidad de satisfacer las expectativas crecientes de los distintos actores no sólo populares sino también regionales.

El MNR enlazó los diversos elementos del mito en fórmulas simples y supo recoger en su seno distintas corrientes nacionales, populares, socialistas consiguiendo aprovecharlas tácticamente en la lucha por el poder. De esta suerte, se impuso a sus rivales que manejaban con mayor rigidez y dogmatismo temas como la lucha de clases, o la exigencia de profundizar la revolución para avanzar hacia el socialismo.

El mito legitimó la Revolución. En su nombre se movilizó a la sociedad civil, se puso los puentes para el entendimiento con la oposición de izquierda que contuvieran por algún tiempo y en alguna medi­da las exigencias de los sectores sociales. Pero, por otra parte, se justificaron abusos y violaciones a derechos constitucionales y ciudadanos.

La fabricación del Mito

Las ideas que conformaron el mito tuvieron una larga génesis a través de la cual fueron tomando contenidos distintos. El nacionalismo fue el primero en aparecer. Escritores como J. E. Rodó, en el Uruguay, F. Tamayo y J. Mendoza, en Bolivia, para dar algunos nombres de principios del 900, mostra­ron la especificidad cultural de la América Hispana y de Bolivia. Algunos autores llaman cultural a este nacionalismo de comienzos de siglo, a fin de diferenciarlo de los nacionalismos europeos.

En el caso concreto de los autores bolivianos, estas primeras manifestaciones tenían un fuerte conte­nido, racial, geográfico, de tradiciones. La versión posterior, con mayor orientación política, apuntará ante todo a destruir las pretensiones de hegemonía política y económica de las grandes potencias anglosajonas, recuperar la autonomía del país y aunar voluntades para fabricar un futuro común.

El nacionalismo de nuevo cuño se alió a la idea de un Estado fuerte, siguiendo los modelos europeos de la época. El Estado boliviano se conformó, en sus líneas maestras, en el momento de la independencia. En el período liberal, se marcó una fuerte secularización sin llegar a negar a la Iglesia Católica su recono­cimiento y la obligación de mantenerla. Precedentes de esta política se encuentran en el primer régimen republicano del Mariscal Sucre. En los años 30 y en particular después de la Guerra del Chaco, los intelectuales, los políticos defendían un Estado fuerte, capaz de cohesionar a la sociedad, con preocupa­ciones sociales. La posición se reflejó sobre todo en la protección laboral visible en las Constituciones del 38 y 45, en cuya elaboración participaron miembros del MNR y de otras tiendas políticas. Esta política se expresó igualmente en la creación de entidades estatales para fomentar el desarrollo, como la Corporación Boliviana de Fomento y otros órganos financieros.

El papel de la revolución popular como un reencauce de la historia y su sentido tuvo sus manifesta­ciones iniciales alrededor de los años 20. Por ese entonces, aparecieron en el continente las primeras traducciones confiables de los autores socialistas, se conoció la Revolución Rusa y los primeros pasos del Fascismo. En las universidades del país, semillero de estos planteamientos, se crearon los primeros círculos de estudiantes socialistas, interesados también por el problema indígena, que la República no había podido resolver. La influencia de pensadores como J.C. Mariátegui. Uriel García, quienes conside­raban un nuevo indio como la fuerza forjadora de una cuitura y una nación distintas, tomó fuerza entre los jóvenes que añadieron estos ingredientes al naciente socialismo y nacionalismo. Ambas corrientes, ganadas a la idea de la revolución, señalaron al intelectual un papel con una alta dosis de activismo político.

La mayoría de los intelectuales bolivianos de principios de siglo, animados por el odio hacia el burgués, encarnado, por aquel entonces, en el minero enriquecido y el gran propietario feudal, deseosos igualmente de cambiar las viejas instituciones del país, incluido el régimen del colonato, no despreciaron la política. Varios de ellos llegaron a desempeñarse como diputados, senadores o ministros, pero tuvie­ron mayor independencia de los partidos, aún de los propios, y de sus planteamientos. Por otra parte, concibieron el cambio en términos de una gradual evolución y no como una rápida y violenta transforma­ción. A diferencia de éstos, los estudiantes del primer cuarto de siglo, que luego conocerán la experiencia del Chaco y fundarán los nuevos partidos, tendrán un sentimiento más comprometido con la política y la revolución como insoslayables deberes para salvar el país, crear una nueva sociedad. A estos ideales se consagrarán sin retaceos, con humildad, con todo el esfuerzo y la voluntad. De ahí salieron los nuevos mitoá, según Mariátegui, en reemplazo de los antiguos penetrados por la religión.

La revolución casi siempre significó un alzamiento popular p¿ira hacerse del poder y establecer un orden diferente. Algunos, empero, la interpretaron como una captura del poder para cambiar la sociedad, sin la intervención del pueblo. La primera posición predominó en los sectores socialistas radicales y marxistas; la segunda, en el MNR, más inclinado hacia el Golpe de Estado, aunque después de la Victoria de Abril, recuperó la revolución popular como el parteaguas de la historia.

Los nuevos partidos políticos

El período de posguerra fue como una marmita en ebullición, donde se cocinaban todos esos ingre­dientes. Cada una de las corrientes allí surgidas se apoyará en unos de ellos más que en los otros. Las agrupaciones marxistas van a concluir en la inevitable lucha de clases; los nacionalistas, sin desprenderse completamente de algunos planteamientos socialistas, van a mirar hacia las experiencias fascistas de Europa, en particular las logias militares, recalcando la necesidad de construir la nación, como un pro­yecto orientado hacia el porvenir; los indigenistas rechazarán el pasado hispánico y mostrarán el poten­cial del nuevo indio en la sociedad futura socialista o nacionalista.

En Orígenes de la Revolución Nacional Boliviana, H. Klein, mostró un panorama de los grupos y las asociaciones, especialmente de jóvenes ex combatientes, que coqueteaban con diferentes ideas políticas.

conscientes de la necesidad de derrocar a las antiguas elites apoyadas en la tierra y las minas. De allí salieron los nuevos partidos. Intelectuales de los sectores medios, dirigentes sindicales dolidos por la derrota, frustrados por el débil desarrollo económico y la estrechez del mercado ocupacional, cansados de un juego político reducido a pequeñas camarillas antagónicas, conocedores de las corrientes políticas de principios del siglo XX, elaboradas en oposición a la democracia tradicional, particularmente parla­mentaria, tentados por el autoritarismo y la urgencia de ganar el poder; se dedicaron a organizar agrupa­ciones partidarias y buscar el respaldo de las organizaciones laborales, con las cuales compartían una común oposición al orden dominante.

La primera formación política fue el grupo de jóvenes nacionalistas que apoyaron al gobierno de H. Siles. Allí se encontraron C. Montenegro y A. Céspedes, que más tarde fundarán el MNR. En Cochabamba, antes de la guerra, ya estaba conformado el meollo del PIR, alrededor de J.A. Arce. R. Anaya y A. Urquidi, actuando a través de las organizaciones estudiantiles, imbuido de un marxismo ortodoxo que destató la subordinación de la formación social boliviana al imperialismo. J. Malloy ha señalado el papel cultural que ciudades como La Paz y Cochabamba desempeñaron en el nacimiento y desarrollo de fuer­zas políticas nuevas. La primera tuvo una mayor inclinación por el nacionalismo, la segunda por el marxismo.

El partido obrero socialista, de corta duración y reducida influencia, fue el primer partido de corte socialista creado en el país (1927). Su líder, el escritor Tristan Marof (G. Navarro), adoptó como lema: "las minas para el indio y las tierras para el pueblo." Años más tarde (1935), con J. Aguirre y A. Valencia Vega, fundó el Partido Obrero Revolucionario (POR). Divisiones internas llevaron a una refundación en Cochabamba (1938). Desde entonces, la obra de G. Lora penetró fuertemente con sus concepciones de izquierda radical el movimiento laboral organizado y los movimientos estudiantiles. Su fuerza ideológi­ca aún hoy mantiene presencia en ámbitos universitarios. Una parte del POR, conducida por Marof, se separó poco después de su fundación y creó el Partido Socialista Obrero Boliviano, disuelto en 1943, a la caída del Gobierno de Peñaranda.

En 1936, se fundó el partido socialistá de E. Valdivieso, también de breve vida activa que sirvió más bien de simiente para alimentar de jóvenes a los partidos que vinieron después. La Falange Socia­lista Boliviana se formó en Santiago de Chile (1937), alrededor de la figura de 0. Unzaga de la Vega, tomando por modelo a la Falange chilena y española, aunque tuvo un marcado contenido cultural boliviano.

El Partido de Izquierda Revolucionario (PIR), el mejor armado en hombres e ideología, apareció en 1940. Unió a su marxismo algunas ideas indigenistas. Luego vino el MNR que acogió en su seno a intelectuales pragmáticos y cubrió un horizonte de ideas que iba desde el nacionalismo hasta el socialis­mo, pasando por el fascismo. Su carencia de una ideología clara la suplió en la oposición y el gobierno con un hábil manejo periodístico de la ironía, el sarcasmo y la sátira para combatir a sus adversarios y alcanzar el poder que supo legitimar con el mito del Estado nacional, pluriclasista.

El Partido Comunista de Bolivia, organizado por jóvenes desprendidos del PIR, apareció en 1950.

Conviene también mencionar al movimiento sindical, otro actor de la Revolución de 1952, que no restringió su papel al específicamente laboral y tuvo una importante acción en el campo político. Su origen más cercano está en los años 20, cuando artesanos y obreros adoptaron formas de organización sindical con fines de ayuda mutua, no desprovistas de ideologías, como el anarquismo y el socialismo.

En 1944, se formó la Federación Sindical de Trabajadores Mineros. Este hecho fue favorecido por la difusión del socialismo, del sindicalismo, en particular soviético, entre los mineros, el contingente labo­ral más numeroso y concentrado del país, llevada a cabo por maestros, universitarios y una vanguardia sindical iniciada en parte en el Chaco.

La historia del movimiento obrero contribuyó en Bolivia y en el mundo a realzar la mitología revo­lucionaria. Los trabajos sobre este tema, posteriores a la toma del gobierno por el MNR, señalaron prin­cipalmente la especificidad de los intereses de los trabajadores y la independencia de su papel respecto al poder instaurado después de abril, así como la esperanza de la Revolución Socialista.

Los distintos elementos del mito que el MNR articuló luego, unos con mucha fuerza otros apenas insinuados, se hallaban presentes en esas formaciones políticas y sociales.

El MNR y la Revolución de Abril

En 1943, un golpe de estado que derrocó al general E. Peñaranda permitió al MNR entrar en el gobierno a través del teniente coronel G. Villarroel, aliado a un grupo de militares nacionalistas que formaban la Logia Razón de Patria (RADEPA).

Este régimen militar-civil tuvo poca unidad, los unos desconfiaban de los otros. Las intrigas y mezquindades frenaban la toma de medidas políticas, restándoles, además, racionalidad. Sin embargo, logró convocar a un Congreso Indígena, en el cual participaron más de 1000 delegados y dictó disposi­ciones para suprimir el sistema del pongueaje, que empero sobrevivió un tiempo más. El desgraciado fusilamiento de un grupo de destacados civiles y militares opositores al gobierno produjo un malestar y temores en las clases medias que desembocaron en una revuelta popular y en el linchamiento del Presi­dente Villarroel, junto a algunos de sus colaboradores.

El régimen manifestó, no sin torpeza, la concepción del Estado fuerte manejado por los militares y políticos nacionalistas. No tanto por la mano dura con los opositores cuanto por la idealización de los mecanismos estadísticos, económicos y de información para el control y previsión de la economía y sociedad.

El MNR fue dispersado en el exilio, pero a partir de ese momento el pequeño partido de intelectuales y profesionales iba a aprovechar de la oposición y la persecución para transformarse en el gran partido de masas que condujo la Revolución Nacional, 6 años más tarde.

La batalla por conquistar la opinión pública tuvo lugar en el período llamado el sexenio, entre el gobierno y el MNR, siendo ganada por este último. La fuerza emotiva y cohesionadora del nacionalis­mo revolucionario fue puesta al servicio de la causa. Ello le permitió aumentar sus simpatizantes y establecer una conexión con los movimientos laborales. Este fue un tiempo de afinamiento programático, con un contenido nacionalista, depurado de las tentaciones del fascismo, que subrayó la urgencia de liberar las potencialidades del pueblo, de la economía y destruir las barreras de dentro y fuera al cambio.

El PIR, un partido doctrinario y relativamente bien implantado en distintos sectores sociales, entró a formar parte del Gobierno de E. Hertzog siguiendo las instrucciones del Comité Central del Partido Comunista de oponerse a los movimientos fascistas. La participación en el gobierno perjudicó enorme­mente al partido ante la opinión pública. Nunca más recuperó el favor popular ni electoral después de la experiencia de esos años.

EL MNR explicó la caída de Villarroel como un suceso más en la lucha entre la nación y la antmación. opuestos desde el nacimiento de la República, según las tesis de C. Montenegro. A pesar de) respaldo del pueblo que le dio la victoria en las elecciones de 1951, pero no el poder, que fue entregado por un golpe de mano del Presidente Urriolagoitia a los militares, los mandos del partido se inclinaban más por recu­perarlo por medio de otro golpe antes que por la revuelta popular.

No es una ironía menor de la historia que la Revolución de abril de 1952, planeada con un grupo de militares y policías para capturar el poder, se hubiese transformado en un alzamiento de masas que incluyó a empleados, universitarios, obreros, mineros, cholas del mercado. El concurso del pueblo en los actos de la toma del gobierno fue el inicio histórico del mito de la revolución y de la alianza de clases.

El gobierno del MNR

Lograda la victoria, el MNR tuvo que convertir la alianza de clases en gestión de gobierno. El Partido constituyó un instrumento para este fin. Se conformó siguiendo dos ejes: uno territorial, organizado alrededor de comandos y células en cada departamento y provincia, en las ciudades por barrios o zonas: el otro eje era funcional: universitarios, profesionales, laborales, etc. La organización partidaria reflejó la pretensión de incorporar a la Revolución a los distintos sectores de la sociedad y encuadrarlos en su acción. Los aliados, en particular el movimiento obrero, mantuvieron sus distancias en despecho de un período de co-gobierno. A los pocos días del triunfo de abril, se creó la poderosa Central Obrera Bolivia­na que agrupó a los trabajadores de todo el país. Después de discusiones entre los partidarios de entrar al gobierno y los oponentes al planteamiento, se decidió aceptar algunos ministerios entregados a trabaja­dores y campesinos, y se impuso un control obrero en las empresas nacionalizadas. Esta composición del régimen expresaba igualmente la alianza de clases, condenada a separarse por las visiones divergentes del pasado y el futuro.

El Gobierno del Presidente Paz Estenssoro cumplió progresivamente las ofertas previas plasmándo­las en disposiciones legales e instituciones: Nacionalización de Minas de las grandes empresas. Reforma Agraria, Voto Universal. Más tarde, para impulsar la di versificación económica y la superación de la dependencia, estableció mecanismos centralizados de control y previsión de la economía encargados de elaborar planes de desarrollo, en los cuales se concretaba el propósito de diversificar la economía. He aquí los hechos principales de la Revolución del MNR.

La toma de las medidas de nacionalización de minas y reforma agraria se hizo bajo fuertes y contra­dictorias presiones de los sectores populares del ala conservadora y de los radicales del partido. Pero se ejecutaron. Ellas atrajeron la atención continental y aún más allá. La recepción externa de las medidas revolucionarias destacó la idea de la importancia de la revolución para lograrlas. Una vez cumplidas las promesas fundamentales, los hechos de la Revolución, el partido en el poder no empujó transformacio­nes más radicales en las instituciones y el poder, como pedían sus aliados obreros y su ala radical, si bien el mito revolucionario continuó invocándose.

Temprano comenzó la política voluntarista de formar una burguesía nacional para crear un desarro­llo endógeno del país. El intento naufragó en un mar de prebendas y favores estatales selectivamente concedidos, cuyo único fruto resultó ser la construcción de residencias conspicuas para los beneficiados del partido en el barrio de Miraflores de La Paz. La burguesía recién se manifestó, al principio con matices más locales que nacionales, durante el régimen de Bánzer en la década de los 70, aprovechando del crédito concesional otorgado por agencias financieras del Estado, pero esa es otra historia.

Las ciencias sociales y el Mito de la Revolución

En la elaboración y difusión del mito de la revolución tuvieron también un papel significativo las Ciencias Sociales. El proceso iniciado por el levantamiento popular de abril de 1952 atrajo el interés de muchos investigadores nacionales y extranjeros. Estos últimos enfocaron el proceso con los paradigmas de la época. Por cierto, no todos siguieron la misma línea ni destacaron los mismos aspectos.

Entre los primeros trabajos, se encontraban los referidos a la historia del movimiento sindical, donde la Revolución de Abril y sus relaciones con la Revolución Proletaria por llegar eran un hilo conductor para la comprensión del sentido de la lucha de los trabajadores.

El Movimiento agrario recibió especial atención y dio lugar a importantes investigaciones de carác­ter empírico que mostraron las modalidades de tenencia de la tierra pre y post revolución, las formas de organización rural, el sindicalismo campesino. La investigación puso de manifiesto la relativa autonomía de las luchas del hombre rural. Todo un cúmulo de trabajos reflejó el impacto de la Revolución en el campo, además de contribuir al desarrollo de la investigación en ciencias sociales en el país.

La Revolución en el poder concitó pronto el interés de autores nacionales con una posición política apologética o crítica. Los estudios emprendidos desde las ciencias sociales se efectuaron en el marco de las teorías de la movilización, que señalaban la declinación del sistema político y social tradicional, la puesta en disponibilidad de acción de las masas por las migraciones, la guerra y el surgimiento de nuevas expectativas por la incapacidad de las viejas instituciones para incorporarlas y controlarlas. G. Germani y T. Di Telia, en América Latina, ofrecieron un modelo influyente de este punto vista, que postuló el paso del mundo tradicional al moderno a través del cambio de estructuras y comportamientos. La Revolución Nacional fue tomada por muchos como un ejemplo de esta transformación.

La teoría del populismo fue empleada igualmente para interpretar el proceso boliviano. A. Touraine lo consideró como un fenómeno típicamente latinoamericano, en el cual la debilidad de las organizacio­nes de clase derivó en una alianza entre ellas que, en el caso del país, fue conducida por elites de clases medias. Estas sacaron la tajada del león del proceso que, así, por la voluntad de gratificación inmediata de los sectores medios, gestionados del gobierno, sufrió un debilitamiento, atizando los conflictos con los demás sectores perjudicados. A pesar de todo, el movimiento revolucionario significó una ruptura con el orden tradicional y la dependencia.

J. Malloy, en un libro influyente sobre todo en el ámbito académico anglosajón interesado en América latina, tardíamente vertido al castellano, tomó las revoluciones como un proceso de redistribución de la capacidad de influencia de los grupos en el poder y, a la vez, como una redefinición de los principios y conceptos de la autoridad. El análisis de los cambios revolucionarios lo llevó a sostener su fracaso, de ahí el título de la obra: Bolivia, la revolución inconclusa. El MNR no consiguió liberarse del todo de las instituciones y prácticas del pasado. Los dirigentes se agotaron en las peleas internas, las tendencias centrífugas se tomaron el desquite de los mecanismos centralizados de deci­sión y la reforma agraria no resolvió los problemas de productividad y mejora de vida de los campesi­nos, salvo el gozo de mayor libertad y autonomía con respecto al sistema patronal, por supuesto, ya un logro en sí mismo. C. Mitchel produjo una investigación pionera en el país sobre el MNR. Allí vinculó las prácticas poco democráticas del partido con su forma de organización. (Reformers as revolutionaries, tesis no publicada).

Balance de la Revolución Nacional

La construcción policlasista del Estado Nacional fue severamente desafiada por los hechos, aunque continuó desempeñando el papel de legitimar al Gobierno del MNR. Desde los primeros días del régi­men, el conflicto entre la facción derechista del partido y las demás, acusadas de hacer el juego al marxis­mo radical, produjo una ruptura y un primer intento de golpe. Los sectores medios no constituían un todo homogéneo, ni en el partido ni fuera de él. Algunos se alinearon con la Revolución, otros se pusieron del lado de la oposición pero, a pesar de esas diferencias internas, resultaron mayoritariamente aventajados por lás políticas del régimen.

El sindicalismo organizado en la C.O.B. se alejó paulatinamente del gobierno bajo la influencia de posiciones poristas, socialistas y en su enfrentamiento contribuyó a empantanar las medidas guberna­mentales o a negociarlas hasta modificarlas de manera importante. Así perdieron la racionalidad de su concepción. En el segundo gobierno de Paz Estenssoro, la ruptura quedó sellada.

El Movimiento campesino, también atravesado por conflictos internos entre líderes y regiones, pro­rrogó su respaldo al gobierno, concluyendo alianzas tácticas con los sucesores del MNR, dando y obte­niendo favores del Estado y de los partidos, hasta bien entrada la década de los '70, en la cual se conso­lidó un sindicalismo campesino independiente.

La oposición clase-pueblo siguió expresándose en el período de la post-revolución. El pueblo fue destacado otra vez por el gobierno del general Barrientos, considerado como el factor de cohesión nacio­nal. Las reivindicaciones clasistas contra el Estado, sin embargo, se robustecieron después de la caída del MNR. J. P. Lavaud examinó en varios artículos esta situación en que el pueblo comenzó a fragmentarse en clases que dirigieron sus demandas hacia el poder estatal, al mismo tiempo que aparecían modelos distintos de Estado incubados en movimientos regionales, en sectores empresariales.

El mito revolucionario de la construcción nacional con el concurso del puebio, apoyado en un Estado nacional fuerte y un partido que monopolizaba la interpretación correcta de la historia, no fue favorable a la consolidación democrática, pues resultó poco tolerante con la oposición tildada de retrógrada, con el ejercicio libre del voto. Tampoco lo fue el movimiento laboral organizado, portador de concepciones alternativas de sociedad, que siempre consideró la democracia como una fachada formal, burguesa, en el mejor de los casos, como una etapa destinada a ser superada, alejada del interés real del proletariado. Sin olvidar las prácticas autoritarias y fuertemente manipuladoras con las cuales se manejó su democracia interna. Dicho sea de paso, el MNR tampoco se privó de ellas.

Las concepciones de la sociedad defendida por el sindicalismo se mantuvieron vivas, como un contra modelo de sociedad que todavía pretendió copar el poder en el primer gobierno de la vuelta de la democracia. La oposición a esta propuesta vino de los actores posrevolucionarios ligados a las regiones y empresas. Estos ganaron fuerza e influencia en la sociedad actual, rediseñada con la vuelta de la democracia, después del último ciclo militar concluido en la incompetencia, la corrupción y el abuso.

Pasado el momento de euforia, de las grandes medidas políticas, económicas y sociales, la revolu­ción se agotó y el mito prosiguió, aunque cada vez fue menos capaz de despertar el entusiasmo popular.

El partido consiguió mantenerse hasta 1964 y aún crecer antes que por el fervor de los adherentes por las prebendas, el clientelismo, la corrupción no sancionada en el manejo del aparato estatal, reservado casi en exclusividad para sus integrantes y aliados. Prácticas que pesaron fuertemente en el futuro de las instituciones democráticas.

La oposición entre el partido policlasista y las clases laborales organizadas en la COB debilitaron a las organizaciones más independientes de la sociedad civil, abrumadas por la dimensión, el poder de esas agrupaciones y sus querellas. Ahora, aquellas parecían tomar su desquite del sistema partidario y sindical.

Las tendencias regionalistas crecieron durante el período de los gobiernos movimientistas, incapaces de darles cabida en el planteamiento policlasista y ofrecer respuesta a sus intereses específicos en los modelos de desarrollo elaborados por el centro. Un serio incidente se produjo durante el primer gobierno de H. Siles Zuazo que marcó el desenvolvimiento posterior del movimiento regional cruceño, uno de los primeros en plantear proposiciones diferentes a las hechas por el centralismo de la revolución. Ahora los planteamientos descentralizadores constituyen una vuelta de las regiones, de las localidades o, más aún, un desquite de las nacionalidades en vías de resurgimiento sobre los ideales de unidad de la revolución nacional, aún cuando muchas de ellas crecieron a su amparo. Ese es otro activo importante a la hora del balance de esta época. Estas tendencias que pugnan por expresarse en las propuestas de Reforma Cons­titucional se cargan de esperanzas y de amenazas.

La esquematización de la realidad, llevada a cabo por los principales actores del proceso que se inició en 1952, terminó con el decreto 21060, con el cual se modificaron las orientaciones centrales de la revolución, firmado y promulgado por el mismo partido y el mismo Presidente que dictó y ejecutó las nacionalizaciones. La mitología revolucionaria se nutrió de las dos vertientes ideológicas predominantes en el siglo XX: el nacionalismo y el socialismo. Ambas enemigas y cómplices, ejercieron una orienta­ción sobre el discurso de los protagonistas que los comportamientos con frecuencia desmentían, produ­ciendo desilusión y bronca en el ciudadano.

Cuando el mito del Estado Nacional y la Revolución quedó distanciado de las políticas, cuando éstas ya tenían poco de los ideales de 1952, la caída del MNR se tornó inevitable. Las complicidades con el movimiento obrero y otros adversarios se hicieron difíciles de sostener y realizar. La ruptura se hizo revuelta. El mito sobrevivió, sin embargo, a la salida del poder del MNR que. al acabar su ciclo de gobierno, poco pudo recurrir a él porque su invocación para preservar el poder desnudaba el viejo pragmatismo y hacía relucir el cínico maquiavelismo del predominio de la política sobre la moral.

En el Decreto 21060 se expresó la sensibilidad de los tiempos nuevos, la aparición de los actores que los encarnan, así como la realidad internacional después del derrumbe del muro de Berlín. Con él se desm'anteló el nacionalismo y el socialismo. El sindicalismo se debilitó, recobró vigor el movimiento contrario al centralismo hegemónico de los sectores medios urbanos, artífices del mito del Estado Nacio­nal Revolucionario. Irrumpieron masivamente en la escena pública las regiones y los pueblos originarios. El Estado nacional se volvió multiétnico y multicultural, de productor y benefactor se convirtió en supervisor, papel hoy otra vez discutido. Ni los partidos de derecha ni de izquierda, tampoco los movi­mientos cívicos se definen más con relación a los ideales de la Revolución Nacional. La mayoría de los ciudadanos no cree más que con ellos se alcance los valores de la convivencia actual. Los principios del mundo de hoy, derechos humanos, justicia, equidad, reconocimiento de las diferencias, no son discutidos ni por unos ni por otros. Los actores de la sociedad civil los emplean para recortar a los políticos su campo de acción, aunque las instituciones que los plasman tardan en llegar, la democracia empero aún parece ser la mejor vía para edificarlas.

El mito de la Revolución del 52 sobrevivió a ésta, pero se fue erosionando a medida que su función justificadora se anteponía a la movilizadora, el símbolo al hecho. No sería justo terminar con esta observación, que pasa por alto su papel de proporcionar sentido compartido a los hombres y sus acciones. Cierto, el sentido del mito del 52 compitió con otros, en particular con el vehiculado por el marxismo. También con pretensiones de desplegar sentidos globales. Ambos se opacaron cuando triunfó la raciona­lidad del mercado, cuando las identidades menores se apoderaron de las preocupaciones del ciudadano, sin lograr, empero, compensar el vacío dejado por aquellos. El malestar de la hora quizá descubra a la vez la pobreza de la razón privada de las razones del corazón de las que habló Pascal y la ceguera de éstas últimas para abrirse hacia aquella.

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