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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.23 La Paz  2002

 

NOVELA

 

Capítulo Y
Un Amor sin Fronteras

 

 


 

 

Luis Lorenzo Lewis, LL como lo llamaban sus allegados más íntimos, luego de conversar con Manuel, el mayordomo, sobre el operativo del rodeo en las próximas horas, alumbrado por la perezosa luz de una vela, termina de fumarse su charuto negro Inca. Ya descansado del trajín de día festivo, del que fue su principal protagonista, se pone a meditar sobre los problemas de su hacienda, no siempre gratos. Se desabrocha la gruesa camisa ovina, se descalza las pesadas botas y se tiende de espaldas en la mullida cama de su dormitorio. No puede sacarse de la cabeza el inminente rodeo nocturno de estos momentos, allá en los ventosos pastizales de Chullpatira.

-¡Qué pena... pero es inevitable que así sea! Si le pido a Manuel que afloje las riendas, no sólo le restaré autoridad sino que los pastos de mis ahijaderos podrían mermar para el seco otoño que se avecina. Es una pena que, justo, en estas fiestas los pastores metan su ganado a mis ahijaderos.

Mira su reloj, son las diez de la noche. Entorna sus grandes ojos castaños y retrocede en el tiempo. Cómo no recordar aquel indeleble mediodía soleado de octubre, en la cálida quietud del agreste y lítico paisaje del cañón de Canta Canta, con sus grandes moles de piedra, por donde se escurren tímidamente las pocas pero transparentes aguas del único riachuelo que permite su embalse para calmar la sed de cientos de ovejas, llamas y alpacas, calcinadas por el abrasador sol del estío andino. Todo se le viene a la memoria como si hubiese sucedido ayer, allá en Canta Canta, cuando a pie fue a inspeccionar las frágiles paredes del dique.

Luis Lorenzo Lewis, levantando el ala de su sombrero, observa que el sol comienza a declinar. Se mira en el metálico espejo de las aguas cautivas y al notarlas tibias, sin pensar más, se desviste y lanza a la poza, alterando la inmutable y milenaria paz que caracteriza a estos paisajes cordilleranos.

Pero lo que no sospecha es que desde lo alto de una roca es acechado por las negras pupilas de una joven pastora de singular belleza, que desde muy niña, cuando apenas contaba sus quince núbiles años, había quedado impresionada por el joven patrón que, en las largas noches de tertulia familiar, al calor del fogón de barro y paja, siempre había estado presente. Luego lo conocería en carne y hueso en una invernal trasquila de oveja y ¡oh sorpresa! comenzaría a atraerle. Ahora, por primera vez en la plenitud de sus sensuales dieciocho años, siente bullir en sus túrgidos y duros senos de cobre, una extraña sensación de mujer atraída por un hombre joven y recio, sin comprender ni importarle las abismales distancias que los separan. Se trata de Lucina, la hija menor del clan familiar de los Coarite, del ayllu de Sallapa-ta y, por cierto, una de las pocas familias de grandes criadores indígenas de ovejas, llamas y alpacas en leguas a la redonda. LL, recordando sus habilidades de nadador aprendidas cuando mozo en la Escuela Naval de Chorrillos (Lima, Perú), flota en las límpidas aguas, de espaldas y en cruz con los ojos casi cerrados por el reverberante sol de mediodía que le da de lleno en la cara.

De pronto, unas pequeñas piedrecillas arrojadas al pozo llaman su atención y poniéndose vertical queda pasmado al ver en la orilla del frente, apenas a unos diez pasos, la alta, bella y esbelta figura de una muchacha a la que nunca había visto antes y que, desafiante y coqueta, le regala una sugerente sonrisa en sus perlados dientes, que parecen querer escaparse de sus grandes y carnosos labios.

- Soy la Lucina, patrón, hija del Andrés Coarite de las alturas de Sallapata, le dice al amo, altiva y sonriente a modo de presentación, sin dejar de mirarlo fijamente.

Luis Lorenzo, ya repuesto de la sorpresa pero no del impacto recibido por esta beldad aymara, como disimulando su confusión, desnudo en cuerpo y alma, sólo atina a decir:

- ¿Qué haces por acá?

- Pasteo las ovejas de mi padre y de vez en cuando me mojo en estas mismas aguas, como hoy pensaba hacerlo... pero tú te has adelantado patrón; otro día será...

Este, arrobado, se le queda mirando de pies a cabeza y se dice a sí mismo: "¿dónde estabas antes, que no te había visto...?" En tanto que la pícara Lucina también piensa: "¡por fin te conozco y qué guapo eres!".

Lewis, en la penumbra de su tibio dormitorio, cierra los ojos y vuelve a soñar con la Lucina, en aquella lejana tarde en Canta Canta.

- Espérame arriba entre las rocas... ¿quieres?, le había dicho con emocionado acento de mozo enamorado. ¡Santo cielo!, ¿qué me está pasando con esta muchacha...?

Y había ocurrido lo predecible. Lucina, aquella tarde de octubre, se entregó, así nomás, abriéndose en un límpido cáliz al altar de un amor sin trampas, promesas ni condiciones. De entonces a ahora, a dos años de distancia, no habían vuelto a verse ni nunca más pudieron olvidarse.

Recordó también, ahora que había vuelto a la hacienda, cómo cerca al medio día, los bombos de los sicuris anunciaron con sus rítmicos y sordos sonidos el inicio del ritual baile de patrones y pastores.

Manuel, el mayordomo, ya descansado del viaje, elegantemente vestido con poncho rojo de guardas azules, sombrero nuevo blanco como la nieve sobre un chullo verde bordado con cuentas de vidrios multicolores, acompañado de su mujer, de alta montera negra y rojo y ropas azul añil de fiesta, se le acercó y con un ademán ordenó a su mujer que invitara al patrón a romper y encabezar el baile, al compás de una reconocida tropa de sicuris de Tarucani, tan famosos como los de Italaque.

El joven patrón, como siempre había sido una tradición en la familia de los Lewis, este ocho de diciembre, después de la misa celebrada por un cura ex profesamente traído de Charazani, danzó en la plazuela de la capilla, al compás de las melodías de las zampoñas, conjuntamente sus invitados mistis de los pueblos de la frontera perú-boliviana, en particular de Charazani y Cojata.

En un escenario multicolor de ponchos y aguayos al viento, se dio la misa, en el templo empequeñecido por la asistencia de todos los indios de la hacienda, las estancias colindantes y, obviamente, de los invitados que con altanería y cursi solemnidad participaron de las ceremonias de la misa y la procesión religiosa. Lewis todo lo hacía por compromiso antes que por devoción y con la ansiedad de un adolescente apasionado buscaba entre el gentío a la Lucina Coarite, seguramente hecha más mujer.

Desde las cercas de tapial del inmenso y rústico atrio del templo recién pintado de ocres naturales blanco y rojo, decenas de indios e indias vestidos con sus ropas de fiesta observaban curiosos al patrón y sus invitados. En este marco humano, una espigada muchacha, color mate, de labios carnosos, ojos grandes negros y rasgados, mentón desafiante, alegre y dulce como una flor de singayo, con montera de fiesta de colores rojo, verde y negro, ceñida pollera de azul índigo y mantón negro cubriendo su insinuante almilla de blanca bayeta, sobresalía nítidamente entre el gentío. En cuestión de segundos, se encontraron las miradas de Lucina y Luis Lorenzo. "¡Qué linda mujercita se había vuelto en tan poco tiempo !...", se dijo para sí Lewis.

En la segunda vuelta a la plaza, los ojos del patrón se clavaron en los de la muchacha que, impávida, ni por un instante rehuyó la firme mirada. Más al contrario, con una desafiante sonrisa, desapercibida para todos, menos para Luis Lorenzo, le devolvió el reto. Las zampoñas seguían desgranando sus roncas y telúricas melodías que los ecos de los cerros devolvían, presagiando la reedición de un amor prohibido sin tiempos ni condiciones...

La alta y esbelta estampa de Lewis calzado con botas nuevas marrones, colán café, canana sin balas ni revolver; gruesa camisa nogal de oveja, sombrero de vaquero avellano alón y ladeado, danzaba cadencioso y elegante, contrastando con el colorido ropaje de "sus indios" de la hacienda, las mujeres y toda la comunidad de pastores asistentes. La tropa de bailarines, luego de varios giros por la plaza, sale y entre serpentinas y mixtura y un callejón de niños curiosos, se enrumba a las afueras del caserío patronal. Al fin encuentra entre la muchedumbre a su amada pastora ataviada de fiesta, tan igual o quizás más bella y sensual que hace apenas dos años. Nuevamente cautivado por la fascinante Lucina, no la pierde de vista mientras gira y gira al ritmo de los sicuris, hasta que en un impulso incontrolable se desprende de la mujer del Mayordomo y en plena danza toma de la mano a Lucina quién, entre rubores y emociones, baila con el patrón, su amor imposible pero cierto, hasta avanzadas horas de la tarde.

En un paréntesis de la danza, Luis, sin más preámbulos y con la naturalidad de los hechos y dichos de los amores andinos, le dice, casi susurrando:

- No he dejado de pensar en vos. Esta noche te espero en mi cuarto, ven por la parte de atrás, la ventana que da al corral estará abierta...

Lucina no contesta, pero sus ojos negros dicen sí.

Ya por la noche, la gente duerme la borrachera de la tarde, todo se hace un alcoholizado silencio. Desde lejos, el viento musita las últimas melodías de los melancólicos zampoñeros que retornan a sus caseríos.

En su habitación, a la lumbre de la vela, Lewis enciende otro cigarro y mirando las caprichosas formas del humo, no puede abstraerse de los sucesos de la tarde.

Todo había ocurrido como consecuencia de una costumbre muy arraigada en las fiestas de las haciendas: la ocasional danza de comunión, piel a piel, de patrones y pastores, que Luis Lorenzo reproducía año tras año, bailando y bebiendo con los pastores, en la fiesta de Nuestra Señora de la Concepción, patrona de Mekani. Sus pocos invitados, patrones como él, algunos comerciantes y artesanos así como el cura de Charazani -principal invitado en la fiesta- se habían retirado a sus cuartos, cansados y amodorrados por la chicha y los cocteles,

-  Me prometió que por siempre y para siempre, desde las altas cumbres del Supuloma estaría esperando mi llegada a la finca, musitaba Lewis y por primera vez en su vida sintión miedo y una extraña desazón en su aventurero corazón, al percibir cómo la presen_cia de una moza india se sobreponía a la de tantas mujeres blancas de su pasado y presente. Lewis estaba viviendo los últimos días de su solterío, ya que estaba comprometido con una muchacha del pueblo, hija de un comerciante en lanas y que recién había retornado de un Colegio de monjas de Arequipa.

Sin embargo, se durmió pensando en la Lucina, estaba cansado... Ya en brazos de Morfeo, soñó que Lucina etérea y translúcida, mecida por la niebla de los Andes, flotaba y flotaba en la pampa y las lomas; lo llamaba, se perdía y aparecía; y él corriendo tras ella, sin poder alcanzarla en las serranías de sus dominios, la alta montaña del Supuloma.

A eso de las once de la noche despertó ansioso e inquieto como un quinceañero. Mordisqueó un pedazo de queso de paria con mote de maíz y de un solo trago se bebió una copa grande de pisco lea que lo sacudió de pies a cabeza. Por un momento, se puso serio. El sólo pensar en las ensangrentadas ovejas en las pampas de Chullpatira lo molestaba. Y como era su costumbre, se echó encima de la cama, para refrescarla antes de volver a meterse entre las gruesas frazadas. Con Lucina de por medio imposible volver a conciliar el sueño. "La he visto más mujer..., ¿cómo reaccionará ahora?", meditaba.

La noche, la inmensa noche en los Andes no siempre es silencio cósmico. Los pucu pucus, los eternos cantores de la noche y algunos trasnochadores lekelekes advirtieron que una ágil figura humana, como una sombra, se deslizaba desde las alturas de Sallapata rumbo a la casa de hacienda en los bajíos de la pampa del Cajonani. Era Lucina, ya sin sus ropas de fiesta y sólo con una blanca almilla ceñida por la cintura con una faja rojiamarilla y cubierta de cabeza a pantorrilas con un gran mantón negro de pastora de llamas, corría anhelante y sudorosa en pos del imposibe amor de un hombre que ya una vez le fue accesible y que, además, aún estaba libre.

La razón le decía que volviera atrás, pero Lucina ya estaba enamorada del hombre, no del patrón. Su ingenuo corazón de muchacha, como un manantial de aguas puras, brotaba y se despeñaba en un torbellino de inciertas y peligrosas pasiones. Mientras sus diminutos pies calzados de sandalias de cuero volaban al encuentro, pensaba con algo de remordimiento cómo había engañado a sus padres.

- Tata, mama, la Dominguita está enferma y me ha pedido que esta noche la acompañe, mintió. Partiré al comenzar la noche porque para mí es fresca y segura.

Los padres, callados, fruncieron el ceño; sabían de antemano que para su hija no había imposibles ni fronteras. La joven madre, orgullosa de tener una hija así, no se opuso, pero le recomendó que se cuidara del karisiri que en las noches sin luna esperaba por los recodos de los caminos a incautos caminantes. El padre, por unos segundos fijó sus ojos en los de su hija que no pudo sostenerlos. Había advertido en la fiesta de la casa de hacienda el intercambio de miradas entre el patrón y su hija; en esos momentos había sonreído con orgullo de padre ingenuo, pero ahora estaba preocupado. Empezó a atar cabos. Uno de los más cotizados y prósperos jóvenes de Umabamba de los Sarvía pretendía a su hija y se había concertado la visita de los padres para formalizar la unión de sus hijos y, por cierto, de dos importantes familias de pastores de la región. Lucina, a un comienzo, dio largas al compromiso, hasta que por último se negó rotundamente a recibir la visita del novio ideal.

- Si ustedes insisten, me voy a Bolivia, de criada de la mama grande Avi, los había amenazado.

Cuando la cruz del sur estaba ya bien inclinada sobre el Cajonani, entre las oscuras moles del caserío, Lucina divisó una luz, la luz de la ventana convenida. Disminuyó la marcha y como hembra al acecho, acezando, se agazapó sobre el muro del corral. "No están los perros, pero los pongos pueden estar despiertos, esperando a los rodeantes", pensó. Todo su transpirado cuerpo temblaba, pero no de frío sino de emociones contenidas en largos meses de espera. Con ágil salto de gata en celo traspuso el muro. Por un instante tuvo miedo, pero el deseo de hembra joven y apasionada la hizo avanzar como hipnotizada hacia la ventana, que de día antes ya estaba abierta.

-Aquí estoy, patrón, dijo a modo de saludo.

LL la contempló de pies a cabeza, con mezcla de ternura y curiosidad. Se le acercó y la besó con avidez en los labios. Lucina respondió como pudo. No conocía de estas manifestaciones de amor «misti», pero su cuerpo moreno y felino, sin saber por qué, se enervó como kisuara mecida por fuertes vientos. Lucina levantó la cabeza y con suplicantes lágrimas en los ojos, buscó los de su amo y amante.

- ¿Por qué has tardado tanto patrón... por qué? A mí me parece que ha transcurrido un siglo. ¿No ha pasado la trasquila de las llamas, el destete de las ovejas, la fiesta de Santiago, la luna no ha cambiado de forma muchas veces ...? Y tú..., ¡te has olvidado de tu pobre Lucina! Todo este tiempo, desde las alturas del Supuloma, esperaba que aparecieras por las laderas de Huancasaya..., le reclamó.

El hombre la tomó de sus redondos hombros y en silencio la abrazó contra su pecho. Por primera vez se puso a pensar que estaba jugando con los sentimientos de una muchacha incapaz de medir los peligros de una relación tan desigual, pero también entendió que, pese a todo, no estaba dispuesto a dejarla.

- Lucina, yo te quiero... no te he olvidado; yo también, desde las pampas del río Suches y los bosques de Tambopata, donde he permanecido por meses buscando oro... no te he olvidado.... no te podría olvidar, Lucina.

Amorosamente le quitó el mantón y abrazó su cintura de caña... Lucina sintió cómo su pecho se agitaba, su duro vientre se combó y toda ella se fundió en el cuerpo de un hombre recio y duro como las rocas del Canta Canta. En las cumbres de las montañas relampaguearon los rayos, los pucupucus, felices como nunca, revolotearon sobre la casa entonando trinos de salutación a un amor singular; las estrellas dejaron su misteriosa inmovilidad y retozaron alegres por el firmamento andino... Una de sus más queridas hijas, Lucina, la pastora de las alturas, era una mujer plena y feliz así fuera por unos momentos, que fueron intensos.

Después, en silencio y recostada sobre LL, en sus dedos de cobre ensortijaba los lacios cabellos de su amado.

-Tú eres el señor..., el patrón y yo soy apenas una india de la hacienda... tu imilla, subrayó sonriente.

- Hacia afuera así es y así será, pero te aseguro que cuando estemos tú y yo solos, seré tu hombre, le dijo con una convicción que a él mismo le sorprendió.

Afuera, las pajas bravas silbaban al viento que arreciaba...

Lucina, luego de un breve silencio, levantando la cabeza la aproximó a la de su amante y por primera vez lo miró cara a cara y con la altivez innata de los aymaras le respondió:

- Los cerros, los campos, los ríos y los cielos son míos, como yo soy de ellos; no olvides que soy hija de la mama Pajsi (madre luna), ella me protege en las noches. Entonces, al amparo de ella, todo este campo es mío y... tuyo sólo cuando llegues, concluyó apoyando su cabeza sobre el hombro del patrón. Yo siempre te estaré esperando desde la cumbre del Supuloma.

Por toda respuesta, LL la tomó por las curvas de sus tibias y redondas caderas, apretándola nuevamente contra su cuerpo.

- Los lekelekes están anunciado la madrugada patrón. Antes de que se vayan las estrellas me iré a descansar a una de mis camañas mas próximas a mi casa y al amanecer partiré.

LL intenta protestar, pero Lucina lo silencia con un tierno y recién aprendido beso.

A la distancia ladran los perros. Lucina se incorpora atenta y escucha el lejano relinchar de un caballo.

- Patrón, están cerca los rodeantes, ¡en unos momentos llegarán!

Rápidamente se viste e inclinándose sobre su amo lo toma de las manos y le reclama el próximo encuentro:

- El jueves, a la vuelta de la feria de Huancasaya, te estaré esperando en las peñolerías del Canta Canta, cuando sus sombras se estén proyectando sobre el río.

LL, que ya está prendado de Lucina, la voluntariosa y bella muchacha india, le dice sí con un movimiento de cabeza. Se miran por un instante y Lucina, así como había llegado, da media vuelta y de un salto desaparece por la ventana, perdiéndose silenciosa y veloz en la noche, su cómplice y protectora. A LL todo le parece un sueño pero no es así, en la habitación flota el fuerte y mentolado aroma de muñas recién 0orecidas.

Los gallos de las comarcas de Mekani, como en consigna, desde diferentes latitudes de pampas y serranías, anuncian un nuevo amanecer que se filtra tímidamente por las rendijas de las pequeñas ventanas. LL no duerme, medita sobre lo que podría significarle un hijo no deseado y peor si viene de una madre india. "¡Mi madre me mata! Y hasta podría expulsar de Sallapata al clan de los Coarite". Permanece enfrascado en estos pensamientos, hasta que los cascos de un tropel de caballos irrumpen en el caserío. "¡Los rodeantes!", se dice y rápidamente de un soplo apaga la vela que aún alumbraba la pequeña habitación. La inconfundible voz del Mayordomo ordena en voz alta:

- ¡Guardar los caballos en los corrales¡, ¡a dormir! A las diez le informaremos al patrón... Nadie, absolutamente nadie, debe saber del operativo de Chullpatira, ¿entendido?

Luego todo se hizo silencio, de rato en rato interrumpido por el canto de un gallo atrasón. Mientras éstos comienzan a dormir, la grácil figura de una muchacha de blanca almilla envuelta en negro reboso, cual mariposa matutina, trepa ágilmente la empinada cuesta de Sallapata. Desde su cumbre, los aquilinos ojos de Andrés Coarite, padre de la muchacha, otean el horizonte; al divisarla, se le ensombrece la cara y apreta con fuerza el mango de su zurriago de fino y largo látigo trenzado de tripa de llama.

-  ¡Carajo, has ofendido a tus padres y a todo el ayllu de los Coarite..! ¡Esto no se va a quedarasí..!

 

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