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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.23 La Paz  2002

 

NOVELA

Capítulo X

Minos y Sangre en los Pastizales del Patrón

 

 


 

En estas inmensas y solitarias regiones, caballo, perro y amo son una inseparable e indispensable tríada para hacer frente a lo insólito y a la vez cotidiano de la dura tarea de administrar las infinitas haciendas de criadores de ovinos, llamas y alpacas. La pampa es un espacio sideral, sin tiempo ni distancias y en ella, como flecha lanzada al viento con la mirada puesta en el infinito, un perro grande y criollo de pelaje amarillo galopa en pos de su destino que unas veces es Mekani y otras Cojata, territorios donde es a la vez temido y odiado por los pastores. En su trayecto, cientos de ovejas se arremolinan y los pastores lo ven pasar con las hondas revoleando al aire. Es Minos, el terror de estos parajes esteparios. Noble y altanero, criado, amaestrado y engreído por su amo Luis Lorenzo, quien le dispensa consideraciones por encima de su propia familia y de los sometidos pastores aymaras, de su hacienda Mekani. Tal es así que Minos es conocido en los confines de las fincas colindantes como cruel y sanguinario, llegando su fama hasta los lejanos agricultores de Jotilaya, Bolivia, la ya única hacienda agrícola de la familia Lewis, a casi unas quince leguas de la frontera.

Desde muy temprano, hay movimiento en la casa grande de los Lewis. Al rayar el alba, en la caballeriza del trasfondo del patio se escuchan ruidos de molinos. Son los caballos que de sus morrales van triturando los granos de cebada seca, para resistir una dura jornada que de tiempo en tiempo, rompe la monotonía de los habitantes de la casa gamonal. Está por amanecer, los gallos cantan en los alares de los inhabitados y viejos cuartos del patio trasero, llenos de cosas como pilas de tichelas, de los gomales de Tambopata; una herrumbrada cocina de fierro; por allá una destartalada prensa y zunchos metálicos de los tiempos de oro de la lana. Todos ellos reminiscentes y nostálgicos testimonios de los intrépidos comerciantes de la goma, el oro y la quina.

No ha asomado todavía el sol por las cumbres nevadas, sin embargo hay un ir y venir de gente entre la cocina y la despensa. Doña Asencia y su corte de soñolientos pongos y criadas pelan papas, asan carnes, atizan el fogón grande de barro, ante la adusta y atenta mirada del mayordomo y sus lugartenientes que enfundados en sendos ponchos plomos, esperan ser los primeros comensales de la madrugada: una caliente !agua de negro chuño y grandes pedazos de charqui de llama.

Han pasado unas cuantas horas y por fin el disco dorado del astro rey emerge tras las cristalinas montañas de la cordillera real de los Andes. Manuel, frotándose las manos mira el cielo y sentencia que será una soleada mañana de estos veranos andinos. Minos descansa nervioso en el patio principal de la casa de pueblo; intuye, por el piafar de los caballos, que bien pronto tendrá que salir con los rodeantes a sus ocasionales aventuras nocturnas en los ahijaderos1 del patrón. Se había acentuado el rumor de que en las noches sin luna de Mekani, furtivos pastores habrían vuelto a incursionarcon sus flacas ovejas en las tierras exclusivas de la hacienda.

Manuel Quispe, el moreno, alto y espigado Mayordomo de Mekani, de no más de treinta años, con el negro sombrero de oveja ceñido hasta las cejas en la tostada frente, saca del corral al recién lustrado y brioso alazán rumbo al patio principal donde lo aguarda el cojo Venancio, regordete y retacón, mozo de caballeriza de Luis Lorenzo. Es hijo de doña Asencia, la anciana cocinera, casi nacida en la casa, la mandamás sobre la tropa de criadas, mithanis y ponguitos semaneros venidos del campo. El cojo, hijo de Asencia, procreado y criado en la casa y consentido del patrón, es el encargado de los aperos de caballería de la familia. Entre éste y Manuel, hay una notoria rivalidad por quién es el más favorecido con la confianza y los favores del patrón.

Manuel, el Mayordomo, con natural aire de supremacía, le ordena a Venancio que el caballo del patrón sea ensillado con montura galápago para llegar temprano a la hacienda. El cojo le responde que él sabe lo que tiene que hacer y que no se meta en las cosas de montar. Manuel lo mira y mide con desprecio, gira sobre sus talones y a grandes zancadas se dirige rumbo a los corrales, esta vez para ordenar a sus subordinados, indios como él, preparar sus cabalgaduras. Minos está jadeante, sólo espera que por la puerta vidriada del amplio comedor aparezca su amo y señor. Son algo más de las ocho de la mañana y emerge la silueta de Lewis, vigoroso con su traje de montar, alforjas al hombro y "fuete en mano" enfundadas de cuero. Para Minos, basta oír el taconeo de las espoladas botas de montar de su amo para entender que tiene tarea en el campo donde le espera su habitual y cruel misión nocturna en los grandes pastizales de la hacienda. Venancio ensilla al alazán, revisa bocado, cinchas, estribos y los herrajes de los embetunados cascos y de tiro lo saca a la calle. El mayordomo, los dos rodeantes y los dos sotas2 en servicio de turno anual, salen también del caserón, pero por la pequeña "puerta de los indios" y esperan unos metros más arriba del portón principal las órdenes de partida del patrón. A modo de despedida de rutina la imponente mamá Avi, madre del patrón, le dice a éste que la merienda va en la alforja.

- Es una pierna de cordero mechada y papas blancas con tuntas rellenas de queso... te lo ha hecho la Asencia, como te gustan hijo, le dice con un tono que es un claro mensaje a su futura nuera de que es ella la que dispone y manda sobre su único hijo.

Minos, jadeante y con la atenta mirada puesta en su amo, sólo espera partir.

El alazán caracolea inquieto y de un ágil salto está Luis Lorenzo en el lomo de su exclusivo chumbibilcano. Ajusta el cordón de su sombrero de ala ancha, lo inclina hacia adelante y levantando la enfuetada mano derecha, a modo de despedida les dice a sus familiares:

- Mandaré con el pongo de la semana dos desollados y queso fresco... ¡hasta pronto!

La caravana toma la esquina del horno y rauda tuerce a la izquierda por un costado de las altas paredes traseras de la casa de los Sarvía.
Ya en la soledad de la pampa se adelantan las cabalgaduras del patrón y el mayordomo, flanqueadas un poco mas atrás por los dos rodeantes y los sotas. Minos, abstraído del mundo que lo rodea, como ignorándolo, comienza a trotar bien pegado al caballo de su amo. Este consulta su reloj de bolsillo y mirando el plomizo cielo le dice a Manuel:

- Merendaremos en Soraicho y si no pasa nada estaremos en Mekani a las cinco de la tarde.

- Tengo todo dispuesto para esta noche patrón, le responde Manuel y mirando a Minos agrega:

- Mañana en la noche tendrás sangre fresca y caliente.

Los caballos entran a un trote de ritmo apurado y elegante. Los hombres de Lewis cabalgan en silencio. Angelino, uno de los rodeantes, mira a Minos con odio disimulado; recuerda que hace apenas un año atrás, en una aciaga noche de agosto, cuando no era autoridad, le destripó seis ovejas preñadas en los pastizales prohibidos del patrón. La pampa, en la inmensidad de sus silencios cósmicos, se traga a la caravana que pasa a ser parte de inanimados puntitos y manchas de casas y dispersas llamas y ovejas. Las montañas nevadas, inmóviles y vigilantes cíclopes de cristal, desde la eternidad miran pasar el tiempo inmutable. Son las diez de la mañana y las diminutas cocinas de paja y yareta cobran vida, dibujando espirales de humo que se disipan en el enrarecido aire andino. En lo alto del cielo, un cernícalo asesino se abate sobre una descuidada torcaza que en un santiamén pasa a convertirse en plumas mecidas al viento. De vez en cuando, de los cascos de las bestias escapan rubíes, esmeraldas y topacios... son las lagartijas pampeñas que calientan al sol sus entumecidos cuerpecillos.

Ya opacada quedó atrás la colina donde yace recostado y mirando al naciente, el pueblito de Cojata; su alta torre es un hito visible y sonoro en leguas a la redonda. A la derecha de los viajeros, como gigante y viejo fusil pétreo, recortada sobre la pampa, corre de norte a sur, la serranía de Tomapirua; y un poco más al norte ya se divisan al pie de unas lomas azulinas, las blancas y rojizas siluetas de la casa de hacienda de Umabamba, la emblemática finca de Juan Pasquier Sarvía donde mandó criar ovinos de razas adaptadas a las alturas y seleccionados rebaños de blancas alpacas. Es uno de los dominios de la temida familia Sarvía.

Los cinco jinetes de la cabalgata y Minos, siempre trotando al lado de su amo, ven dibujarse, entre la bruma de espejismos que titilan, como flotando en el aire, Soraicho, el misterioso y abandonado pueblo de piedra donde sólo moran vizcachas y ñajtos, vivaces pájaros carpinteros andinos de color amarillo moteado de manchas rojas y negras. Han pasado cuatro horas, son las doce y media y los caballos sudorosos apuran el paso porque saben que en cuestión de minutos harán el consabido alto para liberarse de las bridas, mordisquear duros pastos y tomarse las frescas y transparentes aguas de un abrevadero que nunca se seca.

En todo el trayecto, desde las breñas y las kamaíias, ojos alertas y temerosos ven pasar la caravana; casi todos alistan sus hondas. Todos tienen puestos los ojos en el conocido carnicero Minos, que en no pocas ocasiones les ha espantado a sus animales. Son indios que pastan sus pocas ovejas y llamas en las tierras cedidas y autorizadas por el patrón. Minos, consciente del peligro que supone el tremolar de hondas al viento, se hace el distraído y pasa de largo, mostrando su dignidad de perro privilegiado por el poder de uno de los señores de la región. Lewis, mientras se aproxima a Soraicho, piensa en muchas cosas.

- ¿Viajaré a París después de la trasquila donde me espera Juan Pasquier?

Ese altanero y soberbio contemporáneo suyo, que siempre quiso emparentar su familia con los Lewis casándolo con su hermana Lucy, le prodigaba una rara y afectuosa amistad.

Hace meses que no pasaba por Mekani y le preocupan sus caballos de cría, las condiciones en que manejan los pastores sus aproximadamente tres mil cabezas de ovinos, alpacas y llamas. Pero luego, esbozando una leve sonrisa, se dice:

- Hay también algo muy interesante que me espera en la fiesta de la Concepción.

Son las doce y más. Están en Soraicho, la fantasmagórica ciudadela de piedra, donde como siempre los ñajtos les dan la bienvenida con sus alegres ñaj ñaj ñaj ñaj ñajjj... Lewis desmonta y entrega las riendas de su caballo a Manuel, que aflojando las sudadas cinchas ordena a uno de los sotas tender los manteles blancos sobre el pasto. La merienda de papas, ajíes y carnes mechadas de cordero se ponen al sol del mediodía y a la sola disposición del paladar del patrón y su consentido Minos, únicos comensales de est: singular "mesa".

Un poco mas allá, agrupados, los indios en función de autoridades mordisquean sus chuños, papas y charqui de oveja, esperando algo de la privilegiada merienda.

- Manuel, aquí hay algo para ustedes, sírvanse, les dice el patrón, a tiempo de entregarle los restos de la siempre apetecida comida, que con frugalidad desaparece en los musculosos y apretados estómagos de "sus indios".

La refrescada caravana retoma el camino que serpenteando trepa, lentamente, por la cuesta de Parquipujo, hasta encumbrarse en el lomo de las alturas de Huancasaya, otra de las haciendas de los Sarvía, ya colindante con la extensa Mekani. La fría brisa que sopla en estas cumbres reconforta a bestias y hombres que retoman el elegante ritmo de acelerados caballos de paso. Minos, para quién hasta las más pequeñas piedrecillas de estos parajes son conocidas, se adelanta y corre elásticamente. De rato en rato voltea la cabeza como diciendo ¡apúrense! ¡apúrense!

Desde estas alturas ya se divisa parte de Mekani, la imponente silueta azul oscuro de las serranías del Supuloma, donde dicen que antes habitaban pequeños ciervos andinos hoy desaparecidos para siempre. Son las tres de la tarde y el canicular sol comienza a inclinarse al poniente. La caravana en estas inmensas soledades de silencios sin memoria parece no avanzar, sin embargo avanza. Los viajeros escrutan paisajes conocidos desde siempre. A sus espaldas las ya difusas pampas de Tomapirua, Cailloma y Ulla Ulla, por donde inmóvil serpentea el cristalino río Suchez. A la izquierda la blanquiazul cordillera que corriendo de norte a sur, se pierde en los confines de la frontera. Al frente, las rojizas serranías de Tarucani, otra hacienda de los Lewis, hace frontera con Pallallani de los Morrow de Puerto Acosta, Bolivia. En las cumbres, tropillas de vicuñas se denuncian con sus inconfundibles silbidos. Minos escucha atento y reconoce su impotencia frente a ellas.

La caravana apura el paso. Los dorsales y los ijares de los caballos están mojados y presintiendo la cercanía de sus pagos, descienden a medio galope por los rayados senderos que conducen a la hacienda. Una que otra asustada perdiz, con escandaloso y pesado vuelo, se escapa de los cascos de las bestias para perderse en los secos y amarillentos pajonales de estas regiones. Por fin ingresan a los territorios de Mekani por una alta puerta de piedra sin techo ni paredes, que con las serranías circundantes de leguas a la redonda delimitan los derechos propietarios de la familia Lewis.

Desde las alturas del Supuloma, una bella y espigada muchacha indígena de ojos grandes y oscuros, turgentes senos y torneadas y firmes caderas, con su negra montera en cruz de llamera flameando al viento, otea el horizonte de ingreso a la hacienda. Fija sus ojos en un punto polvoriento y una incontenible emoción la sacude al ver que el patrón se aproxima a la finca. Es Lucina, la hija menor del poderoso clan de los Coarite que, no se sabe desde cuándo, nacen, se reproducen y mueren en Sallapata, como en otros tantos ayllus los Quispe, los Condori, los Mamani, los Cheka, etc., sobre los que se ha configurado el rapaz sistema hacenda! del mundo andino.

Lucina sonríe al ver la caravana. Sus blancos y lechosos dientes quieren escaparse de la prisión de sus carnosos labios de mujer veinteañera. Mientras la rueca gira en sus morenas manos, piensa en aquella tarde en Canta Canta, ansiosa de volver a repetir su primera experiencia amorosa con el patrón. Rápidamente arremolina a sus llamas y ovejas y como muy pocas veces, con mucha anticipación, las arrea rumbo a los corrales familiares.

- Me prometió que para su vuelta me buscaría.

Minos ya no está en la vanguardia. Ha desaparecido y con canino galope acorta el camino hacia la casa de hacienda, por senderos sólo conocidos por él. Desde la lejanía, los pastores siguen con ojos preocupados la llegada del odiado y temido Minos que, jadeante, irrumpe en el caserío por la parte trasera, donde lo espera su compinche Ñutto, un perro negro, grande y lanudo, de cara afilada y orejas cortas que nunca salió de la hacienda. Se parece en mucho a un descuidado oso de las montañas; está igualmente amaestrado como Minos, pero se muestra sumiso y dócil frente al favorito del patrón. Su nombre, Ñutto, lo debe a su mutilada cola, que en aymara quiere decir colín.

Antonio, el Alcalde, responsable del mantenimiento de la casa de hacienda y administrador de la quesería, es una autoridad local que muy raras veces abandona la finca. Con energía ordena al mulero, mithani y pongo semanero estar listos ante la inminente llegada del patrón. Ya en territorio de los Lewis, las familias desde sus caseríos de paja y piedra, saludan agitando sombreros en alto en tanto que los perros del campo, como adivinando penas para sus amos indios, ladran y ladran al paso de la caballería. Manuel, el mayordomo, con el índice de su mano derecha muestra al patrón, a lontananza, los ahijaderos cerrados por kilométricas hileras de cercos de piedra que a la media noche de mañana serán inspeccionados por él, los dos rodeantes y los dos sotas~ en total serán cinco jinetes apocalípticos en frescos caballos segundones de la hacienda.

Por la pampa de Chullpatira, en medio de una tenue polvareda de cascos, se aproximan a la casa de hacienda. Ingresan en cuestión de minutos y a paso ligero a la larga calle de piedra, que separa a derecha e izquierda simétricos corralones que trascienden guanos ovinos, antes de alcanzar el tercer patio de grandes muros cercados de barro y piedra, donde algunos pastores, hombres y mujeres, junto al Alcalde, esperan al patrón, que volvía a Mekani desde octubre pasado. Los viajeros desmontan y estiran las piernas; los pastores aflojan las sudadas cinchas de los caballos y esperaran una media hora para enfriarlos antes de desensillados completamente, luego de unas siete horas de cabalgar desde las ya lejanas pampas de la frontera. Los indios, sombrero en mano, uno por uno saludan y le dan la bienvenida a Luis Lorenzo Lewis, que de inmediato traspone el rústico portón del segundo patio empedrado y omado en sus cuatro esquinas por arbolitos de kollis. Olores a queso rancio y chalonas respiran dos pequeñas puertas sin tiempo ni color, mitad madera y mitad rejas de hierro. A la izquierda del portón, otra menuda puerta de plancha de zinc, de un azul indefinido cuida de un grande ambiente, el cuarto de aperos, donde se guardan ordenadamente dispuestas bridas, monturas, caronas, pellones, herrajes, cinchas, bozales, estribos, etc. Es decir, todo el equipo de caballería, imprescindible para movilizarse en los grandes y desolados territorios de la formal frontera peruboliviana.

Estos son los territorios andinos de cientos de leguas con marcados linderos raciales, económicos y sociales, que a partir de los años veinte, post guerra mundial, comienzan a declinar, por el ocio despreocupado de los hijos de los extranjeros capitanes de la industria lanera, que a comienzos del siglo, se asentaron sobre las tierras y las espaldas de miles de hombres y mujeres, pastores sometidos a un oprobioso régimen feudal.

El tercer patio, de paredes pintadas de blanco y bordes rojos, con pequeñas puertas de una hoja y ventanas vidriadas y enrejadas, alberga cuatro dormitorios, comedor, despensa y una pequeña oficina del patrón. El piso del patio, simétricamente dibujado por grandes baldosas cuadradas y redondas piedras rojizas, luce limpio. El moblaje de los cuartos es rústico y austero; las paredes empapeladas con amarillentos periódicos de Lima y La Paz, retrotraen imágenes y noticias de los avances y retrocesos de la guerra universal; propaganda de negros automóviles Ford T, de casas comerciales de compro y vendo, de origen inglés. Esta parte de la casa de hacienda tiene ingreso limitado; sólo entran los patrones, el mayordomo, el ponguito de la semana y obviamente Minos, que tiene en este patio su casa de adobe y cama de pellón de llama. Ñutto no cuenta con estos privilegios, duerme en el primer patio, en un oscuro hueco, apenas revocado al lado de la cocina. Como en todas las casas de hacienda de estas frías regiones, los techos son de paja y barro, que con el tiempo, han adquirido un color tierra que en las noches sin luna se confunde con la infinita oscuridad.

Alforjas al hombro y el sombrero volcado atrás, Luis Lorenzo Lewis se seca la frente, ingresa directamente al comedor, se desabrocha la canana y el pesado revólver Colt 44 de cinco tiros y lo cuelga en una repisa de la pared. Sobre una pesada mesa negra, más larga que ancha, con sus cuatro sillas rústicas de madera blanca, humean dos fuentes de papas blancas y negra caya y en una chúa de barro. la infaltable jal/paguayca hecha de ajíes rojos y secos molidos al agua salada.

Manuel, recién aseado y ya fresco, doblándose un poco ingresa al comedor, con una gran sartén donde aún chisporrotean las grasas de un entero costillar de cordero capón asado a fuego lento.

- ¿Y Minos?, pregunta Lewis.

- Comerán poco ahora patrón, con Ñutto ya están en ayuno hasta la media noche de mañana.

El patrón no responde. Le angustia tener que autorizar antiguas y crueles formas de reprimir "daños" indígenas en los ahijaderos patronales. En silencio, con las manos degustan la cena campestre. Manuel rompe el silencio y le informa del plan de rodeo de mañana por la noche en las pampas del sur, en los ricos pastizales de Chullpatira, donde se ha evidenciado la presencia nocturna de ganado ajeno.

Manuel a tiempo de recoger la mesa comenta:

- Todo está discretamente dispuesto para mañana patrón; las cuatro linternas de seis pilas ya están cargadas; los rodeantes, Julián y Malilo y los sotas el «chileno» Marianito y Josemaría serán de la partida. Sólo después de la cena y en absoluta reserva les ordenaré que preparen sus caballos. Partiremos al filo de la media noche, cuando la cruz del sur esté recostada sobre el Cajonani.

Sonríe, se atusa su ralo bigote y sus oblicuos ojos se achinan...

- ¡Ni ellos saben a dónde iremos! En la fiesta tomaremos poco para estar con mente y ojos atentos.

Luis Lorenzo está molesto con estos afanes y mirando las volutas de humo de su cigarro, se escapa a otros pensamientos que tienen forma de mujer.

- Muchas gracias y suerte Manuel, le dice a modo de despedida y sin ningún entusiasmo. Se levanta de la mesa apaga de un soplo la vela, sale al patio, contempla las estrellas que titilan en el firmamento.

- Ojalá la noche de mañana sea tan linda como ahora, se dice, dirigiéndose al dormitorio de huéspedes, como queriendo olvidar el rodeo planeado por Manuel.

- Estoy esperanzado en volver a encontrarla en la misa o en la procesión de la virgen, pero la encontraré, dice con convicción de enamorado, mientras con la manga de su chaqueta limpia el polvo de los vidrios.

Mira la vieja cuja de madera tendida con gruesas y coloridas frazadas de lana de oveja, sobre unas sábanas de tocuyo azul. Sobre la mesita del velador está un mustio candelero junto a una tijera cortamechas. Se dirige hacia la única ventana que da al corral trasero (excusado); afloja los picaportes y un frío airecillo invade el dormitorio de huéspedes.

Ya en su dormitorio y a la blanca luz de una espelma, vela de grasa de cachalote, se le agolpan insondables pensamientos.

-  ¿Si en vez de casarme con María Bustillos me fuera a París como me lo pide Juan Pasquier...? Mi madre me pide que vaya a La Paz; la casa de la Pando está en manos de mi medio hermano que es de poco fiar ¿Qué hago, mamita?

Se angustia por un momento mirando un empolvado cuadro de la Virgen del Socorro que cuelga sobre la puerta interior que comunica con su pequeño comedor. Sumido en estos pensamientos dormitaba Luis Lorenzo, cuando de pronto irrumpe la calma de la noche el canto agorero de un pichitanca.

-  ¡Miechca... ésta es mala señal! Se persigna y arrebujándose lo mejor posible con las pesadas frazadas, se duerme pensando en la fiesta del día siguiente.

Son las ocho de la mañana del 8 de diciembre, salta de la cama, se restrega los ojos y mirando la ventana sonríe. Va a ser un día asoleado. Mis invitados ya deben estar en camino, debo tomar mis previsiones.

- ¡Pongo, Pongo! ¡Que vengan Manuel y Angelino! Estos no tardan en presentarse.

- Manuel, ¿todo está listo?

- Todo patrón, no te preocupes. Esta madrugada han llegado dos propios3 de Charazani, habían andado toda la noche; uno es de tu pariente Postigo y el otro el Sacristán del tata José. Tus invitados llegarán antes de medio día, le dice, a tiempo de entregarle una carta manuscrita: "Querido primo Luis, agradecidos por tu invitación, te anunciamos nuestra llegada momentos después de que leas esta misiva. Hasta pronto, Aduco".

En la casona de paja todo el mundo manda. Fulano, ¿dónde están los cestos de coca?; Sutano, ¡vé a la capilla y revisa el altar y el vino del tatacura!; Merengano, ¡ya debían estar limpios los patios, carajo!.

 

3 Mensajeros de confianza.

Son las once. Desde diferentes latitudes de la hacienda vienen llegando grupos de gentes de sus ayllus, mujeres y niños con sus mejores ropas de fiesta y con regalos aquellos que son ahijados del patrón. En esta fiesta de sincretismos hispanoandinos, la Pachamama y la virgen de la Concepción son una indivisible unidad religiosa.

Los invitados de la frontera llegan a tiempo. Todos con elegantes ropas de la época están sentados en el tercer patio. Al compás de La guacachina, degustan ricos cocteles de naranja. El cura con aire solemne les insta a dirigirse a la misa:

- Mi sacristán acaba de informarme que todo está dispuesto. Los alferes indios están en el templo. Vámonos, caballeros.

Estos con disimulada molestia dejan sus copas y en caravana se dirigen a la iglesia que repica sus sordas campanitas, prácticamente silenciadas por los rítmicos compases de las tropas de sicuris. En la plaza llena de indios elegantes y multicolores, está Lucina, la tierna pastora, enamorada de un amor sin fronteras..

La fiesta ha concluido y se ha hecho noche. En la cocina de la casa de hacienda, toda tiznada de intemporales negros humos, la luz fantasmagórica de una mechachúa (mechero de sebo), refleja los tostados y vigorosos rostros de varios hombres jóvenes enfundados en sendos lluchus rojos y ponchos plomos de guardas rojas, azules y amarillas. Con apurada frugalidad, sorben de grandes platos un rico y sabroso caldo de cabezas de cordero, plato especial para situaciones especiales. Los tiznados ponguitos con compungida mirada los observan. Presienten horas de angustia y penas en algunas de las centenas de familias que seguro duermen ya las fatigas de la fiesta patronal de Mekani.

Minos y Ñutto, jadeantes y atentos, sin hambre ni sosiego, sólo esperan en el primer patio la hora de partir. Son las once de la noche, los pucupucus desde los altos del Cajonani hacen contra punto; los lekelekes, centinelas de la noche, de rato en rato y a lo lejos denuncian la presencia de algún zorro que merodea por los soñolientos corrales de desprevenidas ovejas. En todas las cocinas, a la tenue luz de sus mechachuas los pastores comentan la llegada del patrón y la fiesta del día. Los pastores de ganado de hacienda, a pesar del alcohol y el cansancio, hacen números sobre el hato de ovejas del patrón. Madres, machos, capones, crías y los muertos, en el curso de los próximos días serán explicados al patrón en presencia del celoso Mayordomo que, libro en mano, tomará nota. No pocos están preocupados, tendrán que reponer las ovejas que el zorro se llevó.

De pronto, hay movimiento en la casa. Manuel ordena a sus subordinados ensillar sus caballos; entrega a los rodeantes las potentes linternas y a un costado de la montura ensarta la carabina.

- Por sí acaso la llevaré, monologa Manuel, mientras se calza sus negras polainas que en su cumpleaños le regaló el patrón.

En el patio de la cocina, las difusas siluetas de hombres y bestias se aprestan a partir con destino aún desconocido. La alta figura de Manuel con su negro sombrero encasquetado hasta las cejas y su ancho poncho que le cubre las rodillas, aparece en el portón que comunica al patio principal donde dormita Lewis.

- ¡Vengan!, les ordena a sus subordinados con clara voz de mando y sacando de su bolsillo una blanca botellita les ofrece un trago de alcohol. Es puro, para calentamos, les dice. Escuchen: nos vamos al sur, a las moyas de Chullpatira; y sin más explicaciones de un brinco está sobre su caballo; los hombres en silencio hacen lo mismo. La cara de Angelino se ensombrece. Los caballos caracolean y lentamente salen por la oscura calle de piedra.

- ¡Carajo...! Andrés, mi cuñado, es de esos parajes.. ¡ojalá no sea su ganado el que encontremos en los malditos ahijaderos...!

Los jinetes, nocturnos mensajeros de la muerte, cruzan la puerta de la larga calle; ya a campo abierto trotan rítmicamente y en trágico silencio. Sus ojos se acostumbran a la noche, a las negras siluetas de los cerros, a la gélida pampa sin horizonte y a las lucecitas que guiñan a lo lejos centenarias existencias de hombres mujeres y niños pastores, que descansan duras jornadas de trabajo servidumbral.

Minos y Ñutto ahora son vanguardia; rastrean los misterios de la noche en el viento que sopla de las montañas. Desde prudente distancia, zorros, lechuzas y buhos observan el paso de la caravana de la muerte. Manuel taladra la negrura de la noche y dice, estamos cerca a los ahijaderos; bajen el ritmo de sus caballos, en silencio preparen sus linternas y ábranse en abanico, dos por la izquierda y dos por la derecha, hasta encontrar la fractura del cerco y reencontramos acá en el tiempo más breve posible. ¡A galope! Todos obedecen. Minos, agazapado, es ojos y oídos. Ñutto, servil discípulo, hace lo mismo, sólo esperan las órdenes de Manuel. Las cercas de piedra, de no más de un metro de alto y de leguas de largo, encierran los pastizales del patrón, en perímetros cuadrangulares, divisándose ya nítidos en la nocturnal pupila de los rodeantes.

Angelino no sabe cómo justificar su bronca y pena contenidas. Casi está seguro de que las ovejas de su cuñado Andrés están en el ahijadero y presiente que con los primeros rayos del sol, muchas lágrimas harán surcos en las rosadas mejillas de su hermana Candicha. Mira al joven sota y de antemano sabe que no podrá sobornarlo, so pena de ser castigado por el Mayordomo con recargo de funciones por un año más, conforme la costumbre hecha ley de la región. Si alguna de las familias de pastores de la hacienda se animaba a meter sus animales,

que por lo general lo hacían por la noche, corría el riesgo de perder sus ovejas o llamas en las fauces de los perros amaestrados del patrón. Y uno de esos era Minos, nombre adoptado del mítico rey de los infiernos.

- Tantos pastos y tan pocas ovejitas las nuestras... Así nomás es y así nomás será, ¿hasta cuándo? Esto tiene que terminar..., masculla Angelino entre dientes, mientras trotan paralelos a la cerca.

- ¡Mirá, don Angelino!, dice repentinamente el sota, mostrándole un forado en la cerca. El Andrés vive por estos pagos. Me parece que tu cuñado va a tener problemas con don Manuel, qué pena, ¿no?, le dice bajito y con sincero pesar.

Angelino no responde y girando en redondo su cabalgadura, con la fatalidad pintada en sus ojos, da media vuelta.

- Vamos a informar a don Manuel, dice con los dientes apretados.

Son las dos de la madrugada, a lo lejos, los pucu pucus, cantores de la noche andina, vuelan anunciando a las soñolientas estrellas, con su melancólico canto, que pronto los pastos se teñirán de sangre, cumpliéndose así, una vez más, los eternos rituales de la muerte y resurrección en el mellado mundo andino. Manuel, de pie y apoyado en la cerca, espera con un cigarrillo en la delgada comisura de sus contraídos labios. Al galope llegan Angelino y el sota. Los perros se inquietan; Manuel recibe el informe del hueco en la cerca.

- Esperaremos el retorno de los otros; ya está por clarear y el frío está arreciando, dice, mientras les obsequia a cada uno un cigarrillo y un trago de puro.

Pasan unos largos minutos que son interrumpidos por el Chileno que, fijando sus diminutos ojos verdes en el costado izquierdo de la infinita cerca, divisa las siluetas de los otros dos rodeantes.

- ¡Ya están acá, don Manuel!, grita eufórico. Julián y Malilo, presurosos, desmontan.

- No encontramos nada, informa el primero, inclinando la cabeza a modo de saludo. El Mayordomo, con cruel sonrisa los desmiente:

- No es así, ¿o qué dices, Angelino...?

Ya dentro del ahijadero, las potentes luces de las linternas penetran los oscuros pastizales. Minos y Ñutto, agazapados con calculada actitud, olfatean el aire. De repente, Minos apura el paso y comienza a trotar dócilmente seguido por Ñutto. Los jinetes tienen puestos los ojos en los perros, les siguen a medio galope. La noche ilumina el drama de este microcosmos andino, con sus flamígeros haces de luces de estrellas fugaces que van de derecha a izquierda y viceversa.

- Los achachilas están enojados, mala señal Manuel, se atreve a decir Angelino. Manuel no responde.

Minos está transformado. Sus ojos son dos carbones que queman la oscuridad de la noche. Jadeante mira a izquierda, a derecha, al frente. De repente se detiene, levanta la cabeza y con Ñutto cruzan una mirada de inteligencia. Al frente, a no más de cien metros, unas inmóviles manchas blancas se denuncian. Son unas treinta ovejas aterrorizadas que se amontonan ante la presencia de Minos y Ñutto. Las luces de las tres linternas, como cuchillos luminosos apuntan sobre las indefensas ovejas. Minos se agazapa, Ñutto lo sigue y emprenden, casi pegados a los altos pastos, la criminal carrera. En segundos todo es confusión: balidos lastimeros de ovejas tendidas que agonizan, los pastos se tiñen de caliente y espumosa sangre. Los cinco jinetes, inmóviles, desde una prudente distancia observan la orgía de sangre y terror. Nadie advierte que las curtidas mejillas de Angelino se humedecen con dos furtivas lágrimas, que con el extremo de su chal se las seca rápidamente.

- ¡Carajo! algún día esto tiene que terminar, piensa con contenida e impotente rabia. Manuel se acerca y ve que hay tendidas en un radio de unos veinte metros, más de diez despanzurradas ovejas; algunas todavía patalean.

- Pobres ovejitas... Chileno, ¡acábalas con tu cuchillo!, ordena.

Marianito Rojas, el alegre ojiverde sota dubita por un momento y ante la firme actitud del Mayordomo, de mala gana y mordiéndose los labios pasa a cuchillo a los moribundos animales.

Minos y Ñutto, algo alejados del teatro de sus fechorías, recostados sobre los pastos, jadean sin pausa. Cabeza, cuello y patas de ambos canes asesinos están manchados de sangre fresca, como el Mayordomo le había prometido a Minos ayer en la mañana, a tiempo de partir de Cojata. Todos están confundidos, apesadumbrados y mudos, tratando de desenredar en sus domesticadas mentes una madeja de hilos concienciales sin comienzo ni fin. Manuel, el único "consciente" de sus deberes y obligaciones, saca de sus abstracciones a los compungidos rodeantes y sotas.

- Vámonos, ya va amanecer, dormiremos en la casa de hacienda hasta las diez de la mañana, momento en que informaremos al patrón, dice haciendo girar su cabalgadura.

Marianito compungido mira a Angelino y en sus ojos está la muestra de su solidaridad, como diciendo "yo no quise hacerlo, pero ya ves". Luego tuerce los ojos hacia el Mayordomo que ya trota a la cabeza de la caravana de la muerte. Minos y Ñutto aparecen de algún lugar del dantesco escenario, se detienen por un momento para lamerse sus cuerpos sucios de la sangre que empieza a hacerse costra en sus lanas. Los caballos ya marchan a medio galope, los perros del campo ladran y aúllan en la distancia, denunciando a los cuatro vientos que, nuevamente, hay muerte y sangre en los ahijaderos de la hacienda.

Al rayar el alba, en silencio, una familia llora su imprudencia y temeridad siempre puesta en riesgo, no se sabe desde cuándo y hasta cuándo. Andrés y su mujer Candicha, la hermana de Angelino, están levantados de cama y desde su pequeño patio tienen la mirada puesta en la semioscuridad sin formas del ahijadero, donde sus ovejas han sido cruelmente diezmadas.

- No llores, dice Andrés, mientras abraza a su mujer, nos repondremos; pero sí, te juro, que por lo menos, el perro asesino no estará más para la fiesta del Carmen. Ahora ya nomás saldremos a sacar el ganado, ¡de las muertas haremos chalona y las llevaremos a los valles de Charazani, para cambiarlas con fruta!

En el interior de la cocina, una parejita de niños yacen en sus camitas y susurran con los ojos bien abiertos.

- Anoche la madre de mi chita no estaba en el corral, ¿no la habrá matado el perro amarillo...?

El mayor, Marcos, no contesta, está pensando en cómo ayudar a su padre en la promesa que acaba de hacerle a su madre.

Sobre las cumbres del Supuloma los celajes de la madrugada pintan de lila pálido el horizonte. Los depredadores de la noche retornan a sus madrigueras, excepto unos cuantos zorros que desde las cercanas colinas olfatean el salobre viento de un punto en la pampa y se animan a bajar.

Las estrellas lentamente se van despidiendo del firmamento y es cuando a tropel llega la cabalgata a la silenciosa mole gris de la casa de hacienda. Manuel desmonta, entrega las bridas a uno de los sotas y les recomienda no desensillar hasta las primeras horas del día.

- Vayan a dormir, buena faena, les dice a modo de despedida y como escapándose.

Los rodeantes no contestan. Están confusamente apesadumbrados y disgustados pensando en Andrés y su familia.

Minos, ya descansado, lentamente traspone los dos portones del segundo y tercer patio, olisquea la puerta del dormitorio del amo y luego con paso lento se dirige a su guarida. Ñutto, que tiene prohibido el ingreso al tercer patio, desde su covacha observa la cocina donde los rodeantes y sotas, a la luz de una pálida mechachua, se disponen a dormir.

Las decenas de pastores asentados en la zona de Chullpatira, teatro del drama, igual que la familia de Andrés, soñolientos y mudos testigos de lo sucedido en la moya hacenda), meditan que más temprano que tarde, llegará el jacha uru, día grande de los aymaras. En algunas casas tremolaron puños al cielo, contra el sistema patronal y contra Minos, la causa de sus penas. Menos en la del leído ex-conscripto Eusebio Checa:

- ¡Vamos a barrerlos a los patrones como el viento a las hojas secas¡ Recuperaremos las tierras de nuestros mayores... y esto se va a acabar bien pronto, ¡¡carajo!!.

Dos años atrás había hecho su servicio militar en Puno y un compañero de cuartel de la ciudad, en las noches, le leía las proclamas y programas del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) de Víctor Raúl Haya de la Torre, un joven político que, entre otros cambios, pretendía transformar al Perú feudal.

 

NOTAS

1    Pastizales cercados de piedra, indistintamente llamados moyas o ahijaderos, destinados, exclusivamente, al engorde del ganado del patrón.

  Jóvenes iniciados en la jerarquía del trabajo servidumbral.

 

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