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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.21 La Paz  2000

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

ETNOFAGIA ESTATAL

Vaciamiento ideológico comunal y nuevos modos de dominación estatal:

Análisis de la Ley de Participación Popular

 

 

Félix Patzi1

 

 


 

 

INTRODUCCIÓN

Una de las condiciones básicas para la existencia del Estado (ya sea moderno o atrasado) es la capacidad de poner en marcha mecanismos de integración. Por ello, cada cierto tiempo, el Estado renueva tales mecanismos y ejerce permanentemente -dice Bourdieu- una acción formadora de disposiciones duraderas, a través de todas las coerciones y de las disciplinas corporales y mentales que impone uniformemente al conjunto de los agentes (Bourdieu, 1997:117).

Bajo esta lógica deben entenderse las reformas estatales que se implementaron a partir de 1994. Si bien el Estado del 52 llevó adelante diversos mecanismos de homogeneización c integra­ción, ellos no fueron suficientes para incorporar plenamente a otras culturas. El etnocidio frontal, más que integrar, potencialmente fue creando FOCOS DE RESISTENCIA y de REBELDIA. Por ello, esta forma de llevar adelante el proyecto de integración entró en una notoria crisis.

Una vez fracasado el «Estado del 52», los liberales fueron preocupándose más y más por las estrategias o formas de trasplantar las instituciones liberales a las naciones y culturas tradicionalmente excluidas. En tal sentido, el Estado no abandona su carácter integracionista y asimilacionista, empero, para promocionarlo, deja de lado los métodos abiertos y frontales de etnocidio cultural y opta por otros más simulados. «... En este proceso dicta reformas atrayentes para las nacionalidades, crea también condiciones para que ellos mismos sean par­tícipes del proceso de destrucción de su nación en marcha, a través de la democracia y el mercado, como valores del liberalismo» (Patzi, 1997:155). A este proceso de etnocidio cultu­ral por medios más simulados y de largo plazo es a lo que vamos a llamar etnofagia estatal.

Polanco, refiriéndose al tema, dice que en este proceso «como regla general se inicia el abandono de los programas y las acciones explícitamente encaminados a destruir la cultura de los grupos étnicos, y se adopta un proyecto de más largo plazo que apuesta al efecto absorben­te y asimilador de las múltiples fuerzas que pone en juego la cultura nacional dominante» (Polanco, 1991:96).

En este proceso de etnofagia estatal, la incorporación de personajes de origen indígena en los primeros planos de la vida nacional es muy importante; sin embargo, ello no necesaria­mente significa que éstos asuman los intereses de las naciones de donde provienen; sino que es para avalar y legitimizar su propia liquidación y exclusión como proyecto nacional.

Entonces, consideramos que tanto la reforma a la Constitución Política del Estado como la dictación de diversas Leyes de carácter "pluri-multi", están enmarcadas bajo esta lógica. Es en este contexto que nos permitimos analizar la Ley de Participación Popular (LPP), ya que han pasado cuatro años desde su implementación. Los teóricos salidos de la casta y clase dominante (derechistas e izquierdistas blancoides, unidos por la cultura occidental) no se han cansado de mencionar que la LPP es la única reforma que ha tenido éxito y la consideran como una revolución democrática después de la Reforma Agraria en el área rural. Cuatro años, sin embargo, son suficientes para analizar críticamente el proceso de implementación de la mencionada reforma.

Luego de una somera contextualización de las relaciones entre el movimiento campesi­no-indígena y el Estado, presentamos cuatro conceptos que pueden contribuir a analizar críticamente el proceso de la Ley de participación popular:

1. La participación popular como exportación de valores liberales

2. La participación popular como resurgimiento de la nueva nobleza dominante

3. La participación popular como la desmembración comunal

4.  La participación popular como la negación de la autodeterminación

El contexto: deslegitimación estatal y apropiación de la Plurimulticulturalidad

La reconquista de la autodeterminación siempre fue bandera de lucha histórica funda­mentalmente de aymaras y quechuas. Tal fue el movimiento de Kalari en 1781 y de Zarate Willca en 1899. el primero durante la Colonia y el segundo durante la República. Ambos movimientos lucharon bajo un mismo objetivo: derrocar a la dominación e instaurar sus pro­pias formas de organización política y sus formas de trabajo comunitario practicados ancestralmente desde antes de la llegada de los españoles.

Sin duda, la lucha de Zarate Willca fue el último movimiento autodeterminista, en tanto expresaba el desconocimiento total de las estructuras q'aras de dominación buscando implementar las organizaciones productivas y políticas comunitarias. Desde entonces surge una especie de transición hacia el reconocimiento del Estado Republicano. Esto se refleja en los planteamientos de lucha del movimiento de los Machaqueños y de Santos Marka T'ula, donde los postulados básicos fueron: expropiar las tierras a los hacendados y entregarlas a sus verdaderos productores, escuela para los trabajadores del agro (THOA, 1988 y Albó, 1997).

Aquí se abandona el principio de la autodeterminación como forma política aglutinadora de las comunidades y más bien el reconocimiento del Estado se vuelve nítido, tal como se evi­dencia en el estudio que hizo Silvia Rivera:

«Entre las décadas de 1910-1930, la castellanización y la escuela fueron convertidas en demandas del propio movimiento aymara qhichwa, como medio para acceder a la ciudadanía y a los derechos que las leyes republicanas reconocían en el papel, pero que las prácticas del estado y la sociedad oligárquica negaban cotidianamente» (Rivera. 1993:49).

Diríamos entonces que ésta es la época de gestación del principio de la propiedad priva­da, que se va a acentuar con la incursión de los militantes del MNR y de la Izquierda en la época posterior a la vuelta de la guerra del Chaco. La noción del retorno a las formas organizativas comunitarias como expresión de la autodeterminación fue diluyéndose y empe­zó un acercamiento hacia el Estado que, al parecer, según los comunarios. ofrecía solucionar sus problemas.

Es así que los «indios» usuqiados por las haciendas, por primera vez apostaron al pro­yecto capitalista que se conjuncionaba en la propiedad privada, expresado en la consigna «la tierra es de quien la trabaja», la participación política mediante el voto y la educación gratuita. Dichas ofertas fueron apropiadas y convertidas en pilares de su propia lucha por los campesi­nos «indios» hasta los años 70. De esta manera renunciaron a sus aspiraciones comunitarias autodeterministas por las que históricamente habían luchado.

Por otro lado, convencidos de que podían además incorporarse a la vida ciudadana, muchos apostaron a emigrar del campo hacia las ciudades, creyendo que allí se podía lograr mayor movilidad social, ya que la imagen que se habían formado de las ciudades en el Estado del 52 era la del trabajo seguro y la posterior jubilación, buenos sueldos, profesionalización de sus hijos, etc.

Veían que la única forma de salir de la explotación, opresión y discriminación racial era dejando de ser campesinos y/o labradores de la tierra, de ahí que la gran mayoría de los padres se esforzaran en edyear a sus hijos y algunos buscaran trabajos en las ciudades. El siguiente testimonio es elocuente al respecto:

«Yo hago esfuerzo para que mi hijo vaya a estudiar a la ciudad para que algún día ya no sean como nosotros trabajadores del campo. Aquí se sufre mucho, cada vez hay que estar supeditado al clima. Queremos que nuestros hijos ya no trabajen la tierra, quere­mos que estén sentado en la silla, limpio y que sepan hablar castellano como los q'aras, ya no indios ni qamaqis como hemos sido nosotros durante mucho tiempo» (Testimo­nio de Eusebio Paco, 1979).

De esta manera, el fenómeno de la emigración de la población joven de las comunidades se convirtió en un hecho inevitable: fue imposible retener esa fuerza productiva, esa potencia­lidad que, en vez de sacar adelante a la comunidad, actualmente la destruye pues es ella la principal desmembradora de las organizaciones comunitarias.

El Estado coadyuvó muy bien en este proceso. Mediante la educación y los medios de comunicación, forjó un espíritu y ciertas estructuras mentales de desprecio al trabajo agrícola. Por ello, las causas de la migración no deben buscarse solamente en el minifundio.

Con la formación de estructuras mentales de orientación urbana, el joven cree que en las ciudades se vive mejor, limpio, hasta su cara se blanquea un poco en comparación a la de aquel que se queda en el campo, ya que no está expuesto todo el día en el sol. El querer ser blanco, o por lo menos un poquito diferente a sus hermanos, se fue convirtiendo en aspiración de la nueva generación.

Este comportamiento de los comunarios muestra que el Estado logró penetrar las estruc­turas mentales, particularmente de los jóvenes. De esta manera, los comunarios -conocidos por error histórico como «indios»- renunciaron -como diría Alvaro García2 - a su propuesta de autodeterminación y creyeron en el Estado del 52. Ein otras palabras, transaron su identidad y apostaron a «blanquear» su cultura.

Sin embargo, esta forma de creer y las aspiraciones de esta generación, pronto quedaron frustradas. Esc sueño de sentarse en la silla o conseguir un trabajo seguro se hizo cada vez más difícil de alcanzar, debido a que los puestos de trabajo en fábricas y minas ya habían sido copados por los campesinos de la generación más antigua y las oficinas del Estado por los mestizos. La nueva generación se vio entonces obligada a aceptar los trabajos más bajos de la sociedad: albañiles, cargadores, garzones de las pensiones, etc. En el caso de las mujeres jóvenes migrantes, a emplearse como «empleadas domésticas». Estos servicios personales, ahora denominados con el término disimulador de «trabajadoras del hogar» no pueden esconder la explotación despiadada a las sirvientas de pollera y en algunos casos a las birlochas hijas de las cholas, quienes trabajan 12 y hasta 18 horas diarias. Las mismas mujeres criollas -que muchas veces se llaman a sí mismas "feministas"- someten a sus sirvientas a una vida un poquito más allá de la de un animal domés­tico, obligándolas a comer las sobras de sus patrones y a dormir en los pasillos. Muchas de ellas han sufrido incluso vergonzosas violaciones sexuales, resultado de las cuales han sus «sataqas" o "jinchu q'años» (denominación aymara para hijo de soltería). Con mucho dolor y rabia ellas se vieron obligadas a aceptar a esos hijos cuando no forzadas a abortar o abandonarlos. Este es el drama que había reproducido el Estado del 52.

Pese a estas discriminaciones, las indígenas han ido invadiendo cada vez más las ciuda­des: se asentaron ya no solamente como «empleadas», sino como bordadoras, vendedoras y desempeñaron muchos oficios creativos que les permitieron incluso convertirse en muchos casos en una nueva y naciente burguesía Aymara. Así entonces, la chola provinciana de polle­ras largas, topos y sombreros con copa baja, desplazó a esa chola paceña, alta y delgada, instruida y de edad madura, con prendas de vestir muy características como sus botitas de media caña y de taco alto, su sombrero blanco de copa alta y su pollera cuyo borde inferior llegaba justo al borde superior de sus botitas (Quispe Lusiku, 1996).

Ante la invasión de la chola provinciana, la chola paceña que simplemente era la mujer mestiza y en algunos casos criolla, para mantener su «status social colonial», se vio forzada a convertirse en «chota» de traje, para distinguirse de esa chola provinciana de tez morena, aunque ya no con olor a tierra. De esta manera, las contradicciones coloniales se ramificaron, más aún con el surgimiento de «birlochas», es decir, hijas de cholas provincianas culturalmente forzadas a vestirse de pantalón y vestido, para de esta manera acceder a los espacios sociales y culturales en una sociedad profundamente racista.

Ahora, la chota discrimina a la birlocha pero la birlocha también discrimina a la chola y la chola a la de pollera del campo. Eso lo podemos observar cotidianamente en los micros, minibuses, en el mercado, en las ferias de campo. La birlocha y los cholitos hijo de la chola migrante resultan ahora los más discriminadores de campesinos y mujeres del campo, tratán­doles de «indios ignorantes». La gente del campo les pone a su vez el denominativo de «t'aras», para diferenciarlos de «q'aras».

El drama del Estado del 52 no termina ahí. Resulta que la «educación popular y gratuita» sólo sirvió para alfabetizar hasta que el «indio» aprenda el castellano, aunque «k"allu-k"allo» (castellano no fluidamente hablado); para que pueda avalar con su voto su propia discriminación y explotación; o, finalmente, para que pueda ir al mercado a comprar mercancías capitalistas y de esta manera construir el tan soñado mercado interior. Por otro lado, la educación fue diseñada bajo los márgenes de los espacios coloniales de «movilidad social», como el profesor que puede llegar hasta director, o el ser carabinero, etcétera. Todas ellas profesiones que no permiten el ascenso hacia espacios jerárquicos de poder y dominación, porque éstos han sido diseñados para los blancos. Aquí, muchos dirán que también en el mundo existen blancos explotados. Evidente­mente sí, pero en los Andes las estructuras ocupacionales y económicas han sido construidas sobre la base de lo étnico: el criollo y el mestizo son burgueses y/o burócratas, el moreno y/o el «indio» son trabajadores proletarios u ocupados en actividades incluso denigrantes para el ser humano, como empleada doméstica en el caso de las mujeres. Por ello, hasta ahora sigue ausente un Mamani o un Quispe como oficial de Ejército o Policía, así como tampoco podemos ver personas profesionales con este apellido en puestos de Ministro u ocupando cargos jerárquicos dentro la estructura burocrática del Estado. Álvaro García diría:

«¿Que hay mujeres de pollera en el Parlamento? Cierto, pero esto no deja de ser una frivolidad carnavalera, meramente simbólica hasta casi folklórica, de una élite encorbatada, castellanizada y rabiosamente bolivianizada, marginadora, detestadora y opresora de cientos, de miles de millones de mujeres de pollera, que deberían formar la mayoría absoluta, no la excepción, de todo órgano de poder y decisión realmente «pluri multi», verdaderamente participativo, auténticamente sintetizador de la «mezcla», del «chenco»» (García Linera, 1993:48).

Obligados por esta discriminación, muchos hijos de comunarios, para acceder a estudios superiores, han optado por castellanizar su apellido; de ahí el paso de Mamaní a Alcon, de Quispe a Quisbert; en otras palabras, ésta es la maesmanización a la fuerza3. Lo único que no han podido cambiar es su color de piel ni su manera de hablar, el castellano k"alu-k"allu. Igualmente, están las cholitas forzadas a vestirse de señoritas y dejar la pollera para poder conseguir un trabajo distinto al de empleada. Si bien con estas formas de inclusión a las estruc­turas coloniales acceden a estudios superiores, ello no quiere decir que se hayan liberado de las manipulaciones de los espacios jerárquicos del poder. Por el contrario, viven con más crueldad la discriminación racial, presente en formas sutiles como el marginamiento de los grupos de estudio para determinadas materias, etcétera. En muchos casos, el campesino estu­diante de la Universidad suele sentirse solo al no tener con quién poder discutir o hablar de diferentes temas. En otros casos, muchos de los mestizos se aprovechan de él sólo para reali­zar trabajos, pero una vez elaborados éstos nuevamente lo aislan. Incluso la forma de saludar es distinta entre los mestizos, pues se dan un beso en la mejilla mientras a los campesinos sólo les dan la mano; hasta en eso el trato no es fraterno y sincero, sino diferente.

Por todo ello, la imagen que tenían campesinos e inmigrantes del Estado del 52, como estado benefactor y de bienestar social, pronto se convirtió en una brutal frustración, ya que la clase dominante continuaba reproduciendo los viejos esquemas jerárquicos de poder sustenta­dos en el racismo, como hemos descrito más arriba. Por otro lado, el Estado tampoco fue capaz de llevar adelante el proyecto de ciudadanización. Factores todos ellos, que cada vez fueron deslegitimando más las diversas acciones estatales.

La disconformidad de las masas plebeyas, reconocidas étnicamente como «indios» y campesinos, como productores de la pequeña parcela otorgada por la Reforma Agraria, se puede hallar en esta frustración respecto a los compromisos incumplidos de la nueva clase dominante y la incapacidad del Estado para llevar adelante el proyecto de ciudadanización y/o bolivianidad.

Dicha disconformidad se hace pública a finales de la década del 60 y es planteada por Kataristas e Indianistas; los primeros desde una tendencia más sindical y los segundos desde otra más política, aunque ambos se han de constituir, posteriormente, en intermediarios cultu­rales3 . A diferencia del movimiento de 1952, son intermediarios culturales salidos de la pro­pia sangre nativa. Son los primeros que empiezan a quejarse por la discriminación e injusticia de las estructuras coloniales de dominación y han de ser, por tanto, los primeros en expresar públicamente el hecho de «sentirse extranjeros en su propia país» (manifiesto Tiwanacu).

A estos esfuerzos conjuntos que permitieron imaginar la posibilidad de refundar la co­munidad como parte vital de una identidad cultural, es a lo que Silvia Rivera llama "recupera­ción de la memoria larga" (Rivera Silvia, 1984) que el movimiento campesino había perdido mientras vivió subordinado al Estado del 52.

Los Kataristas interpelan al Estado en tanto éste no reconoce a Bolivia como país plurimulticultural, exigiendo de esta manera la necesidad de reformar el Estado. Por su parte, los indianistas plantean la necesidad de la autodeterminación de las naciones originarias como la única posibilidad real de la convivencia de la plurimulticulturalidad. Ambos lineamientos no fueron reductos de unas cuantas personas aglutinadas en grupos políticos, sino que se convirtieron en verdadera expresión del sentir colectivo de la plebe «india».

Sin embargo, las dos propuestas en sí ya deslegitimaban al Estado dominado por los q'aras. que en la práctica concebía la continuidad de Bolivia como entidad homogénea, integrada y subordinada a la concepción occidental. Para ambas, este proyecto era inviable. La disconformi­dad generalizada en la «plebe india» expresaba la potencialidad de la sublevación, fenómeno que ya no sólo fue nacional sino internacional. Por ello, para mantener y legitimar las estructuras jerárquicas de espacios sociales coloniales, el Estado se lanza a reformarse a sí mismo.

De las dos opciones políticas presentes dentro de la masa india, la plurimulticulturalidad y la autodeterminación, el Estado se apropia de la vertiente Katarista de Víctor Hugo Cárde­nas y de intelectuales como Xavier Albo y Silvia Rivera, que denunciaban el hecho colonial dentro del Estado boliviano en el que existen varias patrias subordinadas que son la mayoría, reivindicando y reclamándole al Estado y a los gobernantes ser parte de la patria boliviana. Se trata de una inclusión negociada, una petición que dice: "señores bolivianos, queremos ser parte de Bolivia con nuestra lengua, con nuestra cultura, con nuestras tradiciones, queremos ser también parlamentarios de pollera, de sombrero y de abarca, tenemos derecho". Esta co­rriente es la que ha sido incorporada subordinadamente en las políticas estatales.

Los intermediarios culturales son grupos que median el sentir colectivo de las bases con el resto de la sociedad. Son grupos que se encuentran en las articulaciones de las relaciones sociales, económicas y políticas que conectan al movimiento con élites de mayor importancia en los centros de discusión o en las estructuras políticas, desempeñan en muchos casos un papel decisivo en los levantamientos políticos (Wolf. 1^84).

La segunda vertiente Katarista fue combatida drásticamente porque no quiso subordinar­se al Estado sino que ha luchado por construir su propia patria, es decir, por la auto-afirma­ción de los indios aymaras y quechuas considerando que son capaces de gobernarse a sí mis­mos, sin padres, sin protectores. Ella ha vinculado, además, la construcción nacional con la posibilidad de una reforma social total, en la medida que se expanda la forma comunal de producción y asociación.

En este contexto, el Estado lanza, entre varias otras leyes de reforma estatal, la Ley de Participación Popular, que dejará temporalmente al movimiento campesino/indígena sin res­puesta ideológica contestataria inmediata, sometiéndolo a nuevas formas de dominación y disciplinamiento estatal.

LA PARTICIPACIÓN POPULAR COMO EXPORTACIÓN DE LOS VALORES LIBERALES

El Estado del 52, tal como hemos señalado, no pudo lograr plenamente los objetivos de integración y homogeneización, o de subordinación de la cultura, formas de producción y manera de organizarse políticamente de las naciones originarias. A lo sumo, el Estado logró concentrar sus fuerzas de integración y homogeneización, como son ciertas prácticas políti­cas, mercantiles, creación de símbolos o todo aquello que se llama "identidad nacional", en las ciudades del eje (La Paz, Cochabamba y Santa Cruz) y tenuemente en el resto de las ciudades del país. Es así que, para los habitantes rurales, el Estado boliviano sólo existía como referencia, su presencia para muchas comunidades que viven en las fronteras, o donde no se tiene acceso a los medios de comunicación, era totalmente nula.

Para estas comunidades, lo que sucedía en las ciudades en cuanto a cambios políticos y económicos no tenía mucho significado; esta multitud vivía en un especie de aislamiento en el que los problemas económicos, políticos, sociales y culturales generalmente se solucionaban de acuerdo a sus usos y costumbres. En otros casos, ciertos valores occidentales como las autoridades estatales (corregidores, agentes, etc.) fueron subsumidos por las formas ancestrales de organización, es decir, las prácticas de la política liberal no eran ejercidas por ellos como protagonistas, ésto llegaba sólo mediante el mercado, la comunicación, etc., por lo que su influencia no era tan severa como en la actualidad.

Las elecciones nacionales, por ejemplo, sólo eran un acto «ritualístico» de depositar el voto cada cuatro años ya que, gane quien gane, ésto no influía mínimamente en la vivencia cotidiana de los habitantes rurales. Más ajeno todavía era lo que ocurría en ocasión de elec­ciones municipales, ya que estas sólo eran útiles para las ciudades. Entonces, para las comu­nidades, votar o no votar en la práctica era lo mismo; el comunario, campesino o indígena sólo votaba para no perjudicarse en algunos trámites cuando iba a la ciudad. Ello no quiere decir que el Estado dejó a las comunidades en plena autonomía sino que el proceso de integración practicado de esa manera fue débil, tenue, dejando abiertos ciertos márgenes de resistencia.

Este hecho afectaba mayormente al Estado y a la clase dominante y no tanto a las comunida­des, ya que estas últimas podían desenvolverse y desarrollarse, en algunos aspectos, de manera autónoma. Sin embargo, dejar a las comunidades excluidas de la conciencia estatal significaba, por un lado, mayor deslegitimación y, por otro, la posibilidad de emergencia y potenciamiento de la propuesta política de autodeterminación de las naciones originarias. La ley de participación popular es un esfuerzo por enmendar definitivamente esta situación, ya que el Estado para moder­nizarse y seguir reproduciéndose y perpetuándose, requería incorporar a las comunidades a las lógicas mercantil y democrática. Al respecto, Canclini señala lo siguiente:

«El mundo moderno no se hace sólo con quienes tienen proyectos modernizadores. Cuando los científicos, los tecnólogos y los empresarios buscan a sus clientes deben ocuparse también de lo que resiste a la modernidad. No sólo por el interés de expandir el mercado, sino para legitimar su hegemonía los modernizadores necesitan persuadir a sus destinatarios que -al mismo tiempo que renuevan la sociedad- prolongan tradiciones compartidas. Puesto que pretenden abarcar a todos los sectores, los proyectos modernos se apropian de los bienes históricos y las tradiciones populares» (Canclini. 1989, 149).

De esta manera, la implementación de la LPP para el Estado va a significar llegar a las comunidades con proyectos modernos, es decir, expandir los códigos y significados de la estructura jerárquica de dominación.

Se traslada a las comunidades, en primer lugar, la política democrática basada en formas de poder citadino u occidental fundadas en la libre elección de los gobernantes por los gobernados bajo un principio de pluralismo político. Como esencia fundamental de este sistema, se considera a la libertad de opinión, de reunión y de organización; y como cimiento material de esta democracia está sin duda la economía de mercado, cuya expresión cultural es la secularización (Touraine, 1995).

Se levanta así una concepción del poder centrado en la práctica de la libertad individual, basada en la propiedad privada que promueve el desarrollo del capitalismo. Bajo esta concep­ción, la soberanía social se delega a unas cuantas personas que la ejercen en calidad de repre­sentantes, decidiendo en nombre de todos los asuntos de interés colectivo. "La característica principal de esta forma de conducción de la vida pública -dice Raquel Gutiérrez- está en el hecho de aceptar la soberanía popular, es decir el derecho del conjunto de los habitantes de un país para decidir sobre el modo de gestionar y conducir sus asuntos comunes; y en instituir, simultáneamente, los mecanismos de RENUNCIA y delegación de esa soberanía en unos "representantes" quienes, a partir de su elección monopolizan la capacidad de decisión y conducción de la cosa pública" (Gutiérrez Raquel, 1998: 3).

Esto es lo que ocurre con el surgimiento de los grupos de poder -Alcaldes y Concejales- en los municipios. La "libre" elección a través de los partidos políticos, que es el logro alcan­zado por este sistema de dominación, niega en los hechos la posibilidad de la organización política de las comunidades andinas y orientales que no está basada ni en el atributo de la libertad individual ni en la propiedad privada.

En las sociedades andinas, por ejemplo, no han existido formas privadas de apro­piación de las tierras de cultivo y pastoreo. Más bien, ellas se han organizado en base a una forma de apropiación que combina la posesión privada y el manejo colectivo, es decir, hablamos de una formación social basada en un nuevo tipo de comunidad, donde se conjugan una forma de control comunal de la tierra y un usufructo y/o uso privado o familiar. Justamente, de esta forma de organización de la producción surgen las tecnolo­gías sociales de organización política comunales.

Entonces, al imponerse la estructura política democrática en los municipios, se ha ido subor­dinando la estructura política de las comunidades, es decir, se ha sometido aquel poder que tiene su fundamento en la estructura comunitaria de producción, dentro la cual el comunario, para mantener su posesión de tierras y usufructuar sobre otros bienes de la comunidad, está obligado a cumplir ciertos deberes con la comunidad. En esta forma organizativa, nadie ejerce ninguna autoridad por voluntad ni por prestigio, en base al derecho a ser "libremente" elegido y/o a elegir. El punto de partida es distinto: un individuo se convierte en depositario de la voluntad general en tanto deber y servicio. La jerarquía de cargos desde el inferior hasta la autoridad máxima, es e jercida en función de la tenencia de tierra (originarios, agregados, y pequeños ocupantes o sullka wawas) ya que dentro de esa jerarquía los gastos económicos se efectúan de acuerdo al cargo que se ejerce4. Por ello, esta forma de ejercicio del poder regula además, la diferenciación social.

Es evidente que en las organizaciones comunitarias, a diferencia de lo que sucede en la democracia, el poder no se basa en relaciones de dominación, como relación de desigualdad, sino que se desarrolla como relación social de cohesión comunal (Patzi, 1997). Esto repre­senta la negación de la «democracia basada en la libre elección de los gobernantes».

En las formas comunitarias de producción, todos, sin excepción, tienen acceso al ejerci­cio del poder no por su propia voluntad, ni por la cualidad que tengan como personas sino como un deber y servicio a la comunidad, a cambio de mantener su posesión de parcelas para reproducirse económica y socialmente. Es por ello que el poder no se concentra en un individuo sino en la comunidad reunida en Asamblea y si bien esta última, para ejercerlo, lo asigna a determinadas familias, ellas quedan subordinadas al poder comunal.

Al ejercicio del poder asignado como expresión del poder comunal, lo denominamos posesión del poder y no propiedad del poder, ya que no existe tal propiedad ni el poder está concentrado en un grupo o una persona, como ocurre en la democracia occidental. El poder de las autoridades en las comunidades es asignado y no adquirido, debe realizarse se tenga o no se tenga capacidad, ya que es un requisito para seguir siendo comunario. El poder no se adquiere por las facultades que se concentran en determinado individuo, como sucede en la democracia liberal. En otras palabras, la soberanía, o la capacidad de decisión individual y colectiva sobre el asunto común, radica directamente en la colectividad (Gutiérrez R., 1998: 4), en esas familias concretas constituidas en asamblea. De ahí que la organización política en las comunidades andinas no sea una organización democrática ni ayllu ni étnico como afir­man los investigadores (Rivera, 1990) (Rojas Gonzalo, 1994), sino que es un poder funda­mentado en una especie de autoritarismo basado en el consenso.

En segundo lugar, el Estado, con la LPP. al imponer las formas democráticas de poder occidental en las comunidades mediante el municipio, también trasplanta las for­mas de organización burocrática, es decir, impone un cuerpo de agentes encargados de la administración municipal, funcionarios encargados del cobro de los impuestos etc., legitimados como una acción necesaria. Además, en Bolivia ni siquiera se exporta la burocracia racional de la que hablaba Max Weber, sino una basada en el clientelismo. como señalan Fernando Calderón y Laserna:

«El clientelismo burocrático puede ser comprendido como un sistema de intercambio de prebendas y privilegios -por ejemplo empleo, servicios, dinero y prestigio-, por lealtad política, personal y/o de grupo. El clientelismo burocrático opera como un sistema de redes de influencia que compiten y disputan el control sobre el lujo de prebendas en el Estado. Las costumbres y acuerdos jerárquicos en las distintas redes están basados en el consentimiento de relaciones estamentales que no tienen ningún respaldo institucional...» (Calderón y Laserna, 1995: 28).

El reclutamiento de funcionarios para la estructura del campo burocrático obedece a lógicas clientelares, familiares, de amiguismo, es decir, "gente de confianza" del alcalde y los concejales. Estas personas serán los nuevos funcionarios encargados de llevar adelante las tareas de imposición e inculcación de la cultura dominante y. en la mayoría de los casos, se trata de migrantes que vuelven a las comunidades a detentar el poder.

Por otro lado, juntamente con la administración burocrática, se introducen múltiples mecanismos de producción simbólica: formularios, papeles membretados, reglamentos, sis­temas de contabilidad, el sistema único de planificación, etcétera. Todo ello con símbolos nacionales que implantan formas homogéneas de actuar y decir. En otras palabras, el Estado traslada al campo lo que Michel Foucault llama una tecnología social reguladora y disciplina­ria del cuerpo, que produce efectos individualizantes y manipula a éstos como foco de fuerzas que deben hacerse útiles y dóciles (Foucault, 1976). Por lo tanto, las instituciones municipales están logrando generar hombres y mujeres sometidos a ciertas visibilidades y a una específica normalización de los comportamientos. Con ello, indudablemente el Estado contribuye -como dice Bourdieu- a la unificación del mercado cultural, unificando todos los códigos, jurídicos y lingüísticos y llevando acabo la hornogeneización de las formas de comunicación, burocrática en particular (Bouidieu, 1997).

Resulta entonces que el Estado, mediante la municipalización y la LPP, adquiere la posi­bilidad de moldear las estructuras mentales de los indígenas de manera local, cosa que antes no logró el «Estado del 52»; además, impone principios de percepción y división comunes, contribuyendo con ello a la construcción de una identidad nacional a través de la inculcación e imposición universales de una cultura dominante, convirtiendo todo esto en la cultura nacio­nal legítima. Bajo este marco, es pertinente señalar lo que dice Bourdieu sobre el rol que juega el Estado en la universalización de la cultura:

"El Estado instaura e inculca unas formas y unas categorías de percepción y de pensa­mientos comunes, unos marcos sociales de la, percepción, del entendimiento o de la memoria, unas estructuras mentales, unas formas estatales de clasificación. Con lo cual crea las condiciones de una especie de orquestación inmediata de los hábitos que es en sí misma el fundamento de una especie de consenso sobre este conjunto de evidencias compartidas que son constitutivas del sentido común.» (Bourdieu, 1997: 117).

A este trasplante de la democracia liberal, de la burocracia y de la producción de símbo­los, es a lo que llamo exportación de los valores liberales del Estado hacia las comunidades. En este sentido, pues, podemos decir que el Estado no ha superado su carácter homogeneizador e integracionista ya que la hornogeneización e integración, o sea la imposición e inculcación de la «arbitrariedad cultural», es el requisito fundamental para la reproducción y perpetuación de la clase dominante, a la vez que va carcomiendo las formas políticas comunitaria/indíge­nas, conviniendo a los comunarios/indígenas en seres estatizados, en personas reglamentadas, domadas, fieles servidores del Estado.

Resulta entonces exactamente lo contrario de lo que sueñan los funcionarios estatales sobre la LPP:

«Con la Participación Popular, estamos empezando a montar, como política de Estado, una democracia participativa municipal de matriz indígena que nos va a permitir poner fin no sólo a 500 años de colonialismo y desarticulación social y económica, sino a revertidos en el sentido de construir un nuevo equilibrio entre Naturaleza e Historia que permita una convivialidad basada en lo cualitativo, vernacular, local, interactivo, sostenible» (Medina, 1995: 12).

Para los apologistas de la LPP, dicha reforma es una medida acertada. Evidentemente es una medida política acertada ya que la clase dominante necesitaba legitimarse como estructu­ra de dominación. Requería incluir a las naciones originarias bajo los códigos de la «arbitra­riedad cultural». Por ello, la multiculturalidad es una teoría de la confraternización general de los pueblos, que quiere nada más hermanar al tuntun, sin considerar la posición histórica y el grado de desarrollo social de cada pueblo. Esto lo señaló Engels hace un siglo y ahora se evidencia cuando evaluamos la LPP.

LA PARTICIPACIÓN POPULAR COMO RESURGIMIENTO DE LA NUEVA NOBLEZA DOMINANTE

Uno de los efectos creados por el Estado del 52 en el área rural son las ferias de diverso tipo y de diverso tamaño, debido al crecimiento de los pueblos, muchos de los cuales se han convertido en ciudades intermedias.

Estos pueblos, por su mayor movimiento económico, concentraron a comerciantes, transportistas y vieron el surgimiento de grupos sociales dedicados a la pequeña indus­tria (Patzi, 1997) que se mueven entre los espacios de la ciudad y el área rural. El comer­cio, transporte o la combinación de ambos se fueron convirtiendo en actividad monopólica de unas cuantas familias, que consolidaron prestigio y acumularon riqueza, evolucio­nando todo esto de tal manera que dichas ocupaciones llegaron a ser hereditarias. A partir de ahí, en los pueblos y ciudades intermedias f ueron conformándose grupos fami­liares con mayor poder e influencia, que operan de modo similar a los grupos de nobleza en los cuales, una persona por nacimiento o por decisión del soberano posee título nobi­liario y goza de los privilegios que éste último le confiere.

Para mantener sus privilegios, los grupos más poderosos de los pueblos crearon sus propios mecanismos y estrategias de selección y exclusión, como por ejemplo, matrimonios entre comerciantes o la utilización del sistema de compadrazgo y padrinazgo, es decir, la incorporación a las redes de comercialización de cuñados, nueras, ahijados o compadres. De esta manera, se va excluyendo al resto de las familias, dando lugar a lo que Bourdieu llama panosos de enclasamiento y reenclasamiento. En este sentido, el sistema de compadrazgo que antes era universal y simétrico, ahora es mayoritariamente usado como un instrumento de selección y exclusión, en beneficio de ciertos linajes. De ahí que el sistema de reciprocidad se convierte en capital social y simbólico.

En el proceso de acumulación del capital comercial son utilizados el don y el contradon, de los que hablan los antropólogos (Temple) entendiéndolos como actos in­augurales de generosidad, ya que estos mecanismos sociales son el único medio de ins­taurar relaciones duraderas de reciprocidad que, a su vez, son también relaciones de dominación pues el intervalo intercalado representa un comienzo de institucionalización de la obligación (Bourdieu, 1991: 190).

El compadre o el ahijado campesino, por ejemplo, para el comerciante se convierten en clientes ya sea como compradores o vendedores de los productos. Por esta relación de compa­drazgo, el campesino se ve obligado a acudir donde el comerciante para la transacción de bienes, en tal sentido la relación de reciprocidad se convierte para ambos en una obligación duradera. Aquí es muy pertinente lo que dice Bourdieu sobre el rol del don en las relaciones de dominación:

«En tal universo, no hay más que dos formas de retener a alguien duraderamente: el don o la deuda, las obligaciones abiertamente económicas que impone el usurero o las obli­gaciones morales y las ataduras afectivas que crea y mantiene el don generoso; en resu­midas cuentas la violencia declarada o la violencia simbólica, violencia censurada y eufemizada, es decir, irreconocible y reconocida» (Bourdieu, 1991, 212).

De esta manera, la relación de reciprocidad y redistribución simétrica, gradualmente se convierte en una relación asimétrica, es decir, en una relación de desigualdad que va benefi­ciando de manera fascinante al comerciante.

Por otro lado, el Estado del 52 generó migrantes del campo a las ciudades, por lo menos con tres tipos de vinculaciones con sus comunidades de origen: migrantes temporales para los que la ciudad sólo es una actividad complementaria, una estrategia de di versificación económica; migrantes con actividades económicas consolidadas en las ciudades, para quienes los recursos del campo sólo aportan de manera secundaria y, migrantes sin control de recursos económicos o aquellos que en alguna medida han acumulado un cierto nivel de capital cultural (Patzi, 1997).

Estos tres tipos de migrantes se caracterizaron por modificar sus habitus5 comunales ya que al relacionarse con el mundo urbano, adquirieron fundamentalmente prácticas de carácter individualista y estructuras mentales jerárquicas.

Sin embargo, no solamente fueron los cambios en las estructuras mentales y la adquisi­ción de nuevos habitus urbanos lo que condujo a los migrantes a desmembrar la comunidad. Fue su propia actividad en los espacios urbanos la que dificultó el control directo de los recursos en el espacio rural, y los obligó a dejar ese control en manos de otras personas, ya sean familiares u otros parientes de la comunidad, haciendo aparecer con ello relaciones de trabajo (aparcería y asalariamiento) no enmarcadas en la lógica y el habitus comunal. En otras palabras, dichos habitus han sido refuncionalizados en beneficio del migrante. Por otro lado, al no poder asistir y participar directamente en las actividades productivas y sociales comuni­tarias, tampoco recibe ya los beneficios generados comunitariamente, por lo cual se ve obliga­do a impulsar practicas individualistas de producción, haciendo aparecer de este modo nue­vas relaciones de producción, fundamentalmente parcelarias.

En este sentido, tanto los migrantes a las ciudades grandes como los vecinos de los pueblos (en ambos casos de origen nativo) han sufrido un proceso de descasamiento material y mental, es decir, se han convertido de productores comunarios, campesinos, etc., en comerciantes, artesanos o profesionales, con estructuras mentales totalmente reñidas con la comunidad.

El comerciante, transportista y pequeño industrial que se queda en los pueblos, así como los migrantes que tienen relaciones con su comunidad de origen, se han constituido en el área rural en verdaderos grupos de poder que manipulan las relaciones de reciprocidad y redistribución a su favor.

La Ley de participación popular, en la práctica, va a legalizar y legitimar el surgimiento de estos grupos, va a reforzar la dominación de los comerciantes, microempresarios, transpor­tistas y migrantes, que no se reduce al campo económico y de producción, sino que, vía la Ley. se amplía a los campos políticos y burocráticos. Sin embargo, al legalizarse y legitimarse, los miembros de este grupo, se convierten en nuevos agentes destinados a reproducir la arbitra­riedad cultural de la clase dominante.

Así, la burguesía encuentra nuevos actores que reclutar. a fin de asegurar y garantizar las INSTITUCIONES de la HOMOGENEIDAD y la ortodoxia, introduciendo tecnologías de NORMALIZACIÓN y DISCIPLINAMIENTO. La propia LPP tiende a dólar a estos agentes encargados de inculcar una formación homogénea, de instrumentos homogeneizados y homogeneizantes. ¿Acaso los formularios, sistemas bancarios. planes operativos, etc., son algo más que instrumentos de hornogeneización? Es decir, el estado impone la DEMOCRA­CIA utilizando a estos actores que se han ido formando durante mucho tiempo, y que no son propiamente criollos ni mestizos, sino el propio indio de cara morena que no ha abandonado definitivamente su cultura o su habitus comunero, pero que ya es. a su vez, producto de una cultura adquirida.

Es por ello que, hasta en los llamados municipios indígenas, la cúpula del poder munici­pal está dominada por estos nuevos agentes, es decir, por los comerciantes, por los poseedores de cierto capital cultural (profesores), por transportistas y migrantes de retorno. Agentes que con facilidad se han apropiado de las prácticas democráticas conocidas hasta el momento, bajo las formas de la corrupción, soborno, clientelismo. Reproducen pues, a nivel local, as­pectos sobresalientes de la cultura nacional boliviana.

La LPP, para el área rural, significa igualmente un baluarte de privilegios así como un mecanismo para perpetuar el goce del poder administrativo por parte de un grupo social bien definido. Este grupo concibe su rol político orientado no tanto ya a revalorizar la cultura ancestral sino a servirse de ella en su búsqueda de detentar el poder.

Reviven así los antiguos linajes de poder para adquirir y mantener sus privilegios, activan todas las estrategias y mecanismos de construcción de redes sociales (lazos de amistad, compradrazgo, etc.). Al igual que en la política nacional, estos grupos de poder frecuentemen­te recurren a los sistemas de reciprocidad que consisten en el intercambio continuo de favores que se dan. se reciben y se motivan dentro en el marco de una ideología de amistad que Lomnitz llama sistema de compadrazgo (Lomnitz Lariza, 1994). En los municipios rurales, al igual que en las ciudades, estos favores están siendo usados para: a) ascender a ciertos cargos jerárquicos (Alcalde, Concejal, etc.), b) que uno o varios de la red social ocupen cargos buro­cráticos. En este sentido, el sistema de compadrazgo que estudia Lomnitz «como principal mecanismo en el otorgamiento de empleos, ya que hasta las personas de más altas calificacio­nes prefieren contar con el apoyo de un «compadre» y no confiarse exclusivamente en sus méritos al optar por un cargo determinado» (Lomnitz, 1994, 25), también se va consolidando en las áreas rurales.

Para fortalecerse, estos grupos crean sus propios sistemas de reclutamiento. En pri­mer lugar, seleccionan personas entre los linajes que en cierta medida han logrado acu­mular capital económico o capital cultural; posteriormente, van reclutando a otros pa­rientes y amistades que, potencialmente, según ellos, pueden hacer favores. Se entra a la lógica de que mientras más amplía uno sus redes de compadrazgo o amistad, mayor es la probabilidad de mantenerse en el poder.

Guiados por esa lógica, estos grupos encuentran en las fiestas ceremoniales de las comunida­des, pueblos e incluso de las ciudades, un espacio de reclutamiento de amistades, de expansión de sistemas de compadrazgo, es decir, de reforzamiento de toda una red de relaciones sociales que será activada en los momentos necesarios para conseguir apoyo. El «obsequio» que se da a quien ha invitado a una celebración, se usa como un signo de distinción de quien tiene mayor poder. Es por esta razón, por ejemplo, que los miembros destacados de estos grupos entregan unos veinte cajones de cerveza u otros obsequios que tienen un valor elevado.

«En el intercambio simbólico de obsequios el precio ha de quedar dentro lo implícito (...) Es como si la gente se pusiera de acuerdo para evitar ponerse explícitamente de acuerdo sobre el valor relativo de las cosas intercambiadas, para rechazar cualquier definición previa explícita de los términos de intercambio...» (Bourdieu, 1997: 165).

En este tipo de relación, evidentemente, cuanto más da uno más prestigio tiene, por ende también mayores probabilidades de entablar relaciones sociales de fidelidad; es decir, el prestigio es usado para establecer redes de compadrazgo que, en el futuro, pueden ser la base de relaciones de dominación o subordinación, económica y política, refuncionalizando las relaciones de con­fianza, el compromiso, la fidelidad personal, el reconocimiento, la piedad. En otras palabras, todas las virtudes que honran la moral del honor son utilizadas para conseguir y consolidar redes políticas a fin de captar mayores votos en los momentos de elecciones, o para efectivizar alianzas políticas que posibiliten ser elegido como autoridad municipal. A simple vista, para el ojo de un antropólogo o sociólogo, los intercambios simbólicos aparecen como espacios donde se realiza el DON y el CONTRADON, es decir, la RECIPROCIDAD Y LA REDISTRIBUCION, pero detrás de este acto ceremonial se encubre un modo de dominación: la violencia simbólica, la más invisible e ignorada como tal y que, además, es aprobada colectivamente.

Estos estratos de clase, después de la LPP, se concentran en el poder administrativo de los municipios como un medio para perpetuar su existencia. Se reproduce así en las comuni­dades, lo que Lariza Lomnitz llama escala mental de favores influida por la distancia social (ver la figura 1).

Se trata de grupos que han logrado agruparse en torno a intereses personales y a la ocu­pación de puestos administrativos en beneficio de sus cuadros allegados. Son partidos de tipo patronazgo, como diría Max Weber, ya que se han convertido fundamentalmente en patrocinadores de cargos municipales.

No cabe duda que este sistema de administración política excluye la participación de los indígenas, campesinos y comunarios, o que dicha participación se refuncionaliza para ponerse al servicio de la nueva casta dominante que emerge después de la dictación de la Ley de Participación Popular. A los indios, los subordina totalmente a su servicio, refuncionaliza sus valores ancestrales ordenadores del sistema económico y político comunitario. Está a punto de morir la política y el poder comunal basados, en el sistema de rotación y sucesión, mediante la universalización de la democracia que concentra en la administración municipal a unos cuantos poderosos económicos y políticos.

Los Comités de Vigilancia, que supuestamente tienen la atribución de controlar los gas­tos administrativos y de inversión de los municipios, son cooptados por esta élite e incorpora­dos a las redes sociales de dominación. Incluso, en la mayoría de los casos, son reclutados de las redes sociales pertenecientes a esta nueva nobleza rural.

Por ello, la Ley de Participación Popular no es aquella que revitaliza las prácticas comu­nitarias de poder, como nos hacen creer los defensores y representantes del Estado, como Javier Medina. Para él, por ejemplo, la LPP es una de las más importantes y trascendentales de la historia republicana de Bolivia ya que rescata la democracia participativa de matriz indíge­na basada en la concepción de servicio, integralidad, representación vía elección directa, etc. (Medina, 1995 y 1997).

«La democracia -continúa diciendo Medina- cuanto más local, más participativa, más femenina, más concreta; tiene que ver más con la reproducción de la vida y la satisfac­ción de las necesidades primordiales; es más oikonómica; tiende por tanto como con naturalidad hacia el don y la reciprocidad...» (Medina, 1997: 323).

Definitivamente, Medina no conoce la estructura política de la comunidad ni su funcio­namiento económico ya que toda su obra sobre el poder local, como el trueno sobre los cocales, habla de especulaciones imaginarias o de comunidades que seguramente existían cuando el «sapo tenía su calzón». Su conocimiento se reduce a los cuentos de los antropólogos y soció­logos. Su concepción occidental hace que compare la organización política de la comunidad con la democracia liberal por más que la llame democracia participativa. Para que se entere Javier Medina, en la comunidad propiamente dicha no existe democracia representativa ni participativa, por ello no se pueden traducir estos términos en aymara o quechua.

Sabemos que el fundamento material de la democracia es la propiedad privada. Por el con­trario, en la comunidad no existe propiedad privada sino solamente posesión privada, subordina­da al propietario del territorio que es el conjunto de familias constituido en junta. En base a esto, se construye un tipo de poder político, y de ahí que no existan sistemas electivos sino turnos obligatorios para todos aquellos que poseen recursos dentro de la comunidad. Por ello, no sólo todos tienen la posibilidad de pasar cargo o ser autoridad sino que están obligados a ocupar toda la jerarquía de cargos; incluso, si una persona no quiere ejercer los cargos, la comunidad, es decir, el conjunto de familias poseedoras de tierra, se lo impone. De ahí que la organización de la comunidad sea una organización política autoritaria basada en el consenso.

LA LEY DE PARTICIPACIÓN POPULAR COMO DESMEMBRACIÓN COMUNAL

Tanto la mayoría de los funcionarios del Estado como algunos intelectuales indepen­dientes han ido afirmando que la LPP definitivamente ha eliminado la contradicción campo- ciudad y que las áreas rurales se han visto fortalecidas con los recursos de la coparticipación tributaria. Dicha afirmación es producto del desconocimiento del proceso real de las comuni­dades, ya que la LPP no sólo fortalece la contradicción campo-ciudad, sino que la traslada a niveles locales, hace resurgir nuevas contradicciones entre el área urbana y el área rural, entre el pueblo y la comunidad, entre el ayllu y el municipio, entre los campesinos y los vecinos.

La LPP ha fortalecido a las áreas urbanas, por lo tanto, al conjunto de actores sociales de la urbe (comerciantes, artesanos, transportistas, etc.). En este sentido, los beneficiarios de la reforma no son propiamente los trabajadores del campo. Ellos, más bien, sufren las nuevas formas de discriminación y manipulación de los grupos urbanos que sabotean sus aspiracio­nes. al tiempo que son tentados a incorporarse a estos espacios.

La inversión de los recursos de la LPP en el mejoramiento de plazas, calles, saneamiento básico, refacciones de la infraestructura educacional y otros rubros conocidos como indicadores de modernidad, sin duda ha cambiado la fisonomía del área rural. Vemos el crecimiento y aparición de nuevos pueblos y, junto a ello, el surgimiento de nuevos centros comerciales, artesanales. es decir, presenciamos la constitución y desarrollo del mercado. Asistimos a una nueva época donde el capital comercial se va desarrollando a través de la localización del comercio al por menor. Sin embargo, esto no excluye la aparición de una forma básica de división del trabajo, como es la expansión de grupos de artesanos, pequeños industriales, que se instalan en el núcleo céntrico de las poblaciones y establecen relaciones mercantiles con los agricultores. El^o supone, el aumento de la participación de la economía doméstica en el proceso comercial.

Los centros poblados se vuelven más atractivos económicamente para los campesinos, ya que allí se pueden instalar tiendas comerciales, incluso se ha ido creando un mínimo mer­cado de trabajo en los sectores terciarios de la economía. La dinámica de interrelación cam­po-ciudad ya no se reduce a las ciudades metropolitanas, sino que se amplía a las áreas antes típicamente rurales.

Todo esto implica una mayor interrelación de los productores campesinos con el mercado. Ahora, con esta nueva dinámica, los productores apuestan tanto a la actividad económica de los centros poblados como a la actividad agropecuaria de las comunida­des, es decir, alternan el trabajo urbano con el trabajo agrícola. En este sentido, los miembros de la familia entran con mayor intensidad a eso que Carmen Deere llama múl­tiples relaciones de clase. En fin, el capitalismo ha entrado a una nueva fase de desarro­llo y ha implementado, como diría Alvaro García, nuevas formas de domesticación del alma indígena.

La mayor articulación de los campesinos al mercado no sólo como vendedores de pro­ductos agrícolas sino también, en muchos casos, como vendedores de fuerza de trabajo, como artesanos, comerciantes, etcétera, implica para la comunidad el abandono de muchas prácticas comunitarias especialmente productivas. Muchos de sus miembros no pueden asistir de mane­ra permanente a la comunidad debido a los trabajos que tienen en los centros poblados o en las ciudades metropolitanas; ello da lugar a que se creen nuevas relaciones de producción y de trabajo, reñidas con la lógica comunal. A ésto es a lo que nosotros llamamos desmembración comunal por efecto de la diversificación económica.

Por las reflexiones que vamos vertiendo, los municipios no son, como dicen las personas con espíritu estatalizante, los lugares donde se realiza el diálogo intercultural, los espacios de concertación, de coordinación inter-institucional, de planificación y ma­nejo de recursos para desarrollar las áreas rurales secularmente abandonadas (Medina, 1997). El sistema de planificación nacional, de hecho, supone ciertos marcos de referen­cia, diseñados conforme a la concepción dominante basada en la teoría del «desarrollo humano», que no es más que la nueva forma de imposición de la arbitrariedad cultural. Esto, que se denomina «planificación indicativa nacional», baja de arriba abajo generan­do espacios de legitimación de la imposición de la arbitrariedad cultural a niveles muni­cipales y locales a través de la llamada «planificación participativa local», que va de abajo hacia arriba.

Entonces, la planificación participativa no es ningún encuentro ni mucho menos un tinku donde se confrontan concepciones distintas. Por el contrario, los municipios, en tanto agentes intermediarios del Estado, sólo legitiman a las instancias comunales y los planes de desarrollo diseñados conforme a la concepción de desarrollo occidental. Por ejemplo, cuando los planificadores hacen el levantamiento de demandas comunales, de entrada advierten que el mayor porcentaje del presupuesto debe invertirse en saneamiento básico, educación, salud y otros rubros de carácter social; de esta manera se ven nuevamen­te relegados las proyectos productivos comunitarios como ser el fortalecimiento de praderas nativas, preservación y conservación de aynuqas y otras obras que fortalecen la base material de la identidad cultural. Por estas razones, el «taypi» constituido por los espacios municipales sólo sirve para legitimar la propia exclusión de los comunarios.

Revisando las inversiones de los municipios a escala nacional, podemos observar que el 95%, aproximadamente, ha ido a fortalecer a los pueblos o las capitales del municipio. En estos resultados, es claro que han tenido que influir los actores que habitan en los pueblos.

La concentración de recursos en los pueblos y capitales de municipio y la no aten­ción a las comunidades campesinas, antes que unificar a las comunidades las ha dividi­do, ha desmembrado aún más los antiguos ayllus que se reunían en torno a la marca. Muchos ayllus que tenían un solo territorio de donde usufructuaban varias comunidades, actualmente viven conflictos permanentes en torno a su repartición. Entonces, ¿de qué fortalecimiento de los ayllus hablamos?.

Por otra parte, la Ley de participación popular ha polarizado aún más los antiguos con­flictos entre comunarios y vecinos. Esto se puede observar cuando los últimos imponen a toda costa la realización de sus proyectos en los pueblos y, producto de ello, muchas comunidades tienden a separarse del municipio, pues se sienten usadas por los pueblos capitales de los municipios. Es así que antiguas comunidades que tenían un solo sistema productivo, es decir, donde varias comunidades compartían un mismo territorio, ahora se van fragmentando. Hay una fuerte tendencia a separarse y consolidar sus territorios propios y, si es posible, fundar un cantón para así pugnar por la fundación de un nuevo municipio. A raíz de esto, varios munici­pios viven actualmente en conflicto. A esto llamamos desmembración comunal por efecto de la Ley de Participación Popular.

Finalmente, los representantes de los municipios, para seguir detentando el monopolio de su administración, hábilmente han ido cooptando e incorporando a los campesinos para legitimar su dominación. Ellos buscan intermediarios que les permitan llevar adelante con mayor facilidad sus proyectos «pueblo centristas», hecho que va dividiendo internamente a la comunidad entre aque­llos que apoyan los planes impuestos por el municipio y los que se resisten a ello.

LA PARTICIPACIÓN POPULAR COMO NEGACIÓN DE LA AUTODETERMINACIÓN

El Estado, al apropiarse del discurso de la plurimulticulturalidad y legalizar dicha pro­puesta. funcionaliza las prácticas políticas comunitarias a la lógica estatal colonizante y las manipula bajo los juegos de la democracia liberal, concretizando de esta manera, en términos jurídicos, la tan soñada integración nacional. Podemos observar lo anterior en los propios objetivos de la Ley de Participación Popular (LPP):

La presente Ley reconoce, promueve y consolida el proceso de Participación Popular, articulando a las Comunidades Indígenas, Pueblos Indígenas, Comunidades Campesi­nas y Juntas Vecinales, respectivamente urbanas, en la vida jurídica, política y económi­ca del país... Fortalece los instrumentos políticos y económicos necesarios para perfec­cionar la democracia representativa, incorporando la participación ciudadana en un pro­ceso de democracia participativa y garantizando la igualdad de oportunidades en los niveles de representación a mujeres y hombres» (LPP, Artículo Io).

Hemos discutido ya las maneras cómo la LPP refuncionaliza los valores ancestrales, en la medida que permite a la clase dominante legitimizar el crecimiento de su capital cultural, social y simbólico, que deviene posteriormente en capital económico, o lo que Bourdieu lla­ma «mega capital». Por ello es que:

«Se define como sujetos de Participación Popular a las Organizaciones Territoriales de Base, expresadas en las comunidades campesinas, pueblos indígenas y juntas vecinales, organizadas según sus usos, costumbres o disposiciones estatutarias» (LPP, Artículo 3o., Inciso i)

Y como representantes de estas organizaciones indígenas reconoce a Capitanes, Curacas, MaUcus, Secretarios(as) Generales y otros designados según sus usos, costumbres y disposiciones estatutarias (LPP, Articulo 3o., Inciso ii)

Aparentemente, para indígenas y comunarios, estas son medidas concretas que permiten desarrollar sus prácticas colectivas y/o comunitarias productivas-económicas y políticas, des­membradas a lo largo de la historia colonial y republicana. Sin embargo, el reconocimiento legal de sus organizaciones y representaciones de acuerdo a sus usos y costumbres, se ha convertido en una mera simbología, vacía de su esencia. Los mallkus, jilaqatas o curacas vestidos con chicote y poncho, símbolos evidentes de una organización política comunal, van a avalar y/o legitimar con su presencia en las alcaldías, la propia desmembración de la comu­nidad al aprobar proyectos que no fortalecen las formas comunitarias de producción, o al no poder elegir bajo sus usos y costumbres a sus representantes en los municipios que, en muchos casos, son ayllus desmembrados.

En este sentido, las organizaciones y los representantes de las comunidades son instrumentalizados en función de la economía y política liberal, traducidas en la economía de libre mercado y la democracia representativa. Por ello, este uso de los valores ancestrales se convierte en otra de las modernas formas de la «violencia simbólica».

De esta manera, el movimiento campesino/indígena es enajenado de su propio discurso plurimultinacional y/o autodeterminativo, el cual pasa a ser subsumido nuevamente a la lógica y/o visión estatal. En este proceso, a diferencia de los intentos anteriores, la clase dominante, heredera de los privilegios coloniales, hace participar a los propios gestores del discurso plurimultinacional, es decir, a la «plebe india» refinada y en alguna medida portadora del capital educacional institucionalizado. Hace hablaren su propio idioma vernáculo acerca de las transformaciones llevadas a cabo por la clase dominante. El lenguaje utilizado de esta forma se convierte en un «capital lingüístico» (Bourdieu), ya que permite legitimar la repro­ducción a nivel local de los espacios sociales coloniales jerárquicos.

No hay, por supuesto, una sola manera de usar los valores de uso o cosas existentes en la realidad, esto va variando históricamente de grupo en grupo. Lo propio ocurre en cuanto a los usos sociales del lenguaje, la cultura, costumbres, etc. En ese orden, los usos sociales que ha dado la clase dominante contemporánea a los valores ancestrales, han servido para legitimar y preservar las actuales estructuras de dominación. La refuncionalización de estos valores se convierte entonces en la nueva forma de la estrategia de acumulación capitalista.

El Estado, con la apropiación del discurso plurimulticultural y el reconocimiento jurídi­co a los pueblos indígenas, ha dejado a estos últimos en la perplejidad, sin discurso contesta­tario, limitados a peleas triviales sobre la repartición de los recursos municipales o enredados en los conflictos cotidianos de la corrupción; se reproducen así, a nivel rural, las mismas estructuras y hechos sociales de las ciudades. En este sentido, parafraseando a Zavaleta, se puede hallar de un vaciamiento ideológico del movimiento campesino/indígena y de un en­sanchamiento de la emisión ideológica estatal.

Al enajenar de su discurso al movimiento campesino/indígena, el Estado también niega la posibilidad de la autodeterminación de las naciones originarias, que había sido el sueño no sólo de un grupo, sino de una buena parte de la masa «india». Con la implementación de la LPP, somete a los «indios» (actores enajenados de su voz ya que ahora, localmente, ésta sólo se expre­sa a través del concejal, separación del cuerpo y su voz, es decir, es un cuerpo sin voz que es la concepción occidental de la democracia) a la lógica occidental, reproduciendo los mismos espa­cios sociales, económicos y políticos, es decir, las mismas jerarquías coloniales, concepciones urbanísticas de desarrollo y los mismos sistemas de elecciones. En otras palabras, la soberanía de los pueblos originarios, de la que anteriormente hablamos, está en peligro.

La forma de implementar la política basada en el sistema de elecciones para las autorida­des jerárquicas del municipio, la concentración de recursos en obras propiamente urbanas y la consiguiente emergencia de grupos de poder, son la negación de la posibilidad de realización de losayllusen términos económicos y políticos. «Yaque el Ayllu, la comunidad -dice Alvaro García- posibilita la reivindicación de la autodeterminación frente al capital, frente al Estado burgués y ante la nación dominante como una reivindicación antagónica a todos ellos» (Qhananchiri, 1989: 162).

Los municipios se han convertido en una especie de mini Estados locales, espacios sociales y políticos que han legalizado el renacimiento y resurgimiento de grupos de poder y de ciertas estructuras burocráticas, inexistentes abiertamente antes de las reformas y actual­mente con atribuciones expresas de dominio. Son grupos de poder legalmente autorizados a imponer exacciones económicas como son los impuestos a las tiendas o distintos patrimonios económicos que antes pasaban desapercibidos para el Estado. Además, so grupos que so­cial mente elaboran sus propias estrategias y formas de selección y exclusión social, es decir, que generan sus nuevas formas de dominación. Con ello, refundan y reproducen en el área rural los espacios sociales jerárquicos existentes en las ciudades.

La reestructuración de las jerarquías locales y de dominación con la implementación de la Ley de Participación Popular, ha significado para las comunidades la continuación y profundización más disimulada de la desestructuración que ya padecían, aparte de la nega­ción de su posibilidad de poder construir una sociedad sin estado o una sociedad donde no haya jerarquías de dominación como ocurría en los ayllus.

En este sentido, el replanteo de la memoria larga (Rivera), es decir, la retoma de las luchas autodetermimstas de Katari y Willca o la resurrección de la comunidad/ayllu, aunque no en su forma vieja, ya agotada, sino rejuvenecida y renovada, está nuevamente puesta en peligro por una colusión de poderosos intereses. Está a punto de ser sojuzgada a los actos de sumisión, de obediencia, creando sujetos con un espíritu de boliviano-conformidad.

Para salir de esta nueva forma de sumisión*y obediencia, a la comunidad no le queda otro camino que continuar luchando, es decir, seguir practicando las formas co­munales y territoriales de producción y no abandonar sus prácticas políticas basadas en los sistemas de rotación y sucesión, ya que éstas son antagónicas a la propiedad privada y la democracia. De estas prácticas aún puede resucitar la lucha por la autodetermina­ción, que fue el sueño de la «masa india».

La autodeterminación, para los comunarios e indígenas, no significa la independencia estatal del estado boliviano dominado por la minoría blancoide, sino construir una formación social o sociedad sin estado, ya que el Estado siempre implica la existencia de jerarquías sociales de dominación. Se trata, entonces, de desarrollar la comunidad donde precisamente no existen clases ni espacios sociales jerárquicos. La comunidad es el lugar donde existen suficientes prácticas comunitarias y colectivas, tanto en términos productivos como organizativos, bases suficientes para construir una sociedad comunitaria que subordine o subsuma lodos los avances científicos y tecnológicos de la modernidad. Por ello, la autodeter­minación tampoco es entendida como el retorno al ayllu antiguo, que solamente existe ya de manera fragmentaria; consiste, más bien, en poner a la comunidad en un estado normal sobre su base actual, dar un salto del manejo colectivo comunal local al manejo colectivo comunal a gran escala, incorporando todos los avances positivos logrados por el sistema capitalista.

 

Notas

1. Docente de la Carrera de Sociología - UMSA.

2. En un intercambio de ideas con Alvaro Garcia Linera. respecto a las identidades culturales, llegamos a la conclusión de que todos los escritos no hacen referencia a que en la historia del movimiento campesino indigna hubo una renuncia a su ser como identidad y una seria apuesta por incluirse al Estado dominante.

3. En la película «La Nación Clandestina» un campesino se cambia de apellido de Mamani en Maesman; este compañero desconocía su identidad y al final, es votado de la comunidad.

4. El Mallcu o Jilaqata como autoridad comunal máxima siempre recae en el originario (es el que tiene tienus grandes), por ello también los gastos económicos que le corresponden son mayores en relación a otros cargos.

5. "El habitus -dice Bourdieu- es el generador de prácticas objetivamente enclasables y el sistema de enclasamiento de esas prácticas. Es en la relación entre las dos capacidades que definen al habitus la capacidad de producir unas prácticas y unas obras enclasables y la capacidad de diferenciar y de apreciar estas prácticas y estos productos (gusto) donde se constituye el mundo social representado, esto es, el espacio de estilos de vida» (Bourdieu, 1988, 169).

 

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