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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.21 La Paz  2000

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

 

CIUDADANÍA Y DEMOCRACIA EN BOLIVIA 1900-1998

 

 

Álvaro García Linera*

 

 


 

 

¿Cuándo surge el ciudadano? Básicamente, cuando un conglomerado de individuos vin­culados por múltiples lazos de interdependencia supone que sus prerrogativas políticas están incorporadas en la normatividad estatal y las practican en ese entendimiento. Se trata de una eficiencia entre la vida civil y la manera de proyectarla como vida política, como vida com­partida y gestionada con otros.

Hablar de ciudadanía es, por tanto, la verificación de una sensibilidad colectiva conver­tida en un hecho estatal que transmuta un temperamento socializado en un dispositivo público que norma la vida política de todos. No es casual entonces que los procesos de formación ciudadana sean también los de la construcción de las naciones, pues se trata de dos maneras de abordar el mismo problema de la constitución del yo colectivo.

Aunque la ciudadanía evoca un conjunto de derechos políticos reglamentados y ejercidos por los individuos (ciudadanos) de un determinado espacio social y geográfico, su sustan­cia no es una ley, un decreto o una sanción; ley y sanción sólo regentan una sustancia social producida en lugares más prosaicos y poderosos como la aglomeración, la rebelión, la derrota o la muerte vividas en común. Por ejemplo, Bolivia, como invención ciudadana de masas, sólo surgirá sobre los 50.000 muertos del Chaco y la Revolución de abril que interconectan, en la tragedia y el destino, a personas que habían vivido la patria como una prolongación de la hacienda, la mina o el ayllu. La ley, pálida transcripción de estos sucesos, evocará a la larga los fuegos primigenios de las relaciones de fuerzas, de los pactos, las osadías y servilismos que dieron lugar a los "derechos", mas no será capaz de sustituirlos.

En este sentido, el ciudadano no es un sujeto con derechos, aunque necesite de ellos para verificar su ciudadanía: ante todo es un sujeto que se asume como un sujeto con derechos políticos que son correspondidos por la normatividad estatal, es decir, es un sujeto en estado de autoconciencia de ciertas facultades políticas. El acto de producir el derecho, de reconocerse activamente en él, es lo decisivo de su cualidad ciudadana pues en el fondo no hay ciudadano al margen de la práctica de la ciudadanía, esto es, de la voluntad de intervenir en los asuntos que lo vinculan con los demás conciudada­nos. Estamos hablando entonces de la ciudadanía como responsabilidad política ejer­cida, como forma de inter subjetivación política.

De ello se desprenden dos conclusiones. La primera: si bien es cierto que el ciudadano se constituye en torno al Estado como espacio social de verificación institucional de sus dere­chos ciudadanos, no es él quien puede crear por sí mismo el efecto de ciudadanía porque el Estado es la síntesis expresiva de los procesos de ciudadanización que bullen al interior de la estructura social. El Estado puede potenciar una específica manera de ciudadanía para garan­tizar su papel dominante, puede sancionar y subalternizar modos distintos o antagónicos al prevaleciente, pero no puede inventarse al ciudadano. Cuando lo hace, una vulgar arbitrarie­dad burocrática apoyada en el monopolio de la violencia física y simbólica se extenderá sobre el cuerpo político de la sociedad sin más receptividad que la indiferencia, el temor y la displi­cente tolerancia que, más pronto o más tarde, harán brotar las ansias de una ciudadanía efec­tiva en la que las colectividades se sientan efectivamente interpeladas por el ámbito público, perturbando la estabilidad gubernamental hasta que ésta logre un mayor grado de eficiencia respecto a las pulsaciones emanadas desde la "sociedad civil". Una buena parte de los proce­sos de ciudadanización neoliberales están marcados por estas limitaciones burocráticas y las recurrentes búsquedas de adecuamientos administrativos que agravan el distanciamiento en­tre voluntad social-general y gestión estatal.

La ciudadanía requiere de un ininterrumpido ritual de seducción y adhesión entre Estado y "sociedad civil", además de fluidos pactos y compromisos al interior de la propia sociedad civil. Que las personas involucradas en esta producción de voluntad colectiva sean un grupo definido por el linaje o que sean todos los miembros abarcados por la soberanía administrati­va del Estado, habla del ámbito de irradiación social del ejercicio ciudadano, y también de la medida de la ambición histórica de esta ciudadanía estatalmente refrendada. Igualmente, el que la interconexión de las voluntades se dé sobre la base de una previa comunidad laboral o de una caprichosa abstracción de las diferencias económicas, refleja la densidad o superficia­lidad social del hecho de ciudadanía.

En segundo lugar, el que la ciudadanía sea una disposición de poder, un comportamiento político y una intelección ética de la vida en común, muestra que el espacio de aplicación de las facultades ciudadanas va más allá y más acá del espacio estatal, aunque lo abarque. El que las modernas formas de ciudadanía se muevan en torno a la irresistible atracción del poder estatal, no invalida que la inclinación a algún tipo de compromiso político ha sido habilitada previamente por las cualidades civiles del sujeto de ciudadanización. Predisposición o talento que se ha ejecutado en otras esferas de la vida (económica, cultural, simbólica) al margen de la propia mediación estatal. La voluntad práctica de ciudadanía se manifiesta en todos los terrenos de la vida en común y lo que hace el Estado es o disciplinarla, o encumbrarla en oposición a otras, o proscribirla en beneficio de una ya existente, o sancionarla, o educarla a través de unos dispositivos de legitimación que convierten a una de las prácticas difusas de ciudadanización en la ciudadanía estatalmente reconocida y fomentada. Es en este punto que hay que ir a buscar la pertinencia de la crítica de Marx a Hegel, y luego entonces también a

Bolívar, en su pretensión de crear sociedad y ciudadanía desde el Estaco cuando en verdad él es un producto de las primeras.

Por ello es que es posible hallar formas de ciudadanización no estatales o al margen de los circuitos estatales del recorrido del poder político. De hecho, el Estado tiene como fun­ción el monopolio de normar lo políticamente lícito y domeñar o extirpar los múltiples modos políticos y de ciudadanización diferentes o peligrosos para la arbitraria ciudadanía legítima.

El ayllu republicano, por ejemplo, o la asamblea obrera y barrial y sus maneras de unificación política, son modos de ejercicio de derechos y responsabilidades públicas, aun­que sean locales. Cuando ellos tienen vigor propio se desenvuelven al margen del Estado y aunque distintas estructuras estatales han intentado utilizarlos como modos de ciudadanización (el ayllu en el Estado colonial, el sindicato en el Estado nacionalista), por épocas han desem­peñado el papel de auténticas creaciones sociales de interunificación política que no requie­ren de mediación ni legalidad estatal para efectivizarse.

En todos los casos, la ciudadanía es el proceso de producción del contenido y de la forma de los derechos políticos de una estructura social. A través de ella, la sociedad se desnuda en sus capacidades e ineptitudes para gestionar los asuntos comunes; pero también el Estado se exhibe en su consistencia material para cooptar las iniciativas que se agitan en la "sociedad civil".

Hasta hoy, la historia política de Bolivia presenta al menos tres momentos de construc­ción de ciudadanía legítima en los que estas múltiples dimensiones sociales se han puesto en movimiento.

LA CIUDADANÍA DE CASTA

Desde que la asamblea deliberante de 1825 y la constitución de 1826 otorgan derechos políticos y jurídicos a quienes posean una elevada renta, una profesión, sepan leer y escribir y no se hallen en relación de servidumbre, es claro quiénes han de ser interpelados como ciuda­danos por el naciente Estado y quiénes no.

En este orden, los indios son la nada del Estado, su externalidad más fundamental. Mientras que los niños deben esperar la herencia y el crecimiento biológico para acce­der a sus derechos y las mujeres, que también están excluidas de los derechos ciudada­nos, pueden influir en el curso de las estrategias matrimoniales para preservar y ampliar el patrimonio familiar que garantice la ciudadanía, los indios, hombres y mujeres, se presentan de entrada como la exterioridad más profunda e irreductible del Estado. De hecho, el Estado republicano nace a cabalgadura en contra de la indiada y todo su armazón argumental no hace más que repetir, mediante disposiciones administrativas, este impe­rativo social de unas clases pudientes que no tienen en común más que la misión de atrincherarse en el Estado en contra los indios.

El Estado republicano, conservador o liberal, proteccionista o librecambista, es pues, de entrada, un Estado construido al modo de un sistema de trincheras y emboscadas en contra de la sociedad indígena, de los ayllus, de los comunarios.

No hay en él ni un atisbo de simulación de incorporar al indio porque lo que define al Estado, a las fracciones sociales unificadas políticamente como poder guber­namental, es precisamente la conjura permanente contra la indiada. Por encima de las rencillas entre oligarcas mineros, comerciantes arribistas y gamonales pueblerinos, está la contención del ayllu soliviantado considerado como el fin de la historia, como la hecatombe de la civilización.

El Estado republicano es entonces un Estado de exclusión; todos sus mecanismos ad­ministrativos están atravesados por la exacción y la disuasión del tumulto comunal. Lo indio es lo pre-social con sus amenazantes horrores desbocados, ocultos tras el manto de elusivos silencios y humildades.

Si el indio no es la apetencia poblacional del Estado sino el límite de su comprobación, es claro que el ciudadano es el sujeto que se construye en tanto antípoda de la indianidad: propiedad privada contra propiedad común, cultura letrada contra cultura oral, soberanía in­dividual contra servidumbre colectiva; he ahí los fundamentos de la civilidad legítima. El ciudadano es pues el no-indio, esto es, aquel que es capaz de dar fe pública de ser irreconcilia­ble con las estructuras comunales.

No cabe duda de que la ciudadanía en esta época se construye a través de la feroz negación del mundo indígena. De hecho, la construcción de los símbolos de poder que han de ser monopolizados por el Estado, se la hace por la vía de la negación de la simbología del mundo indígena. Que esta exorcización social tome la forma de estratificación étnico-racial sólo viene a validar el arquetipo colonial de la realidad histórica en la que la división del trabajo, de los poderes dominantes está marcada por las fisonomías raciales diferenciadas entre colonizadores y colonizados. El social-darwinismo de principios de siglo, lejos de inno­var esta secular escisión social, ha de adornar con retórico lenguaje positivista la sustancia de un secular espíritu colectivo.

En estas condiciones fundantes de la identidad colectiva de las clases dominantes, la ciudadanía, como el poder, la propiedad y la cultura legítima, no son prerrogativas que se deliberan sino que se ejercen como imperativo categóricos pues son un derecho de conquista. La ciudadanía no se presenta entonces para los ciudadanos como una producción de derechos sino como una herencia familiar y en eso todas las fracciones dominantes presentan un acuerdo tácito; de ahí que se pueda hablar en toda esta época republicana del ejercicio de una ciudada­nía patrimonial.

Los únicos momentos en que esta ciudadanía hereditaria se rompe, son aquellos cuando la plebe irrumpe en la historia como muchedumbre politizada (los artesanos de Belzu, los comunarios aymaras de Willca). Mas estos desbordes democráticos rápidamente serán anulados por un Estado y una cultura política urbano mestiza cuya razón de ser es justamente la posesión patrimonialista del poder de Estado.

La ciudadanía se presenta entonces como una descarada exhibición de la estirpe; no se hacen ciudadanos sino que se nace ciudadano, es un enigma de cuna y abolengo; su realiza­ción es sólo un problema de madurez biológica porque el abolengo del apellido es aquí la garantía de los derechos políticos.

El ejercicio de la ciudadanía no es en esta época un modo de responsabilidad pública, a no ser que tal compromiso sea la lealtad jurada a la perennidad de la casta; es por sobre todo la exhibición de los blasones familiares, de la pureza de sangre que convalida poder y buen gusto. En boca de los antiguos liberales, como hoy de los advenedizos, la igualdad de los hombres es una impostura discursiva que encumbra la más terrible segregación de los que no pueden lucir la blancura de sus ancestros y de sus caprichos pueblerinos.

Esto no quita por supuesto la intrusión en este espacio cerrado y endogámico, de cier­tos puñados de arribistas que son capaces de blanquear su linaje, por tanto de hacerse partíci­pes de los reales códigos de ciudadanía, mediante el abultado volumen de sus ganancias publicitadas. Son los comerciantes exitosos, los dueños de pequeñas factorías, de haciendas cocaleras y trigueras, lanzados al éxito económico por los procesos de urbanización y recupe­ración minera de principios de siglo. Son también los frutos bastardos de los encholamientos oligárquicos que, manipulando el rango simbólico del apellido del padre y lucrando de las fidelidades laboriosas de la línea materna, logran puestos burocráticos, juntan pequeñas fortu­nas o apresurados conocimientos letrados con los que transar la legalidad del patronímico. Pero son ciudadanos de sospechosa alcurnia pues siempre habrá en ellos, en su mal gusto para vestir, en su afección por la gordura como emblema de bonanza, en su simpleza estética o la insuficiente blancura facial, un motivo para comprobar su velada complicidad con una indianidad estigmatizada.

Sólo un mayor volumen de dinero del mestizo exitoso, junto con la fuerza de las armas del caudillo militar de turno capaz de mostrar en la ferocidad contra los indios sublevados la lealtad al linaje anhelado, serán capaces de sobornar los airados reclamos de pureza racial y por tanto de su derecho a la ciudadanía.

Pero su densidad interna será justamente la condición de su disolución. Ningún Estado que se precie de ser tal, esto es, que pretenda perpetuarse, puede lograrlo mediante la impúdi­ca exhibición de los privilegios privados que salvaguarda; tiene que camuflarlos como interés general, como voluntad común de los habitantes incorporados en el ámbito geográfico de su señorío. Por eso es Estado. Esto lo sabía Toledo y por eso fundó las Leyes de Indias que no son más que la confirmación jurídica de dos formas de ciudadanía hasta cierto punto autóno­mas, la de los españoles y la de los indios, pero con la última subsumida y tutelada por la primera.

La ciudadanía de casta en cambio, era una forma de politización social que clausuraba deliberadamente la entrada de lo más amplio de la propia sociedad, los indios, a la ilusión de un usufructo común de los fueros políticos. En tal sentido era una ciudadanía decadente, sin decoro ni grandeza histórica y que sólo atinaba a insuflarse por la lentitud de su ocaso. Su muerte, que paradójicamente no será otra cosa que la extensión de la ciudadanía, precisamen­te será obra de esa masa de quien hasta entonces, se había pensado que era incapaz de racio­nalizar lo que es el bien público: los indios y la plebe urbana.

LA CIUDADANÍA CORPORATIVA

Que la plebe armada conquiste lo que considera sus derechos habla más que de una insolencia épica, de un contenido colectivo, muchedúmbrico, del concepto de ciudadanía. Esto fue lo que sucedió en 1952.

Fue un momento de la historia en que los códigos jurídicos enmudecieron, los viejos prejuicios señoriales parecieron desmoronarse y el linaje dejó de ser suficiente argumento para conservar el monopolio de la gestión del interés colectivo.

La sociedad subalternizada irrumpió como sujeto deseoso de hacerse responsable de su porvenir, como sujeto cargado de intenciones frente al cometido de los asuntos públicos, creando con ello una nueva legalidad de facto que se desbordó al conjunto de la sociedad y que, por eso, esta sociedad, comenzó recién a actuar como parte de una entidad unificada.

La enunciación práctica de este sentido común de pertenencia se presenta, en este caso, como la invención social de la nación que el Estado no podrá menos que corroborar y luego unilateralizar según sus fines.

La ciudadanía emergente de la insurrección de abril resulta entonces de la fusión califica­da de tres aspectos. En primer lugar, de la acción autónoma de la sociedad llana que decide intervenir sin pedir permiso a nadie en la gestión de lo político. En segundo lugar, lo hace con tanta fuerza (el Estado oligárquico ha sido derrotado militarmente) que la institucionalidad del nuevo poder político no puede menos que incorporaren sus dispositivos la impronta de esta energía colectiva. De hecho, la única manera de domarla ha de ser precisamente la de cooptarla. En tercer lugar, en tanto esta acción se generaliza a todo el espacio social de sobe­ranía territorial del Estado, se trata de un hecho nacionalizados en la medida en que es la primera construcción política verosímil de aglutinamiento político de toda la sociedad civil. Expliquemos estos tres elementos y su entrecruzamiento.

Cuando decimos que una cualidad de la ciudadanía emergente de la Revolución del 52 es la acción autónoma de la plebe; no nos estamos refiriendo a que ella actúe al margen de los pre-juicios o influencias de la época. Cuando los obreros armados congelan a la puerta de las fábricas y bancos su envalentonamiento callejero, es claro que el hábito de ser mandado se reconstruye desde lo más profundo de las experiencias de una masa dominada, por lo que la autonomía en este terreno del poder económico y espiritual es inverificable.

Sin embargo, políticamente la plebe explícita una ambición democrática que marca una ruptura con el criterio emanado del Estado. La ruptura de los diques de abolengo que restringían la práctica política mostrará una extraordinaria capacidad de ruptura, de invención social del espacio público cuyo origen no es posible rastrear en la mansedumbre a los podero­sos, sino en los ardores irreductibles de la insumisión. Más aun, esta osadía con el porvenir, vendrá manifiesta por medio de unas técnicas de organización, el sindicato, que es quizá lo más auténticamente propio que ha producido la plebe a lo largo de todo el siglo.

Que esta masa abra la puerta de la historia política moderna bajo la forma de sindicato muestra que no sólo se está creando los derechos políticos como una apetencia colectiva, sino además, que la producción de este precepto social se lo hace bajo estructuras organizativas igualmente propias, lo que una vez más remarca que los auténticos momentos de democratiza­ción son simultáneamente épocas de autoconocimiento social.

La política, o mejor, lo que la sociedad civil ha de interiorizar como política por propia voluntad práctica es pues la agregación disciplinada por centro de trabajo, por rama de actividad y por identidad laboral para interpelar en conjunto al Estado. La revolución ha sido precisamente la eficacia suprema de esta manera de unificación, y el que la revolución triun­fara ha de significar inapelablemente que ya nadie puede quedar al margen de esta manera particular de afiliación social.

En todo esto hay sin duda efectos de grandeza y miseria. De grandeza, porque hay la invención real de un derecho colectivo que no reclama más legalidad que la belicosa enuncia­ción práctica. La legalidad y la política son asumidas como asunto que compete a todos en su elucidación, no simplemente a especialistas. Estamos ante un nuevo concepto de democra­cia entendida como intervención en los asuntos de Estado a través del sindicato, con lo que los sujetos políticos legítimos se han de constituir a partir de ahora de manera corporativa. La democracia no es entonces un derecho abstracto ni un decálogo de comportamientos admi­nistrados por una elegante burocracia política, como por ejemplo hoy. Democracia ha de adquirir el sentido común de práctica sindical de cara a participar en las orientaciones de gobierno, con lo que también el potencial significado de ciudadanía se ha de presentar como la consagración de este hecho como un derecho público. Durante 30 años, la separación entre democracia y dictadura no es un hecho cuantificable en votos para elegir gobernantes; es el grado de permeabilidad del Estado a la intrusión sindical que no es más que reclamar al Estado la remembranza de que el nuevo Estado está ahí desde 1952 porque los sindicatos armados así lo quisieron.

Pero también hablábamos de unas míseras colectivas que se trasminan en el decurso his­tórico. Si bien la plebe armada, en un arrebato histórico, abroga el monopolio de las decisiones políticas basadas en el linaje, el conocimiento letrado y el dinero, jamás, a no ser en momentos extremos y cortos, ha de abandonar la creencia de que el apellido, el dinero y el conocimiento letrado es el requisito imprescindible para gobernar los asuntos públicos. Esto significa que la democratización del espacio político es meramente interpelatorio, no ejecutivo, esto es, que la plebe se siente con el nuevo derecho de hablar, de resistir, de aceptar, de presionar, de exigir, de imponer un rosario de demandas a los gobernantes mas jamás ha de poder verse a sí misma en el acto de gobernar. Es como si la historia de sumisiones obreras y populares se agolpara en la memoria como un hecho inquebrantable y, frente al poder, la masa sólo pudiera reconocerse como sujeto de resistencia, de reclamo o conminación, mas nunca como sujeto de decisión, de ejecución o soberanía ejercida. La imagen que de sí misma habrá de construirse la sociedad trabajadora es la del querellante, no la del soberano.

Desde el 52, la historia del poder es también la historia de conglomerados populares, de los sindicatos: pero nunca como modo de aplicación misma del poder, sino tan sólo como regulación de sus atribuciones, de su extensión, de su eficacia. Surge así una relación de derechos y concesiones permanentemente negociados entre unos gobernantes que están ahí porque hay unos gobernados que así lo desean, y unos gobernados que están ahí porque nece­sitan a un gobernante para refrendar su situación de gobernados.

Esto significa que el poder estatal es reconstituido por la acción colectiva en su externalidad institucional, tanto respecto a la corporalidad física y cultural de la plebe como a los hábitos organizativos que ella posee. El señorialismo del poder resurge así de los gestos y los cerebros de quienes lo impugnaron, sólo que ahora, por ello mismo, es un poder interpelable, presionable, negociable. De ahí que la democracia, junto con la legalidad de la estructura sindical en toda esta época, sea sólo la medida de la permeabilidad, de los que se considera que siempre han de gobernar por derecho consuetudinario, a las demandas corporativamente postuladas por la masa.

Uno se pregunta por qué es que el Estado aceptó la manera de politización tan extrema de una sociedad que le compele a verificar su autenticidad en la deliberación asambleística de los sindicatos. Inicialmente, porque no le quedó otra opción; al fin y al cabo la violencia armada legítima estaba en manos de los sindicatos y el Estado era, ante todo, un imaginario colectivo de poder objetivado en prácticas de obediencia y muy poco un dispositivo institucional de administración de obediencia que le permitiera imponer sus fueros de manera inconsulta.

Pero, como ya lo vimos, no todo es desborde en la manera de proceder de la plebe. Hay en su efervescencia un núcleo conservador que reconstruye al Estado como única manera de entender el poder político, y al instrumentalismo privatizable como exclusivo modo de ejer­cerlo; esto quiere decir que entre el encomendero colonial, el caudillo republicano y el presi­dente elegido en urnas ha de haber el mismo fondo común, acumulado en la experiencia de los dominados, de conceptualizar el poder como una atribución personalizada. Esta sustancia política tradicional-colonialista, que atraviesa la fogosidad sindical, es precisamente lo que ha de permitir reconstituirse al Estado a través del sindicato aunque para ello haya tenido que pagar, o tolerar, a tal sindicato como forma histórica de presencia de la sociedad civil al interior del propio Estado o, si se prefiere, como modo de ciudadanía.

El que el sindicato asuma la forma de ciudadanía legítima ha de significar que, a partir de entonces, los derechos civiles bajos los cuales la sociedad busca mirarse como colec­tividad políticamente satisfecha, tienen al sindicato como espacio de concesión, de dirección, de realización.

Pero para que esta manera de filiación ciudadana se vuelva duradera y forje auténticos procesos de identidad social, no basta que los de abajo les recuerden a los de arriba que están ahí por obra de los primeros; se requiere que los de arriba les hagan ver a los de abajo que hicieron bien en colocarlos arriba por el conjunto de beneficios que por ello reciben. Se re­quiere entonces que las estructuras sindicales canalicen un acervo de dividendos sociales que pueden ser tanto políticos, como culturales y económicos.

Desde el momento en que empieza a suceder esto, el sindicato deviene en el modo del ejercicio de la ciudadanía legítima, lo que significa que es una fuerza que emerge de la socie­dad hacia el Estado pero también, una fuerza cuya legalidad emana del Estado para aplicarla a la sociedad.

Desde entonces, ser ciudadano es ser miembro de un sindicato. Ya sea en el campo, la mina, la fábrica, el comercio o la actividad artesanal, la manera de adquirir identidad palpable ante el resto de las personas y de ser reconocido como interlocutor válido por las autoridades gubernamentales, es por medio del sindicato. Ahí queda depositada la individualidad social plausible. Se puede decir que en todo este período, la sociedad boliviana se ha de componer de sujetos sociales colectivos que, en cuanto tales, adquieren derechos de ciudadanía los in­dividuos que la componen. Esto ciertamente no es nuevo; la estructuración corporativa, o mejor, la subordinación de la individualidad a formas colectivas de filiación pública es caracte­rística de sociedades con influencia comunal agraria en su vida económica. Lo nuevo es que estas formas de identidad sean reconocidas por el Estado también como formas legítimas de adquisición de derechos políticos.

Durante 30 años, lo poco de la democratización política, de la democratización económi­ca y cultural tuvieron al sindicato como mediador privilegiado. Ya sea la oposición a gobier­nos, la movilización para defenderlos o la aquiesencia colectiva para tolerarlos, lo que fuera a suceder pasaba por la resolución que tomaran los sindicatos más importantes, y luego enton­ces la COB. Igualmente, la ampliación del salario indirecto vía beneficios sociales, la seguri­dad en el empleo, el trámite de propiedad de la tierra, la garantía de una educación gratuita, tenían al gremio como lugar de concurrencia. Esto significaba que tanto la sociedad llana como el Estado veían al sindicato como lugar donde ir a deliberar la amplitud de lo que se considera ya un derecho público. Que esto lo hagan los trabajadores no es extraño pues, al fin y al cabo, el sindicato es su criatura, es la manera que encuentran para concretar sus ansias de unificación y el lugar donde por primera vez hacen de la historia lo que ellos quieren.

Lo que en cambio no ha de ser normal es que sea el Estado el que regule el propio temperamento de la sociedad civil mediante la promoción del sindicato. Que esto pueda suce­der supone que las sumisiones políticas arraigadas en el alma colectiva comenzaron a servir de sustento tecnológico de una particular manera de acumulación económica, esto es, que la organización sindical tendió a formar parte de la composición orgánica media del capital so­cial.

Llegado a este punto, la racionalidad del capital comenzará a expandirse por medio de la propia interunificación de las fuerzas del trabajo, con lo que habrá tenido lugar una eficaz subsunción general de la capacidad organizativa del trabajo a los requerimientos de acumula­ción ampliada del capital. No ha de ser entonces extraño que el sindicato sea, también, el intermediario de una serie de medidas de homogeneización cultural requeridas para llevar adelante la consolidación de una identidad nacional que el Estado intentó fundar aprovechan­do la amplia disponibilidad social que supone toda revolución.

El que el sindicato sea el modo en que la población adquiere ciudadanía ha de esculpir un particular perfil del concepto de lo público. Inicialmente, que se trata de una prerrogativa colectiva, fundada en una genealogía histórica (por ejemplo los obreros) o una fidelidad vernácula (los comunario-campesinos). La ciudadanía no se presenta por ello como una potes­tad individual, privada; es, por sobre todo, un acto de socialidad enraizado en la historicidad palpable de un conglomerado que antecede y engloba al individuo que la compone.

Además, la ciudadanía a través del sindicato dará lugar a una atribución de derechos políticos fusionados a derechos sociales y laborales, en correspondencia a la intromisión de una corporación creada por centro de trabajo en la esfera del Estado.

Con ello tenemos que los derechos políticos vendrán amalgamados a los derechos labo­rales, la democratización a la sindicalización y la ciudadanía al arquetipo del trabajador dis­ciplinado por el taller y el mercado.

Al igual que la primera forma de ciudadanía mencionada, la debilidad de esta forma de ejercer los atributos políticos radicará en la fuerza de legitimidad asumida a través de la institucionalización estatal de esta ciudadanía corporativa. Bastará que sea el mismo Estado quién quite de manera arbitraria la legitimidad del sindicato, para que esta mane­ra de ciudadanización entre en crisis, incluida la forma de nacionalización de la socie­dad que se había levantado sobre ella. Los últimos 13 años son justamente la historia de esta crisis y de los infructuosos esfuerzos de unas remozadas castas codiciosas de los espacios públicos por reformar el sentido de lo político, de lo democrático y de los procesos de ciudadanización.

LA CIUDADANÍA IRRESPONSABLE

Desde 1986, un nuevo escenario político ha comenzada a erigirse. La consolidación del voto como mecanismo de elección de los gobernantes, la continuidad reglamentada del siste­ma de partidos, los pactos de gobernabilidad y. en fin, toda esa parafernalia de compromisos administrativos entre élites adineradas y arribistas, portadoras de capitales simbólicos y culturales, estructuran el moderno mercado de fidelidades políticas llamado democracia.

Paradójicamente, no se trata de una ampliación de los derechos ciudadanos, de una de­mocratización de nuevos espacios sociales sino precisamente de una sutil mutilación de dere­chos sociales adquiridos en las últimas décadas.

Claro, si bien es cierto que las elecciones certifican la presencia de la voluntad de las personas, cualquiera sea su rango y posición social, en el nombramiento de presidentes y diputados, no menos cierto es que este poderío se transmuta en impotencia cotidiana cuando su aplicación se constriñe a los escasos minutos en que dura el acto de votar, pues el resto de los meses o años que ha de interponerse entre un voto y otro, sencillamente el votante carece de facultades políticas para gestionar o variar la decisión tomada. En este caso tenemos que el tiempo democrático de la vida social se comprime a su mínima expresión en tanto que el tiempo de la arbitrariedad estatal se amplía en términos absolutos.

La democracia, como práctica recurrente y dilatada en el tiempo, practicada por la vida sindical, barrial y comunal, pasa así a ser abruptamente sustituida por una libertad de decisión comprimida en un acto ritual en el que la sociedad abdica voluntariamente de su decisión de gobernarse y de autopresentarse como conglomerados colectivos, como fidelidades asocia­das, ya que el voto exige el aplanamiento individualizado del elector.

Pero para que este tipo de achatamiento estratégico de la subjetividad popular funcio­ne, se requiere, en primer lugar, la disolución de la anterior composición orgánica del trabajo social en y para el capital, y de las formas organizativas de la sociedad bajo las que adquiría presencia pública legítima. De ahí el cierre de las grandes empresas que concentraban enor­mes contingentes de obreros, la flexibilización de los contratos que vuelve más precaria la unidad laboral e intensifica la competencia obrera. De ahí la generalización de los modos fragmentados del trabajo familiar, que diluyen la separación formal entre propietarios y traba­jadores, y que en conjunto buscan confeccionar un mundo laboral técnicamente atomizado, materialmente despojado de los antiguos modos de aglomeración, de seguridad laboral, que forjaron la cultura política de épocas pasadas y las maneras de desplegar los derechos de ciudadanía. El eslogan de "achicamiento" del Estado con el que se llenan la boca los pseudoliberales locales para justificar la apropiación privada de los bienes públicos, tiene como contraparte precisamente este agiganta miento de la función reguladora, disuasiva y normalizadora del Estado hacia la sociedad civil.

Estamos hablando entonces, de una necesidad estatal de inducir un colapso en la forma corporativa de la constitución de la sociedad llana y con ello, de toda una tradición histórica de auto-representación política del trabajo, de todo un patrimonio de luchas, de saberes, con­quistas e identidades, con los cuales -y a través de los cuales- el trabajador vivió su vínculo con los suyos, con el resto de la sociedad y con los gobernantes. Junto al debilitamiento de los sindicatos en los últimos años está por sobre todo, la búsqueda incesante del Estado de pros­cribir la manera corporativa de la constitución de los sujetos políticos susceptibles de ser oídos y de influir subordinadamente en el manejo de la cosa pública. El antiguo andamiaje de la filiación ciudadana (el sindicato), a partir del cual el individuo adquiría identidad social y calidad interpelante, trata de ser abolido por un Estado empeñado en enseñar que el ciudada­no público es el individuo aislado, votante y propietario.

Se trata ciertamente de una modalidad distinta de la constitución de la ciudada­nía, que exige que la incorporación de los subalternos en el Estado ya no se dé por el lado de la cooptación conflictiva de las estructuras grupales para hacerlas intervenir en las disputas circulatorias del excedente social (demanda salarial, beneficios sociales, estatizaciones...), sino por la sumisión del individuo aislado a la normatividad institucionalizada de elecciones de representantes cada determinado tiempo. Se trata pues del tránsito del viejo Estado benefactor y prodigante, cuya legitimidad venía tanto de la tácita incorporación de demandas corporativas en la gestión pública, como de su capacidad de neutralizar, vía la prebenda, las infidelidades antigubernamentales de las clases menesterosas; a un Estado neoliberal que pretende sustituir el soborno de las identidades plebeyas locales por la mercantilización y prebendalización de las so­beranías individualizadas y fragmentadas del cuerpo social.

En la medida en que esta reconfiguración de la textura material y espiritual de la socie­dad desde el Estado se lleva a cabo, lo democrático, su unilateralidad institucional, sus dispo­sitivos participativos, sus modos de plasmarse en los hechos, de practicarse, se muestran como un conjunto de técnicas sociales en gran parte burocráticas que colonizan almas, retuer­cen hábitos y purgan unos conocimientos para imponer otros.

Claro, los modernos y "racionales" modos de hacer política pactada entre representan­tes, entre partidos, no sólo supone que quienes deben pactar y conversar a nombre de los intereses sociales son unas élites cuyas intenciones en el fondo, y más allá de la ilusión buro­crática, no se representan más que a sí mismas; sino que también supone que la gente debe ser representada en el manejo del mundo público, debe ser mediada en su acción política por los partidos. Más aún, todo ello requiere que la cosa pública deba existir como esfera separada de la sociedad civil. Más aún, que la sociedad civil sólo pueda existir como sociedad política a través de mediadores o sacerdotes de la política. Pero estos arcaísmos políticos que se remon­tan a Hobbes y Montesquieu, aparte de no tener ya nada de modernos, expresan un tipo de ideologización inventada del quehacer político cuyo racionalismo no radica en el vigor argumental sino en la fuerza estatal para legitimarlo.

El liberalismo político en el que el "interés común" se construye como transacción entre iguales jurídicos, requiere tanto individuos ilusoriamente iguales y portadores de un bien comerciable (el voto), como de sujetos carentes de fidelidades asociativas, parentales, para poder lanzar a la circulación su bien transable (su soberanía). Esto que parece tan obvio y aséptico necesita, sin embargo, de gente desprovista materialmente del bagaje de los circui­tos de filiación comunal y de parentesco; supone al individuo en estado de desprendimiento moral y en disposición al mercadeo de su historia, de su voluntad.

Es a partir de este individuo abstracto que el "interés general" puede formarse como suma de voluntades aisladas en una externalidad ajena a todos, esto es, el Estado liberal. La elección voluntaria de la sumisión requiere entonces, un imaginario histórico cercenado, una auto-representación abstractalizada, una politicidad impalpable, externa, éticamente inverificable.

La delegación de la voluntad política presupone por tanto un tipo específico de sujeto, el sujeto delegante que no es responsable de sus actos porque es impotente frente a sus circunstancias, y queda compelido a desprenderse del manejo de sus intere­ses. En otras palabras, requiere de individuos sometidos a una particular disciplina de mandos tolerados, de sumisiones refrendadas, de expropiaciones soportadas y de caren­cias padecidas como inevitables. Requiere pues, de la construcción disuasiva o forzada de una cierta "moralidad de esclavos" que permite arrebatar a los sujetos libres su im­pulso genérico y esencial de seguir siendo libres.

La moderna ciudadanía es descaradamente una ciudadanía irresponsable, en la me­dida en que el ejercicio de los derechos públicos es simplemente una ceremonia de dimisión de la voluntad política, de la voluntad de gobernar, para depositarla en manos de una nueva casta de propietarios privados de la política que se atribuye el conocimiento de las sofisticadas e impenetrables técnicas del mando y del gobierno. Con ello, lo democrático, que ya desde 1952 no significa gestión directa de los asuntos comunes sino tan sólo intervención colectiva (bajo la forma de presión o reclamo movilizado) en el curso de los asuntos comunes, ahora sufre una nueva mutilación por cuanto de lo que se trata es de escoger, entre los que portan los símbolos señoriales del poder, a quiénes han de administrar arbitrariamente la cosa pública. Se trata de una representación que simultáneamente es una suplantación de la soberanía social y que viene a ampliar los procesos de expropiación política iniciados con la República.

No cabe duda que esta ciudadanía liberal es una ciudadanía fantasmagórica en la me­dida en que propugna abusivos procesos de despolitización social y de desarraigo histórico para depositar en unas élites burocráticas, en sus felonías legalizadas, el concepto de política y juego democrático. De esta manera, a lo que se intenta llamar ciudadano es a una individua­lidad abstracta, a una conciencia sumisa guiada por los preceptos mercantiles del regateo monetario de su soberanía. De ahí que la prebendalización de las fidelidades y la moralidad de mercado que guían la elección de gobernantes hoy día, no es un defecto transitorio enmendable con emplastos administrativos o concienciales; es el basamento espiritual que lubrica estos modernos modos de enajenación política.

En síntesis, se puede decir que esta manera de estructurar la forma de gobierno y de ciudadanía está atravesada por una doble impostura. La primera, porque lejos de ampliar los territorios de intervención democrática de la sociedad dentro del propio espacio político y hacia los espacios económicos, culturales, etc., se restringen los derechos políticos a un mero nombramiento de los que habrán de pensar y decidir por uno. La segunda, porque se simula la concurrencia de individualidades privadas y en estado de desprendimiento asociativo, que son el requisito para la eficacia de los modos liberales de construcción de la unidad político- estatal. cuando en realidad la estructura social boliviana está atravesada por innumerables segmentos corporativos, por múltiples filiaciones comunales, por densas redes de agregación económicas y políticas locales de larga tradición histórica que desnudan como una estafa el ideal liberal de la sociedad como mera aglomeración de propietarios privados desarraigados.

Esto significa que la subsunción real de los procesos de trabajo bajo el capital, esto es, la propiedad privada como fundamento de identidad social y la tecnología como regulador de las disposiciones corporales, no es un hecho consumado. Si la economía funciona, si existe producción, mercado, acumulación, es porque gran parte de la sociedad urbana y rural marcha sobre lazos de parentesco, sobre lógicas productivas no totalmente mercantilizadas, con individualidades definidas por su entorno colectivo filial o comunal, con saberes y técnicas económicas no-capitalistas, etc. Las estructuras corporativas como formas de organización política local (sindicatos, juntas vecinales, ayllus...), las redes de parentesco como recursos productivos que limitan la abstractalización mercantil del uso de la fuerza de trabajo, etc., originan identidades políticas y prácticas políticas que limitan estructuralmente la eficacia de los dispositivos liberales de (des)politización social. En tanto se mantenga la subsunción for­mal del trabajo al capital, la individualidad liberal es una falsificación administrativa de com­plejas y abigarradas formas de individualización social.

¿Cómo salir de este atolladero de artificios democráticos sostenidos con alfileres? Lo más probable es que la mediocridad intelectual de los que adulan lo existente se dedique a maquillar por acá y por allá un cuerpo político desarticulado entre politicidad social y despolitización estatal, manteniendo y ahondando más la escisión, que podía ser catastrófica, entre gestión estatal y configuración social. La otra opción, lúcidamente asumida por ciertas fracciones empresariales en el ámbito de la economía, es la refuncionalización de comporta­mientos y estructuras políticas colectivas al sistema de representación electoral. Ejemplos de estas maneras más eficaces de subordinación política es lo que sucede en los llamados "muni­cipios indígenas", en los que prácticas políticas comunales locales quedan cooptadas y luego inmediatamente refuncionalizadas por un sistema de administración representativa y delega­da de la gestión pública.

Sin embargo, reconocer los "usos y costumbres" de una entidad local en un municipio perdido en el mapa, no representa para los gobernantes el mismo peligro que el institucionalizar esos hábitos políticos en los niveles ejecutivo y legislativo del Estado y encima al 70 u 80 % de los ciudadanos. Hasta qué punto el Estado estará dispuesto a arriesgarse a la formación de una real hegemonía, es algo incierto aunque lo que hasta hoy acontece muestra que las "tole­rancias" de las que hace gala toda la intelectualidad orgánica del Estado, no duda en transmutarse en celoso despotismo no bien se pone en discusión la permanencia de sus privilegios emer­gentes de este liberalismo falseado.

Una tercera posibilidad es que las prácticas políticas plebeyas, comunales y obreras, salgan del cerco en que se hallan y se expandan de manera autónoma a todo el espacio públi­co. Con todo, esto requeriría la superación de las estafas liberales pero también de las autoconstricciones políticas de la época del capitalismo de Estado. Sería entonces una am­pliación de la democracia a partir de un arranque de iniciativa social que reinventaría el signi­ficado de ciudadanía como acto de responsabilidad permanente de cada persona en el destino de las demás.

 

Notas

* Docente e investigador de la Carrera de Sociología - UMSA

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