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Temas Sociales

versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.21 La Paz  2000

 

ARTICULO ORIGINAL

 

CULTURA POLITICA Y DEMOCRACIA

Las interrelaciones entre la sociología, la política, la antropología y la psicología social

 

 

Raúl España Cuellar1

 

 


 

 

LA NOCIÓN DE CULTURA POLÍTICA.

La aproximación conceptual a la noción de cultura política exige transitar al concepto de cultura como tal y ello, a su vez, nos remite al campo de la antropología social.

El abordar la noción de cultura desde la perspectiva de la antropología social importa enfrentarse ante la evidencia de las múltiples percepciones sobre ella. Sin embargo, en el marco de esa variedad de definiciones, es posible encontrar algunas constantes.

La que más resalta es la concepción holista, enmarcada en la tradición Tyloriana, a partir de la cual la cultura es definida como «la totalidad de la obra y la práctica del hombre, en todo el tiempo y todo el espacio, incluyendo la parte de la naturaleza transformada por el hombre y a este último en cuanto cultura» (Najenson, 1982:54).

Es decir, en las determinantes de la noción se incluyen, desde la acción transformadora del hombre sobre la naturaleza hasta sus construcciones simbólicas, pasando por la propia constitución de su organización social.

Una otra constante es la definición de la cultura como el modo de vida de un pueblo, de una nación, de un grupo, etcétera, que engloba y se manifiesta a través del conjunto de las actividades sociales. Esta definición si bien es menos abarcadora que la primera -la cultura como totalidad máxima- se deriva de ella, en la medida que «designa la totalidad (obra y práctica global del hombre), pero referida a una sociedad histórica particular como su «forma de vida»; es decir, un estilo de vida específico, que constituye a su vez una totalidad en sí, y es en cierto modo único y original en cada caso» (Najenson, 1982:55).

Pero conforme uno se aleja de la antropología social y se interna en el campo de la antropología filosófica (Cassirer, 1976) y de la sociología, la noción se va delimitando, se va diluyendo la idea de totalidad máxima, el acento comienza a ser puesto en una de las dimen­siones propias de la humanidad2: «la capacidad de atribuir significado, libre y arbitraria­mente, a las cosas y a los acontecimientos, a los objetos y a los actos» (White, 1975:314).

Es decir, las preocupaciones, con relación a la cultura, van centrándose en el hecho de que la obra y la práctica del hombre no sólo significan la transformación del entorno material, sino, sobre todo, recreación y creación de la vida misma, de las instituciones, de las interacciones humanas, de la mutua comunicación, del hombre mismo -no sólo en términos estrictamente biológicos de la reproducción de la especie, sino en tanto autorrealización humana- (Markovic, 1972).

Bajo esta óptica, la cultura expresa la realidad humana como una realidad que trasciende el universo puramente físico, la expresa en una dimensión más amplia: la simbólica. Y a partir de ello el ámbito de la cultura pasa a ser preferentemente el de «la comunicación de sentidos que permite a los miembros de la sociedad construirse una realidad e interpretarla en el mismo instante que actúan sobre ella y la transforman» (Bruner et. al., 1989:33).

Como se constata, desde la perspectiva sociológica, el ámbito de la noción se «reduce» al universo simbólico, al mundo de los significados no sensoriales (White L., 1959), al ámbito de la comunicación de sentidos, de la acción provista de sentido. La cultura pasa a ser entendida como el conjunto de «los procesos de producción y transmisión de sentidos que construyen el mundo simbólico de los individuos y de la sociedad» (Bruner et. al., 1989:35).

Es precisamente en el recorte de la noción de cultura como universo simbólico que se ubicará al concepto de cultura política.

Delimitada la relación entre cultura y cultura política, adentrémonos en la génesis de la noción de cultura política.

El origen de esta noción nos lleva a poner en evidencia las relaciones entre la psico­logía, la sociología, la política y la antropología. Según Lucien Pye «...el concepto de cultura política surgió como respuesta a la necesidad de tender un puente sobre la bre­cha, cada vez más amplia, que se iba abriendo en el seno de la concepción behavorista, entre el nivel del microanálisis basado en las interpretaciones psicológicas del compor­tamiento político del individuo y el del nivel del macro análisis, basado en las variables propias de la sociología política (...)».

«En este marco el concepto constituye un intento de integrar la psicología y la sociolo­gía, con el fin de poder aplicar al análisis político dinámico tanto los hallazgos de la moderna psicología como los progresos de las técnicas sociológicas para la medición de actitudes en las sociedades de masas" (Pye: 323).

Establecido el origen de la noción cultura política, es preciso avanzar en la explicitación de las determinantes de la misma. Lo mismo que el concepto de cultura, la noción de cultura política es también polisémica. Sin embargo, detrás de sus múltiples significados es también posible encontrar ciertas recurrencias.

Autores como Almond, Verba, Pye, Sanni, Lechner, Barriz, coinciden en señalar que el concepto expresa un conjunto de orientaciones, posturas, actitudes, actividades, creencias, sentimientos, comportamientos, ideales, normas, tradiciones, símbolos, pautas, estilos, valo­res, representaciones, prácticas, visiones, percepciones y significaciones sobre la política, el sistema político, los roles de uno mismo en el sistema político, los fenómenos políticos, las cuestiones políticas, el hacer política, el organizar el espacio político, etcétera, sin embargo detrás de esta diversidad de notas que parece contener el concepto, es notoria la influencia decisiva de Gabriel Almond y Sidney Verba.

En ese sentido, puede delimitarse la noción de cultura política señalando que ésta expre­sa un conjunto de actitudes, orientaciones y representaciones, referidas a determinados objetos y situaciones políticas. Dada esta definición, se hace preciso desentrañar el signifi­cado de actitudes, orientaciones y representaciones.

a) La representación social

La representación social constituye la determinante más amplia del concepto de cultura política y es a la vez una noción que nos remite al campo de la psicología social.

Ahora bien, desde la perspectiva psicosocial, la representación social esta entendida como una modalidad de conocimiento y en tanto tal «implica en principio una actividad de reproducción de las propiedades de un objeto, efectuándose a un nivel concreto, frecuente­mente metafórico y organizado alrededor de una significación central. (...) Esta reproducción no es el reflejo en el espíritu de una realidad externa perfectamente acabada, sino un remodelado, una verdadera «construcción» mental del objeto concebido como no separable de la actividad simbólica de un sujeto» (Herzlich, C., 1987).

En síntesis, la representación social, importa un proceso de reconstrucción de lo real, una construcción mental del objeto y en tanto tal implica procesamiento de la información, organiza­ción de la misma y una orientación general sobre su objeto ya sea positiva o negativa.

b) Las orientaciones

La noción de orientación política está referida «a los aspectos internalizados de objetos y relaciones e incluye: 1) 'Orientación cognitiva', es decir, conocimientos y creencias acerca del sistema político, de sus roles y de los incumbentes de dichos roles, de sus aspectos políticos (in puts) y administrativos (out puts); 2) 'Orientaciones afectivas' o sentimientos acerca del sistema político, sus roles, personal y logros; 3) 'Orientación evaluativa', los juicios y opinio­nes sobre los objetos políticos que involucran típicamente a la combinación de criterios de valor con la información y los sentimientos» (Almond y Verba, 1963:31).

c) Las actitudes

Las actitudes expresan la «organización de creencias interrelacionadas, relativamente duradera que describe, evalúa y recomienda una determinada acción con respecto a un objeto o situación3, siendo así que cada creencia tiene componentes cognitivos, afectivos, y de con­ducta» (Rokcach, M, 1974:21).

Analizando con mayor profundidad esta definición de Rokeach, encontramos que una actitud es una organización relativamente duradera de creencias en torno a un objeto o situa­ción, que predispone a reaccionar preferentemente de una manera determinada.

El hecho de que la actitud sea relativamente duradera importa que no es momentánea lo momentáneo es la disposición. Precisando aún más, podemos decir que las actitudes son disposiciones relativamente duraderas formadas por experiencias pasadas.

El hecho de que la actitud sea una organización de creencias quiere decir que la actitud no es inherente a la personalidad, sino que representa un agregado o síndrome de dos o más elementos relacionados entre sí.

El hecho de que una actitud sea una predisposición a responder significa que las actitudes son disposiciones adquiridas de conducta que difieren de otras disposiciones de conducta tales como el hábito y el motivo, porque estas últimas involucran la visión del mundo de una persona; esto quiere decir que la actitud, en tanto respuesta, no necesariamente obedece a una visión del mundo.

Este es el ámbito sobre el que recurrentemente han transitado las investigaciones sobre cultura política. Pero bien, veamos ahora cómo la temática ha sido trabajada por los investigadores sociales bolivianos.

EL TRATAMIENTO DE LA CULTURA POLÍTICA EN LA INVESTIGA­CIÓN SOCIAL EN BOLIVIA

La temática de la cultura política, de manera explícita, ha sido abordada por muy pocos investigadores. Entre los más destacados, podemos citar a Luis H. Antezana, Hugo C. F. Mansilla, Salvador Romero y Jorge Lazarte.

Son diversas las problemáticas que se han abordado desde la perspectiva de la cultura política pero, al mismo tiempo, son también importantes las recurrencias. Entre ellas, la cen­tral es la referencia a la democracia, al funcionamiento del sistema político democrático.

Veamos cuáles son los aportes de estos prominentes investigadores respecto a la temática de la cultura política:

a. L.H. Antezana

Antezana, en su ensayo titulado «Políticas culturales y cultura política: Bolivia 1980­1987», aborda la temática a partir de la problemática de la recuperación de la democracia

É1 señala, explicitando el tono de sus preocupaciones, que: «Desde el punto de vista de una «novedad» cultural destacaremos la asunción por parte del movimiento obrero y popular de la consigna democrática» (Antezana L. H., 1989:380). Entendiendo a la «consigna democrática» en los marcos de la democracia formal, cuyo sustento de legitimación es el voto.

Por otra parte, esa «novedad» cultural está considerada como la torsión discursiva que se expresa en que la democracia (formal), « deviene objeto-de-deseo popular cuando su formalidad estaba direc­tamente asociada con el Estado democrático=instrumento dictatorial, (...)» (1989:382).

Pero bien, ¿cuáles son las dimensiones sobre las que se desarrolla esta novedad?

El investigador señala que culturalmente se podrían anotar las siguientes «innovaciones».

i) En primer t érmino, «una decisiva asunción del proyecto democrático en el interior de la COB y partidos y gremios que la constituyen» (1989:392). Pero además, en los partidos paraestatales, que «casi en contradicción con su previa «administración» dictatorial del Estado convergen en torno al programa democrático» (1989:381).

ii) En segundo t érmino, es relevante, en la asunción del proyecto democrático, la reformulación sufrida por el movimiento campesino que se expresa en la formulación indigenista de un proyecto ideológico y político, que pone en primer plano la descentralización de la política de la esfera estatal y su irra­diación a la sociedad civil, en términos de avanzar en la ampliación de la autonomía del movimiento campesino en tanto movimiento social.

iii) En tercer t érmino, la asunción de la consigna democrática estaría expresan­do también, «la resolución de posibles reformas estatales a través de recomposiciones del poder a nivel de la sociedad civil» (1989:392), expre­sadas en las reivindicaciones regionales en torno a la descentralización administrativa del Estado.

Este proceso de asunción de la consigna democrática, dirá Antezana, está cargado de diversos sentidos. «Globalmente se diría que los múltiples sentidos de la «democracia» se incrustan en los diversos universos conceptuales (culturales) de los sujetos-actores sociales bolivianos, los que, cada uno a su manera, tratan de actualizar esa nueva cosmovisión»(1989:392).

Ese, pues, el ámbito de análisis diseñado por Antezana, el de una cierta modificación de la cultura política expresada en la asunción de la consigna democrática por distintos actores sociales y políticos, tales como la COB, el movimiento campesino, los movimientos regiona­les y los partidos. En otras palabras, la novedad cultural importa la internalización de los valores de la democracia formal en las representaciones de los actores políticos y sociales.

b. H.C.F. Mansilla.

Revisando los trabajos de Mansilla, se constata que este investigador aborda la pro­blemática de la cultura política en Bolivia a partir de comportamientos colectivos como anclados a ciertas tradiciones provenientes de las culturas precolombinas y de las hispa- no-católicas. De esta forma, la cultura política boliviana estaría signada por pautas de comportamiento poco racionales y caracterizada por el predominio de normas colectivas de índole preconsciente. Ahora bien, el parámetro de referencia para tal caracterización es la democracia liberal que, según Mansilla, expresaría un sistema político racional y coherente, en la medida que se asienta sobre el pluralismo político, la conciencia política crítica y el diálogo político.

La herencia precolombina estaría expresada en la tradición jerárquica. «El ordenamiento social se basaba en la obediencia de los de abajo y en el derecho casi ilimitado de mandar de los de arriba.

«A esta tradición se sobrepuso el modelo de dominación hispano-católico, que no des­plazó del todo las normas indígenas y hasta enfatizó alguno de sus componentes. En el uni­verso Europeo, España no se destacó nunca por un espíritu liberal, por la creación de organis­mos políticos de representación popular o por innovaciones en el campo del pensamiento socio-político» (1984:67).

Los rasgos más importantes de esta herencia cultural son:

a) La propensión al irracionalismo.

b) El activísimo.

c) El machismo y el caudillismo.

d) El estatismo y la proclividad al burocratismo.

e) «La inclinación a sobrestimar las apariencias en detrimento del ser y la dicotomía entre el nivel verbal y el real.

f) Entre otros rasgos típicos de la cultura política boliviana, Mansilla señala, la tendencia a la afectividad de relevancia social en detrimento de la neutralidad de los sentimientos y el poco aprecio al trabajo honrado.

Mansilla hace notar que estos rasgos culturales son más acendrados en el comportamiento del movimiento sindical y de los partidos de izquierda, mientras que los empresarios esta­rían en un proceso de modernización de su comportamiento político.

Son precisamente estas prácticas reñidas con la tradición liberal, democrática y anti absolutista las que bloquean la posibilidad de modernización de la vida política boliviana. Al respecto, Mansilla señala: «En forma de hipótesis provisoria, puede aseverarse que la evo­lución histórica boliviana, medida por los usuales parámetros del progreso metropolitano, ha sido frenada y entorpecida por pautas generales de comportamiento de origen tradicionalista y de contenido irracional, las que denotan tres raíces: la herencia precolombina, la tradición hispano-católica y la recepción meramente instrumentalista de la cultura metropolitana occi­dental» (Mansilla, 1989b:4).

Puede observarse que el diseño analítico de Mansilla se desarrolla bajo parámetros dicotómicos: lo tradicional (pre-racional, pre lógico. autoritario) versus lo moderno (racional, lógico, democrático). Desde esta perspectiva, la persistencia de lo tradicional en el comportamiento político impide el desarrollo pleno de una democracia liberal como expresión de lo moderno.

Salvador Romero, como señala el título del trabajo que se ha revisado («Cultura política y concertación social»), relaciona la temática de la cultura política con el problema de la concertación social, entendiendo a ésta como «los mecanismos de apertura del sistema institucional de toma de decisiones, hacia intereses económicos y sociales que no se expresan exclusivamente en los canales tradicionales de agregación de intereses, como son los partidos políticos, sindicatos,(...)" (Romero, 1987:163).

Romero define el campo de la cultura política en términos de una acepción amplia de pautas socialmente admitidas explícita o implícitamente que orientan la conducta de los inte­grantes del estamento político ... (1987:162).

A partir de ese enfoque de la cultura política, Romero constata la existencia de ciertas paulas que habrían orientado las conductas de los actores sociales y políticos hacia el bloqueo de las posibilidades de la concertación social, especialmente en el período de gobierno de la Unidad Democrática y Popular (1982-1985). Entre estas pautas. Romero señala:

i) El comportamiento partidario signado por un apego al caudillismo y al per ­sonalismo.

ii) La presencia en el sistema pol ítico de un ejecutivo fuerte, que reduce el papel del congreso y de las organizaciones de la sociedad civil.

iii) Las tradiciones de lucha del movimiento sindical que se inscrib ían por so­bre lodo en el accionar de la COB (en tanto su carácter de doble actor: político y social), en busca del establecimiento de un poder dual como paso previo al establecimiento del poder obrero.

iv) El apoliticismo y la sobre politización.

Sin embargo, Romero prevé que estas pautas estarían modificándose y que «un cierto estilo de organización política parecería estar en vías de desaparecer, el autoritarismo, y que otro democrático, se manifestaría en el horizonte ...» (1987:176).

Es necesario señalar, por otra parte, que Romero advierte que, el «mantenimiento o des­aparición de elementos culturales no es el resultado de la inercia social sino de los intereses de los miembros de una sociedad» (1987:176).

d. Jorge Lazarte.

El trabajo de Lazarte, Cultura política, democracia e inestabilidad, importa la explica­ción de la inestabilidad política a partir del enfoque de la cultura política.

Desde esta perspectiva. Lazarte plantea el reflexionar «acerca de comportamientos co­lectivos y su adecuación o no con el funcionamiento de la democracia» (Lazarte, 1986:55).

Se plantea, pues, poner en evidencia «las lógicas de la acción colectiva subyacente en la conducta observable» (1986:53). Pero no sólo ello, sino que la cultura política, como nivel de análisis, también abre la posibilidad de explicar la inestabilidad como «ligada a conflictos de legitimidad, es decir, a la presencia de diferentes códigos de legitimidad segmentados y no universales» (1986:53).

Ahora bien, la cultura política está definida como «un conjunto de representaciones acerca de la política a partir del cual cada actor organiza el espacio político y lee sus datos» (1986:53).

Lazarte resalta la importancia de la cultura política en la medida en que «la transforma­ción social tiene un alcance mucho más vasto y profundo que la sola transformación de la economía, puesto que de lo que se trata en última instancia es de producir nuevos «sentidos comunes» de sociabilidad» (1986:54). Es decir, los comportamientos colectivos en las rela­ciones políticas, en términos de su explicación, no pueden ser reducidos al ámbito exclusivo de los intereses económicos, pero al mismo tiempo también se advierte que tales comporta­mientos tampoco pueden ser reducidos a «una postulada «idiosincrasia» anclada en las pro­fundidades del boliviano»1 (1986:54).

Específicamente Lazarte, en su trabajo, trata de las características del comportamiento obrero, con relación a cómo este actor estructura sus «representaciones del campo político y a las modalidades y formas con que son pensadas sus relaciones con las cuales los actores concurren al juego político» (1986:56).

Analizando el discurso obrero, Lazarte encuentra que éste está organizado «de acuerdo a una visión dicotómica, propia en general del discurso político, con uno de los polos desvalo­rizado (...). y el otro valorizado y hasta idealizado. (...). Donde la violencia es el terreno de encuentro y mediación de los actores. (1986:65). Esa visión hace que el discurso se exprese bajo la lógica del enfrentamiento, de la guerra.

En ese marco, «el espacio de la política está ocupado por dos bloques opuestos irrecon­ciliables en relación proporcionalmente inversa y mutuamente excluyente. El conflicto que los separa, y que los une, sólo puede concluir (resolverse) con la victoria (aplastamiento) del uno sobre el otro. Esta es la percepción obrera, (...) la política es el lugar de la fuerza, es la fuerza como contenido, es la fuerza como forma, es la fuerza como relación, o dicho de otro modo la política es el reino pre estatal de Hobbes» (186:70).

Según Lazarte, esta sería la visión a través de la cual el actor obrero se sitúa en el espacio social, construye los sentidos de su acción, «fija las reglas del juego en la relación política, y hace el papel de un poderoso filtro a través del cual la política en escena es percibida; y como tal pertenece a las estructuras profundas de la ideología, desarrolla en la larga duración, que funcionan en la evidencia que la oculta en su función de código de la realidad y principio básico de comportamiento. Por ello decimos que la representación de la política en el movi­miento obrero, pertenece a su inconsciente colectivo y es parte de la «mentalidad» obrera, y por tanto de su cultura política» (1986:71).

Esta visión no es innata, anclada en una idiosincrasia particular, es producida por deter­minadas condiciones sociales. Es su peculiar relación con el estado la que habría moldeado en el movimiento obrero la percepción de la política como espacio de la fuerza.

e. Conclusiones

A modo de conclusión, se hace imprescindible una referencia general al tratamiento de la problemática de la cultura política en Bolivia.

i)  Es evidente que hay una coincidencia en relación al tratamiento de la cultura política en términos de conductas de los actores.

En Antezana, encontramos que es la asunción de la consigna democrática, en tanto valor, la que explica su conducta (el «hacer» y «decir» del movimiento obrero) en torno a la recuperación democrática. En Mansilla, el problema está abordado a par­tir de comportamientos colectivos anclados en ciertas tradiciones. En Romero, el campo de la cultura política está definido con relación a pautas colectivas socialmente aceptadas que orientan la conducta. Y, finalmente, Lazarte nos habla de la necesidad de develar las lógicas de la acción colectiva subyacentes en las conductas observables y comportamientos colectivos.

ii) Otra coincidencia b ásica en el conjunto de los trabajos es la recurrencia al funciona­miento de la democracia. En Antezana, subyace la idea de que tras la «novedad» cultural está la «democratización» de la política, en términos de descentración esta­tal y su irradiación hacia la sociedad civil. Ese sería el signo que orientó la recupera­ción de la democracia. En Mansilla, la preocupación por la democracia es evidente, pero en él está planteada de manera negativa, ya que la cultura política anclada en las tradiciones precolombinas e hispano-católicas se convierten en un fuerte obstáculo para el desarrollo de la democracia «moderna» (léase liberal). En Romero, la preocu­pación gira en torno a la problemática de la concertación. Para Lazarte, el nivel de análisis de la cultura política le es útil para abordar los problemas de estabilidad política a partir del análisis de los códigos de legitimidad.

iii) Una otra recurrencia que compete, sólo a tres de los investigadores analizados (Mansilla, Romero y Lazarte) es la caracterización del comportamiento político obrero como sustentado en la lógica de la política como guerra, como espacio de la fuerza.

iv) Entre las diferencias fundamentales, de orden metodológico, se pueden anotar las que resaltan entre Romero y Lazarte respecto al tratamiento que Mansilla hace sobre la temática de la cultura política. Mientras Mansilla hace hincapié en el comportamiento político de los bolivianos como anclado en ciertas tradiciones. Romero advierte que en el tratamiento de la cultura política se debe evitar caer en los paradigmas híper culturalistas que ven en toda acción el resultado de la cultura anterior (cabe hacer notar que esta advertencia también es recogida en el trabajo de Antezana). Por su parte, Lazarte señala que la cultura política no puede ser reducida a una postulada idiosincrasia anclada en las profundidades del boliviano. Y aún más, remarca que «si dejamos de lado, por «metafí­sica» la explicación basada en lo innato, no queda otra alternativa que considerar las condiciones sociales a partir de las cuales el movimiento obrero ha construido esta percepción y este comportamiento» (Lazarte, 1986:72).

A MODO DE HIPÓTESIS: LAS CONDICIONES DE POSIBILIDAD PARA LA TRANSFORMACIÓN DE LA CULTURA POLÍTICA EN BOLIVIA.

Para cerrar este trabajo y como producto de mis propias investigaciones sobre la cultura política, propondré un conjunto de hipótesis en torno a las condiciones de posibilidad para la emergencia de una cultura política democrática en Bolivia.

1.1. Si un rasgo fundamental ha, marcado la cultura política boliviana, ese ha sido la concepción de la política como espacio de la guerra; el núcleo de la política ha sido la hosti­lidad y la percepción del otro como el enemigo. En esta concepción no había espacio para los acuerdos o la negociación, era el espacio de la suma cero, la lógica del enfrentamiento era la eliminación del otro, no necesariamente en términos de su eliminación física, sino del control y anulación de su fuerza. Es precisamente esa visión de la política la que comienza a debilitar­se, la que está siendo replegada hacia una posición subordinada.

1.2. Este debilitamiento de la cultura política de la imposición, de la suma cero, ha implica­do fundamentalmente la modificación del carácter de las representaciones4 de la democracia.

Hay un debilitamiento de la percepción de la democracia como democracia participativa, de aquella democracia que se asentaba en la participación activa del «pueblo», de la «masa», de la «clase», en la solución de sus propios problemas y que definía la participación como la irradiación de su autodeterminación en los mecanismos de la construcción de decisiones vinculantes. Como correlato, se fortalece la percepción de la democracia como democracia representativa, donde la participación ciudadana es mediada a través del voto.

El ciudadano, ante la pérdida de eficacia de los mecanismos participativos de la demo­cracia auto determinativa, percibe que, en la actualidad, su participación en la política es más efectiva a través de su voto en la elección de los gobernantes.

1.3. Estas modificaciones sobre las representaciones de la democracia, tendencialmente influyen sobre ¡a modificación de los códigos de legitimidad del poder; estos, en el presente, ya no se asientan ni en la razón de estado, ni en la irradiación de la autodeterminación. La legitimidad del poder se asienta en el voto verificable.

1.4. Estas modificaciones han sucedido sobre la base de la internalización de determina­dos contenidos de la democracia que, a su vez. han modificado la estructura de las orientacio­nes. Es decir, se han modificado creencias, sentimientos, juicios y opiniones sobre el sistema político, las relaciones de los actores con el Estado, los roles de los mismos, las relaciones políticas, el hacer y percibir la política.

Esos contenidos de la democracia que se han internalizado son, en esencia, la liber­tad política y el orden.

La libertad política, en tanto búsqueda de normas que controlen el poder, en tanto pro­tección contra el poder arbitrario, en tanto respeto a la libertad individual y a los derechos humanos (Sartori, 1988). En la posibilidad de internalización de este contenido han jugado un rol central la lucha de resistencia al autoritarismo militar, la dilución del sentido de tota­lidad del movimiento obrero, expresada en la pérdida de preeminencia de la fuerza de la masa, la quiebra del estatismo.

El orden, en tanta reducción de los espacios de incertidumbre, en tanto explicitación de las reglas del juego, es el resultado del uso arbitrario del poder por parte de los militares, de la ineficacia gubernamental de la UDP, de la inflación, de la adscripción de los intelectuales a la democracia.

1.5. La internalización de estos contenidos democráticos, a su vez, se ha expresado en determinadas actitudes que han cristalizado, por una parte, en lo que denominaré el consenso mínimo, que radica en el consenso antiautoritario y ha generado la creencia social de que el sistema democrático es algo que hay que preservar. Por otra parte, han abierto las posibilida­des para la búsqueda y el logro de acuerdos sobre las reglas del juego, o lo que es lo mismo, para la consolidación del consenso procedimental (Sartori, 1988).5

1.6. Estas modificaciones a su vez se han expresado en comportamientos concretos: hay una recurrencia al diálogo y a la negociación antes que al uso de la fuerza. Ello se traduce en el debilitamiento de las posiciones maximalistas.

1.7. Hasta aquí, me parece importante explicitar que estas modificaciones en los com­portamientos políticos no pueden ser explicadas como si hubiesen sido el resultado de una acuerdo conscientemente pactado, o el resultado del «buen sentido» de los actores sociales, sino que ellos cristalizan sobre el fracaso del proyecto burocrático-militar de construcción de un determinado orden social y la derrota política infligida al movimiento obrero.

Por otra parte, este conjunto de modificaciones en la cultura política ha sido posible en el contexto de la crisis social global generada por el agotamiento del patrón de acumulación y del Estado que emergieron en la matriz de la revolución de abril de 1952.

Los factores señalados constituyen, pues, las coordenadas centrales sobre las que se estructuran las condiciones de posibilidad de las modificaciones de la cultura política.

Y es que todos ellos han contribuido, de una u otra manera, al cuestionamiento de las cosmovisiones políticas «tradicionales», al alejamiento de las utopías y a un acercamiento al realismo político, a la emergencia del individualismo, a la quiebra de los proyectos sociales globales y a la desestructuración de identidades colectivas en las que prevalecía el sentido de la totalidad antes que el sentido de la individualidad y ello ha tenido que repercutir de alguna manera en la modificación de la fisonomía de una cultura asentada centralmente en una visión holista de la realidad.

 

Notas

1. Docente de la Carrera de Sociología - UMSA

2. En el sentido del hombre como ser único, capaz de simbolizar y, por lo tanto, diferente a los otros seres vivos.

3. Se hace imprescindible explicitar a qué se hace referencia cuando se habla de objetos y situaciones. Por objetos políticos se entenderá no a las estructuras políticas, sino a aquellos elementos a los que se refiere la actitud o la orientación (es el fenómeno político de referencia). Por situación se entenderá el ámbito donde se despliega la acción política o la orientación. En este sentido, es útil «imaginar el objeto como la figura y la situación como el fondo» (Rokeach, 1974:20).

4. Me estoy refiriendo a cómo los actores, en este caso específico, construyen la imagen de la democracia desde los lugares a partir de los cuales constituyen sus acciones y establecen sus relaciones.

5. A propósito del consenso, se hace preciso remitirnos a Sartori, para puntualizar que. «En principio el consenso no es un consentimiento real: no implica el consentimiento activo de cada uno a algo. En segundo lugar, aún si buena parte de lo que llamamos consenso puede ser simplemente aceptación (es decir consenso en sentido débil y básicamente pasivo), en todos los casos, la característica definitoria general del coasensus -aceptación es un «compartir» que de alguna manera vincula (obliga)» Sarton, 1988.121-122).

 

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