INTRODUCCIÓN
La adolescencia constituye una etapa crucial en el desarrollo humano, caracterizada por profundas transformaciones físicas, emocionales y sociales. En este periodo, las personas comienzan a construir su identidad, al mismo tiempo que enfrentan presiones sociales y desafíos psicológicos propios de la transición hacia la adultez. Sin embargo, estos cambios también pueden derivar en la aparición de conductas desadaptativas, como la agresividad, la cual representa una manifestación preocupante en esta etapa de la vida (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2020).
La agresividad ha sido definida como una expresión de hostilidad, real o percibida, que puede manifestarse a través de actos físicos o verbales dirigidos hacia otros, especialmente hacia personas de menor edad o con menor capacidad de defensa (Ruiz, 2017). De manera más amplia, la OMS (2021) la conceptualiza como el uso intencional de la fuerza física o del poder, ya sea en grado de amenaza o, en contra uno mismo, otra persona o un grupo, con alta probabilidad de causar daño físico, psicológico o incluso la muerte. Esta problemática constituye una preocupación global, especialmente en niños y adolescentes.
En el ámbito educativo, la agresividad ha sido identificada como un fenómeno creciente y complejo. Bucur et al., (2020) advierten que la conducta agresiva en escuelas secundarias representa un problema serio tanto en América como en Europa. En México, por ejemplo, un estudio comparativo entre datos nacionales y españoles evidenció que el 22,2% de los adolescentes mexicanos reportaron haber sido víctimas de agresión escolar, frente al 5,3% en España (Castillo y Pacheco, 2008). Asimismo, datos de la Encuesta Internacional de Enseñanza y Aprendizaje muestran que la incidencia de agresión en el segundo nivel de educación secundaria alcanza el 29,5%, superando cifras de países como Suecia (Jiménez y Estévez, 2017; Olivera et al., 2024).
En el contexto peruano, esta situación no es ajena. Según el Ministerio de Salud (2019), el 48% de los escolares ha sido víctima de alguna forma de agresión física, y el 37% ha participado en actos violentos. Asimismo, el 63% de los estudiantes ha sufrido lesiones como consecuencia de estas acciones. Una investigación realizada en cinco colegios estatales del Callao reveló que un 8,6% de los estudiantes presentaba un nivel muy alto de violencia, mientras que el 21,9% se encontraba en un nivel alto. Del mismo modo, el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP, 2018) reportó que el 75% de los estudiantes había sufrido agresiones físicas y psicológicas por parte de sus compañeros. Esta realidad se enmarca dentro de una problemática más amplia: la violencia escolar en países en desarrollo, donde la OMS (2023) estima que el 37% de las niñas y el 42% de los niños son vulnerables a situaciones violentas.
Frente a este panorama, se vuelve imprescindible el rol activo de diversas instituciones que, mediante intervenciones integrales y tempranas, contribuyan a la reducción de la violencia y al fortalecimiento de la salud mental, fomentando la resiliencia en niños y adolescentes. La articulación de esfuerzos entre estas entidades resulta clave para lograr intervenciones sostenibles. En esta línea, se ha comprobado la eficacia de los programas basados en técnicas cognitivo-conductuales, que no solo ayudan a descomponer y comprender situaciones complejas, sino que también reducen significativamente las conductas agresivas (Waschbusch et al., 2019). Del mismo modo, el apoyo emocional ha demostrado ser un factor protector frente a comportamientos violentos (Portnow et al., 2018; Leiva et al., 2025).
A partir de este contexto, este estudio tiene como objetivo analizar los efectos de un programa cognitivo conductual en las conductas agresivas de estudiantes de secundaria. La investigación se orienta hacia la identificación de factores de riesgo, la evaluación del impacto de las intervenciones aplicadas y la generación de recomendaciones que permitan mejorar la salud mental de los adolescentes, promover entornos educativos seguros y fomentar una convivencia escolar saludable.
MÉTODO
El estudio correspondió a una investigación de tipo aplicada, ya que se orientó a la resolución de una problemática concreta a través de la recolección y análisis de datos empíricos, permitiendo contrastar hipótesis y responder a las preguntas planteadas. Se adoptó un enfoque cuantitativo, dado que se formularon hipótesis y se emplearon instrumentos estandarizados para recolectar información numérica, con el propósito de obtener resultados objetivos y generalizables (Hernández et al., 2014).
La muestra estuvo conformada por 194 estudiantes de educación secundaria, seleccionados mediante un muestreo aleatorio simple. A continuación, se presenta la distribución de la muestra según grado, sexo y grupo asignado (control o experimental):
Para la recolección de datos, se empleó como técnica la encuesta y como instrumento el cuestionario de Agresión de Buss y Perry (1992). Este instrumento constó de 29 ítems distribuidos en cuatro dimensiones: agresión física (9 ítems), agresión verbal (5 ítems), ira (7 ítems) y hostilidad (8 ítems). Cada ítem fue valorado en una escala ordinal que clasificó los niveles de agresividad desde muy bajo hasta muy alto.
En cuanto al procesamiento y análisis de datos, se utilizó una distribución de frecuencias para comparar los resultados obtenidos en los grupos control y experimental, tanto antes como después de la implementación del programa. Adicionalmente, se aplicó un análisis de varianza (ANOVA) con el objetivo de identificar posibles diferencias estadísticamente significativas según el sexo y el grado académico. Finalmente, se llevó a cabo una prueba de diferencia de medias para evaluar los cambios en los puntajes del cuestionario antes y después de la intervención cognitivo-conductual.
RESULTADOS Y DISCUSIÓN
En la Tabla 2, se presentan los puntajes promedio de la variable Agresión y sus dimensiones (agresión física, verbal, ira y hostilidad), así como su variabilidad, diferenciando entre el grupo control y experimental en los momentos pretest y postest. Al analizar la variable Agresión Total, se observó que en el grupo control el puntaje promedio pasó de 2.660 en el pretest a 2.646 en el postest, lo cual evidencia una variación mínima. En contraste, en el grupo experimental, el puntaje promedio disminuyó de 2.643 en el pretest a 2.287 en el postest, lo que sugiere una reducción más pronunciada en los niveles de agresión tras la implementación del programa cognitivo-conductual. Respecto a la variabilidad de los datos, se identificó que en el grupo control no hubo cambios significativos en la dispersión, manteniéndose las desviaciones estándar estables. Sin embargo, en el grupo experimental, se observó una disminución en la dispersión de los puntajes postest en todas las dimensiones, lo que podría reflejar una mayor homogeneidad en los niveles de agresión tras la intervención. Además, al comparar los cuartiles a través de los gráficos de cajas (no incluidos en esta tabla, pero inferidos del análisis), se evidenció que, en el grupo experimental, los tres cuartiles del postest se ubicaron por debajo de los del pretest. Esto sugiere no solo una disminución del promedio, sino una tendencia generalizada en la reducción de la agresividad en la mayoría de los estudiantes.
Los resultados permiten sostener que el programa implementado tuvo un impacto favorable en la disminución de las conductas agresivas en el grupo experimental, mientras que en el grupo control no se reportaron cambios significativos.
Tabla 2. Resumen estadístico de medias y desviaciones estándar de la agresión por grupo y momento de evaluación.
Con el fin de determinar si existen diferencias significativas en los puntajes promedio de agresión total entre hombres y mujeres, se realizó una prueba t de Student para muestras independientes. Los resultados se presentan en la Tabla 3. En ambos grupos (control y experimental), los valores de la diferencia de medias son negativos, lo que indica que, en promedio, las mujeres presentaron niveles de agresión ligeramente inferiores a los de los hombres. No obstante, al analizar los valores de significancia (p-valor), se observa que en todos los casos p > 0.05, lo que indica que las diferencias encontradas no son estadísticamente significativas.
En consecuencia, se puede afirmar que no existen diferencias significativas en los niveles de agresión total entre hombres y mujeres, tanto en el grupo control como en el experimental, y en ninguno de los momentos evaluados (pretest y postest).
Tabla 3. Prueba t de Student: comparación de medias de agresión total por sexo. (Diferencia: mujeres - hombres).

Nota: La diferencia de medias se calcula como el puntaje promedio de las mujeres menos el de los hombres.
Con el objetivo de identificar si existen diferencias significativas en el puntaje promedio de agresión total entre los estudiantes de cuarto y quinto grado, se aplicó una prueba t de Student para muestras independientes. Los resultados se presentan en la Tabla 4, titulada Prueba t de Student: comparación de medias de agresión total por grado escolar.
En el grupo control, se observan diferencias estadísticamente significativas tanto en el pretest (p = 0.0331) como en el postest (p = 0.0160), lo que indica que los estudiantes de cuarto grado reportaron niveles de agresión promedio significativamente diferentes respecto a los de quinto grado. En ambos casos, el valor positivo de la diferencia de medias sugiere que los estudiantes de cuarto grado obtuvieron mayores puntajes promedio que sus pares de quinto grado.
Por otro lado, en el grupo experimental, no se evidencian diferencias significativas en ninguno de los dos momentos de evaluación (p > 0.05), lo que sugiere que la implementación del programa contribuyó a homogeneizar los puntajes promedio entre grados.
Tabla 4. Prueba t de Student: comparación de medias de agresión total por grado escolar (Diferencia: 4° grado − 5° grado).

Nota: La diferencia de medias se calcula como el puntaje promedio de los estudiantes de cuarto grado menos el de los de quinto grado.
Con el propósito de verificar la eficacia del programa cognitivo conductual, se realizó una prueba t de diferencia de medias para muestras relacionadas entre los puntajes obtenidos en el pretest y el postest, tanto en el grupo control como en el grupo experimental. Los resultados se presentan en la Tabla 5, titulada Prueba t para muestras relacionadas: comparación pretest-postest por grupo.
Los datos evidencian que, en el grupo control, no se observaron diferencias estadísticamente significativas en ninguna de las dimensiones evaluadas (p > 0.05), lo que indica que no hubo cambios significativos en los niveles de agresión entre los dos momentos de medición.
En contraste, en el grupo experimental, se identificaron diferencias altamente significativas (p < 0.05) en todas las dimensiones: agresión física (X1), agresión verbal (X2), ira (X3), hostilidad (X4) y agresión total (X). Estas diferencias reflejan una reducción significativa en los niveles de agresión luego de la implementación del programa, lo cual permite concluir que:
a) El programa cognitivo conductual tuvo un efecto significativo en la disminución de la agresión física.
b) El programa tuvo un efecto significativo en la disminución de la agresión verbal.
c) El programa tuvo un efecto significativo en la reducción de los niveles de ira.
d) El programa tuvo un efecto significativo en la disminución de la hostilidad.
e) En conjunto, el programa tuvo un efecto significativo en la reducción de la agresión total en estudiantes de secundaria.
Discusion
La ira desregulada se ha consolidado como un problema psicológico prevalente y debilitante en diversas poblaciones, especialmente en contextos educativos, donde los comportamientos agresivos y desafiantes resultan costosos para las escuelas, los docentes y los estudiantes. Diversos estudios han documentado que las intervenciones escolares dirigidas a conductas agresivas producen efectos positivos, aunque pequeños, en la disminución de la agresión y el desafío. Sin embargo, los resultados son más notables cuando estas intervenciones se implementan con alta calidad (Waschbusch et al., 2019). En este contexto, las intervenciones basadas en programas cognitivo-conductuales han demostrado una efectividad moderada o significativa en la reducción de agresividad tanto en poblaciones no clínicas como psiquiátricas (Hyoeun y DiGuiseppe, 2018).
Este estudio ha demostrado que la implementación de un programa cognitivo-conductual tiene un efecto significativo en la disminución de la agresión, abarcando diversas dimensiones como la agresión física, verbal, la ira y la hostilidad (t = 15.9327, gl = 96, p < 0.05). Estos resultados están en línea con la literatura especializada. Por ejemplo, Mego (2019) encontró que un programa similar con adolescentes de 14 a 16 años logró una reducción significativa de la agresividad y sus dimensiones, lo cual fue también observado en este estudio. Del mismo modo, Vásquez (2019) reportó una disminución en las conductas agresivas en niños de educación primaria e inicial, destacando la importancia de la colaboración entre docentes y familiares en la implementación efectiva de programas cognitivo-conductuales. Cisneros (2020), en una intervención con niños en situación de calle, observó mejoras significativas en la agresividad, impulsividad y otras conductas problemáticas, lo que también refuerza la eficacia del enfoque utilizado en la presente investigación.
Además, Domínguez (2020) demostró que la implementación de un programa cognitivo-conductual en estudiantes de primaria resultó en una disminución significativa de la agresividad, algo que también se corroboró en este estudio. García-García et al., (2020) encontraron resultados similares con estudiantes de 10 a 11 años, reportando una mejora sustancial en la agresividad y sus dimensiones después de aplicar un programa cognitivo-conductual, lo que refleja la consistencia de los resultados obtenidos en la literatura consultada.
En cuanto a las estrategias utilizadas en estos programas, se observa una diversidad de enfoques. Mientras algunos, como Ignacio (2020), integran entrenamiento en habilidades de resolución de problemas y técnicas de autocontrol como la respiración consciente, otros, como Campos y Roque (2023), optan por técnicas de relajación como la de Jacobson. La duración de los programas también varía, siendo tanto los más cortos (8 sesiones) como los más largos (16 o 20 sesiones) igualmente efectivos, lo que sugiere que la calidad de la intervención es un factor crucial.
No todos los estudios revisados emplearon estadísticas inferenciales para evaluar la efectividad de las intervenciones. Ignacio (2020) por ejemplo, no realizó una medición posterior, lo que limita la posibilidad de establecer conclusiones firmes. No obstante, algunos estudios, como el de Alarcón (2021), encontraron mejoras significativas en la conducta de los participantes, aunque no se aplicaron pruebas estadísticas rigurosas.
En cuanto a las recomendaciones, la mayoría de los autores coinciden en la importancia del apoyo continuo de la familia y los docentes para maximizar el impacto de las intervenciones. Asimismo, varios estudios (Mego, 2019; Cisneros, 2020; Alarcón, 2021; Campos y Roque, 2023) enfatizan la necesidad de que las autoridades educativas y competentes diseñen programas de promoción de la inteligencia emocional para facilitar la detección temprana de conductas agresivas y activar los mecanismos de intervención necesarios.
CONCLUSIONES
En primer lugar, se resalta que la capacidad de una persona para gestionar la tendencia a utilizar la fuerza física en la resolución de conflictos o en la consecución de objetivos favorece una resolución más constructiva de los mismos. Este cambio de enfoque facilita la adopción de soluciones pacíficas y negociadas, reduciendo la tendencia a recurrir a la violencia como medio para resolver disputas o alcanzar metas.
Además, la implementación de técnicas cognitivo-conductuales ha demostrado ser una herramienta eficaz para disminuir la inclinación de los individuos a emplear lenguaje ofensivo, insultos o amenazas como forma de expresar su agresión. Este cambio en la forma de comunicarse favorece una comunicación interpersonal más respetuosa y constructiva, mejorando la calidad de las relaciones interpersonales y facilitando la creación de vínculos más saludables y duraderos.
Otro hallazgo relevante es la importancia de la conciencia sobre la disposición general de las personas para experimentar ira y resentimiento hacia los demás. Se observó que aquellos individuos capaces de controlar su enojo presentan niveles más bajos de estrés y una salud mental más positiva, lo que refuerza la relación directa entre el manejo adecuado de las emociones agresivas y el bienestar emocional.
Finalmente, la reducción de la hostilidad o agresión indirecta, como el uso de chismes o la exclusión social, contribuye de manera significativa a la mejora en la calidad de las relaciones interpersonales. La disminución de tácticas de agresión encubierta promueve un ambiente de confianza y cooperación, favoreciendo relaciones más sólidas y positivas. En última instancia, se destaca que la mejora en las dimensiones del cuestionario de Buss y Perry no implica la eliminación total de las respuestas agresivas, sino la canalización constructiva y controlada de estas, subrayando la importancia de la conciencia emocional y la asertividad en la gestión de la agresión.
CONFLICTO DE INTERESES. La autora declara que no existe conflicto de intereses para la publicación del presente artículo científico.
















