En el presente artículo se expone un testimonio de la Guerra del Chaco a partir de los recuerdos de mi madre, quien a su vez se basa en los relatos de su abuela. La memoria actúa como ondas de un eco que reverberan en la conciencia colectiva y que poco a poco, con el paso de los años (89 desde el cese de hostilidades), se diluyen. Cuando el recuerdo se diluye también se difumina nuestra memoria moral. Aunque no viví la guerra en carne propia, mi familia, al igual que muchas otras, fue condicionada, fracturada y destinada a sobrellevarla, permitiéndose decisiones que, en el contexto de su generación, definieron el devenir de Bolivia. Hoy, estas decisiones nos permiten comprender los conflictos contemporáneos de la trama social de aquella época y los años consiguientes.
1
La mesa está preparada, provista de utensilios dispuestos ordenadamente para disfrutar de un almuerzo en familia. Desfilan los platos, se entremezclan conversaciones, risas y, de vez en cuando, el sonido de cubiertos metálicos que al chocar entre sí producen un sonido que logra crispar a mamá, mostrándola irascible y nerviosa. La plática transita entre los quehaceres y el trabajo de la semana. Hablamos de fútbol, de algún familiar que hace tiempo no vemos, de la situación del país o sobre aquel ser amado que ya no está entre nosotros. Todos aportan, alimentando recuerdos. En el trajín de remembranzas y temas actuales se asoma a la plática un periodo sombrío en el que nuestro país padeció la Guerra del Chaco (1932-1935), conflicto bélico que se constituyó en un hito estremecedor en la historia de Bolivia y Paraguay, por lo confuso de sus motivos, por su duración, por las bajas registradas y por todo lo invertido por ambas naciones, dejando, tras su culminación, economías anémicas y mayor pobreza de la que ya poseían unos y otros. Escarbamos la memoria en busca de nombres, fechas y circunstancias afrontadas por la familia como evidencia de que todas las guerras siembran muerte, dolor y sacrifican todo lo que de humano poseemos. La guerra es una bestia que huele a cadáver y se alimenta de angustia. Devora, oprime, machaca vidas y trunca anhelos imponiendo un crespón. Para la sobremesa solo quedamos mamá y yo. Ella continúa narrando historias que le contó su abuela y que ahora me las confía a mí. Su principal fuente de información es la memoria, el recuerdo de un recuerdo, práctica en la que, la mayoría de las veces, se disuelven certezas y se extravían precisiones. Lo siguiente fue sumergirme en un montón de escritos y escuchar a los protagonistas y testigos a través de la voz de los libros.
2
El pleito del Chaco1 es tan antiguo como la existencia misma de Bolivia y Paraguay. España nos heredó este conflicto, ya que surgió desde el momento en que ambas colonias españolas trataron de fijar sus límites de acuerdo con el principio americano de uti possidetis juris de 1810. Ambas reclamaban como suya la totalidad del Chaco Boreal. Años antes del conflicto, se sucedieron varios encuentros entre las tropas de Bolivia y Paraguay, pero desde 1928, el conflicto adquirió relevancia en la política internacional. Ese mismo año, oficiales bolivianos que recorrían las orillas del río Otuquis fueron capturados por una patrulla paraguaya bajo el pretexto de que se encontraban en territorio del vecino país. Pasaron muchos días para que sean liberados luego de un tenso conflicto diplomático. Luego, en diciembre de 1928, ocurrió el asalto al fortín Vanguardia. Quinientos soldados paraguayos atacaron un reducido fortín con no más de 39 soldados bolivianos, apresando a algunos y matando a otros, para luego incendiar el fortín y evitar un contraataque. La noticia desató en el país una ola de indignación y un deseo de venganza para reparar la ofensa a la dignidad nacional. Gestiones bolivianas lograron la creación de una comisión de neutrales con sede en Washington, encargada del estudio de un pacto de no agresión, que estaba integrada por: Estados Unidos de Norteamérica, México, Colombia, Uruguay y Cuba. El 12 de septiembre de 1929, la comisión de conciliación e investigación dispuso: “Bolivia fue el país agredido y Paraguay, el agresor”. Sin embargo, lo que hizo estallar el conflicto y recurrir a la acción bélica fue la ocupación de la laguna o Gran Lago denominado Pitiantuta por Paraguay y Chuquisaca, por Bolivia. El mayor Oscar Moscoso, sin medir consecuencias, asaltó la laguna y posteriormente Paraguay retomó esta posición encendiendo la mecha, alcanzando la animosidad de ambas naciones que desencadenaron una travesía trágica de armas que duraría tres largos años.
Hoy, queda en tela de juicio la influencia y participación de las grandes compañías petrolíferas para consumar la guerra, como Royal Dutch-Shell, de capitales anglo-holandeses instalada en Paraguay, y Standard Oil of New Jersey, de capital norteamericano radicada en Bolivia. Lo cierto es que Bolivia veía en el Chaco una posible vía de comunicación hacia el Atlántico a través de los ríos Paraguay y Pilcomayo, que atraviesan esta región.
3
Víctor Saravia Rivera, mi bisabuelo, oriundo de Sucre, labró una vida familiar en Oruro, luego de que el corazón así lo decidiera, bajo el encanto de María Ledo Mollinedo, escribiendo juntos una hermosa como trágica historia de amor. Víctor trabajaba en la fábrica de calzados “Zamora”, que había iniciado sus operaciones en 1910, convirtiéndose en una de las manufacturas más importantes de la ciudad. Desde muy niña María adoraba la costura, soñaba con lograr reunir el dinero suficiente para adquirir una máquina de coser Singer, anhelo que fue cumplido, y su oficio contribuyó a la economía familiar gracias a la elaboración de vestimentas para el ejército y hospitales. Además, dominaba la técnica del tejido a mano, utilizando un ganchillo para construir cadenas con hilo o lana (crochet) y confeccionar terminaciones de manteles, enaguas, encajes y cuellos. Echaron raíces, el hogar prosperó y el amor dio frutos con el nacimiento de tres hijos: Germán, Jorge y Miguel.
Cuando la guerra se declaró en septiembre de 1932 y se hizo el llamado para el deber sagrado, la estación de trenes se llenó de gente que compartía despedidas entre bailes, lágrimas, música y desazón. Los vagones se colmaron de rostros que esbozaban sonrisas intentando encubrir el dolor de un adiós sin la claridad del reencuentro y con la incertidumbre como única evidencia del miedo por lo que vendría. El tumulto llevaba abarca y zapato de charol, aguayo y casimir, lluch’u y sombrero, pero mostraba el mismo rostro de congoja. Se enarbolaban pañuelos. Media humanidad se asomaba por la ventana intentando asirse al sitio en donde quedaba la familia mientras se agitaban los brazos en señal de despedida; la otra mitad ya miraba al sudeste.
Víctor, dirigiéndose a Germán, su hijo mayor que apenas tenía siete años, prometió: “A mi regreso, traeré conmigo una bandera paraguaya y unos pilas2 para que juegues”.
Para llegar hasta el frente de operaciones debían recorrer aproximadamente 2.000 kilómetros. El término de las rieles los situaría en Villazón o Nazareno, luego seguirían el viaje en camiones o, para aquellos menos afortunados, a pie con todo el equipo de campaña al hombro (García Gallegos, 1964): dos frazadas gruesas de lana, dos juegos de ropa interior, una toalla, colchonetas, mosquiteros, zapatos, polainas o abarcas, una gorra con carrillera y visera negra que resultaba incómoda (hubiera sido preferible utilizar calatravas o sombreros livianos de tela impermeable); además de cartucheras de cuero innecesarias para el monte y una caramañola de hoja de lata que mantenía el agua tibia (casi imbebible) que se oxidaba fácilmente ocasionando enfermedades. Portaban también un plato, un jarro y una cuchara en morrales con tirantes angostos que zanjaban los hombros. Nuestra tropa, antes de iniciar la batalla, llegaba agotada tras un peregrinaje lastimero. Bolivia llevó al campo de batalla el fusil de cerrojo ZB vs.24, tipo Mauser 7,65 mm. (diseñado y fabricado por Checoslovaquia), ametralladora Vickers 7,70 mm. con cuchillo bayoneta y baqueta (originalmente fabricada para el ejército británico), mortero stokers Brandt de 47, 81 y 105 mm. (de origen británico), ametralladora antiaérea Oerlikón 20 mm. (de fabricación suiza) y cañones 6.5, 7.5 y 10.5 vickers, entre otras armas.
Aproximadamente 50.000 bolivianos3 murieron en un escenario marchito, color polvo, con un calor inflexible que hizo que ambos ejércitos en contienda tuvieran un enemigo en común: la sed, con el trasfondo de una naturaleza de contrastes sinuosos con llanuras salpicadas de palmeras y algarrobos, arenales agrietados por el ardor del sol, pajonales y bosques bien llamados “infierno verde”, habitados por serpientes y voraces insectos, sin pájaros. No era selva ni desierto, era una confluencia perversa de ambas tipologías, una paradoja, una especie de limbo.
María afirmaba que Víctor murió en la batalla de Nanawa4, sector en el que se desarrollaron dos combates: en enero y en julio de 19335. Ambas operaciones fueron dirigidas personalmente por el general alemán Hans Kundt6 (a pesar de la oposición del Comando General del Ejército), a quien la historia retrata como arrogante, poseedor de una autoestima excesiva y tácticas obsoletas que, sumadas a su actitud dictatorial, eliminaron en oficiales y subalternos todo vestigio de iniciativa.
[…] el Paraguay tuvo en el general Kundt su mejor aliado. […] Lo dicen Campo Vía y todo el año 33 (Ayala Moreira, 1959, p. 277).
Kundt prefirió un ataque frontal en lugar de optar por el desbordamiento o envolvimiento, lo que resultó en mayor desgaste para el soldado convirtiéndolo en blanco fácil para las armas enemigas. La prensa paraguaya señalaba:
El general Kundt había sido flojo en geometría estratégica, pues sus conocimientos en la materia no iban más allá de la línea recta. Los cálculos, los ángulos, quebradas y triángulos le resultaron siempre fatales (Díaz Arguedas, 1937, p. 453).
La segunda batalla de Nanawa (el más grande y sangriento ataque frontal en masa de la Guerra del Chaco) es considerada una de las más épicas acciones bélicas, no solo en el Chaco, sino en todo el continente. En ella intervinieron casi todas las armas de la técnica moderna: morteros, cañones, ametralladoras, tanques, bombas de mano, bombas de hélice lanzadas desde aviones y lanzallamas. Alemania fue uno de los países que más apreció las lecciones de esta guerra. Un artículo de la Militar Wochenblatt, influyente revista de Berlín, menciona:
Las enseñanzas que se pueden recoger de la guerra del Chaco son algunas solo una confirmación de principios ya conocidos, […] La guerra del Chaco es la primera guerra de la historia universal en la que se emplea en forma exclusiva la tracción mecánica y en la que, también por primera vez, se manifiesta la importancia insospechada de la pistola ametralladora… (que) ha influido de forma extraordinaria en el modo de combatir de las armas a pie (Zook. 1962, p. 23).
En Nanawa, el ejército paraguayo había sembrado minas colocadas a intervalos de 30 a 40 metros y construido trincheras rodeadas por varias filas de alambre de púas, formando un círculo cerrado defendido por cañones y armas automáticas. Los dos sistemas de trincheras de ambos ejércitos estaban separados por menos de 100 metros.
El mayor boliviano Paulino Meneses comandante del Batallón RI-17 “Azurduy” sugirió la construcción de un túnel de 600 a 800 metros desde las trincheras bolivianas a las paraguayas acumulando en su extremo una considerable carga de dinamita para hacer volar por los aires la posición enemiga. El general Kundt aceptó con amplio agrado la sugerencia, pero el ejército paraguayo obtuvo información sobre el empleo de galerías subterráneas y colocación de minas:
En el frente, las unidades establecieron servicios de escuchas, los que tendidos en el fondo de las trincheras y apoyando el oído al suelo, se afanaron en procura de captar ruidos de estas excavaciones (Espínola, 1960, p. 29).
A la hora señalada, comenzó el denso bullicio de balas resonando a lo largo de los cinco kilómetros de posiciones fortificadas. Un grupo de seres harapientos protagonizaba la escena: un fantasmal bosquejo de hombres con rostros amarillentos y agrietados, cabellos sucios y toscos como brochas secas y ojos hundidos cargados de tristeza y furia. La mina que el ejército boliviano había preparado durante tres meses, y que dio la señal para iniciar el asalto, estalló a las 9:05, produciendo un estruendo ensordecedor que llamaba a la muerte. La explosión creó un cráter de 30 metros delante del objetivo, no debajo. La mina explotó donde se había proyectado; no fue un error de cálculo, el enemigo se encontraba en una nueva posición. El azar y las circunstancias habían contribuido para que, en días previos, Paraguay rectificara la ubicación de sus trincheras. La enorme pared de tierra levantada tras el estallido generó miedo y confusión en el ejército paraguayo, logrando que un sector de la trinchera fuera abandonado. Un lanzallamas, arrojando una bocanada de fuego de 25 metros, logró desarticular un nido de ametralladoras chamuscando a sus ocupantes, sin embargo, su presencia no tuvo mayor relevancia por una errada planificación. La tierra retumbaba con cada cañonazo y el cielo atestiguaba el vuelo de 12 aviones lanzando bombas sobre el fortín. Detrás de cada explosión avanzaban agazapados; se escuchaban gritos grotescos cuando alguien caía herido. Un tanque llegó a 60 metros de las trincheras y fue alcanzado por un tiro de cañón, hiriendo al ametrallador y al mayor alemán von Kries, al mando del blindado, para luego convertirse en blanco de nuestra artillería con el fin de impedir que cayera en manos enemigas. El otro tanque dejó de funcionar por desperfectos técnicos. El campo se pintaba de rojo, en un contexto cruento y horrendo. Se confundían voces en castellano y aymara y a lo lejos, en quechua y guaraní. La tremenda inversión de energía y municiones, junto con las largas horas de férrea batalla, mermaron nuestro ejército; no hubo refuerzos ni reposición de municiones. Al amanecer del 5 de julio, el enemigo lanzó un furioso contraataque reconquistando las posiciones perdidas y obligando a los nuestros a replegarse. Todavía se sucedieron enfrentamientos e intercambio de fuego hasta el 7 de julio, pero de menor magnitud. Un elevado número de cadáveres regados por todo el campo demostraron la inutilidad de tan abnegado esfuerzo.
Fui testigo en aquella ocasión del espectáculo más macabro que recuerdo en mi vida. En el sector que los bolivianos habían roto nuestra línea y realizado la más profunda penetración en nuestro sistema defensivo, pedazos de piernas y brazos arrancados por la artillería seguían colgados de los árboles. En un lugar habían caído abrazados un soldado paraguayo y otro boliviano. Podía observarse que, después de furiosa lucha cuerpo a cuerpo, estallaron las granadas de mano que llevaba el paraguayo en uno de sus bolsillos, matando a los dos, según se deducía del hecho de que el paraguayo tenía un costado del muslo destrozado por una explosión, en el lado donde debió estar el bolsillo cargado de explosivos. Pero lo que presencié después fue todavía peor. Como el campo estaba lleno de cadáveres, se había dispuesto su incineración. En vez de poner leña entre los cadáveres; para conservar el fuego hasta la consunción de todos, se los había simplemente apilado y rociado con kerosén, prendiendo fuego al conjunto. El fuego se mantuvo por algún tiempo, pero apenas se apagó el combustible, quedó el horrendo montón de carne humana chamuscada, que llenaba de insoportable olor todo el campo. Durante meses me persiguió aquella impresión atroz (Estigarribia, 1972, pp. 151-152).
Víctor cayó abrazando su arma, como un árbol talado, enterrando el rostro en la sequedad de un páramo candente e inhóspito junto a una decena de oficiales y 2.000 hombres de tropa. De niño, recuerdo escuchar: “Ese es tu bisabuelo”, mientras señalaban un monumento de bronce forjado que imitaba la postura de su muerte. Así lo creí por muchos años, hasta que descubrí que esta obra perteneciente al escultor Emiliano Luján (quien también fue combatiente en la Guerra del Chaco) lleva por nombre “Soldado desconocido”. Fue instalada en la plaza del Obelisco paceño en la década de los 70, reubicada temporalmente en el Cementerio General para luego retornar a su sitio original a inicios del presente siglo, honrando y preservando la memoria de los caídos en la guerra.
María tenía tres hermanos: Teófilo, Max y Eduardo. Todos fueron a la guerra y retornaron para morir a edad avanzada. Teófilo afirmó, tras su regreso, reconocer los zapatos de Víctor en los pies de un soldado. Esta prenda tan personal tenía alguna singularidad por tratarse de un trabajador de la fábrica de calzados, además, era una indumentaria menos común que las abarcas o polainas. Este descubrimiento corroboraba su muerte, porque cuando alguien moría en batalla, sus prendas, su arma, su caramañola y todo lo que llevaba consigo quedaba para sus camaradas o para quien pueda darle uso. María jamás conoció la fecha de muerte de su esposo, como suele ocurrir en la guerra. Los detalles de su deceso eran intrascendentes; el sufrimiento era el mismo y no reducía el vacío de su ausencia. Nunca tuvo acceso a ese conjunto de números que señalan una ubicación en el calendario. Sin embargo, por largos años y hasta su muerte, María mantuvo la devota costumbre de ofrecer una misa a la memoria de su amado cada 28 de agosto, fecha de su natalicio.
Germán Saravia, durante el tiempo que duró la guerra, solía escabullirse a la estación cada vez que anunciaban la llegada de un tren. Se aferraba a la promesa recibida tras una despedida que años después seguía latente como una herida que no cicatriza y un dolor que no encuentra alivio. El niño se convirtió en hombre, pero nunca dejó de ser hijo cada vez que lamentaba entre lágrimas aquella cruel separación, injusta y antinatural, porque todo ser humano necesita un padre o una figura paterna que ofrezca amor y cariño, alguien que tenga fe en ti, te sostenga cuando pierdas la esperanza y esté a tu lado para celebrar alegrías y logros.
El segundo hijo de la familia Saravia Ledo tenía cuatro años cuando vio partir a su padre. Jorge era especialmente cercano a él. Poco o casi nada se puede escribir sobre su corta existencia. Luego de aquel quiebre familiar debido a la guerra, enfermó y murió. Dicen que por amartelo ¿Es posible morir de tristeza? Tal vez una opinión profesional médica daría un rotundo no, aunque está comprobado que una profunda tristeza y desesperación pueden afectar la salud física y corroer el sistema inmunológico. La psicología explica que nadie muere directamente de tristeza, pero sí de sus consecuencias. Hay personas cuya vida depende de la relación con otra persona, y si esta falta, falta el sostén de su vida. Me pregunto si toda esta complejidad psicológica pudo desarrollarse y consumir la mente y el interior de un pequeño niño. No lo sé. Solo puedo asegurar que no concibo mi vida sin la presencia de mi padre.
4
Al mediodía del 14 de junio de 1935 cesaron los disparos. El bosque y los pajonales guardaron silencio. La orden era utilizar hasta el último cartucho en un cruce de fuego que duraría los 30 minutos previos a la calma. Exhaustos y encendidos por un tenso nerviosismo, “bolis” y “pilas” salieron de sus trincheras para dejarse vencer en un abrazo de felicidad por el fin de tanto sufrimiento. Hubo lágrimas y el intercambio de objetos de uso personal: calatravas, sombreros y caramañolas. Los altos jefes hicieron lo mismo, el general Peñaranda, comandante del Ejército Boliviano entregó su reloj al general Estigarribia, comandante del Ejército Paraguayo, quien retribuyó con su pistola. Terminó la guerra y se inició el proceso de reconstruir y reedificar. Las tropas fueron desmovilizadas y concentradas en Tarija antes de dirigirse a sus respectivos lugares de origen, recibiendo una libreta como constancia del servicio prestado, un traje (pantalón, saco y chaleco), un par de zapatos y unos cuantos pesos bolivianos. Se abrió así un nuevo capítulo en la historia que narra el retorno del conscripto convertido en excombatiente obligado a reparar su vida, a reintegrarse a la sociedad que abandonó para proteger y continuar su existencia esperando que la muerte, que no lo halló en el campo de batalla, en algún momento lo encuentre. Sobre los hombres que volvieron del Chaco, Wilmer Urrelo en su novela Hablar con los perros escribe:
es que la guerra lo arruina a uno. esa es la explicación. nadie vuelve sano. todos volvemos enfermos. no solo del cuerpo sino también de aquí dentro […] yo me enteraba de cosas terribles. de historias tristes. compañeros me contaban con lágrimas en los ojos. me decían no puedo dormir en las noches. oigo las balas en mi habitación. las granadas vuelan sobre mi cabeza. escucho a todas horas los ayes de dolor de los heridos […] (p. 348).
El único hospital psiquiátrico de la época, el Manicomio Nacional Pacheco de la ciudad de Sucre, guarda el registro de 24 combatientes que fueron trasladados a sus instalaciones con el diagnóstico de enajenación mental por psicosis de guerra. Entre estos hospitalizados figuran tres músicos, un médico y, en su mayoría, labradores. El promedio de edad era de 25 años. La mayor parte de ellos fueron dados de alta después de permanecer aproximadamente cinco meses en dicho establecimiento; se desconocen los tratamientos usados. Se reportó que uno de los pacientes falleció por un cuadro de disentería (Garitano- Zavala, 2008).
Al concluir la guerra, los hombres retornaban con la escasa esperanza que les había dejado el conflicto, dejando a un lado las armas y lo épico para retomar su oficio o conseguir uno nuevo. Tras el regreso, eran recurrentes los duelos a pistola, como un acto para limpiar el honor, defender la dignidad y la valía de un hombre cuando encontraba a su esposa con nuevas familias e hijos. Tal vez ellas se convencieron de que la campaña les había arrebatado a sus maridos y jamás volverían, descubriéndose viudas prematuramente; o tal vez, con las circunstancias y la distancia, se fue apagando el brío del amor.
El acuerdo de paz debía gestarse en unos cuantos meses, pero tardó tres años debido a los golpes de Estado que se generaron en Bolivia y Paraguay, por lo que para algunos el retorno fue tardío. Prisioneros bolivianos empedraron las calles de Asunción, mientras que sus similares paraguayos trabajaron construyendo “el camino de la muerte” hacia los Yungas, entre otras tareas. La repatriación se inició en abril de 1936. Unos pocos decidieron quedarse en la tierra contra la cual habían combatido. Entre tantas historias de cautivos bolivianos y paraguayos, se conoce el caso de la secretaria de una dependencia de la prefectura de Cochabamba, quien tenía la labor de elaborar planillas de pago para prisioneros paraguayos. Inició una amistad con un oficial paraguayo capturado en la batalla de Cañada Strongest. Pronto, esta amistad se transformó en un idilio que, en sus inicios, debió ser prudente y furtivo. Lidia y Mareirian se casaron en marzo de 1936 y emigraron a Asunción, donde nació María Teresa. El matrimonio no perduró y Lidia retornó a Bolivia a inicios de la década de 1940. Cuatro décadas después, Lidia Gueiler fue la primera presidenta de Bolivia, gobernó menos de un año debido a un golpe de estado en su contra (Crespo, 1999).
Miguel Saravia Ledo, mi abuelo, era el hijo más pequeño, tenía escasos once meses y diez días de nacido cuando se inició el conflicto. Le tocó crecer en la estela de la guerra sufriendo sus consecuencias. Miguel era quien más ayudaba en el hogar. Aun siendo niño y sin poseer un reloj, siguiendo las instrucciones de su madre, planificaba el día y sus tareas cumpliendo con las marcas en el piso que la sombra señalaba cada vez que el sol bañaba el patio.
Para la familia fue difícil enfrentar el desconsuelo de la ausencia y afrontar la muerte de Víctor, y más aún explicársela a un niño. Se forjó una mentira inventando que Eduardo, hermano de María, era el padre de Miguel. El niño encontró en su tío la figura de padre que se requiere para formarse, pero la ficción duró poco. Cuando Eduardo decidió contraer matrimonio, la extraña situación debía ser explicada. Miguel no pudo entenderlo, saberse huérfano de padre detonó en su interior dolor y amargura, sumando además una decepción hacia su tío que jamás pudo perdonar. El mejor refugio que encontró fue debajo de su cama y lloró amargamente sin hallar consuelo, jamás lo encontró.
La “Congregación de las Hermanas Pontificias”, ahora conocidas como las “Misioneras Cruzadas de la Iglesia”, realizó una encomiable labor durante y después de la guerra, bajo la guía de Nazaria Ignacia March, la primera santa de Bolivia. En 1932, fundó la Sociedad Católica de Obreras y a partir de 1934 promovió la creación de hogares para niños huérfanos, víctimas de la guerra. Fue en uno de estos hogares donde Miguel hizo su primera comunión, recibiendo una camisa como regalo de las manos de las hermanas de la congregación.
5
El resultado de la Guerra del Chaco fue producto de la obstinada decisión de arrastrar al pueblo boliviano a una contienda sin ninguna preparación, bajo la afirmación: “Pisar fuerte en el Chaco”. Bolivia tuvo superioridad numérica en hombres y elementos sobre el Paraguay, sin embargo, durante el desarrollo del conflicto, se originó una profunda divergencia sobre la conducción de la campaña entre el mando militar y el gobierno ocasionando el desastre. El Ejército Boliviano fue dirigido durante la guerra por cuatros generales: Filiberto Osorio (de septiembre a octubre de 1932), José Leonardo lanza (de octubre a diciembre de 1932), Hans Kundt (de diciembre de 1932 a diciembre de 1933) y Enrique Peñaranda (de diciembre de 1933 hasta el fin de la guerra). En contraste, Paraguay fue dirigido por José Félix Estigarribia. Años antes, Bolivia cometió la grave omisión de dejar sus fronteras sin presencia humana.
La inexistencia de vías de comunicación fue uno de los mayores tormentos para el país durante la campaña.
El Tratado de Paz, Amistad y Límites, firmado el 21 de julio de 1938 en el Palacio de Gobierno argentino, otorgó a Paraguay la soberanía sobre aproximadamente el 75% de la zona en disputa, mientras que Bolivia recibió el resto, incluyendo acceso al río Paraguay, región con grandes reservas de petróleo. El Tratado también estableció la creación de la Comisión Mixta Demarcadora de Límites, integrada por delegados de Bolivia y Paraguay, y de los países garantes del Tratado: Argentina, Brasil, Chile, Estados Unidos, Perú y Uruguay. Argentina ejerció la presidencia de la Comisión. En cumplimiento de lo dispuesto en el Tratado y del Laudo Arbitral del 10 de octubre de 1938, la comisión llevó a cabo los trabajos de delimitación, concluyendo su labor el 2007. El 27 de abril de 2009, 74 años después del alto al fuego, los mandatarios de Bolivia, Evo Morales, y de Paraguay, Fernando Lugo, acordaron en Argentina la demarcación definitiva del límite entre ambos países.
A lo largo de los tres años que duró la guerra, el Chaco fue el escenario de una batalla del corazón humano, donde surgieron decisiones de valor y resistencia, así como de cobardía y rendición. La guerra transforma y desintegra, interrumpiendo la narrativa de la historia; se concibe como una crisis, una enfermedad, un estado patológico que afecta tanto a la persona como al sujeto social, repercutiendo en sus acciones. Desató en el país un proceso de transformación social que culminó en la Reforma Agraria de 1952, ya que colocó en el frente de batalla a miles de campesinos con escasa o nula instrucción militar, quienes ni siquiera tenían derecho al voto.
La Guerra del Chaco fue un desastre sanitario para los ejércitos en campaña. Afectó en mayor grado al Ejército Boliviano, cuyas tropas estaban mayoritariamente constituidas por poblaciones originarias de las regiones andinas y mal preparadas para combatir en las tierras bajas. Su deficiencia en inmunoglobulinas las volvía particularmente vulnerables a las agresiones de los gérmenes infecciosos de las tierras cálidas, mientras los paraguayos, originarios de regiones vecinas, resistían mejor (Richard, 2008, p. 29).
Al llamado de la guerra confluyeron personas de todas las latitudes del territorio nacional, sin importar clase social, edad, cultura ni idioma. Hoy, ya no quedan excombatientes vivos. El tiempo, tras su paso deja un rastro de olvido; sin embargo, los sucesos y nombres deben ser recordados. Urrelo afirma:
A lo mejor, [...] me atrevo a decir que la verdadera historia de la Guerra del Chaco está en nuestras familias, muy adentro, en nuestras casas, en las habitaciones de nuestros abuelos. En los libros de historia todo sale sobrando. De ahí ya lo sabemos todo (Urrelo, 2013).
Existen dos formas de comprender el pasado: la historia y la memoria. Mientras que la historia se construye, la memoria se hereda. La memoria emerge como una alternativa que, en ocasiones, se contrapone a la historia cuando esta falla. La historia narra las hazañas de héroes, pero no siempre menciona a las víctimas. La memoria, por su parte, ilumina aquellos caminos que la “historia oficial” omite. Ambas son necesarias mutuamente para evitar precipitarse en caída libre hacia el olvido.
La literatura es una forma privilegiada de memoria, no es un simple acto de registro sino de reconstrucción para su transmisión. Como menciona Maurice Halbwachs, recordar es reconstruir el pasado en función del presente (Halbwachs, 1950).

















