Siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla
Virgilio Piñera
Para algunos, “la maldita circunstancia del agua por todas partes”1 es vivida como una condenación; para otros, ocurre al contrario, pues “no hay una gota de agua, lo que no impide que vivan aquí los hombres en guerra”. (Céspedes 1936, p. 22). Los primeros están representados en la voz del poema “La isla en peso”, de Virgilio Piñera; mientras que los segundos lo hacen a través de Miguel Navajas, narrador del cuento “El pozo” de Augusto Céspedes. Ambos personajes se encuentran atrapados en alguna forma de aislamiento, ya que las condiciones territoriales que habitan los colocan en esas circunstancias. El espacio que los rodea está delimitado por el entorno: la isla de Piñera está rodeada por agua, mientras que los soldados del cuento de Céspedes están atrapados por la guerra, encerrados en un pozo de tierra y arena. Escapar de estas formas de cárcel parece imposible. El encierro, la desesperación, la ausencia y la frustración son sentimientos compartidos entre la voz caribeña y el soldado altiplánico. A partir de estas experiencias, podemos afirmar que hay más rasgos comunes entre una isla caribeña y un pozo cavado en medio del Chaco boliviano de los que se podrían pensar. Sin embargo, más allá de esta constatación, frente al encierro en el que se encuentran, a los personajes no les queda más que seguir descendiendo, hundiéndose bajo el peso de su desesperación y el entorno con el que cargan.
La primera desesperación es el sentirse rodeado. Esta angustia no solo está provocada por el elemento omnipresente que acorrala, sino por lo que ese cinturón asfixiante simboliza. En el caso de la isla, “el agua me rodea como un cáncer” (LIP); la desesperación ya está instalada y no sabemos cuándo apareció. “En otro momento yo vivía adánicamente” (LIP), nos dice la voz del poema, para luego preguntarse: “¿qué trajo la metamorfosis?” (LIP), interrogante que permanecerá flotando a lo largo del poema. De haber vivido en armonía, quizá disfrutando el paisaje, todo ha cambiado sin que nadie se diera cuenta. La pregunta por la metamorfosis no se responde directamente, pero a lo largo del poema se va ofreciendo la visión de la isla transformada y el efecto que provoca en la voz poética. Además del mar, es el calor isleño el que también fatiga y desespera. El mismo calor que sofoca en las arenas del Chaco y desespera en medio de la guerra. Los soldados mueren en combate, pero también de sed y agotamiento. Afuera del pozo, “vivimos raquíticos, miserables, prematuramente envejecidos… los hombres, con más sed que odio” (p. 22). La desesperación se manifiesta incluso en los detalles: “mariposas blancas acuden sedientas a esa humedad” (p. 24) del agua derramada en el suelo, o las abejas que se enredan en los cabellos del suboficial que se moja la nuca. En esas circunstancias, no queda más que luchar por sobrevivir: primero al entorno y luego al enemigo. Es en esta doble estrategia que un grupo de zapadores decide meterse al hueco que encuentran, con la esperanza de encontrar agua y, quizá, de esconderse de la dureza del clima y el peligro de la batalla. En su interior, los soldados descienden, primero a cinco, luego a diez, a veinte, a cuarenta y cinco e incluso a llegan a estar a cincuenta metros de profundidad, en un diámetro de cinco metros. Rodeados de agua y de sol, los caribeños desean más tierra para pisar; mientras los soldados están buscando aquello que allá sobra: el agua, escapando de lo que en la isla falta: tierra seca. Desesperados de esta realidad que los aprisiona, la imaginación trabaja mecanismos para engañar al cuerpo, y la objetividad es obligada a ceder el paso.
Un pozo es una isla, y una isla es un pozo. Ambos no son más que grandes agujeros vacíos, que se ha intentado rellenar por todos los medios. Son huecos donde caben todo tipo de elementos: cosas, personas, fotografías, música, cadáveres, comida, personajes, recuerdos y demás chucherías. Un buen pozo nunca se termina de cavar, así como nunca se termina de repletar. La guerra del Chaco fue, en cierto sentido, un pozo; la batalla, la empresa de cavarlo. El proceso de conquista fue otro; la colonización, su empresa. Un gran pozo cuya empresa fue perforarlo buscando algo imposible, ya sea agua en el desierto o la subyugación de la libertad humana. Fue un gran agujero sin sentido, que sólo sirvió para enterrar los cadáveres de los soldados que lo excavaron; un espacio que sólo sirve para guardar los cadáveres, aún vivos, que lo recorren y habitan. Muertos y vivos cuya memoria continúa exigiendo respuestas por su sacrificio. Ambos escenarios no son más que una isla, donde se puede ver el fruto de una profunda violencia y la tristeza por el dolor. En la isla se albergan cuerpos mulatos, manos ásperas, piel húmeda, esclavos, prejuicios y dictadura. Es un lugar que, bajo aparente calma, oculta, la más abominable de las barbaries, el enfrentamiento entre hermanos de la misma especie, la búsqueda del sometimiento de unos por otros. Es la memoria de la aberrante esclavitud. Todos los hombres, metidos ahí, están condenados a sufrir: los caballos de los conquistadores cubriendo a las yeguas (LIP) o una misma mujer que invariablemente masturba, noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces (LIP). Isla o pozo, pozo o isla, al final de cuentas, “¿quién puede reír sobre esta roca de los sacrificios de gallos?” (LIP).
Frente a una realidad tan dura, que podríamos catalogar como insufrible, todo se transforma. La alucinación comienza a alejar a los personajes de la realidad, para construir una posibilidad alternativa donde puedan existir. La presión del encierro, el deseo de escapar y la desesperación ante la condena conducen a la creación de una ilusión que permite huir de lo que se tiene delante y constantemente agrede. Dentro del pozo, la “obsesión del agua está creando un mundo particular y fantástico” (p. 37): el agua parece manar hasta cubrir a un hombre, la tierra convertida en bloques de hielo o el vergel en el que se transformaron las arenas chaqueñas. La guerra se pierde en el olvido, y sólo el pozo adquiere importancia: “¿Tanto dolor, tanta búsqueda, tanto deseo, tanta alma sedienta acumulados en el profundo hueco originan esta floración de manantiales?” (p. 41). En la isla ocurre algo parecido bajo “el sol que agota, que quita el aliento y la arena caliente que martiriza reflejando al sol” (LIP), mientras que “la sal que entra en los ojos, y la noche fresca, y el sexo de los negros, y la sangre, y el baile” (Sequeda, citada por Abellan, 2011). Todo en exceso. Todo se carga agobiante sobre la voz poética, llevando esto hacia una explosión de imágenes que invade el poema. En él, los cuerpos bailan, los cuerpos se aman, los cuerpos copulan, arrancando algunos segundos de placer extremo a las duras horas de realidad. Al final, a pesar de las prohibiciones o los sufrimientos que se cargue, “el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal” (LIP).
Sin embargo, más tarde, el silbido de las balas, el nacimiento de un nuevo día, la sed y el calor, pondrán fin a la fantasía, obligando a los cuerpos a volver a la realidad, a pisar la tierra que los asfixia, ya sea por su escasez o por su abundancia. En la isla, los personajes imploran “que la Tierra nos ampare, que nos ampare el deseo, felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre, sólo sentimos su realidad física por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas” (LIP). Después del momento de placer, de la breve fuga de la prisión, “el Paraíso y el Infierno estallan y sólo queda la Tierra” (LIP). Al retornar de la alucinación y salir del pozo, nuevamente “el calor se ha adueñado de nuestros cuerpos (…) haciéndolos blandos, calenturientos, conscientes para nosotros sólo por el tormento que nos causan al transmitir desde la piel la presencia sudosa de su beso de horno” (p. 27).
El retorno a la realidad nos trae la segunda desesperación. Ésta se encuentra marcada por la imposibilidad de escapar, de dejar atrás el cerco: “¿Acabará esto algún día?... Ya no se cava para encontrar agua, sino por cumplir un designio fatal, un propósito inescrutable” (p. 41). Los motivos que impulsaron la aventura se han difuminado, solo queda la rutina de un trabajo sin sentido, como el intento vano de rellenar el hueco abierto. Incluso cuando toca defender el pozo seco, se lo hace como si realmente tuviera agua. “Pero nosotros no cedíamos un metro, defendiéndolo ¡cómo si realmente tuviese agua!” (p. 43) Y, a la par de la batalla, está la otra lucha: “nuestra gente se muere de sed. No muere, pero agoniza diariamente” (p. 34). Y también muere, no de sed, sino por la guerra, y ahí están los cuerpos de los soldados muertos, con sus bocas abiertas, con sus dientes llenos de tierra. Los negros vuelven a ser conscientes de su esclavitud genética y “la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman” (LIP).
Ya solo queda el hombre, despojado de todo. Desnudo de todo. El suboficial escritor concluye que “vivimos una escasa vida de palabras sin pensamientos, horas y horas, mirando en el cielo incoloro mecerse el vuelo de los buitres” (p. 26). Ya solo queda esperar la muerte. En la isla quedan los cuerpos agotados: “dos cuerpos en el platanal, dos cuerpos que valen tanto como la primera pareja, la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación” (LIP). Aquella pareja que rompió el pacto con Dios y fue expulsada del Paraíso, con ella comenzó la metamorfosis que dejó atrás la existencia edénica y nos arrojó al vacío de la isla, esperando quizá, también, la muerte.
Exhaustos, con las fuerzas disminuidas, enfermos, pero habiendo sobrevivido a la visita de la muerte, solo queda testimoniar la existencia: “Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad, un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios: un velorio, un guateque, una mano, un crimen, revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua” (LIP). ¿Qué queda de toda esta aventura sino los restos? La fiesta como memoria de la vida paradisíaca, junto al dolor por la metamorfosis que trajo consigo el luto de la conquista. Fiesta y dolor que no son más que la resaca de un cuerpo que alguna vez fue feliz, y que ahora intenta, inútilmente, repetir esa sensación. ¿Qué queda de la guerra sino el gran hueco abierto, y dentro de él, los cadáveres de quienes trabajaron cavándolo? Cuerpos muertos por el enemigo, que al no saber qué hacer con ellos, decidieron arrojarlos al pozo, y “vencidos por la gravedad daban un lento volteo y desaparecían, engullidos por la sombra” (p. 44).
El pozo es un vacío cavado y rodeado de tierra; la isla es una porción de tierra rodeada de agua. El exceso de agua desespera a unos, mientras que su carencia atormenta a otros, del mismo modo que ocurre con la tierra. El fuego, elemento compartido en ambos casos, agrava la desesperación. Tan solo en la noche, en la oscuridad, en el fondo, se puede escapar momentáneamente de tanto peso. De vuelta a la realidad, la angustia persiste. Ante el vacío del pozo, “echamos tierra, mucha tierra adentro. Pero, aun así, ese pozo seco es siempre el más hondo del todo el Chaco” (p. 44). Nunca se llenará el vacío abierto por la guerra, de la cual nos queda el testimonio escrito por el suboficial sobreviviente. Y en la isla, el pueblo sufriente, cargado con el peso de su dolor, se hunde ininterrumpidamente, no tan rápido como los cadáveres de los soldados, pero “siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla, el peso de una isla en el amor de un pueblo” (LIP). El amor que le faltó al soldado boliviano para darle sentido a su guerra, a su búsqueda y a su muerte, para evitar acabar en el vacío. Vacío que el isleño rellenó en exceso, con una carga que terminó hundiéndolo a él y a su mundo-isla.














