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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.14 La Paz jun. 2004

 

 

 

La idea del nuevo humanismo y la dialéctica de integración y progreso

 

 

Bernhard Welte

Ponencia presentada en el Congreso de Intercambio Cultural Alemán Latinoamericano, realizado en Lima, Perú.

 

 


1

 

Hoy en día se habla mucho de Humanismo; pero con esto no se alude al humanismo clásico de épocas pasadas, sino más bien a un humanismo futuro que recién está por alcanzarse. Las circunstancias actuales son consideradas ampliamente como inhumanas, y justamente a causa de esta sensación de deficiencia es que se origina la idea de un nuevo humanismo. Por ello, en su génesis el concepto está relacionado intrínsecamente con un determinado estadio de nuestra civilización contemporánea.

El concepto de Desarrollo se aplica en la discusión pública a la civilización actual, y de tal modo que esto permita hablar de sociedades o civilizaciones altamente desarrolladas y de otras gradualmente menores, pero aún en desarrollo. Para este fin se utiliza un molde de tipo técnico-económico aplicable al desarrollo, pero que todavía no ha sido definido con precisión. De acuerdo a este molde hay sociedades poco desarrolladas y sociedades altamente desarrolladas, como por ejemplo las sociedades europeas y estadounidenses.

De esta manera se preconiza siempre con facilidad la idea de que el nuevo humanismo consiste simplemente en un desarrollo superior de orden técnico-económico para todos los seres humanos y en especial, para aquéllos que en el curso del desarrollo se han quedado rezagados en alguna etapa.

Sin embargo, el fundamento de esta idea es insuficiente, ya que ella se basa en un esquema del desarrollo no dialéctico y unidimensional, de acuerdo con el cual todas las etapas deseables del desarrollo tendrían que ser consecutivas con una misma y única línea del desarrollo.

 

2

No obstante, esta concepción aún muy difundida de la conexión entre humanismo y desarrollo es insostenible, pues las relaciones entre ambos son mucho más complicadas de lo que se cree.

Precisamente en las civilizaciones con más alto desarrollo se ha hecho notoria una aguda y fundamental crítica a la civilización. Dicha crítica ha atraído la atención hacia decisivas deficiencias de carácter humano que se presentan justamente en las etapas superiores del desarrollo y al incidir en esto dichas críticas también han refutado la tesis de que la felicidad humana radica simplemente en la consecución de esta línea de desarrollo.

A continuación mencionaremos solamente algunos puntos de tipo filosófico contenidos en esta crítica.

En el tratado Die Frage nach der Technik (La cuestión de la técnica) de Martin Heidegger, publicado en el año 1953, leemos lo siguiente: "En el momento en que reina el destino al modo de la armazón allí se huella el mayor peligro". Con esta frase, Heidegger hace hincapié en la tendencia determinante del mundo actual y en lo que constituye el así llamado progreso. Heidegger opina que en el campo total de la técnica reina lo que se podría designar como el Producir, el colocar en seguridad, la demanda, es decir aquello que en su ámbito propio sólo puede ser visto como una armazón externa. Pero allí donde ejerce su dominio una cosa de este tipo, allí radicará también el mayor peligro para el ser humano, pues a causa de ello pierde el ser humano su verdadera naturaleza y al destruir la tierra se destruye también a sí mismo.

En su serie de tratados bajo el nombre de Uberwindung der Metaphysik (Superación de la metafísica) habla Heidegger por esta razón de la "devastación de la tierra". Ella comienza cuando "el conceptuar y el producir humanos se vuelven seguros de sí mismos". Con El Conceptuar y El Producir se alude nuevamente a aquella armazón externa, es decir, a aquel ser que bajo la forma de la ciencia moderna y de la técnica moderna determina el progreso del mundo.

¡Mayor peligro y devastación de la tierra! El más reflexivo de los nuevos pensadores hace una afirmación de este tipo justamente con respecto a aquellos elementos sobre los cuales la civilización moderna más se enorgullece y a los cuales considera como los más progresistas.

Otras opiniones que tal vez puedan considerarse como de mayor actualidad se unen a las de Heidegger. En 1964 apareció en Boston, Massachusetts, el libro de Herbert Marcuse cuyo título es One-dimensional Man; Studies in the Idelologie of Advanced Industrial Societies. En 1968 se publicó la traducción alemana. El libro de Marcuse ha suministrado en parte el lema de la juventud estudiantil rebelde en Francia, Alemania y los Estados Unidos a fines de la década del 60.

¿De qué se trata en este libro? Se trata del enjuiciamiento de las "advances societies", de las sociedades de mayor progreso. ¿Hacia dónde se dirige este enjuiciamiento? Hacia una única, pero realmente muy diferenciada acusación: hacia el hecho de que la racionalidad altamente evolucionada es en sí misma irracional e inhumana, porque coloca al hombre al nivel de la unidimensionalidad, lo despersonaliza y convierte en cosa, y también lo sujeta a un universo de tipo administrativo. Con otras palabras: según Marcuse, justamente el alto desarrollo de la civilización técnico-económico trae consigo los rasgos de la inhumanidad, y que los dones que dicha civilización es capaz de suministrar bajo las formas agradables del consumo, no son suficientes para hacer sus caracteres menos inhumanos. Las reflexiones de Marcuse sobre el objeto en cuestión coinciden con las de Heidegger, aunque ciertamente en otro nivel filosófico. Precisamente allí, donde la civilización se muestra más avanzada, es menos humana.

A estas afirmaciones filosóficas se podría añadir una larga lista de otras afirmaciones de contenido similar pertenecientes a diversos filósofos y diversos representantes de las ciencias empíricas.

Estas observaciones críticas se vuelven tanto más significativas en cuanto se advierte que la agitación en amplios sectores de la juventud intelectual de los países más avanzados es una manera espontánea de dar aprobación a estas críticas, y que como resultado de dicha aprobación se desencadenan formas propias de negación y apartamiento, un tanto ilusorio, de la sociedad.

Todos ellos son signos que conminan a meditar, pues ponen de manifiesto negativamente que el nuevo humanismo del que estamos hablando no puede radicar en la prolongación del desarrollo de las sociedades actuales altamente evolucionadas.

Las referidas opiniones plantean la pregunta por la naturaleza del progreso, ¿De qué se puede afirmar que ha representado un progreso? ¿A dónde hemos llegado por medio de este progreso? ¿Dónde radica el nuevo humanismo dentro del ámbito de este progreso? Preguntas de este tipo se plantean siempre con insistencia.

Por cierto, lo que aquí se interroga, es decir, el nuevo humanismo, no puede ser buscado al margen del progreso tecnológico. Tanto Heidegger como Marcuse y muchos otros más, sostienen que no podemos eludir la técnica y su racionalidad. No existe la posibilidad de un romántico retorno al paraíso pretécnico. Heidegger acentúa esto último al denominar la técnica como una habilidad, es decir, algo que nos atañe y corresponde y que por lo mismo es necesario. Aun más, él opina que "la naturaleza de la técnica encierra en sí el crecimiento del liberador". Por ello además es posible librarse del peligro inminente que la técnica trae consigo en el acto de seguir su rumbo, pero no en el de tratar de fugarse de ella.

Recurriendo a Marx, alude Marcuse también a esto cuando afirma que la liberación de la fuerza opresiva de la técnica y de la tecnología sólo puede llevarse a cabo por medio de la tecnología misma. Además, la simple experiencia cotidiana nos enseña que en nuestra sociedad de masas de ninguna manera se podría vivir sin la omnipresente coerción y los omnipresentes beneficios de la técnica. Pese a su carácter dudoso, la técnica se ha convertido en una necesidad vital y frecuentemente liberadora.

Si bien el nuevo humanismo no se puede situar en la línea de las sociedades avanzadas, no se debe olvidar tampoco que dicho humanismo no es tampoco alcanzable sin el progreso técnico. Es válido por el contrario el intento de alcanzar la nueva dimensión por medio del progreso. Pero de este modo se vuelve aún más imperiosa la necesidad de saber cuál es la naturaleza del progreso y cuál la del nuevo humanismo.

 

3

Si queremos aportar mayor claridad en las relaciones internas de esta cuestión, es de gran utilidad intentar un retroceso del presente inmediato para disponer así de un horizonte histórico más amplio. En este amplio horizonte encontraremos algunas cosas que nos permitirán ver todo con mayor claridad.

Nos han sido transmitidos valiosos conocimientos sobre antiguas culturas. También conocimientos de pueblos en los cuales un tipo de cultura arcaica se ha logrado mantener intacta casi hasta el presente. Nosotros las denominamos con frecuencia "culturas primitivas", sin pensar por lo general con detenimiento en lo que queremos decir con esto. En cualquier caso, el contraste con la civilización actual es ilustrativo.

Como ejemplo significativo, voy a proporcionar aquí lo que Marcel Griaule nos ha dado a conocer acerca de la tribu africana de los Dogon. (Dieu d'eau. Les éditions du chène. Paris, 1966).

Si al leer este informe sobre los mitos, las costumbres, es estilo total de vida de un pueblo extraño a nosotros hacemos el esfuerzo de penetrar en el sentido profundo de un lenguaje de símbolos oscuro para nosotros, nos asombraremos cada vez más de la imagen de la cultura que se nos presenta aquí e igualmente en otros documentos parecidos. A través de ellos se descubre que tales civilizaciones pretécnicas manifiestan un grado asombrosamente alto de integración humana. Aquí introduzco el término "integración" porque me parece muy adecuado para lo que vamos a exponer a continuación. Por "integración" entiendo un estadio en el cual todas las esferas de la vida humana han logrado desenvolverse plenamente y se han unido mutuamente en un todo significativo.

Del libro de Griaule citaremos sólo las esferas más importantes de la vida humana en dicha tribu y cuyo desenvolvimiento e integración podremos observar aquí.

La primera esfera es la que corresponde al Hombre y la Naturaleza. Aquí descubrimos una gran familiaridad con las fuerzas y los "espíritus" de la Naturaleza y además un Saber no poco menor sobre lo que en esta esfera puede ser bueno o no serlo para la prosperidad de la vida humana en su totalidad, es decir para aquello que une al Hombre con la Naturaleza.

La segunda esfera concierne a la vida social, al complejo de relaciones que unen a los hombres mutuamente. Dicha esfera se despliega así mismo en varias esferas subordinadas.

Aquí se encuentran entre otras cosas las relaciones fundamentales entre hombre y mujer. Tanto la fuerza elemental del sexo, que se pone de manifiesto por medio de grandes signos, como el uso que se hace de esta fuerza elemental son claros y están sujetos a una norma significativa para la vida humana integral.

Aquí se encuentran también las bases y las normas de conducta y las actitudes de los niños, adultos y ancianos. Los niños disponen de un orden propio y muy libre dentro del marco de la vida total. En el rito de consagración de la juventud se les revela los secretos de la vida del Todo y de esta manera se les integra también en el orden de la vida de los adultos. Los ancianos gozan de honor y prestigio y se les considera también como elementos constitutivos de la vida total de la tribu. Aquí existe una organización rítmica de la vida en común con respecto a las labores y las festividades. Trabajar y festejar encuentran su orden en el Todo y las importantes fiestas rituales tienen siempre por finalidad el restablecimiento del Todo.

Aquí se halla finalmente la esfera que une la vida con la muerte. La blanca máscara de la muerte desempeña un rol decisivo tanto en los ritos de iniciación como en las demás festividades de la tribu. Esta esfera une también la muerte con los difuntos y estos últimos con las fuerzas supraterrenas y con Dios. En este conjunto se aprecia claramente que la vida sólo es un Todo integral cuando abarca vida y muerte, vivos y muertos, mortales e inmortales, inmanencia y trascendencia.

Todas estas esferas se compenetran mutuamente para constituir un todo vital y diferenciado. Esta totalidad está presente en todas las manifestaciones de la vida y siempre se renueva en las grandes festividades. Este alto grado de integración que acabamos de aludir coexiste sin embargo con un Status sumamente limitado de la evolución socioeconómica en la forma de comunidades aldeanas o tribus, con espacio vital muy restringido, con escasas expectativas de vida, con un grado de seguridad mínimo y bajo la amenaza constante de peligros elementales como sequías, hambre y enfermedades.

Al parecer, bajo dichas condiciones tan desventajosas se desarrolla a veces un todo vital bien integrado en todos sus aspectos y que parte del centro del Hombre.

Ciertamente en la vida de este pueblo que acabamos de mencionar como en la de muchos otros semejantes no puede permanecer todo perennemente perfecto y completamente integrado. Pero sí existe siempre una imagen poderosa y efectiva de la vida del Todo que se manifiesta en los mitos y en las festividades, cuya función es representar la fuerza reanimadora y formadora de la vida que constantemente amenaza caer en el caos. Para la realidad experimentada como imperfecta existe siempre un correctivo que posee un asombroso grado de integración humana.

En las altas culturas europeas de épocas tempranas se observa un semejante alto grado de integración humana, a juzgar por ejemplo en el Arte y en la Literatura. Esto explica también la gran fascinación que nos produce el mundo griego y romano en sus mejores momentos. Si a partir de esta imagen de una humanidad integrada dirigimos la atención hacia nuestra civilización moderna en sus formas más evolucionadas, veremos con terror en qué medida la pérdida de substancia humana se ha vuelto algo corriente y comprensible de suyo.

¿Cómo se puede explicar este hecho? Para este fin quisiera establecer una hipótesis de trabajo, a favor de la cual hablan muchas cosas.

Al comienzo de la Época Moderna y después de una larga preparación, se introdujo un proceso cuyo fin fue conducir una fuerte concentración de las fuerzas activas civilizadoras al campo de dominio de la razón calculadora y planificadora. Sobre todo a partir del siglo XVI, la razón calculadora y planificadora ha asumido cada vez con mayor exclusividad la tarea de configurar la vida humana. De este modo adquirió relieve un sector muy circunscrito, pero importante y efectivo del aspecto total de los potenciales humanos.

Partes considerables de la riqueza total de aquello que llamamos la vida del Todo se fueron apagando y desapareciendo. Paulatinamente, la razón calculadora y planificadora se adjudicó el derecho de representar al Todo de la existencia humana y finalmente de reinar sobre el Todo. El sector parcial que constituye este tipo de razón se totalizó cada vez más.

Esta concentración y totalización de un determinado tipo de razón puede ser considerada como la raíz de toda la civilización tecnológica moderna.

De dicho tipo de razón surge también el gran despliegue de eficiencia y productividad que nosotros tanto admiramos en la tecnología moderna. Un resultado de ella es asimismo el incremento de los productos sociales, una gran riqueza en la producción de bienes de consumo unida a una decisiva disminución del esfuerzo y la fatiga en las tareas vitales, un mayor grado de seguridad frente a los cambios y fenómenos de la Naturaleza y, entre otras muchas cosas, una considerable prolongación de las expectativas de vida. Pero de esto se desprende también la tendencia a una enorme concentración de las fuerzas de producción al servicio del aumento de la eficiencia y del interés totalitario, esto es, el interés que quiere abarcar y abastecer todo y que desde sus orígenes es inherente a este tipo de razón. Cada vez menos empresas, pero de mayor alcance y proporciones, tanto privadas como estatales, abastecen la mayor parte de las necesidades de una cantidad siempre creciente de seres humanos.

Esto trae como consecuencia que gran parte de los hombres en el ámbito de dominio de una tal civilización sean enajenados en la mayor parte de sus actividades vitales. Así, por ejemplo, son otros los que reglamentan las actividades cotidianas de la mayor parte de los seres humanos, lo que ellos comen y beben, cómo deben vestirse. Lo que alguna vez y alguna circunstancia pueda necesitar el ser humano ya ha sido prefabricado y calculado por otros en tipo standard. Lo que los hombres deben ver y oír, lo que pasa por sus ojos y oídos y penetra así en su conciencia está dirigido y manipulado por una central de radio y televisión. Lo que tenga valor como algo de importancia y actualidad para la conciencia humana está condicionado por el efecto de la propaganda. Hasta la vida erótica se ha comercializado e industrializado en gran medida. La enajenación se extiende de manera consecuente hacia campos cada vez más amplios de la vida humana y va unida paso a paso con una creciente tendencia a eliminar lo individual, a nivelar los bienes, las necesidades y hasta las ideas. Aquí habría que buscar la causa de la unidimensionalidad del hombre moderno de la cual habla Marcuse.

Este proceso marcha paralelamente con una instrumentación casi integral de la razón. La razón técnica inventa y produce instrumentos para casi todo lo imaginable, herramientas auxiliares para cada necesidad. Pero la capacidad de humanizar y formular con precisión los fines propuestos disminuye cada vez más. Los medios se vuelven cada vez más eficientes y son planeados con exactitud, pero las metas y los fines permanecen rezagados. (Ver para ello: Max Horkheimer, Hacia una crítica de la razón instrumental, primera edición, Nueva York, 1947).

Un signo de esto es la continua deformación de las metrópolis modernas, sobre todo en sus zonas marginales. También el hecho de que los medios proporcionados por la tecnología se ponen al servicio de actitudes apasionadas y elementales y a las cuales apenas se les concede reflexión o se reflexiona sobre ellas de modo insuficiente. Un ejemplo de ello es el irrefrenable afán de poderío que ha dado lugar a la aparición de una enorme industria guerrera y armamentista. Otro signo característico es la multiplicación desmedida de los medios tecnológicos, lo que a su vez ha causado una peligrosísima destrucción de los elementos básicos de la Naturaleza.

Este predominio de la razón planificadora y calculadora ha traído consigo al realizarse una continua desintegración del Hombre. Esto tal vez se pueda reconocer más fácilmente si establecemos una comparación de nuestra civilización moderna con las esferas integrales de la vida humana de las que nos hemos ocupado anteriormente.

En la esfera correspondiente al Hombre y la Naturaleza se ha hecho notoria una continua devastación y destrucción de la Naturaleza y que en las circunstancias actuales apenas se puede controlar. Una progresiva artificialidad caracteriza la vida humana moderna en sus formas más evolucionadas. La Naturaleza por su parte se ha vuelto algo distante para los hombres y en tal grado que por ejemplo no sabemos ni siquiera lo que podemos hacer con ella cuando la queremos utilizar para nuestro reposo. El empobrecimiento espiritual que va unido a esto sólo se deja sentir vagamente.

En la esfera de las relaciones sociales, consideremos para empezar las fuerzas elementales que unen al hombre con la mujer, es decir, las fuerzas del sexo. Dichas relaciones se encuentran o bien reprimidas, a lo cual ya Freud atribuyó el "malestar de la cultura", o disolutas y sin lugar fijo a causa de la eliminación total de los tabúes. En dicha forma se convierte en botín fácil para los medios de información de las masas y para sus respectivos intereses. Por esto no se puede hablar ni en uno ni en otro caso de una integración de la existencia humana en un Todo significativo.

Las relaciones entre las generaciones jóvenes y las generaciones mayores se encuentran profundamente perturbadas por ambos lados, de tal modo que una iniciación razonable en una nueva forma de vida ya no da resultado. En lo que respecta a la vejez, se la elude o se trata de suprimirla al querer darle seguridad por medio de la previsión y de la asistencia social.

El tiempo destinado a la vida en comunidad es en realidad tiempo de trabajo y rendimiento o simplemente tiempo libre. Esto último a su vez es entendido ya sea como un puro restablecimiento de la capacidad de trabajo o como un simple espacio vacío, un hueco que la moderna industria de consumo y tiempo libre se encarga de llenar. Las fiestas que se han mantenido por tradición en el calendario no representan para la mayor parte de los hombres un momento integrador de su existencia, sino por el contrario un motivo de confusión y molestias.

En lo que concierne finalmente a las relaciones entre la vida y la muerte se aprecia en nuestra civilización moderna un afán enérgico de suprimir el tema de la muerte. No se debe hablar ni pensar en ella, a pesar de que se sabe que hay algo así como la muerte. Las ceremonias fúnebres, por ejemplo el entierro, se han convertido en un acontecimiento cualquiera, sin lugar fijo en el contexto total de la vida moderna; la muerte se considera como un hecho embarazoso, como algo que no debería haber. Se quiere presentar la vida como siempre nueva, joven, eficiente y exitosa y por decirlo así, sin muerte. No se piensa en lo más mínimo que con dicha actitud se suprime desde sus bases un momento decisivo que pertenece al conjunto total de la existencia.

Junto con la muerte se excluyen del plano consciente de la civilización moderna también los muertos y con los muertos asimismo la región total de lo supraterreno y divino, pues todo esto se considera como algo superfluo. La veloz carrera competitiva del éxito y del consumo destruye cada vez más cualquier tipo de trascendencia. Lo inmanente se ha vuelto tan seguro de sí mismo que evita y elimina con éxito la trascendencia. Y todo esto está unido a un estadio muy alto de la evolución técnico-económica, a un alto promedio de ingresos, a un alto nivel de las posibilidades de consumo, a un alto grado de seguridad, a una apreciable prolongación de las expectativas de vida, en resumen, a una fuerte disminución del esfuerzo vital.

Todos éstos son beneficios a los cuales no podemos ni queremos renunciar.

No es imaginable de qué otra manera podría vivir la moderna sociedad de masas de los países altamente desarrollados si no tuviera esta alta posición en el desarrollo económico-tecnológico.

Esta comparación establecida entre una forma de vida relativamente primitiva y nuestra forma de vida altamente evolucionada, muestra claramente que los hechos importantes de la evolución técnico-económica y los relativos a la integración humana se encuentran en muchos casos en relación proporcional inversa. Como se puede ver, la evolución no procede de modo unidimensional, sino que tiene por lo menos estas dos dimensiones que parecen estorbarse mutuamente o muestran una tendencia hacia ello... Sólo de esta manera se puede explicar el hecho de que existan civilizaciones con un grado de desarrollo técnico-económico absolutamente bajo y al mismo tiempo con un alto grado de integración humana. Y por otra parte nuestra propia civilización, que especialmente en sus esferas más elevadas muestra un alto grado de desarrollo técnico-económico al lado de un nivel asombrosamente bajo de integración humana.

Por ello se puede afirmar que el progreso representa una disminución de las penurias de la vida, pero también de la integración humana. El progreso ha conducido hacia una región donde disminuyen enormemente las penurias y la fatiga, pero donde también reina una mayor desintegración.

Con lo que acabamos de exponer, hemos logrado formarnos una idea más sólida que nos servirá para fundamentar nuestra tesis de que el nuevo humanismo que se está buscando no se puede alcanzar por medio de una simple continuación del desarrollo de las sociedades actuales más evolucionadas. No podemos juzgar a estas sociedades sólo positivamente, pues su desarrollo se ha conseguido a un precio muy alto, propiamente a costa de una continua pérdida en la integración humana. Frente a esto observamos los magníficos ejemplos de lo que debe ser esta integración justamente en sociedades poco desarrolladas.

Es innegable que existe una dialéctica real entre integración y progreso. Lo que afirma cada uno de estos conceptos tiende a negar también al otro.

De esta situación debe surgir a mi parecer el plan de un nuevo humanismo. Él debe consistir en el propósito de asumir la civilización moderna, lo cual significa seguir conduciéndola y luchar en el propio terreno de esta civilización contra sus tendencias inmanentes de desintegración. De esta manera se podrá lograr el desenvolvimiento de una humanidad integral que permita el libre desarrollo de la vida como un Todo, es decir, que integre Hombre y Naturaleza, individuo y sociedad, trabajo y festividad, vida y muerte, trascendencia e inmanencia.

El nuevo humanismo debe consistir en el propósito de volver a reunir los elementos dialécticos y agonísticos del desarrollo civilizador y de superar dicha dialéctica por medio de una unidad superior.

Lo que proponemos no es imposible, pero sí difícil. No es imposible, en razón de que las fuerzas integradoras que se le han otorgado al hombre para su desarrollo vital no han sido destruidas sino sólo reprimidas por el progreso moderno. Éste se expresa en todo caso en la conducta de los niños, quienes se encuentran más próximos a las fuerzas originales. Los niños ponen en actividad fuerzas integradoras y capacidades creativas en medida asombrosa, aunque de la manera infantil, que por naturaleza es fluctuante y poco sólida. Otro testimonio de la presencia de las fuerzas integradoras lo da también la crítica elemental a la civilización de parte de la generación joven. En su mayoría, la gente joven no sabe con certeza lo que positivamente quiere, pero por lo menos el tono elemental y emocional de sus críticas pone de manifiesto que aquí está actuando un patrón de medida procedente de las profundidades de la pre-conciencia y de la subconciencia. ¿Y qué otro podría ser este patrón de medida si no el que corresponde a una humanidad plena e integral? Por el momento, estas observaciones son suficientes para apoyar nuestra tesis de que el potencial integrador humano no está destruido sino solamente escondido y reprimido. Si somos capaces de reconocer esto, entonces podremos también levantar de nuevo estas fuerzas y ponerlas en actividad. Por otro lado esto sólo es posible a causa de que la presión que ejerce la civilización tecnológica no es absoluta. La razón instrumental deja de todos modos un campo de acción abierto a la libertad.

Por esto no se puede afirmar categóricamente que los prodigios de la civilización moderna destruyen inevitablemente lo humano en el hombre.

Muchas cosas son posibles y realizables todavía si es que consideramos estas circunstancias con detenimiento. Pero también sería una necedad pretender que no debamos contar para nuestros fines con enormes dificultades. La civilización tecnológica no impone radicalmente la inhumanidad, pero sí muestra una fuerte tendencia inmanente hacia ella. Quien se proponga como meta el desenvolvimiento de un orden humano dentro de esta civilización y haciendo uso de sus medios, deberá enfrentarlos y pensar que esto no sucederá sin dificultades, peligros y retrocesos.

¿Tendremos suficiente paciencia, sabiduría y fortaleza para usar la grande y peligrosa instrumentalización de nuestra civilización no como maleficio sino como beneficio? Éstas serán siempre cuestiones de carácter decisivo.

Por medio de estas últimas reflexiones podemos determinar por lo menos aproximadamente en qué consiste el nuevo humanismo.

El nuevo humanismo consistirá en emplear los medios de la civilización tecnológica no sólo para disminuir las penurias de la vida, sino también para conservar la plenitud del ser humano integral y desarrollarlo ampliamente. Este humanismo estará constituido por una humanidad integral que ha logrado comprender que debe servirse del instrumentario de la tecnología para su integración, pero no para su destrucción. El humanismo logrará reunir lo que tiende a oponerse, esto es: la tecnología que amenaza a la integración y la integración que es amenazada por la tecnología. Esta doble negación deberá superarse en una unidad superior.

Ésta me parece ser la idea, o si se quiere así, la utopía del nuevo humanismo; por consiguiente, algo que no hay todavía, pero que sin embargo tendremos que buscar, y ciertamente, poniendo en juego todas las fuerzas de nuestra vida.

 

6

A estas reflexiones hay que añadir aún dos observaciones finales: la primera concierne a la diferencia actual entre los países de alto desarrollo económico-tecnológico y los así llamados países en desarrollo. Esta diferencia se ha relativizado fuertemente a raíz de nuestras consideraciones anteriores. El alto desarrollo ha traído consigo también grandes daños para lo humano. Y si se contemplan por ejemplo desde Europa los países menos desarrollados, se tiene de inmediato la impresión de que en dichos países permanece viviente una provisión mucho más grande de fuerzas humanas integradoras y que en el plano de la integración humana, son estos países considerablemente más evolucionados que muchos de los nuestros. Esto resulta mucho más asombroso si se considera que a causa del atraso en el desarrollo económico-tecnológico la carga de la vida es mucho más difícil de soportar en estos países. Por estas y muchas otras razones se puede afirmar que los países en desarrollo desempeñarán un rol decisivo y fundamental en la evolución de la humanidad. Justamente estos países tienen a mi modo de ver mayores posibilidades para realizar lo que nosotros buscamos y lo que en gran medida falta en los países altamente desarrollados: el nuevo humanismo.

La segunda observación es de carácter cristiano. Los cristianos tienen razones aún más poderosas para preocuparse por la humanización de esta alta civilización que pone en peligro lo humano, pero que es necesaria. Para el cristiano se trata ante todo del Reino de Dios y con él de la superación del mal en los dominios de Dios. La tarea de los cristianos en la civilización altamente desarrollada es luchar contra el Mal que se ha institucionalizado y ha entretejido sus fuerzas peligrosas por todas partes. El cristiano debe pugnar para que el gran mundo moderno continúe siendo grande, pero también para que se supere el Mal que se ha constituido en él.

Ésta será una tarea siempre nueva y nunca del todo concluida para los cristianos, y a su vez su colaboración para la humanización del mundo.

Los cristianos no deberán tampoco olvidar que esto no se podrá llevar a cabo sin impurezas, confusión y pecado y que el mundo perfecto no puede ser la obra de los hombres ni tampoco de los cristianos, sino únicamente la obra de Dios.

Hasta entonces queda sin embargo mucho por hacer.

 

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