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Temas Sociales

versão impressa ISSN 0040-2915versão On-line ISSN 2413-5720

Temas Sociales  no.53 La Paz nov. 2023  Epub 30-Nov-2023

https://doi.org/10.53287/yojp3153ax75p 

Aportes

El racismo como anomalía. Aproximación epistemológica al objeto de estudio*

Racism as an anomaly. Epistemological approach to the object of study

1Universidad Católica Boliviana “San Pablo” sede La Paz E-mail: rloayzab@ucb.edu.bo


Resumen

Este ensayo bosqueja una aproximación epistemológica al racismo como objeto de estudio desde el paradigma de la estructuración, entendiendo las categorías analíticas de “autoafirmación étnica” y “personificación racial” como conceptos semejantes a los de “regularidad” y la “anomalía”. El autor plantea que los procesos de “diferenciación” y “jerarquización” de la sociedad moderna (derivados de la estructuración de la “integración”) se devalúan en los epifenómenos de la discriminación y segregación por las tracciones identitarias entre similaridad étnica y diferenciación racial.

Palabras clave: Diferenciación y jerarquización; praxis; racismo; anomalía; integración social; discriminación; segregación; identidad; estratificación; estructuración; agencia; similaridad; etnicidad; autoafirmación; personificación

Abstract

With respect to the theory of structuration, this essay sketches an epistemological approach to racism as an object of study, understanding analytical categories such as “ethnic self-affirmation” and “racial personification” as similar to those of “regularity” and “anomaly”. The author proposes that the processes of “differentiation” and “hierarchizatión” of modern society (derived from the structuration of “integration”) are devalued in the epiphenomena of “discrimination” and “segregation”, due to the identity tractions of ethnic similarity and racial difference.

Keywords: Differentiation and hierarchization; praxis; racism; anomaly; social integration; discrimination; segregation; identity; stratification; structuring; agency; similarity; ethnicity; self-affirmation; personification

REGULARIDAD Y ANOMALÍA

La diferencia entre los conceptos de etnicidad y racismo es similar a la que existe entre los de “regularidad” y “anomalía”. Esta distinción es metodológicamente conveniente a la proposición que sustenta este ensayo: el racismo es una “anomalía” sujeta a reparación. Veamos: una regularidad es la estructuración de un evento que transcurre reiteradamente a través del tiempo y del espacio desarrollando “normas” que regulan su acaecimiento. Una anomalía es el hecho contingente que traba esa continuidad rompiendo aquellas reglas. Por ejemplo, las estaciones climáticas son regulares, ya que cumplen con los requisitos del régimen y persistencia espacial y temporal. El cambio climático es la anomalía que fastidia tal continuidad al interrumpir no solo el orden natural (y reglamentario) de las estaciones, sino su estabilidad. Así, la primavera, el verano, el otoño y el invierno son las regularidades y los efectos del cambio climático la divergencia que estorba su consistencia.

Ahora bien, en aras de explicar la realidad integralmente, podríamos decir que hay regularidades (y por ende anomalías) en los mundos natural y social y que son epistemológicamente distintas. Por un lado, las naturales están “determinadas” y se pueden observar, medir y cuantificar mediante el uso práctico y conocido de la inducción y deducción, mientras que las sociales se presentan difusas (indeterminadas) y el revelarlas está sujeto (preferentemente) a interpretar su existencia agregando las trabajosas herramientas de la abducción y retroducción1. En el primer caso, podemos decir que los hechos “naturales” son sencillos de sumariar, pues es factible establecer empíricamente el comportamiento de los objetos que carecen de consciencia e intencionalidad. En cambio, las regularidades y anomalías sociales, que dependen fundamentalmente de la praxis humana (tan volátil e impredecible) son vagas e inconsistentes, pues gravitan necesariamente de la fuerza intrínseca de la voluntad de los seres humanos.

Si bien es muy complejo establecer la existencia de regularidades que gobiernen a la sociedad (es decir, referir leyes naturales que rijan el comportamiento de los individuos y grupos -más si fueran generalizables y por lo tanto universales-), hay patrones de comportamiento social sujetos a prevalencia histórica y regulación que podrían calificar como persistentes y, por lo tanto, como regulares. Precisamente las corrientes positivistas de la sociología (tales como la de Augusto Comte), aunque vigorosamente interpeladas, han hecho el esfuerzo (relativo para muchos) por revelar leyes sociales análogas a aquellas del mundo natural, tratando de replicar “el empirismo de las ciencias naturales en el entendimiento de la sociedad”. Ciertamente, la crítica al positivismo se enfoca comúnmente en su uso inapropiado del método científico aplicado a una realidad que está “socialmente construida”. En este punto, asuntos tales como la “consciencia” (que es el motor más potente de la voluntad), “el significado simbólico y la intencionalidad” son atributos distinguidos como exclusivos del comportamiento humano a los que no se puede observar, medir y cuantificar científicamente y que deben, más bien, ser desentrañados para poder ser revelados (Scott, 2014, p. 580). Al respecto, John Goldthorpe (sociólogo británico enfocado en el análisis macrosocial) es uno de quienes abogan por la búsqueda de regularidades sociales, empero rastreadas a través de un “análisis multivariado de encuestas de larga escala” y explicadas a través de la teoría de la “acción racional”. Para este autor, cuando se estudian las anomalías (sociales) se destapan significativas regularidades que “de otra forma serían opacas” y trabajosamente observables. Al usar la teoría de “acción racional”, Goldthorpe rechaza explícitamente la explicación del “fenómeno social” en términos generales, “cubriendo las leyes a favor de la contabilidad de factores causales y de los mecanismos que los producen” en el nivel microsocial (citado en Hetcher y Horne, 2003, p. 291). Por otro lado, el descifrar las regularidades es una herramienta de entendimiento de la sociedad que, antes de “generalizar”, “particulariza” la explicación, exponiendo cómo una estructura normativa de “alto nivel” (macrosocial) media en un resultado en un nivel menor (microsocial). Por esto, las explicaciones del funcionamiento de la sociedad incluyen afirmaciones respecto al influjo recíproco de ambas (regularidad y anomalía) a través de tales mecanismos (procesos y fases), pues permiten establecer la relación entre ambas, destacando cómo los individuos son influenciados por factores sociales y viceversa (citado en Hetcher y Horne, 2003, p. 16).

Siendo que los patrones desarrollados por las regularidades (naturales y sociales) son sumariados y sistematizados por la propia consciencia humana (y transformados en conocimiento), generan en la sociedad “expectativas estables” (Anthony Giddens, en 2011, diría: “seguridad ontológica”) que predisponen a la sociedad a esperar su ocurrencia a partir de la “certeza de que los mundos natural y social son tal como se espera” (p. 399). Ahora bien, cuando un hecho es recurrente (cuando es regular), se oculta de la percepción social precisamente porque su persistencia produce expectativas y certidumbre en los sujetos. Es decir, al ser su acaecimiento predecible, la regularidad se encubre en la monotonía de su recurrencia. Así, por ejemplo, la nieve en el verano y el calor en el invierno, más que ser indicativos de la existencia de una discrepancia climática, son esencialmente implicaciones de la vigencia del orden regular, que, de no haber sido obstruido, no podría ser reconocido. En conclusión, las anomalías (que son observables deductiva e inductivamente) permiten revelar la existencia de las regularidades (que se interpretan abductiva y retroductivamente).

La RAE define “regularidad” como “la exacta observancia a una regla”. Contrariamente, una anomalía es una divergencia o “discrepancia (precisamente) a una regla” (RAE, s.f.). Acá hay que notar que, en el sentido dado por la Academia que rige al español, tanto la palabra “regularidad” como “anomalía” se explican por el énfasis mayor sobre la acción derivada de la influencia de la regla antes que por la existencia del canon mismo. De manera similar, en el mundo social, las regularidades y anomalías dependen de la voluntad de los individuos a concebirlas y sujetarse o no a ellas. Al respecto, James Coleman (2002), en su teoría del orden social, afirma que las acciones racionales de los individuos producen las regularidades sociales especialmente en el nivel macrosocial (p. 110). Un ejemplo es el concepto de “trabajo”. Desde la perspectiva sociológica, el esfuerzo físico o mental desarrollado por los individuos para producir bienes y servicios tendentes a su consumo se desarrolla ante el problema (recurrente) de tener que satisfacer sus necesidades y urgencias diarias. El individuo entonces trabaja desarrollando un patrón para mitigar la persistencia de aquellas necesidades y urgencias. Entonces, por su permanencia espacial y arraigo histórico, el patrón se transforma en un hábito y se tipifica recíprocamente (emerge socialmente) derivando así en la producción de reglas que gobiernan el trabajo de “uno” y, al mismo tiempo, el trabajo de “todos”. Claramente, las regularidades del mundo social tienen que ver con el régimen alcanzado por su estructura (en el nivel macro), que es un “conjunto de reglas-recursos que intervienen, consecuentemente, en el ordenamiento del sistema social” (Giddens, 2011, p. 396). Producto del dominio, la legitimidad, la reproducción de esas reglas y la administración de aquellos recursos, las regularidades ocurren. Tal es el caso, por ejemplo, de la “integración social”.

Siendo que la sociedad humana tiene una tendencia positiva a la integración (a agregarse como ninguna otra especie en el mundo) ha desarrollado un sistema de relaciones que norma el vínculo entre sus partes y que ha persistido a lo largo de la historia de la civilización. Sin embargo, y más allá del significado del término, la “integración” no es necesariamente armoniosa pues “abraza ambos, al conflicto y al orden, a la armonía y a contradicción” (citado en Scott, 2014, p. 749). Es decir que está en constante contención por sus anomalías. Precisamente por esta sujeción, la integración podría ser una de las más estables regularidades sociales. Para David Lockwood, el hecho de que los sujetos se integren es resultado de “los principios por los que (…) los actores se relacionan entre ellos” (p. 794). Estos principios son realmente normas y valores comunes (que acumulan las reglas a las que aludía Giddens) y que constituyen un sistema de creencias que las personas siguen. En el mismo sentido, Emile Durkheim afirmaba que la “integración” es la medida por la que los individuos se sienten vinculados o leales con sus semejantes, pues llegan a articular un “alto grado de unión a los valores y creencias que promueven los lazos entre el individuo y el grupo” (Durkheim citado en Morrison, 2010, p. 584). Si el sistema de creencias, el orden conceptual y el valor de los credos habituales promueven la integración, entonces ésta (la integración) “es resultado de los lazos y atracciones sociales o de fuerzas que mantienen la interacción al interior de un grupo” (Jary y Jary 2000, p. 562). Así, la observación a las reglas y la administración de los recursos (las normas y valores compartidos y gestionados) establecen el orden haciendo que la sociedad sea “razonablemente predecible” y logrando que los individuos desarrollen “expectativas estables” sobre el comportamiento de los otros. Es decir, el consentimiento y acatamiento de las reglas hace que los sujetos abriguen certidumbre (Hetcher y Horne, 2003, p. 29). Durkheim planteaba que esto solo es posible si “la individualidad personal se ve absorbida por una personalidad colectiva”, “si cada uno tiene una esfera de acción peculiar para sí mismo” que se amplía hacia el grupo; es decir, si el individuo posee un sentido de pertenencia, una “identidad” común con otros individuos (Durkheim, 1993, p. 140). Luego, la “identidad” emerge socialmente al tipificarse recíprocamente. En conclusión, la integración (la regularidad) se produce por la aceptación y acatamiento de las reglas y se observa a través de la “identidad colectiva”, que es el indicador que permite observarla.

En este punto, cabe preguntarse que, si para cada regularidad hay una o varias anomalías, ¿cuáles son las divergencias de la integración y de la identidad? Y volviendo a la proposición central del libro, si el racismo es una anomalía, como hemos sostenido al iniciar el ensayo, ¿cuál es la regularidad de la que deriva?

Vamos por partes:

Conceptualmente hablando, la discriminación y la segregación son las “anomalías” de la integración. Para Michele Wieviroka (2009), “la segregación corresponde a la lógica de diferenciación y la discriminación a la jerarquización” (p. 83). En primera instancia, diferenciar y jerarquizar son producto natural (subregularidades) del proceso de integración. Ciertamente, la diferenciación y la jerarquización son una tendencia regular de la sociedad cuando ésta se dinamiza “disolviendo lo sólido y lo homogéneo (...) en funciones, fuerzas y movimientos particulares”, por ejemplo, en la especialización y la división el trabajo (Simmel, 2017, p. 45). Por el contrario, “segregar” y “discriminar” serían epifenómenos de “diferenciar” y “jerarquizar”, es decir, secuelas anómalas de la integración en general.

Permítanme explicar:

(1) La diferenciación lleva a la segregación.- Para George Simmel (2017) diferenciar es un “proceso de individualización ante el incremento de las oportunidades del sujeto de convertirse en único” y, paradójicamente, una consecuencia accidental del proceso de integración (pp. 99-138). En palabras de Alfred Schutz, el individuo se estaciona en el mundo a través de su experiencia “sensorial empírica”; a esta acción la denomina “situacionamiento”. En esta lógica, el sujeto se “sitúa” (se fija) frente a todos en un ejercicio, por un lado, de integrarse a través del reconocimiento de aquellos que se le parecen y, por el otro, del alejamiento a quienes asume que comparten menos valores y creencias comunes. Aunque este proceso parte de la voluntad de “pertenecer”, termina invariablemente en el efecto de “ser”, pues mientras la cantidad de grupos a los que se pertenece crecen exponencialmente, los referentes de “situacionamiento” aumentan con el mismo exponente. Entonces “uno es” cuando más “pertenece” (citado por Calhoun et al., 2002, pp. 31-32). Es así que la “identidad”, cuyo motor constructor es la “integración”, deriva en un proceso de distinción entre el “nosotros” y los “otros”. Ahora bien, hay diferenciaciones y diferenciaciones. La “segregación” es la grieta que se le opone a la “integración” con firmeza significativa, pues se produce “cuando los individuos o los grupos son apartados por poca a ninguna interacción entre ellos” (Scott, 2014, p. 672). Este apartamiento se produce desde el ejercicio del poder político o económico, creando distancias físicas (localizando los grupos en reparticiones especiales) y sociales (apartándolos del bienestar). Esta disgregación se funda en la práctica de la “segregación” y “encuentra sus raíces en las relaciones coloniales”, por ejemplo (Wieviorka, 2009, p. 79). Si un grupo es “segregado”, aunque el domino lo imponga la voluntad del otro, las reglas y recursos se ven apremiadas por la falta de legitimidad de los valores dominantes. Al respecto, la abolición de la esclavitud y la servidumbre son pruebas destacadas de que los grupos sociales no pueden coexistir sin consenso ni legitimidad general (en las reglas que regulan su orden) y que no pueden cohabitar en medio del conflicto. La segregación, entonces, es una anomalía social.

(2) La jerarquización lleva a la discriminación.- En sociología, “jerarquización” es sinónimo de estratificación y es un concepto que explica las distinciones sistemáticas que existen entre los grupos. En sus definiciones más simplificadas, la estratificación es la organización estructural escalonada de la sociedad en la que las jerarquías ordenan situacionalmente a los grupos y son el campo por el que se concretan a las bases de identidad referidas, por ejemplo, al parentesco, a la etnicidad o al género. Ciertamente, este ordenamiento es desigual (Jary y Jary, 2002, p. 576). Para Max Weber la cuestión no tiene que ver exclusivamente con la clase social o incluso con el poder, como Marx había explicado previamente, sino con el estatus. El estatus es “el agrupamiento que se forma en la sociedad basado en los patrones de interacción social, tales como “el consumo y la búsqueda de estilos y hábitos específicos de vida que califican a los individuos por distinciones basadas en la posición” (citado por Morrison, 2010, p. 607). Asimismo, Weber planteaba la paradoja de que la dominación no tiene necesariamente que ver con el ejercicio de una voluntad que se imponga, pues “no incluye cada modo de práctica o influencia del poder sobre otras personas”. Concretamente, la dominación (la intervención de ‘la autoridad’) tiene que ver más con “la habituación y el más simple cálculo racional de las consecuencias de la acción” que con el llano (e interesado) ejercicio del poder. Así, “cada forma de dominación (política o económica) implica una mínima voluntad de conformidad” (Weber citado en Hetcher y Horne, 2003, p. 183). Entonces los dominados no están puramente sometidos, sino que presentan también consentimiento con una autoridad a la que le permiten regularlos. Ciertamente, si la racionalidad es la que mueve la estratificación (apuntala la jerarquización) y es producto de los procesos de institucionalización, la jerarquización es una regularidad social. Ahora bien, siendo que las jerarquías sociales visibilizan la inequidad social, decir que la estratificación es una “regularidad” implicaría aceptar que la desigualdad es natural al orden social y, si está en el carácter de la sociedad, sería inútil combatirla. Pues no es así, el estatus es competente en generar indistintamente inequidad o justicia; es decir, que es neutral y que depende de las acciones y decisiones de los individuos para subordinar o equilibrar a los grupos. La jerarquización sirve, por ejemplo, para asentar la idea de la “autoridad y la dominación legítima”, como planteaba Weber, a través del consenso y no del conflicto (Scaff, citado en Stones, 2008, p. 70).

Entonces, si el estatus no es su factor causal, ¿qué determina la inequidad social? Pues bien, la divergencia se produce cuando las jerarquías son manipuladas por la agencia para hacer prevalecer la voluntad de los intereses sectarios. Así, el poder que usufructúa del estatus para subordinar a los grupos se llama “discriminación”. Para Weiviroka (2009), discriminar es poner de relieve la personificación racial del sujeto para otorgarle un tratamiento diferenciado (p. 83). Aunque los marxistas arguyen que “el capitalismo creó el ‘racialismo’ para asistir a la explotación” de los proletarios (siendo que la diferenciación es una práctica “producto del colonialismo interno”, el modo de producción es un factor causal de la inequidad social y la tendencia a la explotación es estructural), la discriminación es simplemente un producto de la racionalidad de la agencia y un acto de alteración de la justicia en el contexto de las relaciones raciales. En resumen, si la discriminación tiene más que ver con el “conflicto” que con el “consenso”, entonces es una anomalía (Scott, 2014, pp. 178-179).

La disyuntiva expuesta -si la segregación y la discriminación son anomalías sociales o son regularidades y, por lo tanto, están estructuradas- tiene una utilidad metodológica:

Primero, el hecho de concebirlas como producto de la estructura normativa y recursiva de la sociedad lleva a la falacia de pensar que el racismo es producido en el nivel macrosocial exclusivamente, fuera de la racionalidad del sujeto, nivel en el que el ser humano ha sido despojado del gravamen de sus actos por la mano invisible del dominio estructural. Entendiéndolo así, si el individuo está marcado por su propensión (pre-determinada) a la perversidad y su cooperación y solidaridad están inducidas por la vigilancia de la autoridad, entonces su consciencia (derivada de su voluntad individual) es irrelevante en la producción del cambio social. En este nivel, el racismo es una injusticia de la que el individuo no tiene responsabilidad. Ahora bien, claramente estamos partiendo del supuesto de que la diferenciación y la jerarquización son tendencias recurrentes del sistema social (son subregularidades de la integración) y vienen del gobierno de la estructura en los niveles macrosociales. Ese mismo razonamiento nos haría suponer que sus epifenómenos (la segregación y la discriminación) son producto de la acción de la agencia y estarían anclados en el nivel microsocial.

Segundo, pero si las concebimos (tanto a la segregación como a la discriminación) como producto entero del intercambio y la racionalidad sociales, como una particularidad de los niveles microsociales exclusivamente, entonces el racismo sería tan solo una eventualidad remediable a través de la edificación de la consciencia individual. Sin embargo, su prevalencia a lo largo de la historia, muestra que está prendido en la producción y reproducción del orden social. Para escrudiñar la elaboración social de la discriminación y segregación y sus relaciones con la estructura (con el orden reglamentario) y la agencia (con la praxis social), es importante entender las diferencias y tierra común que existe entre ambas nociones:

(1) Estructura.- En su definición más sociológica, es “cualquier arreglo social institucionalizado” en el que las reglas gobiernan al individuo a partir del pacto social. En su definición más política (germinada del estructuralismo), “las estructuras toman prioridad (ontológica y metodológicamente) sobre los actores humanos”, pues éstos parecen estar gobernados a pesar de su voluntad. Desde esta perspectiva, el argumento de la calidad organizada de la discriminación y la segregación conllevaría a la misión de interpelar a las estructuras del orden (arraigadas históricamente) y a eliminar a todos los órganos e instituciones sociales que las determinan. De esta manera, la supresión de la “superestructura” es la misión más importante para el cambio social. Este propósito inevitablemente subordina la lucha contra el racismo a dicha tarea que, aunque popular, ha demostrado ser irrealizable. Ciertamente, esta posición ha sido criticada por las sociologías comprensivas (por la “escogencia racional”, el “interaccionismo simbólico” y la “fenomenología”) arguyendo “que el rol de los actores humanos es central en la creación y recreación del mundo social; que las personas, no las estructuras, son las creadoras del orden” (Scott, 2014, pp. 612-614).

(2) Agencia.- En el lado opuesto de la estructura, desde la mirada de esencialismos similares, estaría la agencia (la acción o la praxis social) que no es otra cosa que el “poder de los actores a operar independientemente de las determinaciones y limitaciones de la estructura social” (p. 9). Invariablemente, esta concepción deriva en su propia versión política. En el fondo, el término “agencia” ha sido acuñado para subrayar la vocación humana a oponerse a las restricciones de la predestinación generada por la rigidez de la estructura (de las reglas). Sin embargo, sugerir que el orden social es una creación exclusiva de la agencia sin la afectación de las reglas y los recursos también conlleva el riesgo de sugerir, por ejemplo, que el capitalismo no es diferenciador y que la equidad depende de la simple voluntad del ser humano.

Como hemos visto, las tendencias que explican estas discrepancias están polarizadas en las propensiones políticas que nublan un entendimiento razonable de la discriminación y la segregación, no solo en Bolivia, sino en el mundo. Ante esta contingencia, y para evitar emplazarnos en los polos interpelados de un debate irresuelto, situaremos nuestro análisis en el supuesto de que el hecho social es una conjunción de “dualidad permanente” entre la estructura y la agencia sociales.

Veamos:

(3) Dualidad de la agencia y la estructura.- Agencia y estructura no son dos asuntos dados independientemente, “no forman un dualismo, sino que representan una dualidad”. Es decir que tienen un sentido binario o una “hermenéutica doble”. A esta condición Giddens (2011) la llama “dualidad”. Como hemos discutido en los párrafos precedentes “las propiedades estructurales son tanto un medio como un resultado de las prácticas”, es decir que en tanto las reglas son representadas, invariablemente terminan siendo reinterpretadas. Así, la estructura no es externa a los individuos, sino que es “interna, constrictiva y habilitante” (p. 61). En otras palabras, la acción individual tiene propiedades estructurales, pues el sujeto se comporta estimulado extensionalmente por normas y recursos que gobiernan el mundo social. Pero al mismo tiempo, este orden está siendo reproducido (replicado) por individuos que están dinamizando (intencional y racionalmente) el sentido de las reglas a medida que las van cumpliendo. Asimismo, agencia y estructura son una “dicotomía conceptual” resultado de aquel debate sociológico de los párrafos precedentes, que intenta explicar el “equilibrio relativo entre la influencia de la sociedad sobre el individuo” (estructura) y de la acción de su libertad (agencia) que “le da forma a la sociedad”. La “estructura” es, ciertamente, el conjunto de “reglas-recursos que intervienen en la articulación institucional de los sistemas sociales”, pero que existe apenas como rastro en la memoria y que es, en el fondo, una “base del entendimiento humano” (Giddens y Sutton, 2014, p. 45).

Como hemos explicado anteriormente, las reglas son, simplemente, los valores y normas que los individuos comparten y siguen en aras de integrarse en la sociedad. Los recursos, por otra parte, son aquellos medios empleados (materiales o intangibles) para generar autoridad y que derivan del ambiente natural, de la posibilidad de aprovechar las actividades de los seres humanos y del ejercicio de poder que algunos grupos ejercen sobre otros. Este orden (normativo y proveedor) permite observar que la interacción social está “estructurada”, pues la práctica normativa al estar en “transformación” permanente y “mediación” constante por la praxis “produce” y “reproduce” el orden social (Giddens, 2011, p. 326). En otras palabras, el solo hecho de que las reglas sean cumplidas por una multiplicidad de grupos y sujetos, hace que éstas se practiquen en diferentes versiones en tanto están tipificadas por el contexto coyuntural de cada individuo y colectividad. Aunque compartan territorio, ascendiente, cultura y nacionalidad con sus semejantes, las versiones de la misma realidad (individuales o colectivas) estarán generalmente matizadas. Asimismo, practicar las mismas reglas establece múltiples representaciones de la propia sociedad, pues, además, cuando existe un mismo régimen normativo que rige con recursos y medios diferenciados (cuando la sociedad tiene, por ejemplo, una división del trabajo altamente desemparejada) se amplía exponencialmente la cantidad de versiones (de sentidos) del mundo social. Al respecto, los derechos de acceso a los servicios básicos, siendo universales en la generalidad de las legislaturas, son adquiridos diferencialmente según el ingreso (según la capacidad institucional e individual de acceso a recursos). Por ello, las reglas y recursos están en una “mutación de significados permanentes y en una mediación constante”. Asimismo, la estructura está “fuera del tiempo y el espacio”, salvo en sus “actualizaciones y en su coordinación de la memoria”. En ese sentido, los sistemas sociales en los que está implícita una estructura incluyen las actividades situadas por los agentes humanos, “reproducidas en un tiempo y en un espacio” (Giddens, 2011, pp. 53-54).

Derivado de estos análisis, y partiendo de la idea marxista de que “son las personas las que hacen la historia, pero que lo hacen en circunstancias que no han elegido libremente”, Giddens plantea su teoría de la “estructuración” en la que explica cómo “agencia y estructura” se “implican mutuamente” (Giddens y Sutton, 2014, p. 47). Aunque con un énfasis en la estructura más notable, la teoría de Pierre Bourdieu está también explícitamente dirigida a reducir la brecha entre “agencia y estructura” a través del uso del concepto de “práctica”. El autor francés adapta su “racionalismo aplicado” al entendimiento de la sociedad, arguyendo que, como todo objeto de estudio, el “hecho social” no está “pre-fabricado”, ya que se debe “conquistar, construir y constatar” (citado por Wacquant, en Stones, 2008, p. 265). Ambas posturas analizan críticamente los esencialismos que evalúan excesivamente la potencia de la “estructura” y la de la “agencia” en su competencia por determinar lo social, planteando que tanto la primera como la segunda se encuentran en un estado de duplicidad inalterable. Es decir, que ambas (agencia y estructura) “estructuran” dualmente al mundo social.

(4) La estructuración.- Este planteamiento parte de críticas vigorosas al estructuralismo y a las sociologías comprensivas. Para Giddens (2007), la primera teoría presentaría a los agentes “fuertes en la estructuras y débiles en la acción”, es decir, sumisos a los mandatos de las reglas e “inertes e ineptos, juguetes de fuerzas que los superan”. De las segundas dice lo opuesto, que muestran a los “sujetos fuertes en la acción y débiles en la estructura”, que aunque sean “intencionales” tienen “pocos recursos para abordar cuestiones del cambio social”. Es decir, “que ni la sociedad ni el individuo (ni la estructura, ni la agencia) constituyen un punto de partida para el abordaje del mundo social”, pues pesan más sobre la edificación del orden las “prácticas reproducidas” (p. 14). Consecuentemente, la “estructuración” plantea una concepción más relativa de ambas (estructura y la agencia) en la que están recíprocamente alimentadas por el proceso de reproducción de las prácticas sociales, por la praxis o el ejercicio de cumplir y legitimar las reglas y administrar los recursos a través de la acción. En esta lógica, las reglas generan autoridad, pues las acciones de los individuos forman expectativas estables y son razonablemente predecibles. Pero cuando se cumplen, por ejemplo, en un contexto de acceso a recursos diferenciados, y este cumplimiento se tipifica recíprocamente (se practica colectivamente) no solo es que se “producen”, sino que se “re-producen”. La reproducción social no es otra cosa que “el proceso por el que la sociedad remeda sus instituciones y su estructura social” a través del acatamiento consensuado del orden (Jary y Jary, 2000, p. 575). Diríamos ilustrativamente que existen diferentes formas de seguir las mismas reglas a través del desarrollo histórico, acomodadas a las reinterpretaciones y sentidos de cada grupo y generación. Así, las normas están en permanente movimiento por la praxis social y, se podría decir también que el sujeto está tutelado por ellas en la misma medida en la que las estaría dictando. De esta forma, la estructura ya no es monolítica y la agencia no está sujeta a la voluntad individual exclusivamente.

Ahora bien, la producción y reproducción de la estructura son los cimientos para el desarrollo de la integración social, en la medida que el apego al orden permite en primera instancia la pertenencia al grupo. Si integrarse es, como hemos dicho, un proceso de relacionamiento con otros sujetos, esta correspondencia parte de la aceptación de reglas comunes. Así, un individuo que se resiste a aceptar el orden reinante no “pertenece” al grupo y es comúnmente conocido como “antisocial”, pues, como se desprende de la acepción de la palabra, es “contrario a la norma” (RAE, s.f.). Consecuentemente, el “antisocial” es un transgresor en la medida en que “no observa un precepto”. Por ende, el protagonista de la integración es el individuo “pro-social”. Por otro lado, hemos remarcado que, aunque los individuos acaten las mismas reglas, al tener acceso a recursos diferenciados alimentan también la idea de que son (al no disponer de los medios para acatar el orden) “infractores”. Al respecto, la pobreza, producto de la distribución diferenciada del ingreso, origina asimismo estereotipos y estigmas que categorizan a los sujetos como “anti-sociales” Ciertamente, al aceptar las reglas comunes, el sujeto “pro-social” adquiere axiomáticamente la pertenencia al grupo y contribuye a la creación de identidades colectivas. Por el contrario, el infractor (el que no comparte el mismo sistema de creencias) es apartado de la comunidad de sentimiento común. Así, quienes están a merced del mismo orden normativo desarrollan las mismas expectativas sobre el comportamiento de “todos” y, por lo tanto, “sentimientos de pertenencia” hacia ellos. Entonces, saber que el “otro” hace lo mismo que “uno” deriva en la constatación de que “aquel” es parte de “nosotros”. En conclusión, la integración amplía radicalmente la “comunidad de sentimiento” que produce “seguridad”, construyendo la identidad del grupo, pero asimismo, ahonda los procesos de diferenciación, particularmente en los contextos donde el acceso a los recursos está desemparejado.

La estructuración explica la prevalencia de los epifenómenos de la discriminación y la segregación, en un mundo donde el orden reglamentario, en el occidente y, particularmente en la Bolivia Plurinacional, ha penalizado el racismo y lo ha transformado en una práctica inmoral. Es decir, que aun cuando el orden estructural (legal, religioso y, eventualmente, cultural) trata al racismo como una conducta anti-social, la discriminación y la segregación (agenciada por la praxis social) se siguen abriendo paso en la sociedad moderna a través de la socialización y la política y a pesar de la contención que la ley y la moral podrían presentar. En el mundo del siglo XXI, los grupos de supremacía blanca parecen haber brotado con mayor vigor y abundancia, tal vez con mayor fuerza que nunca desde la lucha de los Derechos Civiles en los Estados Unidos y de la Reforma Agraria en Bolivia. El racismo político ha proliferado con más crudeza, paradójicamente, luego del quiebre de los techos de cristal que las elecciones, casi simultáneas, de Barack Obama y Evo Morales lograran en el continente americano. La política ha dado paso a liderazgos con bases electorales racializadas como las de Donald Trump y Jair Bolsonario en el continente, y Fernando Camacho y Horacio Poppe en Bolivia. Y es que, en la lógica de Giddens, aun cuando la penalización del racismo está institucionalizada en el régimen normativo, la discriminación y segregación son contingentes y abiertas a través de las prácticas sociales.

SIMILARIDAD Y DIFERENCIA

Si, como hemos sostenido a lo largo del ensayo, la diferenciación y la jerarquización son producto de la estructuración de la integración, entonces el acto de “pertenecer” (de integrarse) lleva invariablemente al hecho de “ser” (de identificarse), pues el sujeto tiende a individualizarse a medida que se van ampliando sus círculos de pertenencia. Claramente, la palabra clave en los procesos de diferenciación y jerarquización, y en sus versiones anómalas de segregación y discriminación, es “identidad”. Pues bien, el significado de esta palabra tiene dos sentidos: (1) “rasgos propios de un individuo o colectividad” y (2) “conciencia que una persona o un grupo tiene (…) distinta a la de los demás” (RAE, s.f.). Precisamente, para Richard Jenkins, la noción de identidad tiene que ver con ambos criterios: “similaridad y diferencia”. Así, la “identidad se transforma en un “meta-concepto” que “inusualmente” hace sentido en ambas dimensiones: individual y colectiva, y es “estratégicamente significativo en los debates teoréticos sobre la estructuración y la relación entre los individuos y la sociedad”, pues “denota las maneras por las que los individuos y las colectividades son distinguidas de otros individuos y colectividades” (Jenkins, 2014, pp. 17-18). “La identificación es el establecimiento sistemático y significación de las relaciones de similaridad y diferencia, entre individuos, entre colectividades y entre individuos y colectividades” (p. 18).

Reflexionando sobre la definición de Jenkins, para lograr construir una identidad propia, que podría parecer un hecho esencialmente psicológico, el sujeto emprende la tarea de “asemejarse” a quienes se le parecen y de “distinguirse” de quienes le son ajenos. Este emprendimiento, que lo señala en una dimensión individual, solo puede construirse transaccionalmente con la colectividad. Ciertamente la identidad es, tal como lo plantea Jenkins, una conjunción entre semejanzas y divergencias que solo puede ser observada en la praxis social (en la agencia). Así, la identidad es la forma de articulación de la autoafirmación entre los miembros afines de la constitución del “yo” (similaridad) y de la personificación hacia los distintos, de la categorización del “otro” (diferencia). Es decir, que el proceso de identificación modula simultáneamente los sentimientos que dan seguridad al “yo” y al “nosotros” y las discrepancias que provocan ansiedad hacia el “otro” y los “otros”. Claramente, esta dualidad funciona en ambas dimensiones, individual y colectiva. Al respecto, Giddens (2008) afirma que forjar la “identidad propia” no es un acto pasivo determinado exclusivamente por el individuo, pues el mundo social (colectivo) influencia y es influenciado por las consecuencias e implicaciones de las acciones individuales (p. 2). En este análisis, si bien el peso de la diferencia en los procesos de “identificación propia” (en la autoafirmación) podría parecer superior a los de la similaridad, en la medida que el “situacionamiento” del sujeto se produce en el contexto de la interacción social (en su cotejo con los otros) cuando hablamos de identidad, hacer un énfasis en la diferencia hace que el proceso de “ser” pierda la “total dependencia con la similaridad”. Sin embargo, para Jenkins (2014), ninguna hace sentido sin la otra y la identificación requiere de ambas. Así, decir “quién uno es” es también un proceso de saber “quién uno, no es” (pp. 21-22). Jenkins plantea que la identidad solo puede entenderse como un proceso de “ser” y “llegar a ser”, de “identificar e identificación” en dimensiones individuales y colectivas a través de significados y sentidos (a través de “acuerdos y desacuerdos, de convenciones e innovaciones y de comunicación y negociaciones”) que llevan a la interacción social (p. 18). Entonces, si la identidad es un asunto de significados, tiene que ver con el sentido, con la construcción cognoscitiva y de valor que le da propósito a la vida social. Así, la identidad otorga un propósito de origen común (acarreado en el ascendiente) y otro de destino común (rematado en la socialización política) que se establecen en los procesos de construcción colectiva de las similaridades (en la autoafirmación) y de las diferencias (en la personificación). George Herbert Mead (2003) dice al respecto que “las aspiraciones individuales vienen del sentido que los otros individuos nos otorgan y están construidas socialmente” (p. 65).

Pues bien, producto del proceso de identificación resultante de la integración, la sociedad tiene una propensión regulada hacia la diferenciación y jerarquización y una aprehensión contingente hacia la discriminación y la segregación. Si por un lado las tendencias regulares parten del nivel macrosocial y las aprensiones eventuales del micro (los sentidos de pertenencia provienen de la estructura, mientras que las ansiedades excluyentes de la agencia) la identidad colectiva se suelda en la identidad propia (individual) y la ansiedad hacia el otro escala hacia las prácticas sociales. Ciertamente, la identidad depende de la interacción entre las aspiraciones de “ser” de cada uno y del permiso o la contención que los otros le imponen indisputablemente a “serlo”. Así, por ejemplo, tanto la identidad étnica como la racialización -tanto la autoafirmación (empática) como la personificación (ecpática)- terminan inevitablemente constituyendo un orden que perfila socialmente al grupo.

Así como las distinciones entre regularidad y anomalía son potentes a la hora de entender los conceptos de etnicidad y racismo (a partir del carácter estructurado de la integración y el agenciado de la discriminación) aquella dicotomía entre similaridad y diferencia (que le da cuerpo a la explicación de la identidad) es igualmente competente en mostrar cuán diferentes son los tipos de identidad étnica y de personificación racial. En este punto, comparto la idea de que la similaridad tiene mayor peso en la “estructuración” de la etnicidad y la diferencia en la “praxis” de racismo. Steve Fenton (1999) muestra estas distancias afirmando que en el primer caso “la diferencia social y cultural, el lenguaje y la ascendencia se combinan como una dimensión de la organización y acción sociales”, es decir, que mientras se coluden para conformar una equivalencia inclusiva producen orden social reglamentariamente. Contrariamente, el concepto de “racialidad” parte de “ideas que pretenden categorizar a los grupos como fundamentalmente diferentes y desiguales” en una anomalía excluyente que produce segregación o discriminación social (p. 62). Ambas, desde puntas opuestas, son “herramientas de la organización política de la sociedad” (Scott, 2014, p. 276). Simplemente, la diferencia reside en la naturaleza “voluntaria” de la “similaridad” étnica y el carácter “impositivo” de la “diferenciación” racial. Es decir: (a) al ser la primera producto de la voluntad íntima del grupo, tiende a producir integración entre los propios en mayor cuantía que aversión hacia los ajenos. (b) La diferenciación racial, en cambio, al ser producto de un arranque ajeno (de una voluntad impuesta externamente) tiende a estimular la hostilidad del grupo. En consecuencia, si la etnicidad es una identidad autodefinida que se establece en los procesos de autoafirmación (estructura), entonces la racialización es producto de una categorización impuesta que lo hace en los de personificación (agencia). Si bien la primera necesita de validaciones ajenas y la segunda se alimenta de las internalizaciones, ambas ameritan de agentes de autoridad que condicionen, legitimen o impongan la identidad y la categorización (Jenkins, 2001, pp. 53-56). Esa autoridad es una voluntad que se construye social e históricamente y está empoderada dualmente, tanto en las instancias reglamentarias y provisorias del nivel macrosocial, como en las del micro. Ciertamente, esta voluntad -este “poder”- al ser social y estar históricamente situada, se produce a partir de los procesos de socialización en los que los individuos atienden su problema más recurrente: quién soy y dónde pertenezco.

AUTOAFIRMACIÓN ÉTNICA Y PERSONIFICACIÓN

Hablar de la identidad es hablar de qué pasa por la mente de los individuos cuando se autoafirman y personifican (cuando se miran a sí mismos y cuando miran a los otros). Es hablar de la conjunción de la mente con su “ser” (autoafirmación) y con su “encarnación” (personificación) (Jenkins, 2001, p. 57).

Al respecto, otro recurso conceptual útil para entender las distinciones entre etnicidad y racialidad (y por extrapolación entre regularidad y anomalía) es la diferencia entre las significaciones gramaticales del “yo”. Desmenucemos esta idea: Martha Hardman (citada por el Instituto de Lenguas Literarias Andinas-amazónicas, ILLA-A, 2011, p. 30) puntualiza que en la lógica gramatical del aimara la segunda persona (tú, ustedes) es en realidad la primera en importancia por delante del “yo”. Es decir, el lenguaje puntualiza la importancia de la categorización del otro como un acto de constitución de la identidad propia. Ciertamente, el aimara incluye cuatro personas gramaticales que se definen según incluyen al que habla, al que escucha o a ambos. Lo más notable de ellas es la existencia de dos primeras personas: Jiwasa y naya. El “yo” propiamente dicho es el naya, que es un pronombre exclusivo en el que el “ser” se individualiza y separa de los ”otros”. En cambio, el jiwasa (yo-nosotros) es una construcción inclusiva del “ser”, producto transaccional de la identidad. Ciertamente, esta palabra incluye tanto al hablante como al oyente y, sin embargo, no es equivalente al “nosotros” de las lenguas latinas sino al “nosotros inclusivo”. Contrariamente, el inglés tiene los pronombres personales “I” y “me”, cuya traducción al español es simplemente “yo”. La diferencia de función gramatical entre “I” y “me” es extremadamente parecida a la del jiwasa y el naya y es metodológicamente útil para nuestros propósitos. Parafraseando a George Mead (citado en Jenkins, 2001), “I/jiwasa” es un aspecto activo del “yo” que responde a los otros (autoafirmación) y “me/naya” compara las actitudes y respuestas de “significativos otros” mientras se incorporan al “yo” (personificación). Este otro “yo”, según Mead, está íntimamente enraizado con lo que él llama “el otro generalizado”; es decir, la voz de membrecía del individuo en la comunidad. Este “yo” “está personificado no en un sentido psicológico crudo, sino en la noción de que la ‘individualidad’ es la organización de la consciencia individual” (pp. 58-58). Esta diferencia entre el “I/jiwasa” y el “me/naya”, homóloga a la distinción freudiana del “ego” y del “superego”, es central pues no deja dudas del carácter social de la identidad ni de la centralidad dual -interna-externa- de los procesos de identificación y categorización.

Metodológicamente hablando, (1) ya que la “autoafirmación” es una conducta activa, es necesariamente representativa del carácter “inclusivo” de la identificación (similaridad), pues el grupo toma la iniciativa de la construcción social de la “identidad” del individuo. Entonces, busca la “legitimación de los otros” de forma transaccional “externalizando” su identidad. (2) Siendo la “personificación” una conducta producto de la interacción social, es claramente representativa del carácter “exclusivo” de la categorización (diferencia) pues el individuo depende esta vez de la “generalización del otro”, de la internalización de los prejuicios y estereotipos externos con respecto a él. Consecuentemente, la autoafirmación es a la identidad étnica (a la similaridad), lo que la personificación a la categorización racial (a la diferencia):

(1) Autoafirmación.- La autoafirmación es el sinónimo perfecto del “ser”, es la construcción mental que una persona hace sobre sí misma a partir, esencialmente, de la experiencia social colectiva. Entonces, interpretada bajo el “enrejado de su autopercepción”, la persona se ve a sí misma reflejada en los “otros”, a través de las “autentificaciones” y “reacciones” de éstos (Mead, citado en Jary y Jary, 2000, p. 543). Nikolas Rose (2011) explica que la racionalidad de esta autoafirmación parte de la relación del “yo” no solo con su propia historia, “sino con sus prácticas y técnicas”, es decir, con el régimen normativo de la estructura social y cultural. A esta relación la llama “genealogía subjetificada”. Es genealógica, pues sigue los rastros del ascendiente histórico y es subjetificada (una amalgama entre subjetivación y sujeción), pues parte de una percepción personal en la que el individuo se construye delineando el “sitio de un problema histórico”, pero sin sentar las bases de una narrativa histórica. Así, esta genealogía “procura describir los modos del surgimiento de este ‘régimen del yo’” (Rose, 2011, p. 216).

(2) Personificación.- Jenkins dice que el “me” de Mead (y el jiwasa de Hardman), aquella personificación del yo, es vulnerable a “sub-representaciones”, ya que una persona es una especie de comité o equipo de otras personas ensambladas bajo la misma piel. Este autor ilustra el carácter social de la centralidad dual (interna y externa) de la identificación. Es decir, que así como para autoafirmarse no basta con “creerse ser”, sino conseguir la legitimación del otro, para personificarse hay que “conformarse con ser como el otro piensa que uno es”. Ciertamente, en el curso de la socialización, cada individuo desarrolla un “sentido del ser”, una de las piedras angulares de lo que Giddens (2011) llama la seguridad ontológica (p. 399). Mucho de este “sentido del ser” (de la autoafirmación del yo) está, entonces, personificado a través de la interacción pública rutinaria, escenario en el que se consigue la aprobación del “otro” y se establece “conformidad con esa visión”. En otras palabras, sabemos quiénes somos específicamente porque “otros” nos lo avisan y permiten; éste es el “aprendizaje interaccional de la socialización, que crea una relación interna entre las demandas individualizadas del ser y de las expectativas sociales internalizadas”. Esto es lo que denominamos “personificación” (Jenkins, 2001, p. 58).

Si autoafirmarse es una acción que parte de la percepción propia hacia la validación de los demás, la personificación es el proceso inverso, pues es una acción que parte de la categorización externa y que se valida en la propia. Así, personificarse implica internalizar las percepciones de los demás y admitirlas como propias y es, por lo tanto, una acción transaccional, fundamentalmente conducida por las apreciaciones ajenas, pero que se interpretan en la encarnación de la identidad. Sin embargo, a diferencia de la internalización autoafirmada, el grado de internalización de las percepciones de los otros (personificada) es superior a las autopercepciones. Así, personificarse es un acto casi esencialmente de aceptar y, eventualmente, de coexistir con las categorizaciones impuestas por los demás. Como hemos dicho, la internalización es un concepto de la teoría del desarrollo de la personalidad de Freud que propone básicamente la “aceptación e incorporación de los estándares o creencias de las otras personas por el individuo. Como sugiere el psicoanalista, “la aceptación total de las creencias y valores está implícita cuando el concepto es empleado de manera general”. Sin embargo, algunas de estas actitudes internalizadas podrían estar basadas en presiones sociales y se manifiestan en “conformidad” antes que “internalización” (Jary y Jary, 2000, p. 311). En otras palabras, aunque la personificación es el acto de aceptar las etiquetas impuestas desde afuera, hay categorizaciones que no pueden ser apropiadas por su grado de hostilidad social: tal es el caso del racismo, que es la acción que secunda a la internalización fallida2.

Jenkins3 sostiene que la etnicidad es ubicua, es decir, un modo general de identificación y que sus fenómenos homólogos tales como el racismo o el nacionalismo pueden ser entendidos como “alotropías históricas específicas” o versiones anómalas del principio de afiliación y clasificación étnica (Jenkins, 2001, p. 74).

Veamos:

(3) Etnicidad.- La etnicidad es una identidad autoafirmada que establece un principio de conservación relativa al territorio, a la cultura y sobre todo a la “autodeterminación”. Inevitablemente, puede incorporar diferentes formas de identidad colectiva, incluidas la racial, la cultural, la nacional, la religiosa y ciertos signos subculturales. Sin embargo, no siempre se transforma en acción colectiva o se manifiesta políticamente. Es por eso que se debe hacer una distinción entre “etnicidad cultural” y “etnicidad política” (Jary y Jary, 2000, p. 191). La primera se refiere a la creencia de compartir lenguaje, religión u otros valores y prácticas culturales, es decir a aquel sentido de origen común que le da cuerpo a la similaridad. La otra se refiere a la conciencia política o a la movilización de un grupo sobre bases de su identidad, es decir, al sentido de destino común que le da propósito político al grupo desde la diferencia. Aunque la etnicidad es frecuentemente usada con relación a la identificación racial, los atributos raciales no son necesariamente, ni siquiera frecuentemente, el factor de definición de los grupos étnicos. La mayoría de las discusiones referidas a la etnicidad se inclinan a clasificar a la sociedad en grupos. Jenkins puntualiza que los énfasis tipológicos se construyen sobre la capacidad colectiva de estructurar similaridad y diferencia. Como diría Barth (1969), “los grupos étnicos son una condición de adscripción e identificación hecha por los actores mismos” (p. 61).

(4) Nacionalidad y nacionalismo.- La nacionalidad es también una identidad autoafirmada, que se desprende generalmente de la acumulación del sentido de origen común (de la etnicidad cultural) y el nacionalismo de la praxis del sentido de destino común (de la etnicidad política). Para Benedict Anderson (2010), aunque tanto la “nacionalidad como el “nacionalismo” son artefactos culturales de una especie particular, son identidades distintas que parten de presupuestos comunes. Así, la nacionalidad es un “imaginario” inherentemente limitado y soberano, pues la mayoría de sus miembros no se conocen entre sí; no obstante, en sus mentes, guardan características comunes. Al mismo tiempo, la nacionalidad es distinguible en el lenguaje común y la percepción de una cultura compartida (que puede ser diversa) e incluso que se acomoda a pesar de las inequidades, ya que la nación es siempre concebida como profunda y horizontal (pp. 56-57). Esta “comunidad imaginada” hace referencia a una forma territorial y política que crea una entidad político cultural (Giddens y Sutton, 2014, p. 313). O en palabras de Max Weber, es una comunidad de sentimiento basada en una o más de las identidades tales como etnicidad, raza, religión, costumbres o memoria política (Jary y Jary, 2000, p. 403). Es decir que la nacionalidad germina de la estructuración de la similaridad. En cambio, el nacionalismo parte de las personificaciones (de la categorizaciones) establecidas en el contraste con los otros, en la discrepancia entre la inclusión y la exclusión, en la agencia de la diferencia. Entonces, nacionalidad y nacionalismo involucran identificación y son generalmente consideradas en la misma forma que raza y racismo, pues son manifestaciones específicas de la etnicidad. Por lo tanto, el racismo y el nacionalismo son ambos ideologías que representan cuerpos de conocimiento que declaran los sentidos políticos de cómo debe el mundo ser (Jenkins, 2001, pp. 84-85).

(5) Racismo.- El racismo es producto de la personificación, pues si los sujetos se ven a sí mismos en términos similares (étnicos), potencialmente ven a los otros en términos diferenciales (raciales). Así, para Robert Miles (2002), la “raza” es una especificidad que identifica materialmente al “grupo”, un efecto del discurso transformado en una categoría analítica que puede acomodar significados a un concepto relacional. Paul Gilroy (citado en Miles, 2004) agrega que la raza es una categorización socialmente construida que transforma “la variación fenotípica en un sistema de diferenciación de las colectividades sociales” (p. 41). Claramente, la raza es “una ‘categorización’ construida socialmente que especifica reglas de identificación” (pp. 503-504). Al ser excluyente, está construida transaccionalmente por la praxis de la agencia en un proceso de negación (de diferenciación). He aquí la primera discrepancia con el concepto de etnicidad: mientras lo étnico es un sentimiento de pertenencia (propio), la racialidad es dependiente de la categorización externa (ajeno). Giddens agrega que etnicidad “se refiere a un grupo social cuyos miembros comparten una consciencia clara de identidad común”, mientras que la raza se refiere a los “atributos físicos o capacidades mentales” que se le “imputan” (Giddens y Sutton, 2014, p. 167).

Tanto la autoafirmación étnica (similaridad) como la personificación racial (diferencia) son identidades, y, como dice Jenkins (2014), todas las identidades humanas son, por definición, sociales. Es decir, identificar tanto a “nosotros” como a los “otros” es cuestión de significados (de sentidos) y el significado incluye interacción y la interacción “acuerdo y desacuerdo, convención e innovación, comunicación y negociación”. Es decir, la identidad solo puede ser entendida como un proceso “de ser” o “llegar a ser” en el contexto de la praxis, en el de la interacción social (en el de la agencia). Por lo que la identidad de “uno” es producto de un proceso dual de “identificación” con los “otros”. En otras palabras, mientras “identidad” denota “la ruta por la que los individuos y las colectividades se distinguen en sus actividades con otros” (individuos y colectividades), “identificación” es el establecimiento sistemático del significado entre individuos, entre colectividades y entre “ambos”. Es decir, que los principios dinámicos de la similaridad y la diferencia construyen la identidad (Jenkins, 2014, p. 252).

Siendo que la identidad étnica es un asunto de afirmaciones comunes y de parecidos de seguridad (de comunidades de sentimiento), se establece en la constitución misma de la comunidad a través de la “praxis cultural”, en el sentido descrito por Zygmunt Bauman(2010) 4. Entonces, la autoafirmación étnica es una voluntad colectiva (intencional) que produce reglas y recursos, normas y valores que ordenan sociablemente al mundo, pero desde la perspectiva de la inclusión activa y el orden reglamentado y normalizado promovido por el grupo. En conclusión, si bien la etnicidad (al ser resultado de la similaridad) es reproducida por la identidad (por la praxis cultural), es esencialmente producida por la estructura. Entonces es una regularidad.

En oposición a la autoafirmación, las personificaciones raciales son extensionales, ya que su construcción deriva de las categorizaciones ajenas, de los prejuicios de los “otros” que por acción de los procesos de diferenciación y socialización se internalizan, no en la conciencia colectiva, sino en la individual de los miembros del grupo, es decir, en una praxis exclusiva al sujeto. En otras palabras, en la personificación racial pesan más las gestiones del agente (la acción social) que las normas y los valores reinantes. Aquí quiero reforzar (planteando una paradoja) la idea previamente expresada respecto a que el racismo (y las personificaciones raciales de las que deriva) no es natural a la sociedad y que más bien es un epifenómeno (una anomalía) de los procesos de diferenciación. En el consenso social, el racismo es inmoral e ilegal; pero, sin embargo, no deja de ser una práctica constante en la socialización en las sociedades postcoloniales o postesclavistas, como la boliviana. Para entender esta contradicción, planteo el siguiente argumento. Pensemos que praxis es sinónimo de agencia, siendo ésta un sinónimo de acción social. Pues bien, la noción de acción social hace referencia a las acciones de un agente y no se refieren a los actos individuales combinados en conjunto, sino a intervenciones casuales de individuos corporativizados. Hay una clara diferencia entre las acciones corporativas culturales que se vigilan y controlan desde adentro del grupo y las acciones del agente. En este sentido, la acción que hace referencia a las actividades del agente, que es quien gestiona el orden a través de su conducta y envuelve la intervención de un mundo maleable, se refiere al concepto de praxis (Giddens, 2002, p. 233-235). Una implicación empírica de esta afirmación recae en el hecho de que la legislatura boliviana -y gran parte de las legislaturas, particularmente en las sociedades poscoloniales y postesclavistas- han penalizado al racismo y promueven la inclusión étnica a través de leyes de cuotas en la participación política y en la educación. Sin embargo, aun cuando el racismo parecería desplegarse fuera de la estructura social, pues el miembro de una comunidad éticamente diferenciada es legalmente calificado, mientras el racista potencialmente penalizado se desarrolla a través de la tipificación recíproca de la acción social, entonces el racismo, al ser agenciado por las tensiones de la diferencia, es una anomalía.

Finalmente, permítanme presentar esta analogía: mientras que la identidad étnica podría representarse como un ladrillo en la edificación del orden social (estructura y similaridad), el racismo sería el martillo que la despedaza (agencia y diferencia).

RACISMO Y MORAL

Si bien el empleo de los conceptos de raza conlleva el prejuicio de haber sido instrumento de discriminación y opresión, la sociología plantea una aproximación a las consecuencias del determinismo biológico del que partió. En este sentido, se estudian las “relaciones raciales” y el “racismo” antes que “las razas” o la “identidad racial”. Por esa interacción, en razón de que un grupo social con particularidades étnicas es rechazado por una cultura dominante a partir de su racialidad, la raza termina siendo el factor de socialización predominante. Por otro lado, el problema de las relaciones raciales y el racismo (de las tensiones raciales entre las comunidades diferenciadas), en contraste con lo étnico y lo cultural, desafía la conciencia de los cientistas sociales de la misma manera en que el problema de las armas nucleares desafía a los físicos (Rex, 2000, pp. 75-95). La esclavitud de los africanos entre los siglos XVI y XVIII, el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial, el apartheid en Sudáfrica y las eliminaciones étnicas en Yugoslavia en los años noventa han agregado la valoración ética en su análisis, haciendo que no solamente sea un fenómeno social que merezca esclarecimiento teórico, sino un mal que la sociedad debe eliminar. La meta analítica de la teoría de las relaciones raciales y el racismo es explicar por qué cierto tipo de vínculos sociales son determinados por el significado expresivo de la palabra “raza”. Asimismo, esta perspectiva busca analizar los efectos de sus interpretaciones cotidianas. En este sentido, la idea de que las razas se perciben antes de que verdaderamente existan, busca explicar cómo cualquier uso analítico de esta palabra tapa el hecho de que es finalmente una idea creada por los seres humanos en ciertas condiciones materiales e históricas, y agenciada con la pretensión de determinar el mundo de formas particulares, bajo ciertas condiciones e intereses políticos (Miles, 2002, p. 74).

La posición presentada hasta aquí, que la segregación y la discriminación son anomalías sociales antes que regularidades, es algo más que una discusión teorética. Meditar sobre la prevalencia de ambas, accidental o estructural, deriva en el entendimiento de su versión más recurrente: el racismo, y por ende en las políticas apropiadas para combatirlo. Así, la aproximación al tema tiene un propósito tan práctico como teórico, pues el dilema de que ambas discrepancias -la segregación y la discriminación- sean parte del carácter social (que sean regularidades) o que sean simples errores que confirman la tendencia de la sociedad a la integración (que sean anomalías) resulta en la eventualidad de que el racismo (que discrimina y segrega) se pueda o no combatir. En el fondo, hablar de un racismo estructurado o de prácticas raciales sistémicas lleva a la conclusión no solamente de que su producción precede la voluntad del sujeto, sino de que la sociedad tiene un carácter malicioso intrínseco.

Sobre este punto, el filósofo inglés Thomas Hobbes popularizó la frase “homi hominus lupus” (el hombre es lobo del hombre) para expresar que la humanidad en una “convivencia carente de toda autoridad” no es viable. Esta concepción parte del supuesto de que el mundo social es una “maquinaria” edificada por las reglas que impiden que el individuo vuelva a su condición natural y sea un “salvaje” (citado en Jary y Jary, 2002, pp. 269-270). Es decir, fuera de la vigilancia de la autoridad (de las reglas), el ser humano es un descarriado. Contrariamente, Jean-Jacques Rousseau planteó que el sujeto era más bien de “carácter cooperativo” y que la garantía de la “felicidad humana era su libertad y autonomía” (citado en Jary y Jary, 2002, p. 526). Estas aproximaciones discordantes traen la siguiente disyuntiva: si las reglas “disciplinan” el salvajismo natural del sujeto, entonces son más importantes en la construcción del orden (estructura); pero si, por el contrario, la voluntad individual -cooperativa y solidaria- es la articuladora de la “felicidad”, entonces hay que constreñirla y dejar al individuo gobernar sobre ella (agencia). Claramente estas posturas, que derivan en las perspectivas estructuralistas y funcionalistas de la sociología (desvirtuadas en la política en proyectos de estado disímiles y por demás enconados) son tan rígidas que impiden hacer de la explicación del racismo en particular (de las anomalías sociales en general) una propuesta razonable para combatir la segregación y la discriminación. Asimismo, concebir al ser humano como intrínsecamente lobo de sí mismo lleva también a encrucijadas de orden moral. Michael Foucault deja entrever en su trabajo que suponer el carácter perverso del individuo termina en su constante vigilancia y castigo, pues éste estaría gobernando por “códigos de conocimiento estructurales” haciendo que la mirada de la autoridad sobre él esté “crecientemente dirigida a concebirlo como objeto de conocimiento”, es decir, a cosificarlo (Foucault, citado en Calhoun et al., 2002, p. 187). Así, Foucault advierte el peligro de que estas objetivaciones, producto de las conexiones entre el poder y el castigo, “puedan ser usadas como instrumentos de sujeción” (p. 216). Si eventualmente se concibe a la discriminación y a la segregación como productos del orden social, del espíritu autoritario y sectario de la racionalidad de los hombres, según Hobbes, entonces las políticas públicas tendentes al combate del racismo podrían sucumbir a la tentación autoritaria. Ciertamente, la cosificación del sujeto social cual “salvaje”, si bien ha conducido a la formación de la autoridad y el sistema de justicia, reprime asimismo la noción de la “prioridad de lo correcto” de John Rawls (1996) en ventaja de la coacción y el castigo, pues las “ideas del bien” dejan de ser “inmanentes al sujeto”. Así, hacer lo correcto es producto de la amenaza de la autoridad y no de la voluntad humana, haciendo que la justicia no sea una “estricta precedencia en las deliberaciones de los ciudadanos” (pp. 201-202).

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Notas

1 De acuerdo a Norman Blaikie (2010) existen cuatro estrategias investigativas para explicar y entender lo social: (1) inducción, (2) deducción, (3) abducción y (4) retroducción. Mientras inducir es partir del dato obtenido en la aproximación empírica y con éste plantear una proposición general, la deducción es esencialmente el proceso inverso: validar (o refutar) la proposición general a través del dato. Ambas son competentes para responder preferentemente las preguntas de “qué” ocurre socialmente. Abducir y retroducir, en cambio, son lógicas que permiten producir el análisis, explicación y entendimiento en la sociedad, respondiendo a las preguntas de “porqué” y “cómo”, especialmente en un contexto en el que los sujetos están motivados a actuar por las difusas fuerzas de intencionalidad y la voluntad. Así, abducir es estudiar el “mundo social” de los “actores sociales” en un contexto en el que “construyen socialmente la realidad, conceptualizan y dan significado a su mundo” y producen un “conocimiento táctico”. Esto solo puede ser resuelto a partir de los reportes y los recuentos de la experiencia de los individuos, es decir que “Abducir” es hacer un sumario de los “motivos y significados que acompañan a su vida”. Finalmente, retroducir es deducir la “regularidad” de la que se inflama el fenómeno (la “anomalía”), a través del descubrimiento “interpretativo” de las estructuras y los mecanismos que lo producen (pp. 18-19).

2 ¿Pero qué es lo que se internaliza? Se internalizan percepciones a las que llamamos categorizaciones, que son simples clasificaciones de los “otros” sobre “uno” y cuya función es asignarnos a una “clase” o “especie”. Consecuentemente, en su acepción más básica una categoría es un set o variedad conceptual que “agrupa” a través de sus características a los miembros en un “tipo o especie”. En palabras de Kant (citado en Jary y Jary, 2000), “la categoría es un modo a priori de entender qué da forma a las percepciones del mundo” (p. 61). En sus aplicaciones generales “categorizar” es entonces “agrupar”. Ahora bien, en términos sociales, un “grupo” cuyos miembros están tipificados (cultural, étnica o racialmente) “es una colectividad significativa para sus miembros a través de categorías externamente definidas”. Así, la categorización social no es menos rutinaria que el proceso de autoafirmación, pues mientras en ésta los grupos se definen a sí mismos, “las categorizaciones sociales son identificadas, definidas y delineadas por otros” (Jenkins, 2001, pp. 54-55).

3 Para Richard Jenkins, la identificación está gestionada inicialmente por individuos que producen (1) un orden individual en el que se autoafirman y personifican. Posteriormente producen, accidental o intencionalmente, (2) un orden interaccional donde relacionan su imagen propia con la pública y corresponden las percepciones de sí mismos con las que los otros tienen de ellos, estableciendo reglas para que la autoafirmación coexista con la personificación. Finalmente, terminan gestionado la diferencia a partir de las relaciones de poder con las que han convivido. Entonces establecen (3) un orden institucional a través de un “proceso de inducción al sistema político (…) internalizando el sistema de valor y la ideología” de su grupo y su consecuente jerarquización (Scott, 2014, p. 574). En resumen, la política facilita la imposición de un orden (institucional) en el que la identidad está instaurada por las pugnas entre lo que cada uno quiere ser y lo que los otros permiten que uno sea, o mas apropiadamente, en la voluntad de existencia de un grupo sobre la contención del otro. Ciertamente, en una sociedad postcolonial (como la boliviana), la identidad está permanentemente condicionada -y el poder está claramente distribuido- por los repartos sociales e históricamente situados, es decir, por los procesos de diferenciación derivados de la consolidación del Estado y el establecimiento del gobierno, o más claramente, por los gravámenes de la condición postcolonial de Bolivia.

4 El concepto de praxis a secas viene del marxismo (de Gramsci) y se refiere a la acción humana que es esencialmente transformacional, una acción “deliberada para alterar al mundo”. Ya que la praxis “opera en el terreno de la reunión entre el individuo y el entorno que percibe como real”, al ser una voluntad (al ser intencional) sus efectos “determinan la realidad” al construirla socialmente (Jary y Jary, 2000, pp. 482-483). Por otro lado, la “cultura es la creación consciente de la racionalidad humana” en su aforo por dominar el cosmos natural, siendo una “colección de ideas y símbolos que son generalmente distinguidos en la disciplina de la estructura social” (Scott, 2014, p. 147). Ahora bien, la idea de construir o eventualmente crear el mundo entre aquella “acción transformacional” (parxis) y las “ideas y símbolos que dominan el mundo”, de “asimilar activamente el universo y de imponer una estructura ordenadora de la acción humana” (cultural) solo resultaría comprensible si se la contempla como un “atributo de la comunidad”. Claramente, la comunidad es la que actúa como soporte y canal de la praxis cultural; así, aquel “esfuerzo personal” del agente llega a tener validez supraindividual (Bauman, 2010, p. 260).

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Declaro no tener ningún tipo de conflicto de interés que haya influido en mi artículo.

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